sábado, octubre 07, 2023

VENDRÁN MÁQUINAS TRISTES

 


*Foto de Noelia Ceballos. @noe_ce_arte

 

 

 







 

 

 

Los Futuros*

 

 

I

 

Vendrán palabras suaves,

llantos como palomas grises,

sueños que aletearán

como giran los mundos.

Vendrán lentas palabras

perdidas en la lluvia,

remolinos incruentos,

bálsamos en el aire.

Y ya no habrá dolor,

sino tierra cayendo,

un fino sedimento,

un feliz pedregullo.

No más vivir

con el dolor a cuestas,

con la callada muerte

dando sustos.

 

 

 

 

II

 

Vendrá otra vez el mar

como una inmensa madre

a reclamarnos.

Vendrá la espuma

como leche del mundo

y nos dirá: regresa.

Seremos otra vez

millones de moluscos

nadando en una noche igual

a la que viste en sueños,

moluscos ciegos en el agua tibia,

insomnes y desnudos,

gráciles y blandos.

Regresarán las aguas

por lo suyo. Dirán:

te di la vida y te la quito.

Y volaremos

como un único grito hacia la nada,

como bocas sin cuerpo

a mamar de ese pecho,

esa pústula herida,

esa pura fuente inagotable.

 

 

 

 

III

 

Vendrán máquinas tristes,

sensibles, compasivas;

a preguntar por ti;

por tus sueños perdidos,

por tu alegre desgano.

Artilugios inquietos,

perspicaces, devotos:

tolerarán mentiras en silencio,

escribirán poemas en las tardes

como quien habla con la lluvia,

mansos.

Vendrán juguetes cínicos,

tenaces, decisivos,

para hurgar en tu vida,

infalibles, urgentes.

Desecharán tus frases ampulosas,

tu balbuceo derretido.

Se reirán de ti

con un humor

que ya no entenderás.

Y ya jamás reunir

desperdigadas partes,

exhibición e intimidad:

truncados mecanismos

de una danza nostálgica,

repetitiva, última.

 

*De Gerardo Lewin.  gerardo.lewin@gmail.com

 (Buenos Aires, 1955)

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

*

 

Somos eso que dejamos

luego de cada movimiento,

un hueco,

el vacío,

una herida en el viento.

Yo quiero ir rápido y latir,

llenar de mí cada espacio abandonado

detrás de mí

Que el latido sea tan rotundo

que persista

y no me deje irme

 

*De Marcela Lokdos.

 

 

 

 

 





 

 

 

PROTOCOLO DE PROGRESO*

 

La llegada a ese planeta fue como siempre, primero la observación desde lejos, la preparación del informe, la espera de las evaluaciones, toda la burocracia que se pone en marcha en cada ocasión en que contactamos un ambiente propicio para la vida.

Hemos descubierto bastantes planetas habitados a lo largo de los siglos, pocos con vida y un escasísimo número de civilizaciones. Por esto es que no fue indiferente la noticia de que en éste no solamente hay vida inteligente sino organizada.

La primera observación fue que los seres inteligentes se encontraban en todo el planeta en el mismo estadio de evolución, compartían una cultura común y no se observaban conflictos en ninguna de las regiones. La homogeneidad era lo más destacado y sorprendente, algo que hasta ahora no tiene paralelo en ningún otro de los planetas conocidos.

Antes de realizar contacto y siguiendo el protocolo se fue elaborando un informe completo en todos los aspectos, desde la conformación mineral y geológica del planeta a una detallada y enciclopédica descripción de fauna y vegetación, dejando para la culminación el estudio de los seres inteligentes con su lenguaje, arte, historia, saberes de todo tipo.

Es en esta etapa final en la que fui enviado para hacer contacto.

Estuve orbitando un largo tiempo mientras me familiarizaba con vocablos, pronunciación y gestos. Fui escogido entre otras causas debido a que mi raza es la más parecida a esta. Soy un poco más oscuro y la distancia entre los ojos es diferente, pero en general puedo pasar por uno de ellos que hubiese tenido alguna deformación de nacimiento.

Cuando bajé a la superficie escogí una zona que para ellos es fría pero que para mi percepción de la temperatura es la más benigna, y con suplementos médicos logré compensar el oxígeno.

A los primeros días los pasé en una zona rural, aclimatándome y acostumbrando mis músculos a la gravedad. Ya conocía bastante bien sus costumbres y llevo por supuesto un sistema de ordenador incorporado que me proporciona la información que pueda requerir.

El primer contacto en la campiña fue con un hombre que pasó llevando leña y me miró con el rabillo del ojo, como se observa disimuladamente a los minusválidos o a los seres de otra raza. Nos saludamos cortésmente y me dirigí al poblado.

La evolución de estas gentes se encontraba en el estadio de vida campesina, con granjas y pequeños pueblos donde se agrupaban los artesanos y se realizaba la actividad política. No había ciudades ni un centro mundial, sólo poblados rodeados de establecimientos rurales, y la misma extendida cultura. Lo más inexplicable es que esta etapa de su civilización abarcase todo el planeta, y durase milenios.

Nuestras investigaciones previas habían demostrado que la cultura única se había formado hacía miles de años (tiempo terrestre) y desde entonces no había sufrido ningún cambio significativo. Esto era intrigante, ya que no habíamos hallado algo similar en ninguna galaxia.

Me presenté en el pueblo en un comercio de insumos, saludé al dueño en la forma ceremonial y le pregunté si había trabajo para un hombre saludable. Se conmocionó visiblemente, y con muestras de respeto inquirió el porqué de mi necesidad de trabajo, el porqué de mi soledad, como quien sabe que responder será doloroso, y ya excusándose con el gesto. Le mentí un incendio en la granja de mis padres y expuse la historia ya preparada para integrarme en la comunidad.

La enorme pena que le provocó el que yo hubiese quedado solo me conmovió. Son unos seres muy emotivos y para ellos, profundamente gregarios, la desgracia que se había abatido sobre mí era inimaginable.

Me mostré afectado. Atento a mis sentimientos, no me interrogó más y me indicó una granja donde podrían adoptarme.

Puede parecer inútil, pero estas observaciones de campo son parte del protocolo de acercamiento a las civilizaciones descubiertas. Es posible que este paso se obvie en el futuro, pues algunos sociólogos han muerto o sufrido violencia en algunas misiones, y los científicos últimamente no tienen demasiado en cuenta nuestros relatos, pero yo disfruté de ser el primero en pisar suelo virgen.

Después de llegar a la granja y llamar a la puerta hube de esperar a ser atendido por el padre. La organización es familiar con una cabeza masculina que funciona como consejero, patrón, educador y sacerdote de dioses lares. A veces conviven dos o más familias, pero el varón principal es el mayor en edad y toma a su cargo a los hermanos con sus hembras y sus hijos.

En esta granja había solamente un grupo familiar, por lo que contaban con habitaciones vacías y la posibilidad de acoger otro integrante.

Desde el primer momento me trataron como uno más. Tuve mi lugar en la mesa, me proporcionaron algunos vestidos evidentemente confeccionados por ellos mismos, pusieron elementos de limpieza a mi alcance.

La vida era perfectamente planificada desde el amanecer al anochecer según las necesidades del trabajo, que estaba distribuido con justicia entre todos los integrantes de la familia. No había peleas, nadie se quejaba, los niños aprendían de los mayores todo lo necesario para la vida cotidiana. Mi personalidad me ha hecho participar de algunas riñas en mi juventud, pero el mecanismo vital de estos seres limaba cualquier aspereza que pudiese dar lugar a una disputa.

No habían tenido guerras desde miles de años atrás, la misma palabra “guerra” no existe aunque puede evocarse el significado al referirse a la quita de malezas, a la limpieza de ciertos parásitos que anidan en los techos y circunstancias de ese tipo.

Anoté las peculiaridades de su cultura, que se van revelando en la convivencia. En líneas generales todo era conocido por el estudio previo, pero mi visión proporcionaba un registro para el futuro de situaciones vitales aún sin influencia de otra cultura como la nuestra.

Estos seres eran vegetarianos, aunque poseen colmillos que evidencian un remoto pasado en el que fueron carnívoros. Buena señal, pues tenemos mucha existencia de ganado pasible de ser comercializada. Su medicina es muy rudimentaria, y nosotros somos productores de un amplio abanico de medicamentos. Utilizan metal, pero los yacimientos son casi vírgenes. En suma, era un mercado inexplorado con gran potencial de intercambio.

Yo pertenezco al planeta tierra, donde mi especie inteligente en pleno estadio de formación logró exterminar a otros homínidos que pudiesen presentar batalla por territorio o alimentos. Poseemos una violencia que logró acortar considerablemente las etapas evolutivas, de sociedades primitivas como la de este planeta a una economía feroz de aprovechamiento extenso de recursos. Como en otros planetas, hubo un apocalipsis de guerras internas que acabó con la mayoría de las especies animales y vegetales, dejando relativamente pocos habitantes, un gran nivel tecnológico y la puerta abierta a ser contactados por otra especie inteligente para iniciar el comercio interestelar.

Mientras compartía la mesa de la granja con individuos serenos y afectuosos, imaginaba mi próximo trabajo, consistente en sembrar la semilla de la evolución social. Sería relativamente sencillo pero dadas las condiciones la germinación seguramente tomará más tiempo del estándar.

Según las características de cada especie tenemos diversos protocolos. Aquí la estabilidad se encuentra fundada en la homogeneidad de la cultura, la inexistencia de una religión dependiente de poderes centrales, la atomización de las sociedades en aldeas regidas por una democracia real, la naturaleza pacífica de los individuos. En suma, la absoluta falta de competencia que actúe de movilizador de la historia. Como en algunas antiguas sociedades de mi planeta, carecían de la noción de progreso adhiriendo a un pensamiento cíclico y circular ligado a las estaciones y las cosechas.

Tuve unos días de trabajo quitando malezas, algunas pequeñas felicidades en charlas breves e inocentes con criaturas atávicas, me distraje observando horizontes limpios y un cielo carente de tóxicos, puro y dilatado.

Uno se ablanda un poco y se suele sentir el impulso de dejar el planeta intocado y testigo de una era de la ingenuidad, pero tengo detrás toda una organización de la cual soy apenas una minúscula partícula, y mi plan de acción fue prefigurado de antemano.

Podía introducir la cápsula de veneno de muchas formas. En un equilibrio aparentemente tan firme un solo cambio inclina el plano y todo comienza a rodar y a entrechocarse.

Habría que provocar ese desequilibrio, y ello era posible introduciendo el concepto de progreso, avance con respecto a otros, superación de otras comunidades, recelo por estos otros, envidia de las condiciones distintas y mejores de esos otros, lucha por la consecución de esos bienes o forma de vida envidiable.

Tomé la comunidad que me acogió, les revelé que yo soy de otro planeta y les aseguré que mejoraría su existencia con conocimientos insospechados. En poco tiempo los convencí con algunos prototipos para encantar ingenuos, para lo cual debieron aprender a utilizar algunas herramientas, y para hacer esas herramientas debieron buscar materiales en otras regiones. Esos materiales, como minerales, se encontraban debajo de los cultivos de otras comunidades, por lo que debieron comerciar con ellos, compartir saberes, especializarse.

Sé que pronto surgirán las disputas por el precio de materiales, cosechas, saberes. Habrá escaramuzas, luego guerras, y en unos cuantos siglos el paisaje estará devastado, y las condiciones serán las adecuadas para entrar en el comercio intergaláctico. Los que queden ya no serán ingenuos y tendrán el anhelo de progresar infinitamente.

Miro el campo que ondula en pastizales, respiro el aire puro. Me llevo una imagen preapocalíptica, suspiro y vuelvo a mi nave.

 

 *De Mónica Russomanno. russomannomonica@hotmail.com

 

 

 

 






 

 

 

Ensoñación y realidad*

 

 

La propuesta narrativa en Solo humo, de Juan José Millás, es un homenaje al asombro de la infancia

 

 

*Por Alejandro Badillo.

 

Un tema fundamental en la literatura es la distinción entre la verdad y la ficción. Esta última, a menudo menospreciada como un entretenimiento vano o, incluso, una evasión de los problemas del mundo, es, en realidad, una compleja aproximación a nuestra experiencia como seres humanos. Para Juan José Saer, el gran escritor argentino, la ficción tiene la virtud de reflejar el caos de la vida en lugar de imitar los modelos racionales con los que intentamos, falazmente, entenderla. Por otro lado, la ficción nos lleva a asumir diferentes identidades mientras leemos un cuento, una obra de teatro o una novela. A partir del siglo XX y con el advenimiento de las vanguardias, el punto de vista estable del narrador omnisciente dio paso a una serie de experimentaciones que cuestionan no sólo quién narra sino quién lee.

Solo humo, la reciente novela del escritor español Juan José Millas (1946) se empeña, desde un inicio, en diluir la línea divisoria entre lo que sólo puede ocurrir en los cuentos y la lógica a la cual estamos acostumbrados. En lugar de buscar la experimentación formal, usa el esquema del clásico cuento de hadas para, desde ahí, interpelar al lector de nuestro tiempo. La historia, escasa en personajes, es rica en perspectivas que funcionan como inmersiones al mundo libresco que, en muchos pasajes, se vuelven la única realidad para los personajes. Solo humo empieza con el anuncio de una muerte: el padre de Carlos —ausente casi desde su nacimiento— sufre un accidente de motocicleta y fallece. A partir de este detonante, el hijo heredará no sólo su departamento sino una biblioteca que, lentamente, cambiará su percepción no sólo de su vida sino de las personas que rodearon la biografía de su padre. Los libros que encuentra Carlos pertenecen a la biblioteca que ahora es suya y entabla una relación —a pesar de que no se considera un gran lector— con los cuentos de los Hermanos Grimm, que fueron los últimos que leyó su padre. A partir de ahí —de manera literal— el protagonista entrará a las narraciones como una especie de fantasma y, en ese lugar turbio, encontrará a su padre muerto. Más allá del significado de este vínculo —nuestra existencia sobrevive en las huellas de lo que leemos—, Millás propone un juego de simetrías que afectan lo que ocurre en su vida “real”, la que conoce desde que nació, y que ahora parece una construcción imaginaria.

La brevedad de Solo humo hace que la evolución de los personajes ceda su lugar al asombro con el que enfrentan el juego de realidades que aparece cada vez que se abre un libro. Hay un elemento que Millás no desarrolla lo suficiente y que, a mi gusto, le pudo haber dado un toque macabro a su historia: el concepto del doble o doppelgänger que exploró, entre otros, Sigmund Freud. Tomás, después de la muerte de su padre, ocupa su lugar no sólo en el departamento que hereda sino con las relaciones que dejó inconclusas o bosquejadas en una novela que no pudo terminar. La parsimonia con la que el personaje asume el destino que se construye, de forma determinista, frente a sus ojos, hace que la incomodidad o la extrañeza amenazante —el terror de ser un impostor o de ser sustituido— no se aborde. Tal vez influya la prosa de Millás que se preocupa más por contar que por diseñar atmósferas que cuenten la historia de otra manera. Por esta razón, a pesar de estar ambientada en Madrid, la novela podría ocurrir en cualquier parte. Los personajes son, en este caso, reflejos del ciudadano global.

Solo humo es, de alguna forma, un largo cuento que funciona, exclusivamente, gracias a su final. Por eso tenemos la sensación de que Millás puso las cartas marcadas de antemano y las levanta en el momento justo para ir a una nueva capa de su anécdota que tendrá una nueva vuelta de tuerca. Quizá esto moleste a algunos lectores del libro, acostumbrados a las novelas comprometidas con la información y con el desarrollo psicológico de los personajes. En el cuento de hadas adaptado que nos ofrece el autor hay, es cierto, una nueva visita a los paradigmas narrativos que leímos desde niños: el rito de iniciación del héroe que, después de experimentar la derrota, aprende de sus errores y rompe el ciclo que lo lleva a la tragedia. Sin embargo, en Solo humo no hay villanos porque ese papel es jugado por las decisiones que toman los personajes y que pueden salvarlos o condenarlos.

La nueva novela de Millás —y en esta parte concuerdo con algunas reseñas del libro— es, a final de cuentas, un homenaje no sólo a las lecturas de formación, los cuentos infantiles que todos conocemos, sino a su valor como artefactos imaginativos que dicen mucho más que el papel que les ha asignado la cultura y la tradición. Robert Darnton, el gran especialista en bibliotecas y en el siglo XVIII francés, explora en un ensayo de su libro La gran matanza de gatos y otros episodios en la historia de la cultura francesa la metamorfosis que sufrieron los cuentos de hadas desde su origen a menudo incierto. El texto titulado “Los campesinos cuentan cuentos: el significado de Mamá Oca” describe con minuciosidad la génesis de narraciones como la de Caperucita roja o Hansel y Gretel, entre otras. Los habitantes del medievo o, incluso, de alguna época anterior, inventaron estas historias no como mero entretenimiento sino para aprovechar la capacidad que tiene la ficción de advertirnos de los peligros y de la fragilidad de nuestras vidas. Millás se une a este reto desde nuestro tiempo.

 

 

*Fuente: https://confabulario.eluniversal.com.mx/ensonacion-y-realidad/

 

-Alejandro Badillo. (Ciudad de México, 1977)

-Es autor de los libros de cuento: Ella sigue dormida

(Tierra Adentro), La herrumbre y las huellas (Eeyc), Vidas volátiles

 (BUAP), Tolvaneras (SC Puebla), El clan de los estetas (Universidad

Veracruzana. Premio Nacional de Narrativa Mariano Azuela) y las

novelas La mujer de los macacos (Libros Magenta) y Por una cabeza

(Premio Nacional de Novela Breve Amado Nervo).

Recientemente ha publicado:

 “La Habitación Amarilla” (cuentos) por Editorial BUAP. -2021-

 “Reconstrucción” (novela) Ediciones EyC. -2021-

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

CUADRATURA DE LA VÍA LÁCTEA*

 

 

Heme aquí, en pensamiento vivo.

En iteraciones de memoria.

No sé de qué arcano mundo vengo.

De que galaxia.

De cual reencarnación.

Cuadratura de la Vía láctea.

Un hombre me ha cubierto.

Me ha legado los ropajes de Safo.

Me ha colocado el traje de George Sand

Y fui hembra de llovizna temprana.

Y he gritado en la fosa de los muertos.

 

Me han tapado la boca con renacuajos muertos.

Con palabras de abismo.

Con voces de ventrílocuos locos

Han mutilado mi carpelo, mi semilla.

Han rapado mi larga e inacabable noche.

Poseidón cabalga en un caballo de agua.

Otro hombre me llega desde lejos.

Me ha vestido con perfume de lluvia.

De algas secretas en escondidas rocas.

Me ha llamado rosa, piedra, culebra.

Me ha sido impuesta su vara de Esculapio.

Me ha friccionado el cuerpo con hierbas milagrosas.

Ha quitado una a una las escamas de cristal de roca.

Me ha besado las terrenales cuencas.

Ha cortado de un tajo mis intangibles miedos.

Me desvistió por dentro.

Me ha dado lo negado.

No sé, aun, de que galaxia vengo.

De cual reencarnación.

Pero heme aquí vestida con flores de algodón.

Del Arca de Noé queda un potro oscuro.

Y lo abrazo con mis lenguas de fuego.

Y soy acequia. Aljibe. Regadío.

Frenesí de la noria. Frenesí.

 

*De Amelia Arellano.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

*

 

De este lado del viento

ya no hay ruido.

Hay un silencio blanco

como el de algunos sueños.

(todo sobreviviente

es rehén de su tormenta)

De este lado del viento

busco palabras

como de niña

buscaba piedras junto al mar.

 

*De Mariana Finochietto. mares.finochietto@gmail.com

 

- Mariana nació en General Belgrano, Provincia de Buenos Aires. Actualmente vive en City Bell.

-Publicó: Cuadernos de la breve ceguera (La Magdalena 2014).

Jardines, en coautoría con Raúl Feroglio (El Mensú, 2015)

La hija del pescador (La Magdalena, 2016).

Piedras de colores (Proyecto Hybris 2018).

El orden del agua, (GPU Ediciones 2019).

MADURA, (Editorial Sudestada 2021)

Quiero sacar la cabeza por la ventanilla de tu coche.

 (Halley ediciones 2022)

-Coordina Microversos, talleres de exploración literaria

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Por favor, pisa esa flor*

  

Se preguntó cómo es que tamaña cosa había pasado inadvertida. Pero las cosas realmente grandes suelen escaparse a los sentidos, ya que al ser tan enormes se salen del campo visual y enfocamos un detalle; los elefantes suelen ser invisibles por obvios, por inmanejables, porque verlos es demasiado doloroso, porque un problema de tal magnitud requiere una acción si lo traemos a lo real nombrándolo.

Cuando leyó el poema, ella y su hermana se habían reído, convinieron en que el chico tiene talento, lo consideraron original y alabaron a Roque por sus dotes literarias. El mismo chico les había entregado el texto entre otros, y después de un tiempo todo quedó en el olvido. Sin embargo, la señora lo guardó en el fondo de la memoria como esas señales que inconscientemente reconocemos y en el momento no podemos asir. Ahora, diez, doce años después, con la sonrisa agriada, de pronto le han venido a la cabeza los dos primeros versos “por favor, pisa esa flor/ necesito odiarte”. Intenta recordar el resto, pero sólo le llegan vagas ideas de que la voz del texto pide a alguien que haga cosas desagradables porque no puede soportar verlo tan feliz y adaptado; siente que esta persona sonriente y bella es, como todos los de su clase, un ser despreciable que debe ser odiado aunque no parezca haber hecho nada para merecerlo. Por lo tanto, pide varias veces con insistencia que haga algo horrible para merecer, por alguna acción visible, el odio que ya le pertenece sólo por ser cómo y lo que es.

Hace diez o doce años, cuando la señora leyó el poema junto con la madre, el significado de la poesía se diluyó por la forma graciosa en que estaba presentado. Era una broma.

Por favor, pisa esa flor, necesito odiarte. Y uno puede imaginar a quien desee en el rol del odiado; la beata, el maestro simpático pero irritante, el compañero perfecto, el político que se presenta besando niños. Por favor, pisa esa flor, necesito odiarte. Dame una razón para odiarte, rompé el jarrón para poder retarte, empújame para que se justifique mi golpe, lastímame para poder destrozar tu rostro. Que mi odio sea justo, ya que existe, y la verdadera razón no puede ser dicha. Tengo mi odio aquí en la mano y necesito colgarlo de alguna percha, es pesado, estorba, déjame que te lo cuelgue porque sos más fuerte que yo y vos lo vas a poder llevar. A vos te va bien, estás feliz, todo te marcha como sobre ruedas, sos un arcoíris naif, un dechado de virtudes, nada te cuesta, las frutas caen de los árboles a tus manos, en tu camino no crecen ortigas. Yo, que estoy donde llueve, donde hay ruido y hace frío, yo, que no soy como quisiera ni como vos querés que sea. Yo necesito odiarte, dame una razón, aunque sea ridícula o nimia.

Al costado de la calle crecen verbenas rojas, estrellitas de sangre recortadas en el verde. La señora va hacia la banquina porque se acerca un auto (en Rincón todos caminan por la calle), y evita cuidadosamente pisar las flores. Va pensando y sintiendo, acongojada y a la vez ausente. Se dice que no hay reparo que valga, en algún momento pisará una flor, toserá en un instante incorrecto, hará el comentario equivocado, y recibirá pleno y certero el odio de Roque.

En la casa con el alto eucaliptus en la puerta, la hermana ha quedado llorando. Nada hay que pueda consolarla, el hijo se ha ido y ella tiene la culpa. No se sabe bien por qué, pero ha quedado perfectamente claro que la madre de Roque tiene la culpa de todo y que jamás será perdonada.

La señora saca las llaves, abre el portón, verifica el estado de crecimiento de las rosas, el progreso de los brotes del naranjo, saca una ramita de tomillo que perfuma el aire, y entra a la cocina.

No tiene ánimo para hacer nada, no cree poder concentrarse en alguna película, así que pone música mientras sigue dando vueltas y vueltas la angustia de la hermana, el enojo del sobrino, palabras, sentimientos, posibles soluciones.

Afuera comienza a atardecer, el cielo se pone rojo, la luz amarillea antes de fundirse a negro.

Ha quedado en la oscuridad, las manos sobre los brazos del sillón, los pies inmóviles. Sólo sus pensamientos siguen girando, imposibles de advertir en esa quietud concentrada. El chillido de un murciélago en el jardín le da la orden de prender las luces. Se levanta con esfuerzo, la columna rígida, y sólo a medida que camina puede enderezar la espalda y recuperar el paso normal.

Toma el teléfono, escribe un mensaje para Roque. Lo envía. No importa lo que haya escrito, sabe que las palabras son simplemente signos sin significado porque no encontrarán el blanco, son flechas lanzadas al muro de piedra. Absurdo, se dice. Otra vez encuentra Roque quien pise una flor para él. Responder a su deseo es inevitable.

Esa noche, no obstante, no puede dormir. Cada vez que alguien nos odia, tenemos la sospecha de que puede tener razón al hacerlo, y es una ventaja que no aprovecha a nadie.

 

*De Mónica Russomanno. russomannomonica@hotmail.com

-Cuento de la serie de la Costa.

 

 

 

 

 

 




 

 

 

 

 

DEL RENCOR *

 

 

Lo que mata

no es

esto que sangra.

Es lo que aguanta

debajo de la herida,

eso que anda

subterráneo

por la carne,

pudriéndose.

 

*De Mariana Finochietto. mares.finochietto@gmail.com

 

 

 


 

 

 

 

 

 

 

 

 

APOCALYSE NOW*

  

Empezó como suelen empezar las cosas, con signos mínimos, insignificantes, casi invisibles. Una automotriz anunció que dejaba de fabricar su auto más vendido. Le siguieron otras.

Esto pasó muchas veces en la historia del capitalismo, es como una rutina naturalizada. Un producto que deja de generar dinero no se produce más.

El mundo, la inmensa fábrica y arsenal de mercancías tenía una industria clave: producir ese artefacto de cuatro ruedas que pudiera ser símbolo de status y quizás tener un valor de uso importante.

La nueva crisis, cuyo contagio no pudo ser aislado comenzó en un remoto país sudamericano.

Un periodista se detuvo al ver a una mujer de unos 70 años que golpeaba furiosa con un palo a un auto que le dejaron estacionado en la calle obturando la salida de su garaje. La mujer había hecho la lógica: llamar a la policía para denunciar que el auto estaba allí. La policía le contesto que esa patente no tenía denuncias de robo. Era un auto sin pedido de captura, sin denuncias, un abandono sin explicación.

Luego de varias llamadas un gentil oficial Kurtz le explicó que "de la nada" los abandonos de autos se habían multiplicado.

Ahora el mundo será “un caracol que se arrastra por el filo de una navaja de afeitar”.

Eran autos impulsados a combustible fósil. Aunque los vehículos con motores eléctricos tampoco podían ser utilizados por la cíclica falta de energía en extensas zonas.

La crisis económica de ese país había empezado con aumentos descontrolados de precios.

Las personas abandonaban sus autos al terminarse el combustible. No les importaba ninguna consecuencia como la pérdida de un valor. Algunos más conservadores dejaban sus autos en sus jardines. Allí con el paso del tiempo eran cubiertos por plantas. Las flores cubrían en primavera las manchas de óxido. Los cementerios de autos crecían. La crisis fue contagiando al modo de producción de un modo ilógico e inexplicable.

Un profeta había anunciado el retroceso a una época de carretas tiradas por bueyes.

 

*De Eduardo Francisco Coiro. inventivasocial@hotmail.com

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

*

 

Es necesario, creo, tomar distancia ante la propia interpretación del mundo.

 

*De Liliana Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com

 

 

 

 

 

 

 

Inventren

https://inventren.blogspot.com.ar/

 

 

 

 

 

KronoX*

 

Las generaciones futuras no recordarán mi nombre (y en el fondo, quizá sea mejor así), pero yo inventé una máquina del tiempo (a esta altura, utilizar el artículo la sería –probablemente- inexacto. Y algo pedante por mi parte). Por otra parte, esta denominación –máquina del tiempo- quizá tampoco sea del todo correcta. El lector juzgará una vez conozca los hechos. Sin más preámbulos, procedo a relatar la historia.

Mi pretensión, en pocas palabras, era crear un nuevo software, capaz de recrear el pasado y actuar sobre él. Sólo virtualmente, claro (o eso me decía a mí mismo, pero la esperanza, esa maldita…). Tardé años en definirlo, en atreverme a postular una ecuación irresoluble. En el transcurso de mis investigaciones hubo altibajos. Tan pronto creía haber hecho un descubrimiento asombroso, como me abandonaba a la desesperación por no sentirme preparado para llevar a cabo tan magna empresa. Una de esas veces, en medio de la fiebre nocturna, producto, sin duda, de una indigestión, soñé o imaginé que el viaje podría ser real y tener lugar en un único sentido –al pasado- y sólo una vez. Es decir: sin regreso.

Al día siguiente, sin embargo, no me atreví a reírme de tal disparate. Algo había en mi planteamiento –algo que no era capaz de recordar y, no obstante, me corroía por dentro. Aun así, no quise pensar más en ello: Tener una única oportunidad me pareció estadísticamente arriesgado. Ese fue un inconveniente que no supe solventar en la vigilia. El desánimo de esas horas posteriores estuvo cerca de hacerme desistir. Luego, pensé que no tenía derecho a renunciar. Tal vez con base en mi proyecto, me dije, alguien conseguiría solucionar ese defecto formal. (Entonces era joven e irresponsable. Lo sé ahora. Sólo descubrimos eso cuando ya es tarde. Un motivo más para implicarse en la invención de mi máquina).

Pero la amargura no desapareció. Durante unos meses, el vodka y los antidepresivos fueron mis más cercanos compañeros. Con ayuda de una mujer cuyo nombre y rostro (me avergüenza confesarlo) se mezclan en mi memoria con otros muchos nombres y rostros, de otras muchas mujeres, todas ellas memorables sin duda, conseguí salir de ese vil estado y retomar mi trabajo.

Comento ahora otro punto sobre el que medité mucho: El ser humano es capaz de darle un mal uso al mejor de los inventos, es sabido. La Historia lo atestigua sobradamente. ¿Debería eso detenerme? La respuesta lógica, racional (más aún si lo pienso ahora, cuando ya nada tiene remedio), hubiera sido: SÍ. Pero el deseo del inventor es impermeable a razones que le alejen de su objetivo. De nada sirve pensar en Hiroshima.

Así pues, emprendí la tarea. Fueron años de caos, esfuerzo, dedicación, fiebre, noches en vela, soledad (porque hube de alejarme de todo cuanto pudiese distraerme de mi meta), multitud de preguntas cuya respuesta sabía informulable, fracasos, depresión y cansancio. Pero lo logré.

Antes de continuar escribiendo este relato de los hechos –o cualquier otro, en cualquier otro lugar-, debería hablarles de la máquina, detallar su funcionamiento, explicar las fases de su construcción… Pero no lo haré. No sé si esta omisión es una especie de escudo ante mi mala conciencia, aunque de sobra sé –ahora- que nada me justifica. Esta narración sólo es informativa. Ni espero ni deseo ser perdonado o comprendido. El perdón o incluso la tolerancia ante mis actos, lo confieso, me parecería injusta.

Voy pues, a los hechos: El día señalado llegó. El momento definitivo –eso creía yo en mi ingenuidad. Me coloqué el casco, programé una fecha y un lugar y presioné el botón Play.

Ese instante se eternizó. Cerré los ojos, asustado, esperanzado, ansioso. Muchas imágenes pasaron por mi cabeza. Muchas posibilidades entrecruzándose, como trenes en la estación de una metrópoli. Respiré hondo y abrí los ojos.

Había funcionado.

Estaba en el lugar y tiempo programados. Con precisión cronométrica. Para esta primera prueba, es obvio, había buscado una fecha lo más próxima posible y un lugar conocido: El día de ayer, en mi taller. En la pared oriental, el reloj marcaba la hora exacta que yo había previsto. Podía moverme, tocar los objetos (el tacto de la mesa me resultó extraño, como si en lugar de madera se tratase de plástico o algún material sintético), oír los sonidos provenientes de afuera. También sentía los diferentes olores. Sopesé tomar un trago de agua; la botella estaba ahí, sobre la nevera. Pero no me atreví. El deseo fue más débil que el miedo. No sabía qué podría ocurrir (Durante la ejecución del programa, uno no es consciente de estar viviendo una simulación. Esa agua, para mí, era real. Pensé que beber de ella podría acarrearme algún efecto secundario indeseado). Sólo fue un acto instintivo, irracional. Seguí moviéndome por la sala. Reconociendo los objetos. Algunos de ellos estaban marcados (para comprobar si la simulación funcionaba, había señalado con tiza roja algunas cosas y luego las había cambiado de sitio) y ocupaban el lugar donde ayer mismo habían estado. Lo maravilloso era la sensación de realidad. Me asomé a la ventanita y pude contemplar el paisaje ya conocido, sólo un poco ensombrecido por las nubes (ayer estuvo nublado todo el día, aunque no llovió), pero tan nítido como en cualquier otro momento. Después de un rato dando vueltas por toda la habitación, satisfecho y moderadamente feliz, decidí regresar (por así decirlo).

Me quité el casco, abrí los ojos. Fui a la nevera y descorché la botella de champán. Es triste beber solo, ya se dijo. Pero me sentía eufórico. A la embriaguez por el descubrimiento, se unió la otra, más concreta: la etílica. Terminé tirado en el sofá, en una posición ridícula e incómoda. En medio de la exaltación y las burbujas, yo tenía un algo removiéndose en mis entrañas y no sabía qué. Lo achaqué a la emoción del momento y me dormí, entreviendo con detalle una sala de variedades parisina que jamás había visitado.

Repetí el experimento varias veces, siempre satisfactoriamente. Al principio fueron “viajes” (los llamo así porque no se me ocurre otra manera mejor) cortos: Unos pocos días atrás, lugares cercanos. Como si esa prudencia fuese necesaria. Como temiendo perderme y previniendo ese azar mediante la proximidad geográfica y temporal. Poco a poco, previsiblemente, extendí el campo de mi experimento. Quise ir cada vez más lejos, tanto en el espacio como en el tiempo. Visité (¿de qué otro modo llamarlo?) Rosario a finales del siglo XX, cuando el Museo de Arte Contemporáneo todavía no estaba ahí. Cuanto más lejos iba, más extraña era la sensación que experimentaba dentro de esa realidad virtual. Cada una de estas recreaciones era como una victoria. ¿Una victoria sobre el tiempo? Creo que mi vanidad no era tanta. Más bien me sentía un jugador inmerso en una partida que no terminaba de comprender. Y ganaba siempre. Embriagado por el éxito, me planteé retos cada vez más difíciles. Fui a Mendoza meses antes de la construcción del Arco del Desaguadero. Y en efecto, no estaba. A Buenos Aires hacia finales del siglo XIX, cuando aún no existía la Avenida de Mayo.

Yo esperaba que, al irme alejando en el tiempo, y teniendo en cuenta que los datos suministrados al programa eran, en muchos casos, fotos en sepia y documentos sacados de archivos municipales, no del todo bien administrados –es el caso decirlo-, los objetos, los lugares, irían perdiendo nitidez. Es decir: Se verían como en esas fotos y esas descripciones. Pero (esto debió alertarme) no era así en absoluto. Todo era como debió ser en realidad. Algunos edificios, algunas esculturas, hoy corroídos por la erosión implacable, se veían nuevos, radiantes, en la recreación. Mi juguete cada vez me emocionaba más.

Una tarde de 1876 me encontré paseando por Barcelona. La Sagrada Familia aún era un proyecto en la mente del gran Gaudí. También me aventuré en París, en New York, en Londres, siempre buscando fechas anteriores a la construcción de edificios o monumentos emblemáticos, sólo por el placer de ver cómo fue aquello antes de ser como es ahora (si es que aún puedo pronunciar la palabra ahora sin cometer un terrible anacronismo). Mi ambición me llevó a Granada en el siglo XII, Pisa en el XI y hasta la China anterior a la Gran Muralla. Me sentí colmado. Salí del taller y me di cuenta de que llevaba allí encerrado más de un mes, comiendo mal y durmiendo peor. Pero era feliz.

Decidí dejar de lado mi pasatiempo, al menos durante unas semanas. Ver a unos pocos amigos, salir con una mujer, distraerme. Fue en vano: Dos días más tarde estaba de nuevo sentado en el sillón de terciopelo rojo, con el casco en mi cabeza y viviendo momentos de otro siglo y otro lugar. Me había vuelto un adicto.

Entonces recordé –cegado por la euforia, había llegado a perder de vista el objetivo principal- el motivo que me empujó a emprender este proyecto.

Los hechos capitales en la vida de todo ser humano son pocos. El descubrimiento del amor, la primera visión del mar, la pérdida de un ser querido, un éxito de tipo deportivo o social… En la mía, el hecho trascendental fue una despedida. Ocurrió en el año 1960, en la estación José Ramón Sojo, cerca de Saladillo, en la provincia de Buenos Aires. Era invierno o así lo he recordado siempre. Ahora ya no sé qué pensar. Ni sé si invierno y verano son conceptos diferentes. Ella (una mujer, sí; no podía ser de otro modo. Ya lo dijo Aristóteles) se llamaba Natalia y durante los cuatro años anteriores a ese momento crucial había ocupado cada minuto de mi vida y también de mis pensamientos. Por ello, su marcha me resultó inconcebible. Como un mal sueño del que muy pronto iba a despertar. Desde entonces habían transcurrido más de cuarenta años y la pesadilla continuaba.

Otro, tal vez, se hubiese abandonado a la locura. Yo, en cambio, diseñé una máquina para reparar ese instante del pasado. Si se mira bien, quizá ambas cosas vengan a ser equivalentes, después de todo. Ese fue, es preciso contarlo –por más que la vergüenza me oprima al confesarlo-, el único objetivo de mi invención.

Al pensar con espíritu crítico en ese olvido, no me fue difícil llegar a la conclusión obvia: No es que hubiese olvidado el porqué del experimento. Simplemente, había ido posponiendo el viaje importante. Por miedo, sin duda. Tememos enfrentarnos a nuestros más fervientes deseos, casi tanto como desafiar a nuestras fobias crónicas. Mientras visitaba otras ciudades y otras épocas remotas, mientras me maravillaba ante la visión de lugares que ningún otro ser humano vivo había podido contemplar, ese invierno de 1960 y esa estación casi jubilada (un año después –si la palabra año todavía significa algo para mí- dejó de utilizarse) estaban siempre ahí, esperándome. Como la musiquilla pertinaz que siempre retorna y nos acompaña, sin que acertemos a recordar dónde la oímos o a que hecho va asociada.

La partida de Natalia fue más dolorosa porque me quedó la sensación de haber podido hacer algo para evitarla. No pensé entonces (lo repito, era joven, era inexperto) que tal vez se fue solamente porque ya no encontraba ningún aliciente en nuestra relación. Más bien creí que todo fue culpa mía y, de haber actuado de otro modo, las cosas se hubieran arreglado y la tan amarga separación nunca hubiese tenido lugar. Por eso, debía volver. Para saber. Siempre queremos saber, encontrar una respuesta, aun cuando sepamos que ésta no va a ser satisfactoria. Me obsesioné con esa idea en el pasado. Después no sé. Quizá simplemente actuaba por inercia. O por obstinación.

Había llegado, pues, el momento: Con ansiedad, con temor, introduje la fecha y las coordenadas de la estación. Pulsé el botón. Esperé. Abrí los ojos. Natalia estaba a pocos pasos, mirándome, como extrañada.

Sentí que estaba de nuevo allí. Reviviendo –en toda su magnitud- el momento atroz de la despedida. Me acerqué a ella, pronuncié algunas palabras –imposible recordar cuáles desde este presente borroso, si presente es la palabra, si recordar es el verbo-. Ella –igual que entonces- meneó la cabeza a izquierda y derecha un par de veces. En sus ojos se apreciaba el dolor producido por esa negativa inevitable. Regresé. Abatido, con el peso de los muchos años transcurridos oprimiendo mi corazón. Desolado. Bebí, dormí. Después amaneció y volví a intentarlo. El resultado fue idéntico. Aplaqué mi decepción con otros viajes, pero cada mañana volvía a ese invierno, a esa estación, a Natalia negando, al tren moviéndose, lento, sobre las vías, iniciando el viaje sin retorno.

El dolor por esa separación multiplicada, no me dejó ver, al principio, otro detalle más atroz. En alguna parte había leído que todo acto conlleva consecuencias que ni alcanzamos a sospechar. Yo había actuado, sin saberlo, de forma imprudente. Pronto iba a darme cuenta.

El primer indicio me causó perplejidad. Fue en una cafetería, a media tarde. Estaba leyendo el periódico cuando mis ojos se posaron en una imagen: Era París y el lugar de la Torre Eiffel estaba ocupado por un edificio de ladrillo claro. Alrededor todo tenía unos colores mortecinos. Parpadeé un par de veces, incrédulo. Examiné la foto con atención. No había dudas: Ése era el sitio de la Torre y no estaba. Supuse que se trataba de una imagen trucada; ahora todo el mundo maneja programas de retoque fotográfico. Pero ¿en el diario? No me quedó otra que leer todo el artículo, para averiguar el motivo de esa usurpación. En vano. No había allí la menor explicación. Me encogí de hombros. Ni siquiera me dio por pensar que yo tuviese algo que ver con tal misterio.

Unos días más tarde, escuché una conversación en el metro. Eran dos hombres y hablaban en voz muy alta; era imposible sustraerse a sus palabras. Todo el vagón fue testigo de la discusión. Ésta versaba sobre política y en ella se mencionaba el nombre de algunos dirigentes de países vecinos. No reconocí ni uno solo. Tampoco esto me pareció relevante, porque no suelo prestar mucha atención a las noticias relacionadas con asuntos políticos. No era extraña mi ignorancia acerca de tales nombres. Pero mentiría si afirmase que ese desconocimiento no me causó cierto desasosiego. Podría ser simple desidia, pero tal vez otra cosa. En mi estómago se cocía una verdad que no estaba dispuesto a admitir sin resistencia.

El hecho definitivo, el que me abocó a esta sinrazón que hoy es mi vida, fue algo en apariencia trivial: Marqué el número de mi amigo Celso, a quien llevaba tiempo sin ver, y una voz agria me respondió que no había allí nadie con ese nombre. Revisé mi agenda. Volví a marcar, uno a uno, los números allí anotados. Con sumo cuidado, para no equivocarme. La misma voz. Esta vez acompañó la negativa con un insulto. Desistí. Conjeturé un cambio de número, nada más lógico. Llamé a información telefónica y pregunté: Nadie así llamado tenía vinculado un número de teléfono en toda la ciudad, ni siquiera en la provincia. ¿Deseaba consultar la guía nacional?, me preguntaron. En otras circunstancias, me hubiese mostrado irónico y dudado de la eficiencia del operador que me suministró la información, tal vez hubiera insistido o vuelto a llamar, por ver si esta vez daba con un telefonista más eficaz. Pero de pronto, la verdad me explotó en pleno rostro: En mi ventana, el paisaje no era el de siempre. No supe precisar qué era, pero no hizo falta: Algo no era igual, algo había cambiado. Las imágenes, las palabras, se agolparon en mi cabeza. Esta realidad ¡cómo admitirlo! era otra.

Salí a la calle, poseído por la fiebre. A causa de mi despiste, no me había dado cuenta antes, pero era cierto. Nada estaba en su lugar. Me pregunté cómo, cuándo, qué… pero ni siquiera atinaba a formular las preguntas. Todo era demasiado inverosímil. Un tipo que no reconocí me dio un abrazo en la entrada a un pasaje que nunca había visto. En un cine daban Terciopelo azul, pero en los carteles, el director no era David Lynch. Recorrí la ciudad hasta el cansancio. Quizá era sólo eso lo que buscaba: Agotarme hasta caer rendido, evitando así el caos reinante en mi mente.

Caminé y bebí. Hice preguntas estúpidas, sólo para comprobar que las respuestas no eran las ya conocidas por mí. En algún momento quise creer que todo era un complot de mis conciudadanos para volverme loco. Llegué a casa - ¿De verdad podía aún llamar casa a algún lugar? - y me dejé caer en el sofá.

La frontera entre el mundo virtual y el llamado, tal vez erróneamente, real, es más fina de lo que jamás hubiésemos sospechado. Sabemos que son posibles múltiples mundos virtuales, por así llamarlos. Pero nunca imaginamos que pudiesen combinarse o invadir el mundo real. Yo ¡irresponsable! lo había hecho. Al despertar lo vi claro. Cada recreación erigía una nueva realidad -o una nueva ficción, ahora ambos términos vienen a ser sinónimos- y yo iba saltando de una a otra sin percibirlo. Me pregunté si en verdad estaba mirando el río desde mi ventana o permanecía sentado en el sillón, con el casco puesto y buscando una salida.

Desde entonces –y ahora la palabra entonces ha perdido su significado, lo mismo que la palabra ahora- vivo recreando esa escena ocurrida en la estación, sin impaciencia, porque la verdad desplegada ante mis ojos –la coexistencia de múltiples vidas (o reflejos)-, me dice que hay una esperanza. Y sueño con Natalia cambiando ese gesto de negación. Sueño su sonrisa y su mano aferrando la mía, sus palabras diciendo que todo es aún posible, sueño ese tren partiendo sin ella…

Sólo una cosa me inquieta: Si eso llega a suceder, ¿Tendrá esa Natalia algo que ver con la original? ¿Será la misma de quien tanto tiempo estuve enamorado? Y yo mismo: ¿Quién soy? ¿De dónde vengo? ¿Soy acaso aquel que sufrió la decepción y el abandono? ¿El autor de estas líneas? ¿La misma persona que proyectó la máquina? ¿O sólo el fantasma de alguien, vagando por dimensiones infinitas y haciéndose preguntas sin respuesta?

 

 *De Sergio Borao Llop. sbllop@gmail.com

 

 

 

 

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