*Dibujo de Erika Kuhn
https://obraerikakuhn.blogspot.com
El hipocampo y
la flecha*
Salvo la muerte, y todavía está por verse,
nada es del todo absoluto y completo.
Ni la tristeza ni la agonía ni la tragedia,
las interrupciones las afirman y las
niegan.
Tampoco la luz o la oscuridad son totales
si no las ayudamos, y lograr que sean así
es impedir la alternancia que se conceden.
Puesto a presión el mejor acero se quiebra
en la falla que no muestra. Nada es sólido
y ningún estado es perpetuo. Todo muta,
evoluciona o se desintegra. Tan sólo
el recuerdo permanece y mejora,
y si tenía música es eterno.
*De Horacio
Martín Rodio. horaciorodio@hotmail.com
-Recién editado de Horacio: El libro de Hopper.
Montréal. Pierre Turcotte Editor
https://es.pierreturcotte.com/product-page/mart%C3%ADn-rodio-el-libro-de-hopper
*
Una cree
que hay un amanecer
que mancha de rojo la torpeza de los camiones,
que en el cajón
duermen papeles, balas para incrustarse en algún
cerebro, locuras
cegadas por los rayos del sol,
que los hombres
avanzan con pasos, vacilantes, forzados, atrapados en
mecanismos más o menos
idiotas o lúcidos
que la boca es una
lastimadura que pronuncia palabras,
que las hormigas
custodian el Caos,
pacientes,
sin desmayo,
que las cabezas se
llenan de infiernos y cielos como espumas
cambiantes,
que en las trampas de
las arañas caen insectos, pozos, proyectos de
vida,
que hay reyes locos en
palacios invisibles clavando agujas en la luz,
que la tristeza tiene
sabor a té con dulces,
que las frases se
reúnen como alimañas
oscuras,
venenosas,
pero sólo estás vos
pequeña nada
destruyendo cada día
las espesuras de la
muerte.
*De Liliana
Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com
EL FUTURO COMO
PRESENTE*
La primera temporada
de ‘The Last of Us’ (HBO) demuestra que los relatos de apocalipsis zombis
pueden ocasionalmente esquivar los clichés
*Por Alejandro
Badillo. badillo.alejandro@gmail.com
Martin Scorsese afirmó hace un tiempo que
el cine de Hollywood se ha convertido en un parque de atracciones. La
declaración hace referencia a las películas de superhéroes –franquicias del
llamado Universo Marvel o DC Comics– que invaden las salas varias veces al año
y han monopolizado el entretenimiento audiovisual para un buen sector del
público. La lectura del cineasta es que ya no se narran historias según los
viejos cánones, ahora todo es pirotecnia y efectos generados por computadora.
Me vino a la mente esta polémica al
enterarme de la adaptación a serie de televisión del videojuego The Last of Us,
desarrollado por Naughty Dog y distribuido por Sony Computer Entertainment.
Supuse que la serie de HBO, creada por Craig Mazin y Neil Druckmann, contaría una
historia maniquea, llena de violencia gratuita, no muy diferente de lo que
ofrece la cartelera actual, sobre todo porque una de las temáticas de The Last of Us es el famoso apocalipsis
zombi. Sin embargo, este “parque de atracciones” ofrece una historia con
diferentes capas interpretativas, y además pone sobre la mesa varios debates
sociales en un momento en el que es difícil imaginar un futuro para la
humanidad, incluso distópico.
El primer capítulo de The Last of Us parece seguir la línea del cine de desastres: un
hongo (Cordyceps) evoluciona y es capaz de infectar a los humanos,
convirtiéndolos en zombis agresivos que reaccionan a casi cualquier estímulo.
El apocalipsis sucede en cuestión de días, en 2003. El protagonista, Joel
Miller –un estadounidense en su treintena– ve cómo su vida cambia rápidamente.
Su hija muere en medio del caos desatado por la violencia y pierde el rastro de
su hermano. La historia abandona la linealidad y utiliza varios saltos
temporales que nos llevan al pasado con la intención de contarnos cómo era la
vida antes de la catástrofe, además de muchos detalles de los sobrevivientes.
En el futuro (2023) el personaje interpretado por Pedro Pascal habita una ciudad
organizada militarmente.
Gracias a sus esfuerzos para conseguir
medios que lo lleven a otra ciudad de Estados Unidos en la que, según cree,
está su hermano, Joel conoce a Ellie (Bella Ramsey), una chica de 14 años cuya
única realidad es la que presenta la Agencia Federal de Respuesta a Desastres
(FEDRA). Este gobierno paramilitar es una de las últimas ramificaciones del
poder central que alguna vez controló a la población estadounidense. Ellie es
inmune a la enfermedad provocada por el hongo, y Joel acepta sacarla de la
ciudad a cambio de una batería para camioneta. Por supuesto, los planes en la
distopía provocada por el hongo siempre se malogran y ambos personajes
–rodeados por una serie de compañeros incidentales– recorren una parte del país
siendo testigos de una sociedad moribunda. La esperanza es que la inmunidad de
Ellie pueda acabar con el hongo y su plaga de zombis.
The Last of Us tiene muchas
lecturas. En primer
lugar –la más obvia– es el camino del héroe planteado por el mitólogo Joseph
Campbell. El tópico, visto infinidad de veces en la literatura, el teatro, el
cine y, por supuesto, la tradición oral, nos presenta a un personaje que tiene
que sortear una serie de obstáculos hasta encontrar la felicidad. El rito de
iniciación se desarrolla en una gran variedad de contextos, conservando sus
rasgos generales. La trama distópica en la que un hombre tiene que salvar a la
humanidad protegiendo a una mujer joven recuerda a la novela Hijos de hombres, de la escritora
británica P.D. James. En el libro y su posterior adaptación cinematográfica la
humanidad ha dejado de ser fértil y una mujer del Sur Global puede ser la clave
para que la especie pueda seguir existiendo. La preservación de la vida es, en
todo caso, una de las claves en ambas obras.
Otra lectura interesante es la política. En
medio de la distopía, escenario sencillo para promover una narrativa nihilista,
el guion de la serie plantea diferentes tipos de sociedades que dominarían el
escenario postapocalíptico. Destaca, como ya apunté, la organización militar
representada por FEDRA y el mensaje de que sólo un feroz control punitivo puede
sostener lo que queda de las antiguas ciudades. Como antagonista están las
Luciérnagas, un grupo revolucionario que, a través de las armas y actos
terroristas, intenta sobrevivir y, a largo plazo, derrocar a los militares para
instalar su propia utopía. En otros capítulos aparecen formas distintas de
orden social. En primer lugar, un pueblo con organización comunal, en el que
las decisiones son consensuadas. Sin embargo no hay recursos para todos y han
propagado rumores sobre una zona de muerte para que nadie se acerque a ellos.
Como afirma el guionista y escritor Guillermo Zapata, Ellie y Joel abandonan el
lugar porque viven en un apocalipsis continuo: ella es ajena a los restos de
civilización que dan sentido a los habitantes del pueblo, él es incapaz de
integrarse porque no puede olvidar a las personas que dejó atrás, en particular
a su hija.
Las sociedades sobrevivientes en The Last of Us son, a fin de cuentas,
reflejos inquietantes de nuestro presente, en el que Estados cada vez más
frágiles son disputados y erosionados por diferentes tipos de ideologías, que
van de la extrema derecha a movimientos emancipatorios y comunales que luchan
con diversas contradicciones. Los personajes viven en carne propia estos
dilemas, y eso los aleja del cliché. En el fin del mundo la razón está bajo
asedio y camina por la cuerda floja. El pastor improvisado del capítulo 8 –el
más macabro–, antiguo maestro de matemáticas convertido en verdugo de sus
propias ovejas, es el mejor ejemplo. ¿Qué opción queda a los ocupantes de un
complejo hotelero asediado por la nieve y el hambre? Optan por aceptar la
imagen de la realidad que les vende el pastor, envuelta en un discurso
misericordioso, antes de reconocer que se están comiendo entre ellos. En el fin
del mundo, como se muestra en el capítulo final, el bien común y los valores
difundidos por la sociedad global adquieren un sentido menos heroico, y la
salvación personal –para desazón de los impulsores del cambio social colectivo–
se convierte en la única opción para rescatar a la humanidad que queda, como
anuncia el título de la serie.
Una de las escenas más representativas de The Last of Us es la breve excursión al
centro comercial abandonado en el que Ellie tiene uno de los escasos momentos
de felicidad con su compañera Riley. La remembranza de los videojuegos del
siglo pasado confirma la nostalgia obsesiva por una memoria capaz de
rescatarnos. La fotografía participa de la narración contrastando la oscuridad
de los espacios cerrados con la luz violenta que surge de la naturaleza, en
particular la nieve que domina muchos pasajes. En los espacios abiertos la
luminosidad funciona como un feroz reencuentro del ser humano con un territorio
que había dominado a placer. The Last of
Us –al menos en la primera temporada– confirma que futuro y presente son
cada vez más cercanos. La falta de perspectivas acerca de nuestro porvenir como
especie son los edificios abandonados de las ciudades. En tiempos de crisis
global las narrativas distópicas nos parecen asombrosamente realistas.
*Fuente: https://www.latempestad.mx/the-last-of-us-hbo/
-Alejandro
Badillo. (Ciudad de México, 1977)
-Es autor de los libros de cuento Ella sigue dormida
(Tierra Adentro), La herrumbre y las huellas (Eeyc), Vidas volátiles
(BUAP), Tolvaneras (SC Puebla), El
clan de los estetas (Universidad
Veracruzana. Premio Nacional de Narrativa
Mariano Azuela) y las
novelas La mujer de los macacos (Libros Magenta) y Por una cabeza
(Premio Nacional de Novela Breve Amado
Nervo).
Recientemente ha publicado:
“La Habitación Amarilla” (cuentos) por Editorial BUAP. -2021-
“Reconstrucción” (novela) Ediciones EyC. -2021-
LOS ROSTROS DE LAS HOJAS*
Azrael, no hay luz sin sombras, ni muerte
sin vida.
No hay temor, sin anhelo y si han olvidado
nuestros nombres es porque nos recuerdan... más que nunca.
... Abrázame Azrael. Hoy tengo mucho frío.
Frío de rojo oscuro, de bronce, de
cementerio gris.
Abrázame, que huelo a ausencia.
Huellas de piadoso olvido. Van y viene. De
aquí, de allá.
Reencarnación que viene desde los desiertos
más puros.
Desde la albahaca, de los crisantemos, de
los brezos.
Desde los salitrales, de los ríos de
azufre.
Has escrito y borrado mi nombre, tantas
veces. Tantas.
Lo has escrito en destellante luz o en
ébano
En los serenos ojos. En los miserables
agujeros de la soledad.
Abrázame que hoy me duelen los rostros de
las hojas
Hojas que no caen. Plurales, singulares.
Las manzanas de yeso, las estatuas.
El sudor y la frente y la boca y las
naranjas agrias.
Cubre mis pechos un escorpión insomne.
Una orfandad. Una patria desnuda.
Lloviznas, ácidas de egoísmo y envidia
Dioses de arpillera que huyen.
Y los busco y los persigo y doblan en la
esquina del deseo.
Abrázame que hoy tengo frío
Y me duele tu condena, que es la mía.
La lengua descalza hasta la pantorrilla.
El olor a moho, en el pelo.
En las sábanas. En las sienes.
El olor a rosa madre de carne deshojada.
A las urgentes batallas perdidas.
Abrázame. Tengo frío de barcos y las huellas,
son vagas.
Marcas en la rosa. En el sedal. En la
metralla.
Figuras. Contraseñas. Y cruces.
Y la brújula está rota y no encuentro el
este.
Y aún no he podido descifrar los signos.
Y no encuentro los códigos secretos.
Y añoro, y me arrodillo.
Y una flecha de luz emerge de las hojas.
Y se detiene. Allí mismo. En el mismo
lugar.
Se detiene
*De Amelia
Arellano. amelia.arellano01@gmail.com
El día que me
quiera*
*Por Juan
Forn
Natalia Ginzburg se creía una inútil. Los
nazis acababan de matarle al marido antes de abandonar Roma, tenía tres hijos
que alimentar no sabía cómo, rodaba de casa en casa de parientes y almas
caritativas, creyó que era por pura lástima cuando los dos mejores amigos de su
marido muerto le ofrecieron trabajo en la editorial que él les había hecho
inventar antes de la guerra, porque lo único que había querido en vida (además
de combatir al fascismo) era que en Italia se pudiera algún día leer a sus
amados rusos traducidos como dios manda. Así se había enamorado Natalia de su
marido Leone Ginzburg, cuando lo vio junto a aquellos dos amigos sentados
alrededor de una estufa en una infame habitación de hotel en Turín, inventando
la mejor editorial de todos los tiempos. La historia es conocida: en 1934, tres
amigos se sofocaban en la Italia fascista, dos de ellos sabían escuchar incluso
cuando estaban ensimismados en sus insaciables lecturas, uno adoraba la
literatura rusa y el otro la literatura yanqui, el tercero rebasaba de energía
y no tenía un gramo de paciencia, así que convenció a los otros dos de que se
pusieran a traducir la mejor literatura rusa y la mejor literatura yanqui y él
se encargaría de publicar esos libros y cambiarle la cabeza a Italia. Era un
plan hermoso, a pesar de Mussolini. Empezaron con Moby Dick y Los hermanos
Karamazov, iban a seguir con Tolstoi y Chejov y Hemingway y Faulkner, pero vino
la guerra. El mandón, que se llamaba Giulio Einaudi y le había puesto su
apellido a la editorial, debió escapar a Suiza. Leone se ocultó en las montañas
de Abruzzo con Natalia y sus hijos. El tercer amigo, que era Cesare Pavese, fue
el encargado de mantener la editorial en marcha (tan luego él, que había
escrito, en su poema más famoso: “Trabajar cansa”) y ofrecerle aquel trabajo a
Natalia, cuando logró ubicarla en el jubiloso caos que siguió a la retirada de
los nazis. Pero ella creyó que se lo ofrecían de lástima, porque se creía una
inútil, una perezosa sin remedio con el corazón roto y tres hijos que criar.
Trató de hacerse invisible en un escritorio
del fondo, iba a trabajar cada mañana como iba por la tarde a la consulta de un
viejo psicoanalista austríaco al que la habían mandado para que no se
derrumbara. Por pavor a la pereza trabajaba con furia, incluso pidió una llave
para poder ir los domingos a la oficina, pero se seguía creyendo una inútil.
Hasta esas cositas que escribía a la noche, después de acostar a sus hijos, le
parecían insignificantes, aunque las seguía escribiendo igual. Años después, en
un librito monumental llamado Las pequeñas virtudes, confesó: “A veces pienso que no he sido desgraciada
en mi vida, que soy injusta cuando acuso al destino de haber tenido tan escasa
benevolencia conmigo, porque me ha dado mi oficio. No podría imaginar mi vida
sin él. Ha estado siempre ahí, no me ha dejado nunca, cuando lo creía dormido
su mirada vigilante estaba puesta en mí. Nunca fue un consuelo, una
distracción, una compañía. Es un amo. Hay que tragar saliva y lágrimas, apretar
los dientes y servirlo, cuando él nos lo pide. Entonces nos ayuda a mantenernos
en pie, a vencer la locura, la desesperación y la fiebre. Pero debe ser él
quien manda, debemos saber que se negará a prestarnos atención si se la
pedimos. Sé muy bien que soy una escritora pequeña. Si me pregunto ¿escritora
pequeña como quién?, me entristece pensar en otros nombres, así que prefiero
creer que nadie ha sido nunca como yo, por pequeña que sea, aunque como
escritora sea una pulga o un mosquito”.
En aquellos primeros años de posguerra en
que se sentía la más inútil en las oficinas de Einaudi, estaba haciendo una de
las mejores traducciones que existen de los dos primeros tomos de En busca del
tiempo perdido de Proust. Cuando Pavese se suicidó poco después, fue la única
que supo hacer ver silenciosamente a los demás cómo debía sobrellevarse esa
pérdida irreparable. Incluso cuando le dijo a Primo Levi que no era momento aún
de publicar Si esto es un hombre (en
1946, a un año y meses de la muerte de su marido judío a manos de los nazis),
resultó tener razón, de una amarga pero visionaria manera (Levi lo publicó en
otra editorial, el libro pasó inadvertido, Einaudi lo rescató en los años ’50 y
lo leyó el mundo entero). Pero seguía creyéndose una inútil. Pensaba que no
servía ni como paciente de aquel viejo junguiano (aunque con los años, mucho
después de haber dejado esa terapia, descubrió que en los momentos difíciles se
hablaba a sí misma en su cabeza con suave acento austríaco). Se creía sorda a
la música, también a la política, al valor del dinero, a la realidad: siempre
trataba de prestar atención, pero siempre terminaba perdiéndose en sí misma, en
sus ensoñaciones. Sólo entendía el pasado: sólo entendía lo que rememoraba, lo
que había vivido, lo que había perdido.
En un opaco departamento del opaco Londres
de los años ’50, adonde había ido a acompañar a su segundo marido (un buen
hombre que la ayudó a criar a sus hijos), una vez más sin saber qué hacer, una
vez más sintiéndose una inútil, agarró una lapicera y escribió casi de corrido
Las pequeñas virtudes y Léxico familiar, dos libritos que son casi uno solo,
dos libritos engañosamente insignificantes. Toda la Italia de preguerra y de
posguerra está ahí, en pequeñas viñetas de vida fulgurante, contadas por la
inútil de la casa, la menor de cinco hermanos que no mandaron al colegio para
que no se contagiara enfermedades, que se convierte en la recién casada que se
electrifica sin entender del todo cuando oye a su marido y a Pavese inventar el
futuro al lado de una estufa, la madre torpe devenida viuda de guerra que
quiere hacerse invisible en las oficinas de Einaudi, la mujer de mediana edad
que contempla todo eso desde una anónima ventana nocturna londinense, lapicera
en mano, y escribe: “En cuanto vemos nuestros sueños rotos, nos consume la
nostalgia por el tiempo en que bullían dentro de nosotros, porque nunca fueron
parte de la realidad, pero eran parte de nosotros”. La que escribe: “Sólo detesto las cosas oscuras cuando
siento que detrás de su oscuridad no hay nada, porque cuando la desesperación
humana se nos ofrece de verdad, no sentimos náusea o extenuación sino que nos
sentimos transportados a lo más alto de una ola, el horror y el esplendor
aparecen acoplados y unidos, y un acoplamiento semejante genera acoplamientos
infinitos, infinitas mezclas y similitudes”.
Nada le sorprendió más que descubrir, con
los años, que sus libros, sus libritos, eran útiles, en el sentido más profundo
de la palabra, para miles y miles de personas. No lo digo yo: lo dijeron desde
Pasolini a Italo Calvino, pasando por Fellini y Sciascia y todas las paradas
intermedias. Pero ella nunca se lo creyó del todo, siguió escribiendo hasta su
muerte con la esperanza de aclarar el malentendido, no se dio cuenta de que lo
había explicado inmejorablemente, cuando en aquella ratonera de Londres en los
años ’50 escribió: “Conocemos bien
nuestra cobardía y bastante mal nuestro valor”.
*Fuente:
http://www.pagina12.com.ar/.../13-215311-2013-03-08.html
*
Siempre sentí que la
discordia entre las personas no responde a ninguna causa especial racional,
sino que es un sentimiento ambivalente de hostilidad hacia el otro que vive
confusamente en nuestros instintos. Casi todas las discusiones aparecen por
nada o por causas nimias.
*De Liliana
Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com
Inventren
https://inventren.blogspot.com.ar/
Después de la
película*
El jueves pasado fui al cine con mi amigo Marco. Me
había llamado unas horas antes, muy excitado porque en el cineclub de la
Universidad ponían El maquinista de la general, todo un clásico. Vimos la
película y luego nos quedamos a la tertulia, que tradicionalmente se arma en
torno a la emisión del día, aunque ni mi amigo ni yo intervinimos en ella. Solo
escuchamos. Se habló de Buster Keaton, del origen de su nombre artístico
–nacido de un comentario del gran Houdini-, de la guerra de secesión y de otras
películas relacionadas con la que acabábamos de presenciar. Al final todos los
asistentes fuimos saliendo lentamente, más o menos, según me pareció, satisfechos
con el espectáculo.
Marco y yo nos quedamos unos minutos afuera, cerca de
la puerta del local, conversando, aunque no sabría explicar el desarrollo de la
conversación ni su contenido. Cabe suponer que nuestras palabras versasen sobre
el film, sobre Keaton o quizá sobre alguna otra ocasión en la que hubiésemos
ido juntos al cine. Lo que recuerdo perfectamente (casi con un escalofrío ahora
al contarlo), es lo que ocurrió al separarnos. Me quedé mirando como mi amigo
se alejaba por la calle hacia el sur, en dirección a su barrio. Cuando lo perdí
de vista, apagué mi cigarrillo y me dispuse a partir en sentido contrario.
Justo entonces, de la pared más cercana (así lo sentí, como si el sonido
proviniese del propio muro) me llegaron unas palabras:
- Mucha gente no lo sabe, pero…
Al principio me sobresalté. Después miré con atención
en dirección al lugar de donde provenía la voz. Un tipo estaba apoyado sobre la
fachada. Apenas me era posible distinguirle. Era poco más que una sombra. Dudé
si ignorarle y marcharme o, por el contrario, averiguar qué quería de mí. Opté
por lo segundo. Me acerqué dos pasos, hasta estar casi junto a él. Pregunté:
- ¿Nos conocemos?
Tardó en responder. Su rostro se veía oscuro, tal vez
debido, en parte, a la barba de tres días, pero era más que eso, como una
oscuridad procedente del interior de sus ojos impasibles. Su semblante no
reflejaba la menor emoción.
- No. Sin embargo, le contaré un secreto.
Me pareció incongruente que un completo desconocido
fuese a contarme algo sin motivo alguno. Seguro que después de su revelación
iba a pedirme dinero. Por un momento pensé en reanudar mi camino, pero pudo más
la curiosidad.
- Usted dirá, entonces.
Me miró con esos ojos fríos, un momento que me
pareció muy largo. Después inició su relato:
- Mucha gente no lo sabe, pero Buster Keaton estuvo a
punto de rodar una película aquí, en Argentina.
Me pareció muy improbable, pero podría ser divertido
escucharle. Involuntariamente, sonreí. Él siguió narrando con lentitud,
imperturbable.
- El maquinista, hoy es un clásico, pero en su
momento fue un auténtico fracaso en taquilla. Tras aquel fiasco, y en vista de
lo caros que resultaban los rodajes de sus películas, la productora decidió
que, a partir de ese momento, Keaton ya no gozaría de libertad absoluta.
Durante algún tiempo estuvo rodando películas que a él mismo le parecían
indignas de su genio.
- Sí, sabía eso. Lo leí en alguna parte – interrumpí.
- Fue entonces – continuó el tipo sin inmutarse -
cuando entró en contacto, no se sabe muy bien cómo, con un magnate argentino,
un pez gordo de Buenos Aires, que le prometió invertir en su siguiente film.
Así que Stone Face (como ya se le
conocía en todas partes) se vino a la Argentina, dispuesto a rodar en cuanto
todo estuviese listo.
Pensé que la narración se había terminado, pero solo
se trataba de una pausa, no sé si dramática o para tomar aire.
- El millonario puso como condición que parte del rodaje tuviese lugar en la estación Juan Atucha, sus razones tendría y nadie le discutió ese punto. Para Keaton, tan bueno era un sitio como otro, siempre y cuando tuviera una buena porción de pampa que atravesar con su tren… Sí, lo ha adivinado. La cosa iba otra vez de trenes. Buster Keaton era un enamorado de los trenes. En el fondo, ya sabe usted… La vida es un tren que circula hacia alguna parte cuyos contornos no son nunca visibles…
- Y ¿qué pasó?
- Durante un tiempo, Keaton estuvo recorriendo
diversas partes del país, sobre todo los alrededores de la estación en la que
iba a iniciarse el viaje que tendría lugar en la filmación. Cuidaba mucho los
detalles y le gustaba hacerlo todo en persona. Así que, acompañado de un guía
local, que a la vez le servía de traductor y de secretario, fue encontrando
escenarios en los que desarrollar su idea. ¿Le gustaría conocer la idea que
tenía para esa película?
- Por supuesto – repuse. A esa altura ya estaba más
que interesado en lo que el tipo me contaba, fuese verdad o no.
- Bien. El tema es el desierto.
Tras esa contundente frase, casi una sentencia, el
hombre guardó silencio. Creí que ahora venía el momento en que iba a pedirme la
voluntad a cambio de su relato. Yo tenía en la cartera algunos pesos y estaba
dispuesto a ofrecérselos con tal de seguir escuchando. Pero no demandó nada.
Solo había parado un momento para tomar aliento, repasar en su mente toda la
historia o cualquier otra cosa. Luego continuó como si ese breve lapso –que se
me hizo interminable- jamás hubiese tenido lugar:
- El tema es el desierto. Un tren va avanzando a
velocidad reducida por parajes desolados. Afuera, nada parece suceder. En el
interior, una mujer y un hombre conversan desapasionadamente. Poco a poco vamos
averiguando que se trata de un matrimonio. Hay fragmentos de conversaciones
mientras por las ventanillas va pasando un paisaje yermo. Tan yermo,
adivinamos, como la relación que vincula a esas dos personas que conversan,
unidas acaso por el amor en otro tiempo, pero ahora enormemente distanciadas.
Hablan por llenar con algo el viaje. Viajan por llenar con algo sus vidas. Si
hubo ilusión en su pasado, ahora yace tras un alud de años compartidos. El
presente, cada una de sus palabras lo confirma, es la nada. Desempolvan
recuerdos, comentan el clima, las últimas noticias leídas en el diario. En sus
voces no hay futuro. El futuro no existe. Es la laguna muerta de un páramo casi
idéntico a aquel por el que el tren va discurriendo. Ocasionalmente, un revisor
atraviesa el compartimento. Nada más. Finalmente, el tren llega al borde de un
barranco (no se sabe qué hace exactamente un barranco en medio del trayecto
ferroviario y, en realidad, no importa) y sin que nadie pueda o quiera
evitarlo, se despeña. Esa escena final, por medio de la edición, iba a durar
más de un minuto. Más de un minuto ese tren despeñándose, cayendo verticalmente
sin visos de llegar jamás al final de su caída (metáfora de la relación de los
dos personajes).
El tipo hizo una nueva pausa. Le miré, expectante,
casi suplicando que continuara.
- Al final no hubo acuerdo porque el coste de esa
última escena era inasumible para el presunto mecenas. Después de esa negativa,
Keaton se entrevistó con mucha gente en Buenos Aires y otras ciudades, pero no
consiguió la financiación imprescindible. La película nunca se hizo, así que
supongo que tampoco en su país le avalaron. Eso fue todo. Un proyecto jamás
realizado. Un sueño nomás.
Ahí terminó el relato. Su voz dejó de sonar y él
desapareció, como una sombra. Pestañeé un par de veces, pero no había rastro de
él. Como si se hubiese esfumado. Traté de recuperar sus rasgos, la seriedad de
su rostro, la impasibilidad de sus ojos, pero me fue imposible. La noche se transformó en una escena de cine
mudo mientras caminaba hacia mi casa.
Al día siguiente llamé a Marco, muy excitado, para
contarle todo lo sucedido. Él me escuchó atentamente. Luego, con un tono de
confusión, dijo:
- Ayer no nos vimos. No fuimos al cine. Tal vez
fuiste con otra persona…
- No, no. Recuerdo perfectamente que fui contigo.
- Hace casi un mes que fuimos por última vez al cine…
Y fue a una reposición de Portero de noche, donde Charlotte Rampling está
espléndida, por cierto... Lo estuvimos comentando largamente a la salida…
Guardé silencio. Pensé que, sin duda, Marco me estaba
embromando. Entonces añadió:
- Y la última vez que pasaron El maquinista, que yo
sepa, fue hace treinta años.
Colgué. Unos ojos inexistentes me miraban desde el
recuerdo de una escena que, al parecer, nunca tuvo lugar, o lo tuvo de algún
modo que no me es posible siquiera imaginar. Volví a la cama. Traté de dormir.
Soñar escenas de cine mudo. Tal vez al despertar el mundo hubiera cambiado
nuevamente.
*De Sergio
Borao Llop. sbllop@gmail.com
-Continuidad literaria
por el Ferrocarril Provincial.
-Próxima estación:
FUNKE.
LOS EUCALIPTOS.
FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN GOYENECHE.
GOBERNADOR UDAONDO.
LOMA VERDE.
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN.
GOBERNADOR DE SAN JUAN RUPERTO GODOY.
GOBERNADOR OBLIGADO.
ESTACIÓN DOYHENARD.
ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA.
D. SÁEZ. J. R.
MORENO. EMPALME ETCHEVERRY.
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY. LISANDRO OLMOS.
INGENIERO
VILLANUEVA. ARANA. GOBERNADOR GARCIA.
LA PLATA.
InventivaSocial
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