lunes, febrero 03, 2014

OJOS PARA BUSCAR AGUJERITOS DE CIELO EN EL DOLOR...

 
*Obra de Cecilia Aguado.
Villa Gesell. Argentina
 
 
 
 
 
 
*
 
 
Tropezamos en la oscuridad
si no logramos mantener encendido
el fuego que nos recuerda
a los que murieron
 
Más difícil es
el fuego que nos recuerde
a los muchos todavía por nacer.
 
 
 
*De RUBÉN VEDOVALDI.
 
 
 
 
 
 
OJOS PARA BUSCAR AGUJERITOS DE CIELO EN EL DOLOR…
 
 
 
 
 
 
 
 
SÉSAMO ÁBRETE*
 
 
 
Cerrado está mi vientre corazón.
Cerrada. Cerros, cerrazón.
Has evadido grutas, canceles y presidios.
Y has entrado. Ay, has entrado.
Noche. Cataléptico mundo.
¿Todos muertos?
Todos, menos tu negro dragón escarcha.
Se. Estoy segura, has seducido al alba.
Le has dicho que te espere.
Que serás su escudero, su amante, su arco iris.
Y te has dejado caer por la rendija cómplice.
Sediento. Bebes las oscuras gotas del deseo tirano.
Embriagado, pasas tu lengua por el jazmín de leche.
Has desafiado el noveno mandamiento y has dicho te amo.
Sabes que mis entrañas son profecías vanas.
Y has besado los frutos de un mentido verano
Ay amado mío nunca amado. Soledad que devora
París. Nubes de cigüeñas. Reyes magos...
Está oscuro y tengo hambre de pájaros.
Hambre de pájaros, de niños, de barcos de papel.
Y no hay pájaros, ni mar, ni siquiera un barco naufragante
 
Se nos escapa el alba corazón.
Afuera un panadero. Sal, harina y sudor.
Dios se viste de andrajos.
Una pringada rubia alcohol dolor entona la morocha.
Un chico solitario mea mi puerta.
Se va la hora de las brujas y viene el alba.
Tu alba.
Amanecida amante te reclama.
 
Y no pude encontrarte, ni buscarte.
Ni hallarte, menos aun perderte.
Estoy cansada corazón. Cierra la puerta al irte.
Ten cuidado.
No te enredes en el ramaje que sale de mis ojos.
 
 
*De Amelia Arellano. amelia.arellano01@yahoo.com.ar
 
 
 
 
 
 
 
 
 
PALMIRO*
 
 
A Héctor Gerlo
 
 
*De Jorge Isaías. jisaias46@yahoo.com.ar
 
 
“Algunas personas de maravillosas facultades, pueden retroceder mentalmente a los dos años de edad y aún a su primer año. Yo no. Podía únicamente contar los rumores de lo que fui, o hice, después de los tres”, escribe Guillermo Enrique Hudson, en ese espléndido libro: “ Allá lejos y hace tiempo”.
Yo parafraséandolo, podría decir que mis recuerdos apenas empiezan un poco antes después de los suyos.
Porque, ¿Cuántos años tendría cuando jugábamos con Palmiro Gerlo, trepándonos a aquella higuera de mi casa paterna. ¿Tres? ¿Cuatro? No sé.
Él vivía con sus padres y sus abuelos, tejido de por medio y venía seguido a jugar conmigo, aunque hoy no tenga siquiera un remoto registro, no sólo de los juegos, siquiera de mí. Es notable en este punto cuando de la memoria humana se trata. Es más, ni siquiera tiene recuerdo de mi propia existencia, lo cual ya es un tema.
Sus abuelos no eran sino aquellos dos ancianos venidos de la Italia milenaria hacía no sé cuanto. Don Clemente Gerlo y su mujer doña  Marianna, quien me daba a través de ese tejido sus jugosas naranjas del invierno.
Todo este recuerdo dormía bajo la ceniza de los años, cuando el mundo era un grupo  de paraísos, unos  pájaros que cruzaban raudos, la línea del horizonte, un trigal cercano al rastrojo del mismísimo don Clemente que quemaba prolijamente en noches de junio, con un palo al que agregaba una estopa con fuego y recorría ese breve campito quemando las chalas resecas.
El pueblo terminaba pronto, porque “todo lo demás era cielo”, como escribió el poeta  Néstor Groppa.
El papá de mi amigo se llamaba Terencio y la mamá Palmira y él, mi amigo no se llamaba así, Palmiro, según me  acabo de enterar ayer, porque me llamó agradeciéndome que yo recuerde tanto a sus abuelos, pero aclarándome que ese no era su nombre, sino Héctor.
¿Pero cómo, ahora que yo tuve un  primer amigo en la infancia que no se llamaba como yo creí hasta ayer?
La confusión pudo ser porque mi madre me decía cuando él saltaba el tejido para seguir tal vez con el  juego del día anterior:  Allí viene Palmirito, y ahora pienso que mi madre, habrá querido homenajear a su vecina, que sí era Palmira, con esa broma inocente. Convengamos que es duro, pasarse la vida con ese nombre esperando estático del fondo del recuerdo y al final enterarme que yo no estaba en lo cierto, y pensemos que mi vida no es corta ni feliz como la de Francis Macomber, de Ernest Hemingway.
Debo aclarar a todo esto que Palmiro o Héctor se mudó antes  de comenzar la primaria a Arroyo Seco y no volvió y si volvió siquiera a pasear, no lo recuerdo. Para todo el que no sabía que un hombre permanentemente escribía la cartografía de un pueblo y de algunos de sus habitantes que le fueron cercanos, y que de ese insistir,  a veces de manera digital, uno tiene estas sorpresas.
Entonces uno siente que por fin, una pieza que había estado inmóvil tanto tiempo, soportando todas las inclemencias del mundo y de las vidas de los hombres y las mujeres y la propia vida de uno, encuentra al fin su lugar, en un instante y para siempre y un chico un año menor que yo, que jugó conmigo no lo recuerda, pero yo sí, entonces todo es suficiente. Y esto es un milagro más de este maravilloso oficio de escribir.
Escribir sobre todo en el magma de los tiempos que pasaron y de los  cielos que fueron y de la precariedad de la memoria humana que es, como sabemos, arisca y selectiva.
En ese lugar tan cálido de mi primera infancia está muy presente esa familia, don Clemente con  sus trabajos, su quinta generosa en frutales que nosotros intentábamos diezmar constantemente, las palomas que vanamente quise matar con mi gomera, que merodeaban los techos y se paseaban orondas y entraban y salían de sus casitas con que don Clemente  había construido un modesto palomar.
Todo esto sucedió mientras la vida transcurría muy, pero muy lenta entre veranos que partían las sandías, o inviernos que con su helada paspaban los dedos y las rodillas y los sabañones que arrasaban las orejas, y las primaveras que brotaban de verde esplendoroso, con el estallido de los pájaros oscureciendo el aire, llenando la vida con sus sonidos y sus cantos, alegrando el fin de las mañanas que se recordarían después, por mucho tiempo.
Y sobre todo después que era, indefectiblemente el otoño. El de los tonos ocres, el que volteaba las hojas de los árboles, y pintaba de cobre el corazón de dos niños muy pequeños subidos a una higuera.
 
 
 
 
 
 
 
 
*
 
 
a Carlos Parodiz
 
 
 
Por las lágrimas navegan ojos
 
ojos que vuelan la tristeza como si fuera un río o una lluvia
 
ojos para buscar agujeritos de cielo en el dolor
 
para encontrar
 
pequeñas luces
 
en el bordado oscuro de tu muerte
 
 
*De Cristina Villanueva. cristinavillanueva.villanueva@gmail.com
 
 
 
 
 
 
 
 
 
La isla a mediodía*
 
 
 
 
*De Julio Cortázar.
 
 
La primera vez que vio la isla, Marini estaba cortésmente inclinado sobre los asientos de la izquierda, ajustando la mesa de plástico antes de instalar la bandeja del almuerzo. La pasajera lo había mirado varias veces mientras él iba y venía con revistas o vasos de whisky; Marini se demoraba ajustando la mesa, preguntándose aburridamente si valdría la pena responder a la mirada insistente de la pasajera, una americana de las muchas, cuando en el óvalo azul de la ventanilla entró el litoral de la isla, la franja dorada de la playa, las colinas que subían hacia la meseta desolada. Corrigiendo la posición defectuosa del vaso de cerveza, Marini sonrió a la pasajera. «Las islas griegas», dijo. «Oh, yes, Greece», repuso la americana con un falso interés. Sonaba brevemente un timbre y el steward se enderezó sin que la sonrisa profesional se borrara de su boca de labios finos. Empezó a ocuparse de un matrimonio sirio que quería jugo de tomate, pero en la cola del avión se concedió unos segundos para mirar otra vez hacia abajo; la isla era pequeña y solitaria, y el Egeo la rodeaba con un intenso azul que exaltaba la orla de un blanco deslumbrante y como petrificado, que allá abajo sería espuma rompiendo en los arrecifes y las caletas. Marini vio que las playas desiertas corrían hacia el norte y el oeste, lo demás era la montaña entrando a pique en el mar. Una isla rocosa y desierta, aunque la mancha plomiza cerca de la playa del norte podía ser una casa, quizá un grupo de casas primitivas. Empezó a abrir la lata de jugo, y al enderezarse la isla se borró de la ventanilla; no quedó más que el mar, un verde horizonte interminable. Miró su reloj pulsera sin saber por qué; era exactamente mediodía.
A Marini le gustó que lo hubieran destinado a la línea Roma-Teherán, porque el paisaje era menos lúgubre que en las líneas del norte y las muchachas parecían siempre felices de ir a Oriente o de conocer Italia. Cuatro días después, mientras ayudaba a un niño que había perdido la cuchara y mostraba desconsolado el plato del postre, descubrió otra vez el borde de la isla. Había una diferencia de ocho minutos pero cuando se inclinó sobre una ventanilla de la cola no le quedaron dudas; la isla tenía una forma inconfundible, como una tortuga que sacara apenas las patas del agua. La miró hasta que lo llamaron, esta vez con la seguridad de que la mancha plomiza era un grupo de casas; alcanzó a distinguir el dibujo de unos pocos campos cultivados que llegaban hasta la playa. Durante la escala de Beirut miró el atlas de la stewardess, y se preguntó si la isla no sería Horos. El radiotelegrafista, un francés indiferente, se sorprendió de su interés. «Todas esas islas se parecen, hace dos años que hago la línea y me importan muy poco. Sí, muéstremela la próxima vez.» No era Horos sino Xiros, una de las muchas islas al margen de los circuitos turísticos. «No durará ni cinco años», le dijo la stewardess mientras bebían una copa en Roma. «Apúrate si piensas ir, las hordas estarán allí en cualquier momento, Gengis Cook vela.» Pero Marini siguió pensando en la isla, mirándola cuando se acordaba o había una ventanilla cerca, casi siempre encogiéndose de hombros al final. Nada de eso tenía sentido, volar tres veces por semana a mediodía sobre Xiros era tan irreal como soñar tres veces por semana que volaba a mediodía sobre Xiros. Todo estaba falseado en la visión inútil y recurrente; salvo, quizá, el deseo de repetirla, la consulta al reloj pulsera antes de mediodía, el breve, punzante contacto con la deslumbradora franja blanca al borde de un azul casi negro, y las casas donde los pescadores alzarían apenas los ojos para seguir el paso de esa otra irrealidad.
Ocho o nueve semanas después, cuando le propusieron la línea de Nueva York con todas sus ventajas, Marini se dijo que era la oportunidad de acabar con esa manía inocente y fastidiosa. Tenía en el bolsillo el libro donde un vago geógrafo de nombre levantino daba sobre Xiros más detalles que los habituales en las guías. Contestó negativamente, oyéndose como desde lejos, y después de sortear la sorpresa escandalizada de un jefe y dos secretarias se fue a comer a la cantina de la compañía donde lo esperaba Carla. La desconcertada decepción de Carla no lo inquietó; la costa sur de Xiros era inhabitable pero hacia el oeste quedaban huellas de una colonia lidia o quizá cretomicénica, y el profesor Goldmann había encontrado dos piedras talladas con jeroglíficos que los pescadores empleaban como pilotes del pequeño muelle. A Carla le dolía la cabeza y se marchó casi enseguida; los pulpos eran el recurso principal del puñado de habitantes, cada cinco días llegaba un barco para cargar la pesca y dejar algunas provisiones y géneros. En la agencia de viajes le dijeron que habría que fletar un barco especial desde Rynos, o quizá se pudiera viajar en la falúa que recogía los pulpos, pero esto último sólo lo sabría Marini en Rynos donde la agencia no tenía corresponsal. De todas maneras la idea de pasar unos días en la isla no era más que un plan para las vacaciones de junio; en las semanas que siguieron hubo que reemplazar a White en la línea de Túnez, y después empezó una huelga y Carla se volvió a casa de sus hermanas en Palermo. Marini fue a vivir a un hotel cerca de Piazza Navona, donde había librerías de viejo; se entretenía sin muchas ganas en buscar libros sobre Grecia, hojeaba de a ratos un manual de conversación. Le hizo gracia la palabra kalimera y la ensayó en un cabaret con una chica pelirroja, se acostó con ella, supo de su abuelo en Odos y de unos dolores de garganta inexplicables. En Roma empezó a llover, en Beirut lo esperaba siempre Tania, había otras historias, siempre parientes o dolores; un día fue otra vez a la línea de Teherán, la isla a mediodía. Marini se quedó tanto tiempo pegado a la ventanilla que la nueva stewardess lo trató de mal compañero y le hizo la cuenta de las bandejas que llevaba servidas. Esa noche Marini invitó a la stewardess a comer en el Firouz y no le costó que le perdonaran la distracción de la mañana. Lucía le aconsejó que se hiciera cortar el pelo a la americana; él le habló un rato de Xiros, pero después comprendió que ella prefería el vodka-lime del Hilton. El tiempo se iba en cosas así, en infinitas bandejas de comida, cada una con la sonrisa a la que tenía derecho el pasajero. En los viajes de vuelta el avión sobrevolaba Xiros a las ocho de la mañana; el sol daba contra las ventanillas de babor y dejaba apenas entrever la tortuga dorada; Marini prefería esperar los mediodías del vuelo de ida, sabiendo que entonces podía quedarse un largo minuto contra la ventanilla mientras Lucía (y después Felisa) se ocupaba un poco irónicamente del trabajo. Una vez sacó una foto de Xiros pero le salió borrosa; ya sabía algunas cosas de la isla, había subrayado las raras menciones en un par de libros. Felisa le contó que los pilotos lo llamaban el loco de la isla, y no le molestó. Carla acababa de escribirle que había decidido no tener el niño, y Marini le envió dos sueldos y pensó que el resto no le alcanzaría para las vacaciones. Carla aceptó el dinero y le hizo saber por una amiga que probablemente se casaría con el dentista de Treviso. Todo tenía tan poca importancia a mediodía, los lunes y los jueves y los sábados (dos veces por mes, el domingo).
Con el tiempo fue dándose cuenta de que Felisa era la única que lo comprendía un poco; había un acuerdo tácito para que ella se ocupara del pasaje a mediodía, apenas él se instalaba junto a la ventanilla de la cola. La isla era visible unos pocos minutos, pero el aire estaba siempre tan limpio y el mar la recortaba con una crueldad tan minuciosa que los más pequeños detalles se iban ajustando implacables al recuerdo del pasaje anterior: la mancha verde del promontorio del norte, las casas plomizas, las redes secándose en la arena. Cuando faltaban las redes Marini lo sentía como un empobrecimiento, casi un insulto. Pensó en filmar el paso de la isla, para repetir la imagen en el hotel, pero prefirió ahorrar el dinero de la cámara ya que apenas le faltaba un mes para las vacaciones. No llevaba demasiado la cuenta de los días; a veces era Tania en Beirut, a veces Felisa en Teherán, casi siempre su hermano menor en Roma, todo un poco borroso, amablemente fácil y cordial y como reemplazando otra cosa, llenando las horas antes o después del vuelo, y en el vuelo todo era también borroso y fácil y estúpido hasta la hora de ir a inclinarse sobre la ventanilla de la cola, sentir el frío cristal como un límite del acuario donde lentamente se movía la tortuga dorada en el espeso azul.
Ese día las redes se dibujaban precisas en la arena, y Marini hubiera jurado que el punto negro a la izquierda, al borde del mar, era un pescador que debía estar mirando el avión. «Kalimera», pensó absurdamente. Ya no tenía sentido esperar más, Mario Merolis le prestaría el dinero que le faltaba para el viaje, en menos de tres días estaría en Xiros. Con los labios pegados al vidrio, sonrió pensando que treparía hasta la mancha verde, que entraría desnudo en el mar de las caletas del norte, que pescaría pulpos con los hombres, entendiéndose por señas y por risas. Nada era difícil una vez decidido, un tren nocturno, un primer barco, otro barco viejo y sucio, la escala en Rynos, la negociación interminable con el capitán de la falúa, la noche en el puente, pegado a las estrellas, el sabor del anís y del carnero, el amanecer entre las islas. Desembarcó con las primeras luces, y el capitán lo presentó a un viejo que debía ser el patriarca. Klaios le tomó la mano izquierda y habló lentamente, mirándolo en los ojos. Vinieron dos muchachos y Marini entendió que eran los hijos de Klaios. El capitán de la falúa agotaba su inglés: veinte habitantes, pulpos, pesca, cinco casas, italiano visitante pagaría alojamiento Klaios. Los muchachos rieron cuando Klaios discutió dracmas; también Marini, ya amigo de los más jóvenes, mirando salir el sol sobre un mar menos oscuro que desde el aire, una habitación pobre y limpia, un jarro de agua, olor a salvia y a piel curtida.
Lo dejaron solo para irse a cargar la falúa, y después de quitarse a manotazos la ropa de viaje y ponerse un pantalón de baño y unas sandalias, echó a andar por la isla. Aún no se veía a nadie, el sol cobraba lentamente impulso y de los matorrales crecía un olor sutil, un poco ácido mezclado con el yodo del viento. Debían ser las diez cuando llegó al promontorio del norte y reconoció la mayor de las caletas. Prefería estar solo aunque le hubiera gustado más bañarse en la playa de arena; la isla lo invadía y lo gozaba con una tal intimidad que no era capaz de pensar o de elegir. La piel le quemaba de sol y de viento cuando se desnudó para tirarse al mar desde una roca; el agua estaba fría y le hizo bien; se dejó llevar por corrientes insidiosas hasta la entrada de una gruta, volvió mar afuera, se abandonó de espaldas, lo aceptó todo en un solo acto de conciliación que era también un nombre para el futuro. Supo sin la menor duda que no se iría de la isla, que de alguna manera iba a quedarse para siempre en la isla. Alcanzó a imaginar a su hermano, a Felisa, sus caras cuando supieran que se había quedado a vivir de la pesca en un peñón solitario. Ya los había olvidado cuando giró sobre sí mismo para nadar hacia la orilla.
El sol lo secó enseguida, bajó hacia las casas donde dos mujeres lo miraron asombradas antes de correr a encerrarse. Hizo un saludo en el vacío y bajó hacia las redes. Uno de los hijos de Klaios lo esperaba en la playa, y Marini le señaló el mar, invitándolo. El muchacho vaciló, mostrando sus pantalones de tela y su camisa roja. Después fue corriendo hacia una de las casas, y volvió casi desnudo; se tiraron juntos a un mar ya tibio, deslumbrante bajo el sol de las once.
Secándose en la arena, Ionas empezó a nombrar las cosas. «Kalimera», dijo Marini, y el muchacho rió hasta doblarse en dos. Después Marini repitió las frases nuevas, enseñó palabras italianas a Ionas. Casi en el horizonte, la falúa se iba empequeñeciendo; Marini sintió que ahora estaba realmente solo en la isla con Klaios y los suyos. Dejaría pasar unos días, pagaría su habitación y aprendería a pescar; alguna tarde, cuando ya lo conocieran bien, les hablaría de quedarse y de trabajar con ellos. Levantándose, tendió la mano a Ionas y echó a andar lentamente hacia la colina. La cuesta era escarpada y trepó saboreando cada alto, volviéndose una y otra vez para mirar las redes en la playa, las siluetas de las mujeres que hablaban animadamente con Ionas y con Klaios y lo miraban de reojo, riendo. Cuando llegó a la mancha verde entró en un mundo donde el olor del tomillo y de la salvia era una misma materia con el fuego del sol y la brisa del mar. Marini miró su reloj pulsera y después, con un gesto de impaciencia, lo arrancó de la muñeca y lo guardó en el bolsillo del pantalón de baño. No sería fácil matar al hombre viejo, pero allí en lo alto, tenso de sol y de espacio, sintió que la empresa era posible. Estaba en Xiros, estaba allí donde tantas veces había dudado que pudiera llegar alguna vez. Se dejó caer de espaldas entre las piedras calientes, resistió sus aristas y sus lomos encendidos, y miró verticalmente el cielo; lejanamente le llegó el zumbido de un motor.
Cerrando los ojos se dijo que no miraría el avión, que no se dejaría contaminar por lo peor de sí mismo, que una vez más iba a pasar sobre la isla. Pero en la penumbra de los párpados imaginó a Felisa con las bandejas, en ese mismo instante distribuyendo las bandejas, y su reemplazante, tal vez Giorgio o alguno nuevo de otra línea, alguien que también estaría sonriendo mientras alcanzaba las botellas de vino o el café. Incapaz de luchar contra tanto pasado abrió los ojos y se enderezó, y en el mismo momento vio el ala derecha del avión, casi sobre su cabeza, inclinándose inexplicablemente, el cambio de sonido de las turbinas, la caída casi vertical sobre el mar. Bajó a toda carrera por la colina, golpeándose en las rocas y desgarrándose un brazo entre las espinas. La isla le ocultaba el lugar de la caída, pero torció antes de llegar a la playa y por un atajo previsible franqueó la primera estribación de la colina y salió a la playa más pequeña. La cola del avión se hundía a unos cien metros, en un silencio total. Marini tomó impulso y se lanzó al agua, esperando todavía que el avión volviera a flotar; pero no se veía más que la blanda línea de las olas, una caja de cartón oscilando absurdamente cerca del lugar de la caída, y casi al final, cuando ya no tenía sentido seguir nadando, una mano fuera del agua, apenas un instante, el tiempo para que Marini cambiara de rumbo y se zambullera hasta atrapar por el pelo al hombre que luchó por aferrarse a él y tragó roncamente el aire que Marini le dejaba respirar sin acercarse demasiado. Remolcándolo poco a poco lo trajo hasta la orilla, tomó en brazos el cuerpo vestido de blanco, y tendiéndolo en la arena miró la cara llena de espuma donde la muerte estaba ya instalada, sangrando por una enorme herida en la garganta. De qué podía servir la respiración artificial si con cada convulsión la herida parecía abrirse un poco más y era como una boca repugnante que llamaba a Marini, lo arrancaba a su pequeña felicidad de tan pocas horas en la isla, le gritaba entre borbotones algo que él ya no era capaz de oír. A toda carrera venían los hijos de Klaios y más atrás las mujeres. Cuando llegó Klaios, los muchachos rodeaban el cuerpo tendido en la arena, sin comprender cómo había tenido fuerzas para nadar a la orilla y arrastrarse desangrándose hasta ahí. «Ciérrale los ojos», pidió llorando una de las mujeres. Klaios miró hacia el mar, buscando algún otro sobreviviente. Pero como siempre estaban solos en la isla, y el cadáver de ojos abiertos era lo único nuevo entre ellos y el mar.
 
 
 
 
 
 
 
*
 
 
Nona me llevaba hasta la esquina de Brandsen
Nona tenía el cabello blanco como la nieve
el paso corto y el corazón muy largo
tan largo que a él se subían todos los pájaros del cielo
 
Nona era hermosa por donde se la nombrara
me llevaba a la esquina de Brandsen a esperar a Pochi
Pochi trabajaba en la línea 242
el colectivo tenía los colores de Boca
por eso creo que Pochi manejaba tan contento
tantas horas
hasta que la columna vertebral se le dobló para un lado
como la cabeza sibilante de una margarita
 
me subía al colectivo
me sentaba a la derecha de Pochi
es decir
a la derecha del padre todo hermoso
creador de los juegos de mi infancia
desde donde viene a retomar
las risas y las broncas
 
en ese entonces no existían las máquinas
que regurgitan boletos
entonces era yo quien se los cortaba a la gente
mientras Pochi manejaba la nave
extraespacial
que llevaba a los alienígenas al cuartel de la resistencia
 
entonces Pochi no era un chofer más
Pochi era el Comandante de la fuerza terrícola
encargada de interceptar y repatriar extraterrestres
 
Pochi me miraba de vez en cuando y hacía muecas
muecas tan graciosas que yo me golpeaba las rodillas
para reírme mejor
 
el colectivo cruzaba todo Ramos Mejía
Pochi manejaba con una sonrisa
el sueldo le alcanzaba para comer y punto
pero Pochi no se quejaba de nada
nunca se quejaba de nada
 
una tarde se subió a la nave
sin que yo lo viera
y se fue a cazar vampiros o extraterrestres
en una misión secreta
 
espero que no se olvide de pasar por la esquina de Brandsen
donde te voy a estar esperando Pochi
a las 6 de la tarde
como siempre/
 
 
*De León Peredo. gustavojlperedo@yahoo.com.ar
 
 
 
 
 
 
*
 
 
 
Mi abuelo Joel era de esos tipos que saben arreglar cosas; La pérdida en la canilla de la cocina, el zócalo del patio, la hamaca de la placita de Mar de Ajó...
Hasta el pino de la tía Emilita y la higuera de la casa en que nací, supieron de sus manos reparadoras!
Él pintaba una pared - por ejemplo la del pasillo- y luego se quedaba ahí, con sus ojos verdes y pequeñitos puestos en ella por largo rato.
A veces decía: - Faltaría "una poca" de cal ahí o allá, mientras señalaba con el pincel algún lugar de su obra.
El abuelo Joel hablaba raro, yo no siempre entendía sus palabras pero sabía de memoria la tonalidad calma de su voz, y el momento preciso de cada sonido en sus cuentos, a la hora de la siesta.
El rostro del abuelo, la danza lenta de su cuerpo, contaban cómo es disfrutar, incluso sin decir una palabra.
Él solía decir que los problemas no existen.
 
 
 
*De Alejandra Alma.
https://www.facebook.com/alejalma
 
 
 
 
 
 
 
 
***
 
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