sábado, marzo 25, 2023

AHORA A BUSCAR LA VIDA

 


*Foto de Eduardo Francisco Coiro.

https://www.instagram.com/educoiro/

 

 

 

 

 

 

 

 

El río de mi padre*

 

 

Hace poco estuve en el río, ancho y furioso

leyendo y tomando cerveza

en la otra orilla, un viejo con su caña de bambú

esperaba atrapar algún pez

 

y pensé en mi padre y en mí pescando juntos

si hubiéramos tenido tiempo, si esa ráfaga de muerte

no hubiese existido

 

luego, cuando volví caminando, me pareció verlo

apuré el paso, pero algo sucedió

lo vi correr y desaparecer en una esquina

 

ahora escribo sobre mi padre y sobre mí

y lo que pienso sobre ambos, lo que hubiéramos hecho

esas cosas entre padre e hijo

 

 por la noche, reabrí el libro para continuar con la lectura

que había postergado aquella tarde en el río

el siguiente relato era un cuento breve

de un tipo que pescaba en una orilla y su hijo en la otra.

 

 

*De Andrés Bohoslavsky. vladimirbeat@yahoo.com.ar

-De su libro MARGOT, LA PROSTITUTA QUE LEYÓ A BAKUNIN.

-Editorial Leviatán. 2017

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

La foto perdida con mi padre*

 

 

No tengo ninguna foto junto a mi padre. No lo tengo joven en mi memoria y no dispongo de auxilio para recordarlo. No se ocupó de dejar testimonio visual, como todo padre orgulloso lo hace con sus hijos pequeños. Tampoco guardo un abrazo cariñoso, ni siquiera un beso en la mejilla. La mejor época para comunicarnos fue cuando estaba internado en el geriátrico. En realidad, en el segundo geriátrico en el que estuvo, donde lo cuidaban bien. Tan bien que podía llevarlo, cada tanto, a pasear y a cenar afuera sin riesgo de que no quisiera volver. No importa el lugar donde lo llevara a comer, él pedía borsch, la comida típica judía a base de remolacha. A veces accedían a prepararlo pese a no estar en el menú. En esa época aún no se habían puesto de moda los restaurantes de comida étnica judía. Por supuesto que cuando salía conmigo ya estaba cenado. En el geriátrico la mesa se ponía temprano, pero comía igual sin quejarse. La comida no se despreciaba, lo sabía desde joven. Pero lo más importante es que podíamos conversar con tranquilidad, por primera vez en la vida. Una tarde se me ocurrió ir a la casa de fotografía a sacarnos una instantánea. Él estaba tan contento que salió muy bien reflejado. Sonriendo salió. El dueño, que me conocía por ser cliente de mi local de computación, no aceptó cobrarnos, tanta fue la emoción que le produjo. Él se quedó con la foto y la puso al lado de la lámpara en su mesa de luz. Si cierro los ojos aún puedo verla.

Cuando comenzó a estar mejor, que fue poco antes de morir, pasaron más cosas. Por ejemplo, hacía las compras para la cocina de la institución. Era simpático y tenía fuerza para traer las bolsas. Y eso lo mantenía ocupado. En esa época mi hermano se había mudado al departamento donde antes vivía mi padre, que quedaba cerca del geriátrico. Un día se le ocurrió la mala idea de llevarlo para pasar un rato juntos al departamento en cuestión. Mi hermano estaba orgulloso porque había tirado ya todas las cosas que quedaron abandonadas, sucias e inútiles. Entre ellas había un par de heladeras muy viejas que no funcionaban, pero servían para almacenar billetes fuera de circulación envueltos en papel de diario. Los diarios eran de la época en que los billetes tenían verdadero valor. Por cosas que me dijo antes de morir, él creía que había guardado dinero extranjero. Es una prueba de que su deterioro comenzó mucho antes de lo que imaginábamos, o tal vez era tan solo un negador y prefirió cerrar los ojos y oídos a la constante devaluación. Pero esas cosas inservibles eran sus cosas y cuando volvió al geriátrico se puso incontrolable. No podían creer el cambio para peor que se había producido. Mi padre comenzó a golpear a los otros enfermos, a romper todo lo que tenía a su alcance. Ante estos hechos me dijeron que ya no lo podían tener y que lo llevara a una institución para enfermos mentales. Un médico de PAMI avalaba esta decisión. Pero a los pocos días mi padre tuvo la delicadeza de morirse. Lo agradecí internamente porque me evitó el mal trago de internarlo en un lugar aún más deprimente. Cuando volví al geriátrico a agradecer la atención brindada, le pedí la foto que nos sacamos juntos a quien con tanto esmero lo cuidó esos pocos meses de internación. Me enteré de que en un ataque de ira mi padre la había destrozado como a tantas otras cosas. No guardaron los pedazos y yo no tenía otra copia. Eran épocas donde los celulares no tenían cámaras. Tampoco los fragmentos me hubieran servido porque hay cosas que se rompen y nada las puede reparar.

 

 

*De Jorge Santkovsky. jsantkovsky@go.org.ar

-Fuente: Diario de un cuentenik.

Editorial Leviatán. 2020

https://www.amazon.com/-/es/Jorge-Santkovsky/dp/9878381161

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

*

 

 

Cuentan

que ser feliz

es aprender a prescindir de todo.

Habrá quien se atreva

a soltar

sus certezas

de náufrago,

y echarse a un mar

donde ni la miseria exista.

Otros nos arrojamos al agua

con la valija

llena de objetos fútiles:

una mirada de adiós,

la huella de fuego

de un dedo en la espalda,

el silencio de una hoja rota

al caer al pasto.

Somos los sobrevivientes:

los que aprendimos

que las tristezas

siempre,

siempre flotan.

 

*De Mariana Finochietto. mares.finochietto@gmail.com

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Ser tu propio padre*

 

 

La voz de mi padre sigue viajando. Partió con él, un Giugno 30 del puerto de Nápoles. Atrás hay un viaje en tren al que llamaba "la letorina".

No lo dijo nunca, pero en su voz lleva un eco, una cadencia de las lágrimas de toda su familia italiana que lo despide antes del mar como horizonte. Mi padre lleva la promesa de vivir en Argentina.

El pasaporte con aquella expresión en la foto tan parecida a Paul Newman dice que llegó el Luglio 21 de 1952.

Creo que sigue viajando. Que ese barco, el Sebastiano Caboto todavía no hizo su escala en Río de Janeiro. 

-Hay días. Momentos, en que necesito que llegue tantas décadas después...

"La voz del padre llega muchos, pero años después" - Oigo decir al amigo cuando le hablo de mi espera.

Será por eso que el otro día la voz de mi padre llegó.

Su voz. Su voz con un golpe duro de aire para que no me haga el distraído. En su voz venían sus ojos celestes en los que reflejaba al mar inabarcable de la travesía.

A veces uno no sabe oír ni recordar.

Desde la voz viajaban las palabras de mi padre que no era de ironías ni de evadir una verdad. Bien clarito pude oír:

“Ora devi essere tuo proprio padre”

 


*De Eduardo Francisco Coiro

https://www.facebook.com/CansadoDeTriunfar/

 

 

 

 

 


 

 

 

 

 

Carta*

 

 

*De Antonio Dal Masetto.

 

 Este es el hogar que les toco, una pálida ciudad americana, una ciudad sometida a las modas, que les ha transmitido sus costumbres y sus histerias, que los ha saturado con sus músicas, sus pobrezas, sus tristezas, sus crímenes. Quiero que lo sepan: en sus venas hay otros soles y otras fiebres. Sus carnes no están amasadas solamente con olor a nafta y horizontes de cemento. Quiero que lo sepan porque tal vez algún día, cuando les toque hacerse la gran pregunta, esto pueda formar parte de sus respuestas. Recupero imágenes de un tiempo que no les pertenece. Pero seguramente las presencias que lo habitan estén tan vivas en la memoria de vuestras sangres como en la mía.

Hay una casa sobre el lago y un pedazo de tierra con hileras de vides. Vuestro abuelo cuida de esa viña. Llega la estación de la vendimia y lo miro cortar los racimos, transportar los canastos, pisar la uva en la cuba. En los días que siguen, en la penumbra del sótano, el olor del mosto es, para mí, olor a misterio.

Hay otra casa, en la montaña. En la tierra difícil vuestros han sembrado trigo. Los veo, encorvados, manejando la hoz y abriendo surcos en el trigal. Los haces son transportados en carro hasta el molino, en una aldea vecina. Allí se muele y se paga con parte de lo cosechado. Al atardecer vuelven trayendo las bolsas de harina con las que amasaran pan durante todo el año.

Estas son las dos imágenes que quiero rescatar. Una es oscura y subterránea: ese sótano y su fermentar secreto, su actividad viva detrás de la puerta cerrada. La otra está llena de la luz de los trigales y el trabajo bajo el sol. Tal vez estos recuerdos no signifiquen nada y sean solo el reflejo melancólico de alguien que no se ha acostumbrado a las perdidas y al desarraigo. Pero insisto en creer que en esa luz y en esa sombra existe una enseñanza. No quiero sugerir que aquella fuese gente feliz. Eran tozudos y eran egoístas. Tuvieron hijos y defendieron lo suyo. Duraron. Alimentaban sus vidas con trabajo, con odios y alegrías, con pasiones fuertes y primitivas. Pero nunca con indiferencia, que es uno de nuestros males. Perpetuaban ceremonias que para nosotros perdieron sentido. Esperaban la hora de la cosecha seguros de que llegaría. Trabajaban para que el milagro se repitiese. Confiaban, y la tierra no los defraudaba. No se preguntaban por qué. Dos guerras pasaron sobre sus casas. Ellos siguieron sembrando y cosechando.

Más tarde, vuestros abuelos, trasplantados a tierra americana, seguían aferrados al ritual en los pocos metros de la casa en que vivían. Plantaban hortalizas y frutales, espiaban el devenir de las estaciones. Esos florecimientos y desarrollos parecían contribuir a darles una medida y una razón a sus vidas. Probablemente, para ellos lo importante no fuese la necesidad y el placer de la cosecha, sino la certeza de la cosecha. Sin saberlo, acataron mejor que nadie el papel que a todos nos ha tocado desempeñar.

El ejemplo de esa entrega, que es también elección, que es también participación, nos habla un lenguaje olvidado, pero que reconocemos.

Nos sugiere que quizá no seamos más que intermediarios entre fuerzas que nos superan y un mundo que acepta y necesita nuestra colaboración. Que más allá de nosotros, de nuestra voluntad y conocimientos, existe una alianza entre las cosas, un pacto inalterable que es preciso secundar. Cada día trae su confusión, pero la meta es siempre la misma.

Nuestra tarea es el rescate. Lo perdido, lo oculto es nuestro objetivo. Hay en nosotros una memoria que no proviene solamente del pasado.

Ella nos indica el camino: poner orden en lo invisible. Las herramientas, los elementos de trabajo, igual que la pala y la zapa, están de este lado. Energía, lucidez y paciencia son nuestras cartas de triunfo. Pero también impaciencia, desorden, pasión. Y delicadeza, que es privilegio de la fuerza. Si todo está en todo, entonces siempre hemos estado cerca de lo que buscamos. Cada día, cada hora, la realidad nos está repitiendo el mismo estribillo. No hay pistas falsas. En todas partes hay señales y conclusiones. Será necesario recorrer esos senderos para llegar a descubrir lo que en última instancia sabíamos desde el principio.

Aquella luz y aquella sombra no son solo partes opuestas y complementarias de una misma esfera. Son también un espejo de nuestra condición. No nos queda más que confiar en que la tarea visible proyecte sus frutos en lo invisible. ¿Qué es el vino sino agua que contiene fuego? ¿Qué es el pan sino tierra que levito?

 

*De "El padre y otras historias”

 

 

 

 


 

 

 

 

 

 

 

Fantasmas del futuro*

 

  

*Por Esther Cross

 

Íbamos por la ruta 33, del pueblo al campo. Manejaba mi abuelo, que había ido a vernos para recobrarse de la muerte de mi abuela. Llegó en el Chevallier de la tarde y fuimos a buscarlo a la terminal con mi padre. Mi abuelo lo saludó con una palmada, levantó a mi hermano más chico, abrazó a mi hermano mayor y a mí me concedió una atención especial porque era la única chica y me dio un beso. Hacía años, comentó, que no venía al campo, y mi padre asintió, pero la paz entre esos dos duraba poco. Esa vez discutieron porque mi abuelo quería manejar y mi padre dijo “ya empezamos”. Era cierto. Algo empezaba cada vez que aparecía el viejo. Ese día en la ruta fue distinto. Mi abuelo perdió la memoria en el camino. Dejó parte de ese viaje con nosotros hundido en el olvido.

Fue una sorpresa; la amnesia siempre lo es, según dicen. Nadie la hubiera predicho al verlo bajar del Chevallier. El viejo estaba saludable, excitado y bien vestido como siempre. Dijo que le dolía la cabeza porque el chofer del micro había roncado todo el camino y que viajar al interior le daba un poco de jet lag. Miraba una vez y otra el espejo retrovisor, como si nos estuvieran siguiendo, como si estuviésemos escapando, como si se estuviera dejando algo que después le haría falta. Pasamos una jaula de hacienda y se abalanzó sobre el volante. Vimos los novillos hacinados en el remolque y, sobre la patente, el cartel fileteado que decía Ulises, el Capo. “¿No usabas anteojos para ver de lejos?”, le preguntó mi padre a mi abuelo, que respondió “es cierto pero no los necesito porque el campo no queda lejos” y se rió con su risa contagiosa. Después, cuando pasó todo, mis hermanos y yo nos acordamos de su broma y pensamos que había sido una ironía presentida. Si hubiera sabido lo que estaba por pasarle, lo que a lo mejor ya le pasaba, habría actuado de otra forma.

Mi abuelo no creía en Dios pero cuando mi abuela agonizaba salió a buscar un cura que le diera la extremaunción alegando que ella hubiera querido eso. Mi abuela estaba en coma y respiraba como una esponja, pero mi abuelo le confería poderes e intenciones y se designó su embajador. Pedía cosas de su parte y fue en su nombre que solicitó un sacerdote para el entierro. Después mi abuelo entró en la etapa desafiante. “¿Por qué, con todos los malos bichos que hay en esta vida?”, decía, en la mesa, cuando menos te lo esperabas, seguro de que podías completar la pregunta –y de que eso le daba la razón– con un resentimiento que lo llenaba de fuerza. Entonces volvía a su buen humor de siempre y seguía comiendo, como si nada. Podía arruinar almuerzos y reuniones. Mi padre decía que su padre no tenía límites. Pero esa tarde en la ruta tuvo un límite. Se lo puso su propia cabeza.

Habíamos salido del pueblo hacía unos minutos. Mi padre y mi abuelo hablaban sin mirarse. En el auto no parecía raro; podías pensar que estaban atentos al camino, pero ellos siempre hablaban así. Mi madre decía que estaba bien porque un cruce de miradas era suficiente para que se trenzaran. También explicaba la costumbre diciendo que mi abuelo y mi padre se habían pasado la infancia de mi padre en el cine, mirando la pantalla, y había quedado el hábito. Cuando fueron al entierro de mi abuela en el remise de la casa funeraria también habían hablado así, mirando el cementerio al final de la avenida.

Al bajar del Chevallier esa tarde, mi abuelo se había empeñado en manejar. La idea se le ocurrió en cuanto vio el auto nuevo de mi padre. “Hace años que no manejo”, dijo, para que mi padre lo entendiera. “Justamente por eso”, le retrucó mi padre.

Pero mis hermanos y yo abogamos por mi abuelo. Desde que había enviudado, sus manías nos parecían más graciosas, y a veces atendibles. No había nada que él pidiese que mi madre no le diera. “Tampoco tiene que abrazarte así”, decía mi padre, enojado con mi madre. El viejo aprovechaba para hacer lo que quería. “Toda la vida toleré que me marcaran por ser hijo único –decía mi padre–, pero ¿alguien se puso a pensar en lo que es ser el único hijo de este malcriado?”, preguntaba, con una sonrisa que borraba con el humo mientras fumaba, porque siempre fumaba. “¿Acaso me gusta ser el padre de mi padre, que es como ser mi propio abuelo?”, seguía. Después había llegado el verano y nos habíamos ido al campo y mi padre parecía un hombre nuevo. Pero ahora mi abuelo había venido a visitarnos, estaba al volante y nos llevaba directamente, sin escalas, a su olvido: una laguna de horas que iba a tragarse ese viaje, con nosotros incluso, en su profundidad.

La pulseada fue breve. De un lado estaba mi padre. Del otro, mi abuelo y nosotros tres. Ganamos. Mi padre nos dejó ganar. Hizo una reverencia exagerada para cederle su lugar a mi abuelo y se sentó al lado. Mi abuelo nos agradeció el apoyo con la promesa de “castigar esa ruta”. Mi padre cerró la boca. Aunque no dijera nada, te dabas cuenta. Su silencio latía, cargado.

El viejo tocó todos los botones y palancas. A mi padre la nuca se le ponía colorada, y eso era una señal inequívoca de enojo. Mi abuelo pisó un pedal, saltó un chorro de agua y tuvo que prender el limpiaparabrisas. Aunque sabía que la radio sólo captaba la emisora zonal, paseó el dial por todos los canales. Tiró de la manija que abría el capó y mi hermano mayor tuvo que bajar para cerrarlo de nuevo. Acomodó el espejo. Tanteó los bordes del asiento para empujarlo hacia atrás. Con la mano en la palanca del piso, hizo todos los cambios. Probó la baliza y las luces. Abrió y cerró la guantera. Le preguntó a mi padre para qué tenía una linterna si no tenía pilas.

Desde donde estábamos, se veía el cartel de la estación de Isaura, a la salida del pueblo. Mi abuelo pisó el acelerador, dijo “ahí vamos”, dimos un par de corcovos y avanzamos por el Boulevard Roca a una velocidad lenta, directamente fúnebre, que ni siquiera merecía el nombre de velocidad. Aceleró un poco cuando dejamos atrás la Antigua Casa Galver. Tomamos la ruta 33, aunque tuvo que corregir la dirección cuando mi padre le avisó que íbamos para el otro lado. “Arre”, decía el viejo. El viento caliente te golpeaba los oídos. Levantaba humaredas de polvo a lo lejos.

Cuando nos acercamos a las vías, aminoró la marcha. Mi padre le dijo que podía seguir porque el tren estaba fuera de circulación hacía años. “A las armas las carga el diablo y a las vías también”, le explicó mi abuelo y nos contó que había trenes que aparecían desde la nada, como fantasmas del futuro. Entonces se quedó mirando, con los ojos entornados, como si viniera algo que solamente él podía ver. En ese momento nos dimos cuenta de lo raro que estaba, nos quedamos con una parte de él que no era él estrictamente hablando.

Mi abuelo apagó el auto. Nos miró como si estuviera bajando del Chevallier, y quiso saber dónde estábamos. Así empezó la serenata de preguntas. Dónde estamos, a dónde vamos, qué hacemos. Momentito, qué hacemos, a dónde vamos, dónde estamos, de dónde venimos, de qué se ríen, por qué me miran así. Hay preguntas que trascienden todas las respuestas. Es una de las cosas que aprendimos esa tarde.

Esa noche, cuando pasó todo, volvimos al campo, lejos de la ruta y de la clínica García Salinas. Estábamos en el jardín, eran las 9 de la noche pero había luz. El auto estaba en el galpón, mi padre estaba más tranquilo y mi abuelo había vuelto a ser mi abuelo. Ya estábamos lejos de la sala de emergencias, de la puerta vaivén, del llanto de un bebé. Mi abuelo no se acordaba de que había manejado, de la jaula de hacienda que decía Ulises, el Capo, de la enfermera que tuvo que repetirle diez veces que se llamaba Irma. El médico nos había dicho que el electroencefalograma de mi abuelo era normal y las radiografías eran normales. Era un médico joven que se llamaba Omeya. Tenía el nombre bordado en un bolsillo y zapatos gastados, de hombre mayor. En esa época no existían las tomografías computadas pero en el pueblo no hubiera habido tomógrafos aunque hubiesen existido y el cerebro de mi abuelo, visto en rebanadas, tampoco hubiera registrado nada anormal.

Sentado en el jardín, el viejo nos preguntó qué había pasado. “Estuve en otro mundo”, nos dijo, levantando la mano, “lo malo es que no sé en cuál”.

Algo podíamos adivinar de ese mundo desde el que nos hablaba mientras estaba perdido. Desde ahí preguntaba con esa voz cansada, y nos miraba estirando las manos para aferrarse a la orilla de lo real. En ese mundo gobernaba nuestro mismo presidente –recordaba también el nombre del vicepresidente cuando el médico de guardia lo interrogó–. Las caras y las cosas se deshacían en cuanto dejaba de mirarlas porque cuando no las veía ya no sabía que estaban. El doctor Omeya había hecho preguntas y mi abuelo había contestado bien. Había levantado los brazos con las palmas de las manos hacia arriba. Había caminado con un pie delante de otro, como un equilibrista. Se había tocado la punta de la nariz con los ojos cerrados; había hecho cada cosa. El viejo había hecho todo lo que le decían porque se había transformado en un hombre dócil –para resistir, hay que recordar–.

Cuando paró el motor, cuando hizo esas preguntas terribles –preguntas filosóficas, dijo mi madre después– mi abuelo se había dado cuenta, de pronto, de que le faltaba algo. “¿Dónde está Elsa?”, dijo. “¿Y su abuela?”, nos preguntó. “¿Cuándo viene Elsa?”, le dijo a mi padre. “¿Dónde está tu madre?”, le gritó. Mi padre se bajó del auto, ayudó a bajar a mi abuelo, y se lo llevó a un lado. Vimos que hablaban. Después mi abuelo abrazó a mi padre. Por la ruta pasaba un carromato de cosecheros. Mi abuelo lloraba como una criatura. Durante todo el viaje a la clínica nos preguntó por la muerte de mi abuela. Tuvimos que contarle la larga enfermedad y la internación varias veces.

Cuando llegamos a la clínica García Salinas nos sentamos en los bancos de la Sala de Guardia a esperar que llegara el doctor Omeya. Mi padre le preguntó a mi abuelo qué le pasaba, yendo y viniendo, y el viejo repetía “no sé, no sé, no sé”. Podían colgarlo de un gancho cabeza abajo, arrancarle las muelas, romperle el elástico del cuerpo que sólo podría decir que no sabía, sólo podría decir la verdad. “Me preocupa”, nos dijo mi padre, para justificar el enojo. “Sólo sé que no sé nada”, dijo mi abuelo y ese chiste le hizo pensar a mi padre que su padre podría regresar.

Cuando volvió a ser el mismo de siempre, lo matamos a preguntas. Lo último que recordaba era la cantidad “impresionante” de gente que había en Constitución, cuando fue a tomar el micro. De Constitución saltaba a esa noche, en el jardín, con nosotros. En el trayecto, no había llegado, no habíamos ido a buscarlo, no le había echado el ojo al auto de mi padre, no se había dado el gusto de manejar, ni siquiera había perdido la memoria y no había recibido por segunda vez la noticia de la muerte de mi abuela. Dicen que el presente está grávido del porvenir, pero ese día el presente de mi abuelo había estado, en cambio, grávido del pasado.

El médico de la Clínica García Salinas nos acompañó hasta el auto. Mi padre acomodó su asiento, enderezó el espejo y nos fuimos. Pasamos por la Casa Galver y la estación de Isaura, pasamos por el cruce de las rutas 5 y la 33, por el altar donde había chocado, hacía unos años, Buby Forte –el cantante regional que había dejado varias viudas– y tomamos la ruta. Habíamos pasado tantas veces ese día por esos lugares que nos estábamos volviendo profesionales.

Después mi abuelo se sentó en el jardín, mirando el campo. Se oían los sapos de la laguna. Fue entonces cuando dijo que había estado en otro mundo pero no sabía en cuál. Esos episodios les pasan a pocas personas y nuestro abuelo fue uno de los elegidos. ¿Dónde estuvo mientras estaba con nosotros? Había sobrevivido a eso que ni siquiera puede imaginarse. ¿No era una especie de viajero de la dimensión desconocida? Todavía había luz y brillaba el lucero. Mi padre salió de la casa, fumando. Largaba hilos de humo blanco que se deshacían en el aire. Le dijo que tenían que entrar. Fueron a la casa y al rato los vimos sentados en la sala, mirando por la ventana, las lámparas prendidas.

 

*Fuente: https://www.pagina12.com.ar/diario/verano12/subnotas/239003-66711-2014-02-02.html

 

 

 

 


 

 

 

 

*

 

 

Será que creo

que aún me queda tiempo,

que lo ando perdiendo por ahí,

como si hubiera

una extensión de mí que aún no conozco

escondida

debajo de las piedras.

Solos, sin rumbo,

mi tiempo y yo

nos demoramos en los patios

esperando como siempre a las luciérnagas.

Había, yo lo sé,

tantas en los jardines de la infancia:

tintineos de luz,

esparcidos en la noche como faros minúsculos.

Me gustaba

imaginarlas en un frasco

con los debidos agujeritos de rigor

iluminando la sombra clara de mi cuarto.

Nada sabía de la muerte.

Sorprendida,

encontraba al despertar 

sus cuerpitos sobre el vidrio

en un último estertor solo y radiante,

brillando para mí

como si no conocieran la crueldad

ni la venganza.

 

 

*De Mariana Finochietto. mares.finochietto@gmail.com

 

- Mariana nació en General Belgrano, Provincia de Buenos Aires. Actualmente vive en City Bell.

Publicó: Cuadernos de la breve ceguera (La Magdalena 2014).

Jardines, en coautoría con Raúl Feroglio (El Mensú, 2015)

La hija del pescador (La Magdalena, 2016).

Piedras de colores (Proyecto Hybris 2018).

El orden del agua, GPU Ediciones (2019).

MADURA, Editorial Sudestada (2021)-

-Quiero sacar la cabeza por la ventanilla de tu coche.

Halley ediciones (2022)

 

-Coordina Microversos, talleres de exploración literaria

 

 

 

 

 

 


 

 

 

 

 

LA CORDILLERA*

 

 

*Por Sergio Borao Llop. sbllop@gmail.com

 

Al norte de los montes pelados, allí donde la vegetación se adueña de las piedras y cubre los caminos con su suave pero ineludible abrazo, hay un pueblecito. Se trata de una pequeña aldea formada por un rudimentario templo que data de épocas remotas y un puñado de construcciones antiguas, fabricadas toscamente con barro y piedras, que se encuentran dispuestas alrededor de la iglesia. Visto desde el aire, el conjunto pudiera parecer una galaxia de planetas negros sometidos a la atracción de un sol apagado, ya que los muros de la iglesia, de un marrón oscurecido, delatan su edad, la acción del clima siempre húmedo de estas regiones y la falta de cuidados. Frente a la puerta de la antigua capilla se extiende una amplia plazoleta cuyo centro adorna una hermosa fuente de piedra, no menos antigua que los edificios circundantes, de la que no cesa de manar un agua fresca y cristalina. Las construcciones que rodean la plaza son fuertes y austeras, con paredes muy gruesas y enormes chimeneas por las que, en invierno, puede verse surgir un humo denso y oscuro, producto de la combustión de los tarugos de leña, algo húmedos en esas fechas a causa de las heladas y de la nieve que poco a poco va blanqueando los tejados negros y cambiando el aspecto del poblado. Es un pueblecito aislado al que sólo puede accederse por un intrincado camino de algo más de metro y medio de anchura al que los aldeanos denominan pomposa y llanamente “carretera”. “…No, señor. No somos muchos los que vivimos aquí. No más de dos o tres cientos, casi todos tan viejos como yo. Pero no crea que, aun siendo tan pocos, nos conocemos todos. ¡Qué va! Siempre está viniendo gente, como si aquí hubiera algo… Sí, vienen de otras aldeas pobres como la nuestra, de la sierra de abajo. Y también, fíjese, de la ciudad. Sí, sí, como le cuento. Pero siempre vienen del sur”. Invariablemente del sur… Hacia el norte se halla la cordillera.

Nadie sabe qué hay al otro lado. De cuando en cuando, llegan hombres curiosamente ataviados, con largas barbas grises. Van provistos de extraños artefactos con los que parecen medir algo. Después de un par de días disfrutando de la hospitalidad de los aldeanos, famosa en todo el contorno, y trabajando con sus instrumentos que califican como “de alta precisión”, se marchan aparentemente satisfechos, pero unos meses más tarde vienen otros hombres con idéntica apariencia, con similares aparatos, con parecidas maneras y el mismo propósito. Realizan, con igual concentración, con pareja entrega, las ya sabidas mediciones y vuelven a marcharse hacia el sur del que vinieron. En sus rostros se refleja el sabor del éxito. Las investigaciones han debido ser fructíferas. Pero al poco tiempo, un nuevo equipo visita la zona. “… y así desde hace años. Pero, ¿sabe? Algunos se quedan aquí en secreto. Abandonan sus modales, su pedantería y muy pronto se confunden con nosotros. Pero nunca conseguimos enterarnos de nada. No sabemos qué es lo que miran y remiran tantas veces por los aparatos. En el pueblo se dice que igual quieren saber cómo son de altas las montañas. Cuando llegan se les ve ansiosos, preocupados. Se ponen a trabajar como si no hubiera otra cosa en la vida, sin importarles que pueda descargar una tormenta, noche y día, hasta que encuentran o creen que han encontrado algo. A veces se pasan tres o cuatro días sin probar bocado, y eso que nuestras mujeres les llevan algo de comer, ya sabe, somos buena gente. No duermen. Sólo están pendientes de la montaña, como si hubiera ahí algo que nosotros no podemos ver y que es importante. Yo, la verdad, no creo que estén midiendo las montañas. El viejo Colás me dijo una tarde que lo que hacen es mirar a través de ellas para saber qué es lo que hay al otro lado. Debe ser algo muy bonito, digo yo, cuando todos se van tan contentos. Aunque mi hermana dice que son los guisos que preparamos para ellos lo que les pone de tan buen humor. Dice que en la ciudad se come muy mal. Y ella debe saberlo, porque estuvo una vez.” Otros ancianos, más leídos, consideran que se trata de hacer un estudio sobre la composición de la roca que forma la cordillera, para excavar un túnel o abrir un acceso a través de la piedra. Desde tiempo atrás, dicen, corre el rumor de que el gobierno está construyendo una carretera que ha de atravesar la montaña y que pasará muy cerca de la aldea. Pero todo son conjeturas de viejos y rumores de gente desocupada cuya única función parece ser la de sentarse a las puertas de sus hogares, bajo los porches de piedra y tejas negras, viendo pasar los días y las estaciones y entablando largas conversaciones mil veces repetidas con sus vecinos más cercanos o con aquellos que se detienen a descansar un rato de su paseo matutino. Eso en verano, porque durante el invierno no son muchos los que se aventuran a alejarse de sus casas. Los jóvenes, ante la falta de expectativas, se van hacia el Sur o hacia el Este, donde se dice que hay trabajo en la industria y buenos salarios; pero siempre regresan, cansados, viejos y sin riquezas, a su pequeño pedazo de tierra apenas cultivable. A veces, en la madrugada, es posible ver a alguno de los aldeanos con un macuto al hombro dirigiéndose hacia el Norte, hacia la cordillera. Nunca regresan. Jamás envían correspondencia. “… Al principio organizábamos batidas por el bosque, rastreábamos las laderas y las cuevas, buscábamos en el riachuelo, pero nada. Nunca les encontrábamos. Al final, hasta de eso nos cansamos. Ahora ya no buscamos a nadie. Quien se va, sabrá por qué lo hace. Antes nos asustábamos. Ahora ya no se preocupa nadie. Sabemos que no han de volver y por eso nos hemos ido haciendo a la idea de que es algo natural. Los primeros días, su familia los echa de menos, pero muy pronto se acostumbran a la ausencia y todo vuelve a ser como antes…” Desde tiempo inmemorial, estas escenas se vienen repitiendo año tras año como en una secuencia interminable. Siempre con idénticos resultados. En verano, muchos vienen a la aldea para, desde aquí, intentar el ascenso a las escarpadas cumbres de la cordillera. Todos los días llegan automóviles cargados de personas provenientes de los llanos del sur. Todos vienen ligeros de equipaje. Los automóviles, una vez que todos los pasajeros se han apeado, giran en la plaza y parten de nuevo por el camino en dirección a las ciudades del llano, en busca quizá de más intrépidos escaladores. A la mañana siguiente, los aventureros parten hacia la cordillera para no regresar. “… En todas las conversaciones se habla de lo mismo. Nos preguntamos qué puede ser lo que hay al otro lado. ¿Qué es eso que hace que quienes se marchan decidan no volver nunca más? A muchos de nosotros nos gustaría verlo, pero somos demasiado viejos y el ascenso parece bastante difícil. Lo mismo no podíamos subir ni las primeras cuestas, que según se dice son las más tendidas. Aunque, entre nosotros, el viejo Colás, que estudió en la capital cuando era joven, dice que sí, que también nosotros, cuando nos llegue el momento, subiremos a esas montañas y pasaremos al otro lado aunque no seamos tan ágiles y nuestros huesos pesen demasiado.” De momento, el pueblo se está quedando desierto. Los jóvenes se van al valle, a buscarse la vida en las ciudades. Y los viejos a la montaña. La tarde, ahora que se acerca el otoño, apenas logra reunir a media docena de ancianos en torno a la antiquísima fuente de piedra o en las toscas sillas de madera y anea de la taberna. Allí, sentados, van dejando pasar los largos inviernos y las hermosas primaveras mirando por las ventanas y hablando del tiempo y de los forasteros, en espera de lo que el viejo Colás llama el momento definitivo: El momento en que cada uno de ellos, cada uno de nosotros, sentirá la llamada en su interior. Entonces, aunque el día sea frío, aunque nieve y los senderos estén helados, meteremos en una bolsa los recuerdos y partiremos, con las primeras luces del alba y sin una lágrima, hacia las altas cumbres, en busca quizá de otros bosques, de otros valles, de otros barrancos y hondonadas, al otro lado de la Cordillera.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

SOLAMENTE*

 

 

Ya comprendo la verdad

 

Estalla en mis deseos

 

Y en mis desdichas

En mis desencuentros

En mis desequilibrios

En mis delirios

 

Ya comprendo la verdad

 

Ahora

A buscar la vida

 

 

*Alejandra Pizarnik

-LA ÚLTIMA INOCENCIA (1956)

 

 

 

 

 

Inventren

https://inventren.blogspot.com.ar/

 

 

 

 

Cuidado con los trenes*

 

 

*Por Alberto Di Matteo. licaldima@gmail.com

 

 

Hacía apenas tres días que Laurita se había mudado al campito de su abuelo, donde pasaría sus vacaciones de verano. Y la verdad sea dicha, ya se sentía bastante aburrida. Con sólo pensar en las semanas que le quedaban por delante para regresar a su casa, aumentaba su melancólico mal humor. ¿Por qué la habían castigado de esa manera sus padres, yéndose de viaje a conocer la Isla de Pascua en una segunda, y acaso inútil, luna de miel? ¿Por qué, mientras sus padres simulaban la alegría que no transmitían, ella debía padecer aquel solitario tormento? Por más que lo rumiase, a pesar de la notable inteligencia que había desarrollado para sus escasos once años de edad, le era imposible comprender cualquiera de aquellas decisiones.

Deambulaba por los alrededores sin demasiado entusiasmo. El paisaje la fastidiaba. Extrañaba ver televisión, jugar de vez en cuando con la computadora de su hermano, encontrarse con sus amigas para bailar y chusmear, como cualquier chica de su edad; o sólo quedarse en su casa, escribiendo en su diario, improvisado en un cuaderno universitario de espiral que le donase al descuido su papá... Aquí, en cambio, alejada en exceso de su protectora cotidianeidad, todo la inducía al sopor. Por más que le fascinara la lectura, placer que heredara con orgullo de su padre, y gracias a quien llevase consigo de vacaciones varios libros de cuentos y alguna que otra novela, no conseguía concentrarse. Aquel había sido el último intento que su papá utilizara para convencerla de pasar aquella temporada con los abuelos: que disfrutaría de leer, trepada en las ramas del frondoso árbol de la estancia, sin realizar acrobacias, o quizá sentada entre sus mullidas raíces, cubiertas de vegetación.

No había caso: el campo la deprimía.

El abuelo había comprado aquel terreno cuando su papá era muy joven, ni bien clausuraran el ramal ferroviario de trocha angosta que solía atravesar aquellos campos. Por entonces, desbordantes vagones de carga desfilaban delante de la otrora estación, edificio que actualmente constituía parte de las edificaciones de la estancia familiar. En ese sentido, su abuelo era un purista; había mantenido intacto el carácter tradicional del inmueble, conservando ciertos detalles propios como las campanas, las inscripciones en determinados carteles, las ventanillas… ¡Con decir que la antigua boletería se había transformado en su estudio particular, y la oficina del Jefe de Estación en su propio dormitorio!

Aquellos detalles resultaban superfluos para Laurita. Ella era curiosa por naturaleza, aunque su atención no pudiese mantenerse en pie mucho tiempo. Se cansaba rápido de las cosas, por lo que se aburría seguido. Por eso, a los tres días de estar en el campo, ya había recorrido todo lo que le resultara de interés. Tendría que hallar algo que la sorprendiese de verdad, a fin de no pensar seriamente en colarse en el primer vehículo a motor que apareciese por allí, ocultarse debajo de alguna manta o cajón, y fugarse hacia Buenos Aires, a la casa de alguna amiguita o pariente que la ocultase con excesiva discreción; ya averiguaría dónde.

El hecho sorprendente llegó de la mano de Teresa, la cocinera de la estancia, mujer enorme tanto de cuerpo como de corazón. La mañana del cuarto día, al comprobar la mirada triste que Laurita lucía por encima de la humeante taza del desayuno, Teresa se le acercó por detrás y le susurró:

—Una niña tan seria y bonita no podría andar por ahí con esa cara si supiera el secreto que yo sé…

Laurita la miró, apenas motivada frente al conocido tedio que la aguardaba durante el resto del día. Teresa continuó:

—Y los secretos, si son compartidos con ciertas personas especiales, se vuelven mágicos…

Aquello venció cualquier barrera de sospecha. Durante varios minutos hostigó a preguntas a aquella entrañable mujer, sintiendo cómo se desperezaba su inquieta curiosidad. Teresa, luego de hacerse desear, le narró la antigua historia que circulaba por aquellos pagos desde hacía varias décadas.

A escasos doscientos metros de la casa, donde las densas ramas de los árboles crecieran formando un protector túnel vegetal, se extendían en el pasado los rieles de la trocha angosta del antiguo ferrocarril. Allí mismo, tiempo después de haberse cerrado aquel ramal, comenzaron a ocurrir cosas muy extrañas. Misteriosas luces se veían en las noches de luna llena, distantes silbatos de tren, locomotoras que se oían acelerar en medio de la noche… La peonada despertaba siempre asustada hasta los huesos. Todos afirmaban que un tren fantasma surgía del olvido, negándose a detener su marcha, a pesar de las decisiones humanas. Sólo algunos valientes podían acercarse y jactarse de haberlo visto, a riesgo de parecer mentirosos. Pero para ello, había que llegar hasta el lugar de la mano de alguien que supiera las palabras mágicas para convocar a los espectros…

—¿Y cuáles son? —exclamó Laurita, fascinada, olvidando el desayuno, mientras escuchaba atentamente a Teresa.

—Hay que pararse debajo de la Cruz de San Andrés y repetir las palabras mágicas que rezan en ella, haciendo caso de cada una de sus advertencias. Pero una niñita de ciudad como vos no tendría que ir sola. Podría acompañarte yo, una de estas noches. Claro que, mientras esperamos el momento de ir, vos a cambio podrías ayudarme con algunas cosas que tengo que hacer en la estancia. Juntar los huevos en el corral, por ejemplo…

Con tal promesa, Teresa consideró que la mantendría ocupada durante unos días, mientras iban pasando las vacaciones, retrasando la fecha del futuro encuentro espectral. A Laurita, en cambio, el arreglo no la convenció para nada. Sin embargo, ya conocía el hecho fundamental: el corazón del secreto y la clave para acceder a él. Había diseñado su propio plan. Sólo hacía falta que se hiciese de noche para escabullirse sin ser vista.

La emoción la carcomió durante toda la tarde. Las horas se demoraban pegajosas, y a diferencia de lo que Teresa esperase, la niña no volvió a mencionar aquel tema. Para cuando cayó el sol, la mujer creyó que su estrategia de entretenimiento no había dado resultado, así que mantuvo silencio.

Laurita aguardó hasta que todos se hubieran acostado, y ni bien dejó de escuchar los habituales ruidos que realizaban sus abuelos por las noches, escapó de la habitación en puntas de pie, abrigándose con un saco abierto por encima de su camisón, calzada con sus resistentes ojotas todo terreno, y saliendo de la casa por la puerta de la cocina. Se alejó varios metros, y recién entonces encendió la pequeña linterna que se había traído de Buenos Aires, caminando sin prisa hacia la enramada, bajo la tenue mirada de las estrellas.

Soplaba una brisa fresca que apenas agitaba las ramas de los árboles. Aquel rumor la inquietaba, aumentando esa sensación de soledad que le sobrevino de golpe, aunque al mismo tiempo impulsándose hacia la aventura; como si lo desconocido muy pronto le deparase una sorpresa inimaginable.

Avanzó entre los pajonales y la enramada del túnel vegetal, adivinando los ruinosos restos de la vía, carcomida por el óxido y casi sepultada por el polvo acumulado por los años, hasta detenerse delante de la antigua señal, cuyo poste –milagrosamente- aún se conservaba de pie.

Aquello debía haber sido un paso a nivel, el cruce entre la vía férrea y acaso algún camino municipal. Allí permanecía, incólume, la cruz oblicua, con sus letras aún legibles, inscriptas en cada uno de sus brazos. Laurita respiró hondo, expectante ante la perspectiva de lo siniestro. Fijó con firmeza el haz de la linterna sobre la señal, confiando en realizar los pasos necesarios para convocar la presencia de los espíritus viales, y recitó en voz alta:

—“Cuidado con los trenes” ……Claro que tengo cuidado, aunque ya no pasen por acá… “Pare”, estoy parada, “mire”, miro para un lado y para el otro, “y escuche”, a ver, qué se escucha……

La brisa susurró entre los árboles otra vez, quizá evocando alguna misteriosa conversación, proferida en un idioma incomprensible. Por un instante, más allá de los quejidos de algún cerdo trasnochado en los corrales, nada se escuchó. Laurita sintió que comenzaba a hacer frío. Se estremeció. Entonces, proveniente de territorios desconocidos, creyó escuchar el agudo silbato de un tren.

Contuvo la respiración, temerosa de moverse, aunque un impulso la llevó a mirar de nuevo en ambas direcciones. Sólo al reparar varias veces sobre uno de los extremos de la enramada consiguió divisar, en los confines del horizonte, la débil luz amarillenta de un faro de locomotora.

Se le aceleró el corazón. Comenzó a reírse entre dientes, sin motivo, víctima de su propia travesura. El faro se acercaba veloz, demasiado como para que aquella luz perteneciese a una locomotora real… Y de pronto, la brisa se transformó en un violento ventarrón que agitó las ramas con violencia, asustándola aún más. El viento le golpeó la cara, despeinándola hacia atrás, obligándola a entrecerrar los ojos. Entonces, una negra e imponente locomotora, con el número 0410 inscripto en enormes caracteres blancos debajo de la ventanilla de la cabina, se le apareció a pocos pasos de sus propios pies, con el ardiente vaho de su motor diésel quemándole la cara.

Laurita gritó, pero no consiguió escucharse por encima del tronar del silbato y el chirriar de los frenos sobre unos rieles misteriosamente relucientes, extraídos de algún otro ramal en servicio activo. El motor regulaba constante mientras la formación recorría los últimos metros hasta detenerse por completo, con el clásico chasquido del entrechocar de los vagones. Y en ese último tramo de recorrido, Laurita contempló azorada hacia el interior de la formación.

Dentro, hombres y bestias se debatían en caótico desenfreno. Una luz espectral se derramaba sobre ellos, emergiendo hacia aquella virgen enramada pampeana. Los caballos coceaban los asientos de madera que aún quedaban en pie, haciéndose lugar, girando sobre sí mismos, mientras hombres y mujeres, semidesnudos, con los brazos extendidos hacia delante y las caras aterradas, intentaban eludir aquellos briosos cuerpos, deseando escapar de un destino prefijado de antemano. Relinchos y alaridos ensordecieron la noche, junto al extraño entrechocar de sables y martilleo de armas de fuego, mientras una voz, amplificada por parlantes, ordenaba:

“¿Quiénes son tus compañeros, hijo de puta? ¡Hablá de una vez! ¿O querés un poco más de `submarino seco´? ¡Hablá!”

Un destello eléctrico. Olor a carne quemada. Y esos alaridos…

La cabeza de un caballo, con ojos desorbitados, ollares dilatados, y dentadura al desnudo, asomó por el hueco de la ventana faltante de la puerta más cercana a Laurita, quien temblaba como una hoja, a punto de orinarse encima, sin dejar de iluminar con su linterna. El animal se debatía furioso, coceando contra los laterales, sin conseguir escapar del vagón, empujado a sus espaldas por otro caballo, tan encabritado como él, y por algunos hombres, pálidos y barbados, algunos “tabicados” con sucios trapos, otros con aspecto de tehuelches, y mujeres recién “chupadas” por algún grupo de tareas, todos ellos surgidos casi de las imágenes en sepia de un sórdido campo de concentración criollo. Entonces, aún sin comprender lo que ocurría delante de sí, Laurita observó que el caballo se retiraba, y que los bordes de aquel hueco del ventanal comenzaban a derramar un líquido oscuro pero brillante.

Sangre.

Antes de que ella respirase lo suficiente como para gritar, la siguiente aparición la dejó sin aliento.

Forcejeaba con uno de aquellos hombres, intentando que volviera a meterse dentro del vagón. Pero su silueta, aunque de brillante uniforme -extraña mezcla de vestimenta de gala de fines del siglo XIX y ropa de fajina de fines del siglo XX-, era inconfundible. Y al reparar en Laurita, luego de dominar al pobre infeliz contra el suelo del polvoriento vagón, la miró de frente, con expresión de reproche y absoluta firmeza en la voz al gritarle:

—“¡¿Qué estás haciendo vos acá???!!!”

Y Laurita, antes de huir aterrada hacia la casa, estremecida por la inexplicable presencia a bordo de aquel funesto tren fantasma de Augusto, su papá, quizá comprimiendo contra el suelo del vagón no a un miserable extraño sino a Susana, su mamá, dominándola con una violencia desconocida y motivos inconcebibles, sólo pudo chillar…

Treinta años después, un alarido similar brota de sus labios -dando comienzo a un cíclico insomnio que se prolongará durante semanas- al sentarse de golpe sobre su cama, respirando agitada, cubierta de sudor, rodeada de silencio y penumbras, mientras los fantasmas que acudieron aquella noche bajo la enramada, como mudos testigos de… ¿un país que ya no existe? …, aún desfilan erráticos delante de sus ojos, inmensamente abiertos, aunque cargados de pesadilla…

 

 

 -Alberto Di Matteo. Escritor por vocación, y psicólogo de profesión.

Escribe desde principios de su escuela secundaria. Su papá le contaba cuentos (inventados por él) antes de dormir, y de allí Alberto intuye que le surgieron las ganas de contar. Ha participado en diversos certámenes literarios.

-Ha publicado en Inventiva Social cuentos para la serie InvenTren en recorridos literarios iniciados en el año 2002.

Hace suyas las palabras de John Cheever, "escribo para entenderme y entender el mundo".

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

-Continuidad literaria por el Ferrocarril Provincial.

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