*Dibujo de Erika Kuhn.
http://obraerikakuhn.blogspot.mx/
*
Dos o tres
palabras en el lugar correcto
son capaces de
iluminar un cementerio.
Una vez
prendida,
no hay viento
capaz de tirar la lámpara.
Las flores se
vuelven brillantes
y empiezan a
tener sentido
los nombres,
los cuerpos.
Dos o tres
palabras en el lugar correcto
tienen la
ferocidad que abre un jardín.
No importa si
está vivo o muerto.
Ahora estas son
mis manos.
Todos los
fósforos buenos fueron tirados al mar.
*De Valeria Pariso.
EL BESO INTEMPESTIVO DE LA VIDA…
YO SERÉ UN TERREMOTO*
*De Patricia
Suárez. cazadoraoculta@gmail.com
1,
Introducción.
Hoy es 22 de
enero de 1944 y yo soy Eva Duarte, actriz y la Presidenta de la
Asociación de Artistas de Radio. Estoy segura de que ustedes saben qué
día es hoy; pero puede que se les haya abierto la tierra a sus pies, como a
estos sanjuaninos, y que la tragedia les haya confundido la cabeza. Una no
siempre está en sus cabales; una no siempre tiene los pies sobre la tierra.
Tengo 24 años. Nací en un poblado de la provincia de Buenos Aires, Los Toldos.
Antes, cincuenta años antes o menos que yo viniera al mundo, vivían
ahí los indios de la tribu de Coliqueo. La toldería a la que hace referencia mi
pueblo, es a la de Coliqueo. Después me trasladé a Junín y de allí vine a la
Capital. Debuté en el teatro con la obra “La señora de Pérez”, en la Compañía
de José Franco, hace de esto ya ocho años. Mi parlamento era muy cortito: “La
mesa está servida”. Los comienzos siempre son muy duros. Si lo sabré yo,
que vengo de un hogar humilde; somos mi mamá y cuatro hermanos. Nuestro padre…
Digámoslo así: mi padre falleció dejándonos huérfanos cuando yo tenía
tan sólo siete años. Por estos días se cumplen dieciocho años de su muerte. No
puedo decir cuánto lo siento, ni si lo siento. Era mi padre y punto. Lo respeto
hasta donde se puede; dicen que en eso consiste ser buena hija. Mi madre
entonces tuvo que salir al toro con la máquina de coser, una Singer; hacía
costura día y noche, día y noche; al principio, bombachas de paisano para un
almacén que se las entregaba cortadas. Dedicada a la costura salimos un poco
adelante, aunque yo tengo la idea de que los pobres nunca salen
adelante sino exprimen a los que tienen para que los ayuden. Algunos me dicen
que estoy equivocada; yo no estoy equivocada. Sin ir más lejos: hace
justo una semana, en sólo un minuto, la tierra se abrió en San Juan y murieron
diez mil personas. Más doce mil heridos. Lo perdieron todo, las casas, las
pertenencias, muchos, la vida. Cuando pasó me quedé fría; temblé de pies a
cabeza, y aunque me gustaría decir que pedí a la Virgen de Itatí, de quien soy
devota, que protegiera a los más débiles, mentiría. Porque me fui de boca y
largué unas palabras fuertes. Me vino una puteada a la boca, como si
regurgitara hiel. La puta que lo re parió si será canalla el Destino que te
obliga a soportar estas miserias. No dije canalla, sino cornudo. En la radio se
quedaron mirándome como si yo hubiera sido una estatua de yeso. ¡Es
que la injusticia me provoca una rabia sofocante! ¿Cómo quieren que me calle?
Por eso estamos andando por la calle Florida, con este calor del diablo, voy
con una hucha recolectando fondos para ayudar a los terremoteados.
¡Una ayuda para
los huérfanos de San Juan! Vamos, señores, ¿una ayudita por favor?
2, Nudo
A mi mamá la
compró mi padre por un caballo y un sulky.
Se la compró a
mi abuela.
Mi mamá se
llama Juana Ibarguren.
El estanciero
que compró a mi madre se llamaba Juan Duarte, el vasco, mi padre.
En Chivilcoy tenía su estancia, su otra familia, la familia legítima.
Yo nací
Eva María Ibarguren.
Después Duarte.
Bastante después.
Una vez me
cambié el apellido para actuar en Montevideo, cuando fui con la Compañía de
Pablo Suero. Por ver si cambiaba de suerte: Eva Durante. No me terminó de
gustar, no me convenció.
Mi padre se
mató en un accidente de coches cuando yo tenía siete años. Igual,
para ese entonces, ya nos había abandonado. Creo que él no me quería, no estoy
segura. Mi madre, nos llevó al velatorio, para que le diéramos el beso de
despedida. Yo no me acuerdo si quería o no quería besarlo; fue un
escándalo, fuimos todos señalados con el dedo de la ignominia.
Los críticos me
califican de actriz discreta. Y ¡qué destino!, vengo aquí, delante de ustedes,
nomás a sacar estos trapitos al sol. Igual, somos todas mujeres; seguro que
también ustedes sufrieron el escándalo alguna vez, el abandono de un hombre.
Siempre hay alguno yéndose sin decirte hasta la vista y parece que te hundís en
el desamparo. ¿Verdad?
Lo
que yo me pregunto es: ¿las mujeres vivimos en el desamparo porque no
tenemos un hombre que nos proteja o porque no tenemos voz?
La carrera de
actriz no me consuela de estos pensamientos.
3, Final
Vienen otras
actrices conmigo para la colecta, la Comisión de Artistas: Luisita Vehil,
Olinda Bozán, aquella retacona es Angelina Pagano, Pierina Dealessi, Aída
Alberti, la casi enana: Niní Marshall, Blanca Podestá, Libertad Lamarque,
Iris Marga, Mecha Ortiz, Silvana Roth, Enrique Muiño, Angel Magaña, Manuel
Alcón, Pepe Arias… Cómo me hace reír el Pepe Arias! Y más gente, más artistas,
los artistas siempre parece que somos pocos pero somos muchos. Yo no
soy muy buena para las tablas, pero en la radio sí. En la radio hago programas
valiosos; de todo, programas históricos, sobre reyes y reinas, sobre santas. La
señorita Radio, me llaman. Jabón Federal y Aceite Cocinero auspician mi
programa. Un jabón que lava bien y un aceite que fríe las milanesas que comen
todos, todos los argentinos, en sus casas. Viendo a Norma Shearer quise ser
actriz. Un día, en el cine. Norma Shearer, la que bailaba con las zapatillas
embrujadas. Bailaba, bailaba…
Me gusta la
radio, me gusta ser artista.
Igual, a veces
dudo.
Dudo, sí. Dudo.
Dudo si el arte
alcanza, si el teatro alcanza. Si llenarse la cabeza de pajaritos en el cine,
desde una butaca, los martes, porque es más barato, alcanza.
El
Subsecretario de Trabajo organizó una Cruzada Solidaria, para ayudar a los
pobres sanjuaninos. Mandaron aviones, trenes… Hoy, aquí la colecta y más tarde
irá al Festival en el Luna Park, a beneficio de los terremoteados también. Es
un hombre encantador, quiero que me lo presenten. Me gusta cómo sonríe. Tengo
unas cuantas cosas para decirle. Ideas, ideas que me puso la injusticia en la
cabeza desde que era chica. Una idea en especial me está dando vueltas. El voto
femenino. Ya sé, ya sé. Es una utopía.
Le digo a
Dorita, le digo a Sarita:
-Che, ¿vos no
creés que también las mujeres estamos capacitadas para votar?
-Dejáte de
embromar, Eva –me contestan.
Esas dos tienen
la cabeza nomás que para irse atrás del primer pantalón que les gusta. Y eso
que no soy feminista.
-Che, Blanquita
–le digo a mi hermana que no es ninguna tonta; es maestra- ¿vos no creés que es
cuento eso de que las mujeres somos incapaces según el Código Civil? Que digan
que necesitamos estar bajo la tutela de un hombre para elegir Gobierno? ¿Quién
escribió el Código Civil? ¿Ellos, los hombres? Le dije a Pablo Rapiocci, justo
antes de grabar: “Conmigo, Pablo, todos los hombres quieren lo mismo”. ¿Y a
ellos les voy a creer a ellos, que piensan con la bragueta la mayor parte del
tiempo, que me digan incapaz a mí!?
Todo eso le
largo a mi hermana y conste que no soy del Movimiento Feminista.
Blanquita me
mira y me hace (seña de que le falta un tornillo)
Pero yo no
estoy loca.
Pasa que a mí
el arte no me alcanza. Aunque mañana la Virgencita de Itatí me hiciera el
milagro de convertirme en la mejor actriz argentina, por encima de la Zully
Moreno, encima de la Eva Franco. Aparte, entre nos: con la Eva Franco no
me hablo más. Por un asunto con un ramo de flores. Mandan unas flores, cuando
hacemos Madame San Gené, en la tarjetita está medio doblada y dice
“Para Eva”. Y la Franco, que ya está baqueta, se abalanza encima de los
claveles, porque cree que son para ella. Pero eran para mí.
Después, me
tuve que ir del elenco.
Me pasé a la
Compañía de Pepita Muñoz.
Me fue más o
menos. Porque el arte no alcanza. ¡No sirve llenarse la cabeza de pajaritos en
el cine, no alcanza! Las mujeres de mi Patria tienen que votar, las mujeres de
mi Patria tienen que poder ser Presidentas de la Nación. Dicen que hubo un
proyecto de antes que yo naciera, pero no llegó, no se sancionó, le
faltó fuerza.
A mí, no. A mí,
que me faltó de todo, siempre, la fuerza no me falta.
Yo soy Eva
Duarte, ya les dije. Van a ver, esperen a que esta noche me acerque al
Presidente Ramírez o al Subsecretario de Trabajo que tiene, Perón. Ya verán en
cuanto yo llegue a sus oídos. ¡Me les voy a pegar como un tábano!
Porque yo,
Eva Duarte, muchachas, ¡yo seré un terremoto!
Lucy*
Hay algo
inminente que nos mantiene alerta.
Y entonces nos
movemos con la cautela
de un animal
agazapado.
Y somos
susceptibles a los sonidos
que parecen
inaudibles,
y a la noche,
cuando cae silenciosa.
Todo lo que se
mueve
pasa por
nuestro registro
y somos capaces
de distinguir
con admirable
precisión
el sabor
intenso del romero,
entre todos los
demás sabores
que plantamos
en la huerta.
Y después está
la lluvia,
la lluvia que
cae desde hace miles de años
sobre los
sembrados y las casas,
y sobre la
tierra y las plantas
que esperan con
paciencia.
Y se filtra con
agilidad
entre los
resquicios de escaleras milenarias,
que conducen a
lugares ocultos.
Esa lluvia
tampoco cae en
vano
sobre nuestro
cuerpo.
Así es la
estirpe de las mujeres
que habitamos
esta tierra.
*De Cecilia
Figueredo. ceciliafigueredo@gmail.com
-Inspirado en "Lucy",
un film de Luc Besson.
Noviembre de
2014
*
Hijos míos:
es hora de
contarles
que mamá
no es la Mujer
Maravilla.
No escondo la
capa en los placares,
ni me levanto
a medianoche
para sobrevolar la casa.
No tengo visión
de rayos X,
ni la habilidad
de teletransportarme,
sino, apenas,
ay,
un carnet de
conducir
y una pereza
inconmovible,
a la que
derroto algunas noches
para ir en
busca de mis niños.
No amaso. No
tejo. No coso.
Escribo
y me gusta
sentarme a ver
pasar los pájaros.
Quedan
avisados.
Entiendan
que no voy a
ser una abuela competente,
de nietitos los
fines de semana.
Es probable
que el abuelo y
yo tengamos
cosas para
hacer.
Pero eso sí,
les juro,
los voy a amar
cada día de mi vida
con este único
infinito amor inabarcable
con el que las
madres
queremos a los
hijos.
*De Mariana Finochietto. mares.finochietto@gmail.com
http://temblor-esencial.blogspot.com.ar/
FÉNIX*
Ardo en oscura
llamarada,
Sólo los
eternos conocemos del fuego
Que devora las
entrañas de la tierra.
Renazco, vivo
mi ocaso, muero...
En este existir
interminable
Atravesando
eras,
Eternamente
renovado.
He vivido
tanto,
Tanto he
vivido:
Tempestades y
calmas,
Maremotos,
playas, presagios,
Batallas,
cantares, caricias,
Eclipses, amor,
Celebraciones,
duelos,
Adioses y
retornos.
Entre
equinoccios y solsticios
Continúan
naciendo aquellos
Que al morir
vuelven a la tierra
Para ser abono
de flores del mañana.
Mientras yo
permanezco
Inflexible,
armonioso, sin mácula,
Esperando ese
día
En que alguien,
por azar,
Disperse de un
soplo mis cenizas al viento
Y éste las
torne tan distantes
Como estrellas
fugaces.
No vale la pena
vivir para siempre.
*De Marié
Rojas.
La Habana. Cuba
EL ÁRBOL Y LA
CRUZ*
El patrón la
llevó hasta el río en una jardinera. Ella se dejó llevar sin preguntas, sin
protestas, de la misma manera que se dejó violar treinta años atrás, cuando don
Felipe se hizo hombre, montándola como a un animal. Tampoco entonces ella
preguntó nada ni se quejó ni emitió protesta. Se limpió su sangre de virgen de
entre los muslos y continuó con sus tareas de sirvienta, aceptando que eso era
lo que demandaba el orden natural de las cosas.
Entonces don
Felipe padre le había dado una palmada en la nuca a su varoncito con
satisfacción, y María había limpiado su sangre, y después de terminar de fregar
el piso lavó su vestido con esmero. Silenciosamente, sin nada que contar sin
nada que decir al respecto.
Cuando se
cruzaba con el patroncito María bajaba los ojos y sonreía, limpiando el piso
mientras él le miraba las nalgas firmes de niña. Cinco o seis veces más Felipe
la llevó para los yuyos, pero el padre le dijo que ya estaba bien de andar
cogiendo indias, y lo llevó a la ciudad, y en una cama de bronce una prostituta
francesa lo introdujo en los primeros goces más refinados.
Hubo un tiempo
cuando a Felipe se le arremolinaba el corazón cuando María pasaba cerca, con
ese olor a limpio y a hembra joven. Era menuda, toda color canela con una
trenza negra que le llegaba a las corvas. Felipe trató de dibujarla, y María
sonreía con los ojos bajos.
Después el hijo
del patrón se fue a estudiar, hizo amigos, conoció más placeres, perdió un poco
de tiempo y mucho dinero en Europa, se casó con una chica de buena familia,
sentó cabeza, se estableció en una casona de Adrogué.
Los capataces,
medieros, el administrador se encargaron de la estancia.
Y ahora Felipe
retornó como don Felipe, la barbita cuidada ya canosa, un carretón con libros,
cuatro hijos y algún problema político que hizo le aconsejasen alejarse de la
Capital hasta que se aquietasen las aguas.
Cuando volvió,
primero fue la emoción de volver a ver los lugares de la infancia y la alegría
de mostrar a sus niños la inmensidad del cielo en el campo, la negritud de la
noche, el terrible bramido de los toros en lo obscuro, la maravilla de los
ocasos rojizos, el griterío de los pájaros.
En esos días
retornó el olor olvidado de la cocina, la variedad de matices de naranja y rojo
en las tejas, el chirriar de la puerta del frente, la sensación del cuerpo del
caballo entre las piernas, todas esas cosas que habían seguido existiendo
mientras que él las había depositado en el fondo de su mente. Ahora de pronto
todo ese pasado le tironeaba de la ropa con manos pegajosas, real y tangible.
A María la
recordaba, pero no a esta india de vientre chato y caderas anchas, el pelo gris
y la cara arrugada, de fríos y calores y fuegos y años. Sus manos eran las de
una anciana, y la sonrisa sumisa dejaba ver una cavidad casi sin dientes.
Don Felipe se
había interesado, en Buenos Aires, por la historia de algunos grupos
aborígenes. Era hombre de su época. Un caballero discutía sobre todos los
aspectos de la ciencia y la incipiente técnica, exquisita e inteligentemente,
fumando en el club o en los entreactos del teatro. También en las sobremesas,
claro está, en la que algunos descastados lograban introducirse si contaban con
conocimientos de interés o hacían escandalizar a las señoras para diversión de
los maridos.
Justamente un
antropólogo había charlado sobre las creencias de los indios, entre los que
abundaba un politeísmo curioso y un animismo enternecedor. Esa noche había un
cura entre los invitados, y los hizo reír contando anécdotas de sus días de
misionero, y aludiendo a las disparatadas creencias de los pobres salvajes.
Ahora, don
Felipe llevó a María hasta el río en la jardinera. Le ordenó que baje, la mujer
acostumbrada a obedecer aguardó con rostro impasible lo que vendría.
El patrón le
preguntó si en su tribu, allá donde ella había nacido, adoraban a los árboles.
María soltó una risita cortés. Don Felipe volvió a preguntarle, y María otra
vez rió con su boca desdentada.
Fastidiado, el
hombre volvió a preguntarle si allá donde nació adoraban a los árboles, ya con
la voz dura y un ceño de enojo, lo que motivó que María siguiese sonriendo pero
silenciosamente. Aguardaba sonriente pero sin dar muestras de haber comprendido
la pregunta.
Armándose de
paciencia, don Felipe inquiría si los árboles eran dioses para los mayores de
su sirvienta, quien asentía con aspecto de no comprender y la sonrisa
invariable. ¿Es que era tonta acaso? ¿No entendía lo que se le preguntaba, no
deseaba responder?
Finalmente el
patrón le indicó un árbol –era un ceibo- y le ordenó que le mostrase los ritos
de su tribu.
El árbol al que
la madre de María le dedicaba sus plegarias y agradecimientos era, justamente,
un árbol retorcido de flores rojas con forma de pájaro. Pero no era este árbol.
El árbol al que le cantaba la madre de María era el que tenía una cicatriz en
la segunda rama, herida hecha por su abuela, era el árbol que estaba al lado de
un espinillo y cerca de un bosquecito de totoras, era el árbol sagrado en suelo
sagrado que se veía desde el sagrado río en el que pescaban. El árbol de María
no era un ceibo. Era ese el su ceibo, en otro lugar, en otro tiempo, en otra
vida.
Ahora María
llevaba, como todos, un crucifijo al cuello. Un símbolo. No llevaba la cruz de
Jesús sino una reproducción manejable del símbolo del Dios que anda por todos
lados y sirve para todo el mundo, como una moneda que pasa de un bolsillo a
otro. Una cruz igual a otra y sin embargo diferentes, oro, plata, madera, dos
trazos perpendiculares y cada iglesia con su campana.
Pero el árbol de
la madre de María era ese árbol individual en ese sólo recodo de ese único río
en ese mundo sagrado que se les volvió ajeno.
¿Qué hacer
cuando el patrón le ordena que cante, que baile, que haga algo para mostrar la
religión de la tribu de sus ancestros? La tribu no existe, la religión estaba
unida a la unicidad de cada hombre en su paisaje. No se puede exportar.
María sonríe y
sonríe mirando el suelo. Espera que ese hombre se calle para volver a fregar
los azulejos del patio andaluz.
*De Mónica
Russomanno. russomannomonica@hotmail.com
SANGRE DE
LLUVIA*
Amo la lluvia.
Enamorada de la lluvia. Soy.
En tiempos de
vendimia, sabor a rocío tempranillo.
Me viene desde
lejos este amor.
La he visto
crecer desde las terrenales nubes.
Desde la pasión
cosecha de mis padres .Tan breve .Tan violenta.
De mis manos
descalzas.
De los gastados
espejos de los charcos.
Desde la
lágrima a detenida en mi frente.
Desde el vaso y
la siesta.
A veces asemeja
un hastío, un rostro repetido.
Sangre de una
culebra que la anuncia.
Relámpagos
iluminando los tristes palos santos.
Estruendos
parados en los postes.
Alguna vez no
llega.
Se aleja en
pasos furtivos con los álamos.
Otras, cae en
los techos de chapa, se posa en el vidrio sin ventana,
Baja las
pendientes de barro.
Besa los pies
al niño que no ve la luna.
Camina hasta
llegar a los villorrios fundados a la vera del río.
En los rieles.
El tren se va con ella. El hambre queda.
Capa pluvial
que se evapora.
Amores y risas
en enero.
Crueles
vestiduras del invierno.
Desborde.
Quiere parar su
caminar de agua y no puede.
Roca y valle.
Paraíso e infierno.
Enamorada.
Enamorada de la lluvia.
Lluvia. Yo,
sangre de lluvia
No encuentra,
aún, el legendario grial que la contenga.
*De Amelia Arellano. amelia.arellano01@hotmail.com
*
Mientras la
arena crece, una sensibilidad que no sabe a donde va, no cesa de escuchar lo
que no existe:
un hálito de
luna sobre el mar, la torsión de un pez espada, el beso intempestivo de la
vida, que pulsa en el desierto.
*De Alejandra Alma. almaalma3h@gmail.com
http://inventren.blogspot.com/
Feria*
*Por Sergio
Borao Llop. sbllop@gmail.com
Poco antes de
mediodía, Mariano bajó del tren.
Siguiendo una
vieja costumbre, respiró profundamente. Después de un par de horas encerrado en
el vagón, el aire del andén siempre le parecía delicioso, a pesar de la
abundante contaminación existente en la Ciudad. Miró a ambos lados, como
buscando a alguien, a sabiendas de que nadie podía estar esperándole pero aun
así escudriñando todos los rostros, acaso con una secreta esperanza. Al entrar
en la zona acristalada, se miró de reojo en un espejo, gesto mecánico que nunca
lograba convencerle de que su apariencia era normal, de que no tenía pinta de
pueblerino con su traje negro de catorce años atrás y su camisa blanca recién
sacada del armario. Nunca pudo soportar la corbata, por lo que tampoco la usó
en esta ocasión. Naturalmente, una vez que se vio en marcha, navegando sobre
las vías a toda velocidad, le entraron los remordimientos y tuvo nostalgia de
la corbata que nunca fue capaz de ponerse.
Pero ahora ya
estaba en la ciudad. Como en años anteriores, un joven fornido, tocado con una
gorra de visera, se ofreció a llevarle el equipaje. Como siempre, Mariano
rehusó con timidez, recordando lo que le ocurrió la primera vez que vino a la
Ciudad, cuando un joven muy parecido al que ahora le ofrecía su ayuda
desapareció de repente con su maleta y un hatillo repleto de rosquillas que
traía para invitar a los otros agricultores. En aquella ocasión, por suerte,
Mariano llevaba el dinero encima, por lo que maleta y hatillo fueron
encontrados por un anciano a dos manzanas de la estación y restituidos a su
legítimo dueño.
Cuando salió de
la estación, miró el cielo sin nubes, miró la calle, repleta de peatones y de
automóviles que atravesaban raudos la avenida, miró la parada de taxis pensando
acaso en tomar uno. Finalmente, con gesto decidido, echó a andar en dirección
al hotel de todos los años, del que apenas le separaban cuatro o cinco
manzanas. Unos pasos más allá, cuando cruzó el semáforo, ya no recordaba la
desagradable impresión de sentirse extraño en la Ciudad, de saberse un aldeano
de paso. En ese momento sintió la conocida transformación. De repente le
parecía que en realidad había vivido allí siempre, que aquel era su auténtico
hogar; aquellas plazas con fuentes y palomas, aquellas avenidas con olor a
gasolina, aquellas calles llenas de sombra, aquellas esquinas tras las que
podía ocurrir cualquier cosa, eran más suyas que los áridos campos en los que
llevaba toda una vida trabajando. "Este año, este año quizá..."
pensó. Mas ahuyentó con un encogimiento de hombros la idea que estaba
formándose en su mente y aceleró el paso para llegar al hotel con tiempo
suficiente para comer algo.
Luego, por la
tarde, tras una brevísima siesta, visitó la Feria. Sin intención de comprar
nada, apenas cumpliendo un ritual tan antiguo como inútil. Saludó fugazmente a
algunos conocidos de años anteriores. Charló con agricultores venidos de otros
pueblos, de otras regiones. Se interesó sin el menor interés por los pormenores
del funcionamiento de alguna máquina, por el precio del abono, por las
innovaciones técnicas. Anotó números de teléfono, aceptó tarjetas y sonrisas
mecánicas de los vendedores, hizo acopio de folletos informativos, se aburrió
en abundancia. Absurdos paseos entre expositores y corredores iluminados,
tediosos minutos cuyo fin no parecía llegar nunca. Cuando estuvo bien seguro de
que algunos paisanos le habían visto, se despidió con amabilidad del
comerciante que en ese momento trataba de colocarle una buena partida de
semillas y tomó el autobús en dirección al hotel.
Al entrar en la
habitación consultó el reloj. Sin pérdida de tiempo, tomó una ducha, se afeitó,
perfumó su piel y sus ropas y bajó a cenar, solo. Si bien en la aldea toleraba
las conversaciones con sus convecinos, aquí en la Ciudad la sola idea de tener
que compartir la misma mesa le resultaba insoportable, casi ridícula. Aquí, él
era otro. O dicho de otro modo, era él mismo, no el sumiso Mariano que conocían
los campesinos, no el callado Mariano que perdía irremediablemente en las
partidas de cartas de la sobremesa en el café, no el comprensivo Mariano que
aceptaba con humildad las variopintas excusas que su esposa enarbolaba noche
tras noche para evitar las embestidas de su cuerpo ansioso. Aquí, sólo aquí,
entre estas calles, podía volver a ser el muchacho de veinte años que fuera en
otro tiempo, aquel que las almas mezquinas de sus vecinos mataron
definitivamente en aquel largo verano que ya no podía borrarse.
Tras la cena,
escasa pero sabrosa, salió a dar un paseo. Como en años anteriores, se encaminó
al barrio de las prostitutas. Sin la menor vacilación entró en el bar de
siempre, tomó asiento en una banqueta junto al mostrador, miró en torno, pidió
una copa de anís y se dispuso a esperar. Algunas chicas se le acercaron y él
las rechazó con suavidad. La mujer que le había servido el anís le lanzaba de
vez en cuando fugaces miradas como tratando de recordarle de alguna otra
ocasión, pero, por más que le miraba, no conseguía reconocerle. Sin embargo,
una sensación de intranquilidad se iba abriendo paso en su interior. Una joven
de unos treinta años, morena, hermosa, tomó asiento junto a Mariano y se puso a
mirarle fijamente.
—¿No vas a
invitarme a una copita? —preguntó al poco rato.
—Me gustaría
mucho —respondió él— pero estoy esperando a una amiga.
—¿Es más guapa
que yo? —dijo la chica fingiendo sentir celos.
—Las dos sois
muy guapas, pero ella y yo somos amigos desde hace muchos años.
Algo pareció
agitarse en los ojos de la chica, ensombreciéndolos, en el momento en que
volvió a hablar.
—¿Quién es?
¿Cuál es su nombre?
—¿Qué más da?
—Dímelo, por
favor —el ruego de la joven desconcertó a Mariano por la extraña intensidad de
su voz, por el límpido brillo aparecido de pronto en sus ojos. La mujer de la
barra también se había acercado con una expresión extraña en su mirada.
—Bueno, aquí le
dicen "Visi".
Un repentino
silencio se extendió entre ellos. Los ojos de la chica buscaban apoyo en la
camarera, que tragaba saliva con dificultad y parecía tener algún problema para
respirar. Otra de las chicas se había acercado lo suficiente para oír las
últimas palabras y se había quedado allí, inmóvil, con los ojos fijos en el
entarimado, apoyada sin fuerzas en la barra, amenazando caerse de un momento a
otro. Finalmente, cuando ya Mariano empezaba a preguntarse que podía significar
la extraña actitud de aquellas mujeres, fue la camarera la que habló, con un
hilo de voz que poco a poco se iba rompiendo en sollozo, dijo:
—La
"Visi" se mató hace un mes. Se enteró de que había cogido el SIDA y
no quiso seguir aguantando. Se tiró a las vías... y el tren, el tren...
No pudo seguir
hablando. Un llanto convulsivo e imparable se apoderó de ella.
Las otras
también lloraban, aunque con menor desconsuelo. Mariano se quedó inmóvil, como
ajeno a las palabras que sus oídos acababan de percibir. Callado e inerte,
apoyado en la barra, no terminaba de admitir la realidad de lo escuchado. Su
pensamiento se remontó en el tiempo, buscando en el pasado lo que el presente
le estaba negando, acaso también como una ineficaz escapatoria a la tragedia
sucedida.
Se recordó
veinte años atrás, paseando del brazo de la "Visi" (Visitación
Crespo, la hija de Marcelino, por aquel entonces) por las calles de su pueblo.
Tan sólo eran dos adolescentes, caminando sin prisa bajo la atenta mirada de
todas las personas respetables del lugar. Su relación (si podía llamarse de ese
modo) consistía en esos largos paseos vespertinos a la vista de todo el pueblo,
en las cortas y asfixiantes visitas a la casa de los Crespo los domingos por la
tarde, en regalos tradicionales y no menos tradicionales conversaciones
hábilmente dirigidas por la señora Ascensión, madre de la "Visi".
Pero ya en aquel tiempo borroso, Mariano estaba enamorado de la chica.
Mientras él se
pasaba las noches suspirando y soñando con el día en que pudiese tener por fin
a Visitación entre sus brazos, Ramón, otro de los mozos de su quinta, fue menos
sutil y una noche, durante las fiestas patronales, aprovechando la oscuridad y
los efluvios del alcohol y la música, se la llevó al descampado donde la luz de
la luna y las falsas promesas deslumbraron a la doncella, que de este modo dejó
de serlo, con tan mala suerte que algunos vecinos que paseaban cerca del lugar,
por casualidad, no pudieron evitar ver el deshonroso lance.
Los padres de
Visitación la repudiaron, las gentes de bien le negaron a partir de entonces el
saludo. Ramón, por supuesto, evadió cualquier responsabilidad y escurrió el
bulto alegando que la chica no era virgen y él no iba a cargar con ella por un
pequeño desliz. En efecto, la chica ya no era virgen, pero nadie le dio la
oportunidad de explicar que lo había sido hasta esa noche, lo cual, por otro
lado, había dejado de tener la menor importancia. Hasta Mariano, dolido en su
amor propio, se apartó de ella, abandonándola a su desdicha.
El pueblo
entero se había vuelto de espaldas y Visitación, llena de una inmensa amargura,
hubo de marcharse a la Ciudad, sin más equipaje que algunas prendas de vestir y
un billete de tren que su padre se apresuró a comprar para perderla de vista lo
antes posible. Aquel día, Mariano fue a la estación con intención de despedirse
de ella, de ofrecerle su perdón, de rogarle que se quedase, pero nada de eso
ocurrió. Mariano, vencido por la timidez o el orgullo herido, acobardado por
causas que aún desconocía, permaneció escondido tras unos setos y sólo pudo
contemplar, impotente, como la única mujer que había significado algo en su
vida se marchaba para siempre a la Ciudad, que por entonces era casi lo mismo
que decir al extranjero.
La vida en el
pueblo no sufrió cambios significativos. El Paseo había perdido a dos de sus
más fieles adeptos. En la mesa de los Crespo había un cubierto de menos. Eso
fue todo. Eso y la desesperación de Mariano, que no podía soportar la idea de
vivir sin amor. Al principio, incluso pensó en fugarse, en fatigar los caminos
y las aldeas en busca de su amada, pero la ignorancia respecto al posible
paradero de Visitación logró disuadirle por completo. También soñó
inmisericordes venganzas contra Ramón, venganzas que hubo de posponer una y
otra vez, debido principalmente a la diferencia de peso y tamaño entre él y su
rival.
El tiempo fue
pasando y las heridas fueron dejando paso, según suele ocurrir, a las feas
cicatrices. Mariano, resignado, se dejó querer por Charito, la hija del
alcalde. Con bastante alboroto, se celebró la boda un domingo por la mañana. A
partir de entonces, Mariano se refugió en el trabajo. Las enseñanzas de su
padre y las fértiles tierras que el alcalde había aportado como dote le
convirtieron en uno de los mejores y más respetados agricultores de la zona. Su
afán de mejorar fue lo que, un día cualquiera, le llevó a plantearse la
necesidad de viajar a la ciudad para visitar la Feria, como hacían otros. A
pesar de la inicial oposición de su esposa, cuyo instinto le decía que ese
viaje era peligroso, logró convencerla de que no había otro modo de modernizar
los aperos y herramientas para poder seguir ofreciendo los mejores productos.
Mientras
apuraba el tercer anís, Mariano salió un momento de su ensoñación. La chica
morena seguía sentada junto a él, sin turbar su silencio, sólo acompañándole,
como una muestra de solidaridad y de duelo. Su mano suave de largas uñas se
posó sobre la de él, en un gesto de ternura. A pesar de la aparente
impasibilidad del rostro, era evidente que el hombre sufría y que nada, en ese
momento terrible, podría mitigar su pena, pero aquella mano que descansaba
sobre la suya era como un asidero, algo a lo que aferrarse en los peores
momentos. No se trataba de la mano lasciva de la puta Andrea tratando de
seducir por el simple contacto o la caricia experta. En esa hora dolorosa no
era más que la mano amiga de Andrea, la mujer, que intentaba rescatar de las
tinieblas a un hombre al que ni siquiera conocía. Esa noche, sin proponérselo,
sin siquiera sospecharlo, Andrea fue Ana, la joven indigente que le salvó la
vida a Thomas de Quincey; fue, como tantas otras, un símbolo, pero allí no
había ningún intérprete de símbolos, por lo que Andrea, para el mundo, siguió
siendo nada más que una prostituta, linda y voluptuosa.
El
descubrimiento de la Ciudad cambió algo en el interior de Mariano. La sola
visión de los edificios, de las luces, de la gente que llenaba las calles, los
almacenes, los modernos bares, le produjo un cálido sentimiento de
familiaridad, como si finalmente hubiese llegado al sitio que durante años
había estado buscando sin saberlo. El aire olía a gasolina quemada, a plástico,
a humanidad, pero permitía respirar la libertad. Fue como si jamás hubiese
estado en otro sitio, como si los surcos y las semillas y el sueño inquieto que
presagia una aplazada tormenta no fuesen sino el recuerdo de un cuento oído
tiempo atrás y ya casi olvidado.
Aquella primera
vez, el tiempo corría vertiginoso. La Feria estaba muy bien, había muchas
máquinas que podrían ahorrar trabajo y hasta peones, infinidad de artículos que
jamás hubiera podido soñar, pero el hábil agricultor había dejado paso al
explorador ávido y la estancia de Mariano en la Feria fue más bien breve (más
tarde, en el tren, durante el viaje de vuelta, tuvo que estudiar a fondo los folletos
para poder explicarle a Charito las cosas que teóricamente había estado viendo
durante todo el fin de semana).
Durante la
mayor parte del sábado se dedicó a recorrer el centro. Visitó grandes almacenes
repletos de ropa, objetos de cocina, artículos deportivos, electrodomésticos y
un sinfín de aparatos de dudosa utilidad. Pero no había tiempo para preguntar a
los vendedores por sus funciones. La Ciudad era enorme, infinita, y sólo
disponía de otro día más. Recorría las calles aspirando el inconfundible aroma,
sólo perceptible por quienes vienen del campo. Se adentró en callejuelas
estrechas y en zaguanes oscuros. Vagó sin dirección y sin memoria por las
interminables avenidas atestadas de gente, de vehículos, de ruido. Se perdió
entre setos y glorietas. Se dejó arrastrar por algo que podía ser una intuición
innata. De ese modo llegó, insólitamente, frente a la puerta del hotel en que
se había hospedado. Pero su ansia urbana no había quedado satisfecha, así que,
después de cenar con algunos convecinos que también se alojaban allí, alegó un
pretexto banal o increíble y volvió a salir al frescor de las calles y al
bullicio de los bares que aún permanecían abiertos.
¿Cómo no
evocar, en ese momento en que ya el alcohol empezaba a adueñarse de sus
recuerdos, el instante preciso en que divisó a la mujer y creyó reconocerla? Su
mano se cerró con fuerza sobre la de Andrea, que permanecía allí, junto a
Mariano, silenciosa y ajena al ajetreo del bar y a las solicitudes de los
clientes.
Un camarero le
había dado unas indicaciones. Mariano tomó por la avenida, cruzó tres calles y
una plaza, giró a la izquierda, siguió durante unos cien metros y se introdujo
por otra calle lateral, algo más estrecha. Al llegar a una pared que tapiaba el
fondo de la calleja, supo que se había equivocado. Volvió sobre sus pasos. Al
desembocar de nuevo en la avenida, la vio. Incrédulo, la siguió durante un
rato. Finalmente la alcanzó, la tomó de los hombros y se quedó mirándola en los
ojos, sin una sola palabra. Para un espectador casual, la seriedad que
reflejaba su rostro hubiese contrastado, casi brutalmente, con la franca
sonrisa que nació en los labios de la mujer, que se abrazó a él entre agudas
exclamaciones y ruidosas carcajadas.
Habían pasado
siete años y Visitación estaba mucho más hermosa. Un fondo de tristeza en sus
ojos la embellecía aún más si cabe. Allí detenidos bajo el influjo de las luces
eléctricas, en medio de la avenida, ruidosa a pesar de la tardía hora, dejaron
deslizarse los segundos sin hablar. Sus miradas decían más de lo que hubieran
podido decir sus palabras. Pero la gente pasaba junto a ellos contemplándoles
con curiosidad. Alguien rompió el silencio y comenzaron a caminar entrelazados.
Tomaron asiento en una terraza, consumieron algún licor y charlaron. De pronto,
la mujer miró el reloj y respingó involuntariamente. "Debo ir a
trabajar" musitó.
El cambio de
expresión en su rostro no pasó desapercibido para Mariano. "¿A trabajar?
¿A estas horas?" preguntó él, asombrado. Ella esgrimió evasivas, pero al
final, ante la insistencia del hombre, no le quedó otro remedio que confesar la
verdad: Servía copas y alternaba con los clientes en un bar de dudosa
reputación. No pudo evitar que Mariano la acompañase hasta la puerta del local,
donde se despidieron con un beso, no sin intercambiar teléfonos y fijar una
cita para el día siguiente.
Pero ése fue un
ritual inútil, aunque ella en ese momento no hubiera alcanzado a sospecharlo.
Una hora más tarde, Mariano entraba por la puerta del Club. Con aplomo, tomó
asiento en la barra, solicitó una copa y buscó a su amiga con la mirada. Sólo
unos minutos más tarde se dio cuenta de que todo podía haber sido un engaño.
Quizá ella le había conducido a otro lugar sospechando lo que planeaba. Quizá a
estas horas se encontraba en el otro extremo de la ciudad. Apuró su copa y
pidió otra. Al menos el anís era bueno.
En ese momento,
al levantar la vista buscando a la camarera, vio a Visitación. Bajaba por una
escalera, de la mano de un hombre que casi le doblaba la edad. Sonreía, pero de
una forma muy diferente a como le había sonreído a él un rato antes. Al verle
allí sentado, palideció. Se despidió de su acompañante con un beso mecánico y
se acercó a Mariano con un destello de furor en la mirada.
—¿Qué estás
haciendo aquí?
—Sólo quiero
estar contigo —respondió él humildemente.
—Deberías irte.
Aquí no hay nada bueno para ti.
—Estás tú.
Quiero pasar la noche contigo. Llevo muchos años esperando esto. Si ha de ser
de este modo, así sea. Te quiero demasiado para que me importe.
Increíblemente,
a ella tampoco le importó. Habló un momento con una compañera algo mayor,
volvió junto a Mariano, bebió de su copa mirándole a los ojos y dijo:
"Llévame a tu hotel".
Los detalles de
ese primer encuentro carecen de importancia. Baste decir que a ella le pareció
que ésa había sido su primera vez y que Mariano conoció esa noche el amor
físico. (Con su inevitable mezcla de temor, deseo y algo de desesperación. Nada
que ver con los fugaces y anodinos encuentros con Charito).
Mariano
regresó, no podía ser de otro modo, a su pueblo, a las cosechas, al café, al
velado cariño conyugal, a la vida insulsa del invierno en la aldea. Pero ahora
tenía algo: Una isla habitable en medio del mar de mediocridad y desconsuelo.
Una feria que se celebraba anualmente y que le daba la oportunidad de vivir,
siquiera por unas horas, la vida que realmente hubiera deseado. Desde entonces,
sus visitas a la capital se repitieron cada doce meses. Durante esos dos o tres
días que permanecía allí, Visitación guardaba fiesta y le acompañaba a todas
partes. Después, volvía la rutina y el ciclo de la espera recomenzaba.
A causa de
algunos cambios bastante evidentes en su marido, Charito supo lo que ocurría
desde el primer momento, pero algunas amigas le aconsejaron que hiciera la
vista gorda. Al parecer, las escapadas de los agricultores a la Ciudad eran
comunes y, según algunas que se las daban de modernas, necesarias para
preservar la paz en el matrimonio. Así pues, ignorante de la identidad de la
amante de su marido, Charito se encogió de hombros y toleró, como tantas otras,
con idéntica resignación, los viajes de Mariano.
También la
"Visi", según el testimonio de sus compañeras, sufrió una
transformación importante. Seguía siendo la amiga alegre, pero ahora, además,
había en sus ojos un fulgor nuevo. Se la veía ilusionada, feliz. Dos días al
año no son gran cosa, es cierto, pero son mucho más que nada. Un pequeño
remanso donde tomar fuerzas para seguir nadando río arriba, tal vez hacia
ninguna parte, pero nadando a pesar de todo, con ayuda del recuerdo de la
última Feria y la esperanza de la próxima.
Durante catorce
años la vida fue eso, un antes y un después del fin de semana mágico que cada
otoño les tenía reservado. En muchas ocasiones Mariano propuso alargar hasta el
infinito esas horas, quedarse allí, junto a ella, compartiendo su vida, pero
siempre los labios de la "Visi" tapaban los suyos en un cálido beso y
no volvía a hablarse del asunto. La ciudad era el escenario perfecto. Nunca
dejaron de sentir que, en el fondo, el sórdido incidente del pasado era lo que
había propiciado su encuentro lejos de las calles del pueblo. No era posible
evitar el sentimiento compartido de que las cosas jamás hubiesen podido ser
iguales entre las viejas casas de la aldea, bajo los ojos vigilantes y
acusadores de los vecinos. La felicidad se hallaba bajo las circunstancias más
extrañas.
Y ahora, la
"Visi" se había marchado. Por segunda vez se le había ido sin que él
pudiera esbozar siquiera una breve despedida. Y lo peor era esa obstinada voz
que, por encima de los efluvios del anís, le repetía que esta vez era para
siempre, que esta vez no iba a tener la suerte de encontrársela al filo de los
años en las calles de la Ciudad.
Se percató de
que Andrea estaba hablándole en voz baja. Supo que las palabras no eran tan
importantes como el hecho de que alguien estuviese pronunciándolas. Notó que
lloraba y no trató de evitarlo ni de ocultarlo. Dejó que las lágrimas corriesen
por su rostro mientras el dolor de la pérdida roía su corazón.
Pagó las copas
y se dispuso a marcharse. Andrea, sin que nadie lo pidiese, le acompañó.
Caminaron por las estrechas callejas donde la noche, dicen, es peligrosa;
sintieron el aire fresco demorándose en sus rostros, tal vez charlaron.
Esa noche, en
brazos de Andrea, Mariano consiguió olvidar el dolor, siquiera durante
brevísimos momentos. El alcohol y los besos de la chica le transportaron a
otras noches y a otros besos. Volvió a sentir la vida bullendo en su interior,
el calor y el frenesí de la Ciudad nocturna, la expectación ante cada umbral
por trasponer, el fuego de la carne. Se juró que jamás regresaría a las noches
vacías de la aldea, a la intolerable madrugada, a la siembra, a las insulsas
partidas de cartas, al lecho frío.
Al día
siguiente, al despertar, la habitación estaba desierta. A su lado, entre las
sábanas, no había nadie. Mariano comprendió, suspiró, se levantó, se duchó,
hizo la maleta, bajó a desayunar, pagó la cuenta, caminó hasta la estación,
sacó un billete y tomó el tren. Mientras los campos pasaban vertiginosos al
otro lado del cristal, con un gesto seco enjugó su última lágrima. Sus tierras
le esperaban. Habría otros años y otras ferias. La vida, inconcebiblemente,
seguía.
Pero he aquí
que en ese instante de suprema renuncia, Mariano recuerda un detalle que había
permanecido agazapado en su mente. En su mano, de repente, surge un sobre
cerrado. Es una carta que la "Visi" dejó para él. Rasga el sobre,
extrae el papel doblado y lee. Su rostro va adquiriendo una expresión diferente.
La resignación desaparece, una creciente calma va ganando el pecho del viajero,
una vaga sonrisa surca de pronto su cara campesina.
Ignoramos el
texto de la carta. Sólo sabemos que Mariano, después de doblarla cuidadosamente
y depositar en ella un tierno beso, la guarda en su bolsillo, mira por la
ventanilla, se incorpora, no se toma siquiera la molestia de recoger su
equipaje y se apea en la primera estación.
Más tarde
tomará otro tren que le devuelva a la ciudad, a la que ahora, definitivamente,
pertenece.
-Sergio
Borao Llop publicó “El alba sin espejos”
***
Próxima estación para escribir por Ferrocarril Provincial:
ÁLVAREZ DE TOLEDO
POLVAREDAS. JUAN ATUCHA. JUAN TRONCONI.
CARLOS BEGUERIE.
FUNKE. LOS EUCALIPTOS.
FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN GOYENECHE. GOBERNADOR
UDAONDO. LOMA VERDE.
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN. GOBERNADOR DE SAN JUAN
RUPERTO GODOY.
GOBERNADOR OBLIGADO. ESTACIÓN DOYHENARD.
ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA.
D. SÁEZ. J. R. MORENO.
EMPALME ETCHEVERRY.
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY. LISANDRO OLMOS. INGENIERO
VILLANUEVA.
ARANA. GOBERNADOR GARCIA. LA PLATA.
***
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ENRIQUE FYNN.
PLOMER. KM. 55. ELÍAS ROMERO. KM. 38.
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LIBERTAD. MERLO GÓMEZ. RAFAEL CASTILLO.
ISIDRO CASANOVA. JUSTO VILLEGAS. JOSÉ INGENIEROS.
MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE. ALDO BONZI.
KM 12. LA SALADA. INGENIERO BUDGE.
VILLA FIORITO. VILLA CARAZA. VILLA DIAMANTE.
PUENTE ALSINA. INTERCAMBIO MIDLAND.
InventivaSocial
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