*Obra de Walkala.
Dr. Luis
Alfredo Duarte Herrera (1958-2010).
-En Aurora
Boreal. Walkala: un homenaje in
memoriam.
http://www.auroraboreal.net/index.php?option=com_content&view=article&id=1367%3Awalkala&catid=94%3Apintura&Itemid=160
PÉRDIDA*
Como si uno mirara un gato y no supiera qué
hacer
el vacío caminaba por el desierto de una
ciudad rota, vencida
el vacío no entraba en las casas de la
peste y de las mariposas muertas
clavadas en un álbum,
el vacío se comía cada mañana la cosa
oscura de la noche,
se llevaba la masa sospechosa del mundo, el
maullido de
las olas del mar.
El vacío
que veía las situaciones del revés.
Cualquiera es copia errónea de un arquetipo
inconcebible, ya lo sabemos
pero el vacío
ese antiguo vacío
te ayudaba a llorar con el agua mansa de
sus ojos,
o te adelgazaba el sueño
para que pudieras guardarlo de una vez en
tu bolsillo.
En el agujero del mundo
era un poco de luz.
*De Liliana
Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com
*
Mi niña interior
Allí estaba yo, una característica oscura
dentro de la cama
como una araña tejiendo sombras sobre la
luz,
(Las mantas son ese lugar
donde reunir los miedos.)
Cada quien tiene sus propias criaturas
viendo a través de ojos espejos
Solo por las noches, cuando el mundo muere
ellas golpean al cuervo que vigila
las puertas del salón
donde las ponemos bajo llave
Anoche le he dicho a mi niña la verdad.
Nada hay que temer;
los ángeles no llevan frac
ni existen los monstruos de garras de
águila
Anoche le he dicho a mi niña la verdad.
Nada hay que temer;
nuestras pesadillas son solo leones
en la casa de una chica salvaje.
*De Marcela
Lokdos.
Borges
y Javier*
Esa mañana al verme con el libro de Borges
en la mano a Javier se le iluminaron los ojos. Se reclinó en el banco de plaza
en el que vive y se dispuso a recordar. Me habló con el corazón. No es
necesario, supongo, aclarar que las palabras recordar y corazón tienen la misma
raíz en latín. Los recuerdos, a ciertas personas, las remiten a lo más profundo
de su ser. Si es un ejercicio honesto, cordial, no una ficción para engañar al
oyente. Y Javier no necesita hacerlo. Por eso vive en el parque, donde puede
ser libre y sincero.
Todo comenzó por un libro, muy grueso, que
acababa de comprar. Las obras completas de Borges, año 1974, editadas por la
editorial Emece. Quien me la vendió fue Antonio, uno de los libreros nómades
que se gana la vida vendiendo libros usados en el parque. De las pocas personas
en las que Javier confía. Javier siguió desde lejos toda nuestra transacción,
contento tal vez, de que nos llevemos bien. Es natural alegrarse de que
nuestros amigos se entiendan, una forma más de validar la intuición al
elegirlos.
Cuando pase a su lado, me miro con ternura,
tenía una mirada que nunca le había visto y me dijo que había leído a Borges
cuando estaba sano.
Incluso que lo conoció y que la mujer de
Borges le había regalado un ejemplar de lujo.
Le pregunté cómo era la mujer que le había
regalado el libro y me dijo: era “chiquita” y de “pelo blanco”.
Asintió cuando dije que la mujer debería
ser María Kodama.
Pero que el regalo lo perdió, no sabe dónde
está. Aunque no lo dijo en forma explícita su expresión reflejaba: ¿cómo voy a
saberlo en el estado en que me encuentro?
Javier leía a Borges mientras su mama
limpiaba en una casa. La acompañaba al trabajo y él se quedaba leyendo en un
banco que había en el patio, de lo que presumo, era un caserón de estilo inglés
en algún barrio de Adrogué.
Un rayo de sol lo calentaba e iluminaba su
lectura. Hizo un gesto con su mano haciendo la trayectoria de un rayo de sol
que apunta hacia el texto.
Luego me preguntó si en la antología estaba
el famoso cuento “El Aleph”
Ante mi confirmación quiso saber en qué
página estaba. Que fuera la 617 lo tranquilizó, aunque no veo un motivo lógico
para ello, su cara era de completa satisfacción. Otro número, para él, lo
hubiera tomado como una traición o un mal presagio.
¿Se acordaría de que hablaba “El Aleph”? No
me animé a preguntarle, porque ese cuento y no otro, era el que tenía en su
memoria. Descarté la obvia causa de la cercanía entre la casa de Beatriz
Viterbo y su actual morada porque para Javier la avenida Garay, a solo una
cuadra del parque, es tan lejana como el desierto de Arizona.
No es sencillo entrar en su mundo, a mí me
da miedo que una palabra fuera de lugar lo saque del ensueño. Me ha pasado
alguna vez y aprendí la lección.
De pronto sonrió y como si leyera mi pensamiento,
buceo en su frágil memoria el motivo del recuerdo. Me relató que él también
había visto todo el universo en simultaneo en una pequeña circunferencia posada
en el bajo relieve que tiene frente suyo. El bajo relieve se llama “La
Fundación” y se encuentra en el lateral del monumento a Pedro de Mendoza que
mira a la calle Defensa. Aclaremos que no fue ese el lugar donde se fundó la
ciudad, esa es una mentira más de las tantas que se cuentan. Pero todo eso a
Javier no le importa, el desea volver a encontrar ese círculo una vez más.
Se levantó de su trono y me señalo la pala
del aborigen representado en el bajo relieve. O eso me pareció que quiso hacer.
No estoy muy seguro porque todo ocurrió en un instante. Quizás fue otro punto
del bajo relieve. O peor aún, fue un diminuto punto en el lomo de la paloma que
se posó por unos segundos en el monumento. Un punto alado.
Después de este acto el discurso de Javier
volvió a ser difícil de seguir. Se asustó de contarme su secreto. Confía en mí,
pero como sabe que soy una persona que escribe sospecha que no soy confiable de
mantener un secreto. Este mismo relato es la prueba viviente de que sus temores
eran pertinentes.
Su soliloquio bastó para que me fuera
revelado el motivo de porque vive Javier en ese banco, teniendo opciones con
más reparo, incluso en el mismo predio. Ahí logró evitar toda obligación y todo
deber que lo distraigan de su único objetivo. Anida en su alma la esperanza de
volver. a ver el universo y el microcosmos unidos en ese mismo punto. Después
de esa experiencia nada lo podrá sorprender. Anhela repetirla antes de la
inevitable noche del olvido. Es posible que él sospeche que puede ser el
elegido.
-Del capítulo “El guardián del parque” del libro inédito “Dios es un gran escritor”
*De Jorge
Santkosky. jsantkovsky@go.org.ar
-Nací en la ciudad de Bahía Blanca en el
año 1957. Desde los 18 años vivo en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Estudios
cursados de Matemática en la Universidad de Buenos Aires. Actualmente trabajo
en el rubro residuos tecnológicos.
Presidente durante 8 años de la Asociación
Argentina del juego de go.
Libros publicados de poesía “Revelaciones” por la Editorial Huesos de
Jibia 2010. “Revelaciones acerca de otras criaturas” por la Editorial Huesos de
Jibia 2011. “Breves” por la editorial
Colectivo Semilla 2013 de la ciudad de Bahía Blanca. “El sonido de la atención” Editorial Huesos de Jibia 2014. “La incomodidad” Editorial Huesos de
Jibia 2015.
"El después es
ahora" Editoral
"A capella" 2021 Córdoba.
-En narrativa “Diario de un cuentenik” de la editorial Leviatán 2020
-Mantengo el blog
http://otrascriaturas.blogspot.com.ar/
*
Todo el día
anduvo el viento
corriendo por las
calles.
Todo el día
detrás de las ventanas
vi al mundo moverse y
agitarse,
caer en un estrépito
de sauces
en la vereda inmóvil.
Y ni una sola vez
logré escucharte,
corazón.
*De Mariana
Finochietto. mares.finochietto@gmail.com
Un
extraño*
“Vine por esos besos solamente;
Guardad los labios por
si vuelvo.”
Luis Cernuda (1902-1963)
Un día, recorrí mi casa por última vez,
mirándolo todo, desde el frente al jardín.
Tocando las paredes blancas, en silencio,
acariciando los gatos, sus orejas de papel.
Cómo ocultar las lágrimas ¿Para quién?
Si yo quería ofrendarlas, pintar con ellas.
¿Que saben los que se quedan en el andén
de la angustia del que parte para no
volver?
Un día, dije adiós a las plantas sin sol,
me despedí de ladrillos y medianeras.
Observé las ventanas como algo nuevo,
cómo las miraría un extraño, como yo.
Cómo desaparecer la angustia ¿Bajo qué?
Si yo buscaba sentirme así, para dolerme,
¿Qué saben de estas heridas sin batalla,
del daño que se causa al amar bajo la sed?
Un día, olvidé para empezar a recordar,
los rostros de lo que alguna vez fue mío.
Erré a tientas como un ciego peregrino,
hacia la impotencia de irme deshojando.
Cómo quitarse el silencio ¿De qué labios?
Si es la impotencia viva, lo que nos muere.
¿Qué saben de las mañanas sin nombre,
que uno va ocultando debajo de la piel?
Un día, recorrí mi casa por última vez,
mirándolo todo, desde el frente al jardín.
Tocando las paredes blancas, en silencio,
acariciando los gatos, sus orejas de papel.
*De Jorge
Lacuadra. jorgelacuadra@hotmail.com
*
Que la última hormiga
del planeta transporte la última hoja
hasta llegar al último
montículo de tierra
nosotros
antes de la implosión
uterinos seres del
planeta tierra
blastocitos y después
de la belleza del
cuerpo
camino de animales
astronómicos
una constelación
y vos
parado en el último
planeta
a punto de saltar
hacia otra galaxia
y yo orbitando
por el universo oscuro
hasta alcanzar
pupilas de animal
diminuto
profundidad de ojos
libélula
vos
que ves mi mirada
impregnada de luces de noche
y el pelo desastre
feliz
por mi modo de caminar
y de hablar
de reír y de hacerlo
juntos
me ves increíble decís
pero yo me siento
caracol deshabitada
sin lugar entre los
animales del camino astronómico
que tengo que abrir la
cajita de insectos encantadores
para recordar
recordarme
los filamentos
plateados
la iridiscencia de
pelitos
caricias en la cara
alas rozándome los
hombros
ojito insecto
mirándome de frente.
Avanza
mi eclipse
siento que sos
mi sueño
libélula azul
arco del sol
movimiento aparente de
estrella
y yo quieta.
Quizá pueda
recobrar la noche
lo que es de la noche
qué será de mí cuando
el sol haya finalizado
su arco
mañana
por dónde saldrá
y otro intento
de ser yo quien
salga a volar
pienso entonces
en el planeta errante
habitado por mis días
y un final
de tarde con marea
viva
arrancándome los
sueños de agua con agua
y yo recostada en la
arena
y las alas chiquitas
mojadas
al aire.
*De Lorena
Suez. suezlorena@gmail.com
-Mentoría de procesos
creativos
-Taller de escritura y
emociones
-Lic. en Ciencias de la
Comunicación / Psicóloga Social
El
rosario de plata*
La casa fue construida en parte con
ladrillos comunes, en parte con bloques de cemento pero está sin revoque desde
siempre, nunca es el momento, nunca sobra dinero para revestirla y queda como
está. El techo de chapas se asegura contra los vientos por el peso de
esqueletos de alambre para cargar botellas, cascotes, cubiertas viejas de
automóvil. Al fondo del terreno hay un gallinero de alambre tejido, la soga con
la ropa tendida, y varios perros hacen su vida desparramados por el predio,
cada uno en su pozo excavado en la arena buscando la tierra fresca de más abajo
en el verano, reparo contra el frío y las ráfagas impiadosas en el invierno.
La familia vive al lado de la defensa, ese
terraplén elevado para evitar que el río entre en los pueblos cuando sube; pero
la casa está del lado de afuera, ocupando tierra fiscal y sujeta a la
inundación que inevitablemente sucede cada tanto. Entonces, cuando se viene el
agua, levantan todo, y al volver hay que recomenzar. Los vecinos son un poco
más nuevos, las casas no están completamente construidas de material como la de
ellos, sino que todavía hay alguna pared de chapa o de maderas mal clavadas que
dejan entrar el viento y los bichos por las hendijas.
Un letrero escrito a pincel “albañilería,
corte de césped”, y la perita para mezclar el cemento debajo de una chapa
adosada en forma de galería, nos dicen que son gente de trabajo. El hombre hace
labores ocasionales que consigue por su cuenta, y lo que le va dando un
contratista cuando lo necesita. La mujer limpia casas; el hijo mayor sale a
trabajar con el padre o consigue changas como cargar y descargar fletes, podar
algún árbol, pintar una pared. La hija mayor ya formó pareja y tiene un nenito,
se fue a vivir a La Guardia con un muchacho que trabaja en una fábrica de tanques
de agua; los más chicos van a la escuela, y Lautaro estudia en la Facultad.
A Lautaro, de llamarlo Lauti pasaron a
decirle “el doctor” desde que comenzó a estudiar abogacía, y todos fingen que
no les importa, pero están encantados con la perspectiva de tener una persona
con título en la familia. La madre está segura de que cuando trabaje vestido
con saco y corbata, la va a llevar a vivir a una casa con cloaca y agua
corriente, calefactor y gas natural como las casas de sus patronas. El padre se
le burla, pero se nota que está orgulloso del doctorcito.
No es fácil conseguir la comida para poner
a la mesa todos los días. Los tres menores gastan ropa y zapatillas como si
fuesen diez en vez de tres, comen como lima nueva y siempre hay alguna cosa
para la escuela que hace falta sacar fiado del quiosco a último momento.
El Lauti, que va a la Facultad, no puede
andar rotoso. El padre le alarga unos billetes enrollados sin decir nada; la
madre, que se quedó unas horas más en una casa porque la señora tenía invitados,
le pone la ganancia extra entre las hojas del libro; el hermano mayor,
Ezequiel, le regala unos pantalones, una camisa, unos pesos para que cargue la
tarjeta de colectivo.
Ezequiel el mayor, con sus veintitrés años
ya sabe que la vida no le va a ser fácil. Él ya no es una carga sino una ayuda,
la hermana hace su vida, pero están todavía los tres más chicos y el Lauti. Los
padres, aunque todavía jóvenes, sufren el desgaste del trabajo duro, las
temporadas de frío, calor y humedad eterna que se les acumulan en los huesos.
Quisiera, Ezequiel, ser capaz de aportar más de lo que consigue llevar a la
familia. Sale de la casa bien temprano con la gorra manchada de pintura y los
pantalones de albañil, rasgados en las rodillas para que no tiren al agacharse,
y cava pozos, encala postes, acompaña a un amigo a pescar y después venden las
piezas a los puestos sobre la ruta, corta el césped de una quinta; pero es
joven, y a pesar del agotador trabajo del día, al anochecer todavía tiene
fuerzas para jugar al fútbol en un campito y se toma unas cervezas con los
amigos, de parados nomás, afuera del quiosco. Debajo del farol, se ríen, y van
perdiendo los dientes, y los cuerpos jóvenes se van poniendo duros y fibrosos
por el trabajo.
Lautaro ya lleva dos años yendo a Santa Fe,
a la Facultad. Por suerte la C verde lo deja justo en la esquina. Dice el Lauti
que las clases son muy largas, que las aulas están tan llenas que a veces no
alcanzan las sillas, que hay que memorizar libros enormes, que él estudia en la
biblioteca porque los textos son muy caros. Muchas veces termina tarde las
clases o se reúne a estudiar en grupo, y se queda a dormir en la casa de un
amigo. Y dice Lautaro que los amigos viven en el centro de Santa Fe, que uno es
hijo de un médico y tiene su propio automóvil, otro es hijo de un abogado y se
prepara para entrar en el estudio del padre. Cuando se reciba, seguro que lo
van a ayudar a empezar el ejercicio de la profesión, le van a allanar el
camino, dice, y el padre se ríe y dice que la llana sirve para emparejar la
mezcla, y le da un bofetón en broma que es una caricia.
Un día a Ezequiel lo llamaron para ayudar
en una mudanza. Iban tres muchachos en la caja de la camioneta, sentados entre
las cosas atadas con cintas. Ya habían subido todo, en Candioti, y lo
descargarían en el barrio Sur, a pocas cuadras del parque.
Habían comprado una gaseosa que iba pasando
de boca en boca. Cuando la camioneta pasaba un badén o un pozo, el que estaba
tomando se derramaba gaseosa en la remera, y los demás se reían. Estaban
mirando las chicas que salían de un colegio, cuando un grito los hizo volverse
a los tres a la vez hacia la izquierda. Una mujer había quedado tendida en la
vereda, y una moto pasaba a toda velocidad al lado de la camioneta. La
motocicleta no tenía patente, un muchacho la conducía y otro, el de atrás, que
había ejecutado el arrebato, llevaba la cartera de la señora y la estaba
abriendo para hurgar en su interior.
El fletero se detuvo para asistir a la
mujer, los ayudantes también bajaron. La mujer, sentada en el suelo, aturdida,
se había doblado una muñeca cuando frenó la caída con la mano, pero no quiso
que llamaran a una ambulancia. Les dijo que no hacía falta, aunque estaba
llorando, un poco por el susto y otro por la angustia de haber perdido la cartera.
Dijo que en la cartera tenía los documentos, dinero, pero, lo más importante,
tenía un rosario de plata que había sido de su abuela. Lo decía y lloraba, como
azorada por entender que nunca más volvería a pasar entre sus dedos, una por
una, las cuentas pulidas por el uso.
Ezequiel no había descendido con los demás.
Se había quedado en la caja de la camioneta, mirando todo desde arriba. Pensaba
que la señora podría ser su mamá, que rezaba una decena del rosario mientras
amasaba, o mientras tejía silenciosamente las tardes amables en que el sol la
dejaba poner una silla debajo del naranjo. Y pensaba que el pibe chorro de la
motocicleta, el de atrás, era muy parecido a su hermano el doctor.
Todo había pasado con rapidez, dos segundos
y la escena había comenzado y dado fin, el de la moto iba mirando el interior
de la cartera, él apenas había vislumbrado un perfil, a medida que los minutos
transcurrían separándolo de la certeza, la necesidad de haberse equivocado lo
hacían dudar, y al final del día casi había logrado convencerse de que el
ladrón no era su hermano, que no había visto su cara, que los pantalones y las
remeras se fabrican por millares, y son todas parecidas, fáciles de confundir.
Sin embargo, al llegar a la casa esa noche
no pudo contar el incidente, de sólo pensar en lo ocurrido se le atenazaban los
músculos de la garganta. Sentía una mancha oscura extendiéndose sobre la
familia.
No fue esa semana, ni la otra.
Fue cuando vio el rosario de plata en el
cuello de la madre, cuando la madre le dijo que el doctorcito lo había
encontrado en una vereda en Santa Fe, al salir de la Facultad. Entonces supo.
No era muy difícil. Una vez que uno sabía,
con dos o tres preguntas atinadas a la gente correcta se podía averiguar todo.
Se pierde la inocencia, y se accede al conocimiento, pero claro, hay que perder
la inocencia, y es un alto costo porque entonces ya no se puede ser feliz como
un niño, no más.
Se enteró de que Lautaro había dejado de
estudiar al mes de entrar a la Facultad, que se iba todos los días con un grupo
de amigos que vivían en una casa tomada en el norte de Santa Fe, y que esos
amigos lo habían introducido en los arrebatos y robos en viviendas. Ahora que
sabía, podía dejar de negar el evidente olor a mariguana, y no culpar a la
lectura por el enrojecimiento de los ojos de su hermano.
Ezequiel esperó que los chicos fuesen a la
escuela, que la madre fuera a trabajar, que el padre hubiese dejado el patio
rumbo a la obra. Sólo con Lautaro, le preguntó con la voz dura cómo le iba en
el estudio, y escuchó con cara de ídolo tallado en madera la respuesta del
hermano, sabiendo que le mentía.
No le dio ninguna explicación. Ya había
visto cómo los padres de amigos suyos que se habían hecho delincuentes, se
habían apagado como si les hubiesen extraído la sangre, el orgullo, la
posibilidad de caminar con la cabeza levantada, la posibilidad de ser felices.
No le dio ninguna explicación. Una niebla
roja le nubló la vista, y al golpe de pala el Lauti ni lo vio venir; después
fue pasarlo por sobre el terraplén, y tirarlo al río que todo lo acalla en sus
aguas marrones.
Pasaron varias semanas buscando hasta que
por fin lo encontraron en un bañado, enredado en las cañas de la orilla. Lo
pudieron enterrar y llorarlo. Se investigó un poco, pero la historia se fue
olvidando.
La madre del doctorcito reza por las tardes
con el rosario de plata, y, cuando está en la casa, Ezequiel mira con sus ojos
oscuros cómo pasa las cuentas pulidas entre sus dedos, una por una, sin decir
una palabra.
*De Mónica
Russomanno. russomannomonica@hotmail.com
*
Quien recuerde la luz,
que se detenga
sencillo al borde de las cosas,
que encienda una manzana,
una tijera,
los restos de la noche en las ventanas,
que nos recuerde que aquí,
sobre la mesa,
debe aguardar un pan.
Quien recuerde,
quien sepa de la luz
que nos entibie
el pecho,
que nos haga preguntarnos porqué
este frío en los huesos,
esta helada compasión donde hubo
una certeza viva,
transparente.
Quien aún recuerde la luz,
que ande de pie
con la mano tendida,
como la lámpara
que se dejó olvidada
antes de partir
y espera
nuestro regreso para iluminarnos.
*De Mariana
Finochietto. mares.finochietto@gmail.com
- Mariana
nació en General Belgrano, Provincia de Buenos Aires. Actualmente vive en
City Bell.
-Publicó: Cuadernos de la breve ceguera (La Magdalena 2014).
Jardines, en coautoría con Raúl Feroglio (El Mensú, 2015)
La hija del pescador (La Magdalena, 2016).
Piedras de colores (Proyecto Hybris 2018).
El orden del agua, (GPU Ediciones 2019).
MADURA, (Editorial Sudestada 2021)
-Quiero
sacar la cabeza por la ventanilla de tu coche.
Halley ediciones (2022)
-Coordina Microversos, talleres de exploración literaria
Érase
una vez en el desierto del sur*
Bronson me dijo algo que no entendí.
Parecía malhumorado, pero luego supe que no lo estaba. Simplemente, la
estructura de su rostro hacía que siempre pareciese de mal humor. Incluso
cuando sonreía, uno tenía la sensación de que debía andarse con mucho cuidado
con él. Uno de los ayudantes del director me lo tradujo: “Eres demasiado pálido,
chico. Ve a que te maquillen bien”.
Agradecí en un susurro ante la mirada escrutadora del actor y busqué a
alguien de maquillaje.
Un conocido me había hablado del asunto
mientras tomábamos una cerveza en el bar de Paco. Iban a rodar una película en
el sur y necesitaban figurantes. Yo no sabía de qué iba todo aquello. Suponía
que haría falta algún tipo de aptitud o preparación, pero el tipo dijo que no,
que solo se trataba de estar en alguna parte, gesticular o pasar ante la cámara
u otro tipo de trabajo sencillo. Y la paga decían que no era mala.
Puesto que estaba sin trabajo y hasta dos o
tres meses más tarde no preveía nada en el terreno laboral, investigué más a
fondo el asunto. (No negaré que la oportunidad de salir en una película y
americana, además, me hizo sentir un cosquilleo). El casting iba a tener lugar
en Almería, una ciudad de Andalucía, a casi ochocientos kilómetros de mi hogar.
Eso me retrajo un poco. Actualmente son poco más de siete horas de viaje, pero
en 1968 las carreteras eran malas y el viaje (que al final realicé) resultaba
interminable.
Llegué al anochecer y me alojé en un hostal
de mala muerte, pero no podía permitirme otra cosa. Al día siguiente madrugué y
me dirigí a la dirección que me habían dado. Cuando finalmente llegué al sitio,
me encontré una multitud de jóvenes con el mismo propósito que yo. Algunos
provenían de esa misma zona, pero muchos habíamos llegado desde diversas partes
del país e incluso, según me contaron, unos pocos habían venido desde Portugal
y Francia. Tuve suerte: Fui de los primeros en pasar a la zona de pruebas: Me
otorgaron un número, me midieron, me formularon algunas preguntas y después me
hicieron una prueba de vestuario, consistente en vestirme con ropas de la época
y el lugar en que sucedía la acción del film. Después me dijeron que volviese
dos días más tarde y me comunicarían su decisión.
Pasé el día siguiente deambulando por una
ciudad desconocida, minimizando al máximo mis gastos (debía reservar dinero
para el viaje de vuelta) y poseído de cierta ansiedad. Temía que mi nula
preparación fuese un hándicap demasiado pesado y me atormentaba pensar que un
viaje tan largo iba a ser en vano. Trataba de entretenerme con otros
pensamientos menos funestos, pero mi mente volvía una y otra vez a lo mismo.
Pensé que había contraído algún tipo de enfermedad. Más tarde supe que eso
mismo les había estado pasando a la mayoría de los candidatos.
Al otro día, un buen número de personas
esperaba con impaciencia la decisión final. Una joven de aspecto decidido salió
con un cuaderno en la mano y empezó a recitar nombres. Fueron momentos de
júbilo entre los seleccionados. Mi ansiedad crecía conforme avanzaba el tiempo
y mi nombre no aparecía. Otros rostros cercanos reflejaban la angustia del
inminente rechazo. Al final de la relación, la mujer elevó aún más la voz y
dijo: “Los demás quedáis como reservas. Os avisaremos en su momento si
necesitamos vuestra colaboración. Muchas gracias a todos por haber
participado”. Me sentí frustrado. Traté de racionalizar el asunto, diciéndome
que era muy lógico que no me hubiesen elegido, dada mi inexperiencia y falta de
formación específica, pero no conseguí mejorar mi ánimo. Regresé a mi ciudad y
me puse a buscar trabajo, ya que mi capital se había visto drásticamente
reducido. Estuve dos semanas en una obra y más de un mes en una fábrica de
electrodomésticos, pero eran trabajos duros y mal pagados; y otra cosa: Yo me
sentía completamente ajeno a ellos. Sabía que no era mi sitio, aun cuando
hubiera sido incapaz de definir cuál sí lo era.
Volvía a estar deprimido y había olvidado
por completo la película cuando recibí la carta. No era muy extensa. Solo se me
informaba de que finalmente se habían producido algunas renuncias y, si lo
deseaba, tenía un papel de figurante. Debía llamar a un número de teléfono que
me facilitaban para comunicar mi decisión y recibir las instrucciones
pertinentes para el momento en que comenzase el rodaje. Acepté, por supuesto.
Después de la breve conversación telefónica, me sentía feliz.
Lo que no sabía es que en esa película me
iban a matar.
En la fecha fijada, me trasladé al pueblo
de La Calahorra, en Granada. Allí era donde se iban a rodar las escenas en las
que yo debía participar. En mi bolsa de viaje llevaba varias mudas, porque no
se sabía bien cuántos días iba a ser necesaria mi presencia en el lugar. En ese
punto, las explicaciones que me dieron habían resultado confusas.
A la mañana siguiente me presenté en el
rodaje, tal como me habían indicado. Me proporcionaron las ropas que iba a
llevar en la película y me dijeron dónde debía presentarme a continuación. Yo
estaba, debo decirlo, maravillado por la grandiosidad de todo aquello. Con toda
la cantidad de gente que pululaba por allí, tuve la sensación de algo caótico
pero, al parecer, no era así. Se nos fue asignando un lugar a cada uno de
nosotros. Luego comenzó lo que yo estaba esperando –lo supe entonces- desde
mucho tiempo atrás. Primero ensayábamos cada escena varias veces, ante la
atenta mirada de todo el equipo de filmación. A algunos se nos corregía la posición,
el movimiento, la expresión facial… Después, se producían las palabras mágicas
(silence, camera, action) y empezaba el rodaje.
Se contaba que Leone, el director, estaba
obsesionado con las vías de tren. No sé si sentía el anhelo de la infinitud o
la nostalgia de la lejanía, pero pasaba largos ratos contemplando los raíles en
una y otra dirección, como esperando que le viniera la inspiración. Y tal vez
fuera eso, nunca se sabe. Yo le vi pocas veces, esa es la verdad, la mayoría de
las escenas las dirigían sus ayudantes. Tampoco coincidí apenas con ninguno de
los actores principales. Pero eso no representaba ningún problema. Me bastaba
con saber que estaban allí, respirando el mismo aire y recibiendo los rayos del
mismo sol que yo.
Tomé parte en varias escenas y debo decir
que estaba encantado. Sabía que mi aportación era minúscula y que difícilmente
se me podría identificar entre tantos figurantes una vez se emitiera la
película, pero sentía que estaba participando de algo extraordinario. De vez en
cuando, alguien se dirigía a mí en inglés y, aunque no entendía una palabra, me
consideraba afortunado por estar allí y ser objeto de cierta atención. En esos
días aprendí muchas cosas. Como a interiorizar mi personaje, por infinitesimal
que fuese. A percibir como real todo lo que sucedía durante el tiempo de
rodaje. Fue una experiencia maravillosa.
Hasta que recibí el
balazo.
Me diréis, y tenéis toda la razón, que fue
un balazo de mentira, que en ningún momento corrí el menor peligro, que ni
siquiera fue doloroso, pero lo cierto es que ese ínfimo detalle me cambió para
siempre. La sensación de la muerte, aunque se trate de una muerte ficticia, es
difícil de explicar. Es como saber que uno ha cruzado un límite y ya nunca
podrá volver atrás. Por supuesto, esto no tiene que ser igual para todos. Así
es como fue para mí. Tuve que ensayar esa escena varias veces. Cada una de
ellas era como un golpe en mi alma. Cuando finalmente se rodó y el director la
dio por buena, fui a hablar con la persona que me había contratado y le dije
que me pagase lo trabajado hasta ese momento y que me iba. Nadie lo entendió.
Nadie estaba dentro de mí ni percibía lo que yo sentía ante aquel suceso en
apariencia insignificante.
Abandoné la idea (si en algún momento había
sido algo real) de dedicarme al mundo audiovisual y, como ustedes ya saben,
dediqué el resto de mis días al negocio funerario. Por extraño que pueda
parecer, las muertes ajenas no me impresionan. Veo esos rostros inertes sin la
menor emoción, los acompaño a su última morada y casi se puede decir que vivo
entre ellos, testigo ajeno del tráfago diario del mundo y sus circunstancias.
Del mismo modo, puedo afirmar que veo con total indiferencia cualquier película
por mayor carga de violencia que pueda tener; no hay masacre ni catástrofe que
me eche para atrás. Sin embargo… Han pasado más de cincuenta años desde que
participé en aquel rodaje, han emitido esa película varias veces, tanto en el
cine como en televisión, pero no he sido capaz, lo confieso, de asomarme a esas
profundidades que aún me atormentan.
*De Sergio
Borao Llop. sbllop@gmail.com
*
Soñé que nos hundíamos
y que después nadábamos hacia la costa lentamente y que de nuestras sombras de
color verde claro huían los tiburones.
(1978)
*De Héctor
Viel Temperley
(Argentina, 1933-1987)
Inventren
https://inventren.blogspot.com.ar/
En
tren*
Voy en tren.
Lo he tomado en el mismo corazón de la
Pampa,
junto al río de los areneros,
y me voy hacia el sur
desde donde vienen girando
los médanos.
El tren quiere adormecerme,
pero no me adormezco.
Espero ver los cardos violáceos
abrirse,
espero la lenta llegada de los pueblos.
Sampacho, Succo,
no me adormezco.
Antes quiero saber,
preguntar,
que me cuenten.
Y entre nubes de tierra y de tabaco negro,
Saturnino Barzola,
el hombre de mi lado,
ya no es un misterio.
“Tengo
tres hijos
–dice–
y he limpiado un campo
de poleo.
Pero cuando el maíz madure,
cuando comience el frío,
me echarán del rancho,
me arrancarán del suelo”.
Saturnino Barzola
ya no es un misterio.
¡Cuánto quisiera que el tren se convirtiera
en toro
y lanzara bramidos de fuego!
Los que trabajan en el campo no son sus
dueños.
Siembran para otros semillas y sangre
dejan en la tierra marchitar sus huesos.
Voy llegando a un pueblo,
diré que a mi pueblo.
¡Adiós, Saturnino!
Aquí,
en una tumba,
están mis abuelos Lucía y Silverio
que murieron locos,
murieron de miedo,
porque a ellos también les robaron los
panes,
a ellos también les royeron los huesos.
*De Glauce
Baldovin.
-De “Mi
signo es el fuego”.
Poesía completa.
-Próxima estación:
LOS
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-Continuidad literaria por el Ferrocarril Provincial:
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