*Obra
de Walkala. Luis Alfredo
Duarte Herrera (1958-2010).
-En Aurora Boreal. Walkala:
un homenaje in memoriam
AMANECERES
ALTOS*
Cuando los
amaneceres eran verdaderamente altos, casi con una presencia que no cabía en el
mundo.
Esos amaneceres
de entonces, cuando el sol pespunteaba sobre la copa de los paraísos y un
concierto desordenado de pájaros, irrumpía en el temblor de las estaciones,
sobre todo en el fulgor del verano, cuando el calor amenazaba en el zurear
gangoso de las palomas y la sierra venturosa y persistente de las cigarras,
invisibles en las hojas de los fresnos que se movían apenas para que el verano
fuera una presencia un poco más agradable que el ruido de los carros, en el
estallido de los látigos sobre la piel de los caballos o el empecinamiento de
los jinetes que enfilaban su paso cansino o su trotecito gentil y apaciguado
hacia los campos profundos donde los jinetes irían a cumplir sus tareas. Esas
tareas que llevaban en sí mismas todo el esplendor de la luz, es decir que
acabarían cuando las sombras se comían todo el crepúsculo.
El tipo de
tareas no sólo incluían el redoblar de los cascos de los caballos que hacían
sordamente resonar, el ruido de las herraduras cuando pasaran por los puentes
de madera o de hierro que atravesaban los campos de esa inmensa estancia
cercana al pueblo.
El tipo de tareas
también lo delataba el atuendo de esos jinetes, extremadamente hábiles, ya que
habían aprendido a cabalgar antes que saber caminar en la gran mayoría de los
casos, incluso pertenecían a varias generaciones de centauros que habían nacido
en esos campos y que en muchos casos al pueblo irían a la escuela, los menos,
en petisos muy mansos, pero el grueso de ellos llegaba a grande sin
haberse acercado a ese conglomerado de casas precarias que llamaban “el
pueblo”, y donde sobresalía la cruz de la iglesia y la torre de aquella
cerealera inglesa que se perdió luego para siempre y en su totalidad en un
incendio. Lo demás era chato y las veredas cubiertas de plátanos sobre
todo alrededor de la estación del ferrocarril, un lugar de paseo que llamaban
“El veredón”, con sus inmensos y bien cocidos ladrillos que hiciera la compañía
inglesa que puso las vías y clavó un cartel que aún existe aunque no pasan más
los trenes, con el nombre del pueblo pintado de blanco sobre el fondo de hierro
fundido, muy negro, como lo es la noche en el fondo del mar.
Cuando trato de
aprehender ese tiempo y aún comprenderlo, masticarlo, lo hago con
el convencimiento que es tan inútil como sostener un puñado de arena
entre los dedos ya trémulos. Todo se funde entonces en un tembladeral de años
encimándose y primeras impresiones en “la matriz” de las primeras veces
fundacionales a que aludía Cesare Pavese en su teoría tan original sobre
el mito del escritor y aún al mito que se acompaña al hombre del principio de
los tiempos y que no le será fácil desarrollar o explicar.
Cómo hacerlo
cuando la niñez llevaba carencias, inhibiciones y miles de recuerdos donde la
palabra de los mayores era ley indiscutible y sólo quedaba el recurso de las
módicas trasgresiones a la sagrada ley de la siesta o la imaginación que a
veces se compartía y a veces quedaba en el magma de sueños y de fantasías
imposibles de traducir hoy día. Como esos amaneceres en donde los tordos caían
pesadamente como carbones lustrados, muy negros, sobre el amarillo bellísimo y ondeante
del trigo y el vuelo estremecedor de las garzas y las cigüeñas y los flamencos
hacia los inmensos y lejanos espejos de agua que llamábamos cañadas.
Estaba también
el pitar lento, muy lento de un largo tren carguero que cruzaba
como un gusano el verde de los campos, el paisaje de los molinos que tiraban el
agua y las parvas y el jinete que arreaba hacia las casas un tropilla de
caballos oscuros y ese jinete se detiene a ver cómo pasa el tren y levanta la
mano que tiene colgando un talero, una mano que a veces tiene respuesta y otras
veces, no.
Y tal vez en
aquel tiempo fuera posible que algún niño en esas chacras perdidas mientras
boyereaba unas ovejas pensaba en ese tren que se arrastraba tan lento, con
ruidos de tuercas y fierros y rechinar quejoso como un cuerpo ya viejo que
sucumbe a las ganas de detenerse, tal vez en ese tiempo de árboles coposos al
costado del camino; todo esto se me ocurre hoy cuando la ciudad oprime a puro
verano.
Borges ha
escrito que el verano no es una estación, sino un oprobio.
De todos modos
debo reconocer aquí, que cuando pienso en aquellos amaneceres tan altos que
dejaban su resquicio de sombra se veía por ella una luz tan bella como
imposible de asistir. Es decir que aquellos amaneceres se volvieron tan lejanos
como sino hubiesen existido. Es más, es como si nunca hubiera existido el
verano.
MIENTRAS LA SOMBRA MIENTE MÁRGENES SIN VIENTO...
*
una parte de
este mundo protege su pausa
una pausa
indefinida, sin brillo
sin grandes
promesas de amansadores
¿querés partir?
¿querés quitar
los anzuelos?
¿querés
devolver el golpe?
cada espera es
la nota de muchos
en el silencio
la casa de
años, su seña
tardes de tilos
en otra infancia
una parte de
este mundo protege su pausa
mientras la
sombra miente
márgenes sin
viento
¿querés llegar?
¿querés
retornar descalza?
¿querés más acá
nombrarlo?
sin repetirnos
volvemos a sernos
tal vez abajo
los restos de
un cuerpo, la nada de un cuerpo
en la marea
que despedaza y
contiene a la vez
*De Valeria
Cervero. valecervero@hotmail.com
LETRAS, EN EL
COSTADO IZQUIERDO.*
Mis ojos sin
tus ojos, no son ojos, / que son dos hormigueros solitarios, /
y son mis manos
sin las tuyas varios intratables espinos a manojos.
MIGUEL
HERNANDEZ
Cuando era niña
era mala para las abstracciones.
Lo soy aun.
Una manzana,
mas una manzana eran dos manzanas.
Un padre mas
una madre, eran dos padres.
Santo Tomás me
decían.
Yo creía que
era porque mi padre se llamaba Tomás.
No entendía las
matemáticas, tan exactas, tan certeras.
Y seguía
probando…
Y las cuentas
no me daban…
Un padre más
una madre:
El resultado
era, dos mujeres, menos un hombre.
Tampoco
entendía, no las entiendo aun, a las metáforas.
Metá : mas allá
, fora: pasar , llevar.
Y cuando me
leyeron el poema de Hernández.
Me metí en tus
ojos moros y sentí el aguijón de las hormigas.
Y tomé tu mano
buscando la caricia y me atravesó la espina.
Y metí mi
corazón en el tuyo, y solo encontré vacío.
Y me dijeron,
intenta escribir, entonces.
Y no podía…
Piensa en
manos, dijeron.
Y pensaba en
las manos de mi padre y escribía tinta y tango.
Y pensaba en
las manos de mi madre: amor y ausencia.
Y pensaba en
las manos de mi abuela: vellón y rosario.
Y pensaba en
mí, y escribía lágrima.
Y las letras se
borraban… y quedaba un papel blanco.
El papel
blanco, como ahora.
Quizás las
letras deba buscarlas en la herida del costado izquierdo.
JEROGLÍFICOS*
Un hombrecito
moreno sostiene un pincel con pintura negra. Debe pintar un ojo en el muro. Ha
visto, en su vida de artista observador, miles de ojos diferentes, con los
párpados arqueados, arrugados, escondidos, con el iris marrón oscuro, claro,
con intrincadas venitas rojas, con destellos amarillentos o verdosos; ojos oblicuos,
pequeños, enormes, separados o extraordinariamente juntos; ha notado asimetrías
y formas puras o mezquinas. Ha visto miles de ojos con sus particularidades y
miradas diferentes.
El hombrecito
sostiene con firmeza el pincel, y con absoluta seguridad pinta un ojo lineal,
simple y claro, idéntico al que pintaba su padre, su abuelo, su bisabuelo.
Está, él mismo, enseñando a su hijo la exacta manera de representar un ojo.
Ana sale de su
casa, suena una musiquita, y sabe por ella que su amiga Laura le ha mandado un
mensaje. En la pantallita aparece la imagen de un animalito llorando, se ven
las lágrimas que rodean su cabeza. Laura está triste. Ana le envía la imagen de
un arcoíris entre nubecitas, las nubecitas nítidamente dibujadas con las curvas
de una mano infantil.
Ana va a
desayunar, mira las fotografías de los combos que se ofrecen, y señala a la
empleada el combo cuatro. El combo cuatro consiste en un café con leche, una
medialuna y un vasito de jugo de naranja, todo ello claramente representado en
la fotografía.
El hombrecito
moreno en un solo movimiento delinea eficientemente el ojo tal y como el ojo
debe ser. Renunciando al desmesurado ojo de Picasso, al imposible ojo rojo y
azul de un artista fauve, al ojo naturalista de Dalí, que coloca la realidad en
medio del sueño. Renuncia al ojo estilizado de Giotto y al ojo de violento
claroscuro de Caravaggio. Renuncia, el hombrecito moreno, a su propia
experiencia para ceñirse a un lenguaje fijo, inmóvil y pautado. Pinta con
incomparable precisión el mismo ojo. Exactamente el mismo ojo que el lenguaje
oficial del faraón requiere, establecido por los sacerdotes y avalado por la
tradición del imperio, que fija el tiempo deteniéndolo en un único instante,
retiene las estrellas y asegura que el orden del mundo sea eterno e invariable.
Ana no necesita
preguntar nada a nadie. Un cartel le indica la parada del autobús, las flechas
en las paredes le marcan el camino, un tenedor le dice que hay un restaurante
en esa dirección, un hombrecito y una mujercita esquemáticos le aseguran que
por allí hallará baños.
Hemos vuelto a
una esquematización del mundo. La infografía se va normalizando hasta
constituir el verdadero lenguaje universal. Simple, claro, eficaz. Más
extendido que el inglés, carente de complejidades. Expone verdades indudables y
lima las desagradables aristas de la variedad de los seres y los objetos.
Ana sabe poner
el dedo en un botón ficticio de su pantallita cuando suena una música, sabe que
una nota anuncia que el ascensor llegó al piso cinco, sabe quién es el héroe,
el villano, el personaje gracioso o la mujer bella. Todo eso se desprende con
suma facilidad de unas cuantas notas indicativas en el rostro y la vestimenta.
El pintor de
hace cuatro milenios renunció a la inconmensurable cantidad de ojos posibles
para pintar uno, y sólo uno, durante toda su vida. No vaya a ocurrir como
cuando Akenatón permitió en su reinado la libertad para los artistas, y se
liberaron los dibujos y los cabellos, y los pensamientos, y ocurrió en esos
tiempos que los sacerdotes perdieron el poder, y la capital del imperio se
mudó, y hubo que volver atrás luego, y romper la piedra labrada, enterrar las
flautas, y perder en el desierto los monumentos y el recuerdo de la época
peligrosa que demostró que se puede cambiar la historia.
Simplificar,
eliminar opciones, enrasar para que ninguna cima se eleve, ninguna sima atraiga
con esa cosa absurda de deseo que causan los abismos. Poner un orden en los
pensamientos, las palabras. Dar múltiple choice como forma de contactarse con
la inagotable riqueza del universo.
Ana camina con
seguridad. Nada la va a sorprender. Tiene la destreza de un mico de laboratorio
para accionar los botones correspondientes. Lleva su teléfono móvil que la
identifica con un número. Escucha la canción que pasan en todas las emisoras,
mira el show que se comenta en todos los programas, se viste cuidadosamente con
las ropas que le informan los medios que se usan en la temporada. Y Ana, como
el lejano egipcio, no puede pensar en la posibilidad de que su sociedad desacomode
las piezas, dé las barajas nuevamente, tome un sendero en vez de seguir la
doble línea marcada en el ancho pavimento.
Caverna*
No es que
seamos del todo inconscientes
de nuestra
heredada condición de oscuros
y resignados
habitantes sedentarios
en la caverna
que pintó el filósofo.
(Aunque
disimulemos, no ignoramos
que sombras
sólo son, y no otra cosa)
Pero es más
fácil permanecer quietos
sentados en
silencio frente al muro
contemplando
esas figuras móviles
y sus
exuberantes maniobras.
Es más cómodo
ver pasar las horas
sin esbozar un
gesto, sin silbar una nota,
sin mirar hacia
el sol -siquiera de reojo-
(porque la luz
abrasa la retina).
Y si alguno
levanta la cabeza,
si alguien
susurra o canturrea,
si alguien
grita que existen las estrellas,
entonces le
miramos con desprecio,
le escupimos
con furia, le arrojamos
las virulentas
piedras de la ira
o el amargado
esputo del silencio.
(No importará
si el díscolo insurgente
es nuestro
propio hijo, nuestra sangre,
el magma
inmaterial de nuestra entraña).
Para preservar
nuestra mentira
-nuestra
tiniebla de imágenes fugaces-
le
acuchillaremos ritualmente;
después veremos
su sangre derramada
como si fuese
otra, como si sólo fuese
la lava
redentora de los dioses,
el fulgente
licor de sus ensueños
-otra figura
más en la pared bailando-.
-De Por
si mañana no amanece
Él, que
alimentaba a los colibríes*
Él, que gastaba
tanta energía en sostenerse en, ese aire casi vuelo, besando unas flores.
Fabricando mamaderas de sueños para darles, derramando efímeras
bellezas. Él que tenía esa ética como una caricia o una mano o un
pensamiento para los asediados por los poderosos. Él que nos llevó
por las calles de Praga a ver el teatro negro.
A veces él no
podía con las sombras.
Él que tenía su
lado oscuro
ahuyentado por
pinturas naives, colores y buscaba en los libros una clave.
Él que amaba
desplegar cuentos y canciones para sus hijas, que estuvo pujando en los partos,
no pudo más.
Demasiada
energía gastaba en sostenerse en el beso.
Algunas flores
se fueron por un tiempo y renacieron.
Decían que la
historia y los sueños se habían terminado y renacieron.
Tendremos que
imaginar su abrazo.
Ahora con
la ausencia de ese arroparse cercano, sin su piel amiga
bordada de pelitos, tenemos que encontrarlo en su cuadro de
rondas de aldeanas de colores que danzan entre verdes, en las ideas y los
libros.
Demasiada
energía.
*
a veces somos
tan vacíos como fábricas abandonadas
nada nos llena,
no nos complace nada,
miramos el
dolor propio o ajeno del mismo modo
que miramos en
una revista viejas fotografías de cantantes,
a veces estamos
en esto o en aquello o en ninguna parte.
salimos a la
calle y las cosas nos resultan imposibles:
una senda
peatonal es la muerte vestida de insectos que
vibran
a la orilla del
mundo
porque ciertas
veces la mirada del otro, aunque ciego,
nos deja al
borde de inmundos precipicios
de olorosas
entrañas de los sueños que no alcanzaron a
abrirse.
a veces solo a
veces el croar febril de las ranas
nos trae el
recuerdo de la madre muerta
el aliento a
colibrí del padre ausente
los días que,
como maniquíes vivos pero descerebrados,
avanzan en
tropel ante nuestra absorta mirada
de espectadores
huidizos.
a veces el amor
viene a patear los cables de los altoparlantes
por donde el
miedo y el egoísmo nos hablan de la tierra prometida
pero eso dura
un segundo
y luego el
mundo vuelve a llenarse de grillos negros
y de roedores
que pretenden nuestras caras.
a veces somos
tan vacíos que damos pena
arrastramos
nuestros huesos como cruces hechas de relojes
y ciertamente
el mar nos mira con dulzura
como una
hermana mayor a la que volvemos para que nos abrace
a veces el
dolor propio o el ajeno es tan clavado y oscuro
que nos quedan
las manos colmadas de abejas
de números
de burros que
enferman de fiebre bajo nuestras camas
entonces
pensamos en la niñez como el cielo que perdimos/
*
esculpida
tan sólo una
cara de la piedra
el arte toma
cuerpo
del paisaje
igual
la talla de tu
sexo
el río sin edad
los pies
que el viento a
veces danza
en la montaña.
*De Alejandra
Alma.
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***
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