sábado, noviembre 12, 2016

EDICIÓN NOVIEMBRE 2016.


*Obra de Luis Alfredo Duarte Herrera (1958-2010)

-Ver galería en Aurora Boreal. Walkala: un homenaje in memoriam












Objetos perdidos*



*Por Alejandro Badillo. badillo.alejandro@gmail.com


Uno

Había una silla junto a la ventana. El calor se extendía en la pequeña estación de autobuses. Los pájaros eran infinitas figuras antes del vuelo. Un vaso sudaba su fiebre en la penumbra. La humedad del vidrio dejaba su huella en la mesa. Inútil esperanza porque era puro despojo, cosa inútil e inacabada. Las moscas formaron una nube inestable. Volátiles se movían en la escena. “Ayer dejaron algo”, dijo el viejo. Su compañero de trabajo —un muchacho— se acercó. El primero se balanceó en la mecedora. De gimnasta su vaivén por la precisión y el tino: los pies al aire y luego al suelo. Una secuencia donde destacaban la espalda, la camisa a cuadros y los pies alumbrados. Los pájaros, contraste entero del viejo, estaban prendidos al esqueleto de un árbol y desde ahí, al unísono, medraban. Los dos presentían nubes pero, por una absurda superstición, no lo decían. Las palabras del viejo, inacabadas todas, aún perduraban como la estela de humedad en el vaso. “¿Qué dejaron?”, preguntó el muchacho. La mano fue al vaso, pero no para beber, sólo era distracción del tacto mientras llegaba la respuesta. El viejo se levantó: imagínese su lento andar, su respiración que apenas rompía el silencio. La silla conservó la inercia del movimiento y su sombra anegó una parte del suelo. El viejo abrió un cajón y señaló con solemnidad un sobre amarillo. La mirada quedó ahí, en todo el cuerpo, vibrante y estancada. El muchacho abrió el sobre. El contenido era una hoja y una leyenda: “Vendrán más cosas”. Remiró la frase. Las palabras eran tres pájaros en la escena. En una delgada rama los imaginaba, listos para volar una vez seca la tinta de sus alas.
La labor del muchacho era vender los boletos de la única corrida del día. También, desde hacía meses, cuidaba al viejo. Alguna vez pensó que no llegaría el camión: un derrumbe en la carretera, una avería en las llantas, una jauría de asaltantes despachando a los pasajeros. Entonces, como es natural, pasarían el día aturdidos, sin nada qué hacer, como estancados peces. “¿Quién dejó el sobre?”, preguntó el muchacho. “Cuando llegué ya estaba aquí”, respondió el otro. Imaginaron una broma fruto, quizá, de la ociosidad: un adolescente de los alrededores, con pluma en mano, garabateando en la noche una hoja en blanco. Después, oculto en la penumbra, oscuro gato en la ventana. Habría caminado, leve, al escritorio. La luna alumbraba el sobre y, seguramente, el intruso, en un solo acto, se habría dirigido al cajón repleto de lápices y sellos para dejar su anzuelo.
Al siguiente día llegaron a la estación muy temprano. El viejo estuvo un rato en la calle, ensimismado en el horizonte. Una conjura eran las nubes. Apenas empezaba la trampa del calor. Como endebles sustitutos el humeante café, los sorbos que avivaban y se repetían. El vaso, en el mismo lugar, ahora libre de humedad por la acción del tiempo. Los dedos del muchacho se acercaron a los cabellos para distraer el nervio. Los pájaros como parroquianos, como en una cantina sus trinos. Acomodaron las sillas. Barrieron la entrada. Verificaron la hora en el reloj. En una hora llegaría el camión. El sobre seguía en el mismo lugar como animal en silencio, interrogante.
Evitaron acercarse al escritorio. Los dos eran nerviosas moscas alrededor. Imagínese una mezcla confusa de aprensión, duda y silencio. El sobre era un estorbo, pero no lo podían quitar del escritorio. Su lugar en el mundo, para ambos, era estar ahí, confusos, revoloteando. “¿Qué pasa?”, dijo el muchacho. “El sobre”, murmuró el viejo, molesto.
Transcurrieron varios minutos. Las calles encendieron sus piedras, los pájaros se volatilizaron en el resplandor de la mañana.
Más tarde llegó el camión. Imagínese un barco salitroso, lleno de agujeros, haciendo agua por todas partes. Una cordillera de nubes dejaba a su paso: polvo flotando sobre polvo. El camión detuvo su marcha entre resoplidos. El chofer bajó y estiró las piernas. De juguete, la estación, por la lejanía. El chofer se acercó al viejo:
–Algo raro ocurre en estos días –dijo oteando el horizonte.
–¿Qué pasa? –preguntó el viejo.
–La niebla baja más. Casi todo el tiempo tengo las luces prendidas.
–Será la época del año.
El chofer suspiró. Los disparejos bigotes eran leve huella sobre los labios.
El viejo miró el esqueleto de un árbol. Las descubiertas manos temblaban. Sus ojos, quizá por inercia, enfocaron al suelo. Y los escasos pelos de su cabeza, encendidos por el sudor, coronados por el mediodía. Sin saber por qué sintió lástima por el chofer, por la corbata azul, por los zapatos llenos de polvo. Los pasajeros, medrosos como los peces, permanecían en silencio tras las ventanillas. Un par más se unió a los aglomerados. Casi inmóvil el ámbito allá adentro. El chofer abrió con dificultad la compuerta para las maletas. El reloj indicó la partida. El camión reanudó su camino impulsado por su lluvia de polvo. Un lago en reposo era la sombra de la silla y lo vadeaban, indecisas, las moscas.
El muchacho tomó la libreta, abrió el cajón con las monedas y verificó la cuenta del día. El viejo dio unos pasos en dirección a la calle. Contempló, dios devastado, sus dominios: no había nadie. Y entonces prendió un cigarro. Las volutas, en un primer impulso, flotaron desvalidas, buscando agotar el tiempo. Pero su deshilache fue severo y sólo quedó la respiración del viejo, entrecortada, como agobiada por un largo esfuerzo. En aquel paraje, pensó el muchacho, la gente entretenía los ojos en lo nimio, en lo absurdo, en lo descompuesto. Las escasas personas que compraban boletos se sentaban en una banca de metal blanco y miraban la carretera, resignadas. Imagínese un hato de bestias que esperan la muerte; un montón de peces boqueando, asfixiándose lentamente en el aire. Ensimismado en sus meditaciones estaba cuando escuchó la voz del viejo: “Mira, encontré algo”. El muchacho regresó a galope. Los dos se acercaron, de nuevo merodeadores. A una prudente distancia encontraron una chamarra de color verde.



Dos

Esa noche el viejo soñó que abría la puerta del local. Con luminosas nubes la mañana, blanquísimas por el sueño. Encontró una caja de cartón, de color amarillo, sin identificación. Se acercó con tiento, midiendo los pasos, la respiración y los latidos. La miró un buen rato bajo la luz muerta de una lámpara, sin atreverse a ejecutar un movimiento definitivo. Enfiló el temblor de los dedos a las llaves, sopesó el filo y, una vez seguro, cortó la cinta adhesiva. La caja, a punto de develar su secreto, emitió un crujido. Era lenta puerta que se abre, demorada quizá por goznes demasiado espesos. Entonces los ojos se hundieron en la caja, en el sueño profundo que la contenía y cuyo abismo repetido recordaba el juego de las muñecas rusas. Imagínese la habitación del viejo, la figura naufragando en el desorden de la cama; los párpados cerrados, su revuelta. En el sueño miraba el fondo de la caja y hubo vértigo y náuseas. Una luz empezó a surgir. El viejo despertó entre sudores, tosiendo, como si humo imaginario enredara los hilos de su respiración, su pensamiento.



Tres

El viejo y el muchacho llegaron a la estación con la sospecha afianzada. Los segundos quitaban vitalidad, aire. Sentían maligno el despunte de la mañana. Presagios en todas partes. “¿Qué pasará hoy?”, dijo el muchacho, pero no eran interrogantes sus palabras, sólo eran un pensamiento a la deriva, pronunciado por accidente. Abrieron la cortina y, casi inmediatamente, encontraron sobre el escritorio varias camisas. En una esquina destacaba la silueta de un sillón de terciopelo rojo y, junto al bote de basura, una guitarra. Volvió el rito del café mientras inventariaban. En los cajones descubrieron un reloj-despertador, un manojo de llaves, una boina de color negro. Revisaron los candados de la puerta trasera pero no había nada anormal. ¿Qué harían con los nuevos objetos? El silencio de los sorprendidos acompañaba las suposiciones. “Tendremos que preguntar en el pueblo”, dijo el viejo mientras consultaba el reloj. “Después de que pase el camión”, completó el muchacho.
Reanudaron sus escasas labores. La guitarra era lamida por el sol. El rojo sillón semejaba una fruta madura. Las sombras morían en la escena. Mientras llegaba el camión miraban los nuevos objetos. El pasajero que esperaba no hacía preguntas pero de cuando en cuando curioseaba. El muchacho se abanicó el rostro con una revista, imaginó probables lugares para preguntar: la cantina, la única peluquería, el casi deshabitado palacio municipal. El viejo, por su parte, se enfocaba en la razón por la cual las pertenencias eran abandonadas. Ya no era una broma, la manía de un adolescente urgido de notoriedad, ni siquiera una provocación ingeniosa. Era algo que trascendía lo superficial, que buscaba una explicación profunda. Imagínese a los dos desconcertados, azuzando sus escasos pensamientos: avivaban con teorías sus imaginaciones que vagaban en despoblado, sin nada a qué asirse, como malabares en el aire. El viejo bosquejó una fila conformada por todos los habitantes del pueblo. La fila, muy recta, ocuparía varias calles. Todos cargarían algún objeto. Algunos, por el tamaño de sus pertenencias, utilizaban diablitos. Tal vez no hablaban entre sí, como si el evento fuera algo cotidiano, ordinario, incluso tedioso. La clave, quizás, era la relación de las personas con lo que abandonaban: un mal recuerdo, una memoria dolorosa, por ejemplo: muertes, divorcios, alejamientos. Entonces quiso encontrar los vínculos del sillón, de la guitarra, de la chamarra verde, de todo lo restante. Pero la mente se enfangaba en decenas de suposiciones. Como abrir una caja y encontrar una caja más pequeña que contiene, a su vez, otra.
Pasaron los minutos. Tan entretenidos estaban que apenas atendían el calor y al único y paciente pasajero. Los pájaros trinaban en un inútil llamado a la lluvia. Las cosas, una vez más, eran derrotadas por el sopor y por el tiempo. Con el retraso habitual llegó la única corrida de la jornada.
El chofer bajó del autobús. Se acercó trabajoso a la oficina. Saludó al muchacho y firmó su hoja de llegada. El viejo apenas atendía la operación, ensimismado como estaba. El chofer le dijo:
–Casi no hay pasajeros
–Disminuyen todos los días.
–Si no mejora esto cancelarán la ruta.
Las palabras del chofer eran serenas, probablemente lo reubicarían en otra línea de autobuses, algo habitual la región. Ya no más aquella parada, ya no más orillarse en la carretera, intercambiar palabras, recoger a uno, dos pasajeros. Una breve sonrisa alumbró su rostro.
El viejo remiró las cosas abandonadas. La mano derecha, los huesudos dedos, rascaron la barbilla. Después, sin pensarlo mucho, aliviado, como si se estuviera confesando, dijo:
–Han estado dejando cosas.
–¿Quiénes?
–La gente.
–¿Objetos perdidos?
–Así parece.
El chofer se encogió de hombros. Mordisqueó las puntas de sus bigotes. El tedio ganaba a la curiosidad, mejor irse para evitar la creciente niebla en la carretera. Se despidió.
El camión reanudó su camino.
El viejo y el muchacho observaron las huellas de las llantas. Imagínese un par de pajarillos contemplando el infinito desde una rama. Después volvieron a la oficina, acomodaron cosas, calcularon la cuenta del día. El muchacho fue a la puerta y, por no dejar, verificó la cerradura y el candado. Incluso trató de vislumbrar huellas en la mesa y en las sillas. Miraba todo de cerca esperando un golpe de suerte, una aproximación novedosa, para encontrar alguna señal. El viejo, cansado, le dijo:
–No vale la pena.
–Vamos a investigar –dijo el muchacho.
Se dirigieron al centro del pueblo. Imagínese al viejo renqueante, farfullando en su mente el interrogatorio. ¿Quién fue? ¿Es un movimiento organizado? ¿Quién o quiénes podrían ser los sospechosos? El joven, por su parte, pensaba en el fracaso, en no descubrir ningún entramado, ninguna conjura. Su rutina sería alterada por más objetos. A lo mejor los podrían vender. A lo mejor podrían abrir una nueva oficina, más grande, para las cosas perdidas. No quisieron comentar la probable cancelación de la ruta. El joven podría emplearse en otros trabajos, quizá viajar a una ciudad grande.
Apenas encontraron gente en las calles. Había más perros que humanos. Los perros eran casi iguales, negros, de orejas afiladas, costillas expuestas en los tristes esqueletos. Algunos, belicosos, se disputaban los restos de la basura. La cantina, antes encendida por sus vivos oficiantes, estaba abandonada. Sólo oscuras moscas en el reflejo de los vasos. Ceniceros extrañando su humo, botellas añejando sus fondos cenagosos. Los autos estacionados parecían detenidos en el tiempo. La ropa tendida en las azoteas se agitaba con el viento. Fino polvo rodeaba todo.
Después de varios minutos de marcha llegaron a la plaza principal. La tienda de abarrotes tenía algunos clientes. Una viejilla sobaba las cuentas de su rosario. No tuvieron que buscar mucho para dar con el alcalde. Estaba sentado en una de las bancas de la plaza. A un lado una paloma picoteaba el suelo. Su traje, arrugado, apenas contenía su figura. Sus zapatos eran grises de tanto polvo. El muchacho y el viejo saludaron.
– ¿En qué los puedo ayudar? –dijo el alcalde.
– Verá…–dijo el muchacho pero no encontró palabras para seguir.
El viejo intervino:
–Han estado dejando cosas en la oficina.
–¿Quiénes?
–No sabemos, cuando abrimos en las mañanas las cosas ya están ahí. Hay de todo, muebles, ropa, hasta una guitarra.
El alcalde miró fijamente al viejo. Suspiró y se abanicó torpemente el rostro. La paloma voló a un árbol.
El alcalde dijo que no había que hacer mucho caso. Dijo que era una broma quizá llevada a más. Dijo que los suicidios habían aumentado, también la migración, los desplazados por la violencia creciente en los pueblos cercanos. En resumen: el pueblo se estaba despoblando. El viejo y el muchacho percibieron, sin embargo, algo impostado en su voz, como si el alcalde hubiera estado al tanto de su visita. Las generalidades de sus respuestas parecían, más bien, mentiras rudimentarias, gestos que buscaban despachar lo más pronto posible las preguntas. Se sintieron ridículos. Imagínese al alcalde, esforzado actor, ensayando sus respuestas en la noche, frente a un espejo. Y a pesar de todo el esfuerzo, de la obstinada memorización, no había logrado engañar por completo a su público. Y como no había nada más que hacer, una palabra para convencer, al menos para agradar, el alcalde se sumergió en el silencio apenas roto por algún auto, por el aleteo de la paloma. El muchacho y el viejo se despidieron.
De regreso hicieron más preguntas. Entraron a tiendas, preguntaron a dispersos peatones. Pero sólo encontraban rostros incrédulos, miradas que se regodeaban en su vacío. Parecía que todos se habían puesto de acuerdo. Parecía que, tras sus palabras, latía una verdad pura, incorruptible, secreta. ¿Por qué era vedada sólo a ellos? El nerviosismo reemplazó la incertidumbre. “Vendrán más cosas”, pensaron y recordaron la hoja de papel y su misterio.



Cuatro

El viejo no había podido dormir bien y, varado en su cama, remiraba el techo. El insomnio pesaba aún en sus párpados. Se vistió, desayunó frugalmente y enfiló a la carretera. El sol aún no encendía las piedras. No encontró a nadie en su camino y supuso que la gente, por alguna razón, se había quedado dormida en sus camas. Quizá el cambio de horario. El muchacho, por su parte, había soñado con los que abandonaban los objetos. Pero el sueño había sido desmenuzado por el tiempo. Imagínese tinta derramada en una carta, letras naufragando, diluidas por la humedad. En eso se había convertido, por el desgaste, su sueño. Caminó embebido en sus imaginaciones.
El viejo cruzó las últimas calles, aguzó la vista y percibió, a lo lejos, la silueta del muchacho. Algo llamó su atención: la oficina estaba oculta por una montaña. Una inmensa figura ocupaba todo el horizonte. Cuando se acercó percibió que la montaña estaba conformada por diminutas partes de distintas texturas y colores. Apresuró el paso. A medida que avanzaba las cosas se hacían más nítidas: no era una montaña, era una acumulación que ocultaba, además de la oficina, las casas cercanas. Incluso sus restos llegaban a la carretera.
El muchacho estaba en la calle, la entera expresión aturdida, las manos en la cabeza, como si un dolor creciente lo menguara. El viejo se detuvo a escasos metros de la acumulación. Había de todo: muebles, electrodomésticos, ropa, fotografías, envases de cerveza, tapetes. Todo guardaba perfecto equilibrio. Parecía, en su diversidad, organismo vivo. Miraron incrédulos las casas en la lejanía. En el espacio libre de la carretera había una desbandada de perros. Los pájaros siguieron la misma ruta migratoria. Entonces, cuando el último aleteo, cuando los sorprendidos empezaban a tocar los objetos, la luz del sol comenzó a desaparecer. Parte del paisaje quedó en anonimato. No había nada que sustituyera la oscuridad: quizás una estrella, las redondas bocanadas de la luna. El muchacho y el viejo retrocedieron. Imagínese un espacio vacío, una superficie oscura que se acercaba y que quitaba sustancia a todo: al aire, a las inquietas respiraciones de los que atestiguaban. El espacio oscuro, después de engullir casi todo, se detuvo a unos metros de ellos. Y esperaron.



-Texto publicado en la edición 152 de Crítica.

*Objetos Perdidos integra el libro  "El clan de los estetas" y será publicado por la Universidad Veracruzana



-Alejandro Badillo (México DF-1977) es narrador y reseñista, ha publicado los libros de cuentos Ella sigue dormida (Tierra adentro), La herrumbre y las huellas (Eeyc), Vidas volátiles (BUAP), Tolvaneras (Cuadrivio) y la novela La mujer de los macacos (Libros Magenta). Compiló para el Instituto Municipal de Arte y Cultura de Puebla Ficciones en fuga. Narrativa breve desde Puebla. Coordinador de talleres literarios. Ha participado en varias antologías y en publicaciones nacionales como Playboy y el suplemento Confabulario de El Universal. Colaborador de la revista Crítica y exbecario del Fonca en la disciplina de cuento. Ganó en 2015 el Premio Nacional de Narrativa Mariano Azuela 2015 por su libro El clan de los estetas.











Artume*



Intuir su presencia en una esquina,
percibir la cadencia de su paso,
caminar a su lado sin sorpresa,
reanudar conversaciones inconclusas
y despedirse luego en un semáforo
o junto al cauce virgen de un torrente
o en el andén de una estación sin nadie.

Escuchar, sin comprender, su vuelo leve,
acostumbrarse al blues de sus pisadas,
someterse al dictado de su verbo,
aclimatarse al frío de su risa.

Una noche vendrá; lo ha prometido.
No sé si a liberarme de este yugo
o a imponerme otro yugo diferente,
pero ¿acaso importan ya
                                                    las condiciones?



*De Sergio Borao Llop. sbllop@gmail.com
- Publicó “El alba sin espejos”













La distancia que hay entre la miel de una flor
y el primer vuelo en el canto de tus mañanas*



Se refleja en tus ojos mi cuerpo
animal nocturno,
constelación deforme:
es la primera vida que estoy aquí.

Con tu calma de espuma me miras
esperando mi pregunta,
aguardando a que haga ofrenda de mí,
a que sea devorada la carne que me da nombre.

Desde entonces
no he podido liberarme de tus ojos
lluvia extraña,
ala grande,
espacio entre las costillas…

Las estrellas se dibujan en el espejo
a varios pies de altura,
donde un astro cansado esos pasos atiende:
comprende que la antesis existirá
mientras en mi sendero
sus flores se conserven.

Diluidos en lenguajes
con oníricas notas palpando,
forjé mi choza en tus brazos.
Así conozco el aroma de luces
que las sombras se beben
mientras me respiran
tus pulmones de agua.

Hilamos capullos
con la esperanza
de que la espiral del mundo
sea ese encuentro,
porque las palabras se hicieron
para destruirse
mientras la ilusión
se rehúsa a ser polvo nómada
bajo pragmáticos mandamientos.

Nací del viento verde,
contaminación en la mente
y en la piel avidez.
La energía en decremento
y la razón sin abastecer.

Dibujé mis miedos
en el palpitar de las nubes,
donde los luceros resbalan del lienzo
que es cobija, que no tapa los pies.

Allí, donde no hay preguntas
tan sólo una noche que me mira:
ojos inmensos,
tegumentos de mi ser.



* De Alejandra Ramírez Padrón. alejandra_padron@ciencias.unam.mx
y hugo ivan cruz-rosas. quetzal.hi@gmail.com










Juanele y las alondras de Alfredo Veiravé*




*Por Jorge Isaías. jisaias46@yahoo.com.ar



¿De qué conmoción cósmica le hablaba Juanele Ortiz a mi amigo Miguel? Digo, al poeta entrerriano Miguel Angel Federik, mi compañero del alma, como me gusta llamarlo.
Nunca podré transmitir ese estado de gracia que siempre sentí en presencia de Juanele. Eramos muy jóvenes, pero aun así intuíamos que ese hombre humilde de una simpatía y una atención muy criollas era un ser excepcional. Hecho al duro oficio de la soledad en que hizo su obra monumental y atravesó "la prueba del paisaje", como gustaba repetir.
Gerarda, su esposa, siempre comentaba el asombro de su amigo, el poeta Carlos Mastronardi, al comprobar el ascendiente que tenía entre los jóvenes. Lo visitamos los últimos años de su vida hasta el golpe militar del '76, donde una consigna que nunca sabré quién inventó proponía que no lo visitáramos más para no comprometerlo. Como si ese hombre pacífico, extraordinariamente dotado para comprender el alma humana, pudiera provocar algún peligro. Y tal vez fuera cierto porque alguna vez fue detenido. Y pensando mejor, ese hombre que había escrito me atravesaba un río/me atravesaba un río era el ser más libre de la tierra y tal vez eso era lo que no convenía que se lo transmitiera a los jóvenes.
Jorge Aulicino me dedicó un bello poema con que Miguel Federik termina su discurso de apertura en la Feria del Libro de Paraná de este año. Cierta vez, a Isaías o a otro poeta, pero lo recuerda Jorge Isaías, dice. Y la verdad es que la anécdota la tomé prestada del poeta Alfredo Veiravé, que era -junto a Edgar Bayley- los únicos mayores que nos tuteaban y nos dejaban hacerlo a nosotros.
Esto pasó en los años gualeyos, es decir, cuando ambos vivían en la ciudad de Gualeguay. Alfredo acompañaba todas las tardes a Juanele en sus caminatas por los parques de las afueras. Era adolescente y arremetía con sus primeros sonetos y poemas cuarentistas. Una tarde llena de sol y de pájaros y del "aire distinto que es propio de Entre Ríos", como solía repetir Juanele, éste invitó a su joven amigo y aprendiz de poeta.
"Te propongo que nos sentemos en la gramilla", le dijo, a lo que Alfredo obedeció. El viejo poeta entonces lo invitó a que se recostaran en el suelo, que iban a jugar a un juego y hacer un ejercicio.
--¿Podrías, Alfredito? -le preguntó-, con los ojos cerrados reconocer el canto de los pájaros?
--Yo creería que sí, don Juan.
--Bueno, empecemos -dijo Juanele.
Y Veiravé a cada pregunta, luego de pensarlo, respondía: zorzal, calandria, benteveo, pirincha, federal.
--Y decime, Alfredo -lo interrumpió Juanele- ¿cuál es el canto de la alondra?
Y Alfredo, amoscado, contestó:
--Es que en esta zona no hay alondras, don Juan.
--No, yo te pregunto porque vos las prodigás en tus poemas.
Y allí Alfredo Veiravé le dice que él leía furiosamente a Rilke donde sí sobraban las alondras. Y entonces concluyó: me había hecho caer en una trampa como un verdadero maestro que era.
Este es el hombre que escribió para siempre No es tu luz, octubre/ ni son los pájaros y las flores/ ni tampoco es el verde nuevo, no.








ANTÍFONA*



Hay un orden subvertido en el sueño,
bajo la luna abierta lo persigo.
Él fuga por cornisas temerarias.

-la madrugada es la noche de perfil
cuando huye
para salvarse de mí-

Me abismo en el amanecer
que llega como animal herido
sangrando en el horizonte.

Mil veces inocente y mártir
pone en vigencia la luz
en este orden subvertido.


El día

es fresca voz que entona iluminada
antífona de canto llano...


Es hora de no perseguir nada
ni siquiera el sueño.

Doy gracias

mientras en el vidrio de mis ojos
se refleje la luz de la mañana.


*De Miryam Colombotto Seia. miryamseia@cablenet.com.ar




*

Cuántas veces,
la voz del hombre
separó el bien del mal,
estalló
entre la belleza y la crueldad
vibrando
como un látigo vivo.
Una voz
también es
el tajo
que divide las aguas.

*De Mariana Finochietto. mares.finochietto@gmail.com












CADA PINCELADA DEJA LA HUELLA DE SU ERROR*



Le explicaba a Juan Manuel la dificultad de la acuarela como técnica, una técnica que utiliza esa materia liviana y transparente, ese pigmento apenas perdurable, esa nada de color difuso, esa mancha sutil. Y le dije; comparando el óleo que puede repintarse, taparse, corregirse; que en la acuarela cada pincelada deja la huella de su error. Una de esas frases maravillosas que venidas de otros lados hallan una aplicación a la forma en que se da el mundo.
Decía en broma Juan Manuel que para resultar interesante diría, para explicar los fallos y la propia historia, para justificar un poco el propio rostro, que en él cada pincelada ha dejado la huella de su propio error.
Y es así, estamos surcados de antiguas pinceladas que se ven tenuamente debajo de las nuevas, y por mucho que acumulemos capa tras capa de materia evanescente, no podemos hacer desaparecer las huellas que el tiempo, las decisiones, los aconteceres fueron dejando siempre fijas y siempre adivinables como soporte de lo que tratamos de dibujar por sobre ellas.
Somos el resultado de esa materia liviana y transparente, somos una acumulación de felicidades y malas horas, y no las podremos negar aún si accedemos a la senectud que va vaciando los frascos y despeja los estantes. Seguirán percibiéndose las viejas pinceladas, y no serán quizás menos dolorosas. Ni acaso menos gozosas.
Nos miramos en los reflejos fríos. Y el primer amor, y aquella íntima vergüenza, y ese día que no podemos recordar sin que algo se mueva en las profundidades, todo está allí, capa sobre capa sobre capa. Y eso somos al fin.



*De Mónica Russomanno. russomannomonica@hotmail.com













*


Lo temible es eso que uno guarda sin saber en los cuartos vacíos del cerebro. Eso temible es lo único que vale la pena escribir.

*De Liliana Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com







InvenTREN
http://inventren.blogspot.com/




Destiempos*




Hace tiempo que perdí la cuenta de las veces que alguien me acusó de soberbia, sin más motivo que unas palabras leídas o escuchadas en alguna parte. Las más de las veces —no deja de ser curioso— fue por tratar de desenmascarar a cerdos con piel de cordero (en contra del dicho popular, no son los lobos quienes se disfrazan de cordero, sino los cerdos. Miles de mujeres de todos los lugares del mundo podrán corroborar esta afirmación). Nunca me defendí de esas acusaciones: probablemente no sean del todo infundadas. No obstante, siempre me he preguntado si esta soberbia que me achacan —y de la que soy culpable— es realmente un defecto más terrible que la falsa modestia de quienes lanzan dichas acusaciones. Cuestión de poca importancia es ésta, tienen ustedes razón. Si lo mencioné es porque de algún modo está relacionado con lo que vine a hacer a esta parte del mundo.

He viajado algo. No demasiado, pero lo suficiente para comprender que un viaje es algo que sucede dentro de uno, no fuera. Por eso, ahora, cuando me dispongo a bajar del tren que me ha traído hasta aquí, sé que el tren, el pueblo, los páramos atravesados, la tierra amarillenta, los viajeros sonrientes y los viajeros huraños, son algo que está dentro de mí, que forma parte de mí. Por eso, a pesar de todo, no tengo miedo.

¿Por qué habría de tener miedo?, se preguntará quien hasta aquí haya llegado. Pronto iremos con eso. Pero antes deberé explicar los sucesos que se encadenaron para traerme hasta Indacochea. Y ahí es donde entra la soberbia.

Sucedió que un desconocido me envió un mail. Se confesaba argentino y detallaba la ubicación exacta del lugar donde habitaba, así como algunas particularidades del mismo. Tras estas formalidades, a las que presté poca o ninguna atención, de forma amable pero inequívoca me acusaba de haberle plagiado. Según su parecer, mi relato La transición del hielo se asemejaba sospechosamente a uno que él había escrito años atrás y cuyo título era Labio mudo. Añadía una serie de datos complementarios, tales como fecha de publicación, editor, etc. Y como colofón adjuntaba ambos relatos, el suyo y el mío, en archivos de texto separados.

De entrada me indigné porque la acusación era falsa. Después pensé que no merecía la pena hacerse mala sangre y borré el mensaje sin la menor intención de responder a él. No obstante, tras una ducha, un buen paseo y el posterior descanso a la sombra contemplando los patos, me pareció que al menos debería leer su relato para saber en qué se basaba la ridícula infamia.

Y así lo hice nada más regresar. Recuperé el mensaje (por suerte siempre me demoro un tiempo en vaciar la papelera de reciclaje), descargué los adjuntos y leí. Ciertamente, existían un par de similitudes superficiales, pero nada más. Me pareció tan absurdo como si el tipo hubiese argumentado que la acción de ambas historias transcurría en una misma ciudad no inventada. Justamente así —con cierto grado de ironía— se lo hice saber en mi respuesta (que, después de todo, no podía dejar de producirse) añadiendo que ni lo conocía a él ni conocía su obra, por lo que sus acusaciones no solo carecían de fundamento, sino que eran completamente descabelladas. También le rogaba que antes de calumniar a otra persona, en especial si esa persona era yo, leyese con atención y cautela para, de ese modo, no caer en el error de confundir una cosa con otra. Creí que mi mensaje era lo bastante severo para que el asunto quedase zanjado ahí.

Me equivoqué. Unos días más tarde, llegó su respuesta. En esta ocasión se trataba de otro relato: Los días del perro, que según su versión yo habría convertido en mi Ópera con lluvia. El tono del mensaje era seco y pretendía ser hiriente. Al principio me hizo gracia, la verdad. Pero en cuanto empecé a leer, me invadió una sensación de desasosiego que en algunos momentos se teñía de incredulidad. En efecto, ambos relatos se parecían. No se trataba ya de dos o tres detalles nimios como en el caso anterior. El lenguaje y el estilo eran diferentes, los lugares no eran los mismos, los nombres de los protagonistas eran distintos, pero lo que se contaba en uno y otro difería muy poco. Yo estaba seguro de no haber leído jamás aquel cuento. ¿O tal vez lo leyese mucho tiempo atrás y lo olvidase luego, como confiesa Borges en relación a un cuento de Papini? Eso me hizo pensar en la fecha, que me apresuré a comprobar.

Mi confusión no disminuyó al averiguar que en este caso su cuento era más reciente que el mío. Lógicamente (¿lógicamente?) sospeché que era él quien me estaba plagiando a mí. Pero entonces —era inevitable preguntárselo— ¿por qué me acusaba? Pospuse esta duda para más adelante y contesté al mensaje en un tono todavía más arrogante que el empleado por mi interlocutor. Le hice notar el detalle de las fechas y le acusé de ser él quien plagiaba. También manifesté mi estupor ante sus injustificables acusaciones y hasta insinué la posibilidad de presentar una denuncia contra él.

Su posterior respuesta (que apenas tardó un par de días) rebosaba incredulidad. Jamás —afirmaba— se le había pasado por la cabeza la idea de plagiar a nadie. Y menos —añadía— a alguien a quien estaba seguro de no haber leído nunca antes. Obviamente, había algún error en las fechas —el obviamente quedaba atenuado por el tono inseguro de algunas otras afirmaciones— pero lo que era seguro —insistía— era que si había un plagiador —no dejé de notar ese condicional que significaba una nueva vía de comunicación, ajena tal vez a la disputa que cabía prever teniendo en cuenta el curso que estaba tomando todo el asunto— no era él.

Porque la historia empezaba a cansarme, mi respuesta fue escueta. «Lo que vale para usted —escribí— vale para mí. Yo no plagio. Tal vez sí me haya leído antes y no lo recuerde» —brevemente introduje la anécdota de Borges y Papini—. «En cualquier caso, le rogaría que retirase ese cuento que tanto se parece a mi Ópera con lluvia de la web donde se publicó. Atentamente».

Pasó una semana y creí que todo se normalizaba. Además, otros asuntos más agradables habían ocupado mis horas en esos días y tenía el tema bastante olvidado. Hasta que llegó el siguiente correo. En él se hacía referencia a otros seis cuentos (tres suyos y tres míos). Su Endiablado fagot era calcado a mi Musa abandonada, salvo por el estilo, naturalmente. En los otros dos casos, los cuentos eran aparentemente distintos, pero poniendo atención a sus símbolos y al significado oculto, no quedaban dudas: Unos eran clones de los otros. Pensé que el tipo trataba de tomarme el pelo; pensé que lo hacía simplemente por aburrimiento; luego pensé que estaba loco y que mejor sería olvidarse de todo ese embrollo. Tomé un analgésico y me puse a navegar por Internet, tratando de borrar acaso la desagradable sensación que me había dejado la lectura de aquellos cuentos.

Después de un rato leyendo noticias increíblemente parecidas a las noticias del día anterior y del mes anterior (crisis económica, corrupción, tornados, USA planeando bombardear algún país, mucho deporte —eficaz antídoto contra el nocivo vicio de pensar— y más corrupción), sin darme cuenta puse el nombre del tipo en el buscador y comencé a adentrarme en su mundo. Comprobé que muchos de sus relatos habían sido publicados en revistas electrónicas o en páginas de contenido literario. Leí uno al azar, por puro aburrimiento (o eso me hice creer entonces). Ya sin sorpresa, fui redescubriendo mis propios relatos en los de aquel desconocido. Leí durante horas. Creo que ya solo me movía la curiosidad de saber si ese reflejo era infinito, el anhelo de hallar un relato que rompiese ese patrón. No sucedió. Pensé (quise pensar) que alguien dijo —o escribió— en una ocasión que todo ya había sido escrito y ahora solo reescribíamos; que tal vez, después de todo, la originalidad no existe. Pero todo fue en vano. Se apoderó de mí una intensa tristeza, y melancólicamente me dije que también eso era un reflejo.

Rescaté entonces el mensaje original del desconocido y lo leí con atención. En él narra que vive en un lugar llamado Indacochea, en la provincia de Buenos Aires. Lo llama lugar, —aclara— porque «tal vez pueblo sea un término exagerado para definir esos escasos edificios bajos y esa estación abandonada». Dice que habita una casa de dos plantas que no comparte con nadie. Que las pocas personas que hay por allí se dedican a pescar. Pero él no pesca ni hace nada. Salvo escribir. A veces. O sentarse a la orilla del Río Salado y pensar. O simplemente contemplar las aguas y las riberas mientras transcurre el tiempo que se lo va llevando, igual que la corriente se lleva las ramitas que en él flotan río abajo. De su explicación se desprende la idea de que habita un desierto que es más grande que el nombre que lo define.

Yo vivo en una gran ciudad que se asemeja pavorosamente a un desierto. Escribo o me siento a la orilla del río Ebro a contemplar las aguas y los patos. Mientras el tiempo fluye. Al leer me doy cuenta: No somos dos personas diferentes, sino una misma persona viviendo dos vidas paralelas en lugares distintos. ¡Cómo no íbamos a escribir lo mismo, aunque de otro modo!

Mandé un mail expresando estas ideas un tanto confusas. Fui tajante. Había que solucionar esto de un modo u otro. «Sería conveniente (eufemismo que muy bien podría cambiarse por imprescindible) —aclaré— que nos viésemos. Allá o acá. Donde sea». El habló de la completa imposibilidad de emprender un viaje. Imposible para él conseguir la plata necesaria para el pasaje de avión. Demasiados kilómetros…

Mi dificultad no era menor; la única diferencia era mi resolución para zanjar el asunto definitivamente. Conté el poco dinero que tenía; vendí las dos o tres cosas de valor que me restaban; pedí prestado. Con todo, pude juntar la plata necesaria. Sabía que nunca podría devolver los favores ni el dinero, pero ¿qué importancia podía tener todo eso? Si alguna vez regresaba…

Escribir no es gratis —pensé mientras hacía el escueto equipaje—. Entraña un riesgo. Uno puede encontrarse de repente o perderse para siempre entre esas encrucijadas. Los pensamientos son trenes que se niegan a seguir el itinerario de las vías. ¿Puede haber algo más peligroso en estos tiempos?

Y ahora estoy acá. En Indacochea. La estación quedó atrás. Una vereda de tierra me conduce hacia donde debo ir. Es como si mi voluntad, ahora, no contase. Mientras camino no puedo evadirme al sentimiento de familiaridad que me despierta todo esto. Los árboles son como los árboles bajo los que alguna vez he paseado; el rumor del río resuena igual que el río que pervive en mi memoria y que acaso es la suma o la yuxtaposición de todos los ríos que en mi vida atravesé o bordeé; los pájaros entonan las mismas melodías que en otro tiempo escuché…

—El lector atento no habrá pasado por alto un detalle: Lo que estoy contando, según las evidencias, sucede hacia los años finales de la primera década del siglo XXI o los iniciales de la segunda. Pero el último tren a Indacochea vino en 1977. Dejaré que sea ese mismo lector quien aclare este modesto entuerto, porque el tiempo ya no me da para más: Estoy llegando ante la casa a la que me dirijo—.

Me detengo a unos metros. Respiro profundamente mientras contemplo la fachada. Una inmensa quietud me rodea. Dejo la maleta en el suelo, junto al umbral, y golpeo la puerta.

Lentamente, como las campanas de las iglesias en el toque de difuntos, los golpes resuenan en la hoja de madera vieja.

Lentamente, con esa lentitud que solo es posible en el Sur, la puerta se abre.




*De Sergio Borao Llop. sbllop@gmail.com
- Publicó “El alba sin espejos”




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