sábado, agosto 12, 2023

EDICIÓN AGOSTO 2023

 


*Obra de Walkala.

Dr. Luis Alfredo Duarte Herrera (1958-2010).

-En Aurora Boreal. Walkala: un homenaje in memoriam.

http://www.auroraboreal.net/index.php?option=com_content&view=article&id=1367%3Awalkala&catid=94%3Apintura&Itemid=160

 






 

 

PÉRDIDA*

 

 

Como si uno mirara un gato y no supiera qué hacer

el vacío caminaba por el desierto de una ciudad rota, vencida

el vacío no entraba en las casas de la peste y de las mariposas muertas

clavadas en un álbum,

el vacío se comía cada mañana la cosa oscura de la noche,

se llevaba la masa sospechosa del mundo, el maullido de

las olas del mar.

El vacío

que veía las situaciones del revés.

Cualquiera es copia errónea de un arquetipo inconcebible, ya lo sabemos

pero el vacío

ese antiguo vacío

te ayudaba a llorar con el agua mansa de sus ojos,

o te adelgazaba el sueño

para que pudieras guardarlo de una vez en tu bolsillo.

En el agujero del mundo

era un poco de luz.

 

*De Liliana Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com

 

 

 

 







 

*

 

Mi niña interior

Allí estaba yo, una característica oscura

dentro de la cama

como una araña tejiendo sombras sobre la luz,

(Las mantas son ese lugar

donde reunir los miedos.)

Cada quien tiene sus propias criaturas

viendo a través de ojos espejos

Solo por las noches, cuando el mundo muere

ellas golpean al cuervo que vigila

las puertas del salón

donde las ponemos bajo llave

Anoche le he dicho a mi niña la verdad.

Nada hay que temer;

los ángeles no llevan frac

ni existen los monstruos de garras de águila

Anoche le he dicho a mi niña la verdad.

Nada hay que temer;

nuestras pesadillas son solo leones

en la casa de una chica salvaje.

 

*De Marcela Lokdos.

 

 

 

 







Borges y Javier*

  

Esa mañana al verme con el libro de Borges en la mano a Javier se le iluminaron los ojos. Se reclinó en el banco de plaza en el que vive y se dispuso a recordar. Me habló con el corazón. No es necesario, supongo, aclarar que las palabras recordar y corazón tienen la misma raíz en latín. Los recuerdos, a ciertas personas, las remiten a lo más profundo de su ser. Si es un ejercicio honesto, cordial, no una ficción para engañar al oyente. Y Javier no necesita hacerlo. Por eso vive en el parque, donde puede ser libre y sincero.

Todo comenzó por un libro, muy grueso, que acababa de comprar. Las obras completas de Borges, año 1974, editadas por la editorial Emece. Quien me la vendió fue Antonio, uno de los libreros nómades que se gana la vida vendiendo libros usados en el parque. De las pocas personas en las que Javier confía. Javier siguió desde lejos toda nuestra transacción, contento tal vez, de que nos llevemos bien. Es natural alegrarse de que nuestros amigos se entiendan, una forma más de validar la intuición al elegirlos.

Cuando pase a su lado, me miro con ternura, tenía una mirada que nunca le había visto y me dijo que había leído a Borges cuando estaba sano.

Incluso que lo conoció y que la mujer de Borges le había regalado un ejemplar de lujo.

Le pregunté cómo era la mujer que le había regalado el libro y me dijo: era “chiquita” y de “pelo blanco”.

Asintió cuando dije que la mujer debería ser María Kodama.

Pero que el regalo lo perdió, no sabe dónde está. Aunque no lo dijo en forma explícita su expresión reflejaba: ¿cómo voy a saberlo en el estado en que me encuentro?

Javier leía a Borges mientras su mama limpiaba en una casa. La acompañaba al trabajo y él se quedaba leyendo en un banco que había en el patio, de lo que presumo, era un caserón de estilo inglés en algún barrio de Adrogué.

Un rayo de sol lo calentaba e iluminaba su lectura. Hizo un gesto con su mano haciendo la trayectoria de un rayo de sol que apunta hacia el texto.

Luego me preguntó si en la antología estaba el famoso cuento “El Aleph”

Ante mi confirmación quiso saber en qué página estaba. Que fuera la 617 lo tranquilizó, aunque no veo un motivo lógico para ello, su cara era de completa satisfacción. Otro número, para él, lo hubiera tomado como una traición o un mal presagio.

¿Se acordaría de que hablaba “El Aleph”? No me animé a preguntarle, porque ese cuento y no otro, era el que tenía en su memoria. Descarté la obvia causa de la cercanía entre la casa de Beatriz Viterbo y su actual morada porque para Javier la avenida Garay, a solo una cuadra del parque, es tan lejana como el desierto de Arizona.

No es sencillo entrar en su mundo, a mí me da miedo que una palabra fuera de lugar lo saque del ensueño. Me ha pasado alguna vez y aprendí la lección.

De pronto sonrió y como si leyera mi pensamiento, buceo en su frágil memoria el motivo del recuerdo. Me relató que él también había visto todo el universo en simultaneo en una pequeña circunferencia posada en el bajo relieve que tiene frente suyo. El bajo relieve se llama “La Fundación” y se encuentra en el lateral del monumento a Pedro de Mendoza que mira a la calle Defensa. Aclaremos que no fue ese el lugar donde se fundó la ciudad, esa es una mentira más de las tantas que se cuentan. Pero todo eso a Javier no le importa, el desea volver a encontrar ese círculo una vez más.

Se levantó de su trono y me señalo la pala del aborigen representado en el bajo relieve. O eso me pareció que quiso hacer. No estoy muy seguro porque todo ocurrió en un instante. Quizás fue otro punto del bajo relieve. O peor aún, fue un diminuto punto en el lomo de la paloma que se posó por unos segundos en el monumento. Un punto alado.

Después de este acto el discurso de Javier volvió a ser difícil de seguir. Se asustó de contarme su secreto. Confía en mí, pero como sabe que soy una persona que escribe sospecha que no soy confiable de mantener un secreto. Este mismo relato es la prueba viviente de que sus temores eran pertinentes.

Su soliloquio bastó para que me fuera revelado el motivo de porque vive Javier en ese banco, teniendo opciones con más reparo, incluso en el mismo predio. Ahí logró evitar toda obligación y todo deber que lo distraigan de su único objetivo. Anida en su alma la esperanza de volver. a ver el universo y el microcosmos unidos en ese mismo punto. Después de esa experiencia nada lo podrá sorprender. Anhela repetirla antes de la inevitable noche del olvido. Es posible que él sospeche que puede ser el elegido.

 

 

-Del capítulo “El guardián del parque” del libro inédito “Dios es un gran escritor”

 

*De Jorge Santkosky. jsantkovsky@go.org.ar

 

-Nací en la ciudad de Bahía Blanca en el año 1957. Desde los 18 años vivo en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Estudios cursados de Matemática en la Universidad de Buenos Aires. Actualmente trabajo en el rubro residuos tecnológicos.

Presidente durante 8 años de la Asociación Argentina del juego de go.

Libros publicados de poesía “Revelaciones” por la Editorial Huesos de Jibia 2010.  “Revelaciones acerca de otras criaturas” por la Editorial Huesos de Jibia 2011. “Breves” por la editorial Colectivo Semilla 2013 de la ciudad de Bahía Blanca. “El sonido de la atención” Editorial Huesos de Jibia 2014. “La incomodidad” Editorial Huesos de Jibia 2015.

"El después es ahora" Editoral "A capella" 2021 Córdoba.

-En narrativa “Diario de un cuentenik” de la editorial Leviatán 2020

-Mantengo el blog http://otrascriaturas.blogspot.com.ar/

 






 

 

*

 

 

Todo el día

anduvo el viento

corriendo por las calles.

Todo el día

detrás de las ventanas

vi al mundo moverse y agitarse,

caer en un estrépito de sauces

en la vereda inmóvil.

Y ni una sola vez

logré escucharte,

corazón.

 

*De Mariana Finochietto. mares.finochietto@gmail.com

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Un extraño*

 

 “Vine por esos besos solamente;

Guardad los labios por si vuelvo.”

Luis Cernuda (1902-1963)

 

Un día, recorrí mi casa por última vez,

mirándolo todo, desde el frente al jardín.

Tocando las paredes blancas, en silencio,

acariciando los gatos, sus orejas de papel.

 

Cómo ocultar las lágrimas ¿Para quién?

Si yo quería ofrendarlas, pintar con ellas.

¿Que saben los que se quedan en el andén

de la angustia del que parte para no volver?

 

Un día, dije adiós a las plantas sin sol,

me despedí de ladrillos y medianeras.

Observé las ventanas como algo nuevo,

cómo las miraría un extraño, como yo.

 

Cómo desaparecer la angustia ¿Bajo qué?

Si yo buscaba sentirme así, para dolerme,

¿Qué saben de estas heridas sin batalla,

del daño que se causa al amar bajo la sed?

 

Un día, olvidé para empezar a recordar,

los rostros de lo que alguna vez fue mío.

Erré a tientas como un ciego peregrino,

hacia la impotencia de irme deshojando.

 

Cómo quitarse el silencio ¿De qué labios?

Si es la impotencia viva, lo que nos muere.

¿Qué saben de las mañanas sin nombre,

que uno va ocultando debajo de la piel?

 

Un día, recorrí mi casa por última vez,

mirándolo todo, desde el frente al jardín.

Tocando las paredes blancas, en silencio,

acariciando los gatos, sus orejas de papel.

 

*De Jorge Lacuadra.  jorgelacuadra@hotmail.com

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

*

 

Que la última hormiga del planeta transporte la última hoja

hasta llegar al último montículo de tierra

nosotros

antes de la implosión

uterinos seres del planeta tierra

blastocitos y después

de la belleza del cuerpo

camino de animales astronómicos

una constelación

y vos

parado en el último planeta

a punto de saltar hacia otra galaxia

y yo orbitando

por el universo oscuro hasta alcanzar

pupilas de animal diminuto

profundidad de ojos libélula

vos

que ves mi mirada impregnada de luces de noche

y el pelo desastre feliz

por mi modo de caminar y de hablar

de reír y de hacerlo juntos

me ves increíble decís

pero yo me siento

caracol deshabitada

sin lugar entre los animales del camino astronómico

que tengo que abrir la cajita de insectos encantadores

para recordar

recordarme

los filamentos plateados

la iridiscencia de pelitos

caricias en la cara

alas rozándome los hombros

ojito insecto mirándome de frente.

Avanza

mi eclipse

siento que sos

mi sueño

libélula azul

arco del sol

movimiento aparente de estrella

y yo quieta.

Quizá pueda

recobrar la noche

lo que es de la noche

qué será de mí cuando

el sol haya finalizado su arco

mañana

por dónde saldrá

y otro intento

de ser yo quien

salga a volar

pienso entonces

en el planeta errante

habitado por mis días

y un final

de tarde con marea viva

arrancándome los sueños de agua con agua

y yo recostada en la arena

y las alas chiquitas

mojadas

al aire.

 

 

*De Lorena Suez. suezlorena@gmail.com

-Mentoría de procesos creativos

-Taller de escritura y emociones

-Lic. en Ciencias de la Comunicación / Psicóloga Social

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

El rosario de plata*

 


La casa fue construida en parte con ladrillos comunes, en parte con bloques de cemento pero está sin revoque desde siempre, nunca es el momento, nunca sobra dinero para revestirla y queda como está. El techo de chapas se asegura contra los vientos por el peso de esqueletos de alambre para cargar botellas, cascotes, cubiertas viejas de automóvil. Al fondo del terreno hay un gallinero de alambre tejido, la soga con la ropa tendida, y varios perros hacen su vida desparramados por el predio, cada uno en su pozo excavado en la arena buscando la tierra fresca de más abajo en el verano, reparo contra el frío y las ráfagas impiadosas en el invierno.

La familia vive al lado de la defensa, ese terraplén elevado para evitar que el río entre en los pueblos cuando sube; pero la casa está del lado de afuera, ocupando tierra fiscal y sujeta a la inundación que inevitablemente sucede cada tanto. Entonces, cuando se viene el agua, levantan todo, y al volver hay que recomenzar. Los vecinos son un poco más nuevos, las casas no están completamente construidas de material como la de ellos, sino que todavía hay alguna pared de chapa o de maderas mal clavadas que dejan entrar el viento y los bichos por las hendijas.

Un letrero escrito a pincel “albañilería, corte de césped”, y la perita para mezclar el cemento debajo de una chapa adosada en forma de galería, nos dicen que son gente de trabajo. El hombre hace labores ocasionales que consigue por su cuenta, y lo que le va dando un contratista cuando lo necesita. La mujer limpia casas; el hijo mayor sale a trabajar con el padre o consigue changas como cargar y descargar fletes, podar algún árbol, pintar una pared. La hija mayor ya formó pareja y tiene un nenito, se fue a vivir a La Guardia con un muchacho que trabaja en una fábrica de tanques de agua; los más chicos van a la escuela, y Lautaro estudia en la Facultad.

A Lautaro, de llamarlo Lauti pasaron a decirle “el doctor” desde que comenzó a estudiar abogacía, y todos fingen que no les importa, pero están encantados con la perspectiva de tener una persona con título en la familia. La madre está segura de que cuando trabaje vestido con saco y corbata, la va a llevar a vivir a una casa con cloaca y agua corriente, calefactor y gas natural como las casas de sus patronas. El padre se le burla, pero se nota que está orgulloso del doctorcito.

No es fácil conseguir la comida para poner a la mesa todos los días. Los tres menores gastan ropa y zapatillas como si fuesen diez en vez de tres, comen como lima nueva y siempre hay alguna cosa para la escuela que hace falta sacar fiado del quiosco a último momento.

El Lauti, que va a la Facultad, no puede andar rotoso. El padre le alarga unos billetes enrollados sin decir nada; la madre, que se quedó unas horas más en una casa porque la señora tenía invitados, le pone la ganancia extra entre las hojas del libro; el hermano mayor, Ezequiel, le regala unos pantalones, una camisa, unos pesos para que cargue la tarjeta de colectivo.

Ezequiel el mayor, con sus veintitrés años ya sabe que la vida no le va a ser fácil. Él ya no es una carga sino una ayuda, la hermana hace su vida, pero están todavía los tres más chicos y el Lauti. Los padres, aunque todavía jóvenes, sufren el desgaste del trabajo duro, las temporadas de frío, calor y humedad eterna que se les acumulan en los huesos. Quisiera, Ezequiel, ser capaz de aportar más de lo que consigue llevar a la familia. Sale de la casa bien temprano con la gorra manchada de pintura y los pantalones de albañil, rasgados en las rodillas para que no tiren al agacharse, y cava pozos, encala postes, acompaña a un amigo a pescar y después venden las piezas a los puestos sobre la ruta, corta el césped de una quinta; pero es joven, y a pesar del agotador trabajo del día, al anochecer todavía tiene fuerzas para jugar al fútbol en un campito y se toma unas cervezas con los amigos, de parados nomás, afuera del quiosco. Debajo del farol, se ríen, y van perdiendo los dientes, y los cuerpos jóvenes se van poniendo duros y fibrosos por el trabajo.

Lautaro ya lleva dos años yendo a Santa Fe, a la Facultad. Por suerte la C verde lo deja justo en la esquina. Dice el Lauti que las clases son muy largas, que las aulas están tan llenas que a veces no alcanzan las sillas, que hay que memorizar libros enormes, que él estudia en la biblioteca porque los textos son muy caros. Muchas veces termina tarde las clases o se reúne a estudiar en grupo, y se queda a dormir en la casa de un amigo. Y dice Lautaro que los amigos viven en el centro de Santa Fe, que uno es hijo de un médico y tiene su propio automóvil, otro es hijo de un abogado y se prepara para entrar en el estudio del padre. Cuando se reciba, seguro que lo van a ayudar a empezar el ejercicio de la profesión, le van a allanar el camino, dice, y el padre se ríe y dice que la llana sirve para emparejar la mezcla, y le da un bofetón en broma que es una caricia.

Un día a Ezequiel lo llamaron para ayudar en una mudanza. Iban tres muchachos en la caja de la camioneta, sentados entre las cosas atadas con cintas. Ya habían subido todo, en Candioti, y lo descargarían en el barrio Sur, a pocas cuadras del parque.

Habían comprado una gaseosa que iba pasando de boca en boca. Cuando la camioneta pasaba un badén o un pozo, el que estaba tomando se derramaba gaseosa en la remera, y los demás se reían. Estaban mirando las chicas que salían de un colegio, cuando un grito los hizo volverse a los tres a la vez hacia la izquierda. Una mujer había quedado tendida en la vereda, y una moto pasaba a toda velocidad al lado de la camioneta. La motocicleta no tenía patente, un muchacho la conducía y otro, el de atrás, que había ejecutado el arrebato, llevaba la cartera de la señora y la estaba abriendo para hurgar en su interior.

El fletero se detuvo para asistir a la mujer, los ayudantes también bajaron. La mujer, sentada en el suelo, aturdida, se había doblado una muñeca cuando frenó la caída con la mano, pero no quiso que llamaran a una ambulancia. Les dijo que no hacía falta, aunque estaba llorando, un poco por el susto y otro por la angustia de haber perdido la cartera. Dijo que en la cartera tenía los documentos, dinero, pero, lo más importante, tenía un rosario de plata que había sido de su abuela. Lo decía y lloraba, como azorada por entender que nunca más volvería a pasar entre sus dedos, una por una, las cuentas pulidas por el uso.

Ezequiel no había descendido con los demás. Se había quedado en la caja de la camioneta, mirando todo desde arriba. Pensaba que la señora podría ser su mamá, que rezaba una decena del rosario mientras amasaba, o mientras tejía silenciosamente las tardes amables en que el sol la dejaba poner una silla debajo del naranjo. Y pensaba que el pibe chorro de la motocicleta, el de atrás, era muy parecido a su hermano el doctor.

Todo había pasado con rapidez, dos segundos y la escena había comenzado y dado fin, el de la moto iba mirando el interior de la cartera, él apenas había vislumbrado un perfil, a medida que los minutos transcurrían separándolo de la certeza, la necesidad de haberse equivocado lo hacían dudar, y al final del día casi había logrado convencerse de que el ladrón no era su hermano, que no había visto su cara, que los pantalones y las remeras se fabrican por millares, y son todas parecidas, fáciles de confundir.

Sin embargo, al llegar a la casa esa noche no pudo contar el incidente, de sólo pensar en lo ocurrido se le atenazaban los músculos de la garganta. Sentía una mancha oscura extendiéndose sobre la familia.

No fue esa semana, ni la otra.

Fue cuando vio el rosario de plata en el cuello de la madre, cuando la madre le dijo que el doctorcito lo había encontrado en una vereda en Santa Fe, al salir de la Facultad. Entonces supo.

No era muy difícil. Una vez que uno sabía, con dos o tres preguntas atinadas a la gente correcta se podía averiguar todo. Se pierde la inocencia, y se accede al conocimiento, pero claro, hay que perder la inocencia, y es un alto costo porque entonces ya no se puede ser feliz como un niño, no más.

Se enteró de que Lautaro había dejado de estudiar al mes de entrar a la Facultad, que se iba todos los días con un grupo de amigos que vivían en una casa tomada en el norte de Santa Fe, y que esos amigos lo habían introducido en los arrebatos y robos en viviendas. Ahora que sabía, podía dejar de negar el evidente olor a mariguana, y no culpar a la lectura por el enrojecimiento de los ojos de su hermano.

Ezequiel esperó que los chicos fuesen a la escuela, que la madre fuera a trabajar, que el padre hubiese dejado el patio rumbo a la obra. Sólo con Lautaro, le preguntó con la voz dura cómo le iba en el estudio, y escuchó con cara de ídolo tallado en madera la respuesta del hermano, sabiendo que le mentía.

No le dio ninguna explicación. Ya había visto cómo los padres de amigos suyos que se habían hecho delincuentes, se habían apagado como si les hubiesen extraído la sangre, el orgullo, la posibilidad de caminar con la cabeza levantada, la posibilidad de ser felices.

No le dio ninguna explicación. Una niebla roja le nubló la vista, y al golpe de pala el Lauti ni lo vio venir; después fue pasarlo por sobre el terraplén, y tirarlo al río que todo lo acalla en sus aguas marrones.

Pasaron varias semanas buscando hasta que por fin lo encontraron en un bañado, enredado en las cañas de la orilla. Lo pudieron enterrar y llorarlo. Se investigó un poco, pero la historia se fue olvidando.

La madre del doctorcito reza por las tardes con el rosario de plata, y, cuando está en la casa, Ezequiel mira con sus ojos oscuros cómo pasa las cuentas pulidas entre sus dedos, una por una, sin decir una palabra.

 

*De Mónica Russomanno. russomannomonica@hotmail.com

 

 

 

 

 

 

 

 

 




 

 

*

 

Quien recuerde la luz,

que se detenga

sencillo al borde de las cosas,

que encienda una manzana,

una tijera,

los restos de la noche en las ventanas,

que nos recuerde que aquí,

sobre la mesa,

debe aguardar un pan.

 

Quien recuerde,

quien sepa de la luz

que nos entibie

el pecho,

que nos haga preguntarnos porqué

este frío en los huesos,

esta helada compasión donde hubo

una certeza viva,

transparente.

 

Quien aún recuerde la luz,

que ande de pie

con la mano tendida,

como la lámpara

que se dejó olvidada

antes de partir

y espera

nuestro regreso para iluminarnos.

 

*De Mariana Finochietto. mares.finochietto@gmail.com

 

- Mariana nació en General Belgrano, Provincia de Buenos Aires. Actualmente vive en City Bell.

-Publicó: Cuadernos de la breve ceguera (La Magdalena 2014).

Jardines, en coautoría con Raúl Feroglio (El Mensú, 2015)

La hija del pescador (La Magdalena, 2016).

Piedras de colores (Proyecto Hybris 2018).

El orden del agua, (GPU Ediciones 2019).

MADURA, (Editorial Sudestada 2021)

-Quiero sacar la cabeza por la ventanilla de tu coche.

Halley ediciones (2022)

-Coordina Microversos, talleres de exploración literaria

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Érase una vez en el desierto del sur*

 

 

Bronson me dijo algo que no entendí. Parecía malhumorado, pero luego supe que no lo estaba. Simplemente, la estructura de su rostro hacía que siempre pareciese de mal humor. Incluso cuando sonreía, uno tenía la sensación de que debía andarse con mucho cuidado con él. Uno de los ayudantes del director me lo tradujo: “Eres demasiado pálido, chico. Ve a que te maquillen bien”.  Agradecí en un susurro ante la mirada escrutadora del actor y busqué a alguien de maquillaje.

Un conocido me había hablado del asunto mientras tomábamos una cerveza en el bar de Paco. Iban a rodar una película en el sur y necesitaban figurantes. Yo no sabía de qué iba todo aquello. Suponía que haría falta algún tipo de aptitud o preparación, pero el tipo dijo que no, que solo se trataba de estar en alguna parte, gesticular o pasar ante la cámara u otro tipo de trabajo sencillo. Y la paga decían que no era mala.

Puesto que estaba sin trabajo y hasta dos o tres meses más tarde no preveía nada en el terreno laboral, investigué más a fondo el asunto. (No negaré que la oportunidad de salir en una película y americana, además, me hizo sentir un cosquilleo). El casting iba a tener lugar en Almería, una ciudad de Andalucía, a casi ochocientos kilómetros de mi hogar. Eso me retrajo un poco. Actualmente son poco más de siete horas de viaje, pero en 1968 las carreteras eran malas y el viaje (que al final realicé) resultaba interminable.

Llegué al anochecer y me alojé en un hostal de mala muerte, pero no podía permitirme otra cosa. Al día siguiente madrugué y me dirigí a la dirección que me habían dado. Cuando finalmente llegué al sitio, me encontré una multitud de jóvenes con el mismo propósito que yo. Algunos provenían de esa misma zona, pero muchos habíamos llegado desde diversas partes del país e incluso, según me contaron, unos pocos habían venido desde Portugal y Francia. Tuve suerte: Fui de los primeros en pasar a la zona de pruebas: Me otorgaron un número, me midieron, me formularon algunas preguntas y después me hicieron una prueba de vestuario, consistente en vestirme con ropas de la época y el lugar en que sucedía la acción del film. Después me dijeron que volviese dos días más tarde y me comunicarían su decisión.

Pasé el día siguiente deambulando por una ciudad desconocida, minimizando al máximo mis gastos (debía reservar dinero para el viaje de vuelta) y poseído de cierta ansiedad. Temía que mi nula preparación fuese un hándicap demasiado pesado y me atormentaba pensar que un viaje tan largo iba a ser en vano. Trataba de entretenerme con otros pensamientos menos funestos, pero mi mente volvía una y otra vez a lo mismo. Pensé que había contraído algún tipo de enfermedad. Más tarde supe que eso mismo les había estado pasando a la mayoría de los candidatos.

Al otro día, un buen número de personas esperaba con impaciencia la decisión final. Una joven de aspecto decidido salió con un cuaderno en la mano y empezó a recitar nombres. Fueron momentos de júbilo entre los seleccionados. Mi ansiedad crecía conforme avanzaba el tiempo y mi nombre no aparecía. Otros rostros cercanos reflejaban la angustia del inminente rechazo. Al final de la relación, la mujer elevó aún más la voz y dijo: “Los demás quedáis como reservas. Os avisaremos en su momento si necesitamos vuestra colaboración. Muchas gracias a todos por haber participado”. Me sentí frustrado. Traté de racionalizar el asunto, diciéndome que era muy lógico que no me hubiesen elegido, dada mi inexperiencia y falta de formación específica, pero no conseguí mejorar mi ánimo. Regresé a mi ciudad y me puse a buscar trabajo, ya que mi capital se había visto drásticamente reducido. Estuve dos semanas en una obra y más de un mes en una fábrica de electrodomésticos, pero eran trabajos duros y mal pagados; y otra cosa: Yo me sentía completamente ajeno a ellos. Sabía que no era mi sitio, aun cuando hubiera sido incapaz de definir cuál sí lo era.

Volvía a estar deprimido y había olvidado por completo la película cuando recibí la carta. No era muy extensa. Solo se me informaba de que finalmente se habían producido algunas renuncias y, si lo deseaba, tenía un papel de figurante. Debía llamar a un número de teléfono que me facilitaban para comunicar mi decisión y recibir las instrucciones pertinentes para el momento en que comenzase el rodaje. Acepté, por supuesto. Después de la breve conversación telefónica, me sentía feliz.

Lo que no sabía es que en esa película me iban a matar.

En la fecha fijada, me trasladé al pueblo de La Calahorra, en Granada. Allí era donde se iban a rodar las escenas en las que yo debía participar. En mi bolsa de viaje llevaba varias mudas, porque no se sabía bien cuántos días iba a ser necesaria mi presencia en el lugar. En ese punto, las explicaciones que me dieron habían resultado confusas.

A la mañana siguiente me presenté en el rodaje, tal como me habían indicado. Me proporcionaron las ropas que iba a llevar en la película y me dijeron dónde debía presentarme a continuación. Yo estaba, debo decirlo, maravillado por la grandiosidad de todo aquello. Con toda la cantidad de gente que pululaba por allí, tuve la sensación de algo caótico pero, al parecer, no era así. Se nos fue asignando un lugar a cada uno de nosotros. Luego comenzó lo que yo estaba esperando –lo supe entonces- desde mucho tiempo atrás. Primero ensayábamos cada escena varias veces, ante la atenta mirada de todo el equipo de filmación. A algunos se nos corregía la posición, el movimiento, la expresión facial… Después, se producían las palabras mágicas (silence, camera, action) y empezaba el rodaje.

Se contaba que Leone, el director, estaba obsesionado con las vías de tren. No sé si sentía el anhelo de la infinitud o la nostalgia de la lejanía, pero pasaba largos ratos contemplando los raíles en una y otra dirección, como esperando que le viniera la inspiración. Y tal vez fuera eso, nunca se sabe. Yo le vi pocas veces, esa es la verdad, la mayoría de las escenas las dirigían sus ayudantes. Tampoco coincidí apenas con ninguno de los actores principales. Pero eso no representaba ningún problema. Me bastaba con saber que estaban allí, respirando el mismo aire y recibiendo los rayos del mismo sol que yo.

Tomé parte en varias escenas y debo decir que estaba encantado. Sabía que mi aportación era minúscula y que difícilmente se me podría identificar entre tantos figurantes una vez se emitiera la película, pero sentía que estaba participando de algo extraordinario. De vez en cuando, alguien se dirigía a mí en inglés y, aunque no entendía una palabra, me consideraba afortunado por estar allí y ser objeto de cierta atención. En esos días aprendí muchas cosas. Como a interiorizar mi personaje, por infinitesimal que fuese. A percibir como real todo lo que sucedía durante el tiempo de rodaje. Fue una experiencia maravillosa.

Hasta que recibí el balazo.

Me diréis, y tenéis toda la razón, que fue un balazo de mentira, que en ningún momento corrí el menor peligro, que ni siquiera fue doloroso, pero lo cierto es que ese ínfimo detalle me cambió para siempre. La sensación de la muerte, aunque se trate de una muerte ficticia, es difícil de explicar. Es como saber que uno ha cruzado un límite y ya nunca podrá volver atrás. Por supuesto, esto no tiene que ser igual para todos. Así es como fue para mí. Tuve que ensayar esa escena varias veces. Cada una de ellas era como un golpe en mi alma. Cuando finalmente se rodó y el director la dio por buena, fui a hablar con la persona que me había contratado y le dije que me pagase lo trabajado hasta ese momento y que me iba. Nadie lo entendió. Nadie estaba dentro de mí ni percibía lo que yo sentía ante aquel suceso en apariencia insignificante.

Abandoné la idea (si en algún momento había sido algo real) de dedicarme al mundo audiovisual y, como ustedes ya saben, dediqué el resto de mis días al negocio funerario. Por extraño que pueda parecer, las muertes ajenas no me impresionan. Veo esos rostros inertes sin la menor emoción, los acompaño a su última morada y casi se puede decir que vivo entre ellos, testigo ajeno del tráfago diario del mundo y sus circunstancias. Del mismo modo, puedo afirmar que veo con total indiferencia cualquier película por mayor carga de violencia que pueda tener; no hay masacre ni catástrofe que me eche para atrás. Sin embargo… Han pasado más de cincuenta años desde que participé en aquel rodaje, han emitido esa película varias veces, tanto en el cine como en televisión, pero no he sido capaz, lo confieso, de asomarme a esas profundidades que aún me atormentan.

 

*De Sergio Borao Llop. sbllop@gmail.com

 

 

 

 

 

 

 

 

 

*

 

Soñé que nos hundíamos y que después nadábamos hacia la costa lentamente y que de nuestras sombras de color verde claro huían los tiburones.

(1978)

 

*De Héctor Viel Temperley

 (Argentina, 1933-1987)

 

 

 

 

 

 

Inventren

https://inventren.blogspot.com.ar/

 

 

 

 

 

En tren*

 

Voy en tren.

Lo he tomado en el mismo corazón de la Pampa,

junto al río de los areneros,

y me voy hacia el sur

desde donde vienen girando

los médanos.

El tren quiere adormecerme,

pero no me adormezco.

Espero ver los cardos violáceos

abrirse,

espero la lenta llegada de los pueblos.

Sampacho, Succo,

no me adormezco.

Antes quiero saber,

preguntar,

que me cuenten.

Y entre nubes de tierra y de tabaco negro,

Saturnino Barzola,

el hombre de mi lado,

ya no es un misterio.

 “Tengo tres hijos

–dice–

y he limpiado un campo

de poleo.

Pero cuando el maíz madure,

cuando comience el frío,

me echarán del rancho,

me arrancarán del suelo”.

Saturnino Barzola

ya no es un misterio.

¡Cuánto quisiera que el tren se convirtiera en toro

y lanzara bramidos de fuego!

Los que trabajan en el campo no son sus dueños.

Siembran para otros semillas y sangre

dejan en la tierra marchitar sus huesos.

Voy llegando a un pueblo,

diré que a mi pueblo.

¡Adiós, Saturnino!

Aquí,

en una tumba,

están mis abuelos Lucía y Silverio

que murieron locos,

murieron de miedo,

porque a ellos también les robaron los panes,

a ellos también les royeron los huesos.

 

*De Glauce Baldovin.

-De “Mi signo es el fuego”.

Poesía completa.

 

 

 

 

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