*Obra de Luis Alfredo Duarte Herrera
(1958-2010)
-Ver galería en
Aurora Boreal. Walkala: un homenaje in memoriam
*
Si hemos de
volver
que sea después
asidos
de una mano
invisible:
hoja en el
viento
pluma del ave
rama caída
diente de leche
fruto maduro
todo
lo que carezca
de una voluntad
que el imperio
de los otros
pudiera
detener.
*De María
Belén Aguirre.
(Tucumán –
1977)
COMO LA FRÁGIL CENIZA SUSPENDIDA ENTRE EL CIELO Y LA TIERRA…
La memoria del mundo*
Cada palabra que traemos al mundo
muere en el mundo
y suelta
acaso
la luz
un perro
una bicicleta oxidada
muere en el mundo
y suelta
acaso
la luz
un perro
una bicicleta oxidada
deja de sí
una estela de animal que se arrastró
hasta
vaciarse
con nuestro horror ante la muerte
una estela de animal que se arrastró
hasta
vaciarse
con nuestro horror ante la muerte
cabe preguntarse
si el mundo
es algo más
que un enorme osario de cosas dichas
que se sueñan que se dicen
si el mundo
es algo más
que un enorme osario de cosas dichas
que se sueñan que se dicen
si nosotros mismos no somos más que
[un compendio de fantasmas
reunidos en torno a una memoria
prodigiosa
[un compendio de fantasmas
reunidos en torno a una memoria
prodigiosa
que pregunta
por ella misma.
por ella misma.
*De Jotaele Andrade. elcomensal@yahoo.com.ar
-Poeta. Nacido en La Plata. 1974
Le han publicado:
El salto de los antílopes - Editorial El Mono armado, Capital Federal, 2012
El oleaje del mundo – Editorial Azul, 2013
Elefantes con anteojos (selección) – Ed. de bolsillo, Editorial Morosophos, La Plata, 2013
La mano del verdugo – Editorial Ediciones de la Eterna, Tucumán, 2014
Los metales terrestres – Editorial Añosluz, CABA, 2014
Elefantes con anteojos, tomo I – Editorial
Ediciones de la Eterna, Tucumán, 2015
El psicólogo de dios – Editorial Qué diría Víctor Hugo, CABA, 2016
La Rosa orgiástica – Editorial Añosluz, CABA, 2016
-Coordina el Festival y Acampada poética de la Ciudad de Azul.
-Coordina el Taller de literatura de La Coop.
***
Tierra en la
boca*
*Por Alejandro
Badillo. badillo.alejandro@gmail.com
Es agosto y
tocan la puerta. Mi madre se levanta del sillón y se acerca a la entrada. Está
unos segundos indagando por la mirilla hasta que escuchamos la voz de un
hombre. Dice que encontró a mi padre. Mi madre no le cree y le pide una prueba.
El hombre le muestra algo pero ella, aún dudosa, no quiere abrir. El hombre le
dice que dejará a mi padre en la puerta y se va corriendo. Escucho su carrera
nerviosa. Estamos un rato, indecisos, mirándonos en silencio. Es peligroso salir
y asomarse a la calle. Los balazos son cosa de todos los días. Sin embargo,
puede más la curiosidad, así que abrimos con mucho cuidado y, casi al instante,
cae el cuerpo ensangrentado de mi padre. Aún tiene la gabardina con la que
salió en la mañana. Su camisa amarilla está roja y llena de agujeros por donde
entraron las balas. El pantalón hecho pedazos y la pierna derecha, medio
descoyuntada, indican que fue arrastrado. Imagino sus piernas atadas por una
gruesa cuerda a la defensa de una camioneta. Imagino, también, las sordas risas
de sus ejecutores. Mi padre salió muy temprano en dirección al pueblo vecino.
Le dijimos que no lo hiciera. Salir, caminar o asomarse por una ventana son,
desde hace mucho, actos muy peligrosos. Pero a él se le metió la idea de ir con
su madre. Soñó varias noches que ella agonizaba y, ante la imposibilidad de
comunicarse por el corte de las líneas telefónicas, decidió visitarla.
Lo arrastramos
por el pasillo y lo llevamos a la cocina. Resoplamos por el esfuerzo. Mi madre
siente alivio cuando comprueba que el reguero de sangre no ha llegado al tapete
que está en el centro de la sala. Ese tapete, dice con frecuencia, es uno de
los pocos regalos de bodas que aún conserva. Recupera el aliento, su pecho se
estremece y me dice que no podremos enterrarlo. Me encojo de hombros. Después
mira las baldosas blancas de la cocina y se sienta en una silla de madera. Me
acerco al cuerpo de mi padre. Aún sale un leve flujo de sangre; pequeños
borbotones en el estómago, coágulos que ceden y comienzan a vaciarse. Pienso en
los autos viejos, que siempre tienen fugas de aceite o de anticongelante. Hay
que limpiar este desastre, sin embargo, no tenemos cloro y el agua que queda
hay que racionarla. Así que, quizás para no verlo y suponer que no ha pasado
nada, subimos las escaleras y nos metemos en nuestros cuartos. Me tumbo en la
cama y escucho las detonaciones que retumban en las calles aledañas. Es tan
natural como escuchar el agua hervir o los truenos que anteceden a una larga
tormenta. Explosiones grandes y pequeñas. Oscuros fuegos artificiales.
No puedo
dormir. El insomnio me atenaza la cabeza. Me pregunto si la abuela ha muerto.
Mi madre dice que no existe el pueblo vecino. Está segura. Todos, animales y
personas, han ardido. Quizás somos el único lugar habitado del mundo. Recuerdo
la necedad de mi padre y las palabras que le dijimos para disuadirlo de su
empresa. Pero él nos miró, se puso la gabardina y enfiló por la calle desierta.
Trato de recordar más cosas, detalles que hagan vívida la escena. La noche gana
en temperatura y en balazos. A veces se oye el motor de un auto. A veces un
alarido. No sé de dónde salen tantas balas. Es como si hubiera, en algún lugar
del pueblo, una bodega inmensa con armas de todo tipo. No me explico de dónde
salen tantos muertos. Tal vez muchos habitantes han sido reciclados y ahora son
pólvora que flota sobre los tejados de las casas. Sus voces son humo. Sus
almas, quizás, están atrapadas en el olor a carne quemada. Tal vez los muertos
recientes, aquellos que aún están de una sola pieza, son apilados como sacos de
arena y fusilados una y otra vez, para que nosotros, escondidos bajo nuestras
camas, creamos que sigue la fiesta.
Renuncio a
dormir. La única ventana del cuarto está clausurada con unas tablas de madera.
No hay electricidad desde hace varios meses. Hemos aprendido a movernos en la
penumbra. Mi madre y yo tenemos un mapa mental detallado de la casa. Sabemos la
disposición de las sillas, de la mesa del comedor y los pasos que hay que dar
desde la cocina hasta el pequeño escalón que conduce a la puerta de la entrada.
Ahora tendremos que añadir a mi padre como una nueva referencia. En verano,
cuando se desplazan por el cielo nubes pesadas, cargadas de lluvia, pienso en
que dejarán de arder los esqueletos que se apilan, como llantas viejas, en las
esquinas.
Salgo de mi
cuarto y trato de averiguar si mi madre duerme. A veces la escucho sollozar, a
veces su voz se sumerge en monólogos agrios que parecen retar a los que se
solazan con la sangre. Me acerco a su puerta pero no escucho nada. Bajo por las
escaleras y me dirijo a la cocina. La luna apenas deshace la penumbra; boquea
entre las nubes como un pez que está muriendo. Aprovecho para inspeccionar: aún
se percibe el rastro de sangre en el pasillo. Es como un brochazo que se
ramifica hasta desaparecer. Miro a mi padre: tiene los brazos rígidos y la
cabeza echada hacia adelante. Sus cabellos parecen húmedos. Supongo que seguirá
engarrotándose hasta quedar en una posición definitiva e imposible de
modificar. Será muy difícil enterrarlo pues son pocos los momentos en que
menguan las balas. Lo arrimo un poco más hacia la esquina. Me siento observado
por él a pesar de que no pueda verle los ojos. Las calles están oscuras y la
luna apenas sirve como referencia. Bebo un poco de agua. Desde hace mucho
recolectamos la lluvia en cubetas que dejamos en el patio. Salimos por ellas a
pesar del riesgo que entraña alguna bala perdida. Después llenamos un par de
garrafones de plástico. El agua está tibia. Bebo sin dejar de mirar a mi padre.
El sabor del agua es metálico y pienso que, en este momento, estoy probando la
sangre de innumerables muertos. Afuera regresan los tiros dispersos, las
granadas y el fuego. La cadena de estruendos es tan cotidiana que, cuando llega
el silencio, parece algo ajeno, impostado. Una sustancia artificial. Me asomo
por la ventana. Algunos árboles son iluminados por la luna. En la parte
superior izquierda, muy cerca del marco, está el agujero dejado por un balazo.
Por alguna razón desconocida –mi madre dice que es un milagro– el impacto no ha
estrellado la superficie. Ahora tenemos un agujero por el que se cuela el
viento. Por las noches se puede escuchar una especie de silbido que se mete en
la cocina, sube por las escaleras y llega a los cuartos.
Me siento en la
silla de madera. En una pequeña mesa, amontonados, están nuestros últimos
bastimentos: un par de latas de atún y un paquete de galletas. No hay nada más.
Salimos de casa cuando pierden intensidad las balaceras para buscar comida con
algún vecino. Llevamos cosas para intercambiar. Mi madre primero se deshizo de
sus aretes de perlas y de algunos electrodomésticos que habían sido obsequios
en su boda. Después fueron muebles y algunas herramientas. El último
sobreviviente que podrían codiciar es el tapete de la sala. Es color verde y
sus contornos ya están deshilachados. Me pregunto para qué querrán los
electrodomésticos. Supongo que los guardan por avaricia y que piensan venderlos
cuando acabe la violencia. También me gusta pensar que los desmontan para tratar,
inútilmente, de fabricar aparatos nuevos, máquinas que no necesiten
electricidad. Por eso, en las noches, intento descubrir si hay algún fogonazo
de luz en las ventanas de los vecinos. Pero las probabilidades son escasas.
Cada vez quedamos menos y es frecuente que, atrás de cada puerta, haya un
montón de cuerpos endurecidos, aún calientes.
Me acerco a mi
padre. Los arroyos de sangre ya se han secado. Algunas partes de su camisa
amarilla se han fundido con la piel. Huele a chamuscado y a una incipiente descomposición.
¿Qué haremos con él? Con el tiempo llenamos el patio con fosas improvisadas en
las que enterramos a tíos, primos y a cualquier transeúnte que fuera abatido
cerca de casa. Pero conforme se agudizó el intercambio de balas optamos por
prenderles fuego y dejar que se consumieran. A veces las personas alcanzadas
por la metralla tardaban en morir. Las veíamos retorcerse en el piso, con las
bocas llenas de polvo. A veces perdían el conocimiento y quedaban varadas a la
orilla de la muerte. Cuando anochecía arrastrábamos a algún caído a la parte
trasera de la casa, pero ya no era posible quedarnos mucho tiempo. Simplemente
encendíamos un pedazo de cartón y lo metíamos entre sus ropas con la esperanza
de que el fuego contagiara todo el cuerpo. Después ya no nos quisimos arriesgar
y ahí estaban, náufragos en la calle, mientras nosotros espiábamos.
Me sirvo otro
vaso con agua. Por un instante creo que mi padre está dormitando o que ha
sucumbido a una espesa borrachera. A veces sueño con una máquina que llora a
los muertos. Una caja metálica que activa una grabación de gente gimiendo y
lamentándose. En las noches le cuento a mi madre de una máquina aún más
sofisticada que proyecte hombres y mujeres artificiales. Le digo que ellos irán
vestidos de negro y que enterrarán a los que mueren todos los días. Subo a mi
recámara. El agua dejó un latido en mi lengua. Un aire metálico se mete en mi
garganta. Me acuesto e imagino que en los próximos días lloverá tanto que el
suelo del pueblo se reblandecerá. Entonces saldremos a escondidas, sin llamar
la atención, a dejar a mi padre en el patio. Quizás, con un poco de suerte,
comenzará a hundirse. Parecerá un barco atrapado por corrientes lentas, algas
pegajosas, raíces submarinas que lo llevarán, después de varias jornadas, entre
el fuego que nos rodea, a la profundidad de la tierra.
*
Olí el fuego,
en los bosques
donde habitaban
las hembras de
mi especie.
Sé que ardían
los árboles.
He visto los
pájaros huir hacia la estepa;
los escuché
cantar.
Me cubrí los
ojos
con hojas
secas.
Todo es tan
sereno,
ahora,
como la frágil
ceniza suspendida
entre el cielo
y la tierra.
Mi mano
desanda el
laberinto
de mi cuerpo
sin dios ni cicatrices.
*De Mariana Finochietto. mares.finochietto@gmail.com
Una casa
inclinada*
Me contaron
sobre un hombre ciego,
que trataba de
acariciar las montañas
con sus dedos,
tratando de alcanzarlas
y agitando su
nariz hacia las cumbres.
Las había visto
cuando era un niño,
luego todo
fueron eclipses y niebla.
Pero recordaba
aún un cielo de acero
bajo otros
cielos que también perdió.
Habitó siempre
en una casa inclinada,
cuyos crujidos
le hablaban en sueños
de cuadros
olvidados en las paredes
que jamás le
describirían su historia.
Su juventud fue
de a poco diluyendo,
el recuerdo de
las nieves y el silencio.
Pero él sabía
que ellas seguían por allí
esperándole,
regalándole su frío aroma.
Con el tiempo,
ya diestras sus manos
en el dócil
arte del mimbre y el tejido
aprendió a
ignorarlas durante los días
y a recordar su
aliento por las noches.
Su padre durmió
de frío junto a una vid
en sus manos
había un puñado de tierra.
Su madre se
entregó a una fiebre blanca
de una fría
lavandería y llegó su tiempo.
El viento
siguió bajando de la montaña,
como las cosas
sempiternas y comunes.
El llamado de
los pastores, los pájaros,
el golpe del
martillo, el mimbre partido.
Caminó entre
viñas mustias y marchitas
y un día aciago
conoció el tacto sediento
de una mujer
que era totalmente sombras
y que
transitados unos años lo abandonó.
Se fueron
cubriendo sus horas de quietud
de silencios
suaves como viejas cenizas.
Se fue
amortiguando el eco de sus pasos
y cayeron los
últimos pétalos en el jardín.
Las noches se
fueron haciendo más frías
y más blancos
sus cabellos y sus vigilias.
Aprendió a
comer poco, a dormir menos
y lleno de
viejos recuerdos sus bolsillos.
Un día la
puerta de aquella casa inclinada
quedó abierta a
un cielo que era de otros
y sus viejas
huellas se fueron tropezando
hacia las
alturas que siempre lo llamaron.
*De Jorge
Lacuadra. jorgelacuadra@hotmail.com
HOY, EL FUTURO*
Lo hemos visto
en los filmes más antiguos de ciencia ficción. Era ese futuro lejano de
plexiglás y personas uniformadas. Mientras tomábamos el café con leche, alguna
tarde de sábado nuestros ojos infantiles se asombraron frente a imágenes de
atrayente y repulsiva limpieza, donde los hombres y mujeres sonreían con
dentaduras perfectas y viajaban en vehículos de cristal.
Pero ese futuro
ya está aquí.
La Défense es
un sitio donde los lisos edificios de acero y vidrio se elevan sobre explanadas
de cemento; imponente como las catedrales de la contrarreforma, con el deber de
transmitir desde su concepto estético un orden del universo.
Bradbury en los
años cincuenta se quejaba de que los arquitectos habían quitado los porches a
las viviendas, para que la gente no pudiese declinar el ocio en charlas con los
vecinos, en la contemplación del árbol de la vereda, en la suave magia de un
ocaso. Las casas sin porche llevaban a la sala, al televisor, a la soledad.
Individuos aislados, virtualizando ya entonces el contacto con el resto del
mundo.
En los
edificios de la Défense no existen cambios de humedad ni temperatura, se han
abolido las estaciones, los olores, el polvo. Y la gente demuestra su
pertenencia a ese contexto con la extrema contención; no vestirán telas estampadas,
renunciarán con minucia a los colores llamativos, ordenarán sus cabellos
lacios, y solamente se permitirán fragancias sutiles. Son los que se quitan los
olores, se cepillan las lenguas, aspiran a la delgadez para emular la bruñida
superficie que los contiene. El caótico mundo de la diversidad no ingresa en
esas salas, donde se maneja el mundo.
Cifras y
estadísticas, fantasmas de la realidad, datos y porcentajes. Ese es el universo
que digitan los operadores, quienes llegan en el tren aerodinámico, brillo
plateado y velocidad. La rapidez, la asepsia, la falta de asideros nos anuncian
que todos están de paso, que cada uno es una pieza reemplazable.
En el filme de
Jean-Marc Moutout “Violencia en tiempos de calma”, el joven ejecutivo no ha
completado su formación. Se vincula a una mujer común, y vemos a Philippe tan
extraño en un departamento abigarrado, pleno de colores y objetos, muebles
antiguos y adornitos. Demasiado humano ese departamento, demasiado humana esa
mujer con una hija, con una madre, con la calidez de quien se siente conectada
a personas con peso y besos e historia propia.
Lo envía la
consultora a Philippe a la provincia; a una fábrica de verdad, con el encargo
de refuncionalizarla y despedir al personal sobrante. No hay lugar para las
antiguas fábricas donde se conserva al empleado que es viejo y ya no produce
óptimamente, ni hay lugar para producciones diversificadas u operarios
problemáticos. Hay que comprimir. Y Philippe se debate entre los dos mundos,
entre las torres de la Défense y el cuarto de su novia, entre las personas
reales y las estadísticas.
Existe la
transición desgarradora, la culpa, el sufrimiento.
Pero en el
final lo veremos descender de su automóvil sin aristas, con su nueva novia sin
aristas, y habrá alquilado una vivienda amplia y blanca, despojada. Habrá
ingresado plenamente al relato de la realidad del poder, una realidad lisa y
matemática, virtual.
El resto del
mundo continuará sobreviviendo con historias particulares, con personas que se
debaten con el desempleo y la explotación, en casas con fotos y cuadritos en
las paredes. Pero no serán la realidad. Aportarán, eso si, un número en alguna
planilla.
La Défense se
clona en Tokio, en Dublín, en Buenos Aires. Las nuevas catedrales de acero y
vidrio nos explican estéticamente el relato de nuestra época. Y vemos, con
asombro y horror, hombres y mujeres que sonríen con dentaduras perfectas, lisos
y bruñidos, de acero y cristal.
*De Mónica
Russomanno. russomannomonica@hotmail.com
Suaves
entredichos entre el ojo y la voz*
Eran muchos los
dioses y las diosas enlazados en las danzas de la creación. Esa palabra en la
boca, a punto, caía en gotas. Al principio, no hubo oscuridad, hubo rojo y sus
matices. Las diosas desvariaban en telas con forma de almohadones de algún
palacio árabe inexistente aún, incrustaciones de espejos pequeños o brillos o
sueños con resplandor. Los dioses al besarlas con su poder centrado, daban lugar
al movimiento. Ellas y ellos se fusionaron en todos los matices de lo
femenino y lo masculino. Surgieron los verdes y azules, las gotas, los
círculos, los huevos con sus frágiles cáscaras pintadas, suavidad del círculo
dónde la boca se abrocha a la vida.
Todo se
nada y saltan las gemas, los rojos, los relieves, ellos y ellas, dioses
efímeros, se dejaban hacer por el amor.
Saltan las
gemas como burbujas de champagne, sonrisas, plumas en el interior del cuerpo.
Las gemas
saltan, se deslizan, abren.
Los botones del
cuerpo desabrochados.
Uvas,
pezones, ojos
¿Puede la
creación no ser colectiva? ¿No ser amante?
¿Pueden tantas
gemas a punto de expandirse ser fruto de una sola cabeza, mano, alma?
En los
encuentros se fecunda lo por nacer.
Gemas de vida
*De Cristina
Villanueva. libera@arnet.com.ar
ESTACIÓN DE LOS
TEMBLORES*
“De vez en
cuando la vida nos besa en la boca”
(Serrat)
De vez en
cuando el crepúsculo nos besa las manos.
Y el presagio
se cumple. Y la rosa se prende en el costado izquierdo.
Y se juega el
último suicidio. Tiemblan peces de plata.
Atrás las
brumas tristes y mujeres dolientes. Atrás los jirones de patria.
ESTACIÓN DE LOS
CUERPOS
Hay un esencial
rumor entre los cuerpos. Galopes.
Y aprieta la
carne una ronca voz comprimida.
Y el elixir de
dioses que deshace la boca… se derrama.
Y el cuerpo
toma la forma de sus manos y arrasa cicatrices.
ESTACIÓN DE LAS
FABULAS
Y él recuerda
las viejas leyendas de su infancia.
Y comprueba. Es
fábula. Mujer. Panal. Desvelo.
Y le duelen las
manos yertas de la piedra.
Y la busca. Y
la sorbe. Y la encuentra.
ESTACIÓN DE
PUÑALES
Ella mira las
líneas de sus manos. Canción que asoma.
Y febrero le
trae golondrinas nuevas. Brevedad de puñales.
Y sabe: La
canción y la herida son la misma cosa.
Ay .Y le duele
en el pecho la sed. Y el pan. Y los cipreses.
Ay, no demores
la ciudad sumergida te espera.
*De Amelia
Arellano. amelia.arellano01@hotmail.com
InvenTREN
SATURNO Y LA
EXTINCIÓN*
Voy a Saturno.
No es una broma. Me voy a Saturno. Me espera una estación sin proporciones,
esto es, un edificio pequeño, flaco, como un cuzquito que se ha quedado en una
adolescencia de adulto sin madurar. Una estación de tren en Saturno, sin
anillos, sin estrellas fulgurantes, sin cometas cíclicos. Una estación baldía
unos rieles sin paralelismo, un horizonte desvaído.
(Si, recuerdo
mientras tanto la estatua, cómo no recordar mientras tanto esa estatua)
Me voy a
Saturno, en tren. Ya no existe el tren, pero me voy en el tren a Saturno, un
tren de vapores blancos, de traqueteo cinematográfico. Una estación de polvo y
yuyo que huele a sequía y a deshoras muertas.
Hoy me voy a
Saturno mirando por ventanillas sucias, en un asiento de madera, sin valijas.
(La estatua de
mármol, los niños, el hombre tensionado, los músculos retorcidos, el grito, los
chillidos, el intenso chirrido de la piedra)
Sé que me
espera el edificio y que nadie ha puesto en hora el reloj.
Arribo. Saturno
sigue devorando a sus hijos.
(Me devora el
Dios, me devora el coloso a mi y a mis hermanos, o acaso soy yo quien devoro a
mis hijos, quizás no importa quién mate y quién muera en medio de tanto dolor
pétreo)
Llego a
Saturno. No queda nada. Nadie. Todo, hasta el pasado muere aquí. Hay un grito
en el cielo.
*De Mónica
Russomanno. russomannomonica@hotmail.com
***
Próxima estación para escribir por Ferrocarril Provincial:
ÁLVAREZ DE TOLEDO
POLVAREDAS. JUAN ATUCHA. JUAN TRONCONI.
CARLOS BEGUERIE.
FUNKE. LOS EUCALIPTOS.
FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN GOYENECHE. GOBERNADOR
UDAONDO. LOMA VERDE.
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN. GOBERNADOR DE SAN JUAN
RUPERTO GODOY.
GOBERNADOR OBLIGADO. ESTACIÓN DOYHENARD.
ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA.
D. SÁEZ. J. R. MORENO.
EMPALME ETCHEVERRY.
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY. LISANDRO OLMOS. INGENIERO
VILLANUEVA.
ARANA. GOBERNADOR GARCIA. LA PLATA.
***
Próxima estación para escribir por Ferrocarril Midland:
ENRIQUE FYNN.
PLOMER. KM. 55. ELÍAS ROMERO. KM. 38.
MARINOS DEL CRUCERO GENERAL BELGRANO.
LIBERTAD. MERLO GÓMEZ. RAFAEL CASTILLO.
ISIDRO CASANOVA. JUSTO VILLEGAS. JOSÉ INGENIEROS.
MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE. ALDO BONZI.
KM 12. LA SALADA. INGENIERO BUDGE.
VILLA FIORITO. VILLA CARAZA. VILLA DIAMANTE.
PUENTE ALSINA. INTERCAMBIO MIDLAND.
InventivaSocial
Plaza virtual de escritura
Para compartir escritos escribir a: inventivasocial@yahoo.com.ar
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