*Dibujo de Ray Respall Rojas.
La Habana. Cuba.
HECHIZO*
Sólo al verte, amor mío, no sé
qué me sujeta a tu voluntad; he hecho tanto por ti que no me queda casi nada
por hacer.
Fausto
Johann Wolfgang
Von Goethe
Mi pasión no correspondida me
desvelaba, me quitaba el apetito, estaba a punto de enloquecerme… solo por eso
fui a tocar en la puerta de la bruja. Le pedí un sortilegio que sirviese para
atar la voluntad y el deseo de mi adorada. “¿Un amarre?”, me preguntó y, como
le comenté con cierta contrariedad que dicho así, sonaba a magia negra, se echó
a reír en mi cara. “Ponle el nombre que más te agrade, el efecto será el mismo.
Solo tienes que traerme algo que contenga su esencia, un pañuelo sudado, una
media sin lavar, cabellos, uñas… Antes de que se ponga el sol, la tendrás
rendida, babeándose por ti”.
El ansia por ver mi sueño hecho
realidad puso alas en mis pies. Con el pretexto de usar el teléfono porque el
mío estaba descompuesto logré entrar en casa de mi amada. Auricular en mano, le
pedí un vaso de agua y en lo que se alejaba rumbo al comedor tuve tiempo de
echar una rápida ojeada por el entorno de la sala. Como enviados por los
cielos, allí estaban, al lado de una tijera y aún húmedos, varios mechones de
sus cabellos. Tomé a toda prisa un rizo negro y lo oculté en mi bolsillo,
apenas probé el agua que me traía y partí a toda prisa de vuelta a la casa de
la hechicera. “¿Viste qué fácil fue?”, me dijo con una de esas risitas
sardónicas cuyo objeto no lograba captar, “Ahora paga y regresa a tu
apartamento, la dueña de este bucle tocará a tu puerta antes del atardecer”.
Y aquí la tengo, rendida como
paloma, obsesivamente prendada, requiriendo caricias, insaciable, impaciente,
capaz de hacer lo que sea por complacerme. ¿Era esto lo que querían decirme los
dioses al facilitarme tanto el camino? Cierto fue, la propietaria del bucle
arañó y golpeó mi puerta esa misma tarde. Ay, destino cruel, prisa engañosa,
mala bruja que de seguro está riéndose de mi suerte... ¡Y deja ya de morderme
los pies, Fifí, ahora te saco a pasear… pero procura al menos esta noche
intentar dormir en casa de tu ama!
Bien dicen que los perros se
parecen a sus dueños. La poodle recién acicalada que literalmente se babea por
mí, exhibe un copete de rizos negros y sedosos, casi el mismo pelado de mi
adorada Fefita.
*De
Marié Rojas.
La
Habana. Cuba.
LOS ERRORES Y LAS SOMBRAS NO SON VERDADEROS NI REALES…
Vigilia*
Para Liliana
Díaz Mindurry, por su pertinaz negación al sueño.
No digo fuego
ni fe, digo que crecen muertos en las paredes, que la noche miente con una sola
verdad y es la de los minutos que pesan una decena de pétalos o balas o
sombreros de copa. No digo tiempo. Aunque la prisa, la noche devora. La misma
noche que mata las paredes que esconden los muertos, que crecen de a estrellas,
a cada grado de negrura. La misma negrura que se me esconde detrás de los ojos,
que se me sale de noche, junto a los muertos que caen porque las paredes no
soportan el peso de la noche. No digo desesperanza, no digas desesperanza, no es
eso. Es la brutalidad escondida en las botellas. Vidrios rotos de las botellas
que han dejado escapar la brutalidad, el mundo, el insomnio.
*De Pamela S. Terlizzi Prina. pameprina@hotmail.com
Fragancia
a otoño*
Tengo la vida atada al cuello
con el ruido a roto
que viene del otoño
a salpicar mis ojos sin resguardo
Las veces que me inclino
para descansar quien fui,
se me cae la vida encima
como un cielo de memoria inflada
sin la virtud de los estupefacientes
Tengo la vida atada al cuello
y ya no sé cuanto falta
para volver a detenerme
y levantar entre mis dedos
la belleza de los días sin sus duelos.
Sólo presiento que la vida
se me viene encima,
con el jardín de un libro que llevo escrito
en el perfume a muerte,
que a estas horas,
rodea mi cuello.
con el ruido a roto
que viene del otoño
a salpicar mis ojos sin resguardo
Las veces que me inclino
para descansar quien fui,
se me cae la vida encima
como un cielo de memoria inflada
sin la virtud de los estupefacientes
Tengo la vida atada al cuello
y ya no sé cuanto falta
para volver a detenerme
y levantar entre mis dedos
la belleza de los días sin sus duelos.
Sólo presiento que la vida
se me viene encima,
con el jardín de un libro que llevo escrito
en el perfume a muerte,
que a estas horas,
rodea mi cuello.
*De Marcela
Lokdos. lokdos1@yahoo.com.ar
TESTIMONIO DE LA
DESPROTECCIÓN*
"Al río
que todo lo arranca lo llaman violento, pero nadie llama violento al lecho que
lo oprime."
BERTOLT BRECHT
El ánima es un
sedal roto.
Va. Viene.
Flota. Se hunde.
... En la
balanza oscila la alienación y la cordura.
Denuncia y
testimonio de la desprotección.
Olor a
lavandina y desinfectante.
No es
suficiente. No. No lo es.
Infección.
Miasma. Streptococcus .
Mercaderes de
la salud. Enquistados.
Compro y vendo,
quien da mas.
Los virus son
crisálidas blancas.
Asolan el
meridiano izquierdo.
Una anciana grita
socorro.
La soledad le
responde, gota a gota.
Gota a gota cae
el suero fisiológico.
Ley de
Gravitación universal. Todo cae.
La indiferencia
es una pintura de naturaleza muerta.
Las cucarachas
se esconden en las cloacas.
“Isla de los
esclavos”. Arlequín.
Buenos días.
Como está. Rezo. Mantra.
Todo gira. La
tierra gira alrededor del sol.
Inapelable
.Fatal. Necesario.
El ánima es un
sedal que ha encontrado una tabla.
Un madero. Un
tirante. Una viga. Una cruz,
Se aferra.
Desesperadamente.
La
Lágrima a
lágrima. Jeringa a jeringa.
Llanto a
llanto. Risa a risa.
Sangre a
sangre. Sangre a sangre.
*De Amelia Arellano. amelia.arellano01@yahoo.com.ar
Teatro de
sombras*
-No seas la
sombra mía -dijo ella, mirando por la ventana hacia el río.
-No sé si
serías feliz sólo porque yo no fuera tu sombra, dijo la sombra.
-No quiero ser
feliz, quiero ser otra.
-Cuando el día
llegue seré una sombra nueva, pero de noche soy sombra de tu noche y no puedo
ser más oscura.
-Cuando yo era
niña, vos eras una sombra niña.
-Cuando yo era
una sombra niña no nos decíamos estas cosas.
-¿Adónde ibas
cuando yo dormía?
-Me sentaba al
lado de tu cama y te veía soñar.
-¿Las sombras
no duermen?
-No.
-¿Y ahora, a
dónde vas cuando yo duermo?
-Sigo al lado
de tu cama.
-¿Por qué no te
vas?
-Porque no
habría sombra que te acompañe.
-Yo quiero
estar sola.
-No podrías
estar más sola sin una sombra.
-Parece que las
dos somos un mismo abismo. (Una cruza las manos sobre la rodilla y otra
también.) Hace un momento, cuando el tiempo no pasaba, estaba pensando en que
el aire te da frío.
-Sólo cuando
vos tenés frío.
-¿Ahora sos más
fuerte o más débil que cuando eras una sombra niña?
-¿Hay alguna
razón por la que yo tuviera que debilitarme?
-Mis errores.
-Los errores y
las sombras no son verdaderos ni reales.
-Pero cansan.
-Todos los
misterios cansan.
-Y las verdades
aburren.
-Tus palabras
me recuerdan la vida que nunca vivimos.
-Aquella vida
en la que las dos nos balanceábamos como olas de un mar.
-Nosotras
vivimos junto al río. El río es más misterioso que el mar. Abajo hay corrientes
desconocidas.
-Yo por mi
parte nunca quisiera nadar.
-No has nadado
nunca, por eso siempre hemos tenido la suerte de morir en todos los naufragios.
-De niña eras
pequeña y extraña.
-La realidad
era demasiado opaca para que una sombra niña fuera clara.
-¿Eras feliz
conmigo?
-Si vos
hubieras sido una niña feliz, yo habría sido una sombra feliz. Pero no está
bien visto que una sombra sea más feliz que su dueña.
-Me causa
horror tener que hacerte feliz.
-Es tu
problema. Soy una sombra llena de tu espanto.
-¿Por qué no me
dejás sola?
-Ya te lo dije,
sin sombra no podrías estar más sola.
-¿Hay algún
modo en que te pueda arrancar de mí?
-Cuesta tanto
quitarse una sombra...
-¿Las personas
alegres tienen sombras alegres?
-Las personas
alegres ignoran su sombra y las sombras se vuelven maquinales, inconscientes.
-Entonces estás
más feliz de ser la sombra mía.
-Sí, porque de
vez en cuando escucho tu carcajada.
-No me hagas
reír ahora recordando mis carcajadas.
-Son ruidosas.
-Sí. (Ríen la
mujer y la sombra. Luego hacen silencio.) Sombra mía, ¿por qué estás callada?
-Las sombras no
hablamos demasiado.
-No te fijes en
lo que las otras sombras hacen.
-El silencio de
una sombra es lo que a ésta da sentido.
-No pienses en
eso, sigamos hablando de nuestros desacuerdos.
-Al principio
vos creabas los paisajes y yo, las personas.
-Si, después
descreábamos las mismas cosas.
-Este no es
nuestro desacuerdo.
-No.
-Vos querías
que te dejara sola.
-Sí, ¡dejáme sola
sombra mía!
-No me hagas
repetir lo mismo. Soy una sombra no una redundancia.
-No te pongas
por encima de mí.
-Cuánto más me
rechazás más te pertenezco.
-Un día, que
había llovido mucho, me cansé de la lluvia.
-Ese comentario
me desalienta.
-Fue el día en
que convenimos en que ni vos ni yo éramos algo necesario.
-Siento ahora
que yo soy vos, y que vos sos mi sombra.
-He perdido el
mando.
-Riesgo de las
palabras.
-¿Qué voy a
hacer ahora que soy tu sombra?
-Podrías
soñarme un sueño.
-Esas son cosas
obvias. Dos sombras hablando de sueños no es ninguna novedad.
-No estés en mi
silencio.
-¿Cómo me lo
vas a impedir ahora que no sos más que sombra de tu sombra?
-Es conveniente
que cada cual tome su pedazo de entereza.
-¿Por qué
hablamos todavía?
-Esa pregunta
debió ser mía.
-¿Y si
lloramos?
-Yo prefiero
reír. Las lágrimas están perimidas. Y como verás otra vez estoy al mando.
-Sí. Son las
preguntas las que me debilitan.
-Sí. (La sombra
y la mujer se miran las manos.) --Muchas veces yo fingí ser una mujer sin
sombra.
-¿Y cómo te
fue?
-Como la mona.
-¿Qué clase de
comentario es ese?
-Afianzo mi
falta de poder.
-No digas más
tonterías.
-Entonces no sé
qué otras cosas podría decir.
(Final con
luces encendidas).
ROSAS ROJAS*
En la puerta del hospital de
urgencias, donde estacionan las ambulancias, había una pelea entre dos hombres.
Me llamó la atención porque solamente uno de los dos golpeaba al otro, que no
caía al piso a pesar de los tremendos puñetazos que le aplicaban en el rostro.
Habían comenzado dentro de un
taxi y bajado de él a los tumbos. Quien recibía los golpes ni siquiera sacaba
las manos de sus bolsillos, como si en ellos estuviera protegiendo algo
valioso. No ofrecía ningún tipo de resistencia, sólo buscaba evitar los
impactos. Pero no lograba hacerlo del todo, y el que golpeaba de manera feroz
–que por su ropa parecía ser el taxista – le asestó varias trompadas más hasta
que el agredido, al fin, se decidió a correr.
Me pareció extraño que no
hubiera intentado defenderse o al menos, alejarse cuanto antes.
Perdí de vista a los dos hombres
y seguí caminando. Entré al hospital por una de las puertas laterales. Venía
bastante apurado, como siempre. Iba a visitar a un pariente internado y sólo
llevaba un ramo de rosas rojas en mi mano derecha.
Unos segundos después, sentí que
me empujaban desde atrás. Trastabillé y casi caigo al suelo. En una de las
galerías, cerca de la terapia intensiva, el mismo hombre que había recibido los
golpes me tomó del brazo y con un arma pequeña apuntó a mi pecho.
Haciendo ademanes, me obligó a
acompañarlo. No dudé un segundo. Estaba muy lastimado y de su ojo izquierdo
parecía caer sangre. Su camisa blanca, llena de pequeñas manchas de color
oscuro. Y sus dientes...
Corrimos un largo trecho. La
gente se horrorizaba al ver su cara destrozada y el revólver que llevaba en su
mano derecha. Parecía algo grotesco, un hombre desequilibrado corriendo al lado
de otro que seguía sosteniendo, como si fuera un trofeo, un ramo de flores. No
entiendo por qué en ese momento no pude soltarlo.
Subimos a un pequeño ascensor.
Allí bajó su arma y me miró a los ojos por primera vez. Sacó de su bolsillo una
pequeña caja de color blanco, cerrada con cinta adhesiva, y me la entregó sin
decir nada.
Al detenernos en el segundo
piso, volvió a tomarme del brazo y así corrimos hasta el borde de un balcón que
se encontraba unos pasos delante de nosotros.
Abajo, la gente había empezado a
congregarse. Extrañamente, a pesar de todo, yo me encontraba tranquilo y seguro
de que no iba a lastimarme. Algo en su mirada lo decía. Pero aún no llegaba a
entender por qué me había dado la caja.
– No la abras todavía. Sólo
después que me vaya. No cometas los mismos errores que yo.
Habló como si estuviera leyendo
mi mente.
No tuve tiempo de preguntarle
nada. Acercó la punta del revólver a su garganta, debajo de la nuez de Adán, y
disparó.
Se desplomó sobre mí. Y la
sangre... ¡por Dios! Tanta sangre a borbotones sobre mi ropa, mis zapatos y el
ramo de flores.
Me lo saqué de encima. Sentía
vergüenza de pensar más en el asco que me producía ensuciarme que en la locura
y el drama de ese pobre hombre.
En pocos minutos llegó la
policía. Tarde, como en las películas. Sólo atiné a quedarme sentado, apoyado
contra la pequeña pared que nos rodeaba.
Guardé la caja en el bolsillo.
Tuve la tentación de dejarla tirada o de esconderla en el pantalón del suicida,
pero preferí respetar su último deseo. Cuando todos se fueran, la abriría.
Ya en mi departamento, cerca de
las cinco, aún no había podido almorzar. Seguía asqueado por la horrible
sensación de la sangre caliente sobre mi cuerpo. Volvía a verla, manando con
violencia, mojando mis manos y mis pies.
Me senté en el living. Acababa
de llamar la policía para pedir algunos datos y ver si podía aportar algo más.
De paso, me avisaron que el psicópata no había muerto todavía. Estaba muy
grave, internado en el mismo hospital de esta mañana. Era prácticamente
imposible que sanara o despertara, según el comisario a cargo de la
investigación.
Sin embargo, algo me impulsó a
ir a verlo. Para saber más de él o de su vida. Además, me tentaba la idea de
dejar la cajita blanca de bordes plateados entre sus pertenencias.
Pero no iba a poder hacerlo.
Unos minutos más tarde estaba en
camino del hospital, por segunda vez en pocas horas.
Llegué a la sala de terapia
intensiva pero dos oficiales me impidieron el paso. Estaban parados al lado de
la puerta, uno de cada lado.
Me preguntaron si tenía relación
con él, si era familiar o pariente. No quise decirles mi nombre, sólo contesté
que lo había conocido hace poco tiempo. El más joven me dio el pésame por
anticipado y me informó que podía quedarme por allí, para esperar el obvio
desenlace.
Les agradecí. Di media vuelta y
busqué la salida. Había sido un día bastante largo.
Después de subir a un taxi para
volver a casa, tomé la caja y me decidí a abrirla. De una vez por todas.
Nunca hubiera podido imaginarme
lo que contenía.
Tenía que entregársela a
alguien. Pero no a cualquiera. Alguien que fuera capaz de llevar a cabo lo que
la caja pedía.
Vi por el espejo retrovisor que
el taxista había observado lo mismo que yo. Y supe que comenzó a desearla, con
todas sus fuerzas.
Estacionó a los pocos metros,
cerca del sector de entrada y salida de ambulancias, y giró hacia mí. Me exigió
la caja y no quise dársela. Por eso mismo comenzó a golpearme. En el rostro, en
los oídos, en el estómago… pero no la solté. La guardé en mi bolsillo, a salvo
de todo.
Tratando de esquivar sus
trompadas, bajé del auto. Sin saber hacia dónde iba, empecé a buscar al próximo
destinatario.
Advertí que desde lejos nos estaban
mirando. Era un hombre calvo, como yo, que parecía llevar algo pesado en sus
manos.
Lo seguí. Enceguecido por el
impulso de compartir con alguien especial el contenido de la caja, fui hacia la
galería donde se encontraba. Aún sin saber cómo iba a convencerlo de que
acepte.
Se me ocurrió quitarle el arma a
un guardia del hospital. Lo hice y corrí con todas mis fuerzas por uno de los
pasillos. Mi corazón latía cada vez más rápido. La sangre ensuciaba mi camisa.
Tenía el ojo izquierdo semicerrado y mis dientes…
Encontré al calvo y lo tomé del
brazo. Con la pistola apunté a su pecho y lo obligué a correr junto a mí, para
alejarnos de todo.
Nos refugiamos en un ascensor.
Cuando bajamos en el segundo piso, casi sin aliento, le di la caja y le
indiqué:
– No la abras todavía. Sólo
después que me vaya. No cometas los mismos errores que yo.
No tuvo tiempo de preguntarme
nada. Allí mismo, cerca del balcón, acerqué la punta del pequeño revólver a mi
garganta y disparé.
Caí sobre él. Y mi sangre... por
Dios, tanta sangre a borbotones sobre su ropa, sus zapatos y el ramo de rosas
rojas que él seguía sosteniendo entre sus manos, como si fuera un maldito
trofeo.
*De Gonzalo Salesky. gonzalosalesky@gmail.com
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