martes, enero 28, 2014

ESTACIÓN EMILIANO REYNOSO.

 
Inventren
 
 
 
Hemisferios de soledad*
 
 
“Una pequeña mueca
alzándose soberana en tu rostro
(mi patria / mi exilio)
y estas palabras habrán cumplido su función”
(Anónimo)
 
 
 
Querida -por mí-,
son las siete y media pasaditas. Aunque parezca estúpido, es propio del ser humano encerrar sus acciones en alguna especie de simbolismo, un contorno que le otorgue un poco de sentido a la sustancia. Y aquí me ves. No soy la excepción a la regla (Aunque algunas veces quisiera serlo). Desafortunadamente, sigo siendo el mismo. Aquel que prometió amarte desde la percudida ventanilla del tren. Aquel impuntual hombre vestido de melancolía. Aquel que hoy abraza el pasado /porque te incluye/, aquel que pernocta en endecasílabos /porque te nombran/, aquel que escucha la lluvia llover /porque escucha tu voz en ella/, aquel que te busca en el gris añejo de lánguidas paredes /porque no te encuentra/. Pero siempre, aquel hombre que asume el verso para alcanzarte.
Muchas veces no alcanzan los versos para acercarte a mis orillas: de tanto pensarte mar/ de tanto sentirte cielo/ temo que el horizonte se confunda en tu cuerpo/ temo que eso ocurra/ quiero que ocurra. Llevo un poco de tu sino en mi rostro, mi rostro no es sólo la tristeza que inauguro cuando te vas del campo de mis ojos, mi rostro no es simplemente tristeza de lo que no fue; es, además, porvenir, estrellas fugaces iluminando la liturgia del alba, letras heterodoxas que juegan a ser números que juegan a ser letras que juegan a ser tretas que juegan. Mi rostro no es sólo tristeza, pero la tristeza encuentra un hábitat propicio en él, principalmente si no estás. Si no estás, siento que yo no estoy. Tampoco.
Pero si estás, pequeño caramba del destino, te dejo olvidada en el metro o en la plaza. Como si fueras una maleta. Como si fueras. No puedo tenerte porque el miedo a perderte es casi tan grande como el miedo a encontrarte. Y ese laberinto me define. “Cuidado. No lo olvide en un laberinto”, debería estar escrito en mi  rostro. O en mi piel. Piel que alguna vez fue nuestra. En los tiempos en que aún existía el nosotros. Nuestro nosotros. Hoy es historia o, lo que es peor, prehistoria. Nadie más que nosotros podrá recordar todo lo que nos perdimos por miedo a la rutina, al café de oficina y a unas cuantas lunas borrándose con el vino. Antes me consolaba pensar en la sabiduría del tiempo, en la necesidad de las espinas del tiempo, en las esquinas rotas de un tiempo pasado, en el dolor como requisito indispensable para alcanzar la trascendencia. Hoy me pregunto: ¿puede haber trascendencia que no involucre tus ojos? Si sólo fuera cuestión de pensarte y kabum aparecieras, no habría problema y gracias poesía. Pero no. Lamentablemente no. Entre pensarte y tenerte hay un abismo insalvable. Y hoy preferiría estar al borde de ese abismo, pero al lado tuyo. Decirte despacito al oído: adiós tiempo, bienvenido espacio nuestro. Pero no puedo. Hoy el tiempo sigue alardeando su victoria incuestionable, y el espacio está en suspenso, en vilo y no en vivo.
Ya son casi las nueve y sigo escribiendo. Aún no te pude convocar. Ese es otro problema. No sé convocar tu presencia. Tendré que conformarme con rememorar tus ojos, leve simetría horizontal que asemeja caos y orden. Seguir por tu rostro, hormiguero de besos a contramano. Y terminar en tus manos. Abrir este pecho índigo, atiborrado de rosas pulverizadas, y dejarlo en tus manos. Proteger tus manos del frío. Pero no. Lamentablemente no. No me alcanza con pensarte. Desafortunadamente, sigo siendo el mismo. Aquel que prometió amarte hasta el fin de los tiempos. Aquel impuntual hombre vestido de melancolía. Aquel que hoy abraza el pasado /porque te incluye/, aquel que pernocta en endecasílabos /porque te nombran/, aquel que escucha la lluvia llover /porque escucha tu voz en ella/, aquel que te busca en el gris añejo de lánguidas paredes /porque no te encuentra/. Pero siempre, aquel hombre que asume el verso para alcanzarte. Aquel. Éste.
 
 
*De Leonardo Pez. leonardopez@gmail.com
 
 
 
 
 
 
ESTACIÓN EMILIANO REYNOSO
 
 
 
 
 
Compartimos la Ventana del Tren*
 
 
 
 
Aquella vieja mujer
sentía cargar los días con los pies,
y con las manos
dejar regadas las semillas de algún recuerdo
que a veces
crecía hasta dar sus frutos,
ricos en vitamina C.
 
 
Sentía un recuerdo atorado entre sus dientes
que no conseguía hacer que saliera.
 
 
Aquella bella anciana,
con su ropa roída y sucia,
se sentaba a diario en medio del camino:
un camino sin nombre,
de tierra,
con a penas unos árboles
que hicieran sombra,
para vender un poco de comida
que preparaba con penosa distracción
día con día.
 
 
Se instalaba siempre en el mismo sitio:
a un costado de una roca
que le servía de mesa,
sacaba de entre su carga
cajitas de colores
que contenían su vida
horneada a fuego lento...
 
 
Destapaba cada recipiente
y el ambiente se bañaba
con olores exquisitos.
 
 
Quien pasaba por el camino
podía verla a diario:
casi como otro árbol,
casi como parte del camino...
Aquella parte viva del camino,
como el corazón del sendero terregoso.
 
 
Inexplicablemente,
aquella viejecilla sólo articulaba la misma frase,
un mismo nombre
a toda persona que veía,
fuera hombre o mujer,
niño, niña e incluso
así se refería a los árboles
que le rodeaban
en momentos en que nadie pasaba:
“Emiliano Reynoso”.
 
 
Y no lo decía como nombrando a cada persona
ni como algo pronunciado incoherentemente:
por alguna razón,
quien era nombrado de este modo
por aquella anciana
parecía que entendía
todo lo que ella quería contar.
 
 
Poco a poco aquella mujer
dejó de hablar,
pero lo miraba todo con tal gusto
que los colores se atoraban en sus pestañas,
adornando aquella mirada
que bien sabía cómo platicar.
 
 
Un día
aquella vieja y tranquila mujer
llegó para nombrar el camino,
como siempre solía hacerlo,
con los mismos pasos
y sus bien abiertos ojos.
Se sentó como de costumbre
y acomodó sus cajitas con comida.
Colocó el precio por porción:
tanto con arroz,
tanto más con frijoles...
Con agua tanto.
 
 
Se sentó,
abrió muy grande la boca
y sucedió que sus manos
perdieron forma de manos,
sus pies dejaron de parecer pies...
Los árboles se asomaron curiosos
y el polvo cubrió la mirada
de quienes andaban por el camino.
 
 
En su lugar
apareció una agradable estructura cúbica,
con puertas,
ventanas
y un techo que regalaba una fresca sombra.
 
 
Las vías nadie supo de dónde llegaron,
pero corrían a ambos extremos
trayendo y llevando el tren.
 
 
En una de las paredes,
un modesto letrero dejaba verse:
“Emiliano Reynoso”.
 
 
Hay quienes dicen
que se trata de los dientes
de la vendedora de aquel camino,
muchos más creemos que se trata de sus ojos,
que muy bien sabían qué decir;
aunque la creencia corriente
sea que los ojos
no sirven para pronunciar palabras.
 
 
*De hugo ivan cruz-rosas. quetzal.hi@gmail.com
 
 
 
 
 
 
 
 
*
 
 
 
Esta es una historia de lealtades. Ocurrió hacia fines del siglo XIX, en una pujante República Argentina, conservadora y ganadera, pero bien pudo transcurrir en otro contexto, el del Japón feudal del siglo XIV, o el de los suburbios bonaerenses de comienzos del siglo XXI. Lealtades resumidas en la figura de un solo hombre, que en alguna otra época se llamó samurai, que en la actualidad podría considerarse como "puntero" –en su versión más devaluada y pragmática-, pero que hacia 1890 ostentaba el inconfundible mote de compadrito.
El Ñato Reynoso había sido degollador de reses en el Matadero de Cañuelas, algunos años atrás, por lo que conocía el arte del cuchillo a la perfección. Por esas cosas de la vida, un mal entuerto lo había llevado a desentenderse del trabajo legalmente remunerado, para caer de lleno en situaciones poco claras, de las que había tenido que salir airoso a la fuerza, a punta de cuchillo, pero al costo de comprometer su vida futura a los designios egoístas de un tercero poderoso.
En uno de esos entreveros, su destino se había cruzado con el Don Cosme Gutiérrez, hombre fuerte del Partido Autonomista Nacional, fiel seguidor del entonces Presidente de la República, Don Miguel Juárez Celman –notable impulsor del desarrollo ferroviario-, a quien estos mal nacidos de la revolucionaria Unión Cívica –desde hacía unos pocos meses, estando ya bajo la Presidencia de Don Carlos Pellegrini, autodenominada Radical- le estaban sacando canas verdes. Don Cosme necesitaba a alguien que le cuidara las espaldas e hiciera ese trabajo sucio que, por derecha, nadie admitiría realizar. Y para eso estaba el Ñato.
Misteriosa la historia de Reynoso. Nadie supo precisar nunca sus orígenes. Algunos decían que llegó del interior, sin mayor pasado a sus espaldas que el tortuoso viaje en carreta que lo trajera de pibe a Buenos Aires, expulsado de sus pagos natales por un padrastro violento. Otros afirmaban que era un porteño de pura cepa, criado en un burdel de la Boca, hijo bastardo de alguna puta que nunca lo aceptó, y cuyo apellido fuera herencia de algún oscuro burócrata del Registro Civil. Lo cierto es que, quizá siguiendo algún destino prefijado, el Ñato dejó a su paso un par de hijos varones no reconocidos, fruto de sus azarosos amores con polacas y francesas, quienes a su vez tuvieron otros tantos hijos, así hasta llegar a la actualidad, siendo un fiel representante familiar cierto inclasificable barrabrava de Boca, oriundo del barrio platense de los Hornos, predispuesto a probar en todo momento su reciedumbre -aunque sin lograrlo de manera efectiva-, y conocido en el ambiente como el Gordo Nacho. Pero ésa es otra historia.
La que nos ocupa ocurrió a bordo de un tren. Más exactamente, una helada mañana de invierno de 1891, durante un viaje que realizara Don Cosme desde la flamante capital provincial, La Plata, en compañía de otros miembros del PAN, hacia la zona de Saladillo , donde uno de sus colegas del Partido, el Doctor Evaristo Vidal Ereñú, había adquirido en fecha reciente algunas hectáreas para su valiosa tropilla de alazanes, recién traídos de sus vastos campos en La Pampa. El Ñato, pegado a Don Cosme como su sombra, obviamente se encontraba a bordo del convoy.
Aún antes de abordar la formación, desde el mismo andén platense, Reynoso percibió movimientos extraños cerca del furgón. La concurrencia era numerosa, por lo que no pudo despegarse de Don Cosme hasta que abandonaron la capital. Recién entonces se dirigió al extremo opuesto del tren, hacia donde se transportaban los bultos del correo, las mercaderías que nutrirían las despensas locales, y algunas flamantes bicicletas. El frío apretaba contra sus ropas al igual que el acero, fiel junto a sus riñones. Se levantó las solapas del saco negro, por encima del pañuelo blanco que llevaba al cuello, se ajustó el sombrero por encima de las orejas, y avanzó resuelto hacia el fondo, balanceándose al ritmo del traqueteo sobre las vías.
Aunque nadie se lo hubiese explicado, el Ñato sabía que ése era su lugar. Los caudillos del PAN viajaban en primera, con una suntuosidad de estilo europeo sin proporciones para la época; lujo del que disponían a su antojo, aparentando ser grandes señores, empapados en champagne y rodeados de mujeres, pero "ignorantes" de los entuertos que sus leales servidores resolvían en el "patio trasero".
[El samurai del shogún, el compadrito del caudillo, el puntero del intendente… Las fechas se disuelven, capturadas por la misma vorágine de lealtades, atravesando las épocas, con una misma épica.]
El Ñato avanzaba resuelto hacia el fondo. ¿De dónde le venía el apodo? Ese era otro misterio; nadie lo sabía, y conocer tal secreto quizá implicase la muerte. Pero ese nombre, "Ñato", fue lo primero que escuchó al ingresar en aquel recinto estrecho, desbordante de bultos de encomiendas, bolsas con mercaderías varias, y alguna que otra gallina cacareando en una jaula desvencijada.
Reynoso escrutó el gélido aire de la mañana. Unas volutas de humo se disipaban hacia el ventanuco que oficiaba de ventanilla. Su interlocutor, oculto detrás de unos baúles, aún no lo había visto. ¿Cómo podía ser que lo reconociese? ¿Acaso era una trampa? Sus nervios se pusieron en tensión, aguardando lo que fuese que le deparara el destino.
Avanzó cauteloso, pero el otro ni se movió. Al enfrentarlo, se encontró con un hombre fornido, de baja estatura, las facciones ocultas debajo del ala del sombrero, con una mano en el bolsillo, y la otra sosteniendo un cigarro sobre la comisura de la boca. Reynoso se paró delante de él. Recién entonces, el otro volvió a hablar, sin mirarlo.
-¿Qué pasa, Ñato? -, una pausa, -¿No te acordás de mí? -, exhaló el humo, -¿De cuando jugábamos al truco en el bar de Cesio, cerca de Boedo?
Esa voz… Sus recuerdos retrocedieron un largo trecho, hasta conseguir ver unos vasos de caña recién servidos, las barajas grasientas, los manoseados porotos para contar los puntos… Un bar muy antiguo, una vaga ilusión amorosa, muchas horas perdidas sin hacer otra cosa que jugar al truco, por plata o por la vida. La nostalgia lo invadió de improviso, y cuando el otro alzó la vista, el Ñato ya sabía con quién se iba a encontrar: Nemesio Funes, apodado el "Memorioso", desde un tiempo en que ni siquiera él podía recordarlo. Supieron ser pareja no sólo de truco; también descollaron en el tango, cuando aún era un baile de hombres, en aquel burdel de Barracas, donde la madrugada los sorprendía aún sedientos de caña y de sexo. Extraños avatares los fueron separando luego, hasta que dejaron de verse, sin llegar a explicarse por qué. La lealtad entre ambos se había ido disipando, y otras lealtades se habían ido consolidando para ellos, casi contra su voluntad, encadenando sus obligaciones para con los poderosos.
Porque no cabía ninguna duda que Funes era hombre de Vidal Ereñú.
Las fantasmas del pasado lo desacomodaron durante unos segundos. Pero algo raro podía olerse en ese ambiente cerrado, casi secreto, que representaba el furgón. Algo no le cerraba al Ñato. Una mirada extraña se deslizaba bajo el ala del sombrero, a través de los párpados de Funes, quien casi sin entonación, restándole importancia a sus propias palabras, le dijo:
-El Doctor Vidal Ereñú no está tranquilo, ¿sabés? Estos radicales de mierda ya han pactado muchas alianzas, y esto al Doctor lo pone muy nervioso -. Le dio otra calada al cigarro, y soltó el humo: -El PAN se desintegra, negro. Y aunque pareciera que Don Cosme es un personaje del virreinato, que negará cualquier revolución, nadie puede saber si ha estado conversando con la oposición… Don Evaristo lo quiere de vuelta de su lado. O si no, no lo quiere.
Reynoso no lo podía creer. ¿Cómo osaban dudar de la honorabilidad de Don Cosme Gutiérrez? ¿Quién podía hacerlo sin mostrar una conciencia al menos turbia? ¿A quién querían desplazar en esta lucha? Comprendió por qué había algo que no le cerraba. Sabía que esto se tenía que resolver ahí mismo, a puro cuchillo. Que no se enfrentaban los señores, con eternas discusiones sin sentido, sino sus vasallos. Y le molestó muchísimo que el enviado para hacer el trabajo sucio fuese el "Memorioso".
-¿Cuánto te pagan para que hagas esto, hijo de una gran puta? -, masculló entre dientes, con la mandíbula tensada por la furia y la diestra volando hacia sus riñones, mientras el pucho del cigarro de Nemesio Funes caía olvidado sobre el piso del furgón.
Y allí, en el reducido espacio que les permitía aquel atestado furgón, ambos desenvainaron sus respectivos orgullos [La takana samurai, el cuchillo compadrito, la cadena puntera… Las situaciones se repiten cuando las fechas se superponen] Y se trenzaron en una danza repetida hasta el cansancio, en la que se habían conocido de memoria, como cuando bailaban tango, aspirándose el aliento y el sudor; sólo que la pasión que ahora los unía era letal. Convertidos en oscuras siluetas que se deslizaban a través de la semipenumbra de un furgón ferroviario, envueltos en el vapor de sus propios alientos condensados, desplegaban con elegancia el sutil arte de la estocada, un acero que oscilaba en el aire helado con arteras y aviesas punzadas.
Hasta ese mal movimiento, que le permitió entrarle la herida, desgarrando la carne, derramando sangre sobre los trajes enjutos, generando un grito de sorpresa y de dolor. Una mirada azorada, que clamaba por una piedad inútil en el último aliento, lo atravesó de lado a lado, al igual que el acero. El abrazo los fundió en una misma agonía, porque nada murió entre los dos, más allá de la presencia física. Un corazón se fue eclipsando sobre el traqueteo de las vías. Y un cuchillo sin mácula cayó con un débil tintineo sobre el suelo del furgón.
Así, el compadrito depositó el cuerpo de su amigo sobre uno de los baúles, sin quitarle de encima la mirada, hundiéndose en esos ojos que se vidriaban cada vez más. Limpió el acero ensangrentado en las ropas del muerto, envainó nuevamente, le quitó el sombrero y lo usó para cubrirle el rostro. Era lo menos que podía hacer, en memoria de aquel pasado en común.
Y mientras se retiraba de allí, oscilando con el traqueteo del tren, exhalando las nubes de su propio aliento y con cierto nudo en el estómago, pensó que sería una buena idea darse una vuelta por el bar de Cesio, en Boedo. Y recordar viejas épocas, mientras se tomaba una regia botella de caña en honor del caído, abatido por los rigores de lealtades que nada tenían que ver con la amistad que alguna vez los uniera de purretes.
¿Importa entonces saber si quien salió de aquel furgón, esa gélida mañana de invierno, fue el Ñato o el "Memorioso"?
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
LA TIERRA DE LOS DESAMPAROS*
 
 
 
Ella sueña con los ojos abiertos.
Un hombre. Un pájaro. Un ojo.
Descienden a su cama. Despacio.
Hay rocío y helechos. Y mirra.
-Respírame la nuca, amor-
 
Un piélago de roedores la cubre.
El hombre se confunde con el viento.
El pájaro se convierte en piedra.
Solo queda el ojo y su mano ciega.
-Me miras y te miro, amor-
 
¿Donde van las miradas cuando mueren?
El flautista no viene…
Su cabeza le dice que no está.
Su ánima le grita, volverá.
-El lecho del río está prohibido, amor-
 
Ella, muñeca rota. Pechos partidos.
La ciudad está desierta.
No es inocente la tierra de los desamparos.
Y no hay savia. Ni abrazos. Ni un destello.
-Bríllame, amor, no dejes que me apague-
 
¿Adonde va la noche cuando el alba muerde?
¿Las serpientes en la venas, donde?
¿Los labios y los espejos rotos?
¿Las llaves de la lluvia, los relámpagos?
 
Deja que sueñe con los ojos abiertos,
-Respírame la nuca, amor-
 
 
 
*De Amelia Arellano. amelia.arellano01@yahoo.com.ar
 
 
 
 
 
 
 
 
*
 
 
Diez de la mañana sobre la pampa húmeda. El primer sol primaveral reverdece en las copas de los árboles, el trino de los pájaros adormece la visión del caminante, y la llanura es cortada por la mitad por una tenue línea irregular. Son los restos del antiguo ramal de trocha angosta del ex Ferrocarril Provincial, desmantelado desde hace décadas, descomponiéndose en medio del paisaje como el atroz cadáver de un pordiosero sin nombre.
De pronto, sobre la monotonía del horizonte comienza a distinguirse una silueta que se acerca, sin prisa pero sin pausa. Al comienzo se asemeja a una aparición espectral, difusa, intangible. Pero a poco de avanzar, se concretiza, sólida, oscura, con una vaga oscilación que recuerda al rítmico sube y baja de los pistones de un motor de combustión. Sobre aquel paisaje desolado se materializa una zorra ferroviaria manual, impulsada por un par de siluetas, esforzadas y persistentes.
Poco a poco van delineándose las figuras: son un par de hombres, vestidos con deslucidos mamelucos grises, moviéndose con una monotonía tan decidida como sudorosa. De espaldas a la vía, con la vista fija en el ayer, Eduardo Coiro –alias “Educoiro”- mueve la palanca arriba y abajo, con un brillo alucinado en la mirada y un peso inimaginable sobre ambos brazos, ya casi acalambrados. De cara al futuro, dejando atrás un pasado que ya no volverá, Alberto Di Matteo –alias “Aldima”- reproduce el movimiento alternado de su compañero, resoplando mientras hombros y espalda se le contracturan, y deja vagar la imaginación como una sutil manera de que el impulso cobre mayor fuerza.
 
-¡Vamos, Di Matteo, no me afloje! -, exclama Coiro. -¡Hay que volver a fundar estos ramales ferroviarios, olvidados por la desidia de los prostitutos de siempre!
 
-No sé cómo vamos a llegar hasta el final -, replica Di Matteo, con un quejoso murmullo y la vista fija en la palanca. -¿Quién más va a sumarse en esta patriada?
 
-¡Eso no importa, compañero! ¡Hay que trazar un camino, crear con sentimiento, desplegar el sueño y la fantasía sobre este bendito país!-. Y de pronto, suelta la mano derecha, eleva la vista al cielo, y apunta hacia arriba con el dedo índice, cual si pontificara sobre una tribuna política: -¡Hagamos el esfuerzo, carajo! ¡Claro que vale la pena! ¡Nos cansaremos de triunfar!
 
Di Matteo también suelta su mano derecha, pero para tomar un marcador que lleva sobre el bolsillo superior izquierdo, y con él comenzar a garabatear las inspiradas frases de su amigo sobre la manga izquierda de su mameluco, que luego transcribirá oportunamente, elaborando inspirados textos que los movilicen a soñar a ambos –y a sus lectores- con estar dando los primeros pasos para el lanzamiento de una revolución cultural que rescate aquellas antiguas glorias de un país que quizá ya no exista, pero que bien vale la pena homenajear. Resopla agotado, guarda el marcador en el bolsillo, y continúa impulsando la zorra hacia delante, inclinando la cabeza.
 
Sólo entonces descubre el singular detalle, incrédulo por no haber reparado en ello antes. Lo que se extiende a espaldas de Coiro, en esa porción de llanura que aún no han recorrido pero que se les avecina a gran velocidad, son las carcomidas ruinas de lo que otrora fuese una vía: fragmentos de rieles oxidados, tacos de durmientes comidos por las termitas, pajonales por doquier… ¿Cómo es posible que se lancen hacia semejante incertidumbre, sin sucumbir en el intento? Sin embargo, al hundir la cabeza entre los hombros y espiar a través de sus piernas flexionadas, advierte que debajo del paso de la zorra, por detrás del impulso que van desgranando sobre la pampa húmeda, los rieles brillan con una intensidad inusual, como si los hubiesen acabado de fijar al suelo, aunque relucientes por el uso continuo.
 
-¡Refundemos un proyecto ferroviario, aunque sólo sea en el plano de nuestros sueños, con la mágica potencia de la literatura!-, vocifera Coiro por delante suyo, a espaldas del mañana.
 
Entonces Di Matteo fija la mirada sobre la oscilante palanca y cree estar viendo algo muy distinto al acero habitual con el que ignotos ingenieros europeos han construido estos vehículos. La barra parece estar conformada por un material extraño, parecido a una red, un tejido, un entramado de elementos misteriosos. Presta mayor atención, entrecerrando los párpados que le arden a causa de las densas gotas de sudor, y sorpresivamente cae en la cuenta de su propio delirio: aquello no es una red de filamentos metálicos, ni siquiera la fragmentación atómica de los elementos, sino un macizo conglomerado de frases, letras y palabras, unidas entre sí…
 
Inmediatamente, ambos escuchan un estridente silbato, imposible de confundir, proveniente del lugar que acaban de abandonar.
 
-¡ES EL (Inven) TREN!-, aúlla Coiro, agotado pero inmensamente feliz, espiando hacia atrás por sobre el hombro de su compañero. -¡LO HEMOS CONSEGUIDO, DI MATTEO! ¡EL (Inven) TREN VUELVE A CORRER CON INDUDABLE DIGNIDAD SOBRE ESTAS VÍAS!
 
Di Matteo vuelve la cabeza y contempla en pleno día el nítido faro de una locomotora diesel a unos trescientos metros de distancia, que se acerca a una velocidad mucho más intensa que la que ellos desarrollan manualmente, sin intención alguna de detenerse al alcanzarlos, en una suerte de criollo remedo de la horrible criatura generada por el Profesor Víctor Frankenstein.
 
-¡Va a pasarnos por arriba!-, exclama, con un último aliento.
 
-¡Por eso mismo, Di Matteo: ponga huevo y siga adelante! ¡Hay que llegar a Reynoso antes de que nos aplaste! ¡El (Inven) tren se ha convertido en una fuerza imposible de parar!!! ¡Síííííííííííi!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!
 
“¿Quién me obligó a meter en este quilombo?”, piensa Di Matteo, bufando y sin dejar de agilizar esa barra manual que ya casi parece moverse sola, aunque todavía necesite del impulso humano para darle impulso.
 
Coiro comienza a reírse de felicidad, con genuina satisfacción. El cuerpo le estalla en una dolorosa contractura, el sudor se le adhiere sobre la piel, y el aire le quema los pulmones. Pero a pesar de todo, se siente tan contento como si volviese a tener siete u ocho años, y su padre le hubiese regalado un lujoso tren Lima, con decenas de vagones y tres modelos de locomotoras diferentes, acompañados por maquetas de estaciones y demás construcciones aledañas, todo ello dispuesto para establecer sobre una amplia mesa y dejarla allí, para jugar hasta muy tarde por las noches, o alegrar una borrascosa tarde de lluvia con el cautivante hechizo de un circuito ferroviario de juguete.
 
El sudor les chorrea a mares desde las frentes, descendiendo por los cuellos, creando enormes aureolas oscuras bajo las axilas, afincándose en las palmas, asidas con obstinada firmeza a la barra de la palanca, mientras la locomotora Werkspoor 4613 se les abalanza voraz, cada vez más cercana. Y aunque cada uno resopla por causas diferentes, aunque las motivaciones sean tan variadas para cada uno de los dos, algo los une en una misma empresa: el placer por inventar, por divertirse, por delirar juntos de manera creativa…
 
-¡No afloje, Di Matteo, no afloje!!!
 
-Sos un dictador, Coiro… Siempre decidís por tu cuenta…
 
Así es como la zorra parece adquirir una velocidad autónoma al impulso manual que ejercen sobre ella, aunque ello no impida que el parachoques a rayas rojas y blancas de la locomotora les dé un topetazo por detrás, sólo para impulsarlos unos metros más, hasta llegar a destino.
 
Irrumpen de manera tan vertiginosa en los terrenos aledaños a la Estación Reynoso, que hasta por un segundo les parece que allí no existía nada hasta ese preciso instante. La zorra se desmaterializa en forma inmediata, mientras ambos caen rodando sobre un andén muy pulcro, y a su alrededor se esparce una caótica lluvia de fragmentos de frases sin utilizar, ideas sin desarrollar y comentarios al margen. La locomotora a vapor ensordece el espacio con un silbido en extremo estridente, como el primer chillido emitido por un recién nacido, urgido de alimento, y avanza desbocada hacia el horizonte sobre unos rieles recién estrenados, dejando a su paso un ardiente halo de carbón quemado que les inunda la nariz.
Coiro incorpora a medias el tronco sobre el andén, mientras Di Matteo aún intenta recuperar el aliento del último impulso, con la mente agotada de tanto delinear frases dignas y coherentes, cuando contemplan azorados algo que jamás hubieran podido imaginar por cuenta propia.
Al otro extremo del andén ven surgir, como otra aparición fantasmal, la solitaria silueta de un ciclista, ataviado por colores absurdos y chillones, como es la costumbre, y un oblongo casco azul con antiparras, quien sin frenar siquiera al ingresar en la Estación, incorpora el torso, alza los brazos y mantiene el equilibrio en los últimos metros del recorrido, mientras exclama:
 
-¡Sí, señores!!! ¡Treinta y cuatro kilómetros después, he creado la Bicisenda Ferroviaria!!!
 
Se desliza a su lado como una díscola irrupción “sorianesca”, y desaparece en la primer curva, sin que ellos consigan llamarle la atención y preguntarle siquiera cuál es su nombre.
Ambos se ayudan mutuamente para incorporarse, sucios y maltrechos, y avanzan a los tropezones y en silencio, apoyados uno contra el otro, rodeándose los hombros en un fraternal abrazo, resoplando agitados, hasta salir de la Estación, como un par de ignorados espectros, sin cruzarse con nadie. Al llegar a la calle de tierra, divisan en la vereda de enfrente un boliche de campo. Y hacia allí van, aún con ciertas frases colgándoles del overol, a la espera de tomar algo que los reconforte.
 
Acodados en la barra, por detrás de la reja que los separa del dependiente a la manera de una pulpería, ambos piden una ginebra “dalmasettiana”. Como el hombre no tiene idea de qué le están hablando, se conforman con un breve vaso de caña. Y una vez servidos, mientras recuperan el aliento y observan el paisaje que los rodea con ojos curiosos, dignos de lingüísticos exploradores, se miran el uno al otro, con un extraño brillo de complicidad, como si se adivinasen el pensamiento.
 
-Che -, alcanzan a decirse, al mismo tiempo-: ¿Y si proponemos un nuevo "Inventren"?
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
TIERRA DE LOS DESAMPAROS (II)*
 
 
 
Hoy es el aniversario de los desamparos.
Llevo un ojo incrustado en la nuca.
Duele el ojo de vidrio. Daña. Quema. Punza.
Pulveriza las vértebras. Muele.
Siento que me corre la sangre de Abel.
La impiedad es una bestia ciega.
Llaga abierta. En blanco y negro. Arde.
Sopla. Sopla despacio, amor.
 
Y esa persecución que no cesa.
Es el nombre del Padre pronunciado en vano.
Y no hay pan. Ni harina. Ni leche para el niño.
Mis pechos son dos brevas secas.
Habría que nombrar la hipocresía.
Los serviles señores y los camaleones.
Aquí. En la nuca. En el centro del caos.
Sopla. Sopla despacio, amor.
 
Me recorre esta vieja costumbre de esperanza.
Y la sangre gotea. Corre por mi espalda.
Gorrión y tortolita. Desierto y labradío.
Maizales a la siesta. Pan a la madrugada.
Sumergirse. Ocultarse. Poco importa.
Dos palabras. Solo dos. Calla y sopla.
Hoy es el aniversario de los desamparos.
Y el nuestro, amor, el nuestro.
 
 
*De Amelia Arellano. amelia.arellano01@yahoo.com.ar
 
 
 
 
 
 
 
 
 
El Reynoso*
 
 
 
Es un pesado tren el de la memoria. Así lo siente el hombre mientras viaja acunado por el vaivén del tren de trocha angosta.
El arquitecto es hoy un hombre viejo. Ha dirigido muchas obras, ha visto desfilar delante de su mirada a verdaderos personajes entre los albañiles y gremios que trabajaban en sus obras.
Mira el recorrido de la línea y se detiene en la Estación Reynoso.
 
“El Reynoso”. Reynoso era el apellido del peón que se convirtió en una leyenda  que circuló por años en las obras. Cada tanto cuando le tocaba compartir un almuerzo con los obreros, alguien contaba la historia, modificada con el énfasis y el suspenso que le imprimen los Cuentacuentos a sus narraciones.
Los albañiles son excelentes narradores de historias propias y ajenas.
 
 
Al mediodía se contaban historias, mientras se cortaba la carne y se servia el vino tinto.
En el edificio de la avenida Rivadavia se destacaba Yapura el azulejista, que relataba sus hazañas sexuales de juventud, curiosamente eran amoríos con mujeres de los patrones que había tenido en Salta. Tenía una gracia especial. Con su mirada de picardía recorría a los presentes mientras avanzaba con su historia que invariablemente concluía cuando en su tonada (y casi cantando) decía: “ Hecha la cojaaaa…”.
 
Las épocas han cambiado, ahora casi no existe el ritual del asado en las obras.
“Fuimos un pueblo alegre” –se dice sin poder profundizar en explicaciones.
 
Pero el arquitecto no quiere perder el hilo de la leyenda del Reynoso:
 
 
La obra era una casa de campo que quedaba en el medio del campo y no era una metáfora. El campito quedaba a un par de kilómetros de la ruta y a unos 300 metros del apeadero del ferrocarril, se llegaba por una huella que  se hacía intransitable con una lluvia copiosa. Unas pocas casas perdidas. Un solo vecino con el que se compartía el alambrado y una línea de eucaliptos altos a los fondos.
 
Para comprar cigarrillos o comida había que ir hasta la ruta. Un solo corralón de materiales para las urgencias “El cóndor” atendido por dos hermanos con un apellido inolvidable: los “Cucurulo”.
Costo encontrar un equipo de albañiles que estuvieran dispuestos a viajar horas en tren para llegar hasta el fin del mundo.
Los albañiles trajeron al Reynoso, un correntino fuerte que además de peonar en la jornada laboral acepto quedarse como sereno en el medio de la nada.
Armamos un obrador con chapas bastante grande, una parte se dividió para que sea el dormitorio del Reynoso. Además del catre, ropa y unas pocas cosas el hombre había traído un pequeño altar caserito del gauchito Gil.
 
El Reynoso hacía las compras para el asado y llevaba los pedidos de materiales al corralón donde teníamos cuenta corriente. En esa época no existían los teléfonos celulares. Un día aviso que le regalaron una mascota.
-Es un gatito, le puse “Tigui” dijo. Del gato de Reynoso nos olvidamos enseguida,  al hombre se lo vio comprar botellas de leche, juntar los huesos del asado o comprar hueso con carne para el animalito. La mascota se quedaba dentro de un sector bien alambrado pero agreste que ni siquiera fue desmalezado. La única entrada era la puerta del fondo del obrador – casa del sereno.
 
Esa zona del campito en la que no trabajábamos era el equivalente a una manzana urbana. El proyecto contemplaba en una segunda parte construir allí una amplia pileta de natación, un quincho y parquizar.
 
 
En esa mañana de enero había un calor demencial. Era una visita de rutina a una obra que ya estaba en etapa de terminación, estaban los pintores, los albañiles y el Reynoso que recién había vuelto de comprar las provisiones para el mediodía en los comercios de la ruta.
Fue todo muy rápido, como suele ser con los hechos que marcan la memoria para siempre. Escuchamos tiros. Algunos nos silbaron por encima de nuestras cabezas. Uno de los pintores se tiro de la escalera al piso. Se escucho un lamento de animal grande, un ronquido doloroso que venia desde el pastizal. Luego escuchamos el grito que pretendía emular al del Tarzán de Johnny Weissmüller. Ahí ubicamos al tipo trepado al eucalipto blandiendo una carabina con gesto triunfal. No habíamos salido de la sorpresa cuando vimos al Reynoso trepar como un gato al árbol. Sujetó al hombre, lo bajo a los golpes. Desde el piso con el Reynoso golpeándolo ese hombre ya no gritaba como Tarzán sino que pedía auxilio, perdón, piedad…
Los albañiles salieron disparados, cruzaron el alambrado, lograron sacarle al Reynoso el cuchillo antes que lo sacara del cinto, creo que lo iba a degollar como a un cordero.
 
Fue por esto que supimos que el vecino era un cazador furtivo –denunciado por cuatrerismo- , tenía a maltraer a varios campos de Saladillo. La noticia podría haber salido en los diarios pero no fue así: el dueño del campo que construía su casa era un empresario exportador de lana que compró un acuerdo de silencio: nadie diría ni una palabra, no habría denuncias policiales. Supe que el acuerdo incluía comprarle su chacra a un precio increíble con tal de no tener a un chiflado cerca. Reynoso iría a una obra que teníamos en Barracas.
 
A la mascota la enterramos en los fondos del terreno. Reynoso que era un hombre grande lloraba como un niño. Se había puesto las mejores ropas y tenia un pañuelo colorado anudado al cuello. Le habían matado a la única compañía que había tenido durante casi dos años en la soledad de ese paraje perdido en la pampa. Ahí nos enteramos de una habilidad de su mascota: como un perrito amaestrado traía en su boca una piedra que colocaba sobre su alpargata, El Reynoso daba la patada con fuerza y Tigui atrapaba la piedra en el aire o la buscaba entre los pastos hasta traerla de vuelta a los pies del hombre.
 
 
20 años después en otra obra ubicada en el barrio de Núñez a la hora del relato, el capataz santiagueño volvió a contar la historia del Reynoso, pero esta versión era algo mas verosímil que aquellos hechos ocurridos delante de mis ojos: el vecino era un drogadicto que había ahorcado al gato.  Reynoso había hecho justicia: se había trenzado en lucha y lo degolló sin miramientos.
 
No dije nada, me limite a escuchar.
Además, lo del tigre de Bengala jamás lo hubieran creído.
 
 
*De Eduardo Francisco Coiro. inventivasocial@hotmail.com
 
 
 
 
 
 
 
 
 
TIERRA DE LOS DESAMPAROS (III) *
 
 
 
Ellos vienen de la tierra de los desamparos.
Del hambre flaco. De la boca vacía.
Los perros y la sequía son una cruz de palo.
Langostas en el techo y en el lecho vinchucas.
Son los excluidos de la Historia.
Expulsados del Paraíso terrenal.
Tierra de desapegos. Cardales. Ojos en la nuca.
De muertos tumefactos. Vivos. ¿Vivos?
De mujeres quebradas. Niños de sangre blanca.
Platos vacíos. Mesas tristes. No solo de pan vive el hombre.
¿Dónde estarás, amor?
 
Llevan a cuesta cándidas certidumbres
Y esperan. No saben lo que esperan. Pero esperan.
La esperanza es el maná y el grial.
La mujer tiene un nidal en su vientre de tierra.
El hombre, un arado de discos y sus manos de roble.
Trae el fuego, la purificación. La ventura y la espiga.
Ella es un volcán apagado. Una brisa quieta.
Un espejo desnudo. Pechos de girasoles.
La rosa de los vientos yace quieta. Callada.
El hombre es un hálito agitado. Un grito. Un soplido.
-Solo por hoy, amor-
 
Y estallan como estalla el verano.
La hambruna no los para. Nada ni nadie.
La vida no se inmoviliza con cuchara de palo.
Afrodita los cubre con su manto. Santa María, madre.
La zarza arde pero no se consume.
Violentos torbellinos apuñalan las cruces.
Un semental .Una hembra. Pan en horno de barro.
Se descalzan reverentemente.
Pelo revuelto. Mordidas. Revolcones.
-Solo por hoy, amor. Hoy es hoy-
 
Él la vuela tal si fuese torcaza. Tan leve. Tan sutil.
Ella abre ventanas. Todas.
Cierra, raudamente las puertas.
(Los chacales acechan)
Sabor a tierra. A sal. A miel de lechiguana.
La ley de gravedad es desatino. Invento terrenal.
Levitan. Vuelan. Suben. Bajan. Bocas. Ojo a ojo.
El remolino enloquece la rosa de los vientos.
Bebamos del Leteo. Lenguas.
-Solo por hoy, amor-
 
 
*De Amelia Arellano. amelia.arellano01@yahoo.com.ar
 
 
 
 
 
 
 
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