*Obra
de Walkala. Luis Alfredo
Duarte Herrera (1958-2010).
-En Aurora Boreal. Walkala:
un homenaje in memoriam
TRISTEZAS DE
CHAMUCHINA*
Al poeta Jorge Isaías
NOCHE DEL 52
Las vecinas lloraban por
Evita,
recuerdo, en el club y
en la despensa,
como quien pierde
a su hermana o a su
prima
–eran los años en que
los peones
tuvieron su día, su ley
y su camisa–.
“Debemos ser fuertes”,
escuché
decir a una de mis
tías
en esos días lentos y
extraños
que después, mucho
después,
relacioné con otras
horas
de la historia en que
la gente
y las esquinas de los
barrios
se ven grises, ausentes,
y muy tristes.
TANGOS Y MILONGAS
DE LA UNIDAD BÁSICA
Evita,
recuerdo, en el club y
en la despensa,
como quien pierde
a su hermana o a su
prima
–eran los años en que
los peones
tuvieron su día, su ley
y su camisa–.
“Debemos ser fuertes”,
escuché
decir a una de mis
tías
en esos días lentos y
extraños
que después, mucho
después,
relacioné con otras
horas
de la historia en que
la gente
y las esquinas de los
barrios
se ven grises, ausentes,
y muy tristes.
TANGOS Y MILONGAS
DE LA UNIDAD BÁSICA
Los brillos y el viento de
las calles
del barrio eran distintos;
había
tardes en que todo se
teñía
y se extendía en altas
ondas
de De Angelis que daban
contra
el paredón del taller
y regresaban
en su eco; otras tardes,
las menos,
eran de Di Sarli o de
Tanturi,
y de esas notas que
volaban
armoniosas.
Los árboles, las veredas,
los frentes
de las casas y los
vecinos
que pasaban iban así
tomando esos colores
y esos tonos
vespertinos, amables y
tan nuestros.
EL CASAMIENTO
las calles
del barrio eran distintos;
había
tardes en que todo se
teñía
y se extendía en altas
ondas
de De Angelis que daban
contra
el paredón del taller
y regresaban
en su eco; otras tardes,
las menos,
eran de Di Sarli o de
Tanturi,
y de esas notas que
volaban
armoniosas.
Los árboles, las veredas,
los frentes
de las casas y los
vecinos
que pasaban iban así
tomando esos colores
y esos tonos
vespertinos, amables y
tan nuestros.
EL CASAMIENTO
El casamiento fue
noticia
en todo el barrio,
por lo menos
un mes antes; y las
viejas
vecinas comentaban.
Los novios
estaban algo tensos
cuando
llegaron en taxi de la
iglesia
y los pocos
familiares
reunidos abrazaron
a la novia.
Sólo había en el patio
ocho
invitados, y una
parrilla
al fondo, que echaba
humo
entre el excusado y
las plantas.
El perro de la casa
se mantuvo
todo el tiempo echado
al pie de la pileta.
No hubo torta; no
hubo
valses ni risas ni
confites;
sólo abrazos y una
lágrima
perdida del dueño
de la casa.
Desde la radio, que
estaba
en la repisa, podían
escucharse
los bailables.
noticia
en todo el barrio,
por lo menos
un mes antes; y las
viejas
vecinas comentaban.
Los novios
estaban algo tensos
cuando
llegaron en taxi de la
iglesia
y los pocos
familiares
reunidos abrazaron
a la novia.
Sólo había en el patio
ocho
invitados, y una
parrilla
al fondo, que echaba
humo
entre el excusado y
las plantas.
El perro de la casa
se mantuvo
todo el tiempo echado
al pie de la pileta.
No hubo torta; no
hubo
valses ni risas ni
confites;
sólo abrazos y una
lágrima
perdida del dueño
de la casa.
Desde la radio, que
estaba
en la repisa, podían
escucharse
los bailables.
EL BUCANERO
El bucanero White tuvo
una calle
con su nombre en nuestro
barrio,
también don Medina, y
el viejo
Cunningham, aunque en
el caso
de éste se trató de un
pasaje
de tierra que doblaba y
no iba
a ningún lado; aunque
por esos
años todos creíamos
que ese barrio lejano,
o perdido,
no iba a ningún lado;
quedaba
en sí, siempre en sí,
muy en sí;
pero eso a los viejos
vecinos
les bastaba.
una calle
con su nombre en nuestro
barrio,
también don Medina, y
el viejo
Cunningham, aunque en
el caso
de éste se trató de un
pasaje
de tierra que doblaba y
no iba
a ningún lado; aunque
por esos
años todos creíamos
que ese barrio lejano,
o perdido,
no iba a ningún lado;
quedaba
en sí, siempre en sí,
muy en sí;
pero eso a los viejos
vecinos
les bastaba.
*Poemas de Eduardo Dalter.
eduardodalter@yahoo.com.ar
-“Tristezas de chamuchina” está
dedicado al poeta Jorge Isaías,
como abrazo por su “Crónica gringa” y por la vieja amistad.
como abrazo por su “Crónica gringa” y por la vieja amistad.
UNA EXTRAÑA TERSURA ESMERALDA QUE FULGURABA CON EL SOL…
AL ESCAMPE*
*Por Jorge Isaías. jisaias46@yahoo.com.ar
Aquellos lugares siempre nos
traían el recuerdo en las alas de las mariposas que en todos los veranos
ganaban las calles y la punta de los tamariscos y en los paraísos que
festoneaban los hondos callejones hundiéndose en el campo, que tenía el olor de
la alfalfa recién cortada y las florcitas blancas que coronaban los tréboles de
cuatro hojas, muy preciados por nuestra inocente búsqueda de la originalidad.
Habrá razones objetivas para que
esa nube de mariposas blancas y amarillas haya desaparecido de nuestro paisaje
para siempre, yo sólo noto su falta, como en los días en que las tormentas de
verano se precipitaban, primero levantando un poco de tierra desde el fondo
último de los campos, y luego un ejército de alguaciles zumbadores se
entrechocaban en el medio del viento y cuando los primeros goterones caían como
monedas pesadas sobre la tierra iban desapareciendo como por arte de magia y
cuando la lluvia era un tapiz oblicuo y obcecado sobre las cosas y los hombres,
los animales y las casas que iban largando agua a chorro por los caños de chapa
cantarines que abrían grandes charcos cuando tocaban el suelo hacía un rato de
tierra seca y ahora una gran mancha de barro expandiéndose y dando camino a los
sapos que cantaban su alegría y abandonaban sus cuevas con sus crías donde
habían estado sofocándose durante días y días. Era muy difícil que en pleno
verano ocurriera un temporal, nada hay más cierto ese refrán popular que dice
de la cortedad y prontitud de las tormentas de verano. Por más que los
relámpagos rajaran el cielo como si fuera una sandía gigantesca y los truenos
amenazaban partir la tierra en un instante. No pocos minutos después, como por
arte de magia el agua que había sido hasta allí una blanda cortina líquida, y
el escampe acontecía con su arco iris inmenso e inevitable, y las gotas iban
brillando sobre los pastizales porque al día le sobraba claridad y un sol largo
antes que deviniera el crepúsculo.
Las no pocas cañadas que en
aquel tiempo rodeaban el pueblo hincharían de agua su cauce lleno de juncos,
espadañas y nidos de chorlitos y bandurrias, y patos crestones que escapaban
raudos a los tiros de los primeros cazadores furtivos que ya andarían probando
matar algún bicho acuático para engrosar una olla flaca de por sí.
Los siriríes siempre desconfiados
ya volaban muy alto, muy por encima de las municiones y de las detonaciones de
las escopetas. Nunca supe hacia que lugares volaban, salvo que su grito
característico de donde viene su nombre iba hendiendo lento, perforante el
cielo quebrado del atardecer.
A veces he pensado que los patos
siriríes se iban acercando hacia esas nubes bajas y sobrepasándolas irían a
buscar lagunas que le dieran mayor seguridad a la vida suya y a la de sus
pichones, y esos lugares debían estar muy lejos de las poblaciones, que los
humanos llenaban de peligros, para su ansiada libertad.
Los recuerdos más gratos de
aquel tiempo, sin embargo, terminan siendo no la lluvia y las tormentas,
sino el final de todo ello. Cuando obteníamos el consabido permiso paterno para
chapotear descalzos en ese lodazal en que se transformaban las calles, y el
agua se atropellaba en los hondos zanjones que drenaban hacia el campo pasando
por la última casa que no era sino la de don José Vélez, frente a la chacra de
la familia Pozzi.
Todos los que fuimos chicos en
aquel tiempo remoto coincidimos que luego del juego del fútbol, nada se
aproximaba más a la felicidad que esas carreras con barquitos improvisados que
aprovechaban la rápida correntada y que casi siempre perdíamos porque iban esa
aguas a desembocar en la cañada más cercana al pueblo y que no era
otro que la del gordo Compañy.
Esos días inolvidables que
apenas podemos rescatar de las brasas casi apagadas del recuerdo y que era esa
sensación de libertad que nos proporcionaban esos pies descalzos, esos
pantaloncitos cortos que nuestras madres hacendosas cosían, ese torso desnudo
que llevaban las marcas de las sanguijuelas y los mosquitos, ese afán de
piratas, de bucaneros o de corsarios que leíamos en los libros del gran Emilio
Salgari, que nos proporcionaba dulcemente doña Julia, ese hada buena y
protectora de la infancia perdida para siempre. Y nosotros no mirábamos sino
esa correntada que se llevaba nuestros frágiles barquitos hechos de maderas
diversas, latas u otros materiales igualmente desechables.
No mirábamos el cielo porque si
no hubiéramos visto el vuelo de los patos hacia los cañadones más lejanos, las
gaviotas que en sus alas sostenías los rayos de ese sol débil que ninguna
cigüeña había podido sostener con esas inmensas alas que simulaban dos nubes
blancas percudiendo el cielo recién lavado, impoluto que se interponía ante
nosotros como la matriz más secreta de todos los relatos.
SOLEDAD*
Filiación de
llovizna.
Santa Fe, 1956
Nunca dejé
aflorar
hasta la
arcilla
ni imágenes de
secas orfandades
ni rituales de
agravios insistentes
ni hoscas penas
ni fuegos
subterráneos
ni filiación de
súplica
ni alquimias
engendrando
en redomas sin
sosiego
en sediciosos
úteros de azogue
la fuerza
desgarrada de mi canto
Rehén de las cabriolas
más rebeldes
me empeñaba en
hilar mis talismanes
en maquillar de
olvido la intemperie
a pura
carcajada de payaso
en cubrir
a mansalva
cada grieta
rasgando las
membranas de mis máscaras
en colgar
de patíbulos
prolijos
ramilletes de
cielos coagulados
Sólo en la
libertad de los silencios
mientras andaba
el mundo
en madrigueras
paría la
esperanza de mis versos
derramaba el
calostro de mi llanto
Nadie supo
jamás
de tantas
muertes
de tanto sueño
andando por mi sangre
porque
sólo entre
pulsos de tinieblas
pujando en
soledad
nacen los
pájaros
*De NORMA
SEGADES - MANIAS
Incendios*
Es una vieja promesa: tenemos el desierto por delante y dos motos que
responden bien. La mía es una ruidosa Tehuelche de industria nacional. Mi
padre, desde su Vespa, se vuelve y me grita que ahí el general Roca chocó con
los indios. No sé si es verdad porque mi padre es un mistificador de la
historia nacional, un mentiroso de aquellos. Va con el pucho en los labios y
las antiparras blanqueadas por el polvo, estira el cuello como si se asomara
por encima de la historia. En el maletín lleva pastelitos de dulce de membrillo
y tortas fritas que compramos en Acha antes de internarnos en el puro desierto.
Para mí es como estar en un cuento de Kipling, pero sin árboles africanos.
Mi padre había prometido volver a su mocedad de motores y distancias y esa aventura calzaba bien al esplendor de mi juventud. Ahí donde él dice que fusilaron a los indios hay como un paredón de piedras que han llegado de otro sitio pero cómo, para qué. Vamos por el huellón que años después será una ruta y al entrarle a la curva, cerca de los abrojos, mi padre hunde las ruedas en el polvo y sale lanzado por encima de los matorrales. Es un polvillo liviano y traicionero que cualquier buen piloto habría tomado en diagonal, como se encaran los rieles o las grandes verdades. Pero mi padre no es el avezado rutero que dice ser. A tantos nos pasa. Sus consejos son siempre buenos pero no hay manera de que los ponga en práctica a la hora de necesitarlos. Y ahí va, volando como una gigantesca águila blanca, planeando sobre el campo y los lejanos tiempos en que estuvo enamorado por primera vez. La caída es estrepitosa y ridícula; una rodada de anchos pantalones de sarga a los que van a pegarse los abrojos y los malos recuerdos. Lo jodido de ser joven, supongo que piensa mi padre mientras me mira avergonzado, es que lo peor todavía está por venir. Creo que habrá pensado así mientras se sacaba los abrojos como si fueran pulgas.
La cantimplora se ha volcado, la moto no deja de bramar ahí tirada; el matorral de espinillos petisos se inclina con el viento. Dejo la Tehuelche en la hondonada y voy a buscarlo. Tiene una sonrisa boba, metida para adentro, como si lo hubieran sorprendido robando naranjas. Se levanta las antiparras y me dice que un golpe de aire le torció el manubrio justo cuando buscaba la diagonal. Si fuera a creer todo lo que dice no estaría detrás suyo, en esas fronteras que ahora vuelven a mí para cruzarse con otras que intuyo adelante. Le paso las manos por debajo de los brazos y lo levanto hasta que al fin hace pie. Le da una patada furiosa a la Vespa y de pronto me señala un resplandor: una mancha roja que se abre paso por debajo de las nubes, allá donde nuestro camino se pierde en el horizonte. Ya había visto otros incendios me dice, pero en el río, cerca de Campana, nunca en el desierto.
Levanta la moto, comprueba que está bien y me indica unos arbustos que pueden darnos un rato de sombra. Saca los pastelitos y prepara el mate en silencio. Al rato me doy cuenta de que se está devanando los sesos para encontrar una manera de atravesar el incendio sin quemarse el bigote. Le
digo como al pasar que tal vez sería mejor volver a Acha con el fresco de la noche. Enseguida se le tuerce la boca en un gesto sobrador. Otra vez me quiere mostrar su omnipotencia. Sólo que ya soy grande y no me creo lo suyo.
De chico me impresionaba porque sabía hacer cálculos complejos y se conocía de memoria las capitales de todo el mundo, pero después empezamos a alejarnos, a mirarnos con respeto, pero sin ternura. Ahora me daba cuenta de que ya venía jugado. Andaba buscando incendios no para apagarlos, sino para
desafiarse a sí mismo; cruzaba ríos por el gusto de ganarle a la correntada y si le inventaba historias a los próceres era porque anhelaba haberlas vivido en carne propia. Como si fuera Roca peleando contra los indios. Así le iba: desde que salió a las provincias llevaba rotos un brazo, la cabeza y varias costillas. Piloteaba cualquier cacharro a toda velocidad sin enterarse de que era pésimo al volante. A veces iba preso o lo trasladaban por irrespetuoso. Casi siempre terminaba mal. Por eso, quizá, rumiaba la idea de irle de frente al incendio y al caer la noche trazó la hipótesis, escuchada en alguna parte, de que la mejor manera de combatir el fuego es ponerle más fuego.
Insisto en volver a Acha y él se pone furioso. Un tipo joven y que lleva su apellido no puede ser tan cagón, me grita y enumera imposibles blasones familiares. Sabe que no vamos a cruzar entre las llamas, pero un día podrá contar que fui yo quien se lo impidió. Al rato abre el bidón de nafta que llevamos de emergencia y se sienta a dibujar en la tierra el círculo de seguridad que se propone crear quemando un kilómetro de arbustos. Lo dejo hacer, lo escucho y me digo que nunca ha dejado de ser un chico. Todo lo
hace sin pensar en las consecuencias. Esa clase de tipos que salen a comprar cigarrillos y tardan cinco años en volver.
A la hora de la cena el fuego aparece allá enfrente y una humareda negra cubre la luna. También, por fortuna, se ven relámpagos y pronto empiezan los truenos y las primeras gotas. Supongo que ha estado rezando para que Dios lo saque del apuro, pero lo primero que le oigo murmurar es que así debe ser el
Apocalipsis. Fuego y agua, vientos cruzados; víboras que huyen y pájaros incendiados. Mi padre levanta los puños como un poseído, recita salmos de desastre y corre en círculo vaciando el bidón. Me dice que lleve las motos bien lejos y cuando vuelvo prende el encendedor. Un par de veces se lo apaga
la lluvia hasta que por fin una mata toma fuego. En ese momento no pienso en el peligro, sino en el ridículo. Para que no entren las víboras, dice, por eso hizo un redondel de llamas. Furioso, lo agarro de las solapas y le grito que basta, que se deje de joder. Ya está lloviendo a cántaros y no tenemos
con qué cubrirnos. Al fin me pega un empujón, tose y se sienta a contemplar el desierto que ha elegido para medirse con sus fantasmas. Ya es tarde para salir de ahí porque el agua ha embarrado el camino. Igual, nunca me había pasado de sentirme tan dispuesto a romper con él y sus manías. Fui corriendo
a buscar la Tehuelche y empecé a desandar el camino, entre relámpagos. no me importaba abandonarlo a su suerte. Sin público que impresionar iba a volverse más razonable, supuse en ese momento y todavía pensaba lo mismo cuando escampó y me senté a esperarlo en una estación de servicio.
Pero no vino. Pasaron helicópteros, bomberos, tropas de auxilio y mi padre no llegó. Pregunté si habían encontrado gente atrapada allá y me dijeron que a dos alemanes y un viajante de comercio. Dormí un rato en el galpón de la gomería, cargué nafta y me largué de nuevo por el desierto. El campo tenía una extraña tersura esmeralda que fulguraba con el sol. Los arbustos habían ardido hasta que el buen dios que acompañaba a mi padre les mandó un chaparrón. Sobre los huellones había grandes pájaros quemados y eso sí que no pude olvidarlo nunca.
Volví muchas veces a la llanura y siempre pensé en mi padre y en mí, en aquel que era entonces. Ahora el niño soy yo y mi juguete es la palabra: puedo hacer que ardan de nuevo aquellos pájaros y trazar un arco iris al amanecer. Ahí está mi padre, en un boliche a la entrada del pueblo. Lleva un piloto largo y parece Clint Eastwood al final de Los imperdonables. Está un poco borracho y al verme llegar se le dibuja en los labios una mueca de desdén. Me siento frente a él y pasamos una hora en silencio. De tanto en tanto, tose hasta ahogarse. Por fin, cuando se le terminan los cigarrillos, me mira a los ojos y me pregunta a dónde voy.
Al mismo lugar que él, le contesto. A comprarle juguetes para que crezca y de una vez por todas aprenda a andar solo por el mundo.
Mi padre había prometido volver a su mocedad de motores y distancias y esa aventura calzaba bien al esplendor de mi juventud. Ahí donde él dice que fusilaron a los indios hay como un paredón de piedras que han llegado de otro sitio pero cómo, para qué. Vamos por el huellón que años después será una ruta y al entrarle a la curva, cerca de los abrojos, mi padre hunde las ruedas en el polvo y sale lanzado por encima de los matorrales. Es un polvillo liviano y traicionero que cualquier buen piloto habría tomado en diagonal, como se encaran los rieles o las grandes verdades. Pero mi padre no es el avezado rutero que dice ser. A tantos nos pasa. Sus consejos son siempre buenos pero no hay manera de que los ponga en práctica a la hora de necesitarlos. Y ahí va, volando como una gigantesca águila blanca, planeando sobre el campo y los lejanos tiempos en que estuvo enamorado por primera vez. La caída es estrepitosa y ridícula; una rodada de anchos pantalones de sarga a los que van a pegarse los abrojos y los malos recuerdos. Lo jodido de ser joven, supongo que piensa mi padre mientras me mira avergonzado, es que lo peor todavía está por venir. Creo que habrá pensado así mientras se sacaba los abrojos como si fueran pulgas.
La cantimplora se ha volcado, la moto no deja de bramar ahí tirada; el matorral de espinillos petisos se inclina con el viento. Dejo la Tehuelche en la hondonada y voy a buscarlo. Tiene una sonrisa boba, metida para adentro, como si lo hubieran sorprendido robando naranjas. Se levanta las antiparras y me dice que un golpe de aire le torció el manubrio justo cuando buscaba la diagonal. Si fuera a creer todo lo que dice no estaría detrás suyo, en esas fronteras que ahora vuelven a mí para cruzarse con otras que intuyo adelante. Le paso las manos por debajo de los brazos y lo levanto hasta que al fin hace pie. Le da una patada furiosa a la Vespa y de pronto me señala un resplandor: una mancha roja que se abre paso por debajo de las nubes, allá donde nuestro camino se pierde en el horizonte. Ya había visto otros incendios me dice, pero en el río, cerca de Campana, nunca en el desierto.
Levanta la moto, comprueba que está bien y me indica unos arbustos que pueden darnos un rato de sombra. Saca los pastelitos y prepara el mate en silencio. Al rato me doy cuenta de que se está devanando los sesos para encontrar una manera de atravesar el incendio sin quemarse el bigote. Le
digo como al pasar que tal vez sería mejor volver a Acha con el fresco de la noche. Enseguida se le tuerce la boca en un gesto sobrador. Otra vez me quiere mostrar su omnipotencia. Sólo que ya soy grande y no me creo lo suyo.
De chico me impresionaba porque sabía hacer cálculos complejos y se conocía de memoria las capitales de todo el mundo, pero después empezamos a alejarnos, a mirarnos con respeto, pero sin ternura. Ahora me daba cuenta de que ya venía jugado. Andaba buscando incendios no para apagarlos, sino para
desafiarse a sí mismo; cruzaba ríos por el gusto de ganarle a la correntada y si le inventaba historias a los próceres era porque anhelaba haberlas vivido en carne propia. Como si fuera Roca peleando contra los indios. Así le iba: desde que salió a las provincias llevaba rotos un brazo, la cabeza y varias costillas. Piloteaba cualquier cacharro a toda velocidad sin enterarse de que era pésimo al volante. A veces iba preso o lo trasladaban por irrespetuoso. Casi siempre terminaba mal. Por eso, quizá, rumiaba la idea de irle de frente al incendio y al caer la noche trazó la hipótesis, escuchada en alguna parte, de que la mejor manera de combatir el fuego es ponerle más fuego.
Insisto en volver a Acha y él se pone furioso. Un tipo joven y que lleva su apellido no puede ser tan cagón, me grita y enumera imposibles blasones familiares. Sabe que no vamos a cruzar entre las llamas, pero un día podrá contar que fui yo quien se lo impidió. Al rato abre el bidón de nafta que llevamos de emergencia y se sienta a dibujar en la tierra el círculo de seguridad que se propone crear quemando un kilómetro de arbustos. Lo dejo hacer, lo escucho y me digo que nunca ha dejado de ser un chico. Todo lo
hace sin pensar en las consecuencias. Esa clase de tipos que salen a comprar cigarrillos y tardan cinco años en volver.
A la hora de la cena el fuego aparece allá enfrente y una humareda negra cubre la luna. También, por fortuna, se ven relámpagos y pronto empiezan los truenos y las primeras gotas. Supongo que ha estado rezando para que Dios lo saque del apuro, pero lo primero que le oigo murmurar es que así debe ser el
Apocalipsis. Fuego y agua, vientos cruzados; víboras que huyen y pájaros incendiados. Mi padre levanta los puños como un poseído, recita salmos de desastre y corre en círculo vaciando el bidón. Me dice que lleve las motos bien lejos y cuando vuelvo prende el encendedor. Un par de veces se lo apaga
la lluvia hasta que por fin una mata toma fuego. En ese momento no pienso en el peligro, sino en el ridículo. Para que no entren las víboras, dice, por eso hizo un redondel de llamas. Furioso, lo agarro de las solapas y le grito que basta, que se deje de joder. Ya está lloviendo a cántaros y no tenemos
con qué cubrirnos. Al fin me pega un empujón, tose y se sienta a contemplar el desierto que ha elegido para medirse con sus fantasmas. Ya es tarde para salir de ahí porque el agua ha embarrado el camino. Igual, nunca me había pasado de sentirme tan dispuesto a romper con él y sus manías. Fui corriendo
a buscar la Tehuelche y empecé a desandar el camino, entre relámpagos. no me importaba abandonarlo a su suerte. Sin público que impresionar iba a volverse más razonable, supuse en ese momento y todavía pensaba lo mismo cuando escampó y me senté a esperarlo en una estación de servicio.
Pero no vino. Pasaron helicópteros, bomberos, tropas de auxilio y mi padre no llegó. Pregunté si habían encontrado gente atrapada allá y me dijeron que a dos alemanes y un viajante de comercio. Dormí un rato en el galpón de la gomería, cargué nafta y me largué de nuevo por el desierto. El campo tenía una extraña tersura esmeralda que fulguraba con el sol. Los arbustos habían ardido hasta que el buen dios que acompañaba a mi padre les mandó un chaparrón. Sobre los huellones había grandes pájaros quemados y eso sí que no pude olvidarlo nunca.
Volví muchas veces a la llanura y siempre pensé en mi padre y en mí, en aquel que era entonces. Ahora el niño soy yo y mi juguete es la palabra: puedo hacer que ardan de nuevo aquellos pájaros y trazar un arco iris al amanecer. Ahí está mi padre, en un boliche a la entrada del pueblo. Lleva un piloto largo y parece Clint Eastwood al final de Los imperdonables. Está un poco borracho y al verme llegar se le dibuja en los labios una mueca de desdén. Me siento frente a él y pasamos una hora en silencio. De tanto en tanto, tose hasta ahogarse. Por fin, cuando se le terminan los cigarrillos, me mira a los ojos y me pregunta a dónde voy.
Al mismo lugar que él, le contesto. A comprarle juguetes para que crezca y de una vez por todas aprenda a andar solo por el mundo.
*De Osvaldo
Soriano. Incluido en "Piratas, fantasmas y dinosaurios"
Editorial Norma. Bs. As. Edición de 1996.
Editorial Norma. Bs. As. Edición de 1996.
TURMALINAS*
No, mi niño no
es el gemido de la guerra, es el hambre.
Los piojos. La
leche agria. Las manos escarbando la basura.
No temas. Son
otra vez, los axiomas sagrados.
La vida es tan
sencilla como lo es la muerte.
Gota a gota
desborda el malecón.
La vida. La
supervivencia. Es tan sencilla y áspera.
Pétalo. Lengua
de gato. La lima no es un fruto.
Tan sencilla y
filosa. Amor mío, rebana el pan de miel.
Hoja roma, rama
seca, cuchillito del monte.
Es el hambre y
el frío. Sopla, mi amado, sopla. Mas!
No, no sueñes,
no es la hora. No.
Partida de
abedules. Barquito que no vuelve. Una cruz en la tierra.
Amor amor. No
soples más. Son fuegos fatuos.
“Ay que prado
de penas”
“! Ay que dolor
de sangre prisionera me está clavando agujas en la nuca!”
Hazme otro
niño. La tierra está desierta.
Te esperaré
disimulada en una marcha de cuchillos.
Rastrojos en la
siesta. Tus manos artesanas.
Cúbreme con
turmalinas negras.
Almizcle.
Soledad de cicuta. No. Tregua ni pausa.
Me desnudó
despacio y a escondidas de Dios.
Empecinadamente.
Toro. Semental. Gallo de riña.
Trago a paso.
Paso a mano. “pasará, pasará y el último quedará”
Me quitó una
bandada de gaviotas mueras.
Un halcón. Una
cigarra. Una ameba.
Vamos a
Babilonia. Negro que te quiero negro.
Claveles
dispersos en las playas. Virgen del mar.
Barro y
arcilla, entre tus manos.
Stop. No pasar,
calavera de vidrio.
La muerte es
tan sencilla, como lo es la vida.
*De Amelia Arellano. amelia.arellano01@yahoo.com.ar
*
nos tocan las
palabras
con esa
impunidad que lleva a la nostalgia
del tiempo que
nunca se tuvo
*De Alejandra
Alma.
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Cuales son los ejes de la propuesta?
Proponer el intercambio sensible desde la literatura.
Sostener la difusión de ideas para pensar sin manipulación
Inventiva Social no puede asegurar la originalidad ni autoria de obras recibidas.
Respuesta a preguntas frecuentes
Que es Inventiva Social?
Una publicación virtual editada con cooperación de escritores y lectores.
Cuales son sus contenidos?
Inventiva Social relaciona en ediciones cotidianas contenidos literarios y noticias que se publican en los medios de comunicación.
Cuales son los ejes de la propuesta?
Proponer el intercambio sensible desde la literatura.
Sostener la difusión de ideas para pensar sin manipulación
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