*”El
soñador” Obra de Ray Respall Rojas.
La Habana.
Cuba.
ATARDECER*
El vuelo de la
semilla de la ceiba,
La forma
perezosa y atenta en que duerme un gato.
La claridad
mental que se funde
En las sombras
del ocaso,
En el mundo de
las sombras,
En las sombras
de mi mundo.
Alguien me
sonríe desde un retrato,
Pienso que es
absurdo responderle, mas sonrío.
La vecina ha
puesto a secar tantas ropas de colores
Que ha
fabricado un arco iris vespertino.
Un arco iris
sin brazos, sin cabezas, puro estómago.
Arco iris pese
a todo, enredándose en el viento.
La metamorfosis
inconclusa de las nubes,
El tener que
comprender, si no comprendo…
El olvido que
se niega a visitarme.
Saber que ni
conocimiento ni memoria valen nada,
Excepto la
certeza de que los días van pasando.
Todo es tan
fútil
Y debería ser
tan importante…
*De Marié
Rojas.
La
Habana. Cuba.
LAS HUELLAS DE LOS SUEÑOS CANSADOS…
Despertar*
Me
recuesto en el placer del sueño, escucho al universo transformado en
vaivenes suaves. Un dragón lejano escupe fuego y el cielo se arropa
entre rojos y rosas. Un beso ronda el amanecer, caigo en la mañana.
UNA BROMA*
al Tigre Compañy
Esa sodería había sido de
Deambroggio, bueno al menos hasta donde me da la memoria y luego de don
Juan Sperizza a quien en definitiva se la compró Atilio Boccolini. Éste había
vendido su campito vecino al pueblo a Juan Ruggeri.
Ese campito supo ser del Turco
Hechen donde se jugó ese mítico partido entre el Evita Estrella de la
mañana y el sacrificado Los Fugitivos, que hicieron esa
patriada que terminó como se decía entonces con la canasta llena
de huevos, es decir nos golearon a gusto y hasta algunos –los más
escépticos- dicen todavía que nos perdonaron la vida. Es decir que la goleada
pudo ser mayor y que en algún punto los tocó la piedad. Como yo era muy
chico no lo tengo en mis recuerdos personales.
Pero para el tiempo de mi relato
todo esto era historia antigua. Regresados de la corta estancia rosarina a mis
catorce años llegamos al pueblo con mi hermano de pocos meses.
Como yo debía trabajar en algo
para ayudar en la casa, como era usual en esos tiempos, acepté el conchabo que
me ofrecía Hugo Boccolini a quien llamaban El mono, previo consultar con
mi padre, desde luego.
Este ofrecimiento no era casual,
sino que tenía un objetivo dirigido e interesado, ya que él noviaba con mi
prima Gladys, a quien yo llamaba cortazariamente (sin saber aún la existencia
de Cortázar): la mayor, ya que tal es su condición en la familia. Para
ese entonces, Hugo le había alquilado a su padre la sodería ya que éste se
había jubilado y se pasaba el día jugando al mus o al truco en el bar que aún
existe, justo al lado del portón de la sodería y que hacía ochava con la
entonces poderosa casa Bessone o bazar La Primitiva, tal su nombre de
fantasía, regenteado en ese tiempo todavía por su fundador, don José. Todo esto
en la calle principal, donde estaban casi todos los negocios importantes.
Enfrente había unos altos yuyales que casi tapaban las vías cuando el tren aún
funcionaba.
Ese bar que fundó Juan Triachini
en la década del veinte del siglo pasado en esos años lo había comprado Víctor
Cataldi, el popular Toto, quien además trabajaba mucho con un taller de
tornería. Allí supo ser su ayudante mi infortunado amigo Antonito Leone.
Como la sodería no tenía los
sifones suficientes, muchas veces –sobre todo en verano- teníamos que
llenar algunos cajones para completar la carga de la vagoneta o carro
tirado por un mancarrón mañero y luego reiniciabamos el reparto.
Otras veces él salía y yo me
quedaba a llenar sifones con una máquina muy primitiva que tenía boca para uno
solo. A diferencia de la otra sodería, la de Aldino Gardella, que tenía una muy
moderna pero era de dos unidades.
Cierta vez El mono me
mandó a la chacra del Gordo Compañy para retirar una yegua de tiro
que iría en calidad de préstamo, como correspondía a la extensa generosidad a
la que era muy afecto.
Allí fui a patacón por cuadra
como llamábamos nosotros al simple hecho de caminar. Llevaba en una mano
el freno con orejeras y las larguísimas riendas, como corresponde a un arnés
para caballo de carro o sulky.
Como la tranquera estaba de par
en par, como siempre, pasé directamente y antes de llegar a la casa me encontré
a un chico, no sé si jugando o realizando alguna tarea acorde a su edad.
-Miguelito –le pregunté- ¿está
tu papá?
-No, salió –me contestó.
-Vengo a buscar una yegua blanca
o tordilla, de tiro.
-Es ésa, llevala nomás Massei.
Eso me dejó dicho.
La miré. Era una mancarrona
vieja, y supuse que eso la habría transformado en mansa.
-Decíme Miguelito –le pregunto-
la podré subir. Porque había pensado que me podría evitar las penosas calles de
tierra que debería volver a transitar.
-Sí, montála nomás Massei, es
muy mansita –me dijo el muy maula.
En ese tiempo, aunque nadie lo
crea (ni yo mismo) era capaz de montar un caballo en pelo. Por lo cual de un
salto limpito estuve sobre la grupa de la tordilla. No fue más que sentir mi
peso y comenzar a corcovear y dar coces al aire, al extremo que me asusté mucho.
Yo al fin y al cabo no era más un chico pueblero sin demasiada experiencia con
animales. Así fue ante de ser arrojado al suelo lleno de bosta del potrero, me
tiré y comencé a dar tumbos y rodar para alejarme del peligro.
Y el chico que me había jugado
esa broma pesada se reía y se revolcaba en el suelo festejándola.
El chico travieso, que como
experto chacarero que era con el tiempo fue llamado El Tigre y es
uno mis mejores amigos que tengo. Para ser veraz diré que luego lo contó en el
club, delante de mí y de mis amigos riéndose de nuevo e imitándome en mis
contorsiones de simio para evitar ser pateado por la yegua enloquecida.
Y cuando alguien le llamó la
atención que dada muestra diferencia de edad podría recibir una tunda, se
encogió de hombros y agregó:
-Si Massei es bueno, cómo
me va a pegar
Yo tuve que regresar hasta la
sodería, llevando la yegua de tiro.
De vez en cuando reflotamos esta
anécdota de aquel tiempo remoto y la festejamos entre risas mientras el vino
recorre las gargantas
*De Jorge Isaías. Jisaias46@yahoo.com.ar
La cueva*
En la cueva de
cuarzo multicolor
La respiración
de mi pecho
Llegaba a mis
oídos como un eco
Traída por las
voces de mis antepasados
Del primer
hombre, de la primer planta
Del primer
viento que movió
El primer fruto
En la cueva
Me envolvía la
piedra en su sabiduría ancestral
Con cada línea,
con cada color
Y conquistaba
cada vez más mi corazón
Con sus manos
de sal fría
En la cueva
lloré de amargura,
Gemí con pasión
Derrame todo lo
que fui y seré
Todo cuanto no
tengo
Ni tendré,
porque lo cedí todo ante la cueva
La madre;
vieja, nueva, resucitada…
¿Con cuál de
todas tus lenguas,
estás ahora
callando a mi piel?
Será el fuego?
Será el hielo?
¿En cuál de tus
fractales,
estoy
construyendo mi verdad?
¿En cuál de tus
lenguas
Tus ínfimas
ramas
Tu alma de
fenix encarnada
Meces mis
esperanzas
De mariposa
unilateral?
Palpita entre
mis costillas
El deseo de
correr
Como un caballo
velado
Palpita en cada
uno de mis poros
El deseo de
fundirme en el silencio
De tus labios
atemporales
*De Florencia
Mayra Gargiulo. florgargiulo@gmail.com
*
Taladra
madrugadas, el grillo de la chimenea
atraviesa los
oscuros ecos del silencio
interrumpe las
huellas de los sueños cansados
y con su
lenguaje ciego, sin bordes ni reflejos
el grillo de la
chimenea no responde nunca
pero con su
luna cuadrada y su cielo tiznado
canta, canta
y me repite las
noches.
*De Maria
Manetti. dulcemariam6@hotmail.com
Reyes magos*
Las fiestas de fin de año
siempre las pasamos en casa de mi hermana, en Salto. Nos reunimos todos,
abuela, hijos y nietos. Después de cenar, después de la sobremesa, acostumbro
sentarme afuera, solo, en un banco de madera, en el jardincito del frente de la
casa que da a la calle. Me llevo una botella y me quedo horas. Me gusta
escuchar cómo los rumores del pueblo se van aquietando y luego abandonarme al
silencio y mirar el cielo estrellado sobre los oscuros árboles quietos.
Desde el banco donde estoy sentado, si dejo la puerta abierta, puedo ver en el living el pesebre que mi hermana arma cada año. Pequeño, ocupa poco espacio en un rincón. El pesebre: proyección de un hábito que nos viene desde la niñez. Y tiene sabor a eso, a niñez. El detalle curioso es que las estatuillas de yeso son precisamente las mismas de nuestra niñez. Esas estatuillas viajaron con nosotros en el barco que nos trajo a América. Es increíble que se hayan conservado tantos años. Esto es mérito de mi hermana. Pasadas las fiestas, las envuelve con cuidado y las guarda en una caja, bien protegidas, hasta la Navidad siguiente. Por lo tanto ahí están, las mismas de entonces, el pastor con sus ovejas, el pescador con la caña al hombro, el montañés que toca la zampoña, la mujer que lleva un ganso en los brazos, el leñador con su hacha y la carga de ramas. Y por supuesto el niño, María y José. Y los tres Reyes Magos.
Cuando yo era chico las figuras que me interesaban y me atraían no eran ni el niño ni María ni José. Estas no me transmitían nada. No les veía nada especial. Sentía que eran gente como uno. Como mi padre, mi madre, como cualquier recién nacido. En cambio los Reyes Magos me deslumbraban, me inquietaban. Esos sí que eran personajes misteriosos, tenían luz propia, trascendían su diminuta estatura de yeso, venían de lejos, de países desconocidos, de Oriente, los guiaba una estrella, traían regalos preciosos, mirra, incienso, oro. Un vago eco de ese misterio todavía resuena en mí cuando me detengo un segundo a mirarlos en el pequeño pesebre del rincón del living.
También este año fui a sentarme en el banco del jardincito del frente y dejé que el tiempo pasara y me perdí en divagaciones que me llevaron lejos. Tal vez estuviese próximo el amanecer porque se insinuaba una vaga claridad en el horizonte cuando los vi aparecer. Los tres Reyes Magos. En el cielo. Venían desde la derecha, altos por encima de las casas. Iban uno detrás de otro, en fila india, ni muy cerca ni muy distanciados, encorvados, lentos, como si arrastraran un gran peso. Y su ropaje no era el que yo le conocía. Se los veía de aspecto más bien miserable.
Me pregunté hacia adónde se dirigían, en qué dirección iban. Tuve la impresión de que en ninguna dirección. No se los notaba para nada seguros, más bien parecían extraviados. Iban hacía adelante, eso sí, con esfuerzo y obstinación, era lo único que uno hubiese podido decir de ellos.
La palabra que se me ocurrió para describirlos fue cansancio. Se los veía cansados. Quizá cansados de su tarea rutinaria y del espectáculo de violencia y muerte que desde hace dos mil años fueron encontrando en su viaje sin fin. Cansados de atravesar un mundo que siempre está ardiendo y desangrándose en alguna parte. Tal vez cansados, desilusionados, de ir a adorar cada año al salvador de la humanidad, de quien, pese al gran sacrificio, pese a los muchos esfuerzos que pudiera haber realizado, hasta ahora no llegó ninguna señal alentadora.
Los tres Reyes Magos pasaron allá arriba frente a mí y luego llegaron hasta donde calculé que se acababan las casas del pueblo y comenzaban los campos, cruzando el río, y todavía durante un buen rato pude seguir su desplazamiento trabajoso, penoso, por encima de la tierra avergonzada.
Desde el banco donde estoy sentado, si dejo la puerta abierta, puedo ver en el living el pesebre que mi hermana arma cada año. Pequeño, ocupa poco espacio en un rincón. El pesebre: proyección de un hábito que nos viene desde la niñez. Y tiene sabor a eso, a niñez. El detalle curioso es que las estatuillas de yeso son precisamente las mismas de nuestra niñez. Esas estatuillas viajaron con nosotros en el barco que nos trajo a América. Es increíble que se hayan conservado tantos años. Esto es mérito de mi hermana. Pasadas las fiestas, las envuelve con cuidado y las guarda en una caja, bien protegidas, hasta la Navidad siguiente. Por lo tanto ahí están, las mismas de entonces, el pastor con sus ovejas, el pescador con la caña al hombro, el montañés que toca la zampoña, la mujer que lleva un ganso en los brazos, el leñador con su hacha y la carga de ramas. Y por supuesto el niño, María y José. Y los tres Reyes Magos.
Cuando yo era chico las figuras que me interesaban y me atraían no eran ni el niño ni María ni José. Estas no me transmitían nada. No les veía nada especial. Sentía que eran gente como uno. Como mi padre, mi madre, como cualquier recién nacido. En cambio los Reyes Magos me deslumbraban, me inquietaban. Esos sí que eran personajes misteriosos, tenían luz propia, trascendían su diminuta estatura de yeso, venían de lejos, de países desconocidos, de Oriente, los guiaba una estrella, traían regalos preciosos, mirra, incienso, oro. Un vago eco de ese misterio todavía resuena en mí cuando me detengo un segundo a mirarlos en el pequeño pesebre del rincón del living.
También este año fui a sentarme en el banco del jardincito del frente y dejé que el tiempo pasara y me perdí en divagaciones que me llevaron lejos. Tal vez estuviese próximo el amanecer porque se insinuaba una vaga claridad en el horizonte cuando los vi aparecer. Los tres Reyes Magos. En el cielo. Venían desde la derecha, altos por encima de las casas. Iban uno detrás de otro, en fila india, ni muy cerca ni muy distanciados, encorvados, lentos, como si arrastraran un gran peso. Y su ropaje no era el que yo le conocía. Se los veía de aspecto más bien miserable.
Me pregunté hacia adónde se dirigían, en qué dirección iban. Tuve la impresión de que en ninguna dirección. No se los notaba para nada seguros, más bien parecían extraviados. Iban hacía adelante, eso sí, con esfuerzo y obstinación, era lo único que uno hubiese podido decir de ellos.
La palabra que se me ocurrió para describirlos fue cansancio. Se los veía cansados. Quizá cansados de su tarea rutinaria y del espectáculo de violencia y muerte que desde hace dos mil años fueron encontrando en su viaje sin fin. Cansados de atravesar un mundo que siempre está ardiendo y desangrándose en alguna parte. Tal vez cansados, desilusionados, de ir a adorar cada año al salvador de la humanidad, de quien, pese al gran sacrificio, pese a los muchos esfuerzos que pudiera haber realizado, hasta ahora no llegó ninguna señal alentadora.
Los tres Reyes Magos pasaron allá arriba frente a mí y luego llegaron hasta donde calculé que se acababan las casas del pueblo y comenzaban los campos, cruzando el río, y todavía durante un buen rato pude seguir su desplazamiento trabajoso, penoso, por encima de la tierra avergonzada.
*De Antonio Dal
Masetto.
-Publicado en Página/12 el 18-02-2003.
-Publicado en Página/12 el 18-02-2003.
*
Entre el humo y
el desamor
Yace el poeta
enamorado
De su soledad e
infortunio.
Su musa
inspiradora
Es el destierro
y la incomprensión
Las oleadas del
silencio
Rompen en las
orillas de la inspiración
Se enamoró
perdidamente
De ilusiones
trasparentes
Que rozaban en
la locura de la ingenuidad
Su aliento de
fresas y rocío
Resbalaron por
el tesoro de la cobardía.-
*De
Azul. azulaki@hotmail.com
***
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