Inventren
Hemisferios de soledad*
“Una pequeña mueca
alzándose soberana en tu rostro
(mi patria / mi exilio)
y estas palabras habrán cumplido su función”
(Anónimo)
Querida -por
mí-,
son las siete y
media pasaditas. Aunque parezca estúpido, es propio del ser humano encerrar sus
acciones en alguna especie de simbolismo, un contorno que le otorgue un poco de
sentido a la sustancia. Y aquí me ves. No soy la excepción a la regla (Aunque
algunas veces quisiera serlo). Desafortunadamente, sigo siendo el mismo. Aquel
que prometió amarte desde la percudida ventanilla del tren. Aquel impuntual
hombre vestido de melancolía. Aquel que hoy abraza el pasado /porque te
incluye/, aquel que pernocta en endecasílabos /porque te nombran/, aquel que
escucha la lluvia llover /porque escucha tu voz en ella/, aquel que te busca en
el gris añejo de lánguidas paredes /porque no te encuentra/. Pero siempre,
aquel hombre que asume el verso para alcanzarte.
Muchas veces no
alcanzan los versos para acercarte a mis orillas: de tanto pensarte mar/ de
tanto sentirte cielo/ temo que el horizonte se confunda en tu cuerpo/ temo que
eso ocurra/ quiero que ocurra. Llevo un poco de tu sino en mi rostro, mi rostro
no es sólo la tristeza que inauguro cuando te vas del campo de mis ojos, mi
rostro no es simplemente tristeza de lo que no fue; es, además, porvenir,
estrellas fugaces iluminando la liturgia del alba, letras heterodoxas que
juegan a ser números que juegan a ser letras que juegan a ser tretas que
juegan. Mi rostro no es sólo tristeza, pero la tristeza encuentra un hábitat
propicio en él, principalmente si no estás. Si no estás, siento que yo no
estoy. Tampoco.
Pero si estás,
pequeño caramba del destino, te dejo olvidada en el metro o en la plaza. Como
si fueras una maleta. Como si fueras. No puedo tenerte porque el miedo a
perderte es casi tan grande como el miedo a encontrarte. Y ese laberinto me
define. “Cuidado. No lo olvide en un laberinto”, debería estar escrito en
mi rostro. O en mi piel. Piel que alguna vez fue nuestra. En los tiempos
en que aún existía el nosotros. Nuestro nosotros. Hoy es historia o, lo que es
peor, prehistoria. Nadie más que nosotros podrá recordar todo lo que nos
perdimos por miedo a la rutina, al café de oficina y a unas cuantas lunas
borrándose con el vino. Antes me consolaba pensar en la sabiduría del tiempo,
en la necesidad de las espinas del tiempo, en las esquinas rotas de un tiempo
pasado, en el dolor como requisito indispensable para alcanzar la
trascendencia. Hoy me pregunto: ¿puede haber trascendencia que no involucre tus
ojos? Si sólo fuera cuestión de pensarte y kabum aparecieras, no habría
problema y gracias poesía. Pero no. Lamentablemente no. Entre pensarte y
tenerte hay un abismo insalvable. Y hoy preferiría estar al borde de ese
abismo, pero al lado tuyo. Decirte despacito al oído: adiós tiempo, bienvenido
espacio nuestro. Pero no puedo. Hoy el tiempo sigue alardeando su victoria
incuestionable, y el espacio está en suspenso, en vilo y no en vivo.
Ya son casi las
nueve y sigo escribiendo. Aún no te pude convocar. Ese es otro problema. No sé
convocar tu presencia. Tendré que conformarme con rememorar tus ojos, leve
simetría horizontal que asemeja caos y orden. Seguir por tu rostro, hormiguero
de besos a contramano. Y terminar en tus manos. Abrir este pecho índigo,
atiborrado de rosas pulverizadas, y dejarlo en tus manos. Proteger tus manos
del frío. Pero no. Lamentablemente no. No me alcanza con pensarte.
Desafortunadamente, sigo siendo el mismo. Aquel que prometió amarte hasta el
fin de los tiempos. Aquel impuntual hombre vestido de melancolía. Aquel que hoy
abraza el pasado /porque te incluye/, aquel que pernocta en endecasílabos
/porque te nombran/, aquel que escucha la lluvia llover /porque escucha tu voz
en ella/, aquel que te busca en el gris añejo de lánguidas paredes /porque no
te encuentra/. Pero siempre, aquel hombre que asume el verso para alcanzarte.
Aquel. Éste.
ESTACIÓN EMILIANO REYNOSO
Compartimos la Ventana del Tren*
Aquella vieja
mujer
sentía cargar
los días con los pies,
y con las manos
dejar regadas
las semillas de algún recuerdo
que a veces
crecía hasta
dar sus frutos,
ricos en
vitamina C.
Sentía un
recuerdo atorado entre sus dientes
que no
conseguía hacer que saliera.
Aquella bella
anciana,
con su ropa
roída y sucia,
se sentaba a
diario en medio del camino:
un camino sin
nombre,
de tierra,
con a penas
unos árboles
que hicieran
sombra,
para vender un
poco de comida
que preparaba
con penosa distracción
día con día.
Se instalaba
siempre en el mismo sitio:
a un costado de
una roca
que le servía
de mesa,
sacaba de entre
su carga
cajitas de
colores
que contenían
su vida
horneada a
fuego lento...
Destapaba cada
recipiente
y el ambiente
se bañaba
con olores
exquisitos.
Quien pasaba
por el camino
podía verla a
diario:
casi como otro
árbol,
casi como parte
del camino...
Aquella parte
viva del camino,
como el corazón
del sendero terregoso.
Inexplicablemente,
aquella
viejecilla sólo articulaba la misma frase,
un mismo nombre
a toda persona
que veía,
fuera hombre o
mujer,
niño, niña e
incluso
así se refería
a los árboles
que le rodeaban
en momentos en
que nadie pasaba:
“Emiliano
Reynoso”.
Y no lo decía
como nombrando a cada persona
ni como algo
pronunciado incoherentemente:
por alguna
razón,
quien era
nombrado de este modo
por aquella
anciana
parecía que
entendía
todo lo que
ella quería contar.
Poco a poco
aquella mujer
dejó de hablar,
pero lo miraba
todo con tal gusto
que los colores
se atoraban en sus pestañas,
adornando
aquella mirada
que bien sabía
cómo platicar.
Un día
aquella vieja y
tranquila mujer
llegó para
nombrar el camino,
como siempre
solía hacerlo,
con los mismos
pasos
y sus bien
abiertos ojos.
Se sentó como
de costumbre
y acomodó sus
cajitas con comida.
Colocó el
precio por porción:
tanto con
arroz,
tanto más con
frijoles...
Con agua tanto.
Se sentó,
abrió muy
grande la boca
y sucedió que
sus manos
perdieron forma
de manos,
sus pies
dejaron de parecer pies...
Los árboles se
asomaron curiosos
y el polvo
cubrió la mirada
de quienes
andaban por el camino.
En su lugar
apareció una
agradable estructura cúbica,
con puertas,
ventanas
y un techo que
regalaba una fresca sombra.
Las vías nadie
supo de dónde llegaron,
pero corrían a
ambos extremos
trayendo y
llevando el tren.
En una de las
paredes,
un modesto
letrero dejaba verse:
“Emiliano
Reynoso”.
Hay quienes
dicen
que se trata de
los dientes
de la vendedora
de aquel camino,
muchos más
creemos que se trata de sus ojos,
que muy bien
sabían qué decir;
aunque la
creencia corriente
sea que los
ojos
no sirven para
pronunciar palabras.
*
Esta es una
historia de lealtades. Ocurrió hacia fines del siglo XIX, en una pujante
República Argentina, conservadora y ganadera, pero bien pudo transcurrir en
otro contexto, el del Japón feudal del siglo XIV, o el de los suburbios
bonaerenses de comienzos del siglo XXI. Lealtades resumidas en la figura de un
solo hombre, que en alguna otra época se llamó samurai, que en la actualidad
podría considerarse como "puntero" –en su versión más devaluada y
pragmática-, pero que hacia 1890 ostentaba el inconfundible mote de compadrito.
El Ñato Reynoso
había sido degollador de reses en el Matadero de Cañuelas, algunos años atrás,
por lo que conocía el arte del cuchillo a la perfección. Por esas cosas de la
vida, un mal entuerto lo había llevado a desentenderse del trabajo legalmente
remunerado, para caer de lleno en situaciones poco claras, de las que había
tenido que salir airoso a la fuerza, a punta de cuchillo, pero al costo de
comprometer su vida futura a los designios egoístas de un tercero poderoso.
En uno de esos
entreveros, su destino se había cruzado con el Don Cosme Gutiérrez, hombre
fuerte del Partido Autonomista Nacional, fiel seguidor del entonces Presidente
de la República, Don Miguel Juárez Celman –notable impulsor del desarrollo
ferroviario-, a quien estos mal nacidos de la revolucionaria Unión Cívica
–desde hacía unos pocos meses, estando ya bajo la Presidencia de Don Carlos
Pellegrini, autodenominada Radical- le estaban sacando canas verdes. Don Cosme
necesitaba a alguien que le cuidara las espaldas e hiciera ese trabajo sucio
que, por derecha, nadie admitiría realizar. Y para eso estaba el Ñato.
Misteriosa la
historia de Reynoso. Nadie supo precisar nunca sus orígenes. Algunos decían que
llegó del interior, sin mayor pasado a sus espaldas que el tortuoso viaje en
carreta que lo trajera de pibe a Buenos Aires, expulsado de sus pagos natales
por un padrastro violento. Otros afirmaban que era un porteño de pura cepa,
criado en un burdel de la Boca, hijo bastardo de alguna puta que nunca lo
aceptó, y cuyo apellido fuera herencia de algún oscuro burócrata del Registro
Civil. Lo cierto es que, quizá siguiendo algún destino prefijado, el Ñato dejó
a su paso un par de hijos varones no reconocidos, fruto de sus azarosos amores
con polacas y francesas, quienes a su vez tuvieron otros tantos hijos, así
hasta llegar a la actualidad, siendo un fiel representante familiar cierto
inclasificable barrabrava de Boca, oriundo del barrio platense de los Hornos,
predispuesto a probar en todo momento su reciedumbre -aunque sin lograrlo de
manera efectiva-, y conocido en el ambiente como el Gordo Nacho. Pero ésa es
otra historia.
La que nos
ocupa ocurrió a bordo de un tren. Más exactamente, una helada mañana de
invierno de 1891, durante un viaje que realizara Don Cosme desde la flamante
capital provincial, La Plata, en compañía de otros miembros del PAN, hacia la
zona de Saladillo , donde uno de sus colegas del Partido, el Doctor Evaristo
Vidal Ereñú, había adquirido en fecha reciente algunas hectáreas para su
valiosa tropilla de alazanes, recién traídos de sus vastos campos en La Pampa.
El Ñato, pegado a Don Cosme como su sombra, obviamente se encontraba a bordo
del convoy.
Aún antes de
abordar la formación, desde el mismo andén platense, Reynoso percibió
movimientos extraños cerca del furgón. La concurrencia era numerosa, por lo que
no pudo despegarse de Don Cosme hasta que abandonaron la capital. Recién
entonces se dirigió al extremo opuesto del tren, hacia donde se transportaban
los bultos del correo, las mercaderías que nutrirían las despensas locales, y
algunas flamantes bicicletas. El frío apretaba contra sus ropas al igual que el
acero, fiel junto a sus riñones. Se levantó las solapas del saco negro, por
encima del pañuelo blanco que llevaba al cuello, se ajustó el sombrero por
encima de las orejas, y avanzó resuelto hacia el fondo, balanceándose al ritmo
del traqueteo sobre las vías.
Aunque nadie se
lo hubiese explicado, el Ñato sabía que ése era su lugar. Los caudillos del PAN
viajaban en primera, con una suntuosidad de estilo europeo sin proporciones
para la época; lujo del que disponían a su antojo, aparentando ser grandes
señores, empapados en champagne y rodeados de mujeres, pero
"ignorantes" de los entuertos que sus leales servidores resolvían en
el "patio trasero".
[El samurai del
shogún, el compadrito del caudillo, el puntero del intendente… Las fechas se
disuelven, capturadas por la misma vorágine de lealtades, atravesando las
épocas, con una misma épica.]
El Ñato
avanzaba resuelto hacia el fondo. ¿De dónde le venía el apodo? Ese era otro
misterio; nadie lo sabía, y conocer tal secreto quizá implicase la muerte. Pero
ese nombre, "Ñato", fue lo primero que escuchó al ingresar en aquel
recinto estrecho, desbordante de bultos de encomiendas, bolsas con mercaderías
varias, y alguna que otra gallina cacareando en una jaula desvencijada.
Reynoso escrutó
el gélido aire de la mañana. Unas volutas de humo se disipaban hacia el
ventanuco que oficiaba de ventanilla. Su interlocutor, oculto detrás de unos
baúles, aún no lo había visto. ¿Cómo podía ser que lo reconociese? ¿Acaso era
una trampa? Sus nervios se pusieron en tensión, aguardando lo que fuese que le
deparara el destino.
Avanzó
cauteloso, pero el otro ni se movió. Al enfrentarlo, se encontró con un hombre
fornido, de baja estatura, las facciones ocultas debajo del ala del sombrero,
con una mano en el bolsillo, y la otra sosteniendo un cigarro sobre la comisura
de la boca. Reynoso se paró delante de él. Recién entonces, el otro volvió a
hablar, sin mirarlo.
-¿Qué pasa,
Ñato? -, una pausa, -¿No te acordás de mí? -, exhaló el humo, -¿De cuando
jugábamos al truco en el bar de Cesio, cerca de Boedo?
Esa voz… Sus
recuerdos retrocedieron un largo trecho, hasta conseguir ver unos vasos de caña
recién servidos, las barajas grasientas, los manoseados porotos para contar los
puntos… Un bar muy antiguo, una vaga ilusión amorosa, muchas horas perdidas sin
hacer otra cosa que jugar al truco, por plata o por la vida. La nostalgia lo
invadió de improviso, y cuando el otro alzó la vista, el Ñato ya sabía con
quién se iba a encontrar: Nemesio Funes, apodado el "Memorioso",
desde un tiempo en que ni siquiera él podía recordarlo. Supieron ser pareja no
sólo de truco; también descollaron en el tango, cuando aún era un baile de
hombres, en aquel burdel de Barracas, donde la madrugada los sorprendía aún
sedientos de caña y de sexo. Extraños avatares los fueron separando luego,
hasta que dejaron de verse, sin llegar a explicarse por qué. La lealtad entre
ambos se había ido disipando, y otras lealtades se habían ido consolidando para
ellos, casi contra su voluntad, encadenando sus obligaciones para con los
poderosos.
Porque no cabía
ninguna duda que Funes era hombre de Vidal Ereñú.
Las fantasmas
del pasado lo desacomodaron durante unos segundos. Pero algo raro podía olerse
en ese ambiente cerrado, casi secreto, que representaba el furgón. Algo no le
cerraba al Ñato. Una mirada extraña se deslizaba bajo el ala del sombrero, a
través de los párpados de Funes, quien casi sin entonación, restándole importancia
a sus propias palabras, le dijo:
-El Doctor
Vidal Ereñú no está tranquilo, ¿sabés? Estos radicales de mierda ya han pactado
muchas alianzas, y esto al Doctor lo pone muy nervioso -. Le dio otra calada al
cigarro, y soltó el humo: -El PAN se desintegra, negro. Y aunque pareciera que
Don Cosme es un personaje del virreinato, que negará cualquier revolución,
nadie puede saber si ha estado conversando con la oposición… Don Evaristo lo
quiere de vuelta de su lado. O si no, no lo quiere.
Reynoso no lo
podía creer. ¿Cómo osaban dudar de la honorabilidad de Don Cosme Gutiérrez?
¿Quién podía hacerlo sin mostrar una conciencia al menos turbia? ¿A quién
querían desplazar en esta lucha? Comprendió por qué había algo que no le
cerraba. Sabía que esto se tenía que resolver ahí mismo, a puro cuchillo. Que
no se enfrentaban los señores, con eternas discusiones sin sentido, sino sus
vasallos. Y le molestó muchísimo que el enviado para hacer el trabajo sucio
fuese el "Memorioso".
-¿Cuánto te
pagan para que hagas esto, hijo de una gran puta? -, masculló entre dientes,
con la mandíbula tensada por la furia y la diestra volando hacia sus riñones,
mientras el pucho del cigarro de Nemesio Funes caía olvidado sobre el piso del
furgón.
Y allí, en el
reducido espacio que les permitía aquel atestado furgón, ambos desenvainaron
sus respectivos orgullos [La takana samurai, el cuchillo compadrito, la cadena
puntera… Las situaciones se repiten cuando las fechas se superponen] Y se
trenzaron en una danza repetida hasta el cansancio, en la que se habían
conocido de memoria, como cuando bailaban tango, aspirándose el aliento y el
sudor; sólo que la pasión que ahora los unía era letal. Convertidos en oscuras
siluetas que se deslizaban a través de la semipenumbra de un furgón
ferroviario, envueltos en el vapor de sus propios alientos condensados,
desplegaban con elegancia el sutil arte de la estocada, un acero que oscilaba
en el aire helado con arteras y aviesas punzadas.
Hasta ese mal
movimiento, que le permitió entrarle la herida, desgarrando la carne,
derramando sangre sobre los trajes enjutos, generando un grito de sorpresa y de
dolor. Una mirada azorada, que clamaba por una piedad inútil en el último
aliento, lo atravesó de lado a lado, al igual que el acero. El abrazo los
fundió en una misma agonía, porque nada murió entre los dos, más allá de la
presencia física. Un corazón se fue eclipsando sobre el traqueteo de las vías.
Y un cuchillo sin mácula cayó con un débil tintineo sobre el suelo del furgón.
Así, el
compadrito depositó el cuerpo de su amigo sobre uno de los baúles, sin quitarle
de encima la mirada, hundiéndose en esos ojos que se vidriaban cada vez más.
Limpió el acero ensangrentado en las ropas del muerto, envainó nuevamente, le
quitó el sombrero y lo usó para cubrirle el rostro. Era lo menos que podía
hacer, en memoria de aquel pasado en común.
Y mientras se
retiraba de allí, oscilando con el traqueteo del tren, exhalando las nubes de
su propio aliento y con cierto nudo en el estómago, pensó que sería una buena
idea darse una vuelta por el bar de Cesio, en Boedo. Y recordar viejas épocas,
mientras se tomaba una regia botella de caña en honor del caído, abatido por
los rigores de lealtades que nada tenían que ver con la amistad que alguna vez
los uniera de purretes.
¿Importa
entonces saber si quien salió de aquel furgón, esa gélida mañana de invierno,
fue el Ñato o el "Memorioso"?
LA TIERRA DE LOS DESAMPAROS*
Ella sueña con
los ojos abiertos.
Un hombre. Un
pájaro. Un ojo.
Descienden a su
cama. Despacio.
Hay rocío y
helechos. Y mirra.
-Respírame la
nuca, amor-
Un piélago de
roedores la cubre.
El hombre se
confunde con el viento.
El pájaro se
convierte en piedra.
Solo queda el
ojo y su mano ciega.
-Me miras y te
miro, amor-
¿Donde van las
miradas cuando mueren?
El flautista no
viene…
Su cabeza le
dice que no está.
Su ánima le
grita, volverá.
-El lecho del
río está prohibido, amor-
Ella, muñeca
rota. Pechos partidos.
La ciudad está
desierta.
No es inocente
la tierra de los desamparos.
Y no hay savia.
Ni abrazos. Ni un destello.
-Bríllame,
amor, no dejes que me apague-
¿Adonde va la
noche cuando el alba muerde?
¿Las serpientes
en la venas, donde?
¿Los labios y
los espejos rotos?
¿Las llaves de
la lluvia, los relámpagos?
Deja que sueñe
con los ojos abiertos,
-Respírame la
nuca, amor-
*
Diez de la
mañana sobre la pampa húmeda. El primer sol primaveral reverdece en las copas
de los árboles, el trino de los pájaros adormece la visión del caminante, y la
llanura es cortada por la mitad por una tenue línea irregular. Son los restos
del antiguo ramal de trocha angosta del ex Ferrocarril Provincial, desmantelado
desde hace décadas, descomponiéndose en medio del paisaje como el atroz cadáver
de un pordiosero sin nombre.
De pronto,
sobre la monotonía del horizonte comienza a distinguirse una silueta que se
acerca, sin prisa pero sin pausa. Al comienzo se asemeja a una aparición
espectral, difusa, intangible. Pero a poco de avanzar, se concretiza, sólida,
oscura, con una vaga oscilación que recuerda al rítmico sube y baja de los
pistones de un motor de combustión. Sobre aquel paisaje desolado se materializa
una zorra ferroviaria manual, impulsada por un par de siluetas, esforzadas y
persistentes.
Poco a poco van
delineándose las figuras: son un par de hombres, vestidos con deslucidos
mamelucos grises, moviéndose con una monotonía tan decidida como sudorosa. De
espaldas a la vía, con la vista fija en el ayer, Eduardo Coiro –alias
“Educoiro”- mueve la palanca arriba y abajo, con un brillo alucinado en la
mirada y un peso inimaginable sobre ambos brazos, ya casi acalambrados. De cara
al futuro, dejando atrás un pasado que ya no volverá, Alberto Di Matteo –alias
“Aldima”- reproduce el movimiento alternado de su compañero, resoplando
mientras hombros y espalda se le contracturan, y deja vagar la imaginación como
una sutil manera de que el impulso cobre mayor fuerza.
-¡Vamos, Di
Matteo, no me afloje! -, exclama Coiro. -¡Hay que volver a fundar estos ramales
ferroviarios, olvidados por la desidia de los prostitutos de siempre!
-No sé cómo
vamos a llegar hasta el final -, replica Di Matteo, con un quejoso murmullo y
la vista fija en la palanca. -¿Quién más va a sumarse en esta patriada?
-¡Eso no
importa, compañero! ¡Hay que trazar un camino, crear con sentimiento, desplegar
el sueño y la fantasía sobre este bendito país!-. Y de pronto, suelta la mano
derecha, eleva la vista al cielo, y apunta hacia arriba con el dedo índice,
cual si pontificara sobre una tribuna política: -¡Hagamos el esfuerzo, carajo!
¡Claro que vale la pena! ¡Nos cansaremos de triunfar!
Di Matteo
también suelta su mano derecha, pero para tomar un marcador que lleva sobre el
bolsillo superior izquierdo, y con él comenzar a garabatear las inspiradas
frases de su amigo sobre la manga izquierda de su mameluco, que luego
transcribirá oportunamente, elaborando inspirados textos que los movilicen a
soñar a ambos –y a sus lectores- con estar dando los primeros pasos para el
lanzamiento de una revolución cultural que rescate aquellas antiguas glorias de
un país que quizá ya no exista, pero que bien vale la pena homenajear. Resopla
agotado, guarda el marcador en el bolsillo, y continúa impulsando la zorra
hacia delante, inclinando la cabeza.
Sólo entonces
descubre el singular detalle, incrédulo por no haber reparado en ello antes. Lo
que se extiende a espaldas de Coiro, en esa porción de llanura que aún no han
recorrido pero que se les avecina a gran velocidad, son las carcomidas ruinas
de lo que otrora fuese una vía: fragmentos de rieles oxidados, tacos de
durmientes comidos por las termitas, pajonales por doquier… ¿Cómo es posible
que se lancen hacia semejante incertidumbre, sin sucumbir en el intento? Sin
embargo, al hundir la cabeza entre los hombros y espiar a través de sus piernas
flexionadas, advierte que debajo del paso de la zorra, por detrás del impulso
que van desgranando sobre la pampa húmeda, los rieles brillan con una
intensidad inusual, como si los hubiesen acabado de fijar al suelo, aunque
relucientes por el uso continuo.
-¡Refundemos un
proyecto ferroviario, aunque sólo sea en el plano de nuestros sueños, con la
mágica potencia de la literatura!-, vocifera Coiro por delante suyo, a espaldas
del mañana.
Entonces Di
Matteo fija la mirada sobre la oscilante palanca y cree estar viendo algo muy
distinto al acero habitual con el que ignotos ingenieros europeos han
construido estos vehículos. La barra parece estar conformada por un material
extraño, parecido a una red, un tejido, un entramado de elementos misteriosos.
Presta mayor atención, entrecerrando los párpados que le arden a causa de las
densas gotas de sudor, y sorpresivamente cae en la cuenta de su propio delirio:
aquello no es una red de filamentos metálicos, ni siquiera la fragmentación
atómica de los elementos, sino un macizo conglomerado de frases, letras y
palabras, unidas entre sí…
Inmediatamente,
ambos escuchan un estridente silbato, imposible de confundir, proveniente del
lugar que acaban de abandonar.
-¡ES EL (Inven)
TREN!-, aúlla Coiro, agotado pero inmensamente feliz, espiando hacia atrás por
sobre el hombro de su compañero. -¡LO HEMOS CONSEGUIDO, DI MATTEO! ¡EL (Inven)
TREN VUELVE A CORRER CON INDUDABLE DIGNIDAD SOBRE ESTAS VÍAS!
Di Matteo
vuelve la cabeza y contempla en pleno día el nítido faro de una locomotora
diesel a unos trescientos metros de distancia, que se acerca a una velocidad
mucho más intensa que la que ellos desarrollan manualmente, sin intención
alguna de detenerse al alcanzarlos, en una suerte de criollo remedo de la
horrible criatura generada por el Profesor Víctor Frankenstein.
-¡Va a pasarnos
por arriba!-, exclama, con un último aliento.
-¡Por eso
mismo, Di Matteo: ponga huevo y siga adelante! ¡Hay que llegar a Reynoso antes
de que nos aplaste! ¡El (Inven) tren se ha convertido en una fuerza imposible
de parar!!! ¡Síííííííííííi!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!
“¿Quién me
obligó a meter en este quilombo?”, piensa Di Matteo, bufando y sin dejar de
agilizar esa barra manual que ya casi parece moverse sola, aunque todavía
necesite del impulso humano para darle impulso.
Coiro comienza
a reírse de felicidad, con genuina satisfacción. El cuerpo le estalla en una
dolorosa contractura, el sudor se le adhiere sobre la piel, y el aire le quema
los pulmones. Pero a pesar de todo, se siente tan contento como si volviese a
tener siete u ocho años, y su padre le hubiese regalado un lujoso tren Lima,
con decenas de vagones y tres modelos de locomotoras diferentes, acompañados
por maquetas de estaciones y demás construcciones aledañas, todo ello dispuesto
para establecer sobre una amplia mesa y dejarla allí, para jugar hasta muy tarde
por las noches, o alegrar una borrascosa tarde de lluvia con el cautivante
hechizo de un circuito ferroviario de juguete.
El sudor les
chorrea a mares desde las frentes, descendiendo por los cuellos, creando
enormes aureolas oscuras bajo las axilas, afincándose en las palmas, asidas con
obstinada firmeza a la barra de la palanca, mientras la locomotora Werkspoor
4613 se les abalanza voraz, cada vez más cercana. Y aunque cada uno resopla por
causas diferentes, aunque las motivaciones sean tan variadas para cada uno de
los dos, algo los une en una misma empresa: el placer por inventar, por
divertirse, por delirar juntos de manera creativa…
-¡No afloje, Di
Matteo, no afloje!!!
-Sos un
dictador, Coiro… Siempre decidís por tu cuenta…
Así es como la
zorra parece adquirir una velocidad autónoma al impulso manual que ejercen
sobre ella, aunque ello no impida que el parachoques a rayas rojas y blancas de
la locomotora les dé un topetazo por detrás, sólo para impulsarlos unos metros
más, hasta llegar a destino.
Irrumpen de
manera tan vertiginosa en los terrenos aledaños a la Estación Reynoso, que
hasta por un segundo les parece que allí no existía nada hasta ese preciso
instante. La zorra se desmaterializa en forma inmediata, mientras ambos caen
rodando sobre un andén muy pulcro, y a su alrededor se esparce una caótica
lluvia de fragmentos de frases sin utilizar, ideas sin desarrollar y
comentarios al margen. La locomotora a vapor ensordece el espacio con un
silbido en extremo estridente, como el primer chillido emitido por un recién
nacido, urgido de alimento, y avanza desbocada hacia el horizonte sobre unos
rieles recién estrenados, dejando a su paso un ardiente halo de carbón quemado
que les inunda la nariz.
Coiro incorpora
a medias el tronco sobre el andén, mientras Di Matteo aún intenta recuperar el
aliento del último impulso, con la mente agotada de tanto delinear frases
dignas y coherentes, cuando contemplan azorados algo que jamás hubieran podido
imaginar por cuenta propia.
Al otro extremo
del andén ven surgir, como otra aparición fantasmal, la solitaria silueta de un
ciclista, ataviado por colores absurdos y chillones, como es la costumbre, y un
oblongo casco azul con antiparras, quien sin frenar siquiera al ingresar en la
Estación, incorpora el torso, alza los brazos y mantiene el equilibrio en los
últimos metros del recorrido, mientras exclama:
-¡Sí,
señores!!! ¡Treinta y cuatro kilómetros después, he creado la Bicisenda
Ferroviaria!!!
Se desliza a su
lado como una díscola irrupción “sorianesca”, y desaparece en la primer curva,
sin que ellos consigan llamarle la atención y preguntarle siquiera cuál es su
nombre.
Ambos se ayudan
mutuamente para incorporarse, sucios y maltrechos, y avanzan a los tropezones y
en silencio, apoyados uno contra el otro, rodeándose los hombros en un
fraternal abrazo, resoplando agitados, hasta salir de la Estación, como un par
de ignorados espectros, sin cruzarse con nadie. Al llegar a la calle de tierra,
divisan en la vereda de enfrente un boliche de campo. Y hacia allí van, aún con
ciertas frases colgándoles del overol, a la espera de tomar algo que los
reconforte.
Acodados en la
barra, por detrás de la reja que los separa del dependiente a la manera de una
pulpería, ambos piden una ginebra “dalmasettiana”. Como el hombre no tiene idea
de qué le están hablando, se conforman con un breve vaso de caña. Y una vez
servidos, mientras recuperan el aliento y observan el paisaje que los rodea con
ojos curiosos, dignos de lingüísticos exploradores, se miran el uno al otro,
con un extraño brillo de complicidad, como si se adivinasen el pensamiento.
-Che -,
alcanzan a decirse, al mismo tiempo-: ¿Y si proponemos un nuevo
"Inventren"?
TIERRA DE LOS DESAMPAROS (II)*
Hoy es el
aniversario de los desamparos.
Llevo un ojo
incrustado en la nuca.
Duele el ojo de
vidrio. Daña. Quema. Punza.
Pulveriza las
vértebras. Muele.
Siento que me
corre la sangre de Abel.
La impiedad es
una bestia ciega.
Llaga abierta.
En blanco y negro. Arde.
Sopla. Sopla
despacio, amor.
Y esa
persecución que no cesa.
Es el nombre
del Padre pronunciado en vano.
Y no hay pan.
Ni harina. Ni leche para el niño.
Mis pechos son
dos brevas secas.
Habría que
nombrar la hipocresía.
Los serviles
señores y los camaleones.
Aquí. En la
nuca. En el centro del caos.
Sopla. Sopla
despacio, amor.
Me recorre esta
vieja costumbre de esperanza.
Y la sangre
gotea. Corre por mi espalda.
Gorrión y
tortolita. Desierto y labradío.
Maizales a la
siesta. Pan a la madrugada.
Sumergirse.
Ocultarse. Poco importa.
Dos palabras.
Solo dos. Calla y sopla.
Hoy es el
aniversario de los desamparos.
Y el nuestro,
amor, el nuestro.
El Reynoso*
Es un pesado
tren el de la memoria. Así lo siente el hombre mientras viaja acunado por el
vaivén del tren de trocha angosta.
El arquitecto
es hoy un hombre viejo. Ha dirigido muchas obras, ha visto desfilar delante de
su mirada a verdaderos personajes entre los albañiles y gremios que trabajaban
en sus obras.
Mira el
recorrido de la línea y se detiene en la Estación Reynoso.
“El Reynoso”.
Reynoso era el apellido del peón que se convirtió en una leyenda que
circuló por años en las obras. Cada tanto cuando le tocaba compartir un almuerzo
con los obreros, alguien contaba la historia, modificada con el énfasis y el
suspenso que le imprimen los Cuentacuentos a sus narraciones.
Los albañiles
son excelentes narradores de historias propias y ajenas.
Al mediodía se
contaban historias, mientras se cortaba la carne y se servia el vino tinto.
En el edificio
de la avenida Rivadavia se destacaba Yapura el azulejista, que relataba sus
hazañas sexuales de juventud, curiosamente eran amoríos con mujeres de los
patrones que había tenido en Salta. Tenía una gracia especial. Con su mirada de
picardía recorría a los presentes mientras avanzaba con su historia que
invariablemente concluía cuando en su tonada (y casi cantando) decía: “ Hecha
la cojaaaa…”.
Las épocas han
cambiado, ahora casi no existe el ritual del asado en las obras.
“Fuimos un
pueblo alegre” –se dice sin poder profundizar en explicaciones.
Pero el
arquitecto no quiere perder el hilo de la leyenda del Reynoso:
La obra era una
casa de campo que quedaba en el medio del campo y no era una metáfora. El
campito quedaba a un par de kilómetros de la ruta y a unos 300 metros del
apeadero del ferrocarril, se llegaba por una huella que se hacía
intransitable con una lluvia copiosa. Unas pocas casas perdidas. Un solo vecino
con el que se compartía el alambrado y una línea de eucaliptos altos a los
fondos.
Para comprar
cigarrillos o comida había que ir hasta la ruta. Un solo corralón de materiales
para las urgencias “El cóndor” atendido por dos hermanos con un apellido
inolvidable: los “Cucurulo”.
Costo encontrar
un equipo de albañiles que estuvieran dispuestos a viajar horas en tren para
llegar hasta el fin del mundo.
Los albañiles
trajeron al Reynoso, un correntino fuerte que además de peonar en la jornada
laboral acepto quedarse como sereno en el medio de la nada.
Armamos un
obrador con chapas bastante grande, una parte se dividió para que sea el
dormitorio del Reynoso. Además del catre, ropa y unas pocas cosas el hombre
había traído un pequeño altar caserito del gauchito Gil.
El Reynoso
hacía las compras para el asado y llevaba los pedidos de materiales al corralón
donde teníamos cuenta corriente. En esa época no existían los teléfonos
celulares. Un día aviso que le regalaron una mascota.
-Es un gatito,
le puse “Tigui” dijo. Del gato de Reynoso nos olvidamos enseguida, al
hombre se lo vio comprar botellas de leche, juntar los huesos del asado o
comprar hueso con carne para el animalito. La mascota se quedaba dentro de un
sector bien alambrado pero agreste que ni siquiera fue desmalezado. La única
entrada era la puerta del fondo del obrador – casa del sereno.
Esa zona del
campito en la que no trabajábamos era el equivalente a una manzana urbana. El
proyecto contemplaba en una segunda parte construir allí una amplia pileta de
natación, un quincho y parquizar.
En esa mañana
de enero había un calor demencial. Era una visita de rutina a una obra que ya
estaba en etapa de terminación, estaban los pintores, los albañiles y el
Reynoso que recién había vuelto de comprar las provisiones para el mediodía en
los comercios de la ruta.
Fue todo muy
rápido, como suele ser con los hechos que marcan la memoria para siempre.
Escuchamos tiros. Algunos nos silbaron por encima de nuestras cabezas. Uno de
los pintores se tiro de la escalera al piso. Se escucho un lamento de animal
grande, un ronquido doloroso que venia desde el pastizal. Luego escuchamos el
grito que pretendía emular al del Tarzán de Johnny Weissmüller. Ahí ubicamos al
tipo trepado al eucalipto blandiendo una carabina con gesto triunfal. No
habíamos salido de la sorpresa cuando vimos al Reynoso trepar como un gato al
árbol. Sujetó al hombre, lo bajo a los golpes. Desde el piso con el Reynoso
golpeándolo ese hombre ya no gritaba como Tarzán sino que pedía auxilio,
perdón, piedad…
Los albañiles
salieron disparados, cruzaron el alambrado, lograron sacarle al Reynoso el
cuchillo antes que lo sacara del cinto, creo que lo iba a degollar como a un
cordero.
Fue por esto
que supimos que el vecino era un cazador furtivo –denunciado por cuatrerismo- ,
tenía a maltraer a varios campos de Saladillo. La noticia podría haber salido
en los diarios pero no fue así: el dueño del campo que construía su casa era un
empresario exportador de lana que compró un acuerdo de silencio: nadie diría ni
una palabra, no habría denuncias policiales. Supe que el acuerdo incluía
comprarle su chacra a un precio increíble con tal de no tener a un chiflado
cerca. Reynoso iría a una obra que teníamos en Barracas.
A la mascota la
enterramos en los fondos del terreno. Reynoso que era un hombre grande lloraba
como un niño. Se había puesto las mejores ropas y tenia un pañuelo colorado
anudado al cuello. Le habían matado a la única compañía que había tenido
durante casi dos años en la soledad de ese paraje perdido en la pampa. Ahí nos
enteramos de una habilidad de su mascota: como un perrito amaestrado traía en
su boca una piedra que colocaba sobre su alpargata, El Reynoso daba la patada
con fuerza y Tigui atrapaba la piedra en el aire o la buscaba entre los pastos
hasta traerla de vuelta a los pies del hombre.
20 años después
en otra obra ubicada en el barrio de Núñez a la hora del relato, el capataz
santiagueño volvió a contar la historia del Reynoso, pero esta versión era algo
mas verosímil que aquellos hechos ocurridos delante de mis ojos: el vecino era
un drogadicto que había ahorcado al gato. Reynoso había hecho justicia:
se había trenzado en lucha y lo degolló sin miramientos.
No dije nada,
me limite a escuchar.
Además, lo del
tigre de Bengala jamás lo hubieran creído.
TIERRA DE LOS DESAMPAROS (III) *
Ellos vienen de
la tierra de los desamparos.
Del hambre
flaco. De la boca vacía.
Los perros y la
sequía son una cruz de palo.
Langostas en el
techo y en el lecho vinchucas.
Son los
excluidos de la Historia.
Expulsados del
Paraíso terrenal.
Tierra de
desapegos. Cardales. Ojos en la nuca.
De muertos
tumefactos. Vivos. ¿Vivos?
De mujeres
quebradas. Niños de sangre blanca.
Platos vacíos.
Mesas tristes. No solo de pan vive el hombre.
¿Dónde estarás,
amor?
Llevan a cuesta
cándidas certidumbres
Y esperan. No
saben lo que esperan. Pero esperan.
La esperanza es
el maná y el grial.
La mujer tiene
un nidal en su vientre de tierra.
El hombre, un
arado de discos y sus manos de roble.
Trae el fuego,
la purificación. La ventura y la espiga.
Ella es un
volcán apagado. Una brisa quieta.
Un espejo
desnudo. Pechos de girasoles.
La rosa de los
vientos yace quieta. Callada.
El hombre es un
hálito agitado. Un grito. Un soplido.
-Solo por hoy,
amor-
Y estallan como
estalla el verano.
La hambruna no
los para. Nada ni nadie.
La vida no se
inmoviliza con cuchara de palo.
Afrodita los
cubre con su manto. Santa María, madre.
La zarza arde
pero no se consume.
Violentos
torbellinos apuñalan las cruces.
Un semental
.Una hembra. Pan en horno de barro.
Se descalzan
reverentemente.
Pelo revuelto.
Mordidas. Revolcones.
-Solo por hoy,
amor. Hoy es hoy-
Él la vuela tal
si fuese torcaza. Tan leve. Tan sutil.
Ella abre
ventanas. Todas.
Cierra,
raudamente las puertas.
(Los chacales
acechan)
Sabor a tierra.
A sal. A miel de lechiguana.
La ley de
gravedad es desatino. Invento terrenal.
Levitan.
Vuelan. Suben. Bajan. Bocas. Ojo a ojo.
El remolino
enloquece la rosa de los vientos.
Bebamos del
Leteo. Lenguas.
-Solo por hoy,
amor-
***
Próximas estaciones:
LA RICA
-Por
Ferrocarril Midland-
SALADILLO NORTE
-Por
Ferrocarril Provincial-
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Estación de empalme Ingeniero de Madrid, el Inventren sigue un
doble recorrido por vías del ferrocarril Midland con destino a Puente
Alsina, y por vías del ferrocarril provincial con destino a La Plata.
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por venir en el ferrocarril Midland:
SAN SEBASTIÁN. J.J. ALMEYRA. INGENIERO
WILLIAMS.
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RAFAEL CASTILLO.
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VILLA FIORITO. VILLA CARAZA. VILLA
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TOLEDO. POLVAREDAS.
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