*Foto de Noelia Ceballos. @noe_ce_arte
Los
Futuros*
I
Vendrán palabras suaves,
llantos como palomas grises,
sueños que aletearán
como giran los mundos.
Vendrán lentas palabras
perdidas en la lluvia,
remolinos incruentos,
bálsamos en el aire.
Y ya no habrá dolor,
sino tierra cayendo,
un fino sedimento,
un feliz pedregullo.
No más vivir
con el dolor a cuestas,
con la callada muerte
dando sustos.
II
Vendrá otra vez el mar
como una inmensa madre
a reclamarnos.
Vendrá la espuma
como leche del mundo
y nos dirá: regresa.
Seremos otra vez
millones de moluscos
nadando en una noche igual
a la que viste en sueños,
moluscos ciegos en el agua tibia,
insomnes y desnudos,
gráciles y blandos.
Regresarán las aguas
por lo suyo. Dirán:
te di la vida y te la quito.
Y volaremos
como un único grito hacia la nada,
como bocas sin cuerpo
a mamar de ese pecho,
esa pústula herida,
esa pura fuente inagotable.
III
Vendrán máquinas tristes,
sensibles, compasivas;
a preguntar por ti;
por tus sueños perdidos,
por tu alegre desgano.
Artilugios inquietos,
perspicaces, devotos:
tolerarán mentiras en silencio,
escribirán poemas en las tardes
como quien habla con la lluvia,
mansos.
Vendrán juguetes cínicos,
tenaces, decisivos,
para hurgar en tu vida,
infalibles, urgentes.
Desecharán tus frases ampulosas,
tu balbuceo derretido.
Se reirán de ti
con un humor
que ya no entenderás.
Y ya jamás reunir
desperdigadas partes,
exhibición e intimidad:
truncados mecanismos
de una danza nostálgica,
repetitiva, última.
*De Gerardo
Lewin. gerardo.lewin@gmail.com
(Buenos Aires, 1955)
*
Somos eso que dejamos
luego de cada
movimiento,
un hueco,
el vacío,
una herida en el
viento.
Yo quiero ir rápido y
latir,
llenar de mí cada
espacio abandonado
detrás de mí
Que el latido sea tan
rotundo
que persista
y no me deje irme
*De Marcela
Lokdos.
PROTOCOLO
DE PROGRESO*
La llegada a ese planeta fue como siempre,
primero la observación desde lejos, la preparación del informe, la espera de
las evaluaciones, toda la burocracia que se pone en marcha en cada ocasión en
que contactamos un ambiente propicio para la vida.
Hemos descubierto bastantes planetas
habitados a lo largo de los siglos, pocos con vida y un escasísimo número de
civilizaciones. Por esto es que no fue indiferente la noticia de que en éste no
solamente hay vida inteligente sino organizada.
La primera observación fue que los seres
inteligentes se encontraban en todo el planeta en el mismo estadio de
evolución, compartían una cultura común y no se observaban conflictos en
ninguna de las regiones. La homogeneidad era lo más destacado y sorprendente,
algo que hasta ahora no tiene paralelo en ningún otro de los planetas
conocidos.
Antes de realizar contacto y siguiendo el
protocolo se fue elaborando un informe completo en todos los aspectos, desde la
conformación mineral y geológica del planeta a una detallada y enciclopédica
descripción de fauna y vegetación, dejando para la culminación el estudio de
los seres inteligentes con su lenguaje, arte, historia, saberes de todo tipo.
Es en esta etapa final en la que fui
enviado para hacer contacto.
Estuve orbitando un largo tiempo mientras
me familiarizaba con vocablos, pronunciación y gestos. Fui escogido entre otras
causas debido a que mi raza es la más parecida a esta. Soy un poco más oscuro y
la distancia entre los ojos es diferente, pero en general puedo pasar por uno
de ellos que hubiese tenido alguna deformación de nacimiento.
Cuando bajé a la superficie escogí una zona
que para ellos es fría pero que para mi percepción de la temperatura es la más
benigna, y con suplementos médicos logré compensar el oxígeno.
A los primeros días los pasé en una zona rural, aclimatándome y acostumbrando mis músculos a la gravedad. Ya conocía bastante bien sus costumbres y llevo por supuesto un sistema de ordenador incorporado que me proporciona la información que pueda requerir.
El primer contacto en la campiña fue con un
hombre que pasó llevando leña y me miró con el rabillo del ojo, como se observa
disimuladamente a los minusválidos o a los seres de otra raza. Nos saludamos
cortésmente y me dirigí al poblado.
La evolución de estas gentes se encontraba
en el estadio de vida campesina, con granjas y pequeños pueblos donde se
agrupaban los artesanos y se realizaba la actividad política. No había ciudades
ni un centro mundial, sólo poblados rodeados de establecimientos rurales, y la
misma extendida cultura. Lo más inexplicable es que esta etapa de su
civilización abarcase todo el planeta, y durase milenios.
Nuestras investigaciones previas habían
demostrado que la cultura única se había formado hacía miles de años (tiempo
terrestre) y desde entonces no había sufrido ningún cambio significativo. Esto
era intrigante, ya que no habíamos hallado algo similar en ninguna galaxia.
Me presenté en el pueblo en un comercio de
insumos, saludé al dueño en la forma ceremonial y le pregunté si había trabajo
para un hombre saludable. Se conmocionó visiblemente, y con muestras de respeto
inquirió el porqué de mi necesidad de trabajo, el porqué de mi soledad, como
quien sabe que responder será doloroso, y ya excusándose con el gesto. Le mentí
un incendio en la granja de mis padres y expuse la historia ya preparada para
integrarme en la comunidad.
La enorme pena que le provocó el que yo
hubiese quedado solo me conmovió. Son unos seres muy emotivos y para ellos,
profundamente gregarios, la desgracia que se había abatido sobre mí era
inimaginable.
Me mostré afectado. Atento a mis
sentimientos, no me interrogó más y me indicó una granja donde podrían
adoptarme.
Puede parecer inútil, pero estas
observaciones de campo son parte del protocolo de acercamiento a las
civilizaciones descubiertas. Es posible que este paso se obvie en el futuro,
pues algunos sociólogos han muerto o sufrido violencia en algunas misiones, y
los científicos últimamente no tienen demasiado en cuenta nuestros relatos,
pero yo disfruté de ser el primero en pisar suelo virgen.
Después de llegar a la granja y llamar a la
puerta hube de esperar a ser atendido por el padre. La organización es familiar
con una cabeza masculina que funciona como consejero, patrón, educador y
sacerdote de dioses lares. A veces conviven dos o más familias, pero el varón
principal es el mayor en edad y toma a su cargo a los hermanos con sus hembras
y sus hijos.
En esta granja había solamente un grupo
familiar, por lo que contaban con habitaciones vacías y la posibilidad de
acoger otro integrante.
Desde el primer momento me trataron como
uno más. Tuve mi lugar en la mesa, me proporcionaron algunos vestidos
evidentemente confeccionados por ellos mismos, pusieron elementos de limpieza a
mi alcance.
La vida era perfectamente planificada desde
el amanecer al anochecer según las necesidades del trabajo, que estaba
distribuido con justicia entre todos los integrantes de la familia. No había
peleas, nadie se quejaba, los niños aprendían de los mayores todo lo necesario
para la vida cotidiana. Mi personalidad me ha hecho participar de algunas riñas
en mi juventud, pero el mecanismo vital de estos seres limaba cualquier
aspereza que pudiese dar lugar a una disputa.
No habían tenido guerras desde miles de
años atrás, la misma palabra “guerra” no existe aunque puede evocarse el
significado al referirse a la quita de malezas, a la limpieza de ciertos
parásitos que anidan en los techos y circunstancias de ese tipo.
Anoté las peculiaridades de su cultura, que
se van revelando en la convivencia. En líneas generales todo era conocido por
el estudio previo, pero mi visión proporcionaba un registro para el futuro de
situaciones vitales aún sin influencia de otra cultura como la nuestra.
Estos seres eran vegetarianos, aunque
poseen colmillos que evidencian un remoto pasado en el que fueron carnívoros.
Buena señal, pues tenemos mucha existencia de ganado pasible de ser
comercializada. Su medicina es muy rudimentaria, y nosotros somos productores
de un amplio abanico de medicamentos. Utilizan metal, pero los yacimientos son
casi vírgenes. En suma, era un mercado inexplorado con gran potencial de
intercambio.
Yo pertenezco al planeta tierra, donde mi
especie inteligente en pleno estadio de formación logró exterminar a otros
homínidos que pudiesen presentar batalla por territorio o alimentos. Poseemos
una violencia que logró acortar considerablemente las etapas evolutivas, de
sociedades primitivas como la de este planeta a una economía feroz de
aprovechamiento extenso de recursos. Como en otros planetas, hubo un
apocalipsis de guerras internas que acabó con la mayoría de las especies
animales y vegetales, dejando relativamente pocos habitantes, un gran nivel
tecnológico y la puerta abierta a ser contactados por otra especie inteligente
para iniciar el comercio interestelar.
Mientras compartía la mesa de la granja con
individuos serenos y afectuosos, imaginaba mi próximo trabajo, consistente en
sembrar la semilla de la evolución social. Sería relativamente sencillo pero
dadas las condiciones la germinación seguramente tomará más tiempo del
estándar.
Según las características de cada especie
tenemos diversos protocolos. Aquí la estabilidad se encuentra fundada en la
homogeneidad de la cultura, la inexistencia de una religión dependiente de
poderes centrales, la atomización de las sociedades en aldeas regidas por una
democracia real, la naturaleza pacífica de los individuos. En suma, la absoluta
falta de competencia que actúe de movilizador de la historia. Como en algunas
antiguas sociedades de mi planeta, carecían de la noción de progreso adhiriendo
a un pensamiento cíclico y circular ligado a las estaciones y las cosechas.
Tuve unos días de trabajo quitando malezas,
algunas pequeñas felicidades en charlas breves e inocentes con criaturas
atávicas, me distraje observando horizontes limpios y un cielo carente de
tóxicos, puro y dilatado.
Uno se ablanda un poco y se suele sentir el
impulso de dejar el planeta intocado y testigo de una era de la ingenuidad,
pero tengo detrás toda una organización de la cual soy apenas una minúscula
partícula, y mi plan de acción fue prefigurado de antemano.
Podía introducir la cápsula de veneno de
muchas formas. En un equilibrio aparentemente tan firme un solo cambio inclina
el plano y todo comienza a rodar y a entrechocarse.
Habría que provocar ese desequilibrio, y
ello era posible introduciendo el concepto de progreso, avance con respecto a
otros, superación de otras comunidades, recelo por estos otros, envidia de las
condiciones distintas y mejores de esos otros, lucha por la consecución de esos
bienes o forma de vida envidiable.
Tomé la comunidad que me acogió, les revelé
que yo soy de otro planeta y les aseguré que mejoraría su existencia con conocimientos
insospechados. En poco tiempo los convencí con algunos prototipos para encantar
ingenuos, para lo cual debieron aprender a utilizar algunas herramientas, y
para hacer esas herramientas debieron buscar materiales en otras regiones. Esos
materiales, como minerales, se encontraban debajo de los cultivos de otras
comunidades, por lo que debieron comerciar con ellos, compartir saberes,
especializarse.
Sé que pronto surgirán las disputas por el
precio de materiales, cosechas, saberes. Habrá escaramuzas, luego guerras, y en
unos cuantos siglos el paisaje estará devastado, y las condiciones serán las
adecuadas para entrar en el comercio intergaláctico. Los que queden ya no serán
ingenuos y tendrán el anhelo de progresar infinitamente.
Miro el campo que ondula en pastizales,
respiro el aire puro. Me llevo una imagen preapocalíptica, suspiro y vuelvo a
mi nave.
*De Mónica Russomanno.
russomannomonica@hotmail.com
Ensoñación y realidad*
La propuesta narrativa
en Solo humo, de Juan José Millás,
es un homenaje al asombro de la infancia
*Por Alejandro
Badillo.
Un tema fundamental en la literatura es la
distinción entre la verdad y la ficción. Esta última, a menudo menospreciada
como un entretenimiento vano o, incluso, una evasión de los problemas del
mundo, es, en realidad, una compleja aproximación a nuestra experiencia como
seres humanos. Para Juan José Saer,
el gran escritor argentino, la ficción tiene la virtud de reflejar el caos de
la vida en lugar de imitar los modelos racionales con los que intentamos,
falazmente, entenderla. Por otro lado, la ficción nos lleva a asumir diferentes
identidades mientras leemos un cuento, una obra de teatro o una novela. A
partir del siglo XX y con el advenimiento de las vanguardias, el punto de vista
estable del narrador omnisciente dio paso a una serie de experimentaciones que
cuestionan no sólo quién narra sino quién lee.
Solo humo, la reciente novela del escritor español Juan José Millas (1946) se empeña, desde
un inicio, en diluir la línea divisoria entre lo que sólo puede ocurrir en los
cuentos y la lógica a la cual estamos acostumbrados. En lugar de buscar la
experimentación formal, usa el esquema del clásico cuento de hadas para, desde
ahí, interpelar al lector de nuestro tiempo. La historia, escasa en personajes,
es rica en perspectivas que funcionan como inmersiones al mundo libresco que,
en muchos pasajes, se vuelven la única realidad para los personajes. Solo humo
empieza con el anuncio de una muerte: el padre de Carlos —ausente casi desde su
nacimiento— sufre un accidente de motocicleta y fallece. A partir de este
detonante, el hijo heredará no sólo su departamento sino una biblioteca que,
lentamente, cambiará su percepción no sólo de su vida sino de las personas que
rodearon la biografía de su padre. Los libros que encuentra Carlos pertenecen a
la biblioteca que ahora es suya y entabla una relación —a pesar de que no se
considera un gran lector— con los cuentos de los Hermanos Grimm, que fueron los
últimos que leyó su padre. A partir de ahí —de manera literal— el protagonista
entrará a las narraciones como una especie de fantasma y, en ese lugar turbio,
encontrará a su padre muerto. Más allá del significado de este vínculo —nuestra
existencia sobrevive en las huellas de lo que leemos—, Millás propone un juego
de simetrías que afectan lo que ocurre en su vida “real”, la que conoce desde
que nació, y que ahora parece una construcción imaginaria.
La brevedad de Solo humo hace que la evolución de los personajes ceda su lugar al
asombro con el que enfrentan el juego de realidades que aparece cada vez que se
abre un libro. Hay un elemento que Millás no desarrolla lo suficiente y que, a
mi gusto, le pudo haber dado un toque macabro a su historia: el concepto del
doble o doppelgänger que exploró, entre otros, Sigmund Freud. Tomás, después de la muerte de su padre, ocupa su
lugar no sólo en el departamento que hereda sino con las relaciones que dejó
inconclusas o bosquejadas en una novela que no pudo terminar. La parsimonia con
la que el personaje asume el destino que se construye, de forma determinista,
frente a sus ojos, hace que la incomodidad o la extrañeza amenazante —el terror
de ser un impostor o de ser sustituido— no se aborde. Tal vez influya la prosa
de Millás que se preocupa más por contar que por diseñar atmósferas que cuenten
la historia de otra manera. Por esta razón, a pesar de estar ambientada en
Madrid, la novela podría ocurrir en cualquier parte. Los personajes son, en
este caso, reflejos del ciudadano global.
Solo humo es, de alguna forma, un largo cuento que
funciona, exclusivamente, gracias a su final. Por eso tenemos la sensación de
que Millás puso las cartas marcadas de antemano y las levanta en el momento
justo para ir a una nueva capa de su anécdota que tendrá una nueva vuelta de
tuerca. Quizá esto moleste a algunos lectores del libro, acostumbrados a las
novelas comprometidas con la información y con el desarrollo psicológico de los
personajes. En el cuento de hadas adaptado que nos ofrece el autor hay, es
cierto, una nueva visita a los paradigmas narrativos que leímos desde niños: el
rito de iniciación del héroe que, después de experimentar la derrota, aprende
de sus errores y rompe el ciclo que lo lleva a la tragedia. Sin embargo, en
Solo humo no hay villanos porque ese papel es jugado por las decisiones que
toman los personajes y que pueden salvarlos o condenarlos.
La nueva novela de Millás —y en esta parte
concuerdo con algunas reseñas del libro— es, a final de cuentas, un homenaje no
sólo a las lecturas de formación, los cuentos infantiles que todos conocemos,
sino a su valor como artefactos imaginativos que dicen mucho más que el papel
que les ha asignado la cultura y la tradición. Robert Darnton, el gran especialista en bibliotecas y en el siglo XVIII
francés, explora en un ensayo de su libro La gran matanza de gatos y otros
episodios en la historia de la cultura francesa la metamorfosis que sufrieron
los cuentos de hadas desde su origen a menudo incierto. El texto titulado “Los campesinos cuentan cuentos: el
significado de Mamá Oca” describe con minuciosidad la génesis de
narraciones como la de Caperucita roja o Hansel y Gretel, entre otras. Los
habitantes del medievo o, incluso, de alguna época anterior, inventaron estas
historias no como mero entretenimiento sino para aprovechar la capacidad que
tiene la ficción de advertirnos de los peligros y de la fragilidad de nuestras
vidas. Millás se une a este reto desde nuestro tiempo.
*Fuente: https://confabulario.eluniversal.com.mx/ensonacion-y-realidad/
-Alejandro
Badillo. (Ciudad de México, 1977)
-Es autor de los libros de cuento: Ella sigue dormida
(Tierra Adentro), La herrumbre y las
huellas (Eeyc), Vidas volátiles
(BUAP), Tolvaneras
(SC Puebla), El clan de los estetas
(Universidad
Veracruzana. Premio Nacional de Narrativa
Mariano Azuela) y las
novelas La mujer de los macacos (Libros Magenta) y Por una cabeza
(Premio Nacional de Novela Breve Amado
Nervo).
Recientemente ha publicado:
“La Habitación Amarilla” (cuentos) por Editorial BUAP. -2021-
“Reconstrucción” (novela) Ediciones EyC. -2021-
CUADRATURA
DE LA VÍA LÁCTEA*
Heme aquí, en pensamiento vivo.
En iteraciones de memoria.
No sé de qué arcano mundo vengo.
De que galaxia.
De cual reencarnación.
Cuadratura de la Vía láctea.
Un hombre me ha cubierto.
Me ha legado los ropajes de Safo.
Me ha colocado el traje de George Sand
Y fui hembra de llovizna temprana.
Y he gritado en la fosa de los muertos.
Me han tapado la boca con renacuajos
muertos.
Con palabras de abismo.
Con voces de ventrílocuos locos
Han mutilado mi carpelo, mi semilla.
Han rapado mi larga e inacabable noche.
Poseidón cabalga en un caballo de agua.
Otro hombre me llega desde lejos.
Me ha vestido con perfume de lluvia.
De algas secretas en escondidas rocas.
Me ha llamado rosa, piedra, culebra.
Me ha sido impuesta su vara de Esculapio.
Me ha friccionado el cuerpo con hierbas
milagrosas.
Ha quitado una a una las escamas de cristal
de roca.
Me ha besado las terrenales cuencas.
Ha cortado de un tajo mis intangibles
miedos.
Me desvistió por dentro.
Me ha dado lo negado.
No sé, aun, de que galaxia vengo.
De cual reencarnación.
Pero heme aquí vestida con flores de
algodón.
Del Arca de Noé queda un potro oscuro.
Y lo abrazo con mis lenguas de fuego.
Y soy acequia. Aljibe. Regadío.
Frenesí de la noria. Frenesí.
*De Amelia
Arellano.
*
De este lado del
viento
ya no hay ruido.
Hay un silencio blanco
como el de algunos
sueños.
(todo sobreviviente
es rehén de su
tormenta)
De este lado del
viento
busco palabras
como de niña
buscaba piedras junto
al mar.
*De Mariana
Finochietto. mares.finochietto@gmail.com
- Mariana
nació en General Belgrano, Provincia de Buenos Aires. Actualmente vive en
City Bell.
-Publicó: Cuadernos de la breve ceguera (La Magdalena 2014).
Jardines, en coautoría con Raúl Feroglio (El Mensú,
2015)
La hija del pescador (La Magdalena, 2016).
Piedras de colores (Proyecto Hybris 2018).
El orden del agua, (GPU Ediciones 2019).
MADURA, (Editorial Sudestada 2021)
Quiero sacar la cabeza
por la ventanilla de tu coche.
(Halley
ediciones 2022)
-Coordina Microversos, talleres de exploración literaria
Por
favor, pisa esa flor*
Se preguntó cómo es que tamaña cosa había
pasado inadvertida. Pero las cosas realmente grandes suelen escaparse a los
sentidos, ya que al ser tan enormes se salen del campo visual y enfocamos un
detalle; los elefantes suelen ser invisibles por obvios, por inmanejables,
porque verlos es demasiado doloroso, porque un problema de tal magnitud
requiere una acción si lo traemos a lo real nombrándolo.
Cuando leyó el poema, ella y su hermana se
habían reído, convinieron en que el chico tiene talento, lo consideraron
original y alabaron a Roque por sus dotes literarias. El mismo chico les había
entregado el texto entre otros, y después de un tiempo todo quedó en el olvido.
Sin embargo, la señora lo guardó en el fondo de la memoria como esas señales
que inconscientemente reconocemos y en el momento no podemos asir. Ahora, diez,
doce años después, con la sonrisa agriada, de pronto le han venido a la cabeza
los dos primeros versos “por favor, pisa
esa flor/ necesito odiarte”. Intenta recordar el resto, pero sólo le llegan
vagas ideas de que la voz del texto pide a alguien que haga cosas desagradables
porque no puede soportar verlo tan feliz y adaptado; siente que esta persona
sonriente y bella es, como todos los de su clase, un ser despreciable que debe
ser odiado aunque no parezca haber hecho nada para merecerlo. Por lo tanto,
pide varias veces con insistencia que haga algo horrible para merecer, por
alguna acción visible, el odio que ya le pertenece sólo por ser cómo y lo que
es.
Hace diez o doce años, cuando la señora
leyó el poema junto con la madre, el significado de la poesía se diluyó por la
forma graciosa en que estaba presentado. Era una broma.
Por favor, pisa esa flor, necesito odiarte.
Y uno puede imaginar a quien desee en el rol del odiado; la beata, el maestro
simpático pero irritante, el compañero perfecto, el político que se presenta
besando niños. Por favor, pisa esa flor, necesito odiarte. Dame una razón para
odiarte, rompé el jarrón para poder retarte, empújame para que se justifique mi
golpe, lastímame para poder destrozar tu rostro. Que mi odio sea justo, ya que
existe, y la verdadera razón no puede ser dicha. Tengo mi odio aquí en la mano
y necesito colgarlo de alguna percha, es pesado, estorba, déjame que te lo cuelgue
porque sos más fuerte que yo y vos lo vas a poder llevar. A vos te va bien,
estás feliz, todo te marcha como sobre ruedas, sos un arcoíris naif, un dechado
de virtudes, nada te cuesta, las frutas caen de los árboles a tus manos, en tu
camino no crecen ortigas. Yo, que estoy donde llueve, donde hay ruido y hace
frío, yo, que no soy como quisiera ni como vos querés que sea. Yo necesito
odiarte, dame una razón, aunque sea ridícula o nimia.
Al costado de la calle crecen verbenas
rojas, estrellitas de sangre recortadas en el verde. La señora va hacia la
banquina porque se acerca un auto (en Rincón todos caminan por la calle), y
evita cuidadosamente pisar las flores. Va pensando y sintiendo, acongojada y a
la vez ausente. Se dice que no hay reparo que valga, en algún momento pisará
una flor, toserá en un instante incorrecto, hará el comentario equivocado, y
recibirá pleno y certero el odio de Roque.
En la casa con el alto eucaliptus en la
puerta, la hermana ha quedado llorando. Nada hay que pueda consolarla, el hijo
se ha ido y ella tiene la culpa. No se sabe bien por qué, pero ha quedado
perfectamente claro que la madre de Roque tiene la culpa de todo y que jamás
será perdonada.
La señora saca las llaves, abre el portón,
verifica el estado de crecimiento de las rosas, el progreso de los brotes del
naranjo, saca una ramita de tomillo que perfuma el aire, y entra a la cocina.
No tiene ánimo para hacer nada, no cree
poder concentrarse en alguna película, así que pone música mientras sigue dando
vueltas y vueltas la angustia de la hermana, el enojo del sobrino, palabras,
sentimientos, posibles soluciones.
Afuera comienza a atardecer, el cielo se
pone rojo, la luz amarillea antes de fundirse a negro.
Ha quedado en la oscuridad, las manos sobre
los brazos del sillón, los pies inmóviles. Sólo sus pensamientos siguen
girando, imposibles de advertir en esa quietud concentrada. El chillido de un
murciélago en el jardín le da la orden de prender las luces. Se levanta con
esfuerzo, la columna rígida, y sólo a medida que camina puede enderezar la
espalda y recuperar el paso normal.
Toma el teléfono, escribe un mensaje para
Roque. Lo envía. No importa lo que haya escrito, sabe que las palabras son
simplemente signos sin significado porque no encontrarán el blanco, son flechas
lanzadas al muro de piedra. Absurdo, se dice. Otra vez encuentra Roque quien
pise una flor para él. Responder a su deseo es inevitable.
Esa noche, no obstante, no puede dormir.
Cada vez que alguien nos odia, tenemos la sospecha de que puede tener razón al hacerlo,
y es una ventaja que no aprovecha a nadie.
*De Mónica
Russomanno. russomannomonica@hotmail.com
-Cuento de la serie de la Costa.
DEL RENCOR *
Lo que mata
no es
esto que sangra.
Es lo que aguanta
debajo de la herida,
eso que anda
subterráneo
por la carne,
pudriéndose.
*De Mariana
Finochietto. mares.finochietto@gmail.com
APOCALYSE
NOW*
Empezó como suelen empezar las cosas, con
signos mínimos, insignificantes, casi invisibles. Una automotriz anunció que
dejaba de fabricar su auto más vendido. Le siguieron otras.
Esto pasó muchas veces en la historia del
capitalismo, es como una rutina naturalizada. Un producto que deja de generar
dinero no se produce más.
El mundo, la inmensa fábrica y arsenal de
mercancías tenía una industria clave: producir ese artefacto de cuatro ruedas
que pudiera ser símbolo de status y quizás tener un valor de uso importante.
La nueva crisis, cuyo contagio no pudo ser
aislado comenzó en un remoto país sudamericano.
Un periodista se detuvo al ver a una mujer
de unos 70 años que golpeaba furiosa con un palo a un auto que le dejaron
estacionado en la calle obturando la salida de su garaje. La mujer había hecho
la lógica: llamar a la policía para denunciar que el auto estaba allí. La
policía le contesto que esa patente no tenía denuncias de robo. Era un auto sin
pedido de captura, sin denuncias, un abandono sin explicación.
Luego de varias llamadas un gentil oficial Kurtz le explicó que "de la
nada" los abandonos de autos se habían multiplicado.
Ahora el mundo será “un caracol que se arrastra por el filo de
una navaja de afeitar”.
Eran autos impulsados a combustible fósil.
Aunque los vehículos con motores eléctricos tampoco podían ser utilizados por
la cíclica falta de energía en extensas zonas.
La crisis económica de ese país había
empezado con aumentos descontrolados de precios.
Las personas abandonaban sus autos al
terminarse el combustible. No les importaba ninguna consecuencia como la
pérdida de un valor. Algunos más conservadores dejaban sus autos en sus
jardines. Allí con el paso del tiempo eran cubiertos por plantas. Las flores
cubrían en primavera las manchas de óxido. Los cementerios de autos crecían. La
crisis fue contagiando al modo de producción de un modo ilógico e inexplicable.
Un profeta había anunciado el retroceso a
una época de carretas tiradas por bueyes.
*De Eduardo
Francisco Coiro. inventivasocial@hotmail.com
*
Es necesario, creo,
tomar distancia ante la propia interpretación del mundo.
*De Liliana
Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com
Inventren
https://inventren.blogspot.com.ar/
KronoX*
Las generaciones futuras no recordarán mi
nombre (y en el fondo, quizá sea mejor así), pero yo inventé una máquina del
tiempo (a esta altura, utilizar el artículo la sería –probablemente- inexacto.
Y algo pedante por mi parte). Por otra parte, esta denominación –máquina del
tiempo- quizá tampoco sea del todo correcta. El lector juzgará una vez conozca
los hechos. Sin más preámbulos, procedo a relatar la historia.
Mi pretensión, en pocas palabras, era crear
un nuevo software, capaz de recrear el pasado y actuar sobre él. Sólo
virtualmente, claro (o eso me decía a mí mismo, pero la esperanza, esa
maldita…). Tardé años en definirlo, en atreverme a postular una ecuación
irresoluble. En el transcurso de mis investigaciones hubo altibajos. Tan pronto
creía haber hecho un descubrimiento asombroso, como me abandonaba a la
desesperación por no sentirme preparado para llevar a cabo tan magna empresa.
Una de esas veces, en medio de la fiebre nocturna, producto, sin duda, de una
indigestión, soñé o imaginé que el viaje podría ser real y tener lugar en un
único sentido –al pasado- y sólo una vez. Es decir: sin regreso.
Al día siguiente, sin embargo, no me atreví
a reírme de tal disparate. Algo había en mi planteamiento –algo que no era
capaz de recordar y, no obstante, me corroía por dentro. Aun así, no quise
pensar más en ello: Tener una única oportunidad me pareció estadísticamente
arriesgado. Ese fue un inconveniente que no supe solventar en la vigilia. El
desánimo de esas horas posteriores estuvo cerca de hacerme desistir. Luego,
pensé que no tenía derecho a renunciar. Tal vez con base en mi proyecto, me
dije, alguien conseguiría solucionar ese defecto formal. (Entonces era joven e
irresponsable. Lo sé ahora. Sólo descubrimos eso cuando ya es tarde. Un motivo
más para implicarse en la invención de mi máquina).
Pero la amargura no desapareció. Durante unos
meses, el vodka y los antidepresivos fueron mis más cercanos compañeros. Con
ayuda de una mujer cuyo nombre y rostro (me avergüenza confesarlo) se mezclan
en mi memoria con otros muchos nombres y rostros, de otras muchas mujeres,
todas ellas memorables sin duda, conseguí salir de ese vil estado y retomar mi
trabajo.
Comento ahora otro punto sobre el que
medité mucho: El ser humano es capaz de darle un mal uso al mejor de los
inventos, es sabido. La Historia lo atestigua sobradamente. ¿Debería eso detenerme?
La respuesta lógica, racional (más aún si lo pienso ahora, cuando ya nada tiene
remedio), hubiera sido: SÍ. Pero el deseo del inventor es impermeable a razones
que le alejen de su objetivo. De nada sirve pensar en Hiroshima.
Así pues, emprendí la tarea. Fueron años de
caos, esfuerzo, dedicación, fiebre, noches en vela, soledad (porque hube de
alejarme de todo cuanto pudiese distraerme de mi meta), multitud de preguntas
cuya respuesta sabía informulable, fracasos, depresión y cansancio. Pero lo
logré.
Antes de continuar escribiendo este relato
de los hechos –o cualquier otro, en cualquier otro lugar-, debería hablarles de
la máquina, detallar su funcionamiento, explicar las fases de su construcción…
Pero no lo haré. No sé si esta omisión es una especie de escudo ante mi mala
conciencia, aunque de sobra sé –ahora- que nada me justifica. Esta narración
sólo es informativa. Ni espero ni deseo ser perdonado o comprendido. El perdón
o incluso la tolerancia ante mis actos, lo confieso, me parecería injusta.
Voy pues, a los hechos: El día señalado
llegó. El momento definitivo –eso creía yo en mi ingenuidad. Me coloqué el
casco, programé una fecha y un lugar y presioné el botón Play.
Ese instante se eternizó. Cerré los ojos,
asustado, esperanzado, ansioso. Muchas imágenes pasaron por mi cabeza. Muchas
posibilidades entrecruzándose, como trenes en la estación de una metrópoli.
Respiré hondo y abrí los ojos.
Había funcionado.
Estaba en el lugar y tiempo programados.
Con precisión cronométrica. Para esta primera prueba, es obvio, había buscado
una fecha lo más próxima posible y un lugar conocido: El día de ayer, en mi
taller. En la pared oriental, el reloj marcaba la hora exacta que yo había
previsto. Podía moverme, tocar los objetos (el tacto de la mesa me resultó
extraño, como si en lugar de madera se tratase de plástico o algún material
sintético), oír los sonidos provenientes de afuera. También sentía los
diferentes olores. Sopesé tomar un trago de agua; la botella estaba ahí, sobre
la nevera. Pero no me atreví. El deseo fue más débil que el miedo. No sabía qué
podría ocurrir (Durante la ejecución del programa, uno no es consciente de
estar viviendo una simulación. Esa agua, para mí, era real. Pensé que beber de
ella podría acarrearme algún efecto secundario indeseado). Sólo fue un acto
instintivo, irracional. Seguí moviéndome por la sala. Reconociendo los objetos.
Algunos de ellos estaban marcados (para comprobar si la simulación funcionaba,
había señalado con tiza roja algunas cosas y luego las había cambiado de sitio)
y ocupaban el lugar donde ayer mismo habían estado. Lo maravilloso era la
sensación de realidad. Me asomé a la ventanita y pude contemplar el paisaje ya
conocido, sólo un poco ensombrecido por las nubes (ayer estuvo nublado todo el
día, aunque no llovió), pero tan nítido como en cualquier otro momento. Después
de un rato dando vueltas por toda la habitación, satisfecho y moderadamente
feliz, decidí regresar (por así decirlo).
Me quité el casco, abrí los ojos. Fui a la
nevera y descorché la botella de champán. Es triste beber solo, ya se dijo.
Pero me sentía eufórico. A la embriaguez por el descubrimiento, se unió la
otra, más concreta: la etílica. Terminé tirado en el sofá, en una posición
ridícula e incómoda. En medio de la exaltación y las burbujas, yo tenía un algo
removiéndose en mis entrañas y no sabía qué. Lo achaqué a la emoción del
momento y me dormí, entreviendo con detalle una sala de variedades parisina que
jamás había visitado.
Repetí el experimento varias veces, siempre
satisfactoriamente. Al principio fueron “viajes” (los llamo así porque no se me
ocurre otra manera mejor) cortos: Unos pocos días atrás, lugares cercanos. Como
si esa prudencia fuese necesaria. Como temiendo perderme y previniendo ese azar
mediante la proximidad geográfica y temporal. Poco a poco, previsiblemente,
extendí el campo de mi experimento. Quise ir cada vez más lejos, tanto en el
espacio como en el tiempo. Visité (¿de qué otro modo llamarlo?) Rosario a
finales del siglo XX, cuando el Museo de Arte Contemporáneo todavía no estaba
ahí. Cuanto más lejos iba, más extraña era la sensación que experimentaba
dentro de esa realidad virtual. Cada una de estas recreaciones era como una
victoria. ¿Una victoria sobre el tiempo? Creo que mi vanidad no era tanta. Más
bien me sentía un jugador inmerso en una partida que no terminaba de
comprender. Y ganaba siempre. Embriagado por el éxito, me planteé retos cada
vez más difíciles. Fui a Mendoza meses antes de la construcción del Arco del
Desaguadero. Y en efecto, no estaba. A Buenos Aires hacia finales del siglo
XIX, cuando aún no existía la Avenida de Mayo.
Yo esperaba que, al irme alejando en el
tiempo, y teniendo en cuenta que los datos suministrados al programa eran, en
muchos casos, fotos en sepia y documentos sacados de archivos municipales, no
del todo bien administrados –es el caso decirlo-, los objetos, los lugares,
irían perdiendo nitidez. Es decir: Se verían como en esas fotos y esas descripciones.
Pero (esto debió alertarme) no era así en absoluto. Todo era como debió ser en
realidad. Algunos edificios, algunas esculturas, hoy corroídos por la erosión
implacable, se veían nuevos, radiantes, en la recreación. Mi juguete cada vez
me emocionaba más.
Una tarde de 1876 me encontré paseando por
Barcelona. La Sagrada Familia aún era un proyecto en la mente del gran Gaudí.
También me aventuré en París, en New York, en Londres, siempre buscando fechas
anteriores a la construcción de edificios o monumentos emblemáticos, sólo por
el placer de ver cómo fue aquello antes de ser como es ahora (si es que aún
puedo pronunciar la palabra ahora sin cometer un terrible anacronismo). Mi
ambición me llevó a Granada en el siglo XII, Pisa en el XI y hasta la China anterior
a la Gran Muralla. Me sentí colmado. Salí del taller y me di cuenta de que
llevaba allí encerrado más de un mes, comiendo mal y durmiendo peor. Pero era
feliz.
Decidí dejar de lado mi pasatiempo, al
menos durante unas semanas. Ver a unos pocos amigos, salir con una mujer,
distraerme. Fue en vano: Dos días más tarde estaba de nuevo sentado en el
sillón de terciopelo rojo, con el casco en mi cabeza y viviendo momentos de
otro siglo y otro lugar. Me había vuelto un adicto.
Entonces recordé –cegado por la euforia,
había llegado a perder de vista el objetivo principal- el motivo que me empujó
a emprender este proyecto.
Los hechos capitales en la vida de todo ser
humano son pocos. El descubrimiento del amor, la primera visión del mar, la
pérdida de un ser querido, un éxito de tipo deportivo o social… En la mía, el
hecho trascendental fue una despedida. Ocurrió en el año 1960, en la estación
José Ramón Sojo, cerca de Saladillo, en la provincia de Buenos Aires. Era
invierno o así lo he recordado siempre. Ahora ya no sé qué pensar. Ni sé si
invierno y verano son conceptos diferentes. Ella (una mujer, sí; no podía ser
de otro modo. Ya lo dijo Aristóteles) se llamaba Natalia y durante los cuatro
años anteriores a ese momento crucial había ocupado cada minuto de mi vida y
también de mis pensamientos. Por ello, su marcha me resultó inconcebible. Como
un mal sueño del que muy pronto iba a despertar. Desde entonces habían
transcurrido más de cuarenta años y la pesadilla continuaba.
Otro, tal vez, se hubiese abandonado a la
locura. Yo, en cambio, diseñé una máquina para reparar ese instante del pasado.
Si se mira bien, quizá ambas cosas vengan a ser equivalentes, después de todo.
Ese fue, es preciso contarlo –por más que la vergüenza me oprima al
confesarlo-, el único objetivo de mi invención.
Al pensar con espíritu crítico en ese
olvido, no me fue difícil llegar a la conclusión obvia: No es que hubiese
olvidado el porqué del experimento. Simplemente, había ido posponiendo el viaje
importante. Por miedo, sin duda. Tememos enfrentarnos a nuestros más fervientes
deseos, casi tanto como desafiar a nuestras fobias crónicas. Mientras visitaba
otras ciudades y otras épocas remotas, mientras me maravillaba ante la visión
de lugares que ningún otro ser humano vivo había podido contemplar, ese
invierno de 1960 y esa estación casi jubilada (un año después –si la palabra
año todavía significa algo para mí- dejó de utilizarse) estaban siempre ahí,
esperándome. Como la musiquilla pertinaz que siempre retorna y nos acompaña,
sin que acertemos a recordar dónde la oímos o a que hecho va asociada.
La partida de Natalia fue más dolorosa
porque me quedó la sensación de haber podido hacer algo para evitarla. No pensé
entonces (lo repito, era joven, era inexperto) que tal vez se fue solamente
porque ya no encontraba ningún aliciente en nuestra relación. Más bien creí que
todo fue culpa mía y, de haber actuado de otro modo, las cosas se hubieran
arreglado y la tan amarga separación nunca hubiese tenido lugar. Por eso, debía
volver. Para saber. Siempre queremos saber, encontrar una respuesta, aun cuando
sepamos que ésta no va a ser satisfactoria. Me obsesioné con esa idea en el
pasado. Después no sé. Quizá simplemente actuaba por inercia. O por
obstinación.
Había llegado, pues, el momento: Con
ansiedad, con temor, introduje la fecha y las coordenadas de la estación. Pulsé
el botón. Esperé. Abrí los ojos. Natalia estaba a pocos pasos, mirándome, como extrañada.
Sentí que estaba de nuevo allí. Reviviendo
–en toda su magnitud- el momento atroz de la despedida. Me acerqué a ella,
pronuncié algunas palabras –imposible recordar cuáles desde este presente
borroso, si presente es la palabra, si recordar es el verbo-. Ella –igual que
entonces- meneó la cabeza a izquierda y derecha un par de veces. En sus ojos se
apreciaba el dolor producido por esa negativa inevitable. Regresé. Abatido, con
el peso de los muchos años transcurridos oprimiendo mi corazón. Desolado. Bebí,
dormí. Después amaneció y volví a intentarlo. El resultado fue idéntico.
Aplaqué mi decepción con otros viajes, pero cada mañana volvía a ese invierno,
a esa estación, a Natalia negando, al tren moviéndose, lento, sobre las vías, iniciando
el viaje sin retorno.
El dolor por esa separación multiplicada,
no me dejó ver, al principio, otro detalle más atroz. En alguna parte había
leído que todo acto conlleva consecuencias que ni alcanzamos a sospechar. Yo
había actuado, sin saberlo, de forma imprudente. Pronto iba a darme cuenta.
El primer indicio me causó perplejidad. Fue
en una cafetería, a media tarde. Estaba leyendo el periódico cuando mis ojos se
posaron en una imagen: Era París y el lugar de la Torre Eiffel estaba ocupado
por un edificio de ladrillo claro. Alrededor todo tenía unos colores
mortecinos. Parpadeé un par de veces, incrédulo. Examiné la foto con atención.
No había dudas: Ése era el sitio de la Torre y no estaba. Supuse que se trataba
de una imagen trucada; ahora todo el mundo maneja programas de retoque
fotográfico. Pero ¿en el diario? No me quedó otra que leer todo el artículo,
para averiguar el motivo de esa usurpación. En vano. No había allí la menor
explicación. Me encogí de hombros. Ni siquiera me dio por pensar que yo tuviese
algo que ver con tal misterio.
Unos días más tarde, escuché una
conversación en el metro. Eran dos hombres y hablaban en voz muy alta; era
imposible sustraerse a sus palabras. Todo el vagón fue testigo de la discusión.
Ésta versaba sobre política y en ella se mencionaba el nombre de algunos
dirigentes de países vecinos. No reconocí ni uno solo. Tampoco esto me pareció
relevante, porque no suelo prestar mucha atención a las noticias relacionadas
con asuntos políticos. No era extraña mi ignorancia acerca de tales nombres. Pero
mentiría si afirmase que ese desconocimiento no me causó cierto desasosiego.
Podría ser simple desidia, pero tal vez otra cosa. En mi estómago se cocía una
verdad que no estaba dispuesto a admitir sin resistencia.
El hecho definitivo, el que me abocó a esta
sinrazón que hoy es mi vida, fue algo en apariencia trivial: Marqué el número
de mi amigo Celso, a quien llevaba tiempo sin ver, y una voz agria me respondió
que no había allí nadie con ese nombre. Revisé mi agenda. Volví a marcar, uno a
uno, los números allí anotados. Con sumo cuidado, para no equivocarme. La misma
voz. Esta vez acompañó la negativa con un insulto. Desistí. Conjeturé un cambio
de número, nada más lógico. Llamé a información telefónica y pregunté: Nadie
así llamado tenía vinculado un número de teléfono en toda la ciudad, ni
siquiera en la provincia. ¿Deseaba consultar la guía nacional?, me preguntaron.
En otras circunstancias, me hubiese mostrado irónico y dudado de la eficiencia
del operador que me suministró la información, tal vez hubiera insistido o
vuelto a llamar, por ver si esta vez daba con un telefonista más eficaz. Pero
de pronto, la verdad me explotó en pleno rostro: En mi ventana, el paisaje no
era el de siempre. No supe precisar qué era, pero no hizo falta: Algo no era
igual, algo había cambiado. Las imágenes, las palabras, se agolparon en mi
cabeza. Esta realidad ¡cómo admitirlo! era otra.
Salí a la calle, poseído por la fiebre. A
causa de mi despiste, no me había dado cuenta antes, pero era cierto. Nada
estaba en su lugar. Me pregunté cómo, cuándo, qué… pero ni siquiera atinaba a
formular las preguntas. Todo era demasiado inverosímil. Un tipo que no reconocí
me dio un abrazo en la entrada a un pasaje que nunca había visto. En un cine
daban Terciopelo azul, pero en los carteles, el director no era David Lynch.
Recorrí la ciudad hasta el cansancio. Quizá era sólo eso lo que buscaba:
Agotarme hasta caer rendido, evitando así el caos reinante en mi mente.
Caminé y bebí. Hice preguntas estúpidas,
sólo para comprobar que las respuestas no eran las ya conocidas por mí. En
algún momento quise creer que todo era un complot de mis conciudadanos para
volverme loco. Llegué a casa - ¿De verdad podía aún llamar casa a algún lugar?
- y me dejé caer en el sofá.
La frontera entre el mundo virtual y el
llamado, tal vez erróneamente, real, es más fina de lo que jamás hubiésemos
sospechado. Sabemos que son posibles múltiples mundos virtuales, por así
llamarlos. Pero nunca imaginamos que pudiesen combinarse o invadir el mundo
real. Yo ¡irresponsable! lo había hecho. Al despertar lo vi claro. Cada
recreación erigía una nueva realidad -o una nueva ficción, ahora ambos términos
vienen a ser sinónimos- y yo iba saltando de una a otra sin percibirlo. Me
pregunté si en verdad estaba mirando el río desde mi ventana o permanecía
sentado en el sillón, con el casco puesto y buscando una salida.
Desde entonces –y ahora la palabra entonces
ha perdido su significado, lo mismo que la palabra ahora- vivo recreando esa
escena ocurrida en la estación, sin impaciencia, porque la verdad desplegada
ante mis ojos –la coexistencia de múltiples vidas (o reflejos)-, me dice que
hay una esperanza. Y sueño con Natalia cambiando ese gesto de negación. Sueño
su sonrisa y su mano aferrando la mía, sus palabras diciendo que todo es aún
posible, sueño ese tren partiendo sin ella…
Sólo una cosa me inquieta: Si eso llega a
suceder, ¿Tendrá esa Natalia algo que ver con la original? ¿Será la misma de
quien tanto tiempo estuve enamorado? Y yo mismo: ¿Quién soy? ¿De dónde vengo?
¿Soy acaso aquel que sufrió la decepción y el abandono? ¿El autor de estas
líneas? ¿La misma persona que proyectó la máquina? ¿O sólo el fantasma de
alguien, vagando por dimensiones infinitas y haciéndose preguntas sin
respuesta?
*De Sergio Borao Llop. sbllop@gmail.com
-Próxima estación:
LOS
EUCALIPTOS.
-Continuidad literaria por el Ferrocarril Provincial:
FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN GOYENECHE.
GOBERNADOR UDAONDO.
LOMA VERDE.
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN.
GOBERNADOR DE SAN JUAN RUPERTO GODOY.
GOBERNADOR OBLIGADO.
ESTACIÓN DOYHENARD.
ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA.
D. SÁEZ.
J. R. MORENO.
EMPALME ETCHEVERRY.
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY.
LISANDRO OLMOS.
INGENIERO
VILLANUEVA.
ARANA.
GOBERNADOR GARCIA.
LA PLATA.
InventivaSocial
Plaza virtual de
escritura
-Editor responsable: Lic. Eduardo Francisco Coiro.
Blog histórico &
archivo:
https://inventivasocial.blogspot.com/
No hay comentarios:
Publicar un comentario