*Obra de Claudia Marting.
Rosario. Argentina.
*
El amor es un
barco viejo
encallado en la
arena
se corre la voz
y hacia él van los turistas
entran
se asombran
juran que nunca
han visto nada igual
algunos incluso
sueñan con quedarse a vivir en él
luego de que el
guía termina con las explicaciones
los turistas
salen con una sonrisa en la cara
o una mueca de
satisfacción en las manos
y juran que
volverán
que volverán
siempre
porque es
maravilloso
porque es
hermoso ese barco enterrado en la arena
pero saben que
no regresarán
el guía sabe
también que jamás regresarán
el barco
también lo sabe
ha sido así
desde la primera rebelión de la lluvia
DESDE LA PRIMERA REBELIÓN DE LA LLUVIA…
LO FATÍDICO*
Último hotel,
último sueño,
pasajera
obstinada de la ausencia.
Julio Cortázar
La alborada
foránea
y su mirada
pueril
entre la
muchedumbre vana
d e s v a r í a
.
Balbucea la
piel
pupilas aciagas
p o s t e r g a
d a s.
Entre mis
piernas oxidadas
la palabra es
un gusano
irrumpe fémur y
rodillas.
Se matricula la
muerte,
en el tumulto
intacto
r e l i n c h a
.
Lestrigones en
despliegue
sombras
envilecidas
acallando el
pensamiento.
Atesoran
calizas
de sacrílegas
tumbas
anticipando los
tiempos.
Prorratean
consternaciones
sin sollozos,
ni amparo
suben al
mástil.
La indómita
muerte,
cegada de
tumbos
me traga.
Dormito en sus
nervaduras.
© 2013. TODOS
LOS DERECHOS RESERVADOS
Abuelo José*
Siento tus
manos de labrador
Amante de la
naturaleza
Con ellas
creaste un universo
De uvas
moscatel, negras, rosadas
En el verano
ellas cubrían de sombra
Para
resguardarnos del calor sofocante
Tu estampa
silvestre y humilde
Del laborioso
amante de la tierra
Estabas siempre
atento para
Regar en
cada atardecer las rosas
De multicolores
de tu hogar italiano
Tus manos
deformadas por tanto trabajo
Eran únicas
porque contaban tu historia
En sus rastros
digitales
Se narraban los
laberintos de tu nobleza
Querido abuelo
José
Tu nieto supo
quererte
Escuchando cada
anécdota
Cada leyenda,
cada utopía
El pudo amarte
y copiarte
Tus comidas
elaboradas caseras
Quien no te
pedía del barrio
Tu salsa de
tomates triturados
Llenos de amor
y tan experto
Seleccionando
cada fruto
Cada botella y
cada tapa
Para degustar
en el momento oportuno
Te fuiste si es
que te fuiste
Dejando tu
memoria en tu nieto
En él habitan
las enseñanzas
La libertad y
el buen gusto
Abuelo,
abuelito de simpleza
Solidaridad y
valentía
Te quiero decir
que mi hijo
Ha tomado lo
mejor de tu persona
Y por ello
estás presente
En su cielo y
en el mío.-
Para el abuelo José
4/12/2013
ÍCARO AUSENTE *
Todas las
calles conducen a tu nombre.
Lloran,
añorando tus pasos. Se quiebran.
Tropiezan.
Caen. Se levantan
El ruido de tus
pasos. Ah, tus pasos.
Pies de
Nazarena. Penitente del alba.
Preñada, aun y
siempre.
Tan calladas
tus piernas. Tan puras.
Tus púas, tan
calladas, tan rectas, tan sinuosas.
Los pasos
confluían en mi escucha.
De lejos
percibía el silencio.
-Es tan
estruendoso el silencio de los hospitales-
Yo, la recibía
con mis ojos callados.
Con mi boca
afiebrada.
-Áspero es el
sabor a pedregullos-
Con el pecho
quemado con preguntas.
-Aun arde,
todavía, arde-
Con mi amor,
con mi perpetuo amor.
Todas las
calles de mi nombre, vuelven, vuelven.
Ay no, las
calles de las noches. No. No.
La muerta
solitaria. La camilla. El olor a asepsia.
La niña más
blanca que la muerta.
Huída de la
nada. Miedo. Mucho miedo.
-Por qué, por
qué, por qué-
El hombre del
sombrero de fieltro en que ausencia partió.
“El algarrobo
abuelo” sus ramas:
Supieron que
desolación era mi nombre?
El Zorzal que
abrazaba la mujer guitarra, donde?
Las calles,
afilados cuchillos.
Todos conducen
a tu nombre, madre tristeza.
A tus pechos.
Plumones. Ícaro ausente.
*De Amelia Arellano. amelia.arellano01@yahoo.com.ar
LAS SUELAS
DESTROZADAS*
Un día voy a
calzarme las viejas zapatillas y encuentro que la suela de goma se ha abierto
completamente. Y no en una, sino en las dos. Me sorprendo como cada vez que
esto me pasa, y pienso en la fatiga del material, en ese instante ya
predeterminado desde la fábrica, fijado para la caducidad y el desgarro.
Recuerdo que
usé ayer las zapatillas, y estaban bien. Y de pronto hoy las dos suelas
destrozadas. Como las flores del bambú, que se abren en todo el mundo unidas
por una red intangible, como las gemelas que se despiertan en el dolor
compartido, y una llora, y a la otra la angustia le cierra el pecho.
Pero encuentro
las suelas destrozadas, de pronto. Y ayer no estaban así. Y quién es esa mujer
que en el espejo me devuelve una mirada con otro color de ojos, con otra
expresión, con unas arrugas que no eran y con esa tristeza de ver un poco más
allá, más arriba, un tanto más atrás de las cosas. Si yo sigo haciendo chistes
tontos, sigo bailoteando, sigo yendo al baño en puntas de pies y a la carrera.
Quién es esa mujer que apareció así, de improviso, tan de un día para otro que
hasta mi madre me dice que en las fotos del año pasado todavía estaba esa
muchacha con sonrisa abundante. Pero ya no. Pero ahora esta mujer oscura, esta
mujer que no se reconoce.
Me miro y hay
un pozo allí. Hay una persona con fatiga de material. Alguien que no permaneció
incólume, que finalmente y de un día para otro se rasgó y se le nota.
No es extraño
envejecer. No es inusual que los profundos dolores y las terribles tristezas
nos tracen un mapa debajo de la piel y en la escritura de la mirada. Lo que me
sorprende es lo súbito, lo extraño de que una imagen nueva y sin embargo tan
verdadera se presente en los reflejos.
Me miro en el
espejo. Veo las noches, tantas oscuridades, la cercanía de las muertes, las
partidas, los dolores de la traición esperada e inesperada. Veo la acumulación
de días, la soledad que hizo muros, la dulzura de los llantos calmos como
lloviznas. Veo una mujer triste allí. Menos pronta a juzgar, más pronta a la
ternura, pero tan cercana a la melancolía.
Tomo las
zapatillas rotas, las pongo en una bolsa, las desecho. No le servirán a nadie.
Me miro en el espejo, le sonrío a esa mujer triste, me visto con una prenda de
colores claros y preparo para ella alguna futura felicidad.
Saludo a la
mujer que he venido a ser. Me miro detenidamente para no perderme, para
reconocerme entre la multitud.
-2009-
*
Cada vez
desdicha
te hablaré de
amor
(donde no hay
ingenuidad
sino el alivio
un escondite
entre los cuerpos
una política
de vida)
*De Alejandra
Alma.
https://www.facebook.com/alejalma
http://alejandraalmapoesias.blogspot.com.ar/
El secreto del
mundo*
*Por Juan
Forn
El acápite de
novela más extraordinario que leí en mi vida dice: “El roble es un árbol. La
rosa es una flor. El ciervo es un animal. La golondrina es un pájaro. Rusia es
nuestra patria. La muerte es inevitable”. Son palabras de un tal Piotr
Smirnovsky y, si le creemos a Nabokov, vienen de un manual de gramática rusa
que se usaba para educar a los niños en Berlín durante la primera gran oleada
de la emigración, después de la revolución bolchevique. Había muchos rusos que
tomaban estas palabras como un dogma de fe en aquellos tiempos. Bajaban a
caminar por la calle en Berlín y esperaban encontrarse con el otoño en San
Petersburgo. Si se subían a un tranvía y se les caía un guante por la
ventanilla, tiraban el otro para que quien lo encontrara tuviera el par, aunque
no les quedara en los bolsillos ni una moneda para tabaco, carbón o té. Todos
eran escritores, todos creían tener algo que decir porque les dolía Rusia.
Leían los periódicos de la emigración como si leyeran a Tolstoi y los escribían
como si fueran Pushkin. No sólo no entendían la revolución que los había
expulsado de su mundo idílico; tampoco les entraba en la cabeza que la edad de
oro de la literatura rusa (ese medio siglo de Pushkin a Tolstoi) hubiera dejado
su lugar a la edad de plata (Ajmátova, Maiacovski, Blok). Para ellos no había
terminado todavía: continuaba en ellos. Habían tenido delante de sus narices a
los acmeístas y a los futuristas y a los imaginistas, antes de abandonar la
patria, pero seguían pensando que la literatura rusa la hacían ellos, en
salones prestados en Berlín.
Había un
muchacho que iba a esos salones, uno de “esos jóvenes rusos en Berlín que
vendían pobremente las sobras de su educación aristocrática dando lecciones
particulares de inglés, boxeo y tenis”. El también llevaba a Rusia en el
corazón. De hecho, se creía con más derecho que todos esos vejestorios de salón
a sentir que Pushkin y Tolstoi corrían por su sangre, porque en su caso el
parentesco no sólo era metafórico, sino sanguíneo: el joven Nabokov se creía el
príncipe heredero de la literatura rusa, y un poco así lo trataban esos
vejestorios (a fin de cuentas, su padre había muerto por la patria poco antes,
poniéndole el pecho a las balas que pretendían asesinar a Kerensky a la salida
de un mitín político en Berlín). El joven Nabokov asistía a aquellas veladas
con el cuello de la camisa abierto y zapatillas de tenis sin medias, el rostro
y las manos y los tobillos siempre bronceados y una inalterable indiferencia en
su expresión helénica, pero por dentro se sentía “como una casa a la que han
privado de su piano de cola”. En sus prolongados ratos libres entre clase y
clase, leía a Pushkin como si lo inhalara (“El lector de Pushkin siente que su
capacidad pulmonar crece”). Lo hacía como entrenamiento, pero no para escribir
poemas: sabía ya que sus poemas podían engañar a otros pero a él no; necesitaba
encontrar otro envase para la voz que tenía adentro. Y, así como descubrió
temprano frente a un tablero de ajedrez que no tenía pasta de gran maestro pero
sí tenía un talento tan endiablado como elegante para inventar problemas que
vendía después a la revista 8x8, supo en aquellos tiempos en Berlín (cuando una
muchacha hermosa que se convertiría en la mujer de su vida le dijo: “Me gustan
tus poemas pero las palabras parecen un talle más pequeño de lo que deberían
ser”) que la única manera que tenía de ser poeta era disfrazándose de
novelista.
Años después,
cuando ya había escrito todas sus fabulosas novelas en inglés, dijo que sólo se
había limitado a aplicar la idea que se le ocurrió en ruso, en aquellos tiempos
en Berlín: la de enmascarar la poesía en la prosa, la idea de que la gran
narrativa es “poesía inadvertida”, opera sin hacerse evidente. Todos esos años
de indolencia en Berlín, Nabokov estuvo en realidad entrenando el instrumento,
escribió primero siete novelitas una tras otra para ir familiarizándose con el
formato, y después puso sobre la mesa el libro que quería escribir desde un
principio: la biografía de la mente de un escritor. Puso todo ahí: el Berlín
opaco, la añoranza permanente de Rusia, las enfermas rivalidades literarias,
las mujeres, las estrecheces económicas y también los delirios de grandeza de
ese joven escritor, la manera en que va escribiendo su vida en la cabeza
mientras tanto. Fue la última novela que escribió en ruso; después se pasó al
inglés y, si se fijan un poco, repitió la táctica: un puñado de novelitas para
ir tomándole el punto al idioma y entonces los grandes libros, Lolita, Pálido
fuego, Habla memoria, Mira los arlequines.
Nina Berberova,
que tenía la misma edad que Nabokov, dijo que cuando leyó La dádiva en París en
1939 sintió “que toda mi generación había sido justificada, estábamos salvados,
teníamos sentido”. Pero el resto de la emigración detestó el libro y se sintió
ultrajada. Nadie quiso pagarle la publicación, Nabokov terminó encontrando un
editor alemán de poca monta que dejó morir al libro, y después, cuando logró
cruzar a salvo hasta Estados Unidos huyendo de los nazis, no confiaba en nadie
para que la tradujera, y él mismo no se decidía a hacerlo porque le resultaba
demasiado doloroso tener que enfrentar en inglés los dilemas estilísticos que
tan bien había sabido resolver en ruso, de manera que La dádiva (que en su
lengua original se llama Dar, un título que habría sido perfecto para su
traducción al castellano) durmió el sueño de los justos durante años y años, y
todavía hoy es un libro semiolvidado: las editoriales que publican con pingües
ganancias a Nabokov lo tienen fuera de catálogo, es una hazaña conseguir un
ejemplar, sea en castellano o en inglés, para no hablar del ruso.
Había tanto que
ofendía en La dádiva a los emigrados rusos en Berlín (y a los de Praga y a los
de París, que participaban a la distancia), fue tal la catarata de cartas
quejándose a los diarios sobre distintos momentos del libro, que nadie se
sintió escarnecido por una escena en que el joven protagonista compara la vida
de los rusos en Berlín con un cuento de los muchos que le hizo su padre
(muerto, como el de Nabokov, e idealizado como el de Nabokov): en los confines
de Chang, durante un incendio, un viejo chino tira agua sin cansarse al reflejo
de las llamas en las ventanas de su casa, convencido de que la está salvando.
Otro de los personajes de La dádiva dice en cierto momento: “La vida como viaje
es una ilusión estúpida. No hay viaje, no vamos a ninguna parte, estamos
sentados en casa y el otro mundo nos rodea, siempre”. Los rusos de Berlín
evitaban en lo posible el trato con los “aborígenes” (ajj, krautz),
desconfiaban y evitaban a los nuevos rusos que llegaban (espías, todos espías)
y seguían tirando agua contra el reflejo de un fuego en el vidrio. No había
mundo más pequeño. Y sin embargo, en el centro mismo de La dádiva una voz dice
estas fabulosas palabras: “No es fácil de entender pero si lo entiendes lo
entenderás todo y saldrás de la prisión de la lógica: el todo es igual a la más
pequeña parte del todo, la suma de las partes es igual a una de las partes de
la suma. Ese es el secreto del mundo”.
EL PEREGRINO*
Herida rosa
madre de los vientos
El árbol
patriarcal, deglute Trinca. Traga.
Esta noche he
sentido más que nunca su furia
Crujen los
huesos de mis hijos, ay, como crujen.
En la gruta
escondida crece el odio paralelo al vástago.
He odiado
salvajemente al padre y tan salvajemente
He amado al
hombre.
Entre restos
calcinados del incesto llanto recién nacido
Despojos de
cabellos, de uñas, de vestidos impuros.
Corales bocas.
Prostitutas del alba
Cambian de
lecho. Cicatrices amargas del olvido
Nostalgias
enredadas entre las medusas del sexo. Refugio.
Axilas
rasuradas Flacidez de los pechos sin leche.
Huida fragor de
pájaros Mierda tristeza de algas.
Esqueletos
buques fantasmales. Juegos fatuos.
Descendí hasta
el Tártaro. Allí lo he encontrado
Y me he
encontrado
El exilio de
hoy, ay, no es de hoy, ni siquiera de ayer
También en mi
está el animal que me habita y me devora.
Me posee en
largos corredores sombríos
En despojos de
lo que fue morada de los Dioses
Persecución.
Precarios espacios nauseabundos
Se
metamorfosea, me confunde. Huyo, pero siempre vuelvo.
Lejos ha
quedado el padre y en el nido hay sangre.
Esquivo, voy y
vengo, él espera, siempre espera.
Al
encontrarnos, las fauces y garras se confunden.
Jadean en do
mayor los huesos.
Piedra pan
hecha de miel y greda.
La brecha se
fragmenta. Hades entra.
Casa vidrio
cerrada. Huésped de bruma
Puerta piedra
sacra silenciosa. Llave umbral de las mareas.
Faro apagado A
la vera del mundo, el peregrino
Por fuera el
Ruido. Conchas marinas, cráneos petrificados
Adentro,
silenciosa, la soledad aguarda.
***
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