*Dibujo de Erika Kuhn
https://obraerikakuhn.blogspot.com
ADÓNDE VOLVER*
Uno envidia a quien es capaz de desnudarse,
de dejar las prendas y los lenguajes, abandonar la merienda servida e irse;
irse lejos, atravesar países tiempos y gentes. Todos sentimos alguna vez esa
inclinación a soñar con el mar, con los caminos que se pierden, con horizontes
difusos que borren el asfixiante aquí y ahora.
Se puede viajar, si,
es posible disolver la pertenencia en escapadas, en huidas tempranas o tardías.
Es posible cortar las cintas que nos aferran a la tierra, a la familia, a los
amigos. Se puede, aunque sea esta una empresa de personas marcadas por algún secreto
signo que no está visible en la frente.
Lo que perdura allá en
un fondo de pozo con sapo y luna, es el miedo a no tener adónde volver.
La vida entera es la
dificultosa construcción de aquel sitio que nos reciba al fin de la jornada.
Puede que sea un intento fallido; que al acabarse la partida sólo un gato
sigiloso murmure su aprobación solitaria a la viejita olvidada entre muros
silentes, o que, por ser el último en abandonar el ferrocarril, el anciano
quede con los naipes en la mano, vacías las sillas de sus compañeros ya
desvanecidos.
Pero habrán tenido
puerto para la charla amable o ácida. Habrán hecho sus nudos de amores u odios
donde fuesen reconocidos, donde la familiaridad les prestase un entorno que
sintieran propio, intrínsecamente propio. Odiado puerto, amado puerto el del
fin de la jornada, pero una amarra que nos contiene cuando el embate del mar.
El vértigo absoluto de un viajero es no tener adónde volver.
Y no nos engañemos,
viajamos tanto los que se van y pasan de vida a vida como los que nos quedamos,
y hacemos rutina de veredas fatigadas. Todos debemos retornar a casa cuando el
crepúsculo nos trae. Y algunos, no tienen adónde volver.
Quién escuchará la
narración efímera de los incordios del día, quién compartirá la mesa, quién
respirará quizás en otro cuarto, quizás en otra casa, pero quién respirará
nuestro aire.
En qué lugar habrá una
caja con fotografías de nuestra infancia, quién preguntará cómo estás, y
aguardará la respuesta. Y, si me voy, quién recibirá mis cartas.
El vértigo absoluto de
un viajero es no tener adónde volver.
*De Mónica
Russomanno. russomannomonica@hotmail.com
POZOS CAVADOS EN EL AIRE
-Textos de
Mónica Russomanno.
UNA MI ABUELA
Hay una tendencia que se diría natural,
cuando en realidad es puro aprendizaje y cultura superpuesta, una costumbre que
se arma capa por capa como alfajor santafesino. Hay una tendencia sincera y
rosada, tierna y con puntillas, de pensar en una abuela y vestirla con
mantilla, colocarle un rodete blanco en la nuca, adornarla con camafeos y
zapatones de taco bajo, lavarla con lejía y frotarle las arrugas hasta que
reluzcan de pureza primordial.
Decimos abuela y tomamos una niña pequeña,
empolvamos sus cabellos, le dibujamos líneas en el rostro y la caracterizamos
con unos lentes generosos. Aquí está, señores y señoras, una abuela. Aroma a
vainilla, sonido crujiente de sábana de algodón planchada, gusto a salmuera y
caramelo. Abuela niña, abuela inmaculada, abuela para ayudarla a cruzar la
calle, para reírse buenamente de sus desmanejos con aparatos novedosos, para
alcanzarle el bastón, para ejercer la dádiva de cariños espaciados y
ocultamente mezquinos.
La infancia y la vejez se tocan, dice la
gente con sonrisa comprensiva, y observan a las viejecitas con la justa mezcla
de emoción y alivio por no haber llegado aún a esas espantosas edades. Hablan
fuerte para saltar la tapia de la sordera, y a la vez hablan como si la abuela
no estuviese presente, porque es una casi persona como los niños; una porque ya
pasó la etapa de ser útil y los otros porque todavía no llegaron.
Abuelita de Caperucita, viejecita amorosa
amasando tallarines los domingos, tejiendo escarpines, dormida en el sillón con
el gato en el regazo.
Mi abuela no era una niña. Había sido una
niña hacía mucho tiempo, cuando nació en Argentina, pero se fue a Euskadi al
regresar sus padres a España. Fue una mujer cuando la guerra civil permitió a
Alemania probar los aviones bombarderos sobre Guernica, y en Guernica su madre
recibió metralla, y cargó mi abuela un fusil, y perdió un hijo, y mató un
falangista, y se echó al monte, y se pasó a la Francia, y por esas épocas uno
de sus hermanos se disolvió en una tumba anónima quién sabe en qué valle o en
qué colina del vasto paisaje.
Mi abuela es la mujer que se vino a
Argentina arrastrando a una hija que no quería venir, la mujer que le torció la
vida a esa hija que quedó varada en una playa que no pudo ser suya jamás.
Inteligente y misteriosa la veo a mi abuela
leyendo infatigablemente, la veo hablando con el cura, ella que fue católica y
después evangélica para terminar hablando con el Padre Torres, también español,
de allá, de su patria tras los mares.
No era fácil mi abuela, no era charlatana
ni particularmente cariñosa. Su amor pasaba por manos de dedos deformados que
tejían, cocinaban, me pelaban las uvas y les sacaban las pepitas. Una presencia
seca y oscura en mi casa de infancia. Un ser orgulloso y digno, que no renunció
al mantel sobre la mesa ni aún en soledad, ni aún cuando la fatiga del corazón
le hacía pagar los gestos inútiles.
Abuela, madre, hermana. Quién sabe.
Avatares. Ella era una persona con una historia, y peripecias, y secretos. Mi
madre y yo, sus patrias, sus creencias. Todo eso fue suyo. Su vida le pertenecía.
No fue mi abuela más que circunstancialmente, yo fui un pasaje en el extenso
texto de su vida. Y eso me parece bien.
No era una niñita arrugada mi abuela. De
ninguna manera. Era una mujer que había amado, había seguido sus hombres y
llorado las muertes y los fracasos. Una mujer con algo que decir pero que no
dijo, como los buenos narradores que nos dejan siempre con el deseo de saber un
poco más, de adentrarnos un paso más allá en sus aguas.
Me dejó mi abuela esta cosa de sentirme ser
humano, de saber que no debo explicaciones y de negarme al patetismo de
ajustarse a los estereotipos convenidos. Fotografías en blanco y negro, una
rama genealógica que viene directa desde mil novecientos dieciocho, atraviesa a
mi madre y me clava aquí, justo aquí, tan parecidas, al fin y al cabo, puestas
una junto a otra.
PICA-PAO
El pájaro carpintero es al principio un
ruido. Alguien que llama a la puerta, que tamborilea nerviosamente los dedos
sobre una mesa. Un ritmo sin cronómetro, marcado el compás por durezas
cambiantes en las ramas o la lenta putrefacción de una corteza, por la medida
del estupor de una larva que crece en la húmeda oscuridad y de pronto es
arrancada en alarma y grito silencioso.
Las series de golpes secos son desiguales,
aunque por más o por menos calculo que se mueven alrededor del cinco. Luego
silencio, luego otra vez el código morse pero más allá y ahora desde otro
árbol.
Lo veo, ahora se me pierde en la sombra de
las hojas, ahora de nuevo lo puedo aislar de los tonos pardos que lo circundan.
Este no es el famoso pájaro loco de los
dibujos animados. Menos espectacular en su colorido, es una avecilla amarronada
que se aferra verticalmente a los troncos. Lo confundiría con un gorrión si no
fuese por la postura vertical y la actitud enérgica de golpeteo. La cabecita
como un martillo, una y otra vez golpeando firmemente, compactamente.
Me viene a la memoria el nombre “pica-pao”
y no sé por qué. Lo habrán dicho en alguna película portuguesa, aunque se me
confunden resonancias de Marcello Mastroianni, de una escultura de madera que
se llamaba “Pedro-pao” y toda una recua de bueyes nubosos se derraman por mi
pobre memoria tornando todo difuso y blancuzco.
Me gusta el nombre “pica-pao”. Su ocupación
de picar la madera lo define mejor que endosarle el nombre de pájaro
carpintero. Pájaro carpintero me remite a clavos, martillos, la trabajosa
confección de unos muebles, al tío Polo lijando los tablones al sólo pasar
sobre ellos su mano basta. Era pasar los dedos, y el aserrín se desprendía en
un polvo impalpable bajo sus yemas sin huellas digitales, perdidas las huellas
por el contacto abrasivo y continuo de la madera en sus tareas de carpintero.
El tío Polo digo, y vienen desde el pasado las bolillas amarillentas del árbol
paraíso, arrugadas como una piel largamente sumergida, el árbol seguramente
seco desde hace siglos, desarraigado y extinto, pero glorioso en este momento
que resurge al lado de una tapia sin revocar.
Digo tío Polo y llega desde la nada, desde
el tiempo que desaparece, un tambor de metal al que el tío llenaba de aserrín y
viruta durante la semana, y al que daba fuego para maravilla de los ojos
infantiles en la visita del fin de semana. Fin de semana, viaje en colectivo, la
carpintería con su piecita y su cama de barrotes de hierro, la máquina de
afilar a pedales, magnífica bicicleta fija con la piedra girando y girando como
un planeta chato y elusivo. Máquinas amenazadoras, sierras, tablones para armar
pasarelas y hacer equilibrio sobre piernas cortas y zapatitos con botón a los
costados.
El olor de la madera, el olor de la cola de
carpintero que alguna vez me ataca y me devuelve a esa carpintería, a esos
techos de chapa y esas arañas armando universos de hilo diáfano en las
esquinas.
El toc-toc-toc del pica-pao me trae de
vuelta a la quinta, y apenas me queda un segundo para hacer un inútil gesto de
saludo antes de que un tío Polo de camisa rayada se pierda en el aire de la
mañana.
EL DEBER HUMANO
La lucha contra la adversidad era la clave.
La lucha contra un destino amenazador, el destino como la tormenta que se
desatará, que romperá las amarras y devastará la pobre humanidad o el pobre ser
sacudido por los inclementes vientos de los años, de la lejanía, de la
tristeza. El destino que se ensaña quitando la vista a Borges (eso será mucho
después, pero qué es una década o un siglo para la historia), el destino que se
ensañó con Beethoven desprendiendo de su ser esencialmente musical la valiosa y
magnífica capacidad de escuchar el goteo de la lluvia, una puerta que se queja,
los acordes monolíticos de una sinfonía.
Es el deber del ser humano la lucha contra
la adversidad. Frase remanida, que no es espectacular por la formulación ni por
la novedad, pero que con el contexto de haber sido expresada por Beethoven
tiene una fuerza y un impacto que estremece.
Y luchó Beethoven contra la adversidad,
contra el destino que en la quinta sinfonía se expresa para siempre en notas
musicales, en una sola frase que se repite y muta pero que se alza como un
monumento de piedra en la llanura destemplada. Lloraron los oyentes en su
momento, nos emocionamos hoy cuando nos golpea ese bloque de música que forma
la orquesta a pleno, y esa queja de un único instrumento solo que implora allá
en las alturas, único como la plegaria de un inocente.
Ese pa ra pa páaan reconocible y trágico,
tres notas cortas y una larga. La “V” en el código morse, la “V” de la victoria
final aún cuando la muerte cierre y clausure. La victoria de haber presentado
batalla como sea y contra poderosos ejércitos. Es la victoria de la lucha en
sí, sin importar los resultados. La victoria del hombre de pie, aunque sea al
fin la caída, que no somos inmortales pero la victoria está en la resistencia.
Se había comprado o mandado hacer Beethoven
todo lo que el ingenio de la época permitía para amplificar esas ondas elusivas
que ya no formaban sonido en su cabeza. Trompetillas, cuernos, hasta una
pesadilla de hierro que parecía salida de los sueños enfermizos de los
inquisidores; un collar con largas varillas que se introducían en el piano.
Vanos intentos. A los treinta años el ejecutante estaba completamente,
fatalmente sordo. Y fue después que escribió cada una de sus sinfonías, sordo
ya, trabajando con las coloraturas de los instrumentos de memoria, armando
acordes poderosos con matemáticas e imaginación. Construyendo catedrales y
recintos dibujados a contraluz y con trazos vigorosos. Luchando contra la
adversidad, porque lo dijo y lo hizo, era su deber humano luchar contra la
adversidad.
Y antes del pa ra pa páaan una aspiración,
un silencio. Importante silencio de hache muda delante de la palabra. Impulso
que eleva la fuerza y hace que la frase suba. Tomar aire antes del esfuerzo,
echar hacia atrás el brazo en tensión para que la flecha llegue hasta ese
blanco lejano. Tanto importa la hache, tanto hace un silencio, el vano con la
misma contundencia espacial que la pared contundente. La muerte dando sentido a
la vida por simple presencia invisible. Esas sutilezas que no se comprenden
hasta que nos las explican, pero que sin embargo se pueden presentir en la
emoción.
Nos hablan siempre de un hombre colérico de
cabello despeinado. Se reducen finalmente los seres a una caricatura vacía.
Debiésemos poner el relato en cosas más importantes, como su pasión que como
toda pasión es desmedida y arrasa con árboles y edificaciones. Destruye y crea.
Beethoven guiando a una orquesta que no escuchaba, nueve horas guiando la
orquesta y cantando y gritando mientras los espectadores comían o charlaban, en
esas maratones en las que un compositor presentaba su obra y que se llamaban
academias. Lo imagino feliz, lo imagino por fin vivo y no como ese busto
inmortal (esas inmortalidades de museo, de cámara funeraria, de olvido), ese busto
inmortal y ajeno que no es Beethoven sino un pedazo de yeso o acaso mármol o
bronce, materia que jamás fue viviente de vida humana, sueño y carne y espíritu
desbordado.
Es deber humano luchar contra la
adversidad, dijo Beethoven, vivo y viviente y tenaz. Quizás la única forma de
construir obras justificadas, poderosas y bellas sea esa batalla desesperada
contra la propia imposibilidad. Desde aquí se ve el inmenso edificio, y no
notamos, ya, la labor del artesano, las huellas arduas de los cinceles sobre la
piedra.
Será por eso que la quinta sinfonía fue la
obra seleccionada para representar el sonido de lo humano, cuando se envió un
mensaje al espacio. Qué temblor en la yema de los dedos, qué magnífico vacío en
las entrañas pensar en esa frase musical resonando allá en medio de la negrura
y las infinitas estrellas, viajando por el universo anónimo y llevando el
mensaje de la humana esperanza de poder dar lucha al firmamento inabarcable.
AZOGUE Y FALTA
El azogue se colocaba detrás de los
cristales para que la límpida superficie duplicase el universo. La falta es eso
que no está, que podría estar, que quizás alguien puede darme para que algo se
complete o enriquezca.
Los ojos de Marilyn Monroe, los ojos de
María Callas, los ojos de James Dean. No tanto los ojos como las miradas, esas
miradas que cautivaron, atraparon, mantuvieron en vilo los corazones, la
atención, la memoria de un público que se sintió mirado, abarcado, estremecido.
Dicen que la Callas podía cortar la
respiración de todo un auditorio, un inmenso auditorio, cuando abría los ojos y
los fijaba con intolerable fijeza en los espectadores. Hemos visto esa sensual
forma de ver con los párpados entrecerrados de Marilyn, y la desafiante mirada
de James Dean que hacía suspirar a las adolescentes, temblar a las ancianas.
Quien nada dice permite que el otro diga.
Quien ofrece oscuridad pone en la imaginación todas las claridades.
Ellos, que no veían, que compartían una
miopía que les desdibujaba el mundo, enfocaban la imperfecta mirada un poco más
atrás, más lejos, más profundamente. Sin ver, proporcionaban la hermosa ilusión
a los otros de ser vistos en una intimidad perfecta y desnuda. Miradas que no
ven, pero que se dejan mirar. Como los ojos inmóviles de las antiguas
fotografías que nos siguen atentamente por el cuarto de paredes empapeladas,
como los ciegos ojos de las estatuas, como los ojos ciegos de los barnizados
retratos al óleo, de los daguerrotipos que han sido hechos para que,
mirándolos, nos miremos. Ojos espejo, estanques vacíos que reflejan los cielos
que los observan.
Nada decían, sus ojos. Poco veían, esos
ojos. Pero se dejaban mirar y confeccionaban sabiamente el ardid de azogues y
pozos que duplican las lunas. Creaban las tramoyas necesarias para que lo
difuso abarcase a cada uno personal, punzantemente.
Hay quien utiliza el ardid de lo intangible
para el engaño, y miente interés en esa mirada crepuscular que no nombra y
puede, por lo tanto, ser apropiada por cada incauto que se siente amado,
incluido, protegido por la particular preocupación, falsa preocupación, del
encantador de serpientes que lanza su red para atrapar adoradores, quizás
votantes. El vacío discurso que diestramente permite que cada uno escuche lo
que desea oír, los vacíos rostros gigantescos en los carteles.
Pero quedémonos con los ojos de Marilyn, de
Jeamos Dean, de la Callas. Guardemos la crepuscular maravilla de ser mirados
por quien no ve, la excepcional cualidad del lenguaje de decir más para quien
lee, de uno, que está leyendo, que de quien escribe. No siempre es horroroso
que las palabras sean polisémicas o que los sonidos resuenen en cada cabeza con
diferentes ecos.
Esas miradas estaban hechas para ser
miradas, y para estremecer por reflejo de los anhelos de los espectadores. Y
las canciones, las canciones están hechas para que otras voces las enriquezcan,
y mi espíritu, este, mi espíritu, está hecho para que el tuyo le preste luz.
SABIDURÍA
Edipo se acercó a la
Esfinge.
La Esfinge era hermosa
y distante.
Simétrico rostro de mujer, bellísimo busto,
grácil cuerpo sedente de animal de presa. Patas delanteras extendidas, laxas;
patas traseras prontas al salto. Siempre vigilante, siempre en quietud. Ni
dormida ni en movimiento, su calma era la de quien demuestra soberanía
controlando el músculo y el erizarse de los cabellos.
Frágil solidez de quien no puede darse ni
al reposo ni a la furia. Pero desde aquí lo vemos; no vio esto Edipo en la
mujer animal. Le fue dado el temor y la admiración frente a lo terrible. Y le
fue dada, también, la paralizante atracción que halla su sujeto en quien ha de
destruirnos.
La Esfinge proferiría su enigma, su
pregunta afilada, certera, aguda; su pregunta que condenaría la falta de
entendimiento con la ganada muerte.
Edipo lo sabía. Había realizado su jornada
para el lívido momento en que el enigma definiese su suerte. Y ahora aguardaba.
Por un instante miró el cielo por si fuese última visión, dibujó con ternura la
silueta de un árbol en su memoria.
Los ojos de la Esfinge eran espejos de
cristal de roca.
Edipo recibió el peso del temor a la propia
ignorancia, le tembló el pecho frente a la belleza exacta de ese ser
maravilloso de contornos perfectos. La imaginó invulnerable, casi aceptó como
inevitable y lógica, acaso necesaria, la desaparición de su contingente persona
frente a la evidente solidez de la criatura.
Este inabarcable ser semejaba conocer los
secretos del universo. Su calma merecía ser producto de su seguridad.
Y la Esfinge ejerció la veladura del
silencio para mentir sabiduría.
La Esfinge, inmóvil como los dioses frente
a la agitación de los hombres, ocultó su ignorancia con la lejanía de una
máscara hueca, la arrogancia de una pose estatuaria. Su silencio no era otra
cosa que un
oscuro despojo, un muro que protegía la
nada. Mostraba sólo lo pasible de causar admiración, ocultaba el vacío del
centro.
La Esfinge nada sabía, nada comprendía, y
era, como nosotros, hábil para la destrucción, pero negada para el acto
generoso de crear.
Su majestad no le permitía dudas o
inaceptables cuestionamientos.
Estaba condenada a las sentencias y a la
brevedad. Si no hablaba, no se advertiría su carencia. No mostraría la cera en
la grieta del mármol, no permitiría cercanías que pudieran propiciar el
hallazgo de la imperfección.
La belleza exacta no se arriesga a mostrar
el perfil opuesto, curvar el cuello, producir modificaciones en la obra
conclusa. La ignorancia no es capaz de quitarse el velo que cubre su desnudez.
Edipo, que viendo a la Esfinge veía los
ropajes del hierático desprecio; Edipo, quien siendo un hombre se sentía ínfimo
frente a un oráculo certero; Edipo, engañado por la Esfinge, la creyó sabia e
infalible.
Antes de que la desmesurada voz declamase
el acertijo, se daba ya por muerto.
Se alegraba, quizás, de su cercana
desaparición. Engañado por la aparente esfericidad del monstruo, deseó que su
persona imperfecta no manchase la pureza del ser fabuloso.
Pensó que sería un honor alimentar al
prodigio. Se resignó a su destino, acaso lo satisfizo que el hilo de su vida
fuese cortado por un adversario de tamaña dignidad.
Otro instante se demoró la Esfinge en
plantear el acertijo. Sabía que la teatralidad le era necesaria para no
desmoronarse. La ejercía con impecable oficio.
Con voz de Sibila, de Oráculo, con voz de
Ídolo de bronce y pedrería la Esfinge desplegó las palabras que serían su
derrota.
No era el enigma un cofre inviolable. Edipo
halló la llave. Con íntima desazón Edipo halló la llave. Con alivio también,
pero con desazón Edipo desató el nudo de palabras.
Y se alejó luego de contemplar cómo se
despeñaba la Esfinge desde lo alto de la Acrópolis. Pensó "no he de
despeñarme yo por una falla, no he de morir por orgullo ni ceder a la tentación
de la soberbia, y no he de confiar ingenuamente en la sabiduría de las
estatuas".
Lo olvidó luego, como a todos los alumbramientos
que nos proponemos tallar en la memoria.
UNA MIRADA
He observado los bosques para ver
únicamente los árboles de corteza caduca y hojas desnaturalizadas por las
babosas. He visto los hongos comiéndose la oscuridad de la tierra, pájaros
parasitados y animales moribundos en la maleza. He visto tormentas destructivas
en la espesura, y no me es ajena la cicatriz del rayo en los troncos
torturados. No me es ajeno el dolor de los bosques, no comprendo cuando dices
"mira" y sonríes a tal espectáculo de muerte y sufrimiento. No me es
ajeno el espanto de la espesura.
Me muestras los mares, y las olas de sucia
espuma rompen en playas formadas por millones de cadáveres calcáreos. Cómo
mirar el mar, me pregunto, cómo admirarlo. Cómo evitar en él el naufragio, el
llanto de las viudas, la extinción de los roncos mugidos de los cetáceos. No me
son ajenos, te digo, los espantos oceánicos.
Diriges mi vista hacia las humanas
multitudes. Señalas un niño, veo en él presentes y futuras crueldades, veo la
lenta degradación de los órganos, el velo enquistado de los saberes falsos, de
la dureza que hará de él soldado de inquisiciones, verdugo y juez de sus
semejantes.
Alumbras para mí a un par de enamorados. Se
devorarán, te digo, no hay forma alguna de que no acaben tironeando de sus
propios despojos. Acabará la caricia en garra, el beso en colmillo, la ternura
en cuchilla afilada. No me es ajeno, tampoco, el amor. Que ya lo he visto. No
me es ajeno el amor, y no conozco donativo más oneroso.
Meneas la cabeza tristemente. Me dices que
tu paisaje es bello, que hay ternura en tu universo, que las sombras están, pero
debajo de los claros objetos.
Dichosa de ti, dichosos los dichosos.
Cíclope soy. Esto veo.
APUNTES DE HOY POR LA
TARDE
Esta tarde fue tan bella, tan de la
estación intermedia, que es decir esa estación en que el tiempo se decide a no
tomar decisiones, se deja flotar en una calidez fresca, en ese difuminarse
entre las violencias del invierno y el verano. Me preguntaba yo si habría que
temer a los abrigos o si las blusas etéreas deberían ser lavadas de encierro y
olores a ropa en espera. ¿Es esto el otoño, es la primavera la que anuncia
dulzuras y fruta madura?
Los aromas y las flores niegan las hojas
crujiendo en las veredas, el cielo glorioso se deshace en iluminación barroca,
y las iglesias de pico agudo fingen piedra amarilla contra el rosado y el
profundo azul que estruja el alma. Mientras, seguimos caminando ajenos a la
maravilla.
Caminamos como si diésemos todo por supuesto.
Como si el tiempo fuese eternidad, como si la vida hubiese hecho una promesa
inquebrantable a nuestros corazones.
Pobres seres fugaces, carne y sangre y
huesos. Perros y palomas y gorriones codiciosos, y gente ocupada en cosas
pequeñas. Dentro de las cabezas las telarañas, la cuenta de la luz, el llamado
o el dolor o el amor o el hambre, todo tan efímero, en definitiva, mientras el
mundo incognoscible nos rodea sin ser visto.
Tan hermosa la tarde, tan inmensa. Rodeados
estamos de magnificencia que no nos pertenece, sobre la que nada tenemos que
argumentar y que nos es incontrolable. No hace falta un mar. Basta el cielo
sobre las cabezas para que el infinito nos revele los ciclos y la muerte sin
amenaza, acaso como parte del paisaje.
Todos nosotros, los que aquí hemos caminado
en esta tarde, desapareceremos. Pero hoy estuvimos en el mundo por un momento,
y el mundo fue hermoso y digno. Basta verlo.
Las palomitas seguirán buscando la rama
delgada que se caerá del nido tan mal hecho, el perro se lamerá la pata
morosamente, sintiendo en la lengua el familiar sabor de su pelaje, yo no
notaré el reloj en la muñeca, todos tan íntimamente convencidos de ser quienes
somos. Tan familiarizados con lo propio que es sorprendentemente diverso e
intransferible.
A nuestro alrededor, el cielo común a
todos. La vida mientras dure, esta particular mano en que la baraja se
desgrana. Y yo soy yo, y sé que ser yo no significa más que un albur, un
instante del todo o de la nada, quién lo sabe.
Mientras tanto, la luz se ha retirado hasta
mañana.
PEDACITOS DE
CIELO
¿Viste el cielo?
¿Viste cómo el celeste y el azul y el rosa,
cómo el blanco, cómo las nubes? ¿Viste las nubes?
¿Viste el mar que corre invertido, esa
liquidez de los mediodías, esa lejanía y esas nubecitas que de pronto te bajan
el techo antes tan imposible? ¿Viste la luz de fuego, el sol naranja, las capas
atravesadas por rayos incandescentes? ¿De veras que vos también viste el cielo?
¿Los borreguitos amontonados, los jirones desgarrados de tules evanescentes,
los colores? ¿Viste los colores?
Y las nenas en la terraza. De las nenas en
la terraza me contó Rodolfo, esas no las vimos.
Dos nenas en la terraza, magia con palitos,
varitas de hadas ingenuas. Haditas pequeñas, hadas.
Dos nenas y una terraza y el cielo
perfecto.
Arriba las nubes de algodón, de lirios
blancos, nubes de difuso sueño de anémona, nubes de nubes. Nubes sobre fondo de
atardecer y en contraste las figuritas bailarinas de las nenas en la terraza.
Las dos niñas. Manos en el aire, manos que trazan
círculos que perduran apenas un momento como giro, como rueda invisible, como
hechizo en el aire. Palitos, varitas en las manos tiernas.
A las nenas les gustaría comer el mágico
algodón de azúcar que venden en ferias y circos. Ellas quieren el algodón de
azúcar, y les han dicho que están hechos con pedacitos de cielo. Y entonces ahí
están, en la terraza, probando a enredar el cielo en las varitas.
Las nenas giran sus palitos batiendo el
aire, giran sus palitos, giran ellas con esperanza, con fe, con los bracitos
redondos giran sus varitas para atrapar trocitos de cielo.
Vos sabés, claro. Sabemos que es así, que
no hay otra manera. Las nenas atrapan en la terraza recuerdos para el después,
cuando lleguen los inviernos del desamparo, los otoños de la melancolía. Las
nenas atrapan recuerdos de belleza, danza de aves, sensaciones limpias para esa
vida que se les viene. Atrapan felicidades para cuando el algodón de azúcar ya
no sea un manjar. Para cuando ya no crean en magias ni en imposibles
realizados. Para cuando sepan los cómos y los cuándos, pero nunca los por qués.
Y las nenas atraparon, para siempre, al
cielo rosa, al cielo blanco, azul, celeste. Y se lo metieron dentro como si se
lo comieran.
¿Viste el cielo?
PÁJAROS Y MEMORIA
Laurie Anderson
escribió en su espectáculo "Homeland" una historia con la que
comienza el show. En ella los pájaros, que existían antes de que el mundo
exista, vuelan sin tener más que aire y ningún lugar donde posarse. El problema
surge cuando el padre de una de las aves muere, y no saben qué hacer con el
cadáver ya que es una nueva cuestión, algo que los sorprende por ser la primera
vez que algo así les ocurre. Finalmente, un pájaro decide sepultarlo en la
parte trasera de su propia cabeza, y ello marca el inicio de la memoria.
Magnífica poeta,
maravillosa creadora Laurie, que nos muestra los cadáveres de nuestros padres
en las nucas abultadas.
Historias, olores,
sabores de antes, pasado y putrefacción, dichas que ya fueron y dolores que
retornan. Las voces que no murieron, los asombros, las caricias de manos que no
conocimos. Todo detrás de la cabeza, todo allí apretadamente emplumado, tibio y
gélido, maravilloso y atroz.
El cadáver del padre.
El cuerpo muerto de las generaciones. Los días que gastaron otros, los que
pasamos sin advertirlos, las tramas sobre lo minucioso cotidiano, los hilos que
conectan continentes, las palabras de las que desconocemos el significado y sin
embargo siguen allí, en la nuca, peso y alivio.
Tan cerca que lo
sentimos detrás de las orejas, tan lejos como esa propia nuestra espalda que no
podemos ver. La memoria.
Cuántas veces habrá
deseado el pájaro arrancarse el cadáver de su padre.
Tantas como las que le
llevó comprender que ya no hay retorno cuando el hombre comienza a conocer
cuando reconoce.
Y llevamos, es cierto,
más cadáveres de los que sabemos detrás de los ojos. Alegrémonos si nos ayudan
a mirar.
HONRAR LA VIDA
En el noroeste de Mongolia todo el mundo se
muere, pero las personas no mueren. Se lo dice el papá a Nansa, una niñita de
ojos rasgados en un redondo rostro de manzana.
El budismo los provee de un inagotable
círculo de vidas que el alma recorre pasando de un arbusto a un camello, de un
camello a un buitre, saltando de ser a ser, hermanando plantas, animales y
seres humanos en un hálito eterno que se manifiesta multiforme y vital. La
muerte no tiene más relevancia que el cruce de un umbral. No angustia ni
aterroriza. Los niños sólo sienten la curiosidad de quien se pregunta qué
vestido usará mañana, qué abrigo le tocará en el invierno próximo.
Pero no todas las vidas son iguales. Las
personas poseemos una fineza de percepción, la capacidad de razonar y sentir
con mayor agudeza que un yak o una cabra. Esos atributos son invalorables.
Podemos, también, mirar las estrellas, contar historias, acariciar un perro
dormido. Somos capaces de amar.
Volver a pisar el mundo como un ser humano
es un privilegio.
Una anciana recibe en su yurta a la niña
que se ha mojado en la lluvia. Toma un cazo con arroz, una aguja larga, y con
la aguja en una mano derrama sobre ella puñados de arroz que caen como lluvia
blanca. Le pide a la niñita que le avise cuando un grano caiga sobre la punta
de la aguja. Puñado tras puñado, la atenta mirada no logra encontrar que el
milagro acontezca.
La pequeña mujer arrugada y sonriente le
cuenta a la niña que en el mundo existen infinidad de seres, y que la
posibilidad de reencarnarse en una persona es tan remota como la de que un
grano de arroz caiga en la punta de la aguja. Así de esquivo es el milagro, así
de difícil es ser un ser humano, y es por eso que cada vida humana es
inapreciable.
Ha de celebrarse, entonces, la vida humana.
Y respetarla con la devoción con la que se preserva un frágil fuego en medio de
la noche.
Lo dicen los mongoles, allá por donde China
y Rusia se confunden. Nos lo cuenta la directora Byambasuren Davaa, que quiso
que su pueblo narre a través de sus filmes esa forma de vivir, sentir y
explicar el universo.
Ellos, los mongoles budistas que creen en
un eterno pasaje de vidas, reverencian la maravilla de ser una persona y de
tener la suerte de pertenecer por unos años al género humano. Nosotros, que no
prestamos fe a historias de reencarnaciones, que creemos que esta vida es
única, despreciamos a nuestros semejantes y no honramos el maravilloso don de
la humanidad que se nos ha concedido y reside en nosotros. Mancillamos el
milagro, desperdiciamos la esquiva oportunidad de ejercitar los dones que nos
fueron hechos. Si podemos amar, si podemos mirar la luna, si podemos narrar
historias; entonces es nuestro deber hacerlo y por tanto, como lo cantó Eladia
Blázquez, honrar la vida.
LA CARRERITA
Había llovido. Cuando la arena se moja, el suelo de las calles pasa del
desierto del Sahara, dificultoso y propicio a los camellos, a una superficie
compacta y caminable, traidora con sus charcos y ladrillos emergentes, pero más
amable en general para quien va, por ejemplo, cargada con una bolsa llena de
papas y cebollas, habiendo aprovechado la oferta del verdulero, empeñado en
ofrecer rebaja en el precio para quien compra tres kilos.
Molesta por el peso de las verduras, apurándose para poder llegar y
dejarlas sobre la mesada de la cocina, vio ese jardín con juveniles gigantes,
qué placer, los años que tendrán esas plantas, y en cambio las mías pobrecitas,
que no terminan de despegar. Ah qué maravilla la enredadera que trepa ese alambrado,
ojo de poeta, erizada de flores amarillas con centro oscuro, tan llamativas,
siempre digo que voy a poner una planta y al final termino dejándolo para el
año próximo.
La señora parloteaba por dentro, y algunas ideas más difusas apenas
asomaban sobre sensaciones, recuerdos, apuntes hechos sobre el agua. Mirándolo
todo pero viendo poco, más con la atención puesta en el conjunto que en algo
tangible, la señora se encontró caminando por detrás de un chico de nueve o
diez años, que llevaba guardapolvos y mochila de escolar.
En la marcha, uno tiende a retrasar o apurar el paso para no quedar
apareado a un peatón desconocido. El chico caminaba lentamente, la señora no
tuvo que apresurarse demasiado para sobrepasarlo y dejarlo atrás. En el momento
de pasar a su lado vio el corte de pelo reciente, los cabellos cortos erizados
como un cepillo perfecto, y se imaginó el tacto de la mano pasando por ese
pelo, abatiéndolo como cuando el oleaje mueve los juncos, o cuando el viento
forma ondas en el trigo. Su mano recordó el lomo de un gato de su casa
infantil, y de inmediato se materializó la foto de ese amigo que allá lejos en
el tiempo se había rapado para trabajar en el primer restaurante vegetariano de
Santa Fe. Revive esa vez que Aldo llegó a su casa con la flacura de un monje
oriental, el pelito apenas creciendo de vuelta, y cómo Aldo le dejó pasar la
mano por el cepillo de su cabeza, y fijar en la palma esa sensación
inolvidable.
Abstraída en recuerdos, de pronto reparó en que el paso moroso del chico
a sus espaldas se había reavivado, y que, en vez de quedar atrás, se iba
acercando.
Cargó el bolso en el hombro derecho, y ella también aceleró. El chico se
acercaba, indudablemente decidido a darle alcance.
Quién, de niño, no ha medido sus fuerzas con la gente que inadvertidamente se desplaza por las veredas. Mientras el chico acortaba la distancia, la señora se negó a rendirse. Iniciaron una carrerita disimulada, y ella mantuvo la primera posición acelerando hasta casi trotar. Los dos se apuraban, ella escuchaba la mochila golpeando la espalda del nene, aferrada a su bolsa llena de papas.
Debía aplicar alguna táctica para vencer a la juventud. Acercándose a un
poste de luz, se mantuvo justo en el medio del espacio libre, y de ese modo fue
utilizando los obstáculos para impedir ser sobrepasada. El poste, un perro
dormido, la pila de ramas de una poda. Se desplazaba en zigzag, obturándole el
paso a su competidor. Se le fueron acabando los recursos, y, finalmente, con un
trote vigoroso, el chico pasó por al lado de la señora, quien, en el momento de
ser derrotada, le dijo “me ganaste”. El triunfador volvió la cara hacia ella,
la miró brevemente con ojos color miel, y le sonrió sin decir nada.
Hermosa sonrisa; sonrisa amplia de camarada, de amigo, de ser humano extendiendo
una mano imaginaria.
Habían coincidido, habían jugado un juego, se vieron por un momento y
ahora se alejaban, cada uno retornando a su edad y a sus quehaceres. Quién sabe
por qué la alegría se desata cuando ocurren esta clase de cosas.
ARVEJAS DE
PRIMAVERA
Estoy abriendo las vainas para sacar las
arvejas. Mis manos se transparentan por detrás de la veladura verde tierna de
las chauchas. Una por una las abro, y se encuentran las pelotitas húmedas,
nuevas, esas arvejas de verdad, no las de lata, secas y vueltas a hidratar,
arenosas y pasadas por la industria. No, estas arvejas vinieron en bolsa de
red, estaban en la verdulería, en un rincón, y me las traje sin envase ni
marca. Venidas de las quintas estas arvejas de la primavera.
Miro mis dedos transparentándose por detrás
de las vainas esmeralda, y pudiesen ser los dedos de mi bisabuela allá en
Euskadi, los de mi abuela, sentada en la silla de la cocina, con un repasador
en el regazo y la paciencia de quien extrae tesoros uno por uno y forma el
montón de cáscara por un lado, las perlas por el otro.
De niña le dije alguna vez a mi madre que
para qué el trabajo, si no son tan caras las latas en el supermercado.
No era sólo la textura incomparable, el
sabor más dulzón, la frescura de lo recién cosechado. Era el rito de la
primavera.
Giuseppe Archimboldo era un pintor extraño,
que hace medio milenio anticipaba el surrealismo, y armaba retratos de
personajes con una mixtura de objetos o vegetales o animales. Extraños en
verdad esos personajes acaso temibles. Pero recuerdo la personificación de las
estaciones. Y en el personaje que representa o resume la primavera hay arvejas,
espárragos, alcauciles.
Dice mi mamá cuando se va el invierno que
hay que celebrar con la merluza en salsa verde, con el cordero al txilindrón, con
esos platos que no sólo reconfortan con su sabor, sino que son ellos la propia
celebración de lo nuevo que llega y lo viejo que se va.
Ritos, costumbres ancestrales, las manos de
las mujeres de la familia que son unas solas en el tiempo, desgranando las
arvejas mientras el siglo avanza y el tiempo devora los días y las estaciones.
Los días se regían por la luz, los meses
por las lunas crecientes y menguantes, las estaciones por la irrupción de las
fresas, de las papas nuevas, de los tomates maduros con olor a campo recién
llovido.
Hizo falta que se perdieran lo ritos y las
iniciaciones y los lutos para que los psicólogos nos digan que son necesarios.
Frente a la fría asepsia de los
refrigeradores de supermercado, traigo de la verdulería mi bolsa de arvejas en
sus vainas delicadas, estuches preciosos de cierre perfecto.
Y recupero las manos de mis antepasados, y
celebro que hemos vivido un año más.
POZOS CAVADOS EN EL AIRE
El hombre o la mujer
se separa, se divorcia, se encuentra de pronto que está solo. Puede que al
principio sea la alegría de volver a verse a sí mismo, de levantarse a las
cuatro de la mañana a escuchar música y seguir durmiendo, de comprarse o hacer
lo que se le da la gana para comer.
La cita con la soledad
verdadera está pendiente. Esta finalmente llega.
Algunos se acostumbran
y quedan de vuelta, se resignan a no ser más hombre o mujer sino un cierto ser
vagamente sexuado, cosa que se nota en si usan pollera o no, por ejemplo. Y
riegan las plantitas, y quizás acaricien un perro o un gato para sentir algo
tibio bajo las palmas. Por la noche abrazan la almohada, ciertamente.
Ocurre, a veces, que
se convencen de estar bien y de ser felices. Otras no, otras veces se dan
cuenta, y evitan esos parques y esas paradas de colectivo donde duele el
apretarse ansioso de los cuerpos de los adolescentes. Miran para otro lado, se
acarician el brazo izquierdo con la mano derecha sin reparar en ello, como si
fuese sólo una costumbre; me pica un granito, me quemé por el sol; y la mano
propia que no alcanza a ser contacto genuino pero que atempera el desaliento.
Y afuera no hay nada.
No hay nada de nadie.
Viven en pozos aéreos,
rodeados de tierra invisible, enterrados enterrados y caminan sin ataúd.
Y ya no se animan.
Tienen miedo.
Una sola mano que
atraviese el océano etéreo basta para desaparecer el hechizo. Un roce de veras,
una caricia que haga abrir los ojos al Lázaro deambulante.
Los pozos cavados en
el aire existen. La infinita soledad que se derrumba de una vez y sin estrépito,
que limpia la atmósfera, que demuestra que siempre es nunca demasiado tarde
para extender el brazo, para abrirse al porvenir, para vivir de la ilusión. Eso
también existe.
**
-Más textos de Mónica Russomanno en Aurora
Boreal.
https://www.auroraboreal.net/literatura/puro-cuento/2025-relatos-de-monica-graciela-russomanno
Inventren
https://inventren.blogspot.com.ar/
Estación
Girondo*
*Por Alberto
Di Matteo. licaldima@gmail.com
Vestido con una enorme capa negra que
ondula a sus espaldas como las trágicas alas de un desorientado vampiro, con el
cabello ensortijado y pálido semblante, Oliverio deambula sin rumbo, alejándose
de la ciudad, atormentado por el siniestro recuerdo de la Dama de Blanco.
La había visto a la cara. Podría jurarlo
delante de cualquiera. Fue durante una oscura y pegajosa tarde, donde la
atmósfera parecía a punto de quebrarse bajo la feroz metralla de los truenos y
desatar, a los pocos segundos, la peor de las tormentas que recordara Buenos
Aires quizá en décadas. En aquel preciso momento, Ella se había dejado ver,
atravesando los añejos muros del Museo de Arte Hispanoamericano Fernández
Blanco, sito en calle Suipacha al 1400.
Por aquel entonces, Oliverio vivía con su
esposa Norah en el terreno lindante al Museo, y los ocasionales encuentros con
aparecidos ultraterrenos ya no los inquietaban como la primera vez. Una noche
habían sido interceptados al regresar de un café literario por el hierático
espectro de un jesuita encapuchado que les heló la sangre. En otra oportunidad,
vieron cómo se descolgaba la oscura silueta de una esclava negra por las
cañerías que descendían de los techos, buscando escapar de sus ya extintos
captores. Más tarde, hasta un distinguido Lord británico de raigambre
victoriana, con flamante galera y reloj con cadena de oro a la cintura, paseaba
de vez en cuando por el patio de su casa en las noches de luna, insinuando
acaso un leve gesto con su galera hacia ellos, a modo de saludo.
Sin embargo, ninguna de estas imágenes lo
había perturbado tanto como el de la Dama de Blanco. Joven, hermosa, con una
extraña simbiosis entre la sensualidad y la virginalidad… Se deslizaba fuera
del Museo y entraba a su casa subrepticiamente, mirando en derredor con cierto
temor, como si no reconociese el lugar por donde se desplazaba. Y a diferencia
de las demás apariciones, Ella, exclusivamente a él, le hablaba…
Oliverio nunca había podido descifrar su
lenguaje, entrecortado y confuso, compuesto por irreconocibles jirones de
palabras que no alcanzaban a comprenderse del todo, como si le hablase desde el
fondo de un pozo anegado, o a una distancia tan vasta que los sonidos no
alcanzaran a ser alcanzados.
Pero su mirada, de una tristeza tan profunda
como hermosa, era lo que más lo desconcertaba y fascinaba a la vez. Haberla
conocido implicaba no poder olvidar jamás esos ojos claros. Quizá fuera eso lo
que ansiara recuperar Oliverio luego de la muerte de Norah, hecho que lo dejara
al extremo de la desolación: una mirada de amor, proveniente de unos ojos
puros, diáfanos como un cielo de verano, que lo atravesaran con su ternura de
lado a lado.
Consternado por llegar a concretar el
encuentro imposible, Oliverio averiguó durante un buen tiempo acerca de la
secreta identidad de la Dama de Blanco. Consiguió saber que había fallecido en
1925, y merodeaba desde un principio el Cementerio de la Recoleta, confundiendo
a los incautos varones que la tomaban por una bella joven solitaria y
desabrigada a quien cortejar durante las noches de parranda. Los avezados
seductores le ofrecían sus abrigos para protegerla del frío, anhelando la
posibilidad de un momento erótico y ardiente, pero terminaban desairados,
mientras contemplaban incrédulos la manera en que Ella escapaba hacia las
profundidades del Cementerio, perdiéndose entre las bóvedas, para luego de dar
muchas vueltas en su persecución encontraran el propio abrigo yaciendo sobre
uno de los cajones de las bóvedas, recientemente usado por el espectro de la dueña
del ataúd…
Años después, la Dama de Blanco se había
trasladado a unas diez cuadras, errando a lo largo de la distinguida Avenida
Alvear y la calle Arroyo, ignorándose el porqué de semejante trayecto, para
recalar en las proximidades del Museo, aposentándose casi entre sus muros y los
de las construcciones vecinas. Allí la había descubierto Oliverio, deseoso por
un reencuentro que jamás había vuelto a concretar, hipnotizado hasta el fin de
sus días por aquella mirada inolvidable…
Muchos años han pasado desde entonces,
sumidos en la bruma de los tiempos. Oliverio ha perdido, al fragor de sus
poéticos retruécanos y versos delirantes, el sentido del espacio y la
localización, extraviado en un lenguaje particular que carece de coordenadas
compartidas. Desorientación que lo aleja de las letras y lo conduce hacia los
lugares más remotos y estrafalarios, como éste en el que lo descubrimos, a
muchos kilómetros de distancia de Buenos Aires y su aire recoleto, sorprendido
al llegar durante una helada noche de luna llena a una desierta estación de
ferrocarril, perdida en medio del campo, que misteriosamente lleva su propio
nombre.
Los rieles se extinguen a pocos metros de
allí, devorados por la oscuridad, con apenas un pálido destello lunar con el
que delata su metálica presencia. La rústica silueta de la estación se confunde
con las extrañas formas de los árboles del monte que la rodea, otorgándole al
lugar un toque siniestro que impulsa con fervor a la huida del testigo
ocasional. Sin embargo, Oliverio se dirige resuelto hacia allí, casi sin darse
cuenta de las asperezas del terreno que lo circunda, causado por el más
insondable y urgente de los presentimientos.
Una ráfaga de viento helado revolotea su
capa al acercarse al derruido umbral de la ventanilla de la boletería,
carcomido por la lenta erosión del tiempo. La reja que separaba al empleado de
los futuros pasajeros se encuentra tamizada por mugrientas telarañas,
aposentadas allí por espacio de varias décadas. El crujido que producen bajo su
tacto las maderas podridas del estante para recoger los boletos no lo
sorprende, pero le desagrada. Y entonces, en medio de la escalofriante
lobreguez, percibe el níveo destello de una presencia dentro de la habitación,
luminosidad que le puebla el alma de esperanza, desbocando su corazón.
Busca a tientas la puerta que conduce al
interior del cuarto, y luego de un par de forcejeos con la cerradura oxidada,
consigue que la pútrida hoja de madera le ceda el paso. Avanza trémulo hacia
dentro, notando que aquel destello aumenta su intensidad, brotando desde la
tortuosa grieta de uno de los muros, vecina a un polvoriento archivero. El
milagro, informe cual volutas de humo, se expande dentro del cuarto,
corporizándose con dificultad, impedido aún de mostrarse tal cual es. Oliverio
extiende moroso los dedos de su mano derecha hacia él, alargando su brazo,
esbozando una palpitante sonrisa luego de muchísimo tiempo, tan malacostumbrado
al rictus de amargura que lo representase desde la triste muerte de Norah.
La aparición culmina de materializarse,
definiendo a la recordada silueta de la Dama de Blanco, con un tenue y escotado
vestido de nívea gasa que revela unos pálidos hombros delgados y la nítida
curva de unos pechos jóvenes, apenas ocultos por los bordes de una rubia
cabellera lacia que enmarca su rostro angelical. Y coronando esa dulce carita
inocente, aquella perturbadora mirada de ojos claros, profundos e insondables,
transportando a quien los contemple hacia territorios inexplorados de la
psiquis y el corazón.
Oliverio se estremece ante esos ojos, sin
dejar de sostener su mano abierta hacia Ella, extasiado ante la posibilidad de
acercarse, abrazarla, acariciarla, besarla… Una sutil ráfaga helada se cuela
entra las múltiples rendijas de la ruinosa boletería, ondulando su inquietante
capa negra. Hasta que por fin Ella le vuelve a hablar; y para sorpresa de
Oliverio, con palabras claras, de un lenguaje definido, con un mensaje inequívoco.
-Quiero que me hagas tuya –le sugiere u
ordena.
Infinidad de sensaciones se abalanzan sobre
él, confundiéndolo y decidiéndolo a la vez. El cálido y hasta fraternal amor
experimentado en vida hacia Norah, el ancestral miedo ante lo desconocido, una
inédita tentación al placer más lascivo que pudiera haber imaginado… En un
instante las imágenes más representativas o banales de su vida desfilan delante
de sus ojos, como si al escuchar esa frase de sus labios hubiese ingresado en
el caótico vórtice de un remolino que lo deseara arrastrar hacia el más allá,
aunque dejando en su lugar, ajeno a su propia persona, un nombre que le otorgue
identidad a este lugar, perdido y quizá olvidado, más no por las evocaciones
que pueda suscitar el apellido Girondo.
Entonces, Oliverio descubre en un
inesperado rapto de lucidez -que atraviesa la maraña de imágenes discordantes que
identifican su obra literaria-, que se le ha ido la vida buscando un amor
semejante a éste, que su entidad humana parece haberlo abandonado desde hace ya
mucho tiempo, que en un lugar de la Pampa llamado Girondo –dentro de su
derruida estación de ferrocarril- parece haber encontrado su propio fin humano,
más no el de la leyenda de una enamorada pareja de ultratumba…
Se acerca hacia la Dama de Blanco, quien le
sonríe por primera vez, seductora y virginal. Oliverio le rodea los hombros
desnudos con su capa azabache, que aletea a su alrededor como si quisiera
izarlos en el aire y alejarlos de allí en un huidizo vuelo de murciélago. Y con
un gesto aguardado por ambos durante decenios, se buscan las bocas con pasional
sutileza, besándose en un abrazo que trasciende la muerte y los eleva hacia la
noche.
Una imponente luna llena resulta el único
testigo del encuentro, donde una capa negra y un vestido de gasa blanca se
elevan por encima de las ruinas de una estación ferroviaria y se pierden rumbo
a las estrellas, glorificando a los eternos amantes…
-Alberto
Di Matteo. Escritor por vocación, y psicólogo de profesión.
Escribe desde principios de su escuela
secundaria. Su papá le contaba cuentos (inventados por él) antes de dormir, y
de allí Alberto intuye que le surgieron las ganas de contar. Ha participado en diversos
certámenes literarios.
-Ha publicado en Inventiva Social cuentos
para la serie InvenTren en recorridos literarios iniciados en el año 2002.
Hace suyas las palabras de John Cheever, "escribo para entenderme y entender el
mundo".
-Continuidad literaria
por el Ferrocarril Provincial.
-Próxima estación:
FUNKE.
LOS EUCALIPTOS.
FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN GOYENECHE.
GOBERNADOR UDAONDO.
LOMA VERDE.
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN.
GOBERNADOR DE SAN JUAN RUPERTO GODOY.
GOBERNADOR OBLIGADO.
ESTACIÓN DOYHENARD.
ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA.
D. SÁEZ. J. R.
MORENO. EMPALME ETCHEVERRY.
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY. LISANDRO OLMOS.
INGENIERO
VILLANUEVA. ARANA. GOBERNADOR GARCIA.
LA PLATA.
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