*Foto: Buster
Keaton en "El maquinista de la general" (EE.UU., 1926).
Después de la película*
El jueves pasado fui al cine con mi amigo Marco. Me había llamado
unas horas antes, muy excitado porque en el cineclub de la Universidad ponían El maquinista de la general, todo un
clásico. Vimos la película y luego nos quedamos a la tertulia, que
tradicionalmente se arma en torno a la emisión del día, aunque ni mi amigo ni
yo intervinimos en ella. Solo escuchamos. Se habló de Buster Keaton, del origen
de su nombre artístico –nacido de un comentario del gran Houdini-, de la guerra
de secesión y de otras películas relacionadas con la que acabábamos de
presenciar. Al final todos los asistentes fuimos saliendo lentamente, más o
menos, según me pareció, satisfechos con el espectáculo.
Marco y yo nos quedamos unos minutos afuera, cerca de la puerta del
local, conversando, aunque no sabría explicar el desarrollo de la conversación
ni su contenido. Cabe suponer que nuestras palabras versasen sobre el film,
sobre Keaton o quizá sobre alguna otra ocasión en la que hubiésemos ido juntos
al cine. Lo que recuerdo perfectamente (casi con un escalofrío ahora al
contarlo), es lo que ocurrió al separarnos. Me quedé mirando como mi amigo se
alejaba por la calle hacia el sur, en dirección a su barrio. Cuando lo perdí de
vista, apagué mi cigarrillo y me dispuse a partir en sentido contrario. Justo
entonces, de la pared más cercana (así lo sentí, como si el sonido proviniese
del propio muro) me llegaron unas palabras:
- Mucha gente no lo sabe, pero…
Al principio me sobresalté. Después miré con atención en dirección
al lugar de donde provenía la voz. Un tipo estaba apoyado sobre la fachada.
Apenas me era posible distinguirle. Era poco más que una sombra. Dudé si
ignorarle y marcharme o, por el contrario, averiguar qué quería de mí. Opté por
lo segundo. Me acerqué dos pasos, hasta estar casi junto a él. Pregunté:
- ¿Nos conocemos?
Tardó en responder. Su rostro se veía oscuro, tal vez debido, en
parte, a la barba de tres días, pero era más que eso, como una oscuridad
procedente del interior de sus ojos impasibles. Su semblante no reflejaba la
menor emoción.
- No. Sin embargo, le contaré un secreto.
Me pareció incongruente que un completo desconocido fuese a
contarme algo sin motivo alguno. Seguro que después de su revelación iba a
pedirme dinero. Por un momento pensé en reanudar mi camino, pero pudo más la
curiosidad.
- Usted dirá, entonces.
Me miró con esos ojos fríos, un momento que me pareció muy largo.
Después inició su relato:
- Mucha gente no lo sabe, pero Buster Keaton estuvo a punto de
rodar una película aquí, en Argentina.
Me pareció muy improbable, pero podría ser divertido escucharle.
Involuntariamente, sonreí. Él siguió narrando con lentitud, imperturbable.
- El maquinista, hoy es un
clásico, pero en su momento fue un auténtico fracaso en taquilla. Tras aquel
fiasco, y en vista de lo caros que resultaban los rodajes de sus películas, la
productora decidió que, a partir de ese momento, Keaton ya no gozaría de
libertad absoluta. Durante algún tiempo estuvo rodando películas que a él mismo
le parecían indignas de su genio.
- Sí, sabía eso. Lo leí en alguna parte – interrumpí.
- Fue entonces – continuó el tipo sin inmutarse - cuando entró en
contacto, no se sabe muy bien cómo, con un magnate argentino, un pez gordo de
Buenos Aires, que le prometió invertir en su siguiente film. Así que Stone Face (como ya se le conocía en
todas partes) se vino a la Argentina, dispuesto a rodar en cuanto todo
estuviese listo.
Pensé que la narración se había terminado, pero solo se trataba de
una pausa, no sé si dramática o para tomar aire.
- El millonario puso como condición que parte del rodaje tuviese
lugar en la estación Juan Atucha, sus razones tendría y nadie le discutió ese
punto. Para Keaton, tan bueno era un sitio como otro, siempre y cuando tuviera
una buena porción de pampa que atravesar con su tren… Sí, lo ha adivinado. La
cosa iba otra vez de trenes. Buster Keaton era un enamorado de los trenes. En
el fondo, ya sabe usted… La vida es un tren que circula hacia alguna parte
cuyos contornos no son nunca visibles…
- Y ¿qué pasó?
- Durante un tiempo, Keaton estuvo recorriendo diversas partes del
país, sobre todo los alrededores de la estación en la que iba a iniciarse el
viaje que tendría lugar en la filmación. Cuidaba mucho los detalles y le
gustaba hacerlo todo en persona. Así que, acompañado de un guía local, que a la
vez le servía de traductor y de secretario, fue encontrando escenarios en los
que desarrollar su idea. ¿Le gustaría conocer la idea que tenía para esa
película?
- Por supuesto – repuse. A esa altura ya estaba más que interesado
en lo que el tipo me contaba, fuese verdad o no.
- Bien. El tema es el desierto.
Tras esa contundente frase, casi una sentencia, el hombre guardó
silencio. Creí que ahora venía el momento en que iba a pedirme la voluntad a
cambio de su relato. Yo tenía en la cartera algunos pesos y estaba dispuesto a
ofrecérselos con tal de seguir escuchando. Pero no demandó nada. Solo había
parado un momento para tomar aliento, repasar en su mente toda la historia o
cualquier otra cosa. Luego continuó como si ese breve lapso –que se me hizo
interminable- jamás hubiese tenido lugar:
- El tema es el desierto. Un tren va avanzando a velocidad reducida
por parajes desolados. Afuera, nada parece suceder. En el interior, una mujer y
un hombre conversan desapasionadamente. Poco a poco vamos averiguando que se
trata de un matrimonio. Hay fragmentos de conversaciones mientras por las
ventanillas va pasando un paisaje yermo. Tan yermo, adivinamos, como la
relación que vincula a esas dos personas que conversan, unidas acaso por el
amor en otro tiempo, pero ahora enormemente distanciadas. Hablan por llenar con
algo el viaje. Viajan por llenar con algo sus vidas. Si hubo ilusión en su
pasado, ahora yace tras un alud de años compartidos. El presente, cada una de
sus palabras lo confirma, es la nada. Desempolvan recuerdos, comentan el clima,
las últimas noticias leídas en el diario. En sus voces no hay futuro. El futuro
no existe. Es la laguna muerta de un páramo casi idéntico a aquel por el que el
tren va discurriendo. Ocasionalmente, un revisor atraviesa el compartimento.
Nada más. Finalmente, el tren llega al borde de un barranco (no se sabe qué
hace exactamente un barranco en medio del trayecto ferroviario y, en realidad,
no importa) y sin que nadie pueda o quiera evitarlo, se despeña. Esa escena
final, por medio de la edición, iba a durar más de un minuto. Más de un minuto
ese tren despeñándose, cayendo verticalmente sin visos de llegar jamás al final
de su caída (metáfora de la relación de los dos personajes).
El tipo hizo una nueva pausa. Le miré, expectante, casi suplicando
que continuara.
- Al final no hubo acuerdo porque el coste de esa última escena era
inasumible para el presunto mecenas. Después de esa negativa, Keaton se
entrevistó con mucha gente en Buenos Aires y otras ciudades, pero no consiguió
la financiación imprescindible. La película nunca se hizo, así que supongo que
tampoco en su país le avalaron. Eso fue todo. Un proyecto jamás realizado. Un
sueño nomás.
Ahí terminó el relato. Su voz dejó de sonar y él desapareció, como
una sombra. Pestañeé un par de veces, pero no había rastro de él. Como si se
hubiese esfumado. Traté de recuperar sus rasgos, la seriedad de su rostro, la
impasibilidad de sus ojos, pero me fue imposible. La noche se transformó en una escena de cine
mudo mientras caminaba hacia mi casa.
Al día siguiente llamé a Marco, muy excitado, para contarle todo lo
sucedido. Él me escuchó atentamente. Luego, con un tono de confusión, dijo:
- Ayer no nos vimos. No fuimos al cine. Tal vez fuiste con otra
persona…
- No, no. Recuerdo perfectamente que fui contigo.
- Hace casi un mes que fuimos por última vez al cine… Y fue a una
reposición de Portero de noche, donde
Charlotte Rampling está espléndida, por cierto... Lo estuvimos comentando
largamente a la salida…
Guardé silencio. Pensé que, sin duda, Marco me estaba embromando.
Entonces añadió:
- Y la última vez que pasaron El maquinista,
que yo sepa, fue hace treinta años.
Colgué. Unos ojos inexistentes me miraban desde el recuerdo de una
escena que, al parecer, nunca tuvo lugar, o lo tuvo de algún modo que no me es
posible siquiera imaginar. Volví a la cama. Traté de dormir. Soñar escenas de
cine mudo. Tal vez al despertar el mundo hubiera cambiado nuevamente.
*De Sergio Borao Llop. sbllop@gmail.com
EN CAMINO*
Me pregunto cuántas incertidumbres
llevaré conmigo cuando parta
cuánto mundo no habré visto…
qué orfandad de palabras quedará
en los poemas no escritos.
A veces trae el desvelo
inquietudes disfrazadas
que no entiendo. Me cuestiono
si supe vivir, y si podré
transitar este camino con andar leve
redimida de cargas inútiles,
sólo con el sentimiento
y la certeza de mi aprendizaje:
saber que el milagro es constante
en cada flor que se abre,
en el sol, la lluvia, el aire...
¿No vemos acaso brillar estrellas
extinguidas hace siglos?
Tal vez sean como ellas nuestros destinos:
un viaje de transiciones múltiples
a bordo de un tren con arribo impreciso.
Somos parte del juego y del enigma.
.
Al final del sendero
alguien espera.
Le llevo en mi equipaje
el corazón
absolutamente
desguarnecido.
*De Miryam
Colombotto Seia. miryamseia@cablenet.com.ar
EL TREN DE LA NOCHE*
Recuerdo el tren de las cinco de
la tarde, que pasaba por mi pueblo.
Dos trenes alteraban la pesada rutina de ese lugar, sin pasado ni
futuro. Uno llegaba, todos los días, a las 5 de la tarde. Lo escuchaba desde la
escuela y sabía que pronto sonaría la campana para volver a casa.
Al otro no lo había visto nunca. Pasaba dos veces a la semana, sin
detenerse, por aquel viejo caserío que era lo único que yo conocía hasta ese
momento. Su sirena era larga y parecía estar siempre lejos.
Heraldo y yo éramos amigos y vecinos y teníamos 12 años cuando
ocurrió lo del campanario.
El cura nos permitía ir a pedir monedas en la escalinata de la
Iglesia unas horas todos los días, a la mañana en invierno y a la tarde cuando
empezaba la primavera.
No era un cura bondadoso o bonachón, como me contaron que había en
otros pueblos, pero nos daba permiso para extenderle la mano a las viejitas que
iban a la misa del atardecer.
No conseguíamos mucho, pero servía.
En especial a Heraldo, porque sabía que tenía que llegar a su casa
con algo, o no entraba.
Cuando lo recaudado era poco, yo le daba parte de lo mío para que su
padre no le pegue y después él me lo devolvía en las Fiestas Patronales, cuando
la iglesia se llenaba de gente y todos estaban generosos.
Le había comentado a Heraldo acerca de los trenes. Mi curiosidad
por el tren nocturno, que no paraba en la estación y que, por el ruido que
hacía, parecía interminable. Heraldo me propuso que nos escapáramos una noche,
a las 23, para ver pasar a aquél misterioso tren.
Las vías dividían en dos a mi pueblo. De un lado estaba la Iglesia,
la Comuna, la Comisaría y la plaza. Del otro lado estaban las casas más
humildes, las calles sin mejorado y lo más lindo que tenía para mí el lugar: un
enorme monte de eucaliptus.
Nos habíamos hecho amigos del hijo del guardabarrera, que vivía
casi al lado de la vía, en una gran casa de madera que les prestaba el
Ferrocarril. El padre de nuestro amigo
era un hombre alto, rubio, de serenos ojos claros, que nos trataba muy
cordialmente. Sonreía mucho y había
prometido llevarnos a dar un paseo en la “zorrita” con la la que se desplazaba
por las vías para solucionar algún problema. Nos gustaba mucho ir a visitar a
nuestro amigo. A veces nos animábamos a entrar al bosque de eucaliptus, si
había sol y era de día, porque era tan alto y tan tupido que no siempre llegaba
la luz hasta el piso y por eso casi no había pasto entre los troncos. Lo cual
era una ventaja cuando andábamos en ojotas en el verano, buscando algún pichón
caído del nido.. Cada tanto el padre de nuestro amigo nos llamaba con un grito
para saber si estaba todo bien, a lo que respondíamos gritando nosotros también
y eso nos causaba mucha risa. Cuando regresábamos de esa excursión la madre nos
esperaba con la leche y pan con manteca y azúcar y luego nos íbamos corriendo a
la iglesia porque ya era la hora de la misa.
Esa noche hacía frío, era invierno y todos se habían ido a dormir
temprano. A las 10.30 me escapé por la ventana del lavadero y pasé por la casa
de Heraldo, que ya estaba esperándome. Nos fuimos hasta el baldío más cercano,
por donde pasaba el tren y nadie pudiera vernos.
El frío era intenso y estaba todo el pueblo silencioso, solamente
las ranas y alguna lechuza parecían estar despiertas como nosotros. Por suerte estaba el cielo despejado y la
luna llena iluminaba el campo, pero aún así, yo tenía miedo.
Nos quedamos a pocos metros de la vía, esperando. Minutos antes de
las 11 empezaron a vibrar los rieles y la sirena del tren se escuchó a lo
lejos. No podíamos ver nada, sólo una luz roja a lo lejos que se acercaba y
agrandaba cada vez más.
“¡Ahí viene!”, me dijo Heraldo con un susurro, como si alguien, o el mismo tren, pudiera escucharnos
y descubrirnos.
El tren disminuyó la velocidad y pasó delante nuestro. Conté 34
vagones, duros, oscuros y fríos. El viento que produjo al pasar a nuestro lado
nos azotó la cara y se nos voló el pelo y una sensación de pequeñez me provocó
escalofríos.
Poco a poco pasaron los vagones, bastante despacio, tal vez porque
atravesaba la ciudad. En un momento iba tan lentamente que casi podríamos
habernos subido a él, pero no paró. Continuó avanzando con su sirena y se
alejó, negro y poderoso, hasta que ya no lo vimos, en el oscuro horizonte.
Volvimos a casa con la curiosidad satisfecha, pero Heraldo estaba
pensativo y un poco triste. Yo también sentía un poco de angustia. Y volví a
sentirla cada vez que escuchaba, en las siguientes noches, la sirena del tren
cuando pasaba.
No se habló más de la visita nocturna y todo siguió más o menos
igual, hasta que ocurrió lo del campanario.
Heraldo llegó esa tarde de noviembre a la iglesia con un humor
terrible. Estaba enojado y aburrido y se le ocurrió subir hasta el campanario.
El cura nos lo había prohibido, porque las escaleras eran muy
viejas, algunas estaban rotas y la caca de las palomas que se metían por las
aberturas había corroído la madera.
Yo traté de disuadirlo pero no sé qué le pasaba a él ese día;
estaba como desafiante. Le dije que el
cura iba a enojarse.
“No seas cagón, Omar”, me respondió. “El padre Jorge está en el
hospital a esta hora. Ni va a enterarse”.
Así empezamos el riesgoso e inolvidable ascenso al campanario.
Atravesamos una puerta angosta que nos llevó a una habitación llena
de velas consumidas hasta la mitad, que estaban benditas y no podían tirarse ni
usarse en otras celebraciones. Allí estaba la primera escalera, que había sido
ya arreglada, y nos llevaba a una terracita, desde donde se tiraban los fuegos
artificiales el día de las Fiestas Patronales. Con mucha excitación nos
asomamos por encima de la pequeña pared: todo el pueblo se veía desde allí. La vía del tren trazaba como un dibujo recto
que lo dividía en dos y se curvaba al final. Podíamos ver todos los techos: el de la escuela, el del
hospital, el de las casas más lujosas y, a un costado del monte de eucaliptus,
nuestro barrio.
El aire puro y la hermosa vista del lugar animaron a Heraldo, que
me empujó a seguir subiendo.
La segunda escalera era más larga y ya no estaba en buenas
condiciones. Se hamacaba bajo nuestro peso y me dio un momento de pánico.
“¡Vamos Omar, no va a pasar nada!” me alentó Heraldo.
Llegamos casi trepando al cubículo donde estaba el reloj. Heraldo se paró en el pequeño espacio que
quedaba entre la máquina y las paredes, cada una de ellas con un enorme esfera
de vidrio donde estaba impresas las horas en números romanos.
Era increíble ver pasar la luz del sol por ahí. Yo podía ver el
cuerpo de mi amigo atravesado por luces y sombras que parecían estamparle un
dibujo singular.
Parecía algo mágico y hubiese sido totalmente maravilloso pero lo
arruinaba el excremento de las palomas seco, que cubría gran parte del piso y
parte de la escalera.
Quedaba un último ascenso y
era hasta la última parte de la torre, donde estaban las campanas. Nosotros las
habíamos visto desde abajo, a través de unas ventanas ovaladas.
Yo no quise subir más. Me parecía una impertinencia haber desafiado
la orden del cura y haber conocido también, desde adentro, la torre prohibida.
Pero Heraldo continuó y, aunque desde abajo yo advertía su particular silencio de cuando
estaba concentrado, pegó un grito de alegría cuando llegó a la cima.
“¡Vení Omar, esto es increíble!” gritó asomándose por la ventana,
entre las campanas.
El cura Jorge volvía del hospital y vio a Heraldo, justo cuando se
asomaba sonriente, triunfante, espantando a las palomas que entraban y salían de la torre.
Desde abajo nos llegó su voz, fuerte y colérica, llamándonos.
Empecé a bajar con cautela y le dije a Heraldo que tuviese cuidado,
porque las últimas escaleras estaban en un estado lamentable. Le pedí que se
agarrara de las sogas de las campanas, porque aunque sonaran, ya habíamos sido
descubiertos.
Nunca lo vi tan furioso al cura. Con la cara roja y hablando rápido
nos dio un largo sermón sobre la obediencia y nos prohibió volver a pedir
limosna en la escalera del templo.
Heraldo, que se había aguantado bastante bien el reto, se puso
blanco y no dijo nada, pero tenía una expresión en la cara que nunca voy a
olvidar.
Nos volvimos callados a casa caminando y nos despedimos en la
puerta.
Fue la última vez que vi a Heraldo. Esa noche pasó el tren, a las
11 y escuché su larga sirena, perdida en el medio de la noche.
Heraldo se fue con él.
Lo
imborrable*
Los golpes a lo
karateca del Hermano Miguel Amador en la nuca de mi padre. Mi padre que
trastabilla dando unos pasos adelante pero enseguida recupera el equilibrio y
hasta sonríe. Luego me toca a mí. Le digo que me duele el cuello, señalo
tocandome en el lado izquierdo. Entonces la mano fuerte del sanador apretando
algo que sería un ganglio pero que dolió lo suficiente como para dejarlo
imborrable por toda la vida.
Mi madre y mi
hermana estaban rezagadas en la larga fila que se había formado para subir a la
tarima de madera elevada donde Miguel
Amador atendía usando la fuerza de sus
manos más la fe que le otorgaban quienes ya habían experimentado sus
curaciones. Mamá debe haber pensado que ni loca se dejaba
apretar o golpear. Ella sólo creía en médicos como su primo Aldo. Tomó de la
mano a mi hermana y salió de esa
gran carpa donde el sanador atendía. El afuera era un camping donde las
familias se preparaban para almorzar con asados. Era un día esplendido de
primavera con el viento que dispersaba rápido al cielo el humo de las parrillas.
Mi madre
buscaba a quienes nos habían llevado hasta allí, su hermano Nicolás con su pareja Aintza, la mejor
compañera que le conocimos. Luego de dar vueltas sin animarse a acercarse a
los bordes de la laguna "El Esparto" por miedo a víboras o alimañas encontró a la mujer del
sanador, la misma que nos había recibido al lado de la tranquera. Ella daba
números para ordenar por turno la atención del Hermano Miguel Amador.
-Su hermano
dejó dicho que vuelvan en tren. A ellos los están remolcando hacia Pedernales.
El tío había
hecho otra de las suyas que enfurecían a mi madre: dejarnos en el medio del
campo sin un retorno asegurado a casa.
Habría que
decir que el viaje de ida fue inolvidable para los chicos que fuimos.
La llegada del
tío con su mujer en aquel Fiat 600 casi 0km. Salíamos a pasar un día de campo 4
grandes y dos chicos. El tío 1.90 de altura y más de 100 kilos manejaba como si
estuviese al comando del Studebaker que tuvo que devolver al no poder pagar las cuotas. Pero no, ahora
el tío manejaba su flamante Fiat 600 que había pagado hasta el último peso.
Recién cuando
ya estábamos bien lejos de casa explicó que el destino del paseo era visitar a
un sanador que curaba con sus manos.
Mis padres
aceptaron más por confianza en Aintza que al tío que tenía fama de loco
chiflado.
El viaje fue de
maravillas mientras fuimos por ruta asfaltada -a pesar de que 4 grandes y dos chicos no entrabamos cómodos en el pequeño auto-. Cuando doblamos al camino de
tierra el pequeño Fiat empezó a entrar y salir a paso de hombre por pozos ó
huellas de tractores. El tío nos tranquilizaba "falta poco".
Faltaba poco
cuando el 600 comenzó a humear, quedó
clavado sin señales de volver a arrancar. Nos bajamos. Mi padre con el tío
empezaron a empujar hacía donde se suponía que estaba el campamento de Miguel
Amador. Los chicos y las mujeres los
seguíamos.
Cuando pasamos
un riacho y la ruta hizo una curva vimos las señales: chatas de gente de campo
y autos estacionados. Una arboleda tupida. Era allá.
El tío dijo:
vayan ustedes mientras trato de arreglar el auto.
El resto de la
historia la supimos días después, Aintza encontró a un matrimonio de su pueblo
que se iban en una camioneta igualita a la del abuelo de Lassie. Los remolcaron
hasta la chacra de su familia en Pedernales. El tío había dicho que busquemos
una estación de tren a pocos kilómetros por el mismo camino de tierra
intransitable.
Con la furia de
mi madre en el aire, los cuatro comenzamos a caminar. A poco de andar paró un
chacarero que nos subió a la caja de su camioneta. Nos bajó justo en la
estación Juan Atucha. Nos despidió con una frase alentadora: -Hoy es su día de
suerte, estará al caer el tren a La Plata.
El abandono del
tío nos permitió a los chicos viajar por primera vez en un tren de larga
distancia. Aquella locomotora rodeada de humo como un dragón sin alas tiraba al
tren por medio del campo. Cada tanto una estación rodeada de unas pocas casas
detenía el asombro del viaje. Hasta conocimos el vagón comedor donde tomamos una
chocolatada Vascolet.
Mi Padre
-quizás para consolar a mi madre- dijo que los golpes del hermano Miguel Amador
le habían curado el dolor en la nuca. Para no ser menos asegure palpándome el
cuello que la pelotita ya no estaba más.
*De Eduardo Francisco Coiro.
https://www.facebook.com/CansadoDeTriunfar/
Estación baldía*
En tu andén se extraviaron viajeros del tiempo.
Pero tren, tú ya no te detienes. Pasa tu silbo vertical, sin miedo.
Y me deja ausente. A la orden de un sueño, espero tu regreso.
Tendré que cultivar el susurro para nombrar los pasos que en tu
andén perduran...
A pura luz de atardecer, al oeste, un día oirás mi corazón decir:
--Aquí desciendo.
Con la simpleza de espigas que maduran.
*De Miryam
Colombotto Seia. miryamseia@cablenet.com.ar
InvenTREN
-Próximas estaciones de escritura:
Km 55.
-Por Ferrocarril Midland-
ELÍAS ROMERO. KM. 38.
MARINOS DEL CRUCERO GENERAL BELGRANO.
LIBERTAD.
MERLO GÓMEZ.
RAFAEL CASTILLO. ISIDRO
CASANOVA. JUSTO VILLEGAS.
JOSÉ INGENIEROS. MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE. ALDO BONZI.
KM 12. LA SALADA.
INGENIERO BUDGE. VILLA FIORITO. VILLA CARAZA. VILLA DIAMANTE.
PUENTE ALSINA. INTERCAMBIO MIDLAND.
JUAN TRONCONI.
–Por Ferrocarril Provincial-
CARLOS BEGUERIE. FUNKE. LOS EUCALIPTOS. FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN GOYENECHE. GOBERNADOR UDAONDO. LOMA VERDE.
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN. GOBERNADOR DE SAN JUAN
RUPERTO GODOY. GOBERNADOR OBLIGADO.
ESTACIÓN DOYHENARD. ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA. D. SÁEZ.
J. R. MORENO. EMPALME
ETCHEVERRY.
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY. LISANDRO OLMOS. INGENIERO VILLANUEVA. ARANA.
GOBERNADOR GARCIA.
LA PLATA.
InventivaSocial
Plaza virtual de escritura
-Editor responsable: Lic. Eduardo Francisco
Coiro.
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