*Foto de Karina Macció.
La nube*
*Por Tomás Downey.
Al principio no era más que una madeja deshilachada, blanca y
traslúcida, colgando inmóvil del cielo como un dibujo. El año recién empezaba y
todos estábamos entusiasmados. Martín arrancaba primer grado y Clarita cuarto. Pía
había superado la peor etapa y hacía meses que no le agarraban los ataques de
inquietud. Éramos felices.
Con los días, la nube fue espesándose y tomando un tinte grisáceo.
Pasada la primer semana ocupaba el cielo de punta a punta, se cerraba sólida
sobre el horizonte.
En casa esperábamos la lluvia. Nos sentábamos bajo el toldo del
patio porque ya venía, estaba por caer, y mirábamos el pedazo de cielo negro
que se recortaba en la línea del edificio vecino. Martín y Clara jugaban con
los caracoles que salían de a docenas del cantero. Pía los miraba sonriendo y
yo pensaba que sí, que teníamos una linda familia.
El calor fue subiendo despacio, desapercibido. Se lo toleraba
porque bajaría en cualquier momento, cuando lloviese. Las ramas de los árboles
caían pesadas hacia abajo. El aire se estancaba, quieto y pegajoso. Las
habitaciones de la casa se impregnaron de un olor ácido, como a cartón mojado.
Las paredes y los pisos se cubrieron de gotitas, todo transpiraba. Los muebles
empezaron a hincharse y se llenaron de babosas que se alimentaban de la madera
húmeda.
Pía, al ritmo del calor, empezó a ponerse rara de nuevo. La energía
parecía sobrarle, la desbordaba. Se quedaba hablando hasta muy tarde de lo
linda que era la bruma, de lo misterioso que se había vuelto todo de repente.
La nube crecía hacia abajo, se volvía espumosa. Y desde el cemento
húmedo subía la niebla. Uno de esos días saltó el primer trozo de parquet. Se
elevó en el aire con un chasquido y cayó sobre la mesa mientras cenábamos. Pía
largó un grito que parecía venir desde muy adentro, imposible de atajar.
Después nos miró y estalló en una carcajada nerviosa. Mandé a Martín y a
Clarita a acostarse y me quedé calmándola.
La llevé a la cama y me acosté con ella. Las sábanas se me pegaban
a la espalda y no había forma de estar cómodo. La escuché hablar de fantasmas,
contaba historias de su niñez en el campo, de cómo los muertos salían al
amanecer mimetizados con la niebla. Hablaba como si los viera. O como si ellos
estuviesen ahí, mirándonos a nosotros. Cuando se quedó dormida me levanté,
estaba desvelado. Quise fumar un cigarrillo, pero ningún encendedor funcionaba
y los fósforos se descabezaban sin encenderse. Los faroles de calle, bajo los
halos de bruma, emitían una luz débil.
Los hongos lo cubrieron todo; una pelusa blanca omnipresente, sobre
los pisos, los techos, los muebles. Una mañana, Martín resbaló y se dislocó el
codo. El auto no arrancaba, el tambor se había oxidado y no podía hacer girar
la llave. Subimos a un taxi que casi choca dos veces. No se veía absolutamente
nada. Los autos aparecían de golpe, a centímetros. Yo llevaba a Martín a upa y
a Clara sentada al lado; más allá, junto a la otra ventana, Pía colapsaba con
la mirada perdida.
Dentro del hospital parecía de noche. Los médicos caminaban por los
pasillos oscuros arrastrando los pies, como sonámbulos en bata. La sala de
espera, enorme, parecía un baño de vapor. Se escuchaban murmullos apagados,
toses, llantos. Había sombras que pasaban y desaparecían al alejarse.
Tardaron una hora en atender a Martín. Le acomodaron el hueso y le
pusieron un cabestrillo. Pero la inflamación no bajaba y unos días después le
aumentaron los analgésicos. La dosis era muy fuerte, le arruinaba el estómago y
lo hacía dormir todo el día.
Pía no podía quedarse quieta. Iba por la casa tarareando melodías.
A veces se quedaba en silencio, escondida en la nube. Yo la buscaba sin poder
encontrarla, hasta que de repente aparecía, su cara saliendo de entre la
niebla, la garganta rugiendo. Después la risa, esa risa, que de nuevo se perdía
en algún rincón.
Instalé a Martín en nuestra cama. Nuestra habitación era la más
ventilada de la casa, el aire en el cuarto de los chicos era irrespirable.
Clarita empezó a ayudarme con los quehaceres. Un día me acompañó al
supermercado. Colas eternas, discusiones. Todos querían llevar más del cupo
permitido. Al pagar había que sacar los billetes con cuidado, uno a uno, e ir
depositándolos en la mano de la cajera para que no se deshicieran. Fueron dos
horas de caminata, entre la ida y la vuelta. Las calles parecían desiertas y el
cuerpo nos pesaba como madera húmeda. Conseguimos unas pocas latas de conserva
oxidadas.
Las babosas y los caracoles ya eran plaga, estaban por todos lados.
Caían del techo, nos subían por las piernas. Tratábamos de hacer barreras con
sal, pero la poca que teníamos era una pasta que se adhería a nuestras manos.
Clarita se ocupó de barrer los bichos hacia afuera hasta que empezó con los
ahogos. El aire estaba cargado de esporas que te cerraban la garganta. La instalé
en mi cama, con Martín. Por más que intentara acomodarlos quedaban en poses
inverosímiles, como muñecos rotos. Cada vez que inhalaban, les subía desde del
pecho un silbido sucio.
Pía perfeccionó sus escondites y ya no la encontré. Desde algún
rincón, tarareaba en voz baja de la mañana a la noche.
La primera llaga la encontré en mi dedo índice. La piel se abrió
dejando entrever unos hilos de carne rojizos. No sangraba, apenas supuraba un
líquido aguachento. Me desnudé. Tenía el cuerpo repleto de pequeñas aberturas.
Úlceras con labios tirantes, abiertos hacia afuera. No dolían, picaban. Revisé
a los chicos y estaban igual. Los cuerpos casi inmóviles, hinchados y cubiertos
de heridas.
Preparé una comida que no pudieron tragar. Tenían las mandíbulas
duras. Cuando les acercaba el tenedor a la boca emitían un estertor ahogado,
rechazándome.
Me moví por la casa. La voz de Pía parecía venir de todos lados,
como si se hubiera vuelto parte de la nube. Salí a la calle y traté de gritar,
pero no tenía aire. Y tampoco sabía qué decir, o a quién decírselo.
Volví como pude y me acosté con los chicos. Estaba demasiado
cansado, decidido a no levantarme más. No sé cuántas horas pasaron, si dos o
veinte. El día se diferenciaba de la noche por un brillo débil que apenas
llegaba hasta la ventana. Creí que me ahogaba y apreté las manos, cerré los
puños sobre las sábanas. Vi manchas de color que explotaban en la oscuridad y
sentí un murmullo en los oídos, como una interferencia.
Supuse que morir era eso: una confusión creciente, un ruido molesto
que alcanza un clímax y se apaga de golpe. Pero no. Estaba lloviendo.
*Tomás Downey. Nació en Buenos
Aires, Argentina, en 1984. Es guionista y escritor. En el 2013 obtuvo el Primer
Premio del Fondo Nacional de las Artes por su libro de cuentos, Acá el tiempo es otra cosa, que en el 2016 fue finalista del
Premio Hispanoamericano de Cuento Gabriel García Márquez. En el 2017 publicó su
segundo libro de cuentos, El lugar donde mueren los
pájaros.
-Cuento incluido en Acá el tiempo es otra cosa.
© Interzona, 2015.
Todos los derechos reservados.
DE UN ARCANO LABERINTO DE AGUA…
ARRIBO*
Venía con diez jazmines en la mano.
¿Adonde vas?
-Toda la sequía del mundo en mi mirada-
Al mar. Me espera el mar. El mar irremediable.
¿Cómo lo sabes?
-Páramo salobre en mis entrañas-
Una sombra ha cruzado los cardales.
Me espera una geometría de cosas y de nombres.
Vuelve en marejadas.
Patria misteriosa de los hondos secretos.
Una hembra latiendo en maduro fruto.
Un macho con corceles negros en los ojos.
Una alondra y un toro.
Gritos de cobre. De violeta. De clavel ausente.
Una pradera quieta y un halcón.
El niño duerme, envuelto en pañales de viento.
Laberintos. Estrellas. Delfines. Arrecifes.
Huésped de un arcano laberinto de agua.
Arribo.
Puerto de mar o páramo.
Puerto que florece en algas y cardales.
Puerto de un enero de amor.
Un hombre con los brazos extendidos.
Una mujer con diez jazmines en la mano.
EL DEBER HUMANO*
La lucha contra la adversidad era la clave. La lucha contra un
destino amenazador, el destino como la tormenta que se desatará, que romperá
las amarras y devastará la pobre humanidad o el pobre ser sacudido por los
inclementes vientos de los años, de la lejanía, de la tristeza. El destino que
se ensaña quitando la vista a Borges (eso será mucho después, pero qué es una
década o un siglo para la historia), el destino que se ensañó con Beethoven
desprendiendo de su ser esencialmente musical la valiosa y magnífica capacidad
de escuchar el goteo de la lluvia, una puerta que se queja, los acordes
monolíticos de una sinfonía.
Es el deber del ser humano la lucha contra la adversidad. Frase
remanida, que no es espectacular por la formulación ni por la novedad, pero que
con el contexto de haber sido expresada por Beethoven tiene una fuerza y un
impacto que estremece.
Y luchó Beethoven contra la adversidad, contra el destino que en la
quinta sinfonía se expresa para siempre en notas musicales, en una sola frase
que se repite y muta pero que se alza como un monumento de piedra en la llanura
destemplada. Lloraron los oyentes en su momento, nos emocionamos hoy cuando nos
golpea ese bloque de música que forma la orquesta a pleno, y esa queja de un
único instrumento solo que implora allá en las alturas, único como la plegaria
de un inocente.
Ese pa ra pa páaan reconocible y trágico, tres notas cortas y una
larga. La “V” en el código morse, la “V” de la victoria final aún cuando la
muerte cierre y clausure. La victoria de haber presentado batalla como sea y
contra poderosos ejércitos. Es la victoria de la lucha en sí, sin importar los
resultados. La victoria del hombre de pie aunque sea al fin la caída, que no
somos inmortales pero la victoria está en la resistencia.
Se había comprado o mandado hacer Beethoven todo lo que el ingenio
de la época permitía para amplificar esas ondas elusivas que ya no formaban
sonido en su cabeza. Trompetillas, cuernos, hasta una pesadilla de hierro que
parecía salida de los sueños enfermizos de los inquisidores; un collar con
largas varillas que se introducían en el piano. Vanos intentos. A los treinta
años el ejecutante estaba completamente, fatalmente sordo. Y fue después que
escribió cada una de sus sinfonías, sordo ya, trabajando con las coloraturas de
los instrumentos de memoria, armando acordes poderosos con matemáticas e
imaginación. Construyendo catedrales y recintos dibujados a contraluz y con
trazos vigorosos. Luchando contra la adversidad, porque lo dijo y lo hizo, era
su deber humano luchar contra la adversidad.
Y antes del pa ra pa páaan una aspiración, un silencio. Importante
silencio de hache muda delante de la palabra. Impulso que eleva la fuerza y
hace que la frase suba. Tomar aire antes del esfuerzo, echar hacia atrás el
brazo en tensión para que la flecha llegue hasta ese blanco lejano. Tanto
importa la hache, tanto hace un silencio, el vano con la misma contundencia
espacial que la pared contundente. La muerte dando sentido a la vida por simple
presencia invisible. Esas sutilezas que no se comprenden hasta que nos las
explican, pero que sin embargo se pueden presentir en la emoción.
Nos hablan siempre de un hombre colérico de cabello despeinado. Se
reducen finalmente los seres a una caricatura vacía. Debiésemos poner el relato
en cosas más importantes, como su pasión que como toda pasión es desmedida y
arrasa con árboles y edificaciones. Destruye y crea. Beethoven guiando a una
orquesta que no escuchaba, nueve horas guiando la orquesta y cantando y
gritando mientras los espectadores comían o charlaban, en esas maratones en las
que un compositor presentaba su obra y que se llamaban academias. Lo imagino
feliz, lo imagino por fin vivo y no como ese busto inmortal (esas
inmortalidades de museo, de cámara funeraria, de olvido), ese busto inmortal y
ajeno que no es Beethoven sino un pedazo de yeso o acaso mármol o bronce,
materia que jamás fue viviente de vida humana, sueño y carne y espíritu
desbordado.
Es deber humano luchar contra la adversidad, dijo Beethoven, vivo y
viviente y tenaz. Quizás la única forma de construir obras justificadas,
poderosas y bellas sea esa batalla desesperada contra la propia imposibilidad.
Desde aquí se ve el inmenso edificio, y no notamos, ya, la labor del artesano,
las huellas arduas de los cinceles sobre la piedra.
Será por eso que la quinta sinfonía fue la obra seleccionada para
representar el sonido de lo humano, cuando se envió un mensaje al espacio. Qué
temblor en la yema de los dedos, qué magnífico vacío en las entrañas pensar en
esa frase musical resonando allá en medio de la negrura y las infinitas
estrellas, viajando por el universo anónimo y llevando el mensaje de la humana
esperanza de poder dar lucha al firmamento inabarcable.
CÁPSULA*
Mañana podemos morir y dejar de ser lo que hacemos.
Dejar de hacer, dejar de sentir ¿te imaginas?
Dejar de tocar tus manos, de besarte, de lamerte, de morderte.
Dejar que, como si el tiempo nos hubiera calcinado, no estemos más
enlazados,
hambrientos, sedientos.
No quiero morir sin tu beso,
sin tu fiebre,
sin todo el calor que me das cuando te veo,
cuando te siento,
cuando, por un segundo, pienso en tu voz en mi cuello,
mutando en pequeños espasmos que se avecinan a mis manos,
que se aproximan a mi piel,
que se anudan, tal vez, en mis relieves.
No quiero morir sin desnudarte,
sin posar mi lengua por cada centímetro,
por cada milímetro de piel que me dejes roer.
No quiero morir sin que me desarmes de nuevo,
sin que me alejes del tiempo real donde estamos parados,
sin los suspiros al viento,
sin el abrazo por la espalda,
sin beber la miel de tu cuerpo.
Mañana podemos morir y no voy a hacer lo que no dejamos que sea.
-ANGIE PAGNOTTA es escritora y
periodista. En 2012 fundó Revista Kundra –literatura aleatoria– y el
portal de arte y cultura Baires Digital. Tiene una columna literaria en el
programa de radio Cuentos Criollos donde recomienda autores y libros.
Trabaja como periodista en medios de Argentina y Europa, escribiendo crónicas
de viajes, entrevistas, perfiles y notas del ámbito cultural y artístico. Sus
libros publicados son «Memoria de lo posible» (2017, Peces de Ciudad)
y «Los desiertos efímeros» (2018, Peces de Ciudad). Escribió el libro
de cuentos «Un segundo antes» y la novela «Nada que no quieras»,
ambos materiales inéditos. Conduce Nunca se sabe junto a Tommy Tow,
programa de radio emitido por La Desterrada. Es Co-Fundadora de ENGRAMM,
una plataforma cultural y artística que une Buenos Aires y Berlín. Su blog
literario es http://matesliterarios.blogspot.com/
Siofn*
El hombre lee su informe por última vez:
"He observado que hacemos el amor en la esperable indiferencia
con la que un empleado administrativo lee, firma y sella un expediente. Para el
cual lo verdaderamente importante es el control. Que el expediente este en el
estante correcto, disponible para cuando sea necesario otra firma, otro sello,
pasarlo a otro estante con cierta indiferencia como si fuera a un nuevo
abandono. (....)"
"Después de haber pasado varias veces por el planeta Siofn los
seres tienen una vida sin pasión. Los supera saber que su nuevo cuerpo tiene
fecha de vencimiento; ya no sienten estar en una vida verdadera con peligros y
desafíos, incertidumbres, frustraciones.... se limitan a administrar su tiempo
en redes psicofísicas a las que confirman su pertenencia con gestos tan
automáticos, tan naturalizados en su inconsciencia (...)"
Por eso el hombre ruega que lo transfieran a un planeta de
"sangre caliente" donde la vida merezca ser vivida. Donde pueda
sentir de nuevo -como aquella remota vez- que cada instante es un principio y
un final.
*De Eduardo Francisco Coiro.
*
Digo
que tu cuerpo
es como un río
en el que me hundo
y me hundo
sin remedio,
pero no.
Tu cuerpo
es como un árbol prodigioso
al que trepo
con manos de verano
en busca de otro cielo,
de otro fruto.
LA BÚSQUEDA DE LÁGRIMAS
SECAS.*
Leo la novela negra
para saber
cómo muere
el personaje
que atormentado
duda si es hombre
o pájaro
y se cortó las alas
usando un pedazo
de lágrima seca,
y por la costumbre
de honrar
el apego humano
al capricho
de la tragedia
sobre
otro final, crea
otra oportunidad
para que emprenda
el vuelo
disolviéndose
en la ambigüedad
las líneas.
HEMORRAGIAS*
a mi querido cumpa, Julián Bastías
Con menstruación permanente
dibujaba todo el espacio
de las torturas
¿Pensaba
que la vida
se esfumaría así, rápidamente?
El cabo cuando me llevaba al baño
se paró y me gritó:
-¿Es posible que usted sea la Sra. de Hinrichsen?
Pude haberle respondido
-Sí, mi cabo.
Pero callé.
Al orinar, la sangre
se arrebató en borbotones
y le ensució las botas.
-Conteste,
hija de puta,
aulló entonces
Y fue su culpa
por no dejarme a solas.
Mi vómito le ensangrentó el bigote.
-octubre 1973-2011-
-Marta Raquel Zabaleta nació en
Alcorta, Argentina, en 1937; fue expulsada de Chile en 1973 y de Argentina en
1976. Desde entonces vive en el exilio en el Reino Unido. Es madre de
Tomás Alejo y de Yanina Andrea Hinrichsen. Es economista y cientista social,
escritora y poeta. Como tal, y/o como mujer, figura desde 1992 en
aproximadamente 50 biografías de Who’s Who, de EEUU y Europa. Coordina, entre
otras cosas, desde hace años una red internacional ‘Mujeres y Palabras en el
Mundo’.
LOS MUROS Y LA MEMORIA*
El sueño era en la casa, en ese lugar donde ocurre lo nocturno.
Siempre el escenario de la cocina rectangular, el patio de baldosas
rojas, la puerta despintada de hierro con esos vidrios traslúcidos que
prefiguran la inmanencia de lo informe. Y la mesa que ya no existe pero que
perdura allí donde las cosas perduran, entremezclándose la infancia con las
nebulosas impresiones superpuestas. Las sillas pesadas, la banderola que no
llega a ser ojo abierto hacia el cielo de afuera sino cárcel. Y por qué lo
atroz y no los gorriones sobre los cables. Por qué cada vez lo maligno.
Quizás el lugar no pueda desprenderse del frío constante de las
habitaciones, de la pintura gris de las paredes, de los zócalos negros, de las
baldosas graníticas fijadas en su dura geometría de aristas. Es que la casa es
la casa de los velatorios, de las muertes, la casa de largo pasillo sin
aberturas, tan propenso a la pervivencia de los espectros. No puede pensarse un
pasillo como ese sin saber que es invitación al fantasma. Es la casa de la Nita
que se consumió de a poco, cuando el cáncer era una enfermedad vergonzante, la
casa de las locuras y las alucinaciones. La casa de los placares con monstruos
y las cajas de cartón llenas de plumas.
Cuando la sacaron a la Nita hubo que parar el cajón para que
saliera por el pasillo, dicen. Y la imagen se fijó a los cielorrasos, a los
marcos de madera que conservan las muescas de uñas y marcas de dientes. La casa
del suicidio, la casa donde hubo aljibe con espectro silbador, un espectro que
dejaba oír su agudo silbido cuando había que pasar patios y traspatios para
llegar al excusado. Ya entonces, cuando la casa primera, ya entonces la nube y
el ocaso, las zarzas sofocando a los malvones.
El sueño era en la casa. Claro. Cada vez que la ansiedad ataca por
la madrugada, el sueño es en la casa.
Algo debe de haber. Quizás sea que los aborígenes también dejaron
la muerte bajo los cimientos. Hay un antiguo cementerio muy cercano. Quizás la
infelicidad de una familia que se deslía en horizontes de gentes que perdieron
la razón, quizás la ciudad misma, acechada por el río que reclama su
territorio, quién sabe. Pero algo debe de haber para que la casa funcione de
escenario para las pesadillas, y aparezca de vez en vez, igual a si misma,
nítida y agónica.
Imagen bella la de las yeguas de la noche, las nightmares de los
ingleses que llegan cabalgando desenfrenadas por los cielos obscuros. Crines al
viento, bellas como lo es toda belleza amenazante y temible. Será de una de
estas criaturas fabulosas la herradura que hallaron en el terreno. La casa es
lugar de cabalgatas en lo negro, en el abismo de lo profundo. Por las noches se
pueden escuchar los belfos exhalando vapores perniciosos, se huele el sudor de
las bestias, y los cascos mueven los cuadros en los muros. Allí, las yeguas de
la noche cabalgan al través de la casa inmóvil de permanente ocaso tormentoso.
Y esta vez, en este sueño, eran unos monstruos de rostro grotesco y
vasto cuerpo. Pesados y brutales. Indestructibles. Sólo sabía, ella, que la
única forma de matarlos era decapitándolos.
Puso los cuchillos sobre la mesada de mármol, los cubrió con una
servilleta. Esperó con el pecho oprimido la llegada de los espantos, rodeada
por la casa muda. La casa hostil. La casa de los sonidos pequeños.
Cuando cruzó el umbral de la cocina la primera figura enorme (los
otros estaban allá en el comedor, venían por el pasillo), se acercó de espaldas
a los cuchillos y despertó.
Sintió la frustración de que del otro lado la casa y sus monstruos
siguen intactos, acechando a otros durmientes y otros sueños. No pudo matarlos,
imposible destruir tan fácilmente el abismo de lo innombrable. Supo que volverá
a estar en esa cocina, que los espectros no fueron exorcizados, que la casa
espera pacientemente la cabalgata y el horror. Paciente, seriamente, la casa la
espera. Con sus monstruos.
*
Hay cosas en el pasado que no tienen lengua para
decirlas, que están más allá de frases, palabras. Porque son extrañas y
brutales. Pero sobre todo porque son extrañas y no se pueden nombrar.
Inventren
EL TREN DE LA NOCHE*
Recuerdo el tren de las cinco de
la tarde, que pasaba por mi pueblo.
Dos trenes alteraban la pesada rutina de ese lugar, sin pasado ni
futuro. Uno llegaba, todos los días, a las 5 de la tarde. Lo escuchaba desde la
escuela y sabía que pronto sonaría la campana para volver a casa.
Al otro no lo había visto nunca. Pasaba dos veces a la semana, sin
detenerse, por aquel viejo caserío que era lo único que yo conocía hasta ese
momento. Su sirena era larga y parecía estar siempre lejos.
Heraldo y yo éramos amigos y vecinos y teníamos 12 años cuando
ocurrió lo del campanario.
El cura nos permitía ir a pedir monedas en la escalinata de la
Iglesia unas horas todos los días, a la mañana en invierno y a la tarde cuando
empezaba la primavera.
No era un cura bondadoso o bonachón, como me contaron que había en
otros pueblos, pero nos daba permiso para extenderle la mano a las viejitas que
iban a la misa del atardecer.
No conseguíamos mucho, pero servía.
En especial a Heraldo, porque sabía que tenía que llegar a su casa
con algo, o no entraba.
Cuando lo recaudado era poco, yo le daba parte de lo mío para que
su padre no le pegue y después él me lo devolvía en las Fiestas Patronales,
cuando la iglesia se llenaba de gente y todos estaban generosos.
Le había comentado a Heraldo acerca de los trenes. Mi curiosidad
por el tren nocturno, que no paraba en la estación y que, por el ruido que
hacía, parecía interminable.
Heraldo me propuso que nos escapáramos una noche, a las 23, para
ver pasar a aquél misterioso tren.
Las vías dividían en dos a mi pueblo. De un lado estaba la Iglesia,
la Comuna, la Comisaría y la plaza. Del otro lado estaban las casas más
humildes, las calles sin mejorado y lo más lindo que tenía para mí el lugar: un
enorme monte de eucaliptus.
Nos habíamos hecho amigos del hijo del guardabarrera, que vivía
casi al lado de la vía, en una gran casa de madera que les prestaba el
Ferrocarril. El padre de nuestro amigo
era un hombre alto, rubio, de serenos ojos claros, que nos trataba muy
cordialmente. Sonreía mucho y había
prometido llevarnos a dar un paseo en la “zorrita” con la la que se desplazaba
por las vías para solucionar algún problema. Nos gustaba mucho ir a visitar a
nuestro amigo. A veces nos animábamos a entrar al bosque de eucaliptus, si
había sol y era de día, porque era tan alto y tan tupido que no siempre llegaba
la luz hasta el piso y por eso casi no había pasto entre los troncos. Lo cual
era una ventaja cuando andábamos en ojotas en el verano, buscando algún pichón
caído del nido.. Cada tanto el padre de nuestro amigo nos llamaba con un grito
para saber si estaba todo bien, a lo que respondíamos gritando nosotros también
y eso nos causaba mucha risa. Cuando regresábamos de esa excursión la madre nos
esperaba con la leche y pan con manteca y azúcar y luego nos íbamos corriendo a
la iglesia porque ya era la hora de la misa.
Esa noche hacía frío, era invierno y todos se habían ido a dormir
temprano. A las 10.30 me escapé por la ventana del lavadero y pasé por la casa
de Heraldo, que ya estaba esperándome. Nos fuimos hasta el baldío más cercano,
por donde pasaba el tren y nadie pudiera vernos.
El frío era intenso y estaba todo el pueblo silencioso, solamente
las ranas y alguna lechuza parecían estar despiertas como nosotros. Por suerte estaba el cielo despejado y la
luna llena iluminaba el campo, pero aún así, yo tenía miedo.
Nos quedamos a pocos metros de la vía, esperando. Minutos antes de
las 11 empezaron a vibrar los rieles y la sirena del tren se escuchó a lo
lejos. No podíamos ver nada, sólo una luz roja a lo lejos que se acercaba y
agrandaba cada vez más.
“¡Ahí viene!”, me dijo Heraldo con un susurro, como si alguien, o el mismo tren, pudiera escucharnos
y descubrirnos.
El tren disminuyó la velocidad y pasó delante nuestro. Conté 34
vagones, duros, oscuros y fríos. El viento que produjo al pasar a nuestro lado
nos azotó la cara y se nos voló el pelo y una sensación de pequeñez me provocó
escalofríos.
Poco a poco pasaron los vagones, bastante despacio, tal vez porque
atravesaba la ciudad. En un momento iba tan lentamente que casi podríamos
habernos subido a él, pero no paró. Continuó avanzando con su sirena y se
alejó, negro y poderoso, hasta que ya no lo vimos, en el oscuro horizonte.
Volvimos a casa con la curiosidad satisfecha, pero Heraldo estaba
pensativo y un poco triste. Yo también sentía un poco de angustia. Y volví a
sentirla cada vez que escuchaba, en las siguientes noches, la sirena del tren
cuando pasaba.
No se habló más de la visita nocturna y todo siguió más o menos
igual, hasta que ocurrió lo del campanario.
Heraldo llegó esa tarde de noviembre a la iglesia con un humor
terrible. Estaba enojado y aburrido y se le ocurrió subir hasta el campanario.
El cura nos lo había prohibido, porque las escaleras eran muy
viejas, algunas estaban rotas y la caca de las palomas que se metían por las
aberturas había corroído la madera.
Yo traté de disuadirlo pero no sé qué le pasaba a él ese día;
estaba como desafiante. Le dije que el
cura iba a enojarse.
“No seas cagón, Omar”, me respondió. “El padre Jorge está en el
hospital a esta hora. Ni va a enterarse”.
Así empezamos el riesgoso e inolvidable ascenso al campanario.
Atravesamos una puerta angosta que nos llevó a una habitación llena
de velas consumidas hasta la mitad, que estaban benditas y no podían tirarse ni
usarse en otras celebraciones. Allí estaba la primera escalera, que había sido
ya arreglada, y nos llevaba a una terracita, desde donde se tiraban los fuegos
artificiales el día de las Fiestas Patronales. Con mucha excitación nos
asomamos por encima de la pequeña pared: todo el pueblo se veía desde
allí. La vía del tren trazaba como un
dibujo recto que lo dividía en dos y se curvaba al final. Podíamos ver todos los techos: el de la escuela, el del
hospital, el de las casas más lujosas y, a un costado del monte de eucaliptus,
nuestro barrio.
El aire puro y la hermosa vista del lugar animaron a Heraldo, que
me empujó a seguir subiendo.
La segunda escalera era más larga y ya no estaba en buenas
condiciones. Se hamacaba bajo nuestro peso y me dio un momento de pánico.
“¡Vamos Omar, no va a pasar nada!” me alentó Heraldo.
Llegamos casi trepando al cubículo donde estaba el reloj. Heraldo se paró en el pequeño espacio que
quedaba entre la máquina y las paredes, cada una de ellas con un enorme esfera
de vidrio donde estaba impresas las horas en números romanos.
Era increíble ver pasar la luz del sol por ahí. Yo podía ver el
cuerpo de mi amigo atravesado por luces y sombras que parecían estamparle un
dibujo singular.
Parecía algo mágico y hubiese sido totalmente maravilloso pero lo
arruinaba el excremento de las palomas seco, que cubría gran parte del piso y
parte de la escalera.
Quedaba un último ascenso y
era hasta la última parte de la torre, donde estaban las campanas. Nosotros las
habíamos visto desde abajo, a través de unas ventanas ovaladas.
Yo no quise subir más. Me parecía una impertinencia haber desafiado
la orden del cura y haber conocido también, desde adentro, la torre prohibida.
Pero Heraldo continuó y, aunque desde abajo yo advertía su particular silencio de cuando
estaba concentrado, pegó un grito de alegría cuando llegó a la cima.
“¡Vení Omar, esto es increíble!” gritó asomándose por la ventana,
entre las campanas.
El cura Jorge volvía del hospital y vio a Heraldo, justo cuando se
asomaba sonriente, triunfante, espantando a las palomas que entraban y salían de la torre.
Desde abajo nos llegó su voz, fuerte y colérica, llamándonos.
Empecé a bajar con cautela y le dije a Heraldo que tuviese cuidado,
porque las últimas escaleras estaban en un estado lamentable. Le pedí que se
agarrara de las sogas de las campanas, porque aunque sonaran, ya habíamos sido
descubiertos.
Nunca lo vi tan furioso al cura. Con la cara roja y hablando rápido
nos dio un largo sermón sobre la obediencia y nos prohibió volver a pedir
limosna en la escalera del templo.
Heraldo, que se había aguantado bastante bien el reto, se puso
blanco y no dijo nada, pero tenía una expresión en la cara que nunca voy a
olvidar.
Nos volvimos callados a casa caminando y nos despedimos en la
puerta.
Fue la última vez que vi a Heraldo. Esa noche pasó el tren, a las
11 y escuché su larga sirena, perdida en el medio de la noche.
Heraldo se fue con él.
-Próximas estaciones de escritura:
JUAN ATUCHA.
–Por Ferrocarril Provincial-
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LOS EUCALIPTOS. FRANCISCO A.
BERRA.
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ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY. LISANDRO OLMOS. INGENIERO VILLANUEVA. ARANA.
GOBERNADOR GARCIA.
LA PLATA.
***
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LIBERTAD.
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Coiro.
me diste una sorpresa! Gracias.!
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