* “Invisible” obra de Noelia Ceballos @noe_ce_arte
*
Y, entonces, agotado,
después de muchos sufrimientos, el viajero llegó a la Isla Donde el Tiempo
Corre Atrás. Al tocar sus blancas arenas se descubrió niño y, lleno de pánico,
se internó entre las palmeras hasta desaparecer por completo.
*De Alejandro
Badillo. badillo.alejandro@gmail.com
-Alejandro
Badillo. (Ciudad de México, 1977)
-Es autor de los libros de cuento Ella sigue dormida
(Tierra Adentro), La herrumbre y las huellas (Eeyc), Vidas volátiles
(BUAP), Tolvaneras (SC Puebla), El
clan de los estetas (Universidad
Veracruzana. Premio Nacional de Narrativa
Mariano Azuela) y las
novelas La mujer de los macacos (Libros Magenta) y Por una cabeza
(Premio Nacional de Novela Breve Amado
Nervo).
Recientemente ha publicado:
“La Habitación Amarilla” (cuentos) por Editorial BUAP. -2021-
“Reconstrucción” (novela) Ediciones EyC. -2021-
Uno de
ellos*
Al abrir los ojos estaba helada. Tenía la
ropa húmeda por partes, y mojada la tela que tocaba el suelo.
Aún no había salido el sol. Oí perros
ladrando. Apenas amanecía y los pájaros volvían a sus nidos. La tormenta había
terminado.
El viento de la noche había derribado
algunas ramas. Algún pichón no habría logrado sobrevivir, eso pensé y me
impresioné tanto que alcé el cuerpo sin esfuerzo, decidida a ir por comida.
Apoyé las manos sobre el asfalto, a un costado y me incorporé con fuerza.
Empecé a caminar por el borde del cordón,
mirando de costado las líneas amarillas a la izquierda, el cordón a la derecha.
Alternaba mis ojos de lado a lado.
De lejos vi acercarse al corredor con su
ropa de colores y materiales inalterables. Sentí algo de envidia por su
persistencia. Pese a todo lo que estábamos viviendo, él repetía una y otra vez
su rutina deportiva.
Una rama me hizo tropezar. La sensación de
frío y extrañeza que me había provocado la imagen de los nidos y los pichones
me impulsaba a andar.
Me sentía mareada. El incipiente dolor de
cabeza que volvía a aparecer se atenuaba con los ojos cerrados. Entonces no
miré más, decidida a avanzar hacia el árbol de mandarinas para comer alguna.
Aún estaba a tres cuadras y se llenaría de gente que, como yo, necesitaba
alimento.
La tormenta del día y la noche anterior
habían aplazado la comida: restos mojados, incomibles, ríos de agua en las
calles. Y el miedo a la inundación que nos paralizaba cuando mirábamos caer el
agua, impetuosa y extrema.
Escuchaba los sonidos del amanecer.
Zumbidos eléctricos, voces aisladas, pasos. Avanzaba con la confianza que da la
costumbre, aunque mis pies se movían torpemente. Mis brazos no seguían el ritmo
natural de la caminata. Era consciente de mi cuerpo, y el resto de mis sentidos
compensaban la falta de visión. Necesitaba alimento.
El corredor pasó cerca de mí. Yo lo
reconocí por el olor que exudaba, mezcla de transpiración y desodorante
impregnados en la piel. Muy distinto al olor rancio de mi cuerpo.
Seguí caminando tan segura como cuando
había cruzado el túnel ferroviario con los ojos cerrados, repitiéndome palabras
hipnóticas para convencerme de que era la mejor manera de llegar al árbol de
paltas, ahora extinto.
La presencia casi constante del corredor me
perseguía, muy de cerca. Al llegar a la esquina volvió a alcanzarme después de
dar vuelta a la manzana. No le tenía miedo.
No temí tampoco cuando alguien me gritó una
advertencia. Solo entorné los ojos, espié en derredor y continué, custodiada
por esa respiración, esa niebla de perfumes que me acechaba. Custodiada también
por todas las miradas que me vigilaban desde las casas más altas, infranqueables
para nosotros, los inundados sin techo, los olvidados por todos. Éramos
invisibles en el sentido humanitario, pero nos espiaban como a monos peleando
por bananas.
Me espiaban para presenciar con desdén y
entretenimiento mi osadía casi diaria en busca de alimento. En remera y
bombacha andando por la calle, trastabillando.
El hambre dolía y el mareo avanzaba.
Terminaría desmayada si no me apuraba a comer algo. Tenía que llegar al árbol
de mandarinas y trepar hacia las ramas más altas antes de que el sol despertara
al resto de la tribu de gente necesitada de alimento, de casa, de todo. Casi no
tenía fuerzas y si no me apuraba pasaría otro día difícil.
Algo se rompió. Con uno de mis pies quebré
algo. Abrí definitivamente los ojos. Miré las líneas amarillas a mi izquierda,
el cordón a mi derecha y me dejé caer. El huevo habría caído de su nido durante
la tormenta.
Desde el piso pude ver el fosforescente
amarillo de las zapatillas del corredor cada vez más cerca. ¿Cómo es que seguía
corriendo? El mundo estaba sumido en el abandono después de la catástrofe. Pero
él no se percataba y seguía corriendo, esbelto y perfumado. Seguía mirándome y
corriendo.
Desde el piso, y sin pensar, sorbí la yema
de huevo esparcida sobre el asfalto. Recuperé fuerzas.
El corredor cruzaba la esquina mirándome
incrédulo sin ver el auto eléctrico que doblaba silencioso por detrás del árbol
de mandarinas que me esperaba. Alcancé a gritar muy fuerte mientras me miraba.
Enseguida pude ver las líneas fotovoltaicas que dibujaban sus zapatillas. Antes
de caer sobre el asfalto, la delantera del auto arrasó las baterías que tenía
conectadas a su indumentaria.
Entonces, los vecinos comenzaron a cerrar
las compuertas y aberturas por las que nos miraban a diario. Sabían que
nosotros, los desahuciados, llenaríamos las calles de un alboroto triste,
agresivo, impotente.
El corredor estaba muerto.
Antes de que llegara el resto le quité la
ropa y me la puse. Sus zapatillas me quedaban grandes, pero eran algo mucho
mejor que andar descalza. Me sentí poderosa. A cambio le puse mi remera
harapienta.
Salté sobre el árbol de mandarinas con una
fuerza animal, recargada. Me atraganté del dulce y el amargo de la cáscara,
sorbiendo, tragando el motivo de mi peregrinación inaplazable.
Después corrí con la mirada hacia adelante,
con las piernas enérgicas pisoteando las líneas amarillas que hasta hace un
rato eran mi guía.
Ahora debería encontrar la casa del
corredor antes de que los otros me vieran y se tiraran sobre mí para quitarme
lo que había conseguido. Después, huiría hacia lo más alto de la ciudad y me
convertiría en uno de ellos.
*De Lorena
Suez. suezlorena@gmail.com
-Mentoría de procesos
creativos
-Taller de escritura y
emociones
-Lic. en Ciencias de
la Comunicación / Psicóloga Social
*
Podría adelgazar
hasta volverme
perfecta
para que la noche me
atraviese.
Estoy tendida junto a
tu cuerpo
respiro
sé rezar
sé pedir
reconozco tu voz
entre otras voces:
tu voz me nombra
tu voz me obliga a
nacer
y hace que renazca también
la niña en mí
una vez y otra vez
haciendo girar
infinitamente
la rueda de esta
noche.
*De Irma
Verolín. irmaverolin@hotmail.com
-Irma ha publicado libros de cuentos: "Hay una nena que gira", "La escalera del patio gris", “Una luz que encandila” y “Una foto de Einstein tocando el violín”.
-Novelas: "El puño del tiempo", "El camino de los viajeros" y “La mujer invisible”. Y también una serie de títulos en literatura
infantil en distintas editoriales. Obtuvo diversas distinciones entre las que
se destacan Premio Emecé 1993-94, Primer Premio Municipal de la Ciudad de
Buenos Aires Eduardo Mallea, Primer Premio Internacional “Horacio Silvestre
Quiroga”, Primer Premio Nacional Macedonio Fernández, Primer Premio
Internacional de Puerto Rico, Primer Premio Internacional de Novela Mercosur.
Tres de sus novelas fueron finalistas en los premios Fortabat, La Nación de
Novela, Planeta de Argentina y Clarín.
-En poesía publicó “De madrugada” en Ediciones del Dock y “Los días”, editorial de la
Fundación Victoria Ocampo, Primer Premio Horacio Armani 2014 otorgado por la
misma fundación y “Árbol de mis
ancestros”, Editorial Palabrava 2018. Algunos de sus poemas fueron
traducidos al ruso, portugués e italiano. Fue becaria del Fondo Nacional de las
Artes en 1999.
-En 2021 publicó por Editorial Ciccus su
libro de cuentos:
"Fervorosas
historias de mujeres y hombres"
FANTASMAS
EN LA PIEL*
Hace años, Kalman había visitado Sniatyn
pueblo de sus abuelos. Luego de días donde lo único que hizo fue caminar,
visitó al cementerio judío donde faltaban parientes de sus abuelos que fueron llevados
a campos de exterminio.
"Polonia es dolor" le había dicho
su padre cuando era niño. Allá no vas a encontrar nada nuestro. Ahora Sniatyn el pueblo de abuelos, su padre
y tíos queda en Ucrania.
Mientras caminaba en soledad sentía que su
padre tenía razón una vez más. Había sentido un profundo vacío que coexistía con
el dolor invisible de los ausentes. La voraz boca del tiempo los había devorado
a todos. Sentía que pisaba sobre las palabras con que su padre había relatado
al pueblo. Aquellas palabras eran lo sólido que había encontrado por calles
donde se cruzaba con personas amables que vivían aquel presente con expresión
feliz.
En todo su viaje no había dejado de pensar
en la familia de su padre que se salvó al huir a la Argentina antes de la
invasión nazi.
Recordó a su padre cuando le decía que hay
que temer a los "vivos nunca a los muertos". El horror en la historia
humana siempre lo han realizado tipejos escondidos en ideologías que justifican
quitar la condición humana. Son los hundidos en la enfermedad del poder.
La barbarie la realizan los vivos: ni los
muertos ni los fantasmas.
*De Eduardo
Francisco Coiro.
https://www.facebook.com/CansadoDeTriunfar/
*
Mirás hacia el cielo
y ves
tanta minúscula belleza
suelta en el aire:
la diminuta certeza
de que algo
persiste fuera de tu alcance,
se escapa siempre
al empecinado ejercicio de tu razón.
El viento está lleno
de estas pequeñas cosas,
que arden
y se consumen solas,
sin molestar
a nadie,
sin grandes ceremonias.
*De Mariana
Finochietto. mares.finochietto@gmail.com
- Mariana
nació en General Belgrano, Provincia de Buenos Aires. Actualmente vive en
City Bell.
Publicó: Cuadernos de la breve ceguera (La Magdalena 2014).
Jardines, en coautoría con Raúl Feroglio (El Mensú, 2015)
La hija del pescador (La Magdalena, 2016).
Piedras de colores (Proyecto Hybris 2018).
El orden del agua, GPU Ediciones (2019).
MADURA, Editorial Sudestada (2021)-
-Quiero
sacar la cabeza por la ventanilla de tu coche.
Halley ediciones (2022)
-Coordina Microversos, talleres de exploración literaria
La
monjita ermitaña*
Esta es una historia pequeña. Muy pequeña.
Porque era pequeña la monjita que venía a comprar productos pequeños a nuestro
local. Grande era su bicicleta antigua, un par de rodados mayores de los que
necesitaba su cuerpo menudo. Pedía que dejáramos que la entrara al local para
que no se la roben. Era seguramente su única posesión y no quería dejar en
manos de la providencia semejante responsabilidad.
También era grande mi curiosidad por saber
de su vida y qué pensaba hacer con los imanes de neodimio y con los motores
paso a paso, que decía necesitar. Generalmente los compran los estudiantes de
robótica o algunos artesanos para ganarse la vida. Los imanes provienen de los
discos rígidos que desarmamos y son mucho más poderosos que los que se venden
para armar imanes decorativos. Los motores –cuanto más antiguos mejor– son un
subproducto del desarme de las impresoras matriciales que, como tales, ya no
tienen utilidad. Son de buena calidad y rara vez se deterioran.
No le pregunté su nombre, pero sí de dónde
venía en bicicleta. En esa época no había aún bicisendas en la ciudad de Buenos
Aires. Me dijo que viajaba en el vagón de carga del tren Sarmiento, la línea de
tren de la que cada habitante del oeste se siente cautivo.
Era una monja ermitaña, vivía sola, no en
un convento como tantas otras. No disponía de ningún servicio de energía. Sus
días y sus noches pasaban en soledad. Su pesada sotana marrón la cubría por
completo. Su rostro angelical era lo único visible de su cuerpo juvenil. Así
quedó grabada en mi memoria. El resto había que adivinarlo. Me explicó que su
hogar era casi en una cueva. Conjeturé que sería por la zona de Cascallares que
es la única que conocí, en el oeste, capaz de albergar algo así cerca de la ciudad.
Ignoro a qué orden pertenecía porque no sé distinguir las diferentes
vestimentas. Pero la imagino de una orden franciscana por su voto de pobreza.
Tengo debilidad por las personas devotas, aunque yo mismo esté ajeno a toda
liturgia. Una monja ermitaña en estas épocas despertó en mí todo tipo de
preguntas. La principal fue por qué se había sometido a semejante soledad, a mi
gusto innecesaria y difícil de sobrellevar.
La prueba es que estaba comprando imanes y
motores con la esperanza de hacer un dínamo que le diera energía para iluminar
su humilde refugio en las horas de la noche. Buscando un tema de conversación
le conté que era judío, no practicante ni creyente. Me gusta aclararlo cuando
converso con algún religioso. Como pasa a menudo con los católicos, dijo: “Qué
bien, somos primos en la fe”. Ella sonrió con su natural inocencia.
Mientras elegía imanes y motores que le
sirvieran para su proyecto, imaginé cómo serían sus jóvenes piernas –pálidas,
teniendo en cuenta que no veían el sol bajo la túnica oscura. Le prometí
devolverle el dinero si fracasaba en su intento, lo que era muy probable porque
no es fácil hacer que estas cosas funcionen. Ella solo tenía un plano como
recurso para construirlo. Quizás de algún grupo de ermitaños que compartían
trucos para soportar tanta austeridad. Consideré que no le sería fácil obtener
dinero así que insistí en que aceptara la propuesta. Tenía la esperanza de que
volviera para seguir conversando.
Vale aclarar que le deseo que su intento no
haya sido en vano ya que no es fácil conocer una monja que viva con tanta
intensidad su devoción. Me estimula recordar su rostro feliz y no me interesa
averiguar qué incidente ocurrió en su vida que la llevara a ocultarse.
Ella dijo que rezaría por mí y yo le creo.
Si supiera hacerlo y conociera su nombre, también lo haría sin dudarlo.
*De Jorge
Santkovsky. jsantkovsky@go.org.ar
*Incluido en “Diario de un cuentenik”. Editorial Leviatán 2020.
https://www.amazon.com/-/es/Jorge-Santkovsky/dp/9878381161
Pronóstico del tiempo de
un hombre
postapocalíptico*
Muy buenos días-noches oyentes míos.
Los que aún queden, los que aún puedan oír.
Donde me escuchen, quizás bajo el cemento,
detrás del denso plomo o los sacos de
arena.
Por la mañana el cielo será aluminio,
al mediodía quizás sea malva o perla,
y al atardecer veremos quizás juntos,
todos los gritos terribles del turquesa.
Para todos aquellos que aún puedan ver.
Los que puedan arrastrarse, o corcovear.
Los benditos malformados de esta tierra.
Para aquellos que aún recuerdan la luna.
Porque hubo una bella luna alguna vez,
los quietos Libros del Olvido la registran,
Regía una extensión de agua llamada mar.
¿Se imaginan? ¡Más agua que en un vaso!
Mar y luna ya son olvido, un viejo sueño.
Los cohetes grises nos privaron de ese
cielo.
Los relojes perdieron sus agujas y el
ciclo.
Y los mares son ahora agitados desiertos.
Algunas naves escaparon hacia el cobalto.
Tal vez hacia Marte, no mucho más lejos.
Algún día tendremos informes de ellos.
Mis oyentes, yo les avisare si así sucede.
Por las tardes vendrán las lluvias negras.
No es hollín, hay quien dice que es sangre.
Nos brindaran un espectáculo púrpura,
para mirar seguros detrás de los cristales.
Frío por la noche ¡Que noticia fresca!
Ya que nadie sale desde hace un siglo.
Hay que abrigarse de todas maneras.
Los túneles ya son una tumba helada.
A no decaer infelices casi-humanos míos.
La última rosa aún florece bajo el cristal.
La rosa de Milton y la soberbia de Jericó,
por la cual todos soñaremos esta noche.
Los vientos a la hora del sabroso grillo,
nos traerán esos momentos de nostalgia.
¿Recuerdan la voz de Louis Armstrong?
Entonemos entonces el Blues de San Luis.
Muy buenos días-noches oyentes míos.
Los que aún queden, los que aún puedan oír.
Donde me escuchen, quizás bajo el cemento.
Detrás del denso plomo o los sacos de
arena.
*De Jorge
Lacuadra. jorgelacuadra@hotmail.com
Patagónica*
*De Antonio
Dal Masetto.
Después de horas de andar hacia el sur por
la extensión patagónica que no tiene fin dejé la camioneta y me aparté del
camino de tierra y me asomé al acantilado y allá al fondo estaban esos oscuros
y misteriosos animales que aman el mar y se abandonan sobre la arena a recibir
el sol. A mis espaldas tenía el desierto, hacia adelante el océano. Desierto y
océano prolongados uno en el otro, anudados, barridos por el viento que nunca
cesa. ¿Qué dioses habitan esas vastedades? ¿Son dioses que están buscando todavía
sus formas o se resisten siempre a la forma? ¿Qué poder ejercen sobre los
viajeros? ¿Qué poder sobre mí? Permanecí ahí, vaciado de ideas, bajo un cielo
pálido, cruzado por masas aisladas de nubes que se desplazaban rápidas de Sur a
Norte. Yo esperaba. El viento insistía sobre mi espalda y sentía cómo pretendía
moldearme y unificarme con todo lo que me rodeaba, un accidente más, piedra o
arbusto, una cosa rota arrojada a la frontera ilusoria entre la tierra y el
agua. Mi nombre, mi voluntad y también mi historia se disolvían. Ahí, en la
prepotencia y la indiferencia de los elementos, ante el misterio y la
desmesura, yo me liberaba de compromisos y esperanzas, no era nada ni nadie, no
pertenecía a nada ni a nadie. ¿Era ése el poder de aquellos lugares: esa invitación,
ese llamado al desprendimiento y a la renuncia? Después, repentino, hubo un
cambio de luz. Por unos segundos un gran resplandor iluminó una franja de mar y
me cegó. Bajé la mirada y descubrí, a centímetros de mis pies, protegido en una
cavidad formada por la erosión del terreno, un manchón de musgo de un verde
intenso. Aquel verde se oponía a la sequedad que lo rodeaba, era un pequeño
milagro en la aridez general. Desde ahí una voz comenzó a hablarme. La voz se
obstinaba en señalarme que aquél no era sino un lugar de tránsito, una estación
de la que habría que partir en algún momento. Me recordaba que debería regresar
a las caras que quería y detestaba, a los incentivos y las desilusiones de cada
día. En fin, el mundo de siempre. Y entonces percibía cómo poco a poco crecía
el impulso de darle la espalda al mar y al desierto y a la invitación a la
entrega. Sin embargo, minutos después giraba la cabeza a derecha e izquierda
para abarcar el espacio sin límites, buscaba allá abajo los animales quietos y
sentía que era en esa dirección donde debía partir, que era hacia ellos donde
debía ir. Y luego de nuevo volvía el reclamo de aquella mancha verde y a
continuación otra vez la tentación del vacío, y así pasaba de una propuesta a
otra, de un arrebato a otro, del platillo de una balanza al otro, entregado,
rescatado, entregado, rescatado, y en el sí y el no de cada instante ambos
platillos pujaban por quebrar el equilibrio. Y bajo el cielo que comenzaba a
ensombrecerse, en el viento que soplaba cada vez con más fuerza, era como en
esos sueños en que algo está a punto de resolverse y nunca se resuelve. Igual
que en los sueños, también en lo alto de aquel acantilado hubiese sido inútil
intentar gritar.
*Fuente:
http://www.pagina12.com.ar/diario/contratapa/13-170572-2011-06-22.html
*
Aunque estemos aullando
de dolor o dolores acumulados
ella, la poesía,
siempre sugiere;
siempre es un puente
que se tiende
para cruzar los
abismos que nos habitan.
*De Oscar
Ángel Agú. oscarcachoagu@yahoo.com.ar
Inventren
https://inventren.blogspot.com.ar/
LA
CULPA*
Medianoche. Han apagado las luces del vagón
para que duerman los pasajeros. Una luna plena ilumina al interior del vagón
dibujando formas fantásticas con las sombras de los árboles que bordean la vía.
El hombre lee a Saramago gracias a una
débil luz individual.
Encuentra una frase que lo sacude: "La culpa es un lobo que se come al
hijo después de haber devorado al padre".
Recuerda a su padre, nacido en un hogar
campesino en la Italia de 1923. Aquel sueño que lo sacudió ya anciano: lobos se
comían a sus ovejas, él no podía hacer nada para evitarlo. Así se despertó. De
esa cara de espanto de su padre el hombre no se olvida.
Piensa en su padre. En él, en sus hijos. En
otros padres con sus hijos. Todos acechados y finalmente devorados por la
culpa. El espanto no lo deja dormir.
(Aullidos en los sueños)
*De Eduardo
Francisco Coiro.
-Continuidad literaria
por el Ferrocarril Provincial.
-Próxima estación:
FUNKE.
LOS EUCALIPTOS.
FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN GOYENECHE.
GOBERNADOR UDAONDO.
LOMA VERDE.
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN.
GOBERNADOR DE SAN JUAN RUPERTO GODOY.
GOBERNADOR OBLIGADO.
ESTACIÓN DOYHENARD.
ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA.
D. SÁEZ. J. R.
MORENO. EMPALME ETCHEVERRY.
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY. LISANDRO OLMOS.
INGENIERO
VILLANUEVA. ARANA. GOBERNADOR GARCIA.
LA PLATA.
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-Editor responsable: Lic. Eduardo Francisco Coiro.
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