*Dibujo de Erika Kuhn.
https://obraerikakuhn.blogspot.com
38 *
Las sombras aureoladas se incineran
en la calle donde un paso se perdió
y una flor me dice que todavía
las ruinas construirán constelaciones.
Paso como volviendo a donde nunca fui.
Rozo un instante el remanente
de belleza que quedó del paraíso
enterrado en nuestros corazones.
Qué soledad en tan profuso mundo…
Me toca el llamado que viene del fondo
y por caminos de piedra y disonancia
me voy desanestesiando la realidad.
48*
Mañana radiada de frenesí.
Palomas aletean la ciudad que es otra.
Mi diosa de la plenitud dejó su huella
en las sombras que juegan con las luces.
Se abre una puerta, es alguien que pasa
como si no pasara.
Y el silencio está lleno de música,
canta en la brisa incomprensible.
Todo el tiempo un ángel se cae
en el barro donde esperan
los seres que vuelan y no lo saben,
los seres cuyo diamante mana llaves.
49*
Te busco en el encuentro de los vientos,
en la ventana que fluye en la mirada,
en un horizonte jazmín-azucena,
en el abrirse de lo más sagrado.
Te llamo arremolinando latidos,
haciendo que las venas se desaten
como un eco de eso que persiste
aunque sus días se unan al sol.
Te espero donde el camino se resquebraja
y pasamos danzando o chapoteando.
Y allá en la hoja que el tiempo desechó
se escriben amores que el destino
improvisó.
50*
Sol que no estás en ninguna parte,
estás en el silencio perdido de las
estrellas,
en ojos cuyo latido mana rocío,
en algo que pasa inadvertidamente.
Vida de oro traslúcido que aleteás
un instante contra el cielo,
abrigame con el vacío entre los astros,
dejame ver que ninguna hoja cayó.
*Poemas de Gabriel Francini.
-De su libro “Los silencios”
-Gabriel Francini nació en 1982 en Buenos Aires. Es
bibliotecario. Publicó, entre otros: Nadir
de Ardora (Huesos de Jibia, 2014), La
plenitud de la ausencia (Cave Librum, 2017), Humo en el humo (Qeja, 2019), Entropía
(La Yunta, 2019), Ser con el fuego
(Cave Librum, 2019), Entrevisiones y
vislumbres (El Mono Armado, 2020), En
el río y en el puente (La Yunta, 2021), Cenizas
de hojas en blanco (El Mono Armado, 2022).
*
El hombre habló con el
viento de las seis direcciones/ tocó sus alas para que llenaran el vacío del
mundo./ A su lado/ emergieron las primeras piedras/ y rozaron sus manos./
Seguido/ sopló en un puñado de polvo al aire/ creando las grandes aves
sagrados/ para que llenaran su soledad con color y canto./ Abajo/ en el mundo
de los dioses oscuros/ se hizo la luz/ y éstos ascendieron al cielo/ iluminando
la cabeza del hombre/ surgiendo así el lenguaje de las cosas con el hombre./
Luego/ éste enterró los pies en el vientre de la tierra/ sintió el calor del
fuego/ que le urgía a caminar con rumbo hacia las seis direcciones del viento./
*De Daniel
Montoly.
El
dolor*
* Antonio
Dal Masetto.
Mientras caminamos en el anochecer invernal
y nos rodea el fragor sordo de la ciudad, la persona que va conmigo se pregunta
y me pregunta:
¿Y el dolor? ¿Adónde va a parar el dolor?
El dolor producido por los hombres, el dolor que desde siempre el hombre inflige
al hombre, el hombre verdugo del hombre. El dolor de la carne lacerada por las
balas y las bombas. El dolor bajo los instrumentos de tortura en las cárceles
del mundo, en los campos de exterminio a lo largo del mundo y del tiempo.
¿Se acumula en alguna parte todo ese dolor?
¿O se convierte en nada, ha sido dolor para nada, va a parar a la nada? ¿Es
silencio que se suma al silencio?
¿Se diluye igual que el humo de los
incendios, el humo de los hornos crematorios de los inocentes asesinados, y no
deja tras de sí más que el balbuceo de algunas memorias espantadas?
¿Sólo la memoria, frágil, siempre a punto
de sucumbir, es el receptáculo que intenta conservar la evidencia de ese dolor?
¿O el dolor es algo palpable, algo que una vez lanzado al mundo se independiza,
fermenta en secreto y permanece?
¿Se deposita en alguna parte el dolor,
grito sobre grito, desgarro sobre desgarro? Y si fuera así, ¿qué lugar es ese
donde va a parar el dolor? ¿Se instala en las nubes que vagan por los cielos
alrededor de la tierra? ¿Están cargadas de dolor las nubes?
¿O el dolor está en la luz que nos recibe
cada día con una promesa nueva? ¿O está en el agua que bebemos, en el agua con
que nos lavamos? ¿O está en el aire, oculto detrás del aire, y nos anuncia su
presencia con los silbidos del viento?
¿O se va almacenando en la vegetación que
nos rodea: selvas, bosques, plazas, jardines? ¿Se mueve con la savia que
trabaja dentro de los árboles y sube desde las raíces a las ramas? Hojas,
flores, pétalos, frutos, ¿albergues de dolor?
¿O está en esas sombras que se deslizan
sobre la llanura en la claridad lunar y galopan en el fondo de la oscuridad en
las noches sin luna?
¿O el dolor acecha y se agiganta oculto en
ese gran vórtice negro del sueño de todos, en el territorio invisible e inexplorado
del sueño sin sueños?
¿O busca nuestros cuerpos, se adhiere a
nuestra piel formando otra piel, y otra, y otra, capa sobre capa, y lo llevamos
a todas partes y en toda circunstancia, en el amor, en el desprecio, en la
indignación, en el trabajo y en el ocio, y así andamos por los días en nuestro
capullo de dolor que crece año tras año, vida tras vida, generación tras
generación?
Zonas ocultas, cosas vivas, cosas en
movimiento, ¿habita en alguno de esos sitios el dolor? ¿Hasta cuándo? ¿Habrá un
límite para la acumulación de dolor? Y si lo hay, entonces, cuando caiga la
gota que hace rebasar el vaso y el platillo de la balanza sucumba al peso,
¿resonará sobre todo esto el aviso de que ha llegado la hora de pagar?
Nubes, aguas, luz, árboles, cuerpos, sueño,
sombras lunares, ¿estallarán los diques de contención del dolor? ¿Nos
alcanzará, aniquilándonos, un definitivo diluvio de dolor?
-Antonio Dal Masetto.
(Intra, Verbania, 14 de febrero de 1938 - Buenos
Aires, 2 de noviembre de 2015)
https://es.wikipedia.org/wiki/Antonio_Dal_Masetto
Elevación*
Como notas
resbalan
barriletes
Un crisol
Y es que flotan
los cuerpos.
*De Ana
Romano. romano.ana2010@gmail.com
La
nube*
*Por Tomás
Downey.
Al principio no era más que una madeja
deshilachada, blanca y traslúcida, colgando inmóvil del cielo como un dibujo.
El año recién empezaba y todos estábamos entusiasmados. Martín arrancaba primer
grado y Clarita cuarto. Pía había superado la peor etapa y hacía meses que no
le agarraban los ataques de inquietud. Éramos felices.
Con los días, la nube fue espesándose y
tomando un tinte grisáceo. Pasada la primer semana ocupaba el cielo de punta a
punta, se cerraba sólida sobre el horizonte.
En casa esperábamos la lluvia. Nos
sentábamos bajo el toldo del patio porque ya venía, estaba por caer, y
mirábamos el pedazo de cielo negro que se recortaba en la línea del edificio
vecino. Martín y Clara jugaban con los caracoles que salían de a docenas del
cantero. Pía los miraba sonriendo y yo pensaba que sí, que teníamos una linda
familia.
El calor fue subiendo despacio,
desapercibido. Se lo toleraba porque bajaría en cualquier momento, cuando
lloviese. Las ramas de los árboles caían pesadas hacia abajo. El aire se estancaba,
quieto y pegajoso. Las habitaciones de la casa se impregnaron de un olor ácido,
como a cartón mojado. Las paredes y los pisos se cubrieron de gotitas, todo
transpiraba. Los muebles empezaron a hincharse y se llenaron de babosas que se
alimentaban de la madera húmeda.
Pía, al ritmo del calor, empezó a ponerse
rara de nuevo. La energía parecía sobrarle, la desbordaba. Se quedaba hablando
hasta muy tarde de lo linda que era la bruma, de lo misterioso que se había
vuelto todo de repente.
La nube crecía hacia abajo, se volvía
espumosa. Y desde el cemento húmedo subía la niebla. Uno de esos días saltó el
primer trozo de parquet. Se elevó en el aire con un chasquido y cayó sobre la
mesa mientras cenábamos. Pía largó un grito que parecía venir desde muy adentro,
imposible de atajar. Después nos miró y estalló en una carcajada nerviosa.
Mandé a Martín y a Clarita a acostarse y me quedé calmándola.
La llevé a la cama y me acosté con ella.
Las sábanas se me pegaban a la espalda y no había forma de estar cómodo. La
escuché hablar de fantasmas, contaba historias de su niñez en el campo, de cómo
los muertos salían al amanecer mimetizados con la niebla. Hablaba como si los
viera. O como si ellos estuviesen ahí, mirándonos a nosotros. Cuando se quedó
dormida me levanté, estaba desvelado. Quise fumar un cigarrillo, pero ningún
encendedor funcionaba y los fósforos se descabezaban sin encenderse. Los
faroles de calle, bajo los halos de bruma, emitían una luz débil.
Los hongos lo cubrieron todo; una pelusa
blanca omnipresente, sobre los pisos, los techos, los muebles. Una mañana,
Martín resbaló y se dislocó el codo. El auto no arrancaba, el tambor se había
oxidado y no podía hacer girar la llave. Subimos a un taxi que casi choca dos
veces. No se veía absolutamente nada. Los autos aparecían de golpe, a
centímetros. Yo llevaba a Martín a upa y a Clara sentada al lado; más allá,
junto a la otra ventana, Pía colapsaba con la mirada perdida.
Dentro del hospital parecía de noche. Los
médicos caminaban por los pasillos oscuros arrastrando los pies, como
sonámbulos en bata. La sala de espera, enorme, parecía un baño de vapor. Se
escuchaban murmullos apagados, toses, llantos. Había sombras que pasaban y
desaparecían al alejarse.
Tardaron una hora en atender a Martín. Le
acomodaron el hueso y le pusieron un cabestrillo. Pero la inflamación no bajaba
y unos días después le aumentaron los analgésicos. La dosis era muy fuerte, le
arruinaba el estómago y lo hacía dormir todo el día.
Pía no podía quedarse quieta. Iba por la
casa tarareando melodías. A veces se quedaba en silencio, escondida en la nube.
Yo la buscaba sin poder encontrarla, hasta que de repente aparecía, su cara
saliendo de entre la niebla, la garganta rugiendo. Después la risa, esa risa,
que de nuevo se perdía en algún rincón.
Instalé a Martín en nuestra cama. Nuestra
habitación era la más ventilada de la casa, el aire en el cuarto de los chicos
era irrespirable. Clarita empezó a ayudarme con los quehaceres. Un día me
acompañó al supermercado. Colas eternas, discusiones. Todos querían llevar más
del cupo permitido. Al pagar había que sacar los billetes con cuidado, uno a
uno, e ir depositándolos en la mano de la cajera para que no se deshicieran.
Fueron dos horas de caminata, entre la ida y la vuelta. Las calles parecían
desiertas y el cuerpo nos pesaba como madera húmeda. Conseguimos unas pocas
latas de conserva oxidadas.
Las babosas y los caracoles ya eran plaga,
estaban por todos lados. Caían del techo, nos subían por las piernas.
Tratábamos de hacer barreras con sal, pero la poca que teníamos era una pasta
que se adhería a nuestras manos. Clarita se ocupó de barrer los bichos hacia
afuera hasta que empezó con los ahogos. El aire estaba cargado de esporas que
te cerraban la garganta. La instalé en mi cama, con Martín. Por más que
intentara acomodarlos quedaban en poses inverosímiles, como muñecos rotos. Cada
vez que inhalaban, les subía desde del pecho un silbido sucio.
Pía perfeccionó sus escondites y ya no la
encontré. Desde algún rincón, tarareaba en voz baja de la mañana a la noche.
La primera llaga la encontré en mi dedo
índice. La piel se abrió dejando entrever unos hilos de carne rojizos. No
sangraba, apenas supuraba un líquido aguachento. Me desnudé. Tenía el cuerpo
repleto de pequeñas aberturas. Úlceras con labios tirantes, abiertos hacia
afuera. No dolían, picaban. Revisé a los chicos y estaban igual. Los cuerpos
casi inmóviles, hinchados y cubiertos de heridas.
Preparé una comida que no pudieron tragar.
Tenían las mandíbulas duras. Cuando les acercaba el tenedor a la boca emitían
un estertor ahogado, rechazándome.
Me moví por la casa. La voz de Pía parecía
venir de todos lados, como si se hubiera vuelto parte de la nube. Salí a la
calle y traté de gritar, pero no tenía aire. Y tampoco sabía qué decir, o a
quién decírselo.
Volví como pude y me acosté con los chicos.
Estaba demasiado cansado, decidido a no levantarme más. No sé cuántas horas
pasaron, si dos o veinte. El día se diferenciaba de la noche por un brillo
débil que apenas llegaba hasta la ventana. Creí que me ahogaba y apreté las
manos, cerré los puños sobre las sábanas. Vi manchas de color que explotaban en
la oscuridad y sentí un murmullo en los oídos, como una interferencia.
Supuse que morir era eso: una confusión
creciente, un ruido molesto que alcanza un clímax y se apaga de golpe. Pero no.
Estaba lloviendo.
*Tomás
Downey. Nació en Buenos Aires, Argentina, en 1984. Es guionista y escritor.
En el 2013 obtuvo el Primer Premio del Fondo Nacional de las Artes por su libro
de cuentos, Acá el tiempo es otra cosa, que en el 2016 fue finalista del Premio
Hispanoamericano de Cuento Gabriel García Márquez. En el 2017 publicó su
segundo libro de cuentos, El lugar donde mueren los pájaros.
-Fuente:
https://www.samoa.cr/blog/2018/8/16/la-nube
-Cuento incluido en Acá el tiempo es otra cosa. © Interzona, 2015.
Todos los derechos reservados.
LA SIRENA. *
Sentada sobre la arena
miro pasar los barcos.
Hay tanta belleza
en el destino
inexorable.
La tristeza es un raro
placer,
me digo. Y canto.
*De Mariana
Finochietto. mares.finochietto@gmail.com
SIOFN*
El hombre lee su informe en voz alta:
"He observado que hacemos el amor en
la esperable indiferencia con la que un empleado administrativo lee, firma y
sella un expediente. Para el cual lo verdaderamente importante es el control.
Que el expediente este en el estante correcto, disponible para cuando sea
necesario otra firma, otro sello, para luego pasarlo a otro estante con cierta
indiferencia como si fuera a un nuevo abandono. (....)"
"Después de haber pasado varias veces
por el planeta Siofn los seres tienen una vida sin pasión. Los supera saber que
su nuevo cuerpo tiene fecha de vencimiento; ya no sienten estar en una vida
verdadera con peligros y desafíos, incertidumbres, frustraciones.... se limitan
a administrar su tiempo en redes psicofísicas a las que confirman su
pertenencia con gestos tan automáticos, tan naturalizados en su inconsciencia
(...)"
Por eso el hombre ruega que lo transfieran
a un planeta de "sangre caliente" donde la vida merezca ser vivida.
Donde pueda sentir de nuevo -como aquella remota vez- que cada instante es un
principio y un final.
*De Eduardo
Francisco Coiro.
https://www.facebook.com/CansadoDeTriunfar/
*
Anoche soñé que el
viento nos hablaba. Soñé que nos mostraba con qué facilidad podía hacer volar
una ciudad. Con qué rapidez podía sacarnos del medio, tirarnos lejos. En un
segundo miramos por la ventana y nos vimos volar a más de 130 Km por hora. Es
un mensaje, pensé. El viento nos seguía hablando. Nos decía que la capacidad de
juntar es más difícil que la capacidad de separar. Que juntar dos elementos
exige cuidado, fuerza, precisión. Pero juntar, nos decía, exige sobre todo otra
cosa: delicadeza. Lo decía con la suavidad de quien toca a un recién nacido.
Delicadeza en la fuerza, en la luz, en el tiempo. Lo último que recuerdo es
haber visto uno de mis vestidos abierto como un pájaro contra los rombos de un
alambrado.
*De Valeria
Pariso.
-Valeria
(Muñiz, Provincia de Buenos Aires, 1970)
-Publicó los libros de poesía: "Cero sobre el nivel del mar"
Ediciones AqL (2012), "Paula levanta
la persiana", Ediciones AqL (2013); "Donde termina esta casa", Ediciones de la Eterna (2015),
"Del otro lado de la noche"
(2015) Editorial El Mono Armado, "Triza" (2017) Editorial
Detodoslosmares, "La trilogía: Uva
negra/ Mascarón de proa/ El castillo de Rouen", Vela al viento
Ediciones patagónicas (2018), Segunda edición AqL (2020), Zarmina, Primer Premio del Concurso de Letras, categoría poesía,
del Fondo Nacional de las Artes, año 2019, Ed. Mascarón de proa (2020); "Flores para no regar",
Editorial AqL (2021).
- “Final
francés”, AqL ediciones, 2023
Inventren
https://inventren.blogspot.com.ar/
EL
TREN HACIA LA NADA*
Just a small town girl
Living in a lonely world
She took the midnight train
Going anywhere…
Don´t stop believing
Journey
En las noches, cuando los párpados se
resisten a continuar la lectura de turno, abordo el tren hacia la nada.
He circulado en este tren desde que tengo
recuerdos. A pesar de que el viaje es en un solo sentido, puedo recordar con
nitidez de óleo y pincel fino sus múltiples paradas. Puedo verlas, si abro
determinadas ventanas temporales: ahí está mi infancia en el castillo de hojas,
mi adolescencia solitaria, el descubrimiento del amor, la primera visión del
rostro de mis hijos, las emociones recibidas o entregadas, alegría, silencios,
lágrimas, aquellos que han ido bajándose en diferentes estaciones, unos tras un
largo viaje, otros tras un breve recorrido, suficiente para dejar su impronta
en el resto de los viajeros.
A veces cambio de cubículo. Hacer el viaje
en compañía solo vale la pena cuando es agradable, cuando del intercambio
salimos ganando los ocupantes. No es triste, me da la oportunidad de conocer
nuevos pasajeros, registrarlos en mis recuerdos, quedar en su memoria. Guardo
una grata nostalgia de vagones anteriores, pero intento vivir intensamente el
aquí y ahora de cada asiento que ocupo, aprender lo máximo que me brinda el momento.
Es la esencia del viaje.
Puedo considerarme afortunada, he vivido
experiencias extraordinarias. He logrado atisbar realidades cuyas
reminiscencias me acompañan al despertar y dan vida a mis creaciones
literarias. He viajado a mundos paralelos, donde mis almas gemelas se debaten
en similares incertidumbres. He vislumbrado la presencia de seres que a otros
pasan inadvertidos, peregrinos, mensajeros o simplemente extraviados en la
grieta que separa los universos alternativos.
Pero lo mejor del tren, lo que más adoro y
me hace aguardar con alegre paciencia el instante de abordarlo cada noche, es
que, no importa si largo o corto el camino – aunque siempre ha de valer la pena
-, si solos o en compañía, sea cual sea el destino, conocemos cuál ha de ser la
última parada.
*De Marié
Rojas Tamayo.
La Habana. Cuba.
-Próxima estación:
LOS
EUCALIPTOS.
-Continuidad literaria por el Ferrocarril Provincial:
FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN GOYENECHE.
GOBERNADOR UDAONDO.
LOMA VERDE.
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN.
GOBERNADOR DE SAN JUAN RUPERTO GODOY.
GOBERNADOR OBLIGADO.
ESTACIÓN DOYHENARD.
ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA.
D. SÁEZ.
J. R. MORENO.
EMPALME
ETCHEVERRY.
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY.
LISANDRO OLMOS.
INGENIERO
VILLANUEVA.
ARANA.
GOBERNADOR GARCIA.
LA PLATA.
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-Editor responsable: Lic. Eduardo Francisco Coiro.
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