Estación Plomer.
FANTASMAS EN UNA ESTACIÓN*
Sentado en el andén, veo acercarse al viejo Nicolás, con su maleta
raída por el tiempo. Igual que ayer.
Cuando llegue hasta aquí, se dejará caer en este mismo banco, no demasiado
cerca, pero sí lo suficiente para intercambiar unas palabras.
Preguntará, ignorando la evidencia mostrada por sus propios ojos,
si el tren no llegó todavía. Yo le responderé que no, que todavía no, pero que
ya no debe tardar.
Entonces él hará un gesto de resignación y acomodará la maleta a su
lado, en el extremo del banco. Luego cerrará los ojos y cualquiera que lo viese
pensaría que duerme. Pero no lo hace: Sólo piensa.
La primera vez que coincidimos, me contó su historia. Detalles al
margen, supe que una mujer lo estaba esperando en alguna parte (no capté bien
el nombre del sitio y después no me atreví a preguntar), o más bien que él
albergaba esa esperanza, aunque, según deduje, no tenía la menor certeza al
respecto. Ese día me quedé muy sorprendido cuando llegó el tren y el viejo,
tras despedirse de mí con una breve frase y un gesto, agarró con fuerza la
maleta, se dirigió hacia uno de los vagones, se detuvo antes de llegar, se
quedó inmóvil, mirando algo que tal vez estaba más allá del tren y de la propia
estación. Luego dejó la maleta en el suelo y se cruzó de brazos. Cuando el tren
se puso en movimiento, lo miró alejarse durante un buen rato. Después, volvió a
tomar la maleta y se fue caminando muy lentamente hasta perderse de vista. De
más está decir que la escena descrita se ha venido repitiendo con regularidad
desde entonces.
Lo sé porque, aparte de los funcionarios que trabajan en la
estación, soy el único que está aquí siempre a esa hora. Lo veo cada día y me
pregunto ¿hasta cuándo? Claro que esa pregunta también es aplicable a mí.
Porque ¿qué hago yo todos los días sentado en ese gastado banco, mirando con
impaciencia hacia el punto por el que ha de llegar el tren? No hay ningún
misterio: Sólo espero. ¿Qué es lo que estoy esperando? En realidad, después de
mucho pensarlo, he llegado a la conclusión de que sólo espero un instante. Me
es imposible ver más allá de ese preciso y minúsculo punto en el tiempo. La
escena la he contemplado miles de veces en mi imaginación: Isabel, radiante, se
apea del tren, mira alrededor, me ve, sonríe y camina hacia mí. Yo voy a su
encuentro. Sería el final perfecto para una de esas películas antiguas. Sólo
que esto no es una película, sino una secuencia que, a estas alturas, juzgo
imposible. Y a pesar de todo, contra toda lógica, sigo esperando.
Es sabido que la repetición incesante de los mismos rituales
conduce, inexorable, a la locura; o a una suerte de locura que tendemos a
confundir con la normalidad –lo cual es, en sí mismo, terrible.
Por eso, cabe preguntarse: ¿Qué obstinación es más patética, más
trágica: La del viejo Nicolás esperando inútilmente reunir el valor para partir
en busca de su sueño o la mía, anhelando un hecho que no sucederá?
En medio de esas reflexiones llega el tren. Ambos nos levantamos para
cumplir con el protocolo habitual, ya casi un automatismo. Uno de los
funcionarios nos contempla con tristeza -¿Tal vez también con algo de
expectación?- desde su puesto. De fondo, sólo el sonido de la locomotora.
Estación Plomer*
*Por Mónica Russomanno.
russomannomonica@hotmail.com
Plomer, me dijo. Campo, venir en el tren hasta acá, cambiar de
andén y tomar otro tren de trocha angosta hasta Rosario.
No entendí demasiado bien las instrucciones, nunca le entiendo al
Coiro demasiado de lo que trata de explicar. Empieza con cierta firmeza pero se
va enredando, y por no preguntar mil veces me quedo con esas dudas pequeñas que
finalizan en una nebulosa concentrada, blanquecina, clara batida a nieve.
Lo peor fue el tema de la vaca. Pensé que estaba bromeando, pero el
tipo no entiende lo que es un chiste. De veras, se queda en suspenso y parece
que no escuchó pero es que no entiende los chistes. Ansiosamente me decía que
el tío estaba en el limbo pero que al limbo lo cerraron hace varios años, y que
ahora con el tema del infierno… y ahí se detenía con una mirada significativa,
como si una pudiese sacar algo de ese galimatías. Ahora con el tema del
infierno…
La cosa es que había una vaca en San Sebastián, que fue del tío o
no, no sé, una vaca que había que llevar en el tren desde San Sebastián hasta
Plomer, y desde Plomer hasta Rosario, y algo tenía que ver con el infierno
¿Tiene que ver con el infierno por los cuernos? No se reía el Coiro, cuando
está lanzado a alguna cosa no mira a los lados. Le dije que era imposible que
el tren venga por el océano desde San Sebastián, y el Coiro me explicó que no,
que no es la San Sebastián del País Vasco. “No mire, no es la San Sebastián…”
Si Coiro, claro, ya sé, es un chiste. Ja ja, entiende. Un chiste,
como lo de los cuernos y el infierno.
Pasado un ratito buscando desesperado algo de qué aferrarse en mis
palabras, en mis ojos, de pronto se reía, sin convicción. Estaba centrado en la
idea de la vaca y el traslado. No había lugar para chistes, esto era serio. Es
más, estaba garabateando un planito en su libreta, anotando todas las cosas
accesorias que no me iban a prestar ninguna ayuda, y obviando lo importante con
una capacidad de selección impresionante.
Yo por alguna razón me siento obligada a hacerle caso. Hace unos
años le había entrado la urgencia de conocer a un amigo de internet. Me dijo
que el hombre estaba enfermo, no me acuerdo muy bien de cómo me convenció, pero
recuerdo el patetismo. En definitiva, conseguí la posibilidad de que nos
llevara un amigo gratis, armé la valija, pedí días en el trabajo, pero en el
último momento le dio la corazonada de que ir sería funesto, le dio dolor de
estómago, le dio la urticaria, le dio gastritis, y me tuve que ir de vacaciones
a un lugar olvidado de dios, sola, a conocer a un poeta del que no tenía
noticias. Esas aventuras de otros que son una imposición por la poca voluntad o
el exceso de empatía. Lo pasé bien al final, pero buena rabieta me llevé.
Yo en estos días tenía que ir a una ciudad cercana a San Sebastián,
así que le dije al Coiro que le llevaría la vaca a Rosario. No lo puedo
explicar, pero siempre me arrepiento después, ya tarde.
Cuando llegué a la estación de San Sebastián, una vaca estaba atada
a una tranquera. No había nadie. Cosas del Coiro, los planes son confusos y más
bien espiralados. Horror a las líneas rectas. La cosa es que mi amigo el
camionero que me había llevado la otra vez a lo del poeta me dijo que pasaba
por la zona, y que si yo quería en vez de esperar el tren podía cargar el
animal y llevarnos hasta Plomer.
Yo acepté nada más que por no tener que lidiar con el bicho. No
entiendo nada de vacas, y por más pacíficas que se vean me inspiran el temor de
lo voluminoso. Son en general bien intencionadas, pero pueden tener ideas
propias difíciles de prever detrás de esa mirada bovina inescrutable.
Subimos la vaca al camión. El camino fue agradable, con mate y
bizcochitos de grasa.
El estado de abandono de la estación San Sebastián no me hizo
sospechar, el estado de abandono de Plomer tampoco me dio indicio suficiente como
para no descargar la vaca que se entregó, como yo, a un destino desconcertante.
Hace varias horas que se fue el camionero. Noté que la estación
carece de personal, que los yuyos la sofocan, que no hay pasajeros ni horarios.
Según el Coiro debería subir al tren de trocha angosta a Rosario,
pero aquí estamos la vaca y yo, ella comiendo pastito, yo llamando al Coiro que
después de una hora me atiende, me dice que estaba en el super chino y me
cuenta la lista de compra entre lo que figura una pomada para los dolores
reumáticos, milanesas de pollo, lavandina.
Consigo atraer su atención hacia mi situación que se va haciendo
cada vez más preocupante dado que atardece. Me pide que le cuente el estado del
cielo, la forma de las nubes, si la trocha angosta es efectivamente angosta. Su
voz es soñadora y se siente su satisfacción cuando describo el edificio, los
rieles, las señales oxidadas.
El tren no funciona más hace años, me dice. Pero claro, quién puede
no saber que ya no hay tren de trocha angosta a Rosario. Y me lo dice como si
tal cosa, yo situada en territorio, metida de veras en el ensueño del Coiro, yo
de veras con el olor a campo y con la vaca que acaba de restregar la cabezota
contra un poste.
Qué ilusión me dice. Me dice que se vive de ilusiones y no se qué
del limbo y del tío y otras cosas que no escucho porque entonces de dónde salió
la vaca, y qué hago ahora acá en el campo en una estación abandonada con los
chillidos de los pájaros que se van a dormir.
Qué ilusión, llevar una vaca, el tren, los alambrados, el pasado
ferroviario. El limbo, el tío, el infierno, un revoltijo inconexo. Y yo acá que
me robé una vaca sin saberlo, esperando el tren que no va a llegar nunca más.
La brisa suave de la tarde, los pastos que cabecean y hacen olas tiernas, un rosado
que gana los bordes de nubes barrocas.
Me animo a acariciar levemente la cabeza de la vaca. Me hociquea
humedeciéndome la mano. Supongo que es una despedida, espero que el destino que
le proporciono no sea peor que el que torcí con su rapto involuntario. La
suelto en el campo sin poder sustraerme a hablarle como a un ser humano al que
ya le profeso afecto. Me voy.
Cuando estoy haciendo dedo en la ruta, pienso que el Coiro ya debe
de estar dormido en su cama, y estará soñando con historias sin principio ni
final, sin sustancia, con la falta de lógica que las torne más ligeras, más
tenues, menos cargadas de aristas filosas.
*
Será
que son muy pocos
los caminos que llevan a algún lugar
y son tantos
los que se extienden,
sin destino,
dibujados en la tierra
como mapas para nadie,
que prefiero
caminar
persiguiendo las estrellas.
La vaca y el tío*
Eran los años 40. La fecha justa es imposible de reconstruir.
El tío abuelo Juan trabajaba
en La Vascongada visitando tambos por la zona de los partidos de Chivilcoy y
Suipacha que enviaban leche para la usina láctea. No era vasco sino italiano,
pero usó boina vasca en la inmensa pequeñez de cada recuerdo.
El tío abuelo al que su mujer llamaba "Joani" con una
dulzura inigualable en su voz era un hombre de más de 30 años. Un tipo honesto
para el cual la palabra valía más que cualquier papel firmado.
Entre sus tamberos amigos estaba Aitor.
El vasco Aitor quería que el tío dejara de ser un empleado o que
además fuese tambero. En una de esas visitas donde el tío abuelo verificaba condiciones
observables del tambo. Aitor que ya era un amigo entrañable consiguió que Juan
aceptara un regalo al que le presento de un modo inolvidable:
-Se llama Aurora. Es una maravilla que puede darte mucha felicidad.
La vaca era una de las mejores que tenía en su plantel.
Entre ellos sabían que el tío Juan no cambiaría su firmeza de
inspector de tambos ni dejarían de ser amigos que dejaron sus pueblos para
vivir en la tierra de promesas que era la Argentina entonces.
El tío Juan había comprado o arrendado un campo en las cercanías de
Rosario.
Aitor lo quería convencer que pusiera un tambo. Él lo podría ayudar
con su experiencia. El primer gesto fue regalarle a "Aurora".
En aquella época los trenes llevaban granos, animales, encomiendas,
también pasajeros con sus equipajes pues eran trenes mixtos.
El tambo de Aitor quedaba entre San Sebastian y Almeyra, pero San
Sebastian era una estación importante de la cual salían como cabecera trenes
directos para Puente Alsina.
El primer tramo del viaje era breve. En poco más de dos horas la vaca estaría en la estación Plomer. La vaca
no podía viajar sola, alguien debía bajarla en Plomer y ahí esperar horas hasta
que llegue el tren de la Compañía General Buenos
Aires hacia Rosario.
Allí fue cuando Joani le encargo la tarea a su sobrino Nicolás que a
los 16 años ya trabajaba en lo que podía.
Era un trabajo sencillo pero tenía una carga de responsabilidad.
Debía partir de Puente Alsina, viajar hasta San Sebastian, Encontrarse con
Aitor que le daría de almorzar y lo haría recorrer el tambo para hacer tiempo a
la llegada del tren mixto horas más tarde. Subir a Aurora en el vagón de
hacienda. Bajarla en Plomer. Volver a subirla en un tren del Compañía General.
Cuidar que la vaca llegue bien a la terminal donde la esperaría un tal Rosendo
Núñez con un peón para llevarla al
campito del tío Juan. Todo este paseo duraría tres días entre idas y
vuelta.
El tío Nicolás estaba maravillado por la idea, acepto sin preguntar
cuanto le pagarían además del pasaje y las comidas. Es posible que fuese su
primer viaje largo en tren. Todavía usaba habitualmente pantalones cortos así
que Dominga -su madre- tuvo que conseguirle unos que el abuelo no usaba más y
llevarlos a doña Julia una vecina pantalonera para que los ajustara a las
medidas de Nicolás.
Tenía un pasaje para viajar en vagones con asientos de madera con la
obligación de bajar en cada estación y fijarse como estaba Aurora en el vagón
del ganado.
El tío había empezado a conversar con una chica algunos años mayor
que él mientras esperaba en Plomer. Se llamaba Manuela. Se acerco como otras
personas ante la imagen pintoresca de un jovencito tan alto parado en el anden
llevando atada a una vaca. Una hermosa vaca lechera que llevaba colgada del
cuello su nombre "Aurora" en un cartel enorme.
Fueron muchas estaciones. El tío bajaba en cada una. Iba rápido a
ver como estaba Aurora, luego corría al silbato del guarda para subir y seguir
conversando con Manuela.
(….)
El tío Nicolás tenía 88 años
cuando relató hasta este punto todo esto.
Suspiró. Entró en una especie de limbo que duró largos minutos hasta
que volvió a hablar con un tono de repentina tristeza:
-Nunca más pude estar con una mujer tan hermosa.
Entonces fue cuando le pregunté:
-¿Cómo siguió la historia de la vaca?
-De eso ya no me acuerdo.
-Te llamé para que vengas urgente porque anoche
soñé con el tío Joani.
(El tío abuelo Juan era para todos una especie de santo en los
cielos de nuestra memoria.)
-Tengo miedo. Creo que cuando muera no voy a entrar
al cielo.
El tío Nicolás estaba pálido.
-Juan Me hablaba.
-¿que te decía?
-Querido Nicolás pronto nos veremos. ¿Donde esta la
vaca?
*De Eduardo Francisco Coiro.
Rieles*
En las postrimerías del día
es cuando crecen los rieles
hacia horizontes ciegos,
y el tren parte rasgando el aire.
Nunca se en que vagón viaja mi alma,
con la frente pegada a la ventanilla
observo
respiro
sueño.
Voy dejando atrás árboles
cielos alunados, y arlequines macabros.
A veces el paisaje se transforma
en trigales peinados por el viento
o en semillas recién brotadas
o en flores amatistas.
De vez en cuando los rieles
cruzan el corazón de la montaña
y sepulta lo sepultado bajo otras rocas desconocidas.
Sigo partiendo,
apurada recojo el último beso
el último apretón de manos
y los guardo en mi ilusorio bolsillo de recuerdos.
Juego
creo
sonrío
lloro.
Parto
siempre estoy partiendo
las estaciones asfixian
en las grandes conglomeraciones
de humos, de caos, de voceríos.
Tragedias,
puñales,
sangre
pieles zurcidas
relojes rotos
ojos vacíos.
Parto
nunca llego.
Estoy siempre de paso.
*De Patricia Dajruch
13-12-2014
Inventren
-Próximas estaciones de escritura:
JUAN ATUCHA.
–Por Ferrocarril Provincial-
Próximas estaciones
literarias en el Ferrocarril Provincial
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LOS EUCALIPTOS. FRANCISCO A.
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ESTACIÓN GOYENECHE. GOBERNADOR UDAONDO. LOMA VERDE.
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN. GOBERNADOR DE SAN JUAN
RUPERTO GODOY. GOBERNADOR OBLIGADO.
ESTACIÓN DOYHENARD. ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA. D. SÁEZ.
J. R. MORENO. EMPALME
ETCHEVERRY.
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY. LISANDRO OLMOS. INGENIERO VILLANUEVA. ARANA.
GOBERNADOR GARCIA.
LA PLATA.
***
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KM. 55.
ELÍAS ROMERO. KM. 38. MARINOS DEL CRUCERO GENERAL BELGRANO. LIBERTAD.
MERLO GÓMEZ.
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