sábado, abril 11, 2015

CORRER LA LÍNEA ENTRE LA NADA Y EL SUEÑO...


-"Las Torres Gemelas" Óleo /Lienzo. 
* Obra de Claudio Uzal. © Gijón.






*


Lo más difícil

es construir un muelle.

Parar el agua. Cargar maderas.

Unir los pasos para no caer entre

las tablas.

Correr la línea entre la nada

y el sueño.

Acomodarse sin madre.

No extraviarse con hijos.

Y aceptar que no tendremos bote

ni barco ni balsa que nos salve de amar.



*De Valeria Pariso









CORRER LA LÍNEA ENTRE LA NADA Y EL SUEÑO…









EN ALGÚN BARCO*


*De Adolfo Zutel
(1936 – 2012)


Como si un hombre caminara sobre los huesos de algún barco
como si caminara en lo que fue
y pellizcara migas de bruma y sol y escarcha
y mirara por los ojos de buey
y los ojos de buey hablaran en un idioma ciego inexistente roto
o no hubiera idioma en el cementerio de los barcos
ni óxido en el aire en el agua en la evocación de mareas secas

como si un hombre flotara sobre un barco
y por la borda asomara un marinero volviendo de la nada
un marinero que no pudiera regresar
que no supiera dónde regresar
y pidiera una red para pescar viento sal costumbres

como si la tarde estuviera escorada y los barcos no entendieran el idioma
y hubiera cabos sin extremos ni huesos ni nudos
y el hombre clasificara sal y lágrimas y mástiles
y cada hueso desafiara al cielo
y los huesos caminaran por el borde escorado
por la desolación del puente
por la estructura

como si el marinero encontrara una red tendida floreciente dorada
y una soga y un timón y un mapa
como si olvidara las noches bailadas en el pueblo
y olvidara la aldea el humo los caballos

como si los huesos del barco buscaran al perro de la escarcha
y la red y la soga volvieran a vivir
mientras el mar se ahogara
como si el marinero se quedara en la cosecha de las manos sin luz
y un rincón de alguna casa esperara una red
como si las manos vacías quisieran ser nieve
mientras los huesos esperaran un perro
o un perro al hombre de los huesos
o los huesos a los ojos de buey

como si todo lo que hablara hubiera muerto en la cubierta
y un perro y unos huesos
caminaran en aquello que fue
caminaran sobre un barco
que sueña


*Poema inédito de Adolfo Zutel (26/07/1936 - 05/04/2012)












CANAL HONDO*


A mi hija Luciana y a Germán Modarelli, que permitieron este sueño


En mi último viaje al pueblo se cumplió un deseo latente de años, de casi toda una vida: visitar ese antiguo canal donde confluían casi sobre el puente de cemento con barandas de madera, varios chacareros que eran mis parientes.
En primer lugar mis abuelos paternos y sus tres hijos menores: Eduardo, Aurelio y Teresa, y cruzando por el canal hacia el oeste, la familia Brigliadori, una de sus hijas se casó con un hermano de mi madre. Y a su vez cruzando la calle, o el camino rural, hacia el norte, moraba el benemérito tío Roque, hermano de mi abuela Elisa, madre de mi madre.
La casa en que vivían mis abuelos, había sido construida por don Juan Burki, un alemán venido entre los primeros pobladores que trajo don Emilio Volenweider, el fundador del pueblo. Y haré mías las palabras de mi hermano: a cualquier lugar del mundo que llegan ingleses o alemanes construyen las mismas comodidades que tenían de origen. Casas de ladrillos, sólidas, pisos de pinotea, galerías de grandes baldosas y arcadas; molino junto a la casa para proveer de agua a través de cañerías la cocina y los baños, ambos con azulejos en las paredes. Ventanales grandes y espacios aireados. Hoy no queda nada de ella porque se la llevó un incendio ocasional, lo cual fue un consuelo a medias, ya que de otro modo la hubiera derrumbado la angurria, para sembrar sobre sus escombros, soja.
Mi abuelo se mudó al pueblo cuando yo tenía cuatro años y fue el último campo donde estuvo. Por razones obvias no conocí los otros dos o tres anteriores que arrendó y que conozco por el relato de mis mayores. Pero yo seguí yendo a ese lugar, a ese mojón de mi infancia. Que es ese canal hondo, como lo recuerdo, como aún se lo llama, y que fue hecho en la década del treinta, según siempre oí decir a mi padre.
Mudado mi abuelo, yo seguí visitando la chacrita del querido tío Roque hasta por lo menos terminar la primaria. Nada tenía que ver esa humilde casita, asentada en barro con la imponente casa de don Juan Burki. Tenía techos de chapa, cubiertos con largas cañas, supongo que para aislarla de los grandes soles pampeanos. A veces me iba a quedar unos días, sobre todo en vacaciones escolares. Yo seguía con interés todas las tareas que se realizaban allí, en ese campito de pocas hectáreas. Todo lo preguntaba, y lo relacionaba a ese mundo que en verdad no era el mío sino el de mis mayores.
Pero esta última incursión fue muy distinta. Estaba impulsada por los recuerdos, por el ansia de tantos años. No nos costó mucho trabajo encontrar el camino porque fuimos por la ruta asfaltada que en aquellos tiempos no existía. Y al doblar hacia el canal hondo vimos una larga hilera de cañas que protegía ambos lados de las barrancas de los derrumbes y desmoronamientos. Estaba casi todo igual, salvo que el viejo puente no existía, había uno nuevo y los restos del viejo estaban en el cauce del canal, ahora engrosado por los desagües de los inmensos caños que drenaban de los campos y que provendrían de las últimas lluvias. No había casa por ningún lado, sólo sembrados y algunos árboles raquíticos que apechugaban solos el roce del tiempo.
Si el canal no hubiese tenido agua estaría por jurar que me iría caminando con mis tíos, buscando esa pelota de trapo que un día mi tío Aurelio sacó de un hueco cavado con un cuchillo en la barranca reseca.


*De Jorge Isaías. jisaias46@yahoo.com.ar










*


El día
se va
entre las sombras
de los talas.

Hay una luna
lenta y solitaria
que, perdida en el agua,
se extiende
en un intento
de alcanzar la barranca.

En algún lugar,
bajo la noche inmensa
en tus ojos de río
naufragan otros ojos.

De este lado de la noche
no cantan los pájaros.



*De MARIANA FINOCHIETTO. mares.finochietto@gmail.com












Acróbata*



Se descolgó la lluvia haciendo equilibrio
entre las pestañas.
Fue inútil su afán de sostener
el peso de la mañana.
Equivocó el vaivén, trastabilló su pie.
La atrapó una telaraña.
Y fue a regar un camino corazón adentro.

Al nombrarla el día supo que su nombre
tenía forma de lluvia-lágrima
sabía reír
bailar...
y tras de la frente,
hacer acrobacias.



*De Miryam Colombotto de Seia. miryamseia@cablenet.com.ar













LOS VIEJOS COLORES DEL AZAR*



Esconde una sonrisa bursátil
debajo de la peluca.
Se imagina lo imposible
de ese día desnuda,
en los brazos extraños
que aquella noche
la arrojó como barcaza
a la deriva del ayer,
con los colores del azar
entre sus muslos.


*De Daniel Montoly. danielmontoly@yahoo.es











VIEJO CEMENTERIO*



En el viejo cementerio de
Old Brompton,
de antiguas lápidas
carcomidas
por los soles y las lluvias,
algunas dibujadas
sin prisa por el moho,
se extiende
un camino por donde
los caminantes
apaciguan su momento
entre los árboles,
mientras los pájaros chistan
y revolotean
ocultos en lo alto de las
copas.
Todo está dicho, pareciera,
en el paisaje,
donde una parte oscura y
presentida
yace más allá del tiempo
y de los aires,
en tanto el sol ilumina
débilmente
la frágil brevedad de todo
lo que respira,
puja, arde, y olvida.


*De Eduardo Dalter. eduardodalter@yahoo.com.ar
-Poema  perteneciente al poemario “Dos cigarrillos para Eliot”.
-Escrito en Earl’s Court, Londres, en mayo de 2013 y  mayo de 2014.
Ediciones del Nuevo Cántaro. Marzo 2015





***


INVENTREN



PASAJERA*

(De la Estación Dudignac – Ferrocarril Midland)



*Por Sergio Borao Llop. sbllop@gmail.com



- No me gustan las despedidas - había dicho mi amigo Luis.
Después me abrazó con impaciente levedad y se alejó hacia la calle, sin volver el rostro, sin mostrar la menor emoción. Dejando atrás los reflejos de los innumerables cristales, salió de la estación y se dirigió con prisa hacia el aparcamiento. Sonreí. Le conocía bien. Las separaciones le resultaban tan dolorosas como a cualquier otro, pero le molestaba emocionarse. Por ese motivo, siempre que era capaz de prever algún conato de abrazos prolongados y frases empalagosas, escapaba a la situación alegando una prisa que no siempre era fingida. Por otra parte, apenas faltaba un mes para que comenzase la nueva temporada: la rutina de los entrenamientos, el descubrimiento de las virtudes y de los defectos en los jugadores nuevos, la épica de los partidos, los problemas con la directiva... Y ahí íbamos a estar un año más, codo con codo, lidiando con jugadores, directivos y árbitros, empeñándonos en sacar adelante al equipo, sufriendo acaso alguna decepción en forma de final perdida, llenándonos de orgullo cada vez que alguno de nuestros jugadores llegaba a las ligas superiores. De ahí, del esfuerzo común, provenía nuestra amistad. A través de la enorme cristalera, vi pasar su auto, lanzado ya hacia la costa.
Consulté el reloj. Aún faltaban quince minutos para la salida del tren que debía tomar. (Tomar un tren - pensé - lo mismo que quien toma café o un aperitivo) Volví a comprobar mi billete; apuré el cortado que se enfriaba sobre la barra de la cafetería; compré algunos diarios; me dejé mecer por una apacible nostalgia.
Había terminado mi semana. L´ Estartit quedaba ahora allá atrás, arrinconado en los estantes de la memoria. Quedaban pequeños detalles, instantáneas fugaces que fui atrapando y colocando cuidadosa, ordenadamente, en el archivador de recuerdos gratos: Los paseos en barca, la inefable calma de las mañanas de pesca, los atardeceres frente al mar, en la terraza del club náutico o al otro lado del puerto, junto a la playa... Ahora todo era una bonita película en colores cuyas escenas desfilaban a cámara lenta, fotograma a fotograma, ante mis ojos agradecidos. La arena, el inequívoco olor del mar, las islas...
Pero en este lado, los minutos pasaban implacables. Aferré la bolsa de viaje y bajé las escaleras, al asalto del tren.
Un andén no difiere en exceso de cualquier otro. Los de esta estación, sin embargo, me resultaron particularmente hostiles (porque me alejaban del mar, de las tranquilas calas, de los inquietantes acantilados, del oleaje y las Medas. Porque me arrojaban de vuelta a la rutina, al trabajo agotador, al rostro siempre huraño y desconfiado del patrón, a la inacabable monotonía sonora de la máquina, a la nave oscura, a los hierros y a tantas cosas que aborrezco y de las que aún no he aprendido a prescindir)
Mi tren estaba llegando. Puntual como una calamidad. Silencioso como el sueño. Lento y poderoso, hizo su entrada en la estación, se detuvo, escupió algunos viajeros, permitió el abordaje de otros, cerró impasiblemente sus puertas y partió con el mismo sigilo con que llegara, igual que si estuviese huyendo del bullicio de las estaciones, buscando acaso el anonimato de los raíles.
Desde mi asiento, pude contemplar cómo la ciudad se iba diluyendo entre árboles, cómo los edificios se transformaban en bosque y las calles dejaban paso a los senderos. "Esta es - pensé - una ciudad de hermosos contrastes. Hay agua, hay vegetación, aire. Es cuanto se necesita para vivir. Hay asfalto, hay civilización. Es cuanto se precisa para ser desdichado".
Tratando de huir de la tristeza que imperceptiblemente comenzaba a embargarme, indagué con disimulo los rostros de mis escasos compañeros de viaje. Ninguno de ellos consiguió llamar mi atención. Me resigné a los diarios. Bombardeos en Mostar, corrupción gubernamental, hambre en alguna parte (o en muchas partes) de África y en otros lugares de difícil pronunciación, violaciones sistemáticas de los derechos humanos, no menos atroces violaciones de muchachas solitarias en parques nocturnos o garajes o zaguanes oscuros, nuevos atentados... Compruebo sin entusiasmo la fecha, sabiendo de antemano que es inútil. Que la fecha puede ser la de hoy, pero el horror no es nuevo, es el mismo que se repite sin descanso, día tras día, sin que nadie mueva un dedo por cambiar el signo de las cosas, sin que podamos aferrarnos ni siquiera al mínimo consuelo de una remota esperanza.
Agobiado, guardé el diario y busqué una revista de humor, tratando de huir de la espantosa realidad. Con disgusto, con desaliento, comprobé que no tenía ninguna. Se habían quedado atrás, en el hotel o en casa de mis amigos, encerradas en el tiempo de las vacaciones, ajenas al devenir del ajetreo, aparentemente inocentes de las malas noticias que me traían de vuelta a lo cotidiano.
Estábamos llegando a Barcelona. De nuevo los enormes bloques de viviendas levantándose a izquierda y derecha, como otros tantos nichos alineados frente al pálpito cansado de mis ojos, delatando la presencia de la concentración humana, certificando de alguna manera el fin del verano.
Luego, los túneles sumiendo al tren en las entrañas de la ciudad, entre vistosas pintadas distribuidas por los muros. Alegría o decepción coloreando los rostros de los viajeros que llegaban al final de su viaje y se apiñaban con sus maletas en los pasillos, prestos al abandono de los vagones, resignados al inaplazable retorno a la rutina, de algún modo impacientes por terminar con ese incómodo interludio que separa el verano del resto de los días.
Lo que siguió fue un barullo de gentes bajando a los andenes, abrazándose, despidiéndose, estorbándose, subiendo con prisa, casi con precipitación, a los vagones detenidos, buscando acomodo para sus maletas y para sí mismos, todo como una película antigua, de ésas en que los personajes se movían a una velocidad insólita y casi ridícula, pero nada de ello me pareció gracioso. Por el contrario, las prisas, el cruce de miradas fugaces, la disimulada lucha por un determinado asiento, los movimientos de cabeza en busca de una ubicación idónea, los gritos, las carreras por los pasillos, no hicieron sino contribuir al desánimo que había ido asentándose en mi alma en los últimos minutos.
Entre el gentío, me llamaron la atención dos mujeres. Ambas viajaban sin compañía. Una de ellas era rubia, bonita, de ojos inexpresivos.
No supe si lamentar o celebrar que pasase a mi lado sin mirarme. La otra no era hermosa, pero su larga melena negra, sus formas poderosas y un algo exótico en su rostro, en su atuendo, obligaban a mirarla con detenimiento.
En mal español, preguntó si el asiento contiguo al mío estaba libre. Me apresuré a ofrecérselo.
Cuando el tren se puso en movimiento, noté con asombro que el bolso de mano que descansaba en su regazo se movía. Una diminuta cabeza canina asomó por la abertura. Sonreí con disimulo ante aquella transgresión de las normas. En ese momento, entró el revisor en nuestro vagón. Ella me miró con sus enormes ojos negros. Puso su dedo índice sobre los labios carnosos, pidiéndome silencio, convirtiéndome en su cómplice, llenándome de una extraña ternura.
Alentado por ese gesto de confianza, me atreví a contemplarla casi con descaro. Su pelo basto, muy oscuro, la voluptuosidad de las nalgas, los labios llenos, gruesos, delataban la raza negra en algún recodo de su árbol genealógico. Todo lo demás parecía claramente occidental. Cuando por fin el revisor hubo contrastado los billetes y abandonado el vagón, le ofrecí un cigarrillo, que ella rehusó, y charlamos. Por sus palabras, supe que venía de Lisboa, que su nombre era Andrea, que regresaba, como todos, de unas cortas vacaciones junto al mar, que siempre viajaba con su perrito y que vivía en una pensión desde que se separó de su novio. Su voz destilaba bondad. Nada dijo acerca de su profesión. Sospeché oscuramente que era prostituta. Tuve ganas de abrazarla. Yo le conté a grandes rasgos las trivialidades que se suelen confiar a alguien que acabamos de conocer. (Pero ya intuía que no se trataba de una extraña, que ese gesto suplicante había tendido un puente entre nosotros, un puente que nos unía y que nos elevaba sobre el murmullo de las conversaciones a nuestro alrededor, separándonos de esas otras voces, de esos otros rostros que no formaban parte de nuestra pequeña isla en medio de las vías) Ella me hablaba de su Lisboa, de su pasado. Después, la conversación derivó hacia las tópicas generalidades.
Hubo momentos de cálido silencio, de miradas.
El tren se deslizaba veloz sobre los raíles acercándonos a la inevitable separación. En cada pueblecito atravesado, en cada estación, yo le contaba cosas de aquellos lugares, historias que a menudo inventaba para ver el gesto de maravillada sorpresa en el rostro de mi amiga, todo en pos de unos minutos más de conversación, de escuchar una vez más aquella voz con acento portugués que tanto me relajaba, que conseguía arrullarme llevándome a esa dimensión en la que todo es aún posible, donde cabe la ilusión de un mañana, de una flor renaciendo entre los escombros. Otras veces, fue ella quien hizo preguntas, tal vez por idénticas razones. En un par de ocasiones, pronunció mi nombre, atándome a su voz, llenándome de felicidad y desazón porque ya Lérida había quedado atrás y mi ciudad iba acercándose sin compasión. Yo deseaba prolongar aquel viaje, permanecer allí sentado junto a Andrea que me miraba lánguidamente y cuyas manos oscuras de larguísimas uñas rojas despertaban mis viejos instintos primordiales.
Un silencio de campos vertiginosos corría paralelo allende las ventanillas.
El sol bañaba los rastrojos y los montes lejanos, pero en el interior del vagón no había más luz que la que irradiaban los ojos de Andrea, que a ratos parecían estar buscando algo en el fondo verdoso de los míos. El tren lanzado era una sádica resta de minutos y yo no encontraba las palabras precisas. Me iba perdiendo entre explicaciones casi absurdas sobre los cultivos y el clima, disertaciones inexplicables acerca de la vida en las aldeas de mi tierra y en sus asfixiantes ciudades y exposiciones sinceras de las maravillas existentes en los tan amados Pirineos, pero todo ello como un alejamiento a pesar de los cuerpos tan cerca, de los rostros casi juntos y las manos rozándose en la división de los asientos. Cada estación era como una siniestra zarpa cayendo sobre mi rostro y desgarrándome. Uno tras otro, iban pasando los kilómetros, el paisaje se iba transformando, la angustia crecía hasta límites intolerables. Ya se divisaban, al fondo, los edificios que marcaban el final de mi viaje, los pétreos sepulcros verticales que iban a sumirme, de nuevo, en la más insoportable tristeza. Pensé, deseé, estuve a punto de pedirle que se bajase conmigo, que renunciase a su Lisboa, que se quedase a mi lado en esta ciudad, que compartiese mi vida.
En cambio, sólo atiné a decir: "Estamos llegando a Zaragoza. En medio de aquellos edificios altos está mi casa" El tren se hundió en las profundidades de la tierra, bajo el ajetreo de la ciudad; fue reduciendo la velocidad, prolongando cruelmente los minutos finales, aquellos en los que ya nada es posible. Por fin, quedó parado entre las luces falsas de la estación. Aun fui capaz de una última inspiración: No me apearía, seguiría con ella hasta Madrid, o hasta Lisboa o al fin del mundo. Un beso en la mejilla me separó de Andrea para siempre. Cuando el tren se puso de nuevo en movimiento, aún pude ver sus ojos clavados en mi rostro, como formulando una pregunta de imposible respuesta.
Después, recomenzó el decurso de los días de absoluta normalidad.
Regresé a mis obligaciones, a la inmovilidad de una vida sedentaria, enmarcada entre las crudas aristas del trabajo y la soledad.
Sé que nada es perdurable. Que todo es un tren que viaja incansable entre las innumerables estaciones, deteniéndose efímeramente en alguna de ellas, atravesando otras sin ruido y arrebatando miradas de nostalgia, suspiros. Sé que la vida no es sino un compendio de recuerdos, un asombrado
catálogo de estaciones que fuimos dejando atrás. Pero ahora que el tiempo ha pasado, el recuerdo de aquel viaje, de Andrea, vuelve a mí con insistencia, tiñendo de melancolía los atardeceres, y llevándome incomprensiblemente a ese banco del andén, desde el que, cada tarde, contemplo con atención el
tránsito engañoso de los trenes.


-Sergio Borao Llop, publicó “El alba sin espejos” por el sello eBooks Literatúrame!




***

Próxima estación para escribir por Ferrocarril Provincial:

 GOBERNADOR ORTIZ DE ROZAS

 JOSE RAMÓN SOJO.  ÁLVAREZ DE TOLEDO.    POLVAREDAS.
JUAN ATUCHA.   JUAN TRONCONI.    CARLOS BEGUERIE.
FUNKE.   LOS EUCALIPTOS.     FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN GOYENECHE.    GOBERNADOR UDAONDO.   LOMA VERDE.
 ESTACIÓN SAMBOROMBÓN.   GOBERNADOR DE SAN JUAN RUPERTO GODOY.
GOBERNADOR OBLIGADO.   ESTACIÓN DOYHENARD.   ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA.
 D. SÁEZ.    J. R. MORENO.     EMPALME ETCHEVERRY.
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY.  LISANDRO OLMOS.  INGENIERO VILLANUEVA.
ARANA. GOBERNADOR GARCIA.  LA PLATA.


***


Próxima estación para escribir por Ferrocarril Midland:

GONZÁLEZ RISOS. 

PARADA KM 79.  ENRIQUE FYNN.  PLOMER.  
KM. 55.   ELÍAS ROMERO. 
KM. 38. MARINOS DEL CRUCERO GENERAL BELGRANO.
LIBERTAD.  MERLO GÓMEZ.   RAFAEL CASTILLO.
ISIDRO CASANOVA.  JUSTO VILLEGAS.  JOSÉ INGENIEROS.
MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE.  ALDO BONZI.
KM 12.  LA SALADA.  INGENIERO BUDGE.
 VILLA FIORITO. VILLA CARAZA.  VILLA DIAMANTE.
 PUENTE ALSINA.  INTERCAMBIO MIDLAND.


InventivaSocial
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Para compartir escritos escribir a: inventivasocial@yahoo.com.ar




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