martes, enero 15, 2013

LAS HUELLAS DE LOS SUEÑOS CANSADOS....

 
*”El  soñador” Obra de Ray Respall Rojas.
La Habana. Cuba.
 
 
 
 
 
 
ATARDECER*
 
 
 
El vuelo de la semilla de la ceiba,
La forma perezosa y atenta en que duerme un gato.
La claridad mental que se funde
En las sombras del ocaso,
En el mundo de las sombras,
En las sombras de mi mundo.
 
Alguien me sonríe desde un retrato,
Pienso que es absurdo responderle, mas sonrío.
La vecina ha puesto a secar tantas ropas de colores
Que ha fabricado un arco iris vespertino.
Un arco iris sin brazos, sin cabezas, puro estómago.
Arco iris pese a todo, enredándose en el viento.
 
La metamorfosis inconclusa de las nubes,
El tener que comprender, si no comprendo…
El olvido que se niega a visitarme.
Saber que ni conocimiento ni memoria valen nada,
Excepto la certeza de que los días van pasando.
Todo es tan fútil
Y debería ser tan importante…
 
 
 
*De Marié Rojas.
 La Habana. Cuba.
 
 
 
 
 
 
 
LAS HUELLAS DE LOS SUEÑOS CANSADOS…
 
 
 
 
 
 
 
 
Despertar*
 
 
 
Me recuesto  en el placer del sueño, escucho al universo transformado en vaivenes suaves. Un dragón lejano escupe fuego y el cielo se arropa entre rojos y rosas. Un beso ronda el amanecer, caigo en la mañana.
 
 
*De Cristina Villanueva. Cristinavillanueva.villanueva@gmail.com
 
 
 
 
 
 
 
 
UNA BROMA*
 
 
al Tigre Compañy
 
Esa sodería había sido de Deambroggio, bueno  al menos hasta donde me da la memoria y luego de don Juan Sperizza a quien en definitiva se la compró Atilio Boccolini. Éste había vendido su campito vecino al pueblo a Juan Ruggeri.
Ese campito  supo ser del Turco Hechen donde se jugó ese mítico partido entre el Evita Estrella de la mañana  y el sacrificado Los Fugitivos, que hicieron esa patriada que terminó como se  decía entonces  con la canasta llena de huevos, es decir nos golearon a gusto y hasta algunos –los más escépticos- dicen todavía que nos perdonaron la vida. Es decir que la goleada pudo ser mayor y  que en algún punto los tocó la piedad. Como yo era muy chico no lo tengo en mis recuerdos personales.
Pero para el tiempo de mi relato todo esto era historia antigua. Regresados de la corta estancia rosarina a mis catorce años llegamos al pueblo con mi hermano de pocos meses.
Como yo debía trabajar en algo para ayudar en la casa, como era usual en esos tiempos, acepté el conchabo que me ofrecía Hugo Boccolini a quien llamaban El mono, previo consultar con mi padre, desde luego.
Este ofrecimiento no era casual, sino que tenía un objetivo dirigido e interesado, ya que él noviaba con mi prima Gladys, a quien yo llamaba cortazariamente (sin saber aún la existencia de Cortázar): la mayor, ya que tal es su condición en la familia. Para ese entonces, Hugo le había alquilado a su padre la sodería ya que éste se había jubilado y se pasaba el día jugando al mus o al truco en el bar que aún existe, justo al lado del portón de la sodería y que hacía ochava con la entonces poderosa casa Bessone o bazar La Primitiva, tal su nombre de fantasía, regenteado en ese tiempo todavía por su fundador, don José. Todo esto en la calle principal, donde estaban casi todos los negocios importantes. Enfrente había unos altos yuyales que casi tapaban las vías cuando el tren aún funcionaba.
Ese bar que fundó Juan Triachini en la década del veinte del siglo pasado en esos años lo había comprado Víctor Cataldi, el popular Toto, quien además trabajaba mucho con un taller de tornería. Allí supo ser su ayudante mi infortunado amigo Antonito Leone.
Como la sodería no tenía los sifones suficientes,  muchas veces –sobre todo en verano- teníamos que llenar algunos cajones  para completar la carga de la vagoneta o carro tirado por un mancarrón mañero y luego reiniciabamos  el reparto.
Otras veces él salía y yo me quedaba a llenar sifones con una máquina muy primitiva que tenía boca para uno solo. A diferencia de la otra sodería, la de Aldino Gardella, que tenía una muy moderna pero era de dos unidades.
Cierta vez El mono me mandó  a la chacra del Gordo Compañy para retirar una yegua de tiro que iría en calidad de préstamo, como correspondía a la extensa generosidad a la que era muy afecto.
Allí fui a patacón por cuadra como llamábamos nosotros al simple  hecho de caminar. Llevaba en una mano el freno con orejeras y las larguísimas riendas, como corresponde a un arnés para caballo de carro o sulky.
Como la tranquera estaba de par en par, como siempre, pasé directamente y antes de llegar a la casa me encontré a un chico, no sé si jugando o realizando alguna tarea acorde a su edad.
-Miguelito –le pregunté- ¿está tu papá?
-No, salió –me contestó.
-Vengo a buscar una yegua blanca o tordilla, de tiro.
-Es ésa, llevala nomás Massei. Eso me dejó dicho.
La miré. Era una mancarrona vieja, y supuse que eso la habría transformado en mansa.
-Decíme Miguelito –le pregunto- la podré subir. Porque había pensado que me podría evitar las penosas calles de tierra que debería volver a transitar.
-Sí, montála nomás Massei, es muy mansita –me dijo el muy maula.
En ese tiempo, aunque nadie lo crea (ni yo mismo) era capaz de montar un caballo en pelo. Por lo cual de un salto limpito estuve sobre la grupa de la tordilla. No fue más que sentir mi peso y comenzar a corcovear y dar coces al aire, al extremo que me asusté mucho. Yo al fin y al cabo no era más un chico pueblero sin demasiada experiencia con animales. Así fue ante de ser arrojado al suelo lleno de bosta del potrero, me tiré  y comencé a dar tumbos y rodar para alejarme del peligro.
Y el chico que me había jugado esa broma pesada se reía y se revolcaba en el suelo festejándola.
El chico travieso, que como experto chacarero que era  con el tiempo fue llamado El Tigre y es uno mis mejores amigos que tengo. Para ser veraz diré que luego lo contó en el club, delante de mí y de mis amigos riéndose de nuevo e imitándome en mis contorsiones de simio para  evitar ser pateado por la yegua enloquecida.
Y cuando alguien le llamó la atención que dada muestra diferencia de edad podría recibir una tunda, se encogió de hombros y agregó:
-Si Massei es bueno, cómo  me va a pegar
Yo tuve que regresar hasta la sodería, llevando la yegua de tiro.
De vez en cuando reflotamos esta anécdota de aquel tiempo remoto y la festejamos entre risas mientras el vino recorre las gargantas
 
 
*De Jorge Isaías. Jisaias46@yahoo.com.ar
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
La cueva*
 
 
En la cueva de cuarzo multicolor
La respiración de mi pecho
Llegaba a mis oídos como un eco
Traída por las voces de mis antepasados
Del primer hombre, de la primer planta
Del primer viento que movió
El primer fruto
 
En la cueva
Me envolvía la piedra en su sabiduría ancestral
Con cada línea, con cada color
Y conquistaba cada vez más mi corazón
Con sus manos de sal fría
 
En la cueva lloré de amargura,
Gemí con pasión
Derrame todo lo que fui y seré
Todo cuanto no tengo
Ni tendré, porque lo cedí todo ante la cueva
 
La madre; vieja, nueva, resucitada…
¿Con cuál de todas tus lenguas,
estás ahora callando a mi piel?
Será el fuego? Será el hielo?
¿En cuál de tus fractales,
estoy construyendo mi verdad?
 
¿En cuál de tus lenguas
Tus ínfimas ramas
Tu alma de fenix encarnada
Meces mis esperanzas
De mariposa unilateral?
 
Palpita entre mis costillas
El deseo de correr
Como un caballo velado
Palpita en cada uno de mis poros
El deseo de fundirme en el silencio
De tus labios atemporales
 
 
 
*De Florencia Mayra Gargiulo. florgargiulo@gmail.com
 
 
 
 
 
 
 
 
 
*
 
 
Taladra madrugadas, el grillo de la chimenea
atraviesa los oscuros ecos del silencio
interrumpe las huellas de los sueños cansados
y con su lenguaje ciego, sin bordes ni reflejos
el grillo de la chimenea no responde nunca
pero con su luna cuadrada y su cielo tiznado
canta, canta
y me repite las noches.
 
 
*De Maria Manetti. dulcemariam6@hotmail.com
 
 
 
 
 
 
 
 
Reyes magos*
 
Las fiestas de fin de año siempre las pasamos en casa de mi hermana, en Salto. Nos reunimos todos, abuela, hijos y nietos. Después de cenar, después de la sobremesa, acostumbro sentarme afuera, solo, en un banco de madera, en el jardincito del frente de la casa que da a la calle. Me llevo una botella y me quedo horas. Me gusta escuchar cómo los rumores del pueblo se van aquietando y luego abandonarme al silencio y mirar el cielo estrellado sobre los oscuros árboles quietos.
Desde el banco donde estoy sentado, si dejo la puerta abierta, puedo ver en el living el pesebre que mi hermana arma cada año. Pequeño, ocupa poco espacio en un rincón. El pesebre: proyección de un hábito que nos viene desde la niñez. Y tiene sabor a eso, a niñez. El detalle curioso es que las estatuillas de yeso son precisamente las mismas de nuestra niñez. Esas estatuillas viajaron con nosotros en el barco que nos trajo a América. Es increíble que se hayan conservado tantos años. Esto es mérito de mi hermana. Pasadas las fiestas, las envuelve con cuidado y las guarda en una caja, bien protegidas, hasta la Navidad siguiente. Por lo tanto ahí están, las mismas de entonces, el pastor con sus ovejas, el pescador con la caña al hombro, el montañés que toca la zampoña, la mujer que lleva un ganso en los brazos, el leñador con su hacha y la carga de ramas. Y por supuesto el niño, María y José. Y los tres Reyes Magos.
Cuando yo era chico las figuras que me interesaban y me atraían no eran ni el niño ni María ni José. Estas no me transmitían nada. No les veía nada especial. Sentía que eran gente como uno. Como mi padre, mi madre, como cualquier recién nacido. En cambio los Reyes Magos me deslumbraban, me inquietaban. Esos sí que eran personajes misteriosos, tenían luz propia, trascendían su diminuta estatura de yeso, venían de lejos, de países desconocidos, de Oriente, los guiaba una estrella, traían regalos preciosos, mirra, incienso, oro. Un vago eco de ese misterio todavía resuena en mí cuando me detengo un segundo a mirarlos en el pequeño pesebre del rincón del living.
También este año fui a sentarme en el banco del jardincito del frente y dejé que el tiempo pasara y me perdí en divagaciones que me llevaron lejos. Tal vez estuviese próximo el amanecer porque se insinuaba una vaga claridad en el horizonte cuando los vi aparecer. Los tres Reyes Magos. En el cielo. Venían desde la derecha, altos por encima de las casas. Iban uno detrás de otro, en fila india, ni muy cerca ni muy distanciados, encorvados, lentos, como si arrastraran un gran peso. Y su ropaje no era el que yo le conocía. Se los veía de aspecto más bien miserable.
Me pregunté hacia adónde se dirigían, en qué dirección iban. Tuve la impresión de que en ninguna dirección. No se los notaba para nada seguros, más bien parecían extraviados. Iban hacía adelante, eso sí, con esfuerzo y obstinación, era lo único que uno hubiese podido decir de ellos.
La palabra que se me ocurrió para describirlos fue cansancio. Se los veía cansados. Quizá cansados de su tarea rutinaria y del espectáculo de violencia y muerte que desde hace dos mil años fueron encontrando en su viaje sin fin. Cansados de atravesar un mundo que siempre está ardiendo y desangrándose en alguna parte. Tal vez cansados, desilusionados, de ir a adorar cada año al salvador de la humanidad, de quien, pese al gran sacrificio, pese a los muchos esfuerzos que pudiera haber realizado, hasta ahora no llegó ninguna señal alentadora.
Los tres Reyes Magos pasaron allá arriba frente a mí y luego llegaron hasta donde calculé que se acababan las casas del pueblo y comenzaban los campos, cruzando el río, y todavía durante un buen rato pude seguir su desplazamiento trabajoso, penoso, por encima de la tierra avergonzada.
 
*De Antonio Dal Masetto.
-Publicado en Página/12 el 18-02-2003.
 
 
 
 
 
 
 
*
 
 
Entre el humo y el desamor
Yace el poeta enamorado
De su soledad e infortunio.
 
Su musa inspiradora
Es el destierro y la incomprensión
 
Las oleadas del silencio
Rompen en las orillas de la inspiración
 
Se enamoró perdidamente
De ilusiones trasparentes
Que rozaban en la locura de la ingenuidad
 
Su aliento de fresas y rocío
Resbalaron por el tesoro de la cobardía.-
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
***


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