martes, diciembre 17, 2013

DESDE LA PRIMERA REBELIÓN DE LA LLUVIA...




*Obra de Claudia Marting.
Rosario. Argentina.
 
 
 
 
 
 
 
 
*
 
 
El amor es un barco viejo
encallado en la arena
se corre la voz y hacia él van los turistas
entran
se asombran
juran que nunca han visto nada igual
algunos incluso sueñan con quedarse a vivir en él
luego de que el guía termina con las explicaciones
los turistas salen con una sonrisa en la cara
o una mueca de satisfacción en las manos
y juran que volverán
que volverán siempre
porque es maravilloso
porque es hermoso ese barco enterrado en la arena
pero saben que no regresarán
el guía sabe también que jamás regresarán
el barco también lo sabe
ha sido así desde la primera rebelión de la lluvia
 
 
*De León Peredo. gustavojlperedo@yahoo.com.ar
 
 
 
 
 
 
 
DESDE LA PRIMERA REBELIÓN DE LA LLUVIA…
 
 
 
 
 
 
 
 
LO FATÍDICO*
 
 
Último hotel, último sueño,
pasajera obstinada de la ausencia.
Julio Cortázar
 
 
La alborada foránea
y su mirada pueril
entre la muchedumbre vana
d e s v a r í a .
 
Balbucea la piel
pupilas aciagas
p o s t e r g a d a s.
 
Entre mis piernas oxidadas
la palabra es un gusano
irrumpe fémur y rodillas.
 
Se matricula la muerte,
en el tumulto intacto
r e l i n c h a .
 
Lestrigones en despliegue
sombras envilecidas
acallando el pensamiento.
 
Atesoran calizas
de sacrílegas tumbas
anticipando los tiempos.
 
Prorratean consternaciones
sin sollozos, ni amparo
suben al mástil.
 
La indómita muerte,
cegada de tumbos
me traga.
 
Dormito en sus nervaduras.
 
 
*De Natalia Lara. cpc.larag@hotmail.com
© 2013. TODOS LOS DERECHOS RESERVADOS
 
 
 
 
 
 
 
 
 
Abuelo José*
 
 
 
Siento tus manos de labrador
Amante de la naturaleza
Con ellas creaste un universo
De uvas moscatel, negras, rosadas
En el verano ellas cubrían de sombra
Para resguardarnos del calor sofocante
 
Tu estampa silvestre y humilde
Del laborioso amante de la tierra
Estabas siempre atento para
Regar en  cada atardecer las rosas
De multicolores de tu hogar italiano
 
Tus manos deformadas por tanto trabajo
Eran únicas porque contaban tu historia
En sus rastros digitales
Se narraban los laberintos de tu nobleza
 
Querido abuelo José
Tu nieto supo quererte
Escuchando cada anécdota
Cada leyenda, cada utopía
 
El pudo amarte y copiarte
Tus comidas elaboradas caseras
 
Quien no te pedía del barrio
Tu salsa de tomates triturados
Llenos de amor y tan experto
Seleccionando cada fruto
Cada botella y cada tapa
Para degustar en el momento oportuno
 
Te fuiste si es que te fuiste
Dejando tu memoria en tu nieto
En él habitan las enseñanzas
La libertad y el buen gusto
 
Abuelo, abuelito de simpleza
Solidaridad y valentía
 
Te quiero decir que mi hijo
Ha tomado lo mejor de tu persona
Y por ello estás presente
En su cielo y en el mío.-
 
 
Para el abuelo José
4/12/2013
 
                
 
 
 
 
 
 
 
ÍCARO AUSENTE *
 
 
 
Todas las calles conducen a tu nombre.
Lloran, añorando tus pasos. Se quiebran.
Tropiezan. Caen. Se levantan
El ruido de tus pasos. Ah, tus pasos.
Pies de Nazarena. Penitente del alba.
Preñada, aun y siempre.
Tan calladas tus piernas. Tan puras.
Tus púas, tan calladas, tan rectas, tan sinuosas.
Los pasos confluían en mi escucha.
De lejos percibía el silencio.
-Es tan estruendoso el silencio de los hospitales-
Yo, la recibía con mis ojos callados.
Con mi boca afiebrada.
-Áspero es el sabor a pedregullos-
Con el pecho quemado con preguntas.
-Aun arde, todavía, arde-
Con mi amor, con mi perpetuo amor.
Todas las calles de mi nombre, vuelven, vuelven.
Ay no, las calles de las noches. No. No.
La muerta solitaria. La camilla. El olor a asepsia.
La niña más blanca que la muerta.
Huída de la nada. Miedo. Mucho miedo.
-Por qué, por qué, por qué-
El hombre del sombrero de fieltro en que ausencia partió.
“El algarrobo abuelo” sus ramas:
Supieron que desolación era mi nombre?
El Zorzal que abrazaba la mujer guitarra, donde?
 
Las calles, afilados cuchillos.
Todos conducen a tu nombre, madre tristeza.
A tus pechos. Plumones. Ícaro ausente.
 
 
*De Amelia Arellano. amelia.arellano01@yahoo.com.ar
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
LAS SUELAS DESTROZADAS*
 
 
 
Un día voy a calzarme las viejas zapatillas y encuentro que la suela de goma se ha abierto completamente. Y no en una, sino en las dos. Me sorprendo como cada vez que esto me pasa, y pienso en la fatiga del material, en ese instante ya predeterminado desde la fábrica, fijado para la caducidad y el desgarro.
Recuerdo que usé ayer las zapatillas, y estaban bien. Y de pronto hoy las dos suelas destrozadas. Como las flores del bambú, que se abren en todo el mundo unidas por una red intangible, como las gemelas que se despiertan en el dolor compartido, y una llora, y a la otra la angustia le cierra el pecho.
Pero encuentro las suelas destrozadas, de pronto. Y ayer no estaban así. Y quién es esa mujer que en el espejo me devuelve una mirada con otro color de ojos, con otra expresión, con unas arrugas que no eran y con esa tristeza de ver un poco más allá, más arriba, un tanto más atrás de las cosas. Si yo sigo haciendo chistes tontos, sigo bailoteando, sigo yendo al baño en puntas de pies y a la carrera. Quién es esa mujer que apareció así, de improviso, tan de un día para otro que hasta mi madre me dice que en las fotos del año pasado todavía estaba esa muchacha con sonrisa abundante. Pero ya no. Pero ahora esta mujer oscura, esta mujer que no se reconoce.
Me miro y hay un pozo allí. Hay una persona con fatiga de material. Alguien que no permaneció incólume, que finalmente y de un día para otro se rasgó y se le nota.
No es extraño envejecer. No es inusual que los profundos dolores y las terribles tristezas nos tracen un mapa debajo de la piel y en la escritura de la mirada. Lo que me sorprende es lo súbito, lo extraño de que una imagen nueva y sin embargo tan verdadera se presente en los reflejos.
Me miro en el espejo. Veo las noches, tantas oscuridades, la cercanía de las muertes, las partidas, los dolores de la traición esperada e inesperada. Veo la acumulación de días, la soledad que hizo muros, la dulzura de los llantos calmos como lloviznas. Veo una mujer triste allí. Menos pronta a juzgar, más pronta a la ternura, pero tan cercana a la melancolía.
Tomo las zapatillas rotas, las pongo en una bolsa, las desecho. No le servirán a nadie. Me miro en el espejo, le sonrío a esa mujer triste, me visto con una prenda de colores claros y preparo para ella alguna futura felicidad.
Saludo a la mujer que he venido a ser. Me miro detenidamente para no perderme, para reconocerme entre la multitud.
 
 
*De Mónica Russomanno.  russomannomonica@hotmail.com
-2009-
 
 
 
 
 
 
*
 
 
Cada vez
desdicha
te hablaré de amor
 
(donde no hay ingenuidad
sino el alivio
un escondite entre los cuerpos
una política
de vida)
 
 
*De Alejandra Alma.
https://www.facebook.com/alejalma
http://alejandraalmapoesias.blogspot.com.ar/
 
 
 
 
 
 
 
El secreto del mundo*
 
 
 
*Por Juan Forn
 
 
El acápite de novela más extraordinario que leí en mi vida dice: “El roble es un árbol. La rosa es una flor. El ciervo es un animal. La golondrina es un pájaro. Rusia es nuestra patria. La muerte es inevitable”. Son palabras de un tal Piotr Smirnovsky y, si le creemos a Nabokov, vienen de un manual de gramática rusa que se usaba para educar a los niños en Berlín durante la primera gran oleada de la emigración, después de la revolución bolchevique. Había muchos rusos que tomaban estas palabras como un dogma de fe en aquellos tiempos. Bajaban a caminar por la calle en Berlín y esperaban encontrarse con el otoño en San Petersburgo. Si se subían a un tranvía y se les caía un guante por la ventanilla, tiraban el otro para que quien lo encontrara tuviera el par, aunque no les quedara en los bolsillos ni una moneda para tabaco, carbón o té. Todos eran escritores, todos creían tener algo que decir porque les dolía Rusia. Leían los periódicos de la emigración como si leyeran a Tolstoi y los escribían como si fueran Pushkin. No sólo no entendían la revolución que los había expulsado de su mundo idílico; tampoco les entraba en la cabeza que la edad de oro de la literatura rusa (ese medio siglo de Pushkin a Tolstoi) hubiera dejado su lugar a la edad de plata (Ajmátova, Maiacovski, Blok). Para ellos no había terminado todavía: continuaba en ellos. Habían tenido delante de sus narices a los acmeístas y a los futuristas y a los imaginistas, antes de abandonar la patria, pero seguían pensando que la literatura rusa la hacían ellos, en salones prestados en Berlín.
Había un muchacho que iba a esos salones, uno de “esos jóvenes rusos en Berlín que vendían pobremente las sobras de su educación aristocrática dando lecciones particulares de inglés, boxeo y tenis”. El también llevaba a Rusia en el corazón. De hecho, se creía con más derecho que todos esos vejestorios de salón a sentir que Pushkin y Tolstoi corrían por su sangre, porque en su caso el parentesco no sólo era metafórico, sino sanguíneo: el joven Nabokov se creía el príncipe heredero de la literatura rusa, y un poco así lo trataban esos vejestorios (a fin de cuentas, su padre había muerto por la patria poco antes, poniéndole el pecho a las balas que pretendían asesinar a Kerensky a la salida de un mitín político en Berlín). El joven Nabokov asistía a aquellas veladas con el cuello de la camisa abierto y zapatillas de tenis sin medias, el rostro y las manos y los tobillos siempre bronceados y una inalterable indiferencia en su expresión helénica, pero por dentro se sentía “como una casa a la que han privado de su piano de cola”. En sus prolongados ratos libres entre clase y clase, leía a Pushkin como si lo inhalara (“El lector de Pushkin siente que su capacidad pulmonar crece”). Lo hacía como entrenamiento, pero no para escribir poemas: sabía ya que sus poemas podían engañar a otros pero a él no; necesitaba encontrar otro envase para la voz que tenía adentro. Y, así como descubrió temprano frente a un tablero de ajedrez que no tenía pasta de gran maestro pero sí tenía un talento tan endiablado como elegante para inventar problemas que vendía después a la revista 8x8, supo en aquellos tiempos en Berlín (cuando una muchacha hermosa que se convertiría en la mujer de su vida le dijo: “Me gustan tus poemas pero las palabras parecen un talle más pequeño de lo que deberían ser”) que la única manera que tenía de ser poeta era disfrazándose de novelista.
Años después, cuando ya había escrito todas sus fabulosas novelas en inglés, dijo que sólo se había limitado a aplicar la idea que se le ocurrió en ruso, en aquellos tiempos en Berlín: la de enmascarar la poesía en la prosa, la idea de que la gran narrativa es “poesía inadvertida”, opera sin hacerse evidente. Todos esos años de indolencia en Berlín, Nabokov estuvo en realidad entrenando el instrumento, escribió primero siete novelitas una tras otra para ir familiarizándose con el formato, y después puso sobre la mesa el libro que quería escribir desde un principio: la biografía de la mente de un escritor. Puso todo ahí: el Berlín opaco, la añoranza permanente de Rusia, las enfermas rivalidades literarias, las mujeres, las estrecheces económicas y también los delirios de grandeza de ese joven escritor, la manera en que va escribiendo su vida en la cabeza mientras tanto. Fue la última novela que escribió en ruso; después se pasó al inglés y, si se fijan un poco, repitió la táctica: un puñado de novelitas para ir tomándole el punto al idioma y entonces los grandes libros, Lolita, Pálido fuego, Habla memoria, Mira los arlequines.
Nina Berberova, que tenía la misma edad que Nabokov, dijo que cuando leyó La dádiva en París en 1939 sintió “que toda mi generación había sido justificada, estábamos salvados, teníamos sentido”. Pero el resto de la emigración detestó el libro y se sintió ultrajada. Nadie quiso pagarle la publicación, Nabokov terminó encontrando un editor alemán de poca monta que dejó morir al libro, y después, cuando logró cruzar a salvo hasta Estados Unidos huyendo de los nazis, no confiaba en nadie para que la tradujera, y él mismo no se decidía a hacerlo porque le resultaba demasiado doloroso tener que enfrentar en inglés los dilemas estilísticos que tan bien había sabido resolver en ruso, de manera que La dádiva (que en su lengua original se llama Dar, un título que habría sido perfecto para su traducción al castellano) durmió el sueño de los justos durante años y años, y todavía hoy es un libro semiolvidado: las editoriales que publican con pingües ganancias a Nabokov lo tienen fuera de catálogo, es una hazaña conseguir un ejemplar, sea en castellano o en inglés, para no hablar del ruso.
Había tanto que ofendía en La dádiva a los emigrados rusos en Berlín (y a los de Praga y a los de París, que participaban a la distancia), fue tal la catarata de cartas quejándose a los diarios sobre distintos momentos del libro, que nadie se sintió escarnecido por una escena en que el joven protagonista compara la vida de los rusos en Berlín con un cuento de los muchos que le hizo su padre (muerto, como el de Nabokov, e idealizado como el de Nabokov): en los confines de Chang, durante un incendio, un viejo chino tira agua sin cansarse al reflejo de las llamas en las ventanas de su casa, convencido de que la está salvando. Otro de los personajes de La dádiva dice en cierto momento: “La vida como viaje es una ilusión estúpida. No hay viaje, no vamos a ninguna parte, estamos sentados en casa y el otro mundo nos rodea, siempre”. Los rusos de Berlín evitaban en lo posible el trato con los “aborígenes” (ajj, krautz), desconfiaban y evitaban a los nuevos rusos que llegaban (espías, todos espías) y seguían tirando agua contra el reflejo de un fuego en el vidrio. No había mundo más pequeño. Y sin embargo, en el centro mismo de La dádiva una voz dice estas fabulosas palabras: “No es fácil de entender pero si lo entiendes lo entenderás todo y saldrás de la prisión de la lógica: el todo es igual a la más pequeña parte del todo, la suma de las partes es igual a una de las partes de la suma. Ese es el secreto del mundo”.
 
 
 
 
 
 
 
 
 
EL PEREGRINO*
 
 
 
 
Herida rosa madre de los vientos
El árbol patriarcal, deglute Trinca. Traga.
Esta noche he sentido más que nunca su furia
Crujen los huesos de mis hijos, ay, como crujen.
En la gruta escondida crece el odio paralelo al vástago.
He odiado salvajemente al padre y tan salvajemente
He amado al hombre.
Entre restos calcinados del incesto llanto recién nacido
Despojos de cabellos, de uñas, de vestidos impuros.
Corales bocas. Prostitutas del alba
Cambian de lecho. Cicatrices amargas del olvido
Nostalgias enredadas entre las medusas del sexo. Refugio.
Axilas rasuradas Flacidez de los pechos sin leche.
Huida fragor de pájaros Mierda tristeza de algas.
Esqueletos buques fantasmales. Juegos fatuos.
Descendí hasta el Tártaro. Allí lo he encontrado
Y me he encontrado
El exilio de hoy, ay, no es de hoy, ni siquiera de ayer
También en mi está el animal que me habita y me devora.
Me posee en largos corredores sombríos
En despojos de lo que fue morada de los Dioses
Persecución. Precarios espacios nauseabundos
Se metamorfosea, me confunde. Huyo, pero siempre vuelvo.
Lejos ha quedado el padre y en el nido hay sangre.
Esquivo, voy y vengo, él espera, siempre espera.
Al encontrarnos, las fauces y garras se confunden.
Jadean en do mayor los huesos.
Piedra pan hecha de miel y greda.
La brecha se fragmenta. Hades entra.
Casa vidrio cerrada. Huésped de bruma
Puerta piedra sacra silenciosa. Llave umbral de las mareas.
Faro apagado A la vera del mundo, el peregrino
Por fuera el Ruido. Conchas marinas, cráneos petrificados
Adentro, silenciosa, la soledad aguarda.
 
 
*De Amelia Arellano. amelia.arellano01@yahoo.com.ar
 
 
 
 
 
 
***
 
 
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