*Obra de Cecilia
Aguado.
Villa Gesell.
Argentina
ASTILLA*
“Un amor, un
dolor sin límite, un deseo.
Los címbalos
solares y el esplendor y el miedo...”
GABRIEL CELAYA
Siempre estuvo
conmigo.
Antes de ser la
piel bajo mi piel.
Astilla sobre
astilla. Espina. Silicio.
Sustancia de
barro y de madera.
Aguijón que
penetra y palpitando, calla.
Se dilata y
contrae, se oyen gritos de huesos
Hay tantas
confesiones en este antiguo prisma.
Tiempo
inmemorial que acompaña.
La cuido. La
preservo. La escondo.
La rechazo. La
mimo. La hostigo.
Si no se toca,
no duele, no lastima.
Y ahora que la
tarde ya cae.
Aparece la
botella y el naufrago.
Y me hundo y me
sumerjo y me pierdo.
Y la púa es un
grito inaudible.
Es un pez. Un
niño. Un latido. Un miedo.
Trae un amor de
años, anterior al pulgar.
Anterior a las
formas, a los sexos.
Acaso, por vez
primera, vaya a su encuentro, la libere.
Y te atraviese
y florezca en rosa.
*De Amelia
Arellano. amelia.arellano01@yahoo.com.ar
A LA NUBLADA SUSTANCIA QUE LA ESFUMA…
Escribo*
Escribo
porque la palabra
nunca dice lo que quiero.
Porque los términos
no recubren los destierros,
los vacíos, los agujeros.
Poética despiadada
que no nombra
lo que porta,
sólo acontece.
Habla, se acerca,
sigilosa sin alcanzar
lo que pretende.
Nombra y al nombrar
nunca dice
ciertamente
cómo se llama lo que siente.
*De Cecilia
E. Collazo. psic_collazo@hotmail.com
-De Poética
Despiadada . Editorial Imaginante 2013
Zumbido*
A veces, abro
los ojos, me incorporo y camino con lentitud por las estancias. Como si aún
estuviese vivo.
A veces,
incluso me aventuro a salir al exterior para comprobar que otros seres
semejantes a mí se mueven por las calles, se apresuran, chocan entre ellos, se
someten a la tiranía de relojes y semáforos, se detienen y se miran unos a
otros y en ocasiones conversan.
Sí, a veces
también yo finjo estar ahí, entre ellos, provocando sonrisas o muecas de
irritación o atascos. Finjo vivir. Pero siempre regreso al lecho en sombras. Me
acuesto, cierro los ojos y convoco secuencias que nunca termino de comprender.
Finalmente, me
pregunto cuál de estas irrealidades es más ficticia. Cual de estos dos sueños
es el que está encerrado dentro del otro. Si tuviese acceso a esa ansiada
respuesta, tal vez podría despertar, ser. En uno u otro lado, pero existir.
Lo que más me
atormenta es ese molesto zumbido del teléfono que no parece tener lugar y que,
sin embargo, nunca acaba de callarse.
*De Sergio
Borao Llop. sbllop@gmail.com
-De Prosas
breves
*
quiero que
tengamos una palabra juntos.
te imagino
cortando el pan
prendiendo el
fuego
guisando en la
olla
un mediodía de
invierno
para esa
palabra
que tuvimos
juntos
que nació
porque tu cuerpo
porque mi
cuerpo
porque la boca
porque este
incierto fragmento de lenguaje que somos
y que
seguiremos siendo
porque juntos
hicimos la palabra
y después de
todo la palabra
es una
barricada de luz contra la muerte/
*De León
Peredo. gustavojlperedo@yahoo.com.ar
BIOGRAFIA DEL
DESCUIDO*
“¿Cuándo
empieza el abandono?”
María Claudia
Nieves
Quise
perfumarme y, al abrir el frasco, apenas un soplo rancio se levantó del fondo
apelmazado. Fue entonces que empezó, creo yo. Así, con el perfume
evaporado, sin que yo me diera cuenta.
La memoria se
desmadeja como los vestidos de novia que se abandonan al tiempo, sin
cuidados. Los recuerdos se alborotan, se abisman, se suicidan o mienten
bajo el melancólico maquillaje que imparte la costumbre de sobrevivir.
Después de
aquello, todo fue muy rápido, una vertiente de montaña en estación de lluvias.
Casi enseguida,
dejé de mirarme en el espejo.
Era tan cómodo
imaginar mi rostro fresco, los dientes impecables, el pelo brillante de la juventud…
La piel todavía conservaba la ilusión mullida de las toallas que me envolvían,
como si fueran nuevas. Ellas y yo.
La cama
permanecía abierta día tras día y sólo de vez en cuando, con un estirón apurado
a las sábanas, se me ocurría disimular las arrugas de las malas noches, de los
insomnios rebeldes, de los escasos e inquietos descansos.
En las noches
frescas, claudicaba apenas a un edredón que fue exhalando todas sus plumas por
los poros abiertos de la tela, igual que un moribundo se deja ir entre
estertores.
Más allá de los
cajones desordenados, se fueron amontonando vestidos, blusas y abrigos,
descolgados de sus perchas, pendientes de cualquier lámpara, vistiendo sillas.
El armario semivacío pasó a guardar objetos que me salían al paso desde el
suelo. O aquellos que, en súbitos arranques de arrepentimiento, doblaba
con primor: un cuento a medio terminar, el camisón de franela de mi madre
muerta, envuelto junto al álbum de familia, condenado a las polillas por mis
recurrentes desidias y mi desprecio feroz a cualquier biografía.
Olvidé cerrar
las ventanas a partir de una tarde de enero que me pareció más caliente que
otras, como cargada de cansancios.
Más tarde en el
mes, a una hora en que yo dormía, por milagro, en la cama deshecha, la tormenta
entró arrebatadamente y barrió la casa, llenando los pisos de madera de charcos
como lunares sucios.
En medio de la
vorágine, algunas ropas fueron a posarse, antojadizas mariposas nocturnas, en
los rincones oscuros, en las vigas altas del dormitorio, y en la escalera;
desde allí las vi columpiarse, al volver en mí: el cuarto parecía trastornado
al capricho del viento, húmedo y oliendo a lluvia y a descuido.
Poco
después, un piadoso mes de febrero ventiló los libros inmóviles, en la
biblioteca medio carcomida. Un tedio de náufrago había abolido mi
curiosidad de leer y los volúmenes se fueron marchitando, reblandecidos como
abuelos en un asilo. Ocultos bajo el polvo que los maquillaba como a
muertos, de un amarillo falso y espeso, los lomos colgaban, a medio suicidarse,
desorientados como gaviotas de tierra.
Aprendí a comer
con las manos. Sustituí el hábito de los platos, inhallables en la
torcida pila de trastos malolientes dentro de la pileta de la cocina, por el
apoyo de cualquier superficie provisoria. Devoraba el puré sobre el
mantel, mordía las verduras sin enjuagar sobre viejos diarios manchados,
masticaba las sobras conservadas en innumerables envases, dentro de la
heladera. La comida fresca terminó mucho antes que la electricidad, pero
entonces yo había progresado a las latas de conservas cuyos contenidos
aprovechaba con los dedos, o me dedicaba a rascar con una cuchara pringosa las
harinas o el arroz recalentado dentro de la olla.
Alguna vez
partí en mitad de la noche, en busca de comida, y me acostumbré a detectar las
bolsas más recientes para rescatar lo que mis vecinos habían desechado.
Pero pronto
perdí el apetito.
Por entonces
cerré la puerta de calle con dos vueltas de llave. No estoy segura si
todavía era verano: el tiempo también se había revuelto, estropeado, y sus
horas se revolcaban en una misma fiebre persistente, sordas e inmunes a
cualquier estímulo.
A partir de
ahí, las ganas se me aguaron del todo al olor de los platos embarrados de
comida mohosa, de los trapos resecos manchados de verdín sobre la escoba
muerta, de las alfombras húmedas, de las sábanas ácidas por el uso, de los
vestidos inertes que el aire violentaba impunemente.
Me acuerdo, con
precisión que rescato de aquel largo sopor, de haber reparado, una tarde
luminosa, en las cuatro o cinco plantitas que había logrado cuidar con afecto
tibio durante cierta época; desgajadas de la tierra reseca, recordaban viajeras
extraviadas en medio del desierto. Recuerdo más que nada una flor, convertida
en polvo, un esqueleto que repartía su ceniza de un rojo azafranado, desde la
maceta rota.
Con el último
desgano me senté en una silla, frente a la ventana abierta al paisaje repetido
de los techos del barrio. La brisa caliente me traía un bullicio
indistinto desde la plaza cercana.
Pensé en los
vivos, allá afuera.
Mucho después,
sentí que las manos se me llenaban de acariciantes pelusas apelmazadas:
la hora no me dejaba ver más que contornos, pero reconocí en ellas el tacto de
mi pelo. Caía, caía.
Moví las
piernas, con suave crujido de rodillas. Di algunos pasos penosos y llegué
al espejo.
Quise encender
una luz, por costumbre nada más. En la penumbra pasé mi brazo escuálido
sobre la superficie y me asomé, al resplandor escaso del crepúsculo, dentro de
la luna ovalada.
Sabía, antes de
mirar, que no encontraría nada.
Dentro del
armario abierto busqué el camisón que había sido de mi madre.
Tenía frío y me
acosté en la cama.
De espaldas,
como todos los muertos definitivos, crucé las manos sobre el pecho y cerré los
ojos.
*De Martha
Valiente. puertopegaso@gmail.com
AZAR*
Lo inesperado
me abraza, teje en mí, me cita con la vida, saluda para dar
vuelta y reabrir la historia. Matices de los sueños listos para ser
soñados.
Cuerpo que se
desarma y vuelve a surgir desde un idioma en el que confluyen dialectos,
palabras y silencios de diversos orígenes que se arman y aman en secreto.
*De Cristina
Villanueva. libera@arnet.com.ar
*
El mundo
se hizo gris.
Los pájaros,
el aire,
son el rumor
opaco
de una realidad
que se empecina
en persistir
inmune,
a la nublada
sustancia
que la esfuma.
Mi corazón
en niebla,
se recoge
a esperar el
milagro.
Y la lluvia
llega
con una entrega
mansa
de agua nueva,
a lavar los
pájaros,
mi corazón,
la tierra.
*De MARIANA
FINOCHIETTO.
MANADAS AZULES*
El relámpago y
su fusta golpean
la noche
mientras la ansiedad
se come las
horas. Y crece.
Escondida, hago
míos los silencios.
Los desvisto
porque sé que debajo
de ellos está
el grito.
Estas voces
que galopan la
noche
y parecían
monstruos laberínticos,
son cachorros
desvalidos
cuando decido
oírlos.
Supuse que
traían respuestas
pero vienen a
respirar en mi vigilia
y se llevan mi
sueño de manadas azules
como animales
liberados
contra la
utopía sin final del horizonte.
*De Miryam
Colombotto de Seia. miryamseia@cablenet.com.ar
*
a Armando Rojas
Guardia
He sentido caer
los párpados entre los granos de polvo
al descubrir
una sinfonía a destiempo.
He conversado
con la sombra del desamparo
– me he posado
en sus ruinas.
He mamado el
hilo tempestivo de un cello sin cordal
triturada su
caja hueca en el pandemonio.
He tensado la
cuerda que columpió a la muerte
con fármacos
anticolinérgicos a la hora del postparto.
He saboreado
letal sal diseminada junto a las bocas de los míos
y aún recorre
mi lengua la terneza de los naranjos
– su riachuelo
florido de un blanco ángel.
He quebrado la
paz tenue en el silbido agudo del padre
donde reposan
mis vértigos.
He truncado la
ávida memoria con lo “Áspero” de Arráiz
– espeso y
rebelde se ha instalado en mis muslos.
Finalmente el
festín sobre un lago espectral.
Junto mis manos
famélicas y lavo la devastada piel
de la calvicie
de los días
porque hirsuta
y exhausta he sido feliz.
*© Natalia
Lara. cpc.larag@hotmail.com
***
INVENTREN
Próximas estaciones literarias:
J.J. ALMEYRA.
-Por Ferrocarril Midland-
GOBERNADOR ORTIZ DE ROZAS
-Por Ferrocarril Provincial-
-Colaboraciones a inventivasocial@yahoo.com.ar
InventivaSocial
Plaza virtual de escritura
Para compartir escritos escribir a: inventivasocial@yahoo.com.ar
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