*Dibujo de Erika Kuhn.
*
Pelan las
naranjas con las manos
dejan
sobre la mesa
las cáscaras.
la tarde fría
y poco clara.
el sol,
un picaporte de
invierno.
dentro de la
casa
dos niñas
en silencio
pelan con sus
breves manos
las naranjas
que la madre
trajo de la
verdulería.
pasarán los
años,
envejecerán los
puentes.
morirá la
madre.
esta tarde en
que pelan las naranjas excederá al olvido.
cuando, ya
ancianas, ya sin tristeza
en
conversaciones crepusculares la recuerden
la madre será
un irremisible olor a frutas/
*De León
Peredo. gustavojlperedo@yahoo.com.ar
UNA MINÚSCULA PORCIÓN DE ETERNIDAD…
XXXV*
Las mujeres de
mi familia son macizas.
Ellas
lograron
refinanciar las hipotécas,
pelearon contra
el cáncer,
se pusieron a
sus hijos en los hombros
y salieron sin
agua
a sembrar el
desierto
de las
separaciones y viudeces.
Yo tiemblo.
Todo el tiempo.
*De Valeria
Pariso.
-Del libro "Paula
levanta la persiana" (Ediciones AqL)
Fatalidad de
los espejos de la lluvia*
*De Sergio
Borao Llop. sbllop@gmail.com
Afanosamente
llovía sobre los innumerables paraguas que poblaban las avenidas y se abrían
hacia el cielo gris, como un gesto desafiante. El rítmico redoble de la lluvia
trabajaba con paciencia las aceras, las copas oscilantes de los árboles, el
colapsado tráfico, las solitarias chimeneas que habitan los tejados, los verdes
setos que flanquean la glorieta. Caía de costado contra los ventanales de los
pisos altos, tras los cuales podían verse, espaciadamente, rostros confortados
al sentirse inmunes al caprichoso trajín de la naturaleza. Envolviendo la
ciudad en un húmedo abrazo ineludible, llovía aquella tarde en que descubrí a
Irene.
(Sí, porque más
que un encuentro, fue un descubrimiento, un abrir los ojos a una luz
desconocida, casi un deslumbramiento. Fue como si la multitud apresurada de
pronto no existiera, como si en toda la plaza no hubiera nadie más, nada más
que ella y las baldosas blanquinegras, brillantes a causa del agua que corría
vertiginosa sobre ellas, buscando los desagües; ella abandonadamente sola,
pequeña, majestuosa, improbable, caminando sin prisa y sin paraguas bajo la
furiosa calma del agua que caía.)
Llevaba el pelo
mojado; gruesas gotas de agua resbalaban por su rostro, hermoso y acaso algo
triste, uniéndose después en la caída al torbellino de las otras gotas y
estallando con ellas al contacto del suelo, frío e inflexible, formando una
misteriosa melodía que se propagaba por el aire fresco del atardecer urbano.
(Su pelo corto
y empapado, sus ojos asombradamente abiertos y mirándome. A mí, que tampoco
llevaba paraguas; a mí, con el pelo lánguidamente pegado a las sienes y a las
orejas; a mí, que al igual que ella, caminaba con calma dejándome llevar por la
irreprimible nostalgia de las tardes lluviosas; a mí que la miraba con idéntico
asombro.)
En una tarde
tan oscura, tan llena de nubes, un paraguas parece la más elemental de las
precauciones. Pudo ser, entonces, un alarde de indiferencia o de temeraria
arrogancia lo que nos unió bajo los porches de unos grandes almacenes. Nos
miramos sin poder, sin querer evitar la risa, sin esforzarnos en sofocar la
carcajada que nos provocó la visión de nuestro propio aspecto de perritos
mojados y vagabundos.
(Pero era otra
cosa, algo más trascendente, más sutil; era un devorar de ojos, un tratar de
disimular la propia turbación, un disfrazar con risas aquello que,
indescifrable aún, ya nos estaba incendiando por dentro)
Después, como
un violento ataque de vergüenza, sobrevino el silencio. Fue el momento de las
miradas esquivas, de los gestos delatores del naciente nerviosismo. Con
impotente resignación, observamos la multitud embozada que surcaba con
impaciencia las aceras en dirección a sus casas, a sus trabajos, a sus diversiones.
Nuestra espera nos brindó el deleite de la contemplación de esas escenas que
suceden todos los días y a las que, por desgracia, somos casi siempre ajenos:
La tarde que declinaba, las calles vaciándose, las farolas llenándose de luz y
alumbrando la imperturbable cortina de agua que no cesaba, las puertas de los
almacenes cerrándose, la noche llegando con todas sus promesas y todas sus
decepciones y todas aquellas ventanas iluminadas allá arriba. Y aquí, tan sólo
nuestras sombras, conscientes de la inutilidad de la espera (porque se
adivinaba en el cielo cargado de nubarrones la inutilidad de tan larga espera)
y a pesar de todo
(pero sabíamos
el motivo, íntimamente lo sabíamos, como se sabe de repente que alguien, al
otro lado del mundo o del tiempo, está llorando)
prolongando
nuestra estancia allí, como si algo impalpable y certero nos retuviese bajo la
protección de los ensombrecidos porches. En un momento impreciso, nuestras
bocas se abrieron simultáneamente sin llegar a emitir sonido alguno, y fue otra
vez la risa, el tibio temblor de sentirse, por un instante, reflejo de otros
actos. Después, inesperadamente, nos besamos.
(no la besé, no
me besó; fue un acercamiento mutuo, una llamada paralela que juntó nuestras
bocas, y nuestros destinos, frente al sonido monótono de la lluvia golpeando
inquebrantable el asfalto por el que, a esa hora, no circulaba nadie)
Un beso largo,
cálido, desesperado; un hundirnos en mares inesperados y abismos confortables;
un despertar, acaso. Sentí, como un desgarramiento, su lengua abandonando mi
boca, sus labios separándose de los míos, sus ojos que me miraban con gratitud,
con infinito cariño, con incurable tristeza. Cuando quise hablar, su mano se
posó suavemente sobre mi boca. Luego, sólo pude contemplarla mientras se alejaba
bajo la lluvia sin un adiós.
En días
sucesivos, busqué con ansia su adorada figura entre las multitudes. Frecuenté
monstruosos hipermercados, tranquilos parques, bulliciosos bares nocturnos,
calles insoportablemente transitadas y calles vacías. En vano fatigué
librerías, hoteles. Sin mayor fortuna, inspeccioné tiendas de paraguas,
perfumes o flores. A veces, creí adivinarla al fondo de atestados corredores o
en algún restaurante, tras las vidrieras.
Otras tardes
lluviosas, tuve la dicha de compartir con ella improvisados refugios, cálidos
besos, interminables silencios de ojos atrapados sin salida. Luego, solíamos
caminar bajo la lluvia sin preocuparnos de evitar los gruesos chorros de agua
que se precipitaban desde arriba, desde los desagües de los tejados, y se
deshacían en violentas embestidas contra el empedrado gris de las aceras.
Íbamos dejando atrás las calles sin nadie, las tiendas cerradas, los bares
repletos de gentes que charlaban y reían bulliciosamente prolongando al máximo
el retorno, el temido regreso a sus casas, a los cotidianos problemas
domésticos, a la incomparable sensación del hogar-dulce-hogar.
La costumbre
nos hacía caminar sin rumbo, acaso dando vueltas a una plaza, o deslizándonos
por callejas mal iluminadas que desembocaban en avenidas infernales, que
cruzábamos con rapidez en busca del sosiego de las otras calles, menos
concurridas, más acordes con nuestro propio deambular enmudecido. No podría
decirse quién elegía los itinerarios. Era como si el azar nos guiase a su antojo,
para separarnos inequívocamente en una esquina, al borde de un semáforo
parpadeante o en la puerta de alguna discoteca de moda.
Fue una de
aquellas tardes cuando, no sin asombro, me fue deparado el placer de escuchar
la añorada melodía de su voz. Frente a una pequeña puerta acristalada, clavó
sus negros ojos en los míos y, con mucha dulzura, con innegable pasión y tal
vez algo de miedo, dijo:
—Aquí es donde
vivo. Me gustaría que subieras.
(¿Habré de
confesar que ese tan deseado sonido consiguió turbarme? ¿Me atreveré a declarar
que despertó en mi alma fuegos que jamás ardieron antes de ese instante y esa
voz? ¿Diré, finalmente, que un maremoto de música inundó mi mundo, sordo e
indiferente hasta entonces?)
Y naturalmente,
subí. Me maravilló el alegre apartamento de aquella muchacha frágil que tanto
me enternecía, y cuya presencia tanto lograba pacificar mi atormentado
espíritu. Incoherente, anacrónicamente, osé pronunciar palabras, intentando
elogiar la decoración, mostrar mi fascinación nacida de aquellos colores, de
aquellos cuadros, de aquel silencio cargado de melodías anunciadas. Pero fue su
mano la que tomó mis manos; fueron sus labios los que apagaron, elocuentes, las
vacías frases que comenzaban a formarse en mi boca herética, y volvieron a sumirme
en las profundidades de un cielo húmedo y dulce.
Sin embargo,
nuestras ropas y nuestros cuerpos estaban mojados y nos hacían sentir las
punzadas del frío.
(Frío de
soledad, frío de círculo de tiza alrededor, frío de atardeceres sin nadie y sin
esperanza de nadie)
Una ducha
tibia, relajante; un ponche caliente, unas suaves caricias, un desatar las
antiguas ligaduras que nos aprisionaban al suelo cotidiano de quienes vagan sin
rumbo por las inclementes calles de la vida, y supe que me quedaría allí, que no
regresaría más a la insufrible humedad de mi triste habitación. Todos los
fantasmas del pasado, toda la incomprensión, todas las heridas, quedaban
definitivamente atrás. Ahora, Irene me abría las puertas de un nuevo sendero,
tan diferente que hasta los más íntimos recuerdos habían de ser desterrados sin
posibilidad alguna de regreso.
Asistí, casi
con incredulidad, al nacimiento de nuestra propia primavera, hecha de miradas
cargadas de promesas, de caricias llenas de ternura, plenas de suavidad y de
cariño, de música. Todo era mágico: el delicado gesto de desvestirnos con la
timidez del primer encuentro, el arduo descubrimiento de nuestros cuerpos, como
un juego, la incomparable languidez del primer beso al abrigo de las sábanas,
el pulso acelerándose lenta e inexorablemente, el fuego desatado devorando
labios, mejillas, hombros, incandescentes curvas, maravillosos recodos de carne
palpitante, las manos recorriendo con avidez y algo de torpeza incontrolable
cada centímetro de piel, convirtiendo en hogueras nocturnas nuestros cuerpos;
cuerpos que se buscaban sin descanso entre mares de sudor y ternura, cuerpos
que se estrellaban y rendían, cuerpos que se arracimaban sobre el blanco
cuadrilátero sin conceder la mínima tregua, cuerpos sedientos y entregados cuya
sed no pudo ser saciada.
(Y entonces lo
supe; lo supe en la incomparable perfección de sus besos, en el cálido contacto
de sus labios, en el dulcísimo aroma de su cuerpo tibio y frágil, en el sabor
excitante de su piel enardecida, en la cadencia melancólica de la música que
llenaba el ámbito de la acogedora habitación; lo supe en el empapelado azul de
las paredes, en el pausado repiqueteo de la lluvia sobre el alféizar de la
ventana, en el llanto desconsolado que resonaba blandamente en el piso
superior. Con infinito pesar, lo supe, y ella también debió intuirlo porque, de
repente, nos miramos y en nuestros ojos brillaban lágrimas gemelas, irreales
afluentes de un amor condenado por los dioses. Entonces nos abrazamos con
fuerza. Un llanto violento, convulsivo, azotó nuestros cuerpos hasta que el
cansancio se nos apoderó de la consciencia y nos condujo hacia las vastas
regiones del sueño, dejándonos en la más completa indefensión frente al alba
futura)
Después, los
días se precipitaron en veloz carrusel. Cada instante compartido lograba
unirnos un poco más, al tiempo que nos iba separando del resto del mundo. Cada
noche, nuestros cuerpos se buscaban con frenesí sin conseguir hallarse, como si
perteneciésemos a dimensiones diferentes, como si estuviésemos tratando de
amarnos a través de un cristal odioso e indestructible, lo mismo que si una
invisible barrera alejase brusca e irremediablemente nuestros cuerpos ávidos de
pasión, hambrientos de placer, deseosos de dar y de recibir ese amor que crecía
desproporcionado en nuestro interior y que, a pesar de todo, no llegaba nunca a
consumarse de forma definitiva.
Pero todos
estos desencuentros, en contra de lo esperado, nos acercaban más y más, nos
forjaban diferentes a esas otras personas que pueden sonreír con satisfacción
tras el vertiginoso instante del orgasmo que les arrebata, nos otorgaban un
doloroso e indeseado privilegio que lograba unirnos de una forma brutal que
descartaba de antemano la idea de una separación que, acaso, hubiese resultado
aún más insoportable.
(Pero todas
aquellas flamígeras miradas de amor
todas las
palabras susurradas
todas las
caricias recibidas
las
descontroladas lenguas deslizándose por la tibieza de las pieles
y
entrelazándose,
repentinamente vivas, en nuestras bocas lujuriosas
la temerosa
ejecución de otros juegos eróticos de innecesaria
enumeración y
doloroso recuerdo
las otras
palabras, atroces e inútiles...)
NADA. Lo mismo
que el saldo definitivo de una caja registradora estropeada. Pero nos retenía
la esclavitud a ese amor que se nos escapaba por los ojos y en cada gesto de
nuestras manos, que se desbordaba en nuestra sangre (que alguna vez
vergonzosamente derramamos) y que nunca acababa de definirse, de
concretarse en algo real, en algo que pudiésemos llamar nuestro, en algo que
poder recordar años después, cuando sólo la soledad y el tedio viniesen a
ocupar los infinitos atardeceres de encierro en habitaciones frías, silenciosas,
insoportablemente luminosas y sin nadie.
(Curioso que
fuese a llamarse Irene. Y que bonito nombre, pero ¡qué cruel! Porque Ire y
después ne. IRE, como un ofrecimiento, como una caída voluntaria y vertiginosa
en el tan deseado torbellino de pasión, en el mágico caleidoscopio de manos,
labios y sonrisa uniéndose en extrañas figuras y desatándose contra la tristeza
de los atardeceres otoñales...
Y después NE,
como una negación, como una falaz contradicción, un inexplicable rechazo que
consiguió herirnos con una intensidad jamás presentida, Curioso también que yo
(¡a pesar de todo!) nunca me hubiese parado a pensarlo, a examinarlo en esta
forma dolorosa, acorde, en cierto modo, con la realidad, con nuestra propia y
cruda realidad de amantes sin esperanza y sin posible consuelo)
Una noche
lluviosa, abominable, nos separamos para siempre.
Tal vez fue la
vida (porque encontramos en otros lugares, con otras gentes, aquello que no
habíamos podido hallar en nuestro desmesurado y fallido amour fou) quien
nos arrancó (como se arrancan los pétalos de las flores, como se podan los
árboles, como se mata) de los únicos brazos capaces de proporcionarnos un
pequeño destello de felicidad, esos mismos brazos en los que no nos fue
permitido encontrar el placer. Sí, fue la vida quien nos empujó por caminos
distintos e irreconciliables; por caminos que se fueron distanciando más y más
a medida que en nuestros corazones crecía intolerable la nostalgia, y también
la certeza implacable de que nada merecería la pena en medio de esa soledad
multiplicada de las multitudes refugiadas en el ruido.
Hoy sé que
acaso fue posible otro desenlace, pero entonces éramos demasiado jóvenes,
demasiado impacientes. Ahora que el tiempo ha pasado y la insatisfacción se ha
asentado definitivamente en mi carne, tan sólo me resta la vaga esperanza de
que alguna tarde lluviosa, una de esas tardes lluviosas que aprovecho para
salir a pasear sin paraguas por las calles de la ciudad, ella se pare frente a
mí y me estreche entre sus brazos empapados, me bese con sus labios húmedos y
me conduzca de nuevo a su casa (si es que aún existe, si alguna vez existió)
donde ambas nos debatiremos una vez más bajo la blancura imperfecta de las
sábanas, en busca de ese momento increíble que sabemos no ha de llegar, y nos
fundiremos en un solidario abrazo de impotencia, de saladas y ardientes
lágrimas, de amargo sabor a derrota prevista de antemano, hasta que el sueño
venga de nuevo a liberarnos, a traernos de vuelta de ese mundo pretendidamente
real en el que cada una de nosotras es un reflejo difuminado de la otra (hasta
en el nombre, ¡cruel coincidencia! hasta en el nombre) y en el que no
podemos, en el que nunca podríamos ser plenamente felices.
Tan sólo la
esperanza, las preguntas sin respuesta, el obstinado recuerdo del único amor; y
acaso una sorda rabia que ya casi ni siento, un despiadado rencor hacia los
dioses de la lluvia inconsistente, que me condujeron hasta Irene para
arrebatármela luego como un siniestro juego, como una burla sádica. Pero ya
está anocheciendo y mi marido no tardará en llegar. Como cada tarde, debo secar
estas lágrimas, estas saladas lágrimas que cualquier día van a ahogarme, y
preparar la cena; una sopa caliente, unas tortillas, un soportar abrazos,
caricias y besos no deseados, una fatigada entrega, el sueño llegando poco a
poco...
© Sergio
Borao Llop
*
Ahora
que estás
conmigo
y la noche
abre una grieta
donde
es posible
amar,
nombrame
con una palabra
que sea tan
nuestra
como un hijo.
Una palabra
que viva
en otras
noches,
una minúscula
porción
de eternidad.
Poca cosa:
lo que queda
en las flores
cuando pasan
las lluvias.
*De MARIANA
FINOCHIETTO. mares.finochietto@gmail.com
HISTORIAS
INQUIETANTES*
En los años
ochenta una revista española, creo que se llamaba “Quimera” había reproducido
un célebre reportaje realizado a William Faulkner, donde se despacha con una
serie de anécdotas –reales o ficticias, poco importa- y que fueron mi delicia
durante un tiempo. A este extenso reportaje difundí por medio de fotocopias en
mi época en que dictaba Literatura Argentina y a fin de año su nombre y algunas
de sus novelas llegaban a la sección “sugeridos”, con la última tiza de la
última clase. Allí el autor comentaba cómo se hizo escritor. Siendo un
adolescente se sentaba en un bar de una pequeña ciudad del Medio Oeste
Norteamericano con un exitoso hombre de letras que fundó una dinastía, aunque
hoy como casi todo hay quedado un poco en el olvido. Sherwood Anderson, de él
se trata, puso en sus historias las grises vidas de los habitantes, es decir
los granjeros de ese lugar, los pobladores de un pequeño condado con sus
ambiciones y sueños y sus deseos y bajo su mirada penetrante realiza un agudo
retrato de la vida americana en los inicios de la industrialización.
En “Winesburg,
Ohio”, un libro estremecedor de veintidós relatos maestros donde narra la
vida diaria de esos habitantes no exentos de fantasías.
Dicen los
críticos que influyó profundamente en toda una generación de escritores,
desde el mismo Faulkner, hasta Dos Passos, Steinbeck y el mismísimo
Hemingway que estetizó su estilo tal vez demasiado carente de tensiones que le
supo imprimir el autor de “El viejo y el mar”
William
Faulkner cuenta que un día se puso a pensar que si la vida de Anderson era la
de un escritor, a él le interesaba, que si a las seis de la tarde se estaba
libre para tomar cerveza, esa vida era la que quería para él. Y se encerró a
escribir. Extrañado, su amigo de la súbita desaparición del joven golpeó una
tarde la puerta de la casa.
-Usted está
enojado conmigo que no comparte más mis cervezas le preguntó
-- Señor
Anderson, estoy escribiendo una novela.
-Dios mío-
exclamó Anderson pegándose con la mano en la frente. Y se fue.
Al mes,
mientras el joven cruzaba la plaza se encontró con la esposa del escritor
afamado, quien le dijo-
-Dice mi marido
que si no le hace leer el original le consigue un editor. Y cumplió.
Así fue como salió
“La paga de los soldados”, primera trabajo del que sería en 1949 galardonado
con el premio Nobel de Literatura.
Whinesburg Ohio estuvo muchos
años agotado hasta que en 2014 apareció en una editorial porteña con un
prólogo imperdible de Luis Chitarroni, Y se puso a circular de nuevo una buena
literatura que nunca debería faltarle a los sufridos lectores de estos tiempos
desangelados.
No es raro que
lo ficcional deba ser “apoyado” por una batería documental, no importa si real
o no. Quiero creer que la literatura sigue siendo ese mundo maravilloso que
salta el corset de los géneros y tiene que ir dirigido al corazón del lector.
Acaso esas mediatizaciones empezaron con la escritura de Don Quijote de la
Mancha. Y si no que lo digan los textos del gran Arnaldo Calveyra que con
sus libros sortea todos los géneros.
Ante este libro
de Anderson no podemos ser indiferentes porque como todos los hombres diestros
los narradores de raza empiezan dese el primer párrafo y nos pone las manos en
el cuello y nos suelta al final de cada relato. Exhaustos y felices.
George Willard
es el reportero que busca una historia para ser contada y no sabe que
cualquiera de ellas puede ser relatada aun la más anodina.
Tal vez la
matriz esté en la Antología de Spoon River, donde Edgar Lee Master pone en esas
lápidas el embrión de lo que escribirán después otros, como el caso de
Anderson.
Tantas vidas
llenas de deseos, de angustias, en esos atardeceres donde el olor del cereal
cortado en el campo iba invadiendo las últimas callejas del pueblo, los
carruajes de los campesinos que iban levantando el polvo hacia aquellas ramas
que quebrarían el viento de todas las tormentas y las muchachas casaderas,
definitivamente abandonadas a su suerte, irían desangrando como las cuentas de
un rosario, casi sin esperanza, que alguien la saque de esa desidia, de esa
vida gris como la maldición de los oradores religiosos, que irían repiqueteando
como las patas de las gaviotas sobre los techos de cinc que las lluvias no
lavan del todo y el fuego de todos los crepúsculos no los hace estallar cuando
deflagra detrás de las colinas donde ondea el trigo de todos los veranos.
*De Jorge
Isaías. jisaias46@yahoo.com.ar
I - Monólogo de distancias*
Abre sus ojos el sol
... y hace posible la magia,
quita a la ciudad su vestido de niebla
y la ama a plena luz
sin recato
sin urgencias
descaradamente.
... y hace posible la magia,
quita a la ciudad su vestido de niebla
y la ama a plena luz
sin recato
sin urgencias
descaradamente.
Un monólogo de distancias irreconciliables
me deja a ciegas, siempre
sobre adoquines quebrados
sin saber qué busco.
Si lo supe, no recuerdo.
Se camina por inercia a veces
mientras bajan
por la nuca y por la espalda
los ojos del sol de esa mañana
yéndose a otro hemisferio.
Sigo.
Voy.
Frío.
Largo tiempo.
me deja a ciegas, siempre
sobre adoquines quebrados
sin saber qué busco.
Si lo supe, no recuerdo.
Se camina por inercia a veces
mientras bajan
por la nuca y por la espalda
los ojos del sol de esa mañana
yéndose a otro hemisferio.
Sigo.
Voy.
Frío.
Largo tiempo.
Sobre un muro gris
encuentro
encuentro
desvestidos
... mis desvelos.
... mis desvelos.
El tiempo llega y pasa.
Sin intermediarios.
Sin intermediarios.
*De Miryam
Colombotto de Seia. miryamseia@cablenet.com.ar
Anudados*
Cintas que
desnudan en un solo movimiento el camino de la vida. La vida como un cuento
desata fulgores que impregnan tonos de sorpresas líquidas como fragmentos
plateados. Luces, guijarros de belleza, invaden todo.
Ellos se dan a
la noche como al agua los peces
*De Cristina
Villanueva. libera@arnet.com.ar
XXV Festival
Internacional de Poesía de Medellín
Un Festival para
un nuevo horizonte*
El potencial
mayor del Festival Internacional de Poesía de Medellín seguramente estribe en
que la gente de esa populosa ciudad colombiana lo siente admirable y
profundamente humano, y lo siente propio. Gente de todas las edades que se da
cita en plazas céntricas, en auditorios, y en casas de cultura barriales, por
millares, para escuchar a los poetas en sus poemas y en sus discursos
encendidos en favor de la humanidad y de la paz.
Es verdad que
se trata del trabajo arduo de un grupo organizador compuesto por poetas, con la
experiencia ya de haber organizado 25 festivales con el mayor cuidado. Pero el
crecimiento de estos eventos extendidos en el corazón de Antioquia ha sido una
noticia cultural y social que ha dado varias vueltas al planeta y que parece
elevar una firme propuesta ética labrada por numerosos deseos y numerosas
voces.
Justamente en
Colombia, que desde hace ya más de medio siglo se vino desangrando en una
guerra intestina que no ha sabido de pausas ni de clemencias, con decenas de
miles de muertos y con millones de desplazados y desarraigados. Justamente en
Colombia, tierra de escuadrones de la muerte, pero también de notables poetas,
y, sobre todo, de una población, una humanidad, que anhela reencontrarse sobre
cauces ciertos.
“Seguramente la
poesía no puede cambiar la vida, pero quienes la sienten y la viven
profundamente acaso puedan hacerlo”, escuché decir a una muchacha en uno de los
puestos de ventas de libros de poesía situado a un costado del Parque de los
Deseos, a poco de comenzar el evento inaugural, que ya mostraba el paisaje
singular de varios miles de personas sentadas sobre el piso y entusiastas.
Sin duda, ya
hay resultados a la vista. De una ciudad que era el ancho epicentro de la
violencia y lugar propio de un poderoso cartel que sembró muerte y desolación,
a una sociedad, una comunidad, que se convoca para escuchar poesía, y donde los
jóvenes siguen masivamente los entramados y propuestas de un festival poético y
de su nueva cumbre poética por la paz, existe una distancia proverbial, que
aguarda ser decisiva.
En todos los
ámbitos del 25º Festival existió parecida expectativa y una mística intensa,
así como el ánimo del público presente, desde el que pobló el auditorio de la
casa de cultura de la cafetalera Fredonia hasta los docentes y alumnos del
instituto San Isidro, del barrio Aranjuez; o desde los organizadores de la casa
El Solar de Bucaramanga hasta los estudiantes que día a día aguardaban
impacientes en el hall del Gran Hotel.
Sin embargo,
aún queda mucho por hacer, por decidir, y las tratativas por la paz, cien veces
trabadas y destrabadas, entre la guerrilla y el gobierno, por momentos parecen
como minadas por el recelo y la desconfianza. “Otra sociedad, a la medida de la
gente, a la medida de la gente laboriosa de Medellín; una sociedad civilizada,
con poderes civilizados”, parece escucharse en los entornos del Festival, en
cada mensaje.
De todas
formas, los medellinenses, los colombianos, no se saben solos, sino formando
parte de un deseoso mundo en crisis, y de un Tercer Mundo, siempre tenso, con
serios problemas a resolver, y, cuando no, encerrado o acechado. “Otro discurso,
otra mirada, otros proyectos, para otra realidad”, surge a modo de pregunta o
de respuesta en algún lugar de mi cabeza, mientras sigo escuchando los versos
de dos jóvenes poetas.
“En Colombia
tenemos de todo –me dijo una vecina algo mayor a la entrada del Centro
Comunitario Montoya, en la zona de Manrique, y donde en minutos comenzarían a
decir sus poemas los poetas invitados–: escuadrones, guerrilla, latifundistas,
y bases militares. A mí el cansancio me hace tener esperanzas…”, concluyó. En
fin, hay todo un pueblo, que acompaña a este Festival, que vive y respira en
estado de expresión.
Un pueblo
despierto, que este julio tórrido recibió en su Festival a 89 reconocidos
poetas de 40 naciones, que día a día se fueron derramando por los centros culturales
de la ciudad y de los barrios para decir sus poemas, en un esquema de
organización que a todos les resultó afinado y admirable. Construir la paz con
poemas, con ejemplo, con multitudes, ciertamente es una buena noticia que hay
que hacer correr por el mundo.
*De Eduardo
Dalter. eduardodalter@yahoo.com.ar
Buenos Aires,
julio de 2015
* Eduardo
Dalter fue poeta invitado del XXV Festival Internacional de Poesía de
Medellín, desarrollado en dicha ciudad entre el 11 y el 18 de julio.
INVENTREN
Saladillo
Norte*
(De la Estación
Saladillo Norte – Ferrocarril Provincial)
Cuando el tren
se inauguró, la estación fue paso intermedio hacia Mira Pampa y su cabecera
estaba en la ciudad de La Plata. Por Saladillo Norte, iban y regresaban,
los transportes de pasajeros y los cargueros que luego trasladaban
las riquezas que se producían en la zona. Desde el Salado hasta los
bañados de Tapalqué, muchas de las estancias se fraccionaron en chacras, al
punto de que, en poco tiempo, había más de ochenta rodeando a la
nueva estación. El ferrocarril pudo ser una realidad, a partir del apoyo
económico de los estancieros que donaron tierras y de la ayuda de
políticos y de los vecinos.
El
pueblo se inició con la estación de ferrocarril, un almacén de ramos
generales, una cancha de bochas y de pelota y las chacras que se dedicaban,
a las tareas agrícolas-ganaderas. De esta manera se integraba por medio
de las vías, un extenso territorio incomunicado, abaratando los
fletes con su presencia.
Alrededor del
ferrocarril se desarrollaba la vida comercial y social de los habitantes y no
había nadie que alguna vez, no hubiese viajado en el tren: familias,
gobernantes, curas, actores, payadores, guitarreros.
La empresa fue
vendida a capitales ingleses que impulsaron a mayor escala, el transporte
de semillas, animales, correspondencia e inmigrantes que venían a
trabajar al campo y también a aumentar la población urbana.
Luego de
nacionalizaciones y vueltas a privatizar, muchos ramales fueron cerrados,
entre ellos, la estación Saladillo Norte. Casi desaparecidos por
completo, en la actualidad solo un vagón detrás de la antigua locomotora, pasa
de vez en cuando, arrastrando con ella la nostalgia y el empobrecimiento de una
zona, ayer resplandeciente.
Abuela decía
que ver pasar a un tren es como ver pasar el agua de un río, así de
hermoso y de productivo y decía también que un pueblo sin ferrocarril, es un
pueblo muerto. Yo le creí porque nada fue igual desde aquel día, en que
no volvimos a escuchar a lo lejos, el silbato anunciando su
llegada y no volvimos a ver a ese monstruo oscuro, recortándose en la
niebla, la hermosa columna de humo blanco y sus luces avasallantes
acercándose a la estación.
Nuestras
caminatas y juegos en las proximidades del predio no fueron los mismos y, sin
alejarnos de las vías, dimos más importancia a otros entretenimientos.
Entrecerrábamos
un poquitito un ojo y mirábamos al tras luz las bolitas de colores, contra el
sol, desafiando la ceguera pero era el único modo de saber, cual era la más
bonita y a esa la guardábamos en el botellón de “mejores”. Las mejores eran las
que más valían y se usaban en los campeonatos. No podían estar cachadas, tenían
que ser perfectas. En el mismo lugar guardábamos las quemadoras, esas canicas
más chiquitas que bochaban lindo a las demás y entraban al hoyo,
sin necesidad de ensuciarnos los dedos para quitarle la tierra. Un bolillón,
más bonito que los otros, podía cambiarse por una quemadora. Una
quemadora valía cinco de las bolitas comunes o tres de las de colores,
medianas.
Mi vieja nos
llamaba para tomar la leche y nos reñía porque teníamos las manos y las mangas
de los abrigos, negros hasta el codo y las rodillas de los pantalones que no se
salvaban ni con las rodilleras.
Cuando me
enamoré por primera vez nunca pensé que Martita iba a ser tan buena jugadora.
Le regalé una de las bolitas más nuevas. La había ganado en un campeonato y la
tenía de preferida pero no lo pude evitar y se la di. Aprendió a jugar. Ponía
una rodilla en el piso y el codo y apuntaba sacando la lengua por el costado de
los labios. Rara era la vez que no bochara a alguna y no acertara al
hoyo.
Un día tuve que
romperle la nariz a un grandote que la miraba cuando ella se inclinaba y no
recordaba que tenía pollera pero después, todos se olvidaron de que era
mujer, por lo bien que jugaba y no había uno, que no la quisiera de
compañera en la competencia pero Martita, firme, en agradecimiento del
regalo que le hice cuando le enseñé el juego, competía solo conmigo.
Nos volvimos
imbatibles, juntamos dos frascos llenos de bolitas y todas ganadas en buena ley
y para que a Martita no la regañaran, los escondíamos en un pozo, detrás
de los galpones de la estación.
Después la mamá
le prohibió, a pesar de los llantos y ruegos, venir a jugar por no
ser actividad de “señoritas”. Creí que se me caía el mundo y una tarde,
me presenté en la casa de mi novia con los dos botellones y se los regalé
porque, a pesar del esfuerzo por desprenderme del tesoro, no sentía de
hombres el quedarme con ellos.
Martita me dio
el primer beso y yo toqué el cielo con las manos. Cuando empezamos la
secundaria nos anotamos en el mismo colegio para estudiar juntos. Ella era
mejor alumna y en casi todos los exámenes, a espalda de los profesores,
me soplaba las respuestas.
Nos pusimos de
novios en serio. A pesar de lo restringido de los horarios el padre, me
autorizó para que fuera a buscarla los sábados. No duró mucho el gusto por los
bailes y preferimos cambiar por ir a ver buenas películas. Quedamos fascinados
con Romeo y Julieta y ahí germinó la semilla del matrimonio pero todavía,
éramos demasiado jóvenes.
Abuela murió.
Martita empezó la facu, yo puse un negocio y a ambos nos fue bien.
Ella se recibió y compramos un departamento, aquí mismo, en Saladillo. Ahora
estamos esperando a nuestro segundo hijo. Ya tenemos los botellones y esta historia
de trenes, preparados para dárselos. Después de todo, si nos
enamoramos fue porque el ferrocarril cerró y nosotros nos dedicamos a
jugar a las bolitas.
*De Ana
María Broglio. anamariabroglio@gmail.com
Villa Gesell
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