*Foto de Karina
Giglio.
La soledad*
Con el tiempo,
es seguro,
vamos
acumulando soledades,
innumerables
porciones de memoria
y nos quedamos
con un cajón vacío.
La soledad de
los rincones.
La soledad de
los atardeceres.
La soledad de
los gestos en los rostros.
La soledad del
clavo del carpintero.
Con el tiempo,
mansamente,
huimos del
mejor recuerdo,
aprendemos de
los árboles quietos,
el lento
desmayo hacia la indiferencia.
La soledad de
una sola semilla.
La soledad del
ala de un pájaro.
La soledad que
aúlla en el desierto.
La soledad del
arquitecto de poemas.
Con el tiempo,
en la quietud,
cuando ya es
olvido vano la tarde,
nos sentimos en
presencia de uno solo
el que repasa
las hojas de este libro.
La soledad de
la cena del suicida.
La soledad del
túnel de la carcoma.
La soledad del
iceberg en la noche.
La soledad del
mundo ya agotado.
Con el tiempo,
es seguro,
vamos
acumulando soledades,
innumerables
porciones de memoria
y nos quedamos
con un cajón vacío.
*De © Jorge Lacuadra. jorgelacuadra@hotmail.com
DE LOS SUEÑOS FEBRILES E INCONCLUSOS…
Si algún día recobro la cordura*
Si algún día
recobro la cordura
viviré como
todos, reiré sin mesura,
quemaré con
esmero los poemas
que en
olvidadas tardes como ésta
compuse con la
fiebre del que explora
vírgenes
territorios inviolados.
Si algún día
recobro la cordura
sonreiré al
limpiar la sangre del cuchillo
con el que
degollé la fe de un inocente;
saludaré con
efusión a los sicarios
del señor de la
sombra, y a sus perros
ofreceré los
huesos de mis víctimas.
Si algún día
recobro la cordura
vestiré los
disfraces que las horas
fueron
almacenando en el armario
donde mora el
hedor de mis cadáveres,
donde la única
certeza es el olvido.
Intercambiaré
las máscaras de fiesta,
maquillaré las
cuencas de mis ojos,
revestiré mis
dedos con anillos
y en el podrido
espejo de mi rostro
pondré una flor
que disimule las ausencias.
Si algún día
recobro la cordura
me olvidaré de
ti, de aquellos meses
que alimentaron
mi esperanza, de aquel día
que me abracé a
tu cuerpo, de aquel otro
en que las
playas de Donosti nos miraron
pasear unidos
al amparo de la luna;
me olvidaré si
es que recobro la cordura
de las semanas
de felicidad y de la noche,
de la maldita
noche,
que una sola
palabra me abismó en las tinieblas.
*De Sergio Borao Llop. sbllop@gmail.com
-De Por si mañana no amanece
*
El intelecto no
me acompaña esta tarde
hay sensaciones
vagas, melancolía en las palabras
una hoja
arrastra a otra hoja
y todas juntas
ruedan sobre un colchón de agua
deshaciendo
toda posibilidad de nervadura.
Dejemos de lado
lo que no tiene solución:
la necesidad de
predicciones:
¿me levantaré
para trabajar mañana?
¿vivirá mi
padre hasta los ochenta años?
Y la necesidad
de certezas:
(¿me querés?)
(¿nos
encontraremos hoy?)
Porque ayer
soñé que paseaba por un bosque sola
lilas salvajes
irrumpían en olores nuevos
las grietas de
los árboles acumulaban resina
yo era esto y
lo otro y lo de más allá
ninguna
certeza, ninguna predicción
excepto
levantarme
de golpe
como un
resorte.
Tengo sueños
tan tiernos y
tan trágicos
metidos dentro
de ciertos modos de ejercitar
de una cierta
retórica, podría decirse.
*De Mercedes
Álvarez. alvamercedes@gmail.com
-Mercedes
Álvarez nació en Tandil, provincia de Buenos Aires, en 1979. Vivió en Mar
del Plata hasta los diecinueve años. Entre 1998 y 2006 residió en España, donde
se licenció en Sociología por la Universidad Pública de Navarra. Realizó un
máster en Gestión Cultural. Publicó los libros Vecinos (Baile del Sol,
España, 2010), Historia de un ladrón (Caballo de Troya, España, 2010), Imitación
de los pájaros (Zindo & Gafuri, Buenos Aires, 2013), Ficciones
súbitas (comp., Eds De aquí a la vuelta, Buenos Aires, 2013) y Saigón
(Zindo & Gafuri, Buenos Aires, 2015). En 2013 ganó el premio Edmundo
Valadés de cuento latinoamericano con el relato Grow a lover.
El último día de septiembre*
*Novela de Alejandro Badillo. badillo.alejandro@gmail.com
(Parte 1 de 10)
“La decisión
final y la historia de las migajas sobre la mesa. Hay palabras adecuadas como
bermellón o sincronía. Los lentos pasos de un gato y la luz que forma caras en
el piso. Había soñado con la selva brasileña y al mirarse las manos descubrió
fragmentos de lluvia y de animales. El olor de las gardenias llegó hasta las
nubes. Libros circulares, preguntas impregnadas de anís, escondidas en los
armarios, esperando fermentar en largas espirales de absenta. Alguna vez
intentaste hablar con una roca, le contaste de los sábados, de aquel maniquí
que te miraba todas las noches. Por un momento te sentiste cazador de focas y
el frío llegó a los dedos y provocó efectos tumescentes. Un hielo. Pájaros
grises y verdes. Sientes aleteos en la garganta. El silencio es un animal
manchado de humedad y la tristeza es el frágil esqueleto de un paraguas. Apagas
la llama de la candela. Dibujas un hoyo negro con los dedos. Es tan fácil
cambiar el nombre de las calles. En el desconcierto se perfila una. Cierras los
ojos y comienza el regreso”. Dejó la pluma en el escritorio. Se acercó a la ventana.
Miró el papel en el que acababa de escribir como un objeto extraño, una huella
que se diluía por la acción del tiempo. En el cielo, una nube. Parecía
desvalida, una anomalía. Las letras latían en su mente. Le gustaba escribir
aunque a veces se sentía demasiado infantil, un poco ridículo. Solía pensar en
lo que dirían sus compañeros de trabajo si se enteraran de su afición secreta.
Era septiembre y, después de varias semanas de lluvias constantes, el cielo se
mantenía limpio, con breves nubes que ofrecían al espectador una vaga noción de
equilibrio. Las calles estaban en silencio. R se alejó de la ventana y se movió
por la habitación. Se acostó en la cama y miró el techo. Estuvo así, casi
inmóvil, aletargado.
Después de un
rato se levantó de la cama, fue a la cocina, destapó una cerveza, prendió la
computadora y se puso a trabajar. Su rostro se iluminó por el resplandor de la
pantalla. Transcurrieron un par de horas. Anocheció. Las luces de las lámparas
en las calles avivaban insectos. Recordó la nube que había visto y supo,
mientras mandaba un último correo, que esa formación en el cielo representaba,
de alguna forma, la serie de actos repetitivos que colmaban sus días.
Despertarse, afeitarse, subir al auto, ir al trabajo, regresar. Pensó en nubes solitarias,
a la deriva, como islas sin ningún asidero. Volvió a la cama y alargó la mano
al interruptor de la lámpara que estaba en el buró. El foco se iluminó. La luz
no era plena y mantenía algunos rincones en la penumbra. Unas violetas
proyectaban una sombra alargada. La sombra, con un poco de imaginación,
recordaba la silueta de una mujer. Apagó la luz y volvió a prenderla con la
esperanza de más detalles, quizás el vago perfil de los hombros, del rostro o
de la cabeza. Pero la sombra seguía en la misma posición, indecisa junto a una
pila de libros, renuente a mostrar más señales. Derrotado, apagó la luz. Se
sintió como un animal salvaje, al acecho de algo que nunca llegaría. Tendría
que levantarse temprano para arreglar pendientes en la oficina. La noche era
una recapitulación, una tregua con los hechos ocurridos desde la mañana hasta
el crepúsculo de la tarde. Pero era, así lo creía, una paz falsa, porque cuando
comenzaba a quedarse dormido se sentía acosado por una enfermedad invisible y
silenciosa. Por eso, cuando despertaba por la alarma del despertador, a las
siete o siete y media de la mañana, creía que su cuerpo estaba más cerca de una
derrota probable. A veces tenía insomnio y bebía cerveza hasta que dejaba de
pensar en el día siguiente y su atención se concentraba en el reposo del
líquido en el vaso, en las diminutas burbujas que ascendían a la superficie y
formaban una capa escueta y blanca. Ahí naufragaba cualquier pensamiento
íntimo, cualquier intención de sondear la memoria para recuperar un saludo, una
decisión tomada muchos años antes. Era un tiempo presente en la habitación, un
páramo yermo que empezaba a erosionarse cuando cerraba los ojos. A veces la
lámpara permanecía encendida y las sombras en la habitación, quizás impulsadas
por las ramas de los árboles del exterior, agitadas por el viento de la
madrugada, semejaban cuerpos femeninos, miembros turgentes que se entrelazaban
sobre la alfombra, en un éxtasis que se extendía hasta alcanzar la parte baja
de la cama y que moría con los primeros resplandores del día.
***
“El cuerpo es
un espacio vacío que entra en acción con el pensamiento. La proximidad de la
mujer amada forma caudales de sangre y reactiva órganos que permanecían
displicentes, como animales adormecidos. El deseo, entonces, pasa del plano
imaginativo al físico. La vulva se humedece como si añorara una antigua lluvia.
El miembro del hombre rememora la memoria de una piedra. El encuentro sexual es
el de dos viajeros en un bosque profundo. El sudor es una savia que transforma.
El grito es un filo brillante que se abre paso en la garganta”. R dejó el libro
en el buró y se quitó los lentes. Hacía un poco de frío. Un leve viento agitaba
las ramas de los árboles. Escuchó pasos en las escaleras del edificio. Se asomó
por la mirilla. Ese verano una joven se había mudado al departamento de
enfrente. La miró en el pasillo, vestida con unos pantalones de mezclilla y una
playera blanca. Desde el primer día R trató de seguir todos sus movimientos.
Sabía que ella, en las mañanas, antes de salir, prendía el radio y escuchaba
las noticias. Por las cortinas entreabiertas de su ventana podía ver que ella
abría el refrigerador en busca, quizás, de un envase con leche. Después de unos
minutos adivinaba el momento en que su mano iba al botón para apagar el radio.
Creía percibir unos pies dirigiéndose al baño. Entraba el calentador de paso
con su fuego en ascenso. El agua caía en la ducha. La imaginaba desnuda, bañada
por la luz del sol que volvía más tangibles sus pechos, el hueco del ombligo,
la parte superior de los muslos. En una ocasión R se mantuvo expectante en la
mirilla. Ella se detuvo frente a la puerta de su departamento, dejó en el piso
una bolsa del supermercado y sacó un llavero plateado. Antes de abrir la
puerta, miró alrededor. Fue un vistazo fugaz, alimentado por la sospecha de
tener una presencia cerca. Una sonrisa apareció en su rostro. Era una sonrisa
discreta motivada por un recuerdo, una escena de su vida en la que también se
había sentido observada. Percibió un acoso tranquilo, elaborado a fuego lento,
una mirada que sólo atestiguaba. Por esa razón la sonrisa apareció sólo como un
destello, como el reflejo de una ventana en la ciudad, el perfil de unos labios
en un vaso de cristal o el vapor de una taza de un café ascendiendo y perdiéndose
entre las voces de un restaurante. La muchacha cerró la puerta. R se quedó en
la misma posición, apenas respirando, como un vigía de piedra, sumergido en la
noche, esperando las primeras luces de la mañana. En esas tardes de otoño el
edificio parecía estar en los límites de una playa abandonada, llena de rocas y
despojos marinos. R se alejó unos pasos y puso la mirada en su mesa atestada
con papeles del trabajo. Se preguntó qué haría el resto del domingo, el último
de septiembre. Quizás regresar a las páginas del libro o prender el televisor
para mirar una vieja película. A lo lejos distinguió el ruido de un auto.
Muchas tiendas estaban cerradas. Algunas voces destacaban en la calle. Se
prometió seguirla la mañana siguiente, después de que ella saliera de su
departamento y echara llave a su puerta con ese movimiento de manos que tenía
mucho de ritual y de oficio lentamente calculado. Esperaría unos segundos y
bajaría por la escalera cuidando no hacer ruido. ¿Cuántos metros serían los
adecuados para conservar el anonimato, para no delatarse? Su silueta podría
confundirse con otros peatones. Tal vez ella le haría la parada a un autobús
con dirección a la universidad o a algún edificio de oficinas. Él iría tras
ella, en una caza fervorosa pero destinada a la derrota. Tras sus pasos
hilvanaría una oración, un monólogo un poco desquiciado, algo como un “te sigo,
miro tu cabello, el movimiento de tus brazos y espero con otras personas la
señal del semáforo para cruzar la avenida. Hace frío en la ciudad, las banquetas
están mojadas por la lluvia de la madrugada. Las tiendas abren sus cortinas,
algunos repartidores pedalean en sus bicicletas. Un niño descalzo te pide una
moneda y buscas en tu bolsa mientras el viento agita la banderola de un hotel y
pone a bailar la página desprendida de una revista de modas. Mis zapatos pasan
a unos centímetros de la página, quiebran ramas secas, patean el cadáver de una
lata. La avenida se puebla, alimenta minuciosa sus ruidos. Sé que estoy lejos
del edificio y me empiezo a inventar excusas para dejarte de seguir, para
abandonar tu rastro e ir a un café a desayunar, intercambiar un par de palabras
con el mesero y disimular con unos huevos revueltos mi fracaso. Quizás te siga
todos los días hasta que te mudes de ciudad o de domicilio. Pasarán los años y
me haré viejo en este edificio, único sobreviviente de mis papeles y de
películas viejas que veré hasta el hartazgo. Entonces, buscaré a otros viejos
como yo, habitantes de otros edificios, que también contarán historias de
mujeres como tú, apariciones en sus vidas, fantasmas a los que apenas hablaron
y que sólo apresaron en el terreno de las probabilidades, de los sueños
febriles e inconclusos”.
***
“Los cuerpos
estaban desperdigados por campos, calles y en los techos de algunas casas. El
avión tuvo una falla en el motor principal y se desplomó desde 10 668 metros de
altura. Quizás algunos pasajeros murieron de forma instantánea. Varios fueron
encontrados en sus asientos. El evento ocurrió en instantes. Muchos cadáveres
están fragmentados. Entre las plantas quedan algunos recuerdos: muñecos de
peluche, agendas, pasaportes, zapatos”. R apagó el televisor. Era casi
medianoche. Cerró los ojos. El ruido del reloj parecía un latido que se perdía
en la habitación. Se internó en el sueño y pronto llegó a un campo de
girasoles. A la distancia se podía ver una columna de humo negro. Olía a
quemado, a gasolina. Caminó con dificultad entre las plantas. Sentía las
piernas pesadas. Tenía la mente vacía. Avanzaba con una secreta convicción,
como si el humo fuera algún tipo de respuesta, un elemento que completaba una
lógica desconocida. Después de varios pasos tropezó con algo oculto entre la
hierba. Bajó la mirada y encontró el cuerpo de una mujer rubia. Estaba desnuda
y con los ojos cerrados. Miró sus piernas juntas, los pies llenos de tierra
húmeda. No percibió ninguna herida. Parecía haber nacido de la tierra que
oscurecía algunas partes de su cuerpo. La mujer abrió los ojos y sondeó el
cielo que era recorrido por una nube solitaria. El movimiento, leve, hizo que
sus piernas se separaran. El oscuro vello del pubis hacía contraste con la piel
muy blanca. Pudo ver diminutas venas constelando sus senos. Tenía pecas
alrededor de la nariz. Pensó en cada marca de su cuerpo como parte de la
cartografía secreta de todas las mujeres. La mujer se levantó lentamente. Su
cabeza ascendió entre los girasoles, como si fuera uno más de ellos, alimentada
por el sol que caía a plenitud. Después se acercó a él y le bajó el cierre del
pantalón. Ella se inclinó, sacó su miembro y comenzó a masturbarlo con la mano.
Luego usó su boca para alimentar la erección. Él sintió un hueco que se abría
paso desde las entrañas. Podía identificarlo en su estómago, en las costillas,
en todo el pecho. Las manos de ella estaban frías, pero la sensación de su
tacto no era incómoda. El placer lo inmovilizó, sus piernas estaban rígidas y
sus labios secos. Sin embargo, a pesar de la satisfacción corporal, se sentía
frágil. Pensó que al eyacular tendría la certeza de que él era uno de los pasajeros
del avión. Quizás estaba perdido entre otros altos girasoles o abandonado en un
campo desierto, con el rostro mirando la tierra, asediado por las moscas,
esperando un imprevisible rescate, un milagro. Trató de mirar más allá, hasta
donde se adivinaba el perfil de una colina, y se preguntó por la soledad de un
cuerpo muerto. La mujer ahora le lamía el vientre. “¿Qué dicen las cosas que
rodean a un muerto?”, pensó él. “¿Cómo pueden permanecer impasibles, sin
cambios, ajenas a todo?”. R llevó la mano a los cabellos rubios de la mujer y
sintió su textura. Miró las clavículas afiladas, la línea de la espalda que
terminaba en la curva de las nalgas. El placer aumentó y los pensamientos
fueron a objetos inmediatos, desperdigados en su entorno: turbinas humeando,
restos de plástico fundidos por el fuego, pedazos amorfos de metal. También
había hierba quemada, huellas oscuras que podrían permanecer vivas por semanas,
meses. La mujer había regresado a su miembro dispuesta a llegar hasta el final.
R, en medio del sueño, quiso resistir, no descubrir si estaba entre los restos
del avión, con los ojos abiertos, parpadeando lentamente, esperando un último
latido. Quizás su realidad, disfrazada por el placer, estaba en su habitación.
Tuvo miedo de su cuerpo abandonado en la cama, bocarriba, con los brazos
extendidos, ocupando casi todo el colchón, como si estuviera aburrido y la
única razón para respirar fueran las figuras imaginarias en el techo: nubes,
formas femeninas, rostros afilados, edificios demasiado altos y deformes. La
erección en la boca de la mujer era más grande y el flujo de su semen era el
del tiempo, el de los segundos indistintos e irrevocables. Alguna vez leyó que
en la habitación de un muerto los objetos son más grandes, un espejo es una
superficie amenazante, un armario es un vigía lúgubre y solemne. Nadie quiere
abrir la puerta de la habitación. Nadie quiere ser el primero en descubrir el
cadáver, cerrar sus ojos, acomodar sus manos en el pecho. El líquido seminal
comenzó a moverse. El límite del mundo comenzó a desvanecerse. A poca distancia
se podían percibir las fisuras entre la vigilia y el sueño. Los girasoles se
volatilizaban. A lo lejos seguía la densa columna de humo. Se mantenía casi
vertical, compacta, como si formara parte de una fotografía que se resistía a
desaparecer. La mujer retiró la boca de su miembro y la eyaculación surgió
restaurando la conexión con la vida. R tuvo una última visión mientras se
vaciaba, la de su cuerpo a pocos metros del avión, con las manos abiertas,
llenas de tierra. Sus manos convertidas en raíces oscuras, en flujos de agua
absorbidos por la hierba. La mujer rubia alcanzó a sonreír.
Despertó.
***
Una revista de
modas está abandonada en la banca de un parque. Está abierta por la mitad.
Algunas páginas están arrugadas, quizás por la acción del sol o por el recuerdo
de una lluvia reciente. Una página medio rota ondea como una bandera y, después
de unos momentos, se desprende para sobrevolar un arbusto y posarse, como un
curioso insecto, en el piso adoquinado. R camina por el parque. Parece que va a
llover de nuevo. En el noticiario de la mañana dijeron que septiembre será un
mes lluvioso. R se sienta en la banca. Apenas se fija en la revista que parece
envejecer rápidamente, desintegrarse en cualquier momento. Mira a unos niños
mojándose en una fuente. Es el primer lunes del mes y la siguió, como casi
todos los días, por las calles hasta la parada del autobús. No sabe si va a la
universidad o si se dirige a un complejo de oficinas. Quizás trabaja en un
despacho jurídico, lleva las cuentas de varios negocios o atiende un escritorio
en una oficina de gobierno. No se atreve a subir al mismo autobús. Sólo puede
imaginar la ruta y a ella en uno de los asientos de adelante. Las voces de los
pasajeros en medio del rechinido de los frenos. Un tope, después una vuelta y
la espera en un crucero transitado. Quiere pensar que ella encuentra algo
distinto, irrepetible, en cada uno de sus viajes. R camina de regreso al
edificio. Tiene trabajo pendiente, papeles que revisar, correos estancados en
la computadora. Piensa en el mapa de sus recorridos, rutas que no se alejan
mucho de los vagabundeos de su adolescencia. Piensa en los lugares visitados en
su niñez, cuando vivía en la ciudad de México, parques que se fueron llenando
de basura, bancas que se fueron desmoronando embestidas por una marea
invisible, nutrida de contaminación y lluvia tóxica. Esta ciudad de provincia,
a la que llegó después del terremoto de 1985, ha crecido y sus engranajes giran
a una velocidad más rápida. Los nombres de las tiendas son fugaces. De un día
para otro aparecen nuevas avenidas. Se asfaltan calles, se construyen puentes y
las personas en los autos parecen más aturdidas, atrapadas en una peregrinación
inacabable que se interrumpe en los cruceros. Ahora las tapas de las
alcantarillas son robadas para vender el acero. Ahora los callejones son más
oscuros. Ahora las malas palabras generan balazos y los balazos cumplen
puntuales con su cuota de cadáveres tiesos, cubiertos por mantas, escoltados
por un par de blancas y temblorosas velas. Por eso no le gusta salir de noche.
Sueña con un autoexilio, con ser prisionero por su propia voluntad y quedarse
en el departamento todo el día, pidiendo comida por teléfono, escribiendo y
leyendo libros. A veces sube al último piso. Ahí uno de los dos departamentos
abandonados no tiene puerta y adentro se acumula el polvo, la suciedad y restos
de lluvia que parecen fermentar larvas de insectos que, una vez adultos,
revolotean su efímera existencia en los pasillos. En ese lugar, luchando por
contener el vértigo, mira el horizonte de la ciudad, los anuncios
espectaculares que en la noche cobran vida y ocultan lo que ocurre abajo. R
llega a la entrada del edificio. Sube las escaleras. En un departamento se
acumulan los recibos de la compañía de luz y una telaraña en una maceta
atestigua los meses de soledad, la dificultad para rentar o vender ese espacio.
Muchos interesados piden informes y fruncen la nariz cuando se enteran de los
precios. La escalera es recorrida por el silencio y por un leve bochorno que
entume la frente y los párpados. R llega a su piso y da un respingo cuando la
encuentra en la entrada de su departamento, con un sobre amarillo en las manos.
En el breve lapso de tiempo antes de saludarla se siente víctima de un engaño.
Trata de calcular los minutos que transcurrieron desde que salió tras ella y
llega a la conclusión provisional de que se bajó del camión pocas cuadras
después y regresó a paso rápido para llegar antes que él. Quizás recogió el
sobre en el buzón que está en la planta baja o lo compró en una papelería
cercana. R sonríe y le tiende la mano: “Hola”.
(Continuará)
*Alejandro Badillo. (Ciudad de México,
1977) Es autor de los libros de cuento Ella
sigue dormida (Tierra Adentro), La
herrumbre y las huellas (Eeyc), Vidas
volátiles (BUAP), Tolvaneras (SC
Puebla), El clan de los estetas
(Universidad Veracruzana. Premio Nacional de Narrativa Mariano Azuela) y las
novelas La mujer de los macacos
(Libros Magenta) y Por una cabeza
(Premio Nacional de Novela Breve Amado Nervo). Ha participado en publicaciones
como Luvina, GQ, Letras Libres y el suplemento “Confabulario” de El Universal.
Colaborador de la revista Crítica y exbecario del Fonca. Ha sido antologado en
diversas compilaciones de minificción.
EL VERANO AMARILLO*
Guillermo Colussi i.m.
Es probable que
haya sido en la densidad amarilla y adocenada del verano con su resabio de
trigo. Es decir, el verano de aquel tiempo era una explosión de trigales y el
rojo en invasión de la chorreante y pulposa sandía. El verano era ese espacio
–para nosotros– vacío, un rompecabezas que podríamos armar con ingenio, una
rayuela posible, una capacidad móvil que dependía de nuestra deliberada
creatividad, cuando ya las órdenes eran un lazo que se aflojaba en su tensión
hasta su ardorosa explosión que daba abasto a lo ardido, a lo más enjundioso
que no cubría silencios ni astillas emergiendo del fondo del tiempo.
Con lluvia
abundante, era todo verdor el ofertorio mayor de los choclos, con el inequívoco
esplendor de sus dientes. El verde alfalfar solo una bandera muy verde,
acostado con sus pezones de florcitas muy blancas.
¿Era real ese
paisaje bucólico, dijera Guillermo, el amigo en viaje? Siempre presente en la
conversación, en los sueños, en la falta sin fondo que nos hace, por decirlo
vallejianamente. Lo recuerdo pensativo, sentado muy serio en ese banquito del
patio, me dice Silvana, su esposa. Y nos quedamos en silencio. Sin atrevernos a
colegir qué pensaría con la mirada colgada en el claror de la tarde, con el
libro sostenido en su mano derecha, como haciendo un alto en su lectura que
estallaría después en un haz de asociaciones en su agudeza sin fin.
El verano
siempre era un hiato esperado de aquella infancia lejana, y tal vez deberíamos
usar una pasión más superlativa, que diluyera la luz de la media mañana en el
frescor de la parra, que era el primor que encendía el corazón de la abuela, ahora
que sabe ya que nunca regresará a su tierra porque ella dice que su tierra es
esta, donde está enterrado su marido, donde viven sus hijos y sus nietos, donde
puede cultivar sus azaleas tan rojas en esas macetas que orondamente adornan la
terraza donde cada vez sube con mayor dificultad, esa terraza donde duermen los
gatos, esa terraza que le recuerda a su aldea que ya no recuerda, que solo
aparece en sueños, en esos sueños que recurren a ella cuando olvida el color de
las avellanas y las nueces, cuando todos esperaban a sus 20 años que ella
cosechara para las fiestas y que eran con seguridad las más ricas del pueblo de
Orsogna y sus alrededores, cuando había terminado la guerra y no esperaba ver
aparecer a mi abuelo, que estuvo cinco años prisionero de los austríacos. Fue
el día más feliz de mi vida, repetía.
Cuando ese
hombre a quien no reconoció en principio entraba en el vano de ese gran patio
de tierra, cuando la felicidad era posible, y los hijos no estaban para oír sus
historias de prisionero de guerra.
*De Jorge Isaías. jisaias46@yahoo.com.ar
PUÑADITOS DE HASTÍO.*
Cuando veo en
tus ojos
esos perfiles
agrios de tormenta
encrespando
arsenales de pétalos airados,
esos ciegos
latidos sin memoria,
esa dureza de
guijarro y trueno
excavando
matrices amarillas
con óxido de
ríos subterráneos
quisiera
atrincherarme en mi agonía,
desenfundar las
lágrimas
y acribillar
tus sienes
con secos
proyectiles de geranios.
Pero,
ya soy este
silencio herido,
soy la sombra
cautiva de tu sombra,
una tiniebla
apenas esbozada
que se adhiere,
centímetro a
centímetro,
a talladas
ausencias o rincones,
a indiferencias
largas,
a espinosos
eclipses cotidianos.
Soy la desnuda
piedra erosionada
bajo tu furia
loca,
un crujido de
greda a la deriva,
la ternura
saqueada,
puñaditos de
hastío
sobreviviendo
adentro de las pieles
como huesos
exhaustos.
Es todo lo que
queda de los sueños:
la sangre
hostil,
la soledad
tajante,
las máscaras
pariendo cicatrices
y esta luna
implacable
estableciendo
un reino de jirones
sobre escombros
de cielo amordazado.
*De Norma Segades Manias. directoragaceta@gmail.com
*
Era el amor un
campo siempre verde,
áspero
como un trigal
y corríamos los
dos y no importaba
la herida roja
abierta
para siempre.
Éramos
fuimos tan
felices
cuando
ancho
se abría el
mundo.
Y nos dijimos
una vez,
y otra vez,
y tantas otras
las palabras
más duras,
las que nunca
podrá llevarse
el viento.
*De Mariana Finochietto. mares.finochietto@gmail.com
*
Todo es casi
nada y tal vez eso sea, precisamente, una forma de la maravilla.
*De Liliana
Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com
Inventren
-Próximas
estaciones de escritura:
JUAN ATUCHA.
–Por Ferrocarril Provincial-
Próximas estaciones en el Ferrocarril
Provincial
JUAN TRONCONI.
CARLOS BEGUERIE. FUNKE. LOS EUCALIPTOS. FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN GOYENECHE. GOBERNADOR UDAONDO. LOMA VERDE.
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN. GOBERNADOR DE SAN JUAN
RUPERTO GODOY. GOBERNADOR OBLIGADO.
ESTACIÓN DOYHENARD. ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA. D. SÁEZ.
J. R. MORENO. EMPALME
ETCHEVERRY.
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY. LISANDRO OLMOS. INGENIERO VILLANUEVA. ARANA.
GOBERNADOR GARCIA.
LA PLATA.
***
Km 55
-Por Ferrocarril Midland
Próximas
estaciones en el Ferrocarril Midland:
KM. 55.
ELÍAS ROMERO. KM. 38. MARINOS DEL CRUCERO GENERAL BELGRANO. LIBERTAD.
MERLO GÓMEZ.
RAFAEL CASTILLO. ISIDRO CASANOVA. JUSTO VILLEGAS.
JOSÉ INGENIEROS.
MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE. ALDO
BONZI. KM 12. LA SALADA.
INGENIERO BUDGE.
VILLA FIORITO. VILLA CARAZA. VILLA DIAMANTE.
PUENTE ALSINA.
INTERCAMBIO MIDLAND.
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-Para compartir
escritos escribir a: inventivasocial@yahoo.com.ar
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responsable: Lic. Eduardo Francisco
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