*Obra de Walkala.
Luis Alfredo Duarte Herrera (1958-2010).
-En Aurora
Boreal. Walkala: un homenaje in memoriam
*
Aunque estemos
aullando de dolor o dolores acumulados
ella, la
poesía, siempre sugiere;
siempre es un
puente que se tiende
para cruzar los
abismos que nos habitan.
*De Oscar
Angel Agú. oscarcachoagu@yahoo.com.ar
DONDE CAEN Y PERMANECEN LOS SOLES Y LAS VOCES…
EL CONFIN DE LA
TIERRA*
*Por Jorge
Isaías. jisaias46@yahoo.com.ar
En la densidad
de los años es cuando las cosas sucedían, pero también cuando se posaban en las
alas más trémulas de algunas mariposas.
Amaneceres más
altos que el galope de un potro en la soledad del potrero donde siempre reinaba
un palenque.
O como aquella
tarde en que trémulos descubrimos ese gran lapacho rosado, reinando en esa
calle alejada donde más se exhibían los fresnos y las tipas (o el recuerdo de
esas tipas centenarias). Y también el recuerdo de aquellos corderos asados bajo
los paraísos, al final de una “juntada” de maíz.
Con los hombres
rodeando las brasas crepitantes, que recibía el goteo intermitente de la grasa
produciendo un ruidito que sonaba a chispazo sin otra consecuencia que su leve
sinsentido.
No era
raro que circulara un porrón de ginebra cuyo pico era besado con
generosidad por esos hombres rudos que charlaban y reían satisfechos. a la
finalización de un tarea de meses.
De vez en
cuando salía de la casa un mujer, casi siempre la más joven, acarreando mates
amargos y entregaba a cada uno de ellos el recipiente con el líquido que iría
perdiendo la espuma en cada viaje.
Varias familias
habían trabajado arduamente en esos meses bajo la más crudas heladas y las
condiciones más desventajosas, con los yuyos mojándole la cintura, y las chalas
cortándole las manos como navajas ávidas, para lograr un jornal por bolsa que
redundaría en un alivio económico para pagar las cuentas del almacén y pasar
los meses hasta la cosecha del trigo haciendo algunas changas los hombres y las
mujeres limpiando casas ajenas.
Pero hoy es día
de fiesta. En la gran cocina las mujeres hacen todos los preparativos
necesarios para el almuerzo que constará de ese gran cordero y una buena olla
de tallarines caseros y fiambres que tenían de la última carneada y el
exquisito pan casero que amasaron manos hacendosas y acababa de salir humeando
del horno de barro que vuelve rico todo lo que entra y sale de su boca
calentada a leña, y en esa gran contracción al trabajo que tienen las mujeres,
seguramente se prepararan exquisiteces para la media tarde. Buñuelos o tortas
para acompañar al mate, mientras los hombres juegan a las cartas, apurando una
copa de algún licor casero, mientras sus voces y sus gritos de satisfacción o
fracaso ante la contra de la suerte, disponen una manifestación, espontánea y
contenida que expresa en las alternativas de un juego de azar, la felicidad por
la tarea cumplida.
Los dueños de la
chacra no tienen hijos pero han criado a un sobrino que hoy es adolescente y
los ayuda en las tareas que hacen al funcionamiento de las pocas hectáreas que
arriendan a la familia del que fuera el primer poblador motivo por el cual se
lo considera fundador de esa pequeña localidad existente a tres kilómetros de
este lugar que hoy trato de introducir a través de esta deshilvanada trama que
vanamente quiere asir lo que se fue.
Por el motivo
consignado más arriba, todos los chiquilines que ese día trasegaban las
inmediaciones de la casa: la quinta entejidada que guardaba un panal con miel y
alguna que otra abeja bebiendo de un charco. El merodeo por los chiqueros y el
gallinero, las largas conejeras debajo de una hilera de tamariscos, vecina a
esa misma quinta, todo era motivo de curiosidad infantil.
De pronto,
nadie sabe de dónde, apareció una pelota de trapo, segura industria de algunas
de las mujeres que trabajaban en la cocina y que el desbande de puntapiés y
carreras bajo la hilera de los sauces, a la entrada, donde una gramilla
esplendorosa podría hacer el partido más interesante. De vez en cuando uno de
estos chicos, de cabeza rapada y con alguna cicatriz segura de un alambrado
traicionero, haría una incursión a la cocina donde parloteaba y reía un grupo de
mujeres hacendosas, para pedir un poco de agua que se le servía en un jarro de
aluminio.
Luego de pedir
un trozo de pan, que se le daba con la admonición que “tenían que almorzar” y
no insistiera con su hambre provocado por el excesivo gasto físico.
La voces de las
mujeres reiniciaban al diálogo, el murmullo de sus voces crecían hasta
transformar ese acto simple de estar juntas, con los preparativos de un
almuerzo esperado, en una especie de fundación del sentido que se iría
entretejiendo en una densa y ajustada trama donde nacerían todas las leyendas,
todas las narraciones, el acto augural en esa matriz primitiva donde aprenden a
escribir y a contar, todos los escritores.
Y en el
atardecer, cuando los preparativos para el baile en el gran galpón que se
haría cuando las sombras cayeran y tuvieran razón de ser esos grandes faroles a
gas que deflagraban en la intemperie infinita, sólo un niño miraba hacia el
poniente, donde esa bola de fuego rodeaba sin cesar y se hundía de pronto como
una moneda en la tierra, digo que a todos escapaba ese atardecer por la
costumbre y la alegría de ese día, ese niño guardaría en sus retinas ese
fuego, para ponerlo a rodar un día, por todos los confines de la tierra.
LA PELUQUERÍA
EN EL PATIO*
*De Irma
Verolín.
Un acompasar de
manos que rozaban nucas, amables deslizamientos del peina por las cabelleras
limpias, húmedas, adelgazadas, y la luz rojizo amarillenta entrando por las
rendijas del toldo semicorrido. Eso era la peluquería. Y también alguna voz que
daba a entender un conocimiento precario: de la pieza de chapas de la Tere
entran y salen hombres. Entran nerviosos y salen tranquilos. En otras ocasiones
se trataba de movimientos: una cabeza gira, los ojos observan el ruedo chingue
de la falda de quien acaba de levantarse y, desdeñosos, siguen con afectada
distinción el despliegue de su propia falda, planchada e impecable. Pero
la peluquería era, además, un ruido, imprevisto, leve, de algo que cae, un
objeto, incluso la luz, o varias voces; en fin, de cualquier cosa que me
rescatara de la modorra y me recordase que yo estaba, entre todas las mujeres,
para mirarlas, para escucharlas, para que, por lo menos pasara el tiempo.
A la peluquería
la había instalado mi abuela en el patio de nuestra casa, debajo del toldo
metálico, no bien se fue papá y ella tuvo que parar la olla con lo que fuera.
Aunque el baño estaba al final de un extendido pasillo y no había más que un
solo secador, era casi una peluquería como las del centro. Tenía su espejo
panorámico, sus fotos en la pared y sus revistas. Tenía focos de luces potentes
y frascos que echaban muchas clases de olores. Y por todo el patio las mujeres
iban y venían. Se iban y regresaban. Se dejaban envolver los pelos alrededor de
aquellos cilindros huecos y transparentes, que les daban a sus cabezas aires
cibernéticos, para que más tarde, como un golpe de gracia, las coronara el
secador. Y debajo de él se quedaban y se adormecían y se dejaban estar hasta
que los pómulos ruborizados les iluminaban los ojos.
Únicamente los ñoquis
de los domingos lograban que la peluquería desapareciera un poco. Sólo un
poco, porque el olor a tinturas, aguas oxigenadas y líquidos de permanente se
mezclaban con la acidez de la salsa roja. Fue un domingo cuando la abuela
carcajeó después de que yo le preguntara si la Tere tenía novio.
-¡Qué va a
tener! ¡Qué va a tener!- repetía la abuela.
Sus ganas de
reír le habían hecho despegar de vez en cuando los pies del mosaico, sobre el
que todavía quedaban desparramadas las hebras desiguales de un corte a la
navaja.
-A cenar. A
cenar.- me llamaba la abuela.
Por lo tanto ya
eran las diez de la noche y las várices abultadas en las piernas de mi abuela
parecían lombrices que se querían escapar. Y, porque eran las diez de la noche,
enseguida apoyábamos las chucherías en el piso; las tijeras, las pinzas y los
peinas formaba una hilera cercana al zócalo. La gorra de plástico, agujereada
para hacer los claritos, quedaba pendiendo del cuerno rojo del gomero. Luego
separábamos la mesa libro del espejo, la abríamos y, aspirando ese vaho a
perfume persistente, entre restos de melenas generalmente teñidas de rubio
ceniciento, empezábamos a comer. Después la abuela contaba el dinero a un
costado de un amontonamiento de platos, vasos, cubiertos engrasados. Y nada más,
porque yo me caía de sueño. El sueño me ganaba y, de pronto, otra vez la mañana
siguiente: el patio transformado en peluquería. De modo que retornaba esa
especie de ruido de escombros: mujeres hablando como hablaban entonces las
mujeres, robándose unas a otras las palabras.
-Dios sabrá lo
que hace.
-Que Dios me
perdone.
-¡Ay!
Piruchita, yo sería muy feliz si tuviera hijos tan sanos y juiciosos como
los suyos. Dios los guarde.
Como a Dios se
lo nombraba a cada rato llegué a creer que se lo estaban anunciando, que muy
pronto formaría parte de la clientela permanente. En cuanto a Pirucha, estaba
allí, visible, concreta, en su lugar. Que o sepa nadie había establecido un
lugar para cada clienta, pero al parecer impulsadas por una memoria prodigiosa,
las asentaderas buscaban siempre el mismo sitio. En el rincón desde el que
podían espiarse todos los vericuetos del patio, en la silla acolchada se
sentaba Pirucha. Si ella no venía, nadie ocupaba esa silla. Contra la pared
opuesta solía apoyarse, tiesa, almidonada de arriba abajo, la Tere. Sólo se
aflojaba una vez metida bajo el secador. Y ya su lengua y lo demás recuperaban
las ondulaciones. A la Tere le sobraban carnes, en cambio Pirucha, como quien
dice, era un palo vestido. Comúnmente la una a la otra se miraban como si
quisieran mantener estirada en el aire una vara quebradiza. Cuando el sitio
donde la Tere acostumbraba apoyar su espalda estaba vacío, Pirucha no perdía
oportunidad para aconsejarle a la abuela:
-Usted debería
seleccionar la clientela, doña. No es cuestión de que le entre cualquier
chirusita y le desprestigie el negocio.
Pero si estaba
el cuero tenso de la Tere, que parecía dispuesto a crisparse a la más leve
alusión, la dueña de la silla acolchada mantenía su clásico gesto inanimado,
gesto que podía interpretarse como un más allá, luego de haber traspasado la
barrera de dignidad ofendida. Y si, pongamos por caso, las manos de las dos
mujeres se rozaban sin querer al ir a buscar una revista, sonidos vibrantes
atravesaban el patio. Sonidos o voces. Voces que varían dentro del círculo
vicioso de las repeticiones.
-Hijos como los
tuyos, Piruchita, no hay tantos por ahí.
La Tere no.
Ella no tenía hijos. Madre sí, madre tenía; y hermano. La madre era renga y el
hermano borracho. Un arsenal de virtudes sin desmerecer a los presentes. Y de
las virtudes de la Tere ni qué hablar: ella no usaba polleras plisadas sin un
vestido que le oprimía la cintura para que sus bondadosas caderas se combaran
como hojas de repollo. Daba la impresión de que lo habían cosido aprovechando
telas sobrantes. Y era, a lo mejor, por aquel vestido que la imagen de la Tere
me llegaba con la presunción de una estatua. O, tal vez, por el celeste intenso
que ella repartí sobre sus párpados hasta el arco de las cejas. Así, entre el
negro del rimel y la pasta espesa, mi mirada, al querer encontrar la suya,
tenía la sensación de deslizarse por el océano. Las pocas veces que la Tere
hablaba, movía las manos con tanto revoleo que una no sabía si trataba de
deslumbrarnos con sus uñas color sangre y sus anillos de metales inciertos o si
quería desviar nuestra atención de esos zapatos que usaba. Eran altísimos,
tenían una rebanada en la unta que le desnudaba el dedo gordo y parte del de al
lado, y taconeaban de lo lindo. Lo que era una suerte, así yo me enteraba
cuando la Tere entraba en la peluquería. Sobresalía la melena rizada,
endurecida por el batido y el falso lunar cercano a la boca. El resto era un
vaivén.
A la Tere
siempre se la nombraba entre dientes y enseguida, muy rápido, venía un silencio
tirante, molesto y lleno de acechanzas. Entonces alguna voz de repente decía:
-Dios sabrá lo
que hace.
¿Saber? Saber
era cuestión de tiempo. “El tiempo mientras se va yendo va sembrando las
entendederas”, decía mi abuela. Ante frases como aquella las clientas alzaban
sus ojos de huevo duro y, haciendo u revoltijo con sus voces, formaba el coro
griego del asentimiento:
-Claro que sí.
Pues claro. Quién lo duda. Siempre ha sido de esa manera, doña.
Hasta que, de
buenas a primeras, el nombre de la Tere aparecía. Y así otra vez y otra y otra
sin entrar en variantes. Una siesta, después de la frase de la abuela, seguida
por el coro griego del asentimiento y continuado por el nombre de la
Tere, la vecina nueva exclamó:
-¡Es de no
creer!
Mientras la
vecina decía “eer” entró la Tere con unos guantes blancos, llenos de perlas,
largos hasta los codos. Y todas la clientas se rieron. Tanto se rieron que ella
terminó sacándoselos, de mal modo, como con desprecio. Los dejó olvidados por
allí y, antes de irse, tardó bastante en encontrar uno solo bajo la silla
acolchada, agrisado y con marcas de suela de zapato. El otro no apareció más;
la Tere, como de costumbre, volvió a la semana siguiente.
Pero, supongo,
que aquella mañana debió ser anterior a muchas otras. Comienza el otoño. En la
esquina de Lamarca y el Pasaje de la Puñalada, veo los contornos curvados de la
Tere. Camina haciendo girar sus caderas con mucha exageración. En cada brazo
lleva colgando un bolso con frutas y verduras. Muy cerca de mí, Pirucha le dice
a su hermana:
-Se la ve cada
día más blanca, ¿viste?
El cuchicheo
alterado por codazos ha enfatizado cada una de las palabras.
-Tiene el
cuerpo lechoso de tanto bañarse. Cuando hace un trabajo sucio la gente debe
bañarse más de la cuenta.- le comenta la hermana.
Veo la figura
de la Tere perdiéndose en el corralón. Parece un balancín. Los canelones de las
chapas se vuelven plateados porque el sol les da de lleno. Veo el sol y la
cortinita con flores. Son unas pretenciosas margaritas blancas de centro rojo.
Veo los yuyos altos. ¿Los veo? Sí, veo. Y desde un rincón del patio, otro día,
quizá anterior a este, puedo ver las manos de la abuela haciendo piruetas
sobre los dedos de las clientas que brillan con sus cutículas fregadas. Y veo
también que la pollera ceñida de la Tere se acomoda con lentitud sobre el
escalón de Pórtland y la cabeza rizada se esconde entre los hombres, porque una
voz ha dicho:
-¡Pirucha es
una mujer bien casada!
No sé si lo que
dijo la voz era verdad o no. Lo cierto es que pocos días después, Pirucha llegó
al patio con una foto. Las mujeres se arremolinaron alrededor de ella y la
foto. Había ojos guiñados y sonrisas oblicuas. Y pude ver la mano que sostenía
aquella foto y, dentro del recuadro, en blanco y negro, vi a una mujer que
tenía los pechos sueltos. Habráse visto, venirse con semejante foto. Entonces
la Tere apareció en la puerta de entrada. Ancha y ceñida. Apretada y libre.
Apareció y con una actitud desafiante, como de sargento recién ascendido, se
lanzó sobre Pirucha y le quitó la foto. Aunque me mandaron arriba, alcancé a
escuchar una discusión. Por la noche, largo y tendido mi abuela miró el borde
de la manga de su pulóver y le quitó con furia y le fue sacando con furia las
pelotitas de lana. Aquel era su modo de pensar o arrepentirse.
Y un buen día,
después de tiempos que se amontonaron después de montones de tiempos, cuando a
mí ya me habían empezado a crecer los senos, la Tere vuelve a la peluquería. La
abuela la ataja. En plena puerta, custodiada por el inesperado silencio hecho
por el coro griego de las clientas, la abuela le pide que se vaya. Que se vaya
porque es mejor para todas. Es que hay que ponerse en su lugar, en el lugar de
ella que, al final, más que abuela es una madre para mí, que por desgracia
escucho y miro todo lo que pasa. Y si –sigue diciendo mi abuela- comete
injusticias con ella, la Tere, Dios sabrá perdonarla. Que por favor se vaya,
que al menos lo haga por mí que, en resumidas cuentas, soy una nena. Y, para
terminar, hay que aclarar que ella no es una peluquera de tres por cinco, sino
una peinadora. Que se vaya, por Dios, le pide de nuevo. Y la Tere se va. Se va
con sus piernas rechonchas, su torso indomable, se va ceñida por el vestido que
parece hecho con retazos de tela. Sin saludar se va, mientras la envuelve esa
luz amarillenta o roja. En fin, se va envuelta por una luz ambigua que el toldo
ha dejado entrar.
No mucho tiempo
desuñes llega a la peluquería la noticia de la muerte de la Tere en confuso
episodio. No se supo bien si murió en un accidente, en una comisaría o si fue
por lo que podría denominarse un altercado laboral. Entonces se escucha una
voz. Es la voz de Pirucha, vaporosa y repleta de imperceptibles agujeros, una
voz de tul que dice:
-Se lo tiene
bien merecido. Así va a escarmentar de una buena vez.
Aquella voz y
las otras, las del coro griego, todas, siguen flotando donde todavía entran las
luces rojas o amarillas del sol, donde caen y permanecen los soles y las voces:
un patio.
*De "Hay
una nena que gira". Torres Agüero Editor - Buenos Aires 1988
-Blogs de Irma
Verolín: http://espiraldesaraswati.blogspot.com/
http://www.suryalotoreiki.blogspot.com/
ESCARCHA DE
LUNA*
“Mientras
avanzábamos raudamente, veía que el campo giraba como un enorme disco iluminado
bajo la luna llena, plateado por la escarcha…”
Mamá me entregó
un bolso con la ropa y otras cosas y me acompañó hasta el portoncito batiente
de la entrada.
El portillo
estaba flanqueado por los dos altos y lozanos cipreses, que semejaban un poco,
a dos verdes, gigantescas, y estilizadas espigas; que montaban guardia
permanente, vigilantes y quietos, rodeados por un florido conjunto de plantas y
plantitas del jardincito del frente. En él resaltaban profusas las enhiestas y
copetudas crestas de gallo, de flores verrugosas y aterciopeladas de un furioso
color carmín.
El camión azul
deslucido de mi tío estaba en marcha y él aguardaba en el volante a que el
motor se calentara. Yo le di un beso a mamá y corrí dando un rodeo para subir
por el otro lado.
Se terminaba la
tarde y comenzó a refrescar de golpe.
El sol, como un
disco gigante color naranja pálido, bajaba sobre la quinta de naranjos que daba
al oeste, y el cielo se había pintado del granate al rojo intenso; mientras
algunas pequeñas nubes amarillentas y oscurecidas se recortaban con ribetes
iridiscentes, como ovejas deformes pastando en un campo en llamas.
-Mañana va a
helar- dijo mamá, despidiéndose, mientras nos poníamos en marcha.
Me sentí en la
gloria. Un vaho tibio se respiraba dentro de la cabina, emanado por el motor;
tenía aromas de aceites cálidos y tan tenues que eran como un perfume metálico,
agradable y reconfortante. Además, iniciar este viaje con mi tío era para mí un
sueño.
Cruzamos el
pueblo, el puente y la ciudad vecina, ambas aún con calles de tierra, y salimos
a la ruta, también de tierra.
Enseguida cayó
la noche y la oscuridad fue cercándonos. Los faros del camión iluminaban
temblorosamente una porción no muy grande delante y un poco a los costados del
camino, bañando escasamente de amarillo una pequeña mancha dentro de la inmensa
noche cerrada.
Mientras, el
ronroneo del motor iba quedando atrás con el camino recorrido; dejando a su
paso un eco debilitado que rebotaba en los costados irregulares y nos iba persiguiendo
junto con la noche.
Pese a la dicha
que sentía, me fui durmiendo sin darme cuenta, acunado por el vibrar
suave y parejo, y el regular sonido de la marcha que nos envolvía…
Hicimos así la
mitad del camino.
Me desperté al
sentir que el camión disminuía la velocidad hasta casi detenerse y el traqueteo
de las ruedas sobre los rieles al cruzar las vías del tren. Un poco más allá mi
tío se estacionó ante una casa o un tipo de negocio que daba a la calle. Luego
vi que tenía un alero pequeño que sobresalía sobre un surtidor de nafta, de los
de aquella vez, altos, con un remate redondo como un caramelo, o una almeja, y
una gran palanca con la que bombeaban el combustible.
Por la puerta
abierta y por la ventana salía una larga porción de luz que daba un farol muy
potente que se conocía como “sol de noche”; y blanca y luminosa cruzaba la
calle y alumbraba la garita del guardabarreras del ferrocarril cerca de la vía.
Sentí voces, y vi pasar gente en la ventana, e incluso algún chico
jugando, quizás más adentro.
Mientras
esperaba a mi tío, y terminaba de despertarme, pensaba en esa casa y en esa
gente, que en verdad no conocía, ni conocía el lugar, y en realidad tampoco
sabía mucho sobre en qué parte del camino estábamos, y hasta pensé que, tal vez
habríamos llegado.
¿Cómo sería la
casa de mi tío? A mis escasos nueve años era la primera vez que iba. Cada tanto
mis primos venían a casa, ya que el negocio se proveía con estos viajes que
eran frecuentes, y este coincidió justo con la feria escolar de invierno, así yo
al fin puede colarme.
Mi tío volvió y
el motor ronroneó de nuevo…
Ahí fue cuando
me informé que estábamos a mitad de camino, de modo que enseguida reanudamos la
marcha.
De cuando en
cuando él encendía un cigarrillo, lo ponía en la boquilla y fumaba quedamente.-
Las caprichosas espiras de humo azul, como danzantes arabescos, alcanzaban a
cautivarme antes de desvanecerse en el interior de la cabina. Cuando terminaba
de consumir el cigarrillo, solía mantener la boquilla vacía largo rato entre
los labios, y así la sostenía, incorporada y firme, casi todo el tiempo. Decía
que era un buen truco para fumar menos.
Yo lo veía
recortado contra la penumbra exterior, junto con el resto oscuro de la cabina,
donde apenas brillaba tenuemente una pequeña luz en el tablero, casi espartano,
propio de los modelos de entonces, de antes de mediados de siglo. Lo veía
pensativo y al mismo tiempo tan sereno, que me cohibía molestarlo o
interrumpirlo en sus cavilaciones; hasta que él mismo vio que yo estaba
despierto y abrió el fuego con una gran sonrisa, y con un gesto cariñoso soltó
el volante y con la mano derecha me revolvió el cabello…
Charlamos larga
y despaciosamente, mientras el camión devoraba raudamente buenos tramos del
camino.
En realidad
hacía apenas cuatro años que se habían asentado en aquella colonia casi virgen,
de grandes campos, montes y bañados. También otros colonos habían hecho lo
mismo por aquel entonces y se formó una población considerable, además les
estaba yendo bastante bien a todos, así que mi tío estaba agrandando sus
negocios, y aparte de vender y fletear mercaderías y comestibles, vendía
insumos para el campo y estaba iniciando el acopio de cereales y ahora también
algodón que estaban comenzando a sembrar como una novedad en aquella latitud
agrícola.
Por largos
ratos quedábamos en silencio, ensimismados cada uno en sus cosas. Yo
mismo trataba de imaginarme cómo sería todo lo que me esperaba, lo que aún no
conocía, e iba quedando cada vez más cerca.
De reojo veía
que mi tío de cuando en cuando tarareaba una canción en voz tan baja que casi
no estaba seguro que estuviera cantando.
Además la
soledad de tremendos contornos me intimidaba por momentos. Ahora cruzábamos
cerrados e interminables montes que reconocía a nuestros costados y escondidos
arroyos que se reflejaban entre la negrura, y la luz de una luna que nacía
frente a nosotros.
Pero tenía
mucha confianza en él, mi tío era también mi padrino y lo veía como a un héroe,
un verdadero paladín. Lo que no estaba al alcance de mi padre, él lo haría
accesible, sin dudas, porque sabía que me quería bien.
Mi padre y él
tuvieron suertes diferentes. Mi padre vino de Italia de niño y la vida lo trató
muy duro. Desde pequeño tuvo que trabajar como único sostén, ya que quedaron
huérfanos de padre recién llegados de Europa, y apenas nacidos los hermanitos
más chicos. Mi tío era el más joven y accedió a todo más fácilmente, un poco
quizás por ser el menor.
Estábamos
llegando. Doblamos el último tramo. Se había alzado la luna, grande y ovalada.
La teníamos ahora a la derecha y me permitía ver los grandes campos que pasaban
corriendo, más fuerte acá cerca, y los grupos de árboles y casas más lejanas
apenas se iban moviendo. Parecía que todo girara como en un plato gigantesco,
teniendo como eje la luna, mientras bañaba todo con su luz pálida y platinada.
La casa se me
apareció entre una extensa arboleda de variados tamaños, negra a trasluz, donde
se recortaban altas grevilleas y pinos; y los techos metálicos se reflejaron
fríos y blanquecinos por la escarcha recién caída y la luz de la luna.
Lo demás estaba
en tinieblas, pero enseguida hubo linternas y luz en la cocina, y un par de
perros alegres que aullaron y corrieron atropelladamente a saludarnos, antes
aún que los demás de la casa.
Así llegué
aquella primera vez a aquel lugar, que tanto significaría para mi de ahí en
más, especialmente en el transcurso de mi niñez.
*De Celso H.
Agretti. celsoagr@trcnet.com.ar
Avellaneda.
Santa Fe.
*
Sólo me
importan el espesor y la extrañeza del mundo. Espesor y extrañeza que aparecen
disimulados en cualquier parte: en el vidrio de la ventana, en la almohada, en
la heladera, en las macetas del patio. Basta mirarlos fijamente y ya no pueden
dejar de verse.
*De Liliana
Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com
***
INVENTREN
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