*Dibujo de Erika
Kuhn.
*
Volar, incluso
la caída
confiarte al
cuerpo alado
al viento, no
al ave
(Y es que no
ves) en el ocaso
hay mares de
ser pájaro.
EN EL OCASO HAY MARES DE SER PÁJARO...
-Poesía de Alejandra Alma.
*
No sé con qué palabras se ordenaría el mundo, ni
cuál sea el silencio que nos roce (como un destello en calma), el día que
dejemos de entender.
*
Soles se
diluyen por doquier, mientras la luna calla, cuida: la noche dará a luz, sin
ninguna pertenencia.
*
opacas las
palabras
quiero leerte
en la piel
*
huele a plomo
el cielo se dio
vuelta
y el viento
solo anida
su canto
sobre el árbol
ni ave durante
la raíz
expuesta
donde un tajo
se desnuda.
*
no sé escribir
en el desastre
apenas leo
mariposas
en ellas
creo yo.
hay dolor a
muerte en el mundo que funciona
de espaldas
a la vida
y un mar que
tiembla espera
tan íntima, tan
frágil
a penas, la ola
por nacer.
*
Sorprende la
extrema puntualidad con la que el sueño falta
a su cita con
la noche.
*
(de
habitaciones)
Hace lunas, que
noche es relación de todos mis silencios. Por eso escribo; para rozarnos la
voz.
*
Hay mariposas
en la lengua.
Como si saber
de qué va la vida fuera relación de las papilas: un vuelo en el dulzor que se
disfruta, un velo de las frutas que no están.
*
(de
habitaciones/ flor de azar)
abandonarte mar
diseminarte
cuerpo
que rompe de
una vez
convite o
invento
Estar en las
figuras del oleaje.
*
Como si hubiera
conversado con la luna
que se parece a
saberte
casi creer que
el amor se hace lenguaje
de señas.
*
Supe que la
piel ensancha el silencio
Y se horada
amor.
*
Si el amor
fuera recíproco sería bonito.
Magia, nunca
más.
Poeta
& Psicopedagoga.
-Su
libro de poemas “habitaciones” esta en impresión.
Inventren
KronoX *
*De Sergio Borao Llop. sbllop@gmail.com
Las generaciones futuras no
recordarán mi nombre (y en el fondo, quizá sea mejor así), pero yo inventé una
máquina del tiempo (a esta altura, utilizar el artículo la sería
–probablemente- inexacto. Y algo pedante por mi parte). Por otra parte, esta
denominación –máquina del tiempo- quizá tampoco sea del todo correcta. El
lector juzgará una vez conozca los hechos. Sin más preámbulos, procedo a
relatar la historia.
Mi pretensión, en pocas
palabras, era crear un nuevo software, capaz de recrear el pasado y actuar
sobre él. Sólo virtualmente, claro (o eso me decía a mí mismo, pero la
esperanza, esa maldita…). Tardé años en definirlo, en atreverme a postular una
ecuación irresoluble. En el transcurso de mis investigaciones hubo altibajos.
Tan pronto creía haber hecho un descubrimiento asombroso, como me abandonaba a
la desesperación por no sentirme preparado para llevar a cabo tan magna
empresa. Una de esas veces, en medio de la fiebre nocturna, producto, sin duda,
de una indigestión, soñé o imaginé que el viaje podría ser real y tener
lugar en un único sentido –al pasado- y sólo una vez. Es decir: sin regreso.
Al día siguiente, sin embargo,
no me atreví a reírme de tal disparate. Algo había en mi planteamiento –algo
que no era capaz de recordar y, no obstante, me corroía por dentro. Aun así, no
quise pensar más en ello: Tener una única oportunidad me pareció estadísticamente
arriesgado. Ese fue un inconveniente que no supe solventar en la vigilia. El
desánimo de esas horas posteriores estuvo cerca de hacerme desistir. Luego,
pensé que no tenía derecho a renunciar. Tal vez con base en mi proyecto, me
dije, alguien conseguiría solucionar ese defecto formal. (Entonces era joven e
irresponsable. Lo sé ahora. Sólo descubrimos eso cuando ya es tarde. Un motivo
más para implicarse en la invención de mi máquina).
Pero la amargura no desapareció.
Durante unos meses, el vodka y los antidepresivos fueron mis más cercanos
compañeros. Con ayuda de una mujer cuyo nombre y rostro (me avergüenza
confesarlo) se mezclan en mi memoria con otros muchos nombres y rostros, de
otras muchas mujeres, todas ellas memorables sin duda, conseguí salir de ese
vil estado y retomar mi trabajo.
Comento ahora otro punto sobre
el que medité mucho: El ser humano es capaz de darle un mal uso al mejor de los
inventos, es sabido. La Historia lo atestigua sobradamente. ¿Debería eso
detenerme? La respuesta lógica, racional (más aún si lo pienso ahora, cuando ya
nada tiene remedio), hubiera sido: SÍ. Pero el deseo del inventor es
impermeable a razones que le alejen de su objetivo. De nada sirve pensar en
Hiroshima.
Así pues, emprendí la tarea.
Fueron años de caos, esfuerzo, dedicación, fiebre, noches en vela, soledad
(porque hube de alejarme de todo cuanto pudiese distraerme de mi meta),
multitud de preguntas cuya respuesta sabía informulable, fracasos, depresión y
cansancio. Pero lo logré.
Antes de continuar escribiendo
este relato de los hechos –o cualquier otro, en cualquier otro lugar-, debería
hablarles de la máquina, detallar su funcionamiento, explicar las fases de su
construcción… Pero no lo haré. No sé si esta omisión es una especie de escudo
ante mi mala conciencia, aunque de sobra sé –ahora- que nada me justifica. Esta
narración sólo es informativa. Ni espero ni deseo ser perdonado o comprendido.
El perdón o incluso la tolerancia ante mis actos, lo confieso, me parecería
injusta.
Voy pues, a los hechos: El día
señalado llegó. El momento definitivo –eso creía yo en mi ingenuidad. Me
coloqué el casco, programé una fecha y un lugar y presioné el botón Play.
Ese instante se eternizó. Cerré
los ojos, asustado, esperanzado, ansioso. Muchas imágenes pasaron por mi
cabeza. Muchas posibilidades entrecruzándose, como trenes en la estación de una
metrópoli. Respiré hondo y abrí los ojos.
Había funcionado.
Estaba en el lugar y tiempo
programados. Con precisión cronométrica. Para esta primera prueba, es obvio,
había buscado una fecha lo más próxima posible y un lugar conocido: El día de
ayer, en mi taller. En la pared oriental, el reloj marcaba la hora exacta que
yo había previsto. Podía moverme, tocar los objetos (el tacto de la mesa me
resultó extraño, como si en lugar de madera se tratase de plástico o algún
material sintético), oír los sonidos provenientes de afuera. También sentía los
diferentes olores. Sopesé tomar un trago de agua; la botella estaba ahí, sobre
la nevera. Pero no me atreví. El deseo fue más débil que el miedo. No sabía qué
podría ocurrir (Durante la ejecución del programa, uno no es consciente de
estar viviendo una simulación. Esa agua, para mí, era real. Pensé que beber de
ella podría acarrearme algún efecto secundario indeseado). Sólo fue un acto
instintivo, irracional. Seguí moviéndome por la sala. Reconociendo los objetos.
Algunos de ellos estaban marcados (para comprobar si la simulación funcionaba,
había señalado con tiza roja algunas cosas y luego las había cambiado de sitio)
y ocupaban el lugar donde ayer mismo habían estado. Lo maravilloso era la
sensación de realidad. Me asomé a la ventanita y pude contemplar el
paisaje ya conocido, sólo un poco ensombrecido por las nubes (ayer estuvo
nublado todo el día, aunque no llovió), pero tan nítido como en cualquier otro
momento. Después de un rato dando vueltas por toda la habitación, satisfecho y
moderadamente feliz, decidí regresar (por así decirlo).
Me quité el casco, abrí los
ojos. Fui a la nevera y descorché la botella de champán. Es triste beber solo,
ya se dijo. Pero me sentía eufórico. A la embriaguez por el descubrimiento, se
unió la otra, más concreta: la etílica. Terminé tirado en el sofá, en una
posición ridícula e incómoda. En medio de la exaltación y las burbujas, yo
tenía un algo removiéndose en mis entrañas y no sabía qué. Lo achaqué a la
emoción del momento y me dormí, entreviendo con detalle una sala de variedades
parisina que jamás había visitado.
Repetí el experimento varias
veces, siempre satisfactoriamente. Al principio fueron “viajes” (los llamo así
porque no se me ocurre otra manera mejor) cortos: Unos pocos días atrás,
lugares cercanos. Como si esa prudencia fuese necesaria. Como temiendo perderme
y previniendo ese azar mediante la proximidad geográfica y temporal. Poco a poco,
previsiblemente, extendí el campo de mi experimento. Quise ir cada vez más
lejos, tanto en el espacio como en el tiempo. Visité (¿de qué otro modo
llamarlo?) Rosario a finales del siglo XX, cuando el Museo de Arte
Contemporáneo todavía no estaba ahí. Cuanto más lejos iba, más extraña
era la sensación que experimentaba dentro de esa realidad virtual. Cada una de
estas recreaciones era como una victoria. ¿Una victoria sobre el tiempo? Creo
que mi vanidad no era tanta. Más bien me sentía un jugador inmerso en una
partida que no terminaba de comprender. Y ganaba siempre. Embriagado por el
éxito, me planteé retos cada vez más difíciles. Fui a Mendoza meses
antes de la construcción del Arco del Desaguadero. Y en efecto, no estaba. A
Buenos Aires hacia finales del siglo XIX, cuando aún no existía la Avenida de
Mayo.
Yo esperaba que al irme alejando
en el tiempo, y teniendo en cuenta que los datos suministrados al programa
eran, en muchos casos, fotos en sepia y documentos sacados de archivos
municipales, no del todo bien administrados –es el caso decirlo-, los objetos,
los lugares, irían perdiendo nitidez. Es decir: Se verían como en esas fotos y
esas descripciones. Pero (esto debió alertarme) no era así en absoluto. Todo
era como debió ser en realidad. Algunos edificios, algunas esculturas, hoy
corroídos por la erosión implacable, se veían nuevos, radiantes, en la
recreación. Mi juguete cada vez me emocionaba más.
Una tarde de 1876 me encontré
paseando por Barcelona. La Sagrada Familia aún era un proyecto en la mente del
gran Gaudí. También me aventuré en París, en New York, en Londres, siempre
buscando fechas anteriores a la construcción de edificios o monumentos
emblemáticos, sólo por el placer de ver cómo fue aquello antes de ser como es
ahora (si es que aún puedo pronunciar la palabra ahora sin cometer un terrible
anacronismo). Mi ambición me llevó a Granada en el siglo XII, Pisa en el XI y
hasta la China anterior a la Gran Muralla. Me sentí colmado. Salí del taller y
me di cuenta de que llevaba allí encerrado más de un mes, comiendo mal y
durmiendo peor. Pero era feliz.
Decidí dejar de lado mi
pasatiempo, al menos durante unas semanas. Ver a unos pocos amigos, salir con
una mujer, distraerme. Fue en vano: Dos días más tarde estaba de nuevo sentado
en el sillón de terciopelo rojo, con el casco en mi cabeza y viviendo momentos
de otro siglo y otro lugar. Me había vuelto un adicto.
Entonces recordé –cegado por la
euforia, había llegado a perder de vista el objetivo principal- el motivo que
me empujó a emprender este proyecto.
Los hechos capitales en la vida
de todo ser humano son pocos. El descubrimiento del amor, la primera visión del
mar, la pérdida de un ser querido, un éxito de tipo deportivo o social… En la
mía, el hecho trascendental fue una despedida. Ocurrió en el año 1960, en la
estación José Ramón Sojo, cerca de Saladillo, en la provincia de Buenos Aires.
Era invierno o así lo he recordado siempre. Ahora ya no sé qué pensar. Ni sé si
invierno y verano son conceptos diferentes. Ella (una mujer, sí; no podía ser
de otro modo. Ya lo dijo Aristóteles) se llamaba Natalia y durante los cuatro
años anteriores a ese momento crucial había ocupado cada minuto de mi vida y
también de mis pensamientos. Por ello, su marcha me resultó inconcebible. Como
un mal sueño del que muy pronto iba a despertar. Desde entonces habían
transcurrido más de cuarenta años y la pesadilla continuaba.
Otro, tal vez, se hubiese
abandonado a la locura. Yo, en cambio, diseñé una máquina para reparar ese
instante del pasado. Si se mira bien, quizá ambas cosas vengan a ser
equivalentes, después de todo. Ese fue, es preciso contarlo –por más que la
vergüenza me oprima al confesarlo-, el único objetivo de mi invención.
Al pensar con espíritu crítico
en ese olvido, no me fue difícil llegar a la conclusión obvia: No es que
hubiese olvidado el porqué del experimento. Simplemente, había ido posponiendo
el viaje importante. Por miedo, sin duda. Tememos enfrentarnos a nuestros más
fervientes deseos, casi tanto como desafiar a nuestras fobias crónicas. Mientras
visitaba otras ciudades y otras épocas remotas, mientras me maravillaba ante la
visión de lugares que ningún otro ser humano vivo había podido contemplar, ese
invierno de 1960 y esa estación casi jubilada (un año después –si la palabra
año todavía significa algo para mí- dejó de utilizarse) estaban siempre ahí,
esperándome. Como la musiquilla pertinaz que siempre retorna y nos acompaña,
sin que acertemos a recordar dónde la oímos o a que hecho va asociada.
La partida de Natalia fue más
dolorosa porque me quedó la sensación de haber podido hacer algo para evitarla.
No pensé entonces (lo repito, era joven, era inexperto) que tal vez se fue
solamente porque ya no encontraba ningún aliciente en nuestra relación. Más
bien creí que todo fue culpa mía y, de haber actuado de otro modo, las cosas se
hubieran arreglado y la tan amarga separación nunca hubiese tenido lugar. Por
eso, debía volver. Para saber. Siempre queremos saber, encontrar una respuesta,
aun cuando sepamos que ésta no va a ser satisfactoria. Me obsesioné con esa
idea en el pasado. Después no sé. Quizá simplemente actuaba por inercia. O por
obstinación.
Había llegado, pues, el momento:
Con ansiedad, con temor, introduje la fecha y las coordenadas de la estación.
Pulsé el botón. Esperé. Abrí los ojos. Natalia estaba a pocos pasos, mirándome,
como extrañada.
Sentí que estaba de nuevo allí.
Reviviendo –en toda su magnitud- el momento atroz de la despedida. Me acerqué a
ella, pronuncié algunas palabras –imposible recordar cuáles desde este presente
borroso, si presente es la palabra, si recordar es el verbo-. Ella –igual que
entonces- meneó la cabeza a izquierda y derecha un par de veces. En sus ojos se
apreciaba el dolor producido por esa negativa inevitable. Regresé. Abatido, con
el peso de los muchos años transcurridos oprimiendo mi corazón. Desolado. Bebí,
dormí. Después amaneció y volví a intentarlo. El resultado fue idéntico.
Aplaqué mi decepción con otros viajes, pero cada mañana volvía a ese invierno,
a esa estación, a Natalia negando, al tren moviéndose, lento, sobre las vías,
iniciando el viaje sin retorno.
El dolor por esa separación
multiplicada, no me dejó ver, al principio, otro detalle más atroz. En alguna
parte había leído que todo acto conlleva consecuencias que ni alcanzamos a sospechar.
Yo había actuado, sin saberlo, de forma imprudente. Pronto iba a darme cuenta.
El primer indicio me causó
perplejidad. Fue en una cafetería, a media tarde. Estaba leyendo el periódico
cuando mis ojos se posaron en una imagen: Era París y el lugar de la Torre
Eiffel estaba ocupado por un edificio de ladrillo claro. Alrededor todo tenía
unos colores mortecinos. Parpadeé un par de veces, incrédulo. Examiné la foto
con atención. No había dudas: Ése era el sitio de la Torre y no estaba. Supuse
que se trataba de una imagen trucada; ahora todo el mundo maneja programas de
retoque fotográfico. Pero ¿en el diario? No me quedó otra que leer todo el
artículo, para averiguar el motivo de esa usurpación. En vano. No había allí la
menor explicación. Me encogí de hombros. Ni siquiera me dio por pensar que yo
tuviese algo que ver con tal misterio.
Unos días más tarde, escuché una
conversación en el metro. Eran dos hombres y hablaban en voz muy alta; era
imposible sustraerse a sus palabras. Todo el vagón fue testigo de la discusión.
Ésta versaba sobre política y en ella se mencionaba el nombre de algunos
dirigentes de países vecinos. No reconocí ni uno solo. Tampoco esto me pareció
relevante, porque no suelo prestar mucha atención a las noticias relacionadas
con asuntos políticos. No era extraña mi ignorancia acerca de tales nombres.
Pero mentiría si afirmase que ese desconocimiento no me causó cierto
desasosiego. Podría ser simple desidia, pero tal vez otra cosa. En mi estómago
se cocía una verdad que no estaba dispuesto a admitir sin resistencia.
El hecho definitivo, el que me
abocó a esta sinrazón que hoy es mi vida, fue algo en apariencia trivial:
Marqué el número de mi amigo Celso, a quien llevaba tiempo sin ver, y una voz
agria me respondió que no había allí nadie con ese nombre. Revisé mi agenda.
Volví a marcar, uno a uno, los números allí anotados. Con sumo cuidado, para no
equivocarme. La misma voz. Esta vez acompañó la negativa con un insulto.
Desistí. Conjeturé un cambio de número, nada más lógico. Llamé a información
telefónica y pregunté: Nadie así llamado tenía vinculado un número de teléfono
en toda la ciudad, ni siquiera en la provincia. ¿Deseaba consultar la guía
nacional?, me preguntaron. En otras circunstancias, me hubiese mostrado irónico
y dudado de la eficiencia del operador que me suministró la información, tal
vez hubiera insistido o vuelto a llamar, por ver si esta vez daba con un
telefonista más eficaz. Pero de pronto, la verdad me explotó en pleno rostro:
En mi ventana, el paisaje no era el de siempre. No supe precisar qué era, pero
no hizo falta: Algo no era igual, algo había cambiado. Las imágenes, las
palabras, se agolparon en mi cabeza. Esta realidad ¡cómo admitirlo! era otra.
Salí a la calle, poseído por la
fiebre. A causa de mi despiste, no me había dado cuenta antes, pero era cierto.
Nada estaba en su lugar. Me pregunté cómo, cuándo, qué… pero ni siquiera
atinaba a formular las preguntas. Todo era demasiado inverosímil. Un tipo que
no reconocí me dio un abrazo en la entrada a un pasaje que nunca había visto.
En un cine daban Terciopelo azul, pero en los carteles, el director no era
David Lynch. Recorrí la ciudad hasta el cansancio. Quizá era sólo eso lo que
buscaba: Agotarme hasta caer rendido, evitando así el caos reinante en mi
mente.
Caminé y bebí. Hice preguntas
estúpidas, sólo para comprobar que las respuestas no eran las ya conocidas por
mí. En algún momento quise creer que todo era un complot de mis conciudadanos
para volverme loco. Llegué a casa -¿De verdad podía aún llamar casa a algún
lugar?- y me dejé caer en el sofá.
La frontera entre el mundo
virtual y el llamado, tal vez erróneamente, real, es más fina de lo que jamás
hubiésemos sospechado. Sabemos que son posibles múltiples mundos virtuales, por
así llamarlos. Pero nunca imaginamos que pudiesen combinarse o invadir el mundo
real. Yo ¡irresponsable! lo había hecho. Al despertar lo vi claro. Cada
recreación erigía una nueva realidad -o una nueva ficción, ahora ambos términos
vienen a ser sinónimos- y yo iba saltando de una a otra sin percibirlo. Me
pregunté si en verdad estaba mirando el río desde mi ventana o permanecía
sentado en el sillón, con el casco puesto y buscando una salida.
Desde entonces –y ahora la
palabra entonces ha perdido su significado, lo mismo que la palabra ahora-
vivo recreando esa escena ocurrida en la estación, sin impaciencia, porque la
verdad desplegada ante mis ojos –la coexistencia de múltiples vidas (o
reflejos)-, me dice que hay una esperanza. Y sueño con Natalia cambiando ese
gesto de negación. Sueño su sonrisa y su mano aferrando la mía, sus palabras
diciendo que todo es aún posible, sueño ese tren partiendo sin ella…
Sólo una cosa me inquieta: Si
eso llega a suceder, ¿Tendrá esa Natalia algo que ver con la original? ¿Será la
misma de quien tanto tiempo estuve enamorado? Y yo mismo: ¿Quién soy? ¿De dónde
vengo? ¿Soy acaso aquel que sufrió la decepción y el abandono? ¿El autor de
estas líneas? ¿La misma persona que proyectó la máquina? ¿O sólo el fantasma de
alguien, vagando por dimensiones infinitas y haciéndose preguntas sin
respuesta?
- Publicó “El alba sin espejos”
-Próximas estaciones de escritura:
PLOMER
-Por Ferrocarril Midland-
JUAN ATUCHA.
–Por Ferrocarril Provincial-
***
El recorrido por venir del tren literario en el Ferrocarril
Provincial:
JUAN TRONCONI. CARLOS
BEGUERIE. FUNKE. LOS
EUCALIPTOS. FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN GOYENECHE.
GOBERNADOR UDAONDO. LOMA VERDE.
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN. GOBERNADOR DE SAN
JUAN RUPERTO GODOY. GOBERNADOR OBLIGADO.
ESTACIÓN DOYHENARD.
ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA. D. SÁEZ. J. R.
MORENO. EMPALME ETCHEVERRY.
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY.
LISANDRO OLMOS. INGENIERO VILLANUEVA. ARANA. GOBERNADOR
GARCIA.
LA PLATA.
***
El recorrido por venir del tren literario en el Ferrocarril
Midland:
KM. 55. ELÍAS
ROMERO. KM. 38. MARINOS DEL CRUCERO GENERAL
BELGRANO. LIBERTAD.
MERLO GÓMEZ. RAFAEL
CASTILLO. ISIDRO CASANOVA. JUSTO
VILLEGAS.
JOSÉ INGENIEROS. MARÍA
SÁNCHEZ DE MENDEVILLE. ALDO BONZI. KM
12. LA SALADA.
INGENIERO BUDGE. VILLA
FIORITO. VILLA CARAZA. VILLA DIAMANTE.
PUENTE ALSINA. INTERCAMBIO
MIDLAND.
InventivaSocial
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Para compartir escritos escribir a: inventivasocial@yahoo.com.ar
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