*Obra de Cecilia Aguado.
Villa Gesell.
Argentina
*
Tropezamos en
la oscuridad
si no logramos
mantener encendido
el fuego que
nos recuerda
a los que
murieron
Más difícil es
el fuego que
nos recuerde
a los muchos
todavía por nacer.
*De RUBÉN
VEDOVALDI.
OJOS PARA BUSCAR AGUJERITOS DE CIELO EN EL DOLOR…
SÉSAMO ÁBRETE*
Cerrado está mi
vientre corazón.
Cerrada.
Cerros, cerrazón.
Has evadido
grutas, canceles y presidios.
Y has entrado.
Ay, has entrado.
Noche.
Cataléptico mundo.
¿Todos muertos?
Todos, menos tu
negro dragón escarcha.
Se. Estoy
segura, has seducido al alba.
Le has dicho
que te espere.
Que serás su
escudero, su amante, su arco iris.
Y te has dejado
caer por la rendija cómplice.
Sediento. Bebes
las oscuras gotas del deseo tirano.
Embriagado,
pasas tu lengua por el jazmín de leche.
Has desafiado
el noveno mandamiento y has dicho te amo.
Sabes que mis
entrañas son profecías vanas.
Y has besado
los frutos de un mentido verano
Ay amado mío
nunca amado. Soledad que devora
París. Nubes de
cigüeñas. Reyes magos...
Está oscuro y
tengo hambre de pájaros.
Hambre de
pájaros, de niños, de barcos de papel.
Y no hay
pájaros, ni mar, ni siquiera un barco naufragante
Se nos escapa
el alba corazón.
Afuera un panadero.
Sal, harina y sudor.
Dios se viste
de andrajos.
Una pringada
rubia alcohol dolor entona la morocha.
Un chico
solitario mea mi puerta.
Se va la hora
de las brujas y viene el alba.
Tu alba.
Amanecida
amante te reclama.
Y no pude
encontrarte, ni buscarte.
Ni hallarte,
menos aun perderte.
Estoy cansada
corazón. Cierra la puerta al irte.
Ten cuidado.
No te enredes
en el ramaje que sale de mis ojos.
PALMIRO*
A Héctor Gerlo
*De Jorge
Isaías. jisaias46@yahoo.com.ar
“Algunas personas de
maravillosas facultades, pueden retroceder mentalmente a los dos años de edad y
aún a su primer año. Yo no. Podía únicamente contar los rumores de lo que fui,
o hice, después de los tres”, escribe Guillermo Enrique Hudson, en ese
espléndido libro: “ Allá lejos y hace tiempo”.
Yo parafraséandolo, podría decir
que mis recuerdos apenas empiezan un poco antes después de los suyos.
Porque, ¿Cuántos años tendría
cuando jugábamos con Palmiro Gerlo, trepándonos a aquella higuera de mi casa
paterna. ¿Tres? ¿Cuatro? No sé.
Él vivía con sus padres y sus
abuelos, tejido de por medio y venía seguido a jugar conmigo, aunque hoy no
tenga siquiera un remoto registro, no sólo de los juegos, siquiera de mí. Es
notable en este punto cuando de la memoria humana se trata. Es más, ni siquiera
tiene recuerdo de mi propia existencia, lo cual ya es un tema.
Sus abuelos no eran sino
aquellos dos ancianos venidos de la Italia milenaria hacía no sé cuanto. Don
Clemente Gerlo y su mujer doña Marianna, quien me daba a través de ese
tejido sus jugosas naranjas del invierno.
Todo este recuerdo dormía bajo
la ceniza de los años, cuando el mundo era un grupo de paraísos,
unos pájaros que cruzaban raudos, la línea del horizonte, un trigal
cercano al rastrojo del mismísimo don Clemente que quemaba prolijamente en noches
de junio, con un palo al que agregaba una estopa con fuego y recorría ese breve
campito quemando las chalas resecas.
El pueblo terminaba pronto,
porque “todo lo demás era cielo”, como escribió el poeta Néstor Groppa.
El papá de mi amigo se llamaba
Terencio y la mamá Palmira y él, mi amigo no se llamaba así, Palmiro, según
me acabo de enterar ayer, porque me llamó agradeciéndome que yo recuerde
tanto a sus abuelos, pero aclarándome que ese no era su nombre, sino Héctor.
¿Pero cómo, ahora que yo tuve
un primer amigo en la infancia que no se llamaba como yo creí hasta ayer?
La confusión pudo ser porque mi
madre me decía cuando él saltaba el tejido para seguir tal vez con el
juego del día anterior: Allí viene Palmirito, y ahora pienso que mi
madre, habrá querido homenajear a su vecina, que sí era Palmira, con esa broma
inocente. Convengamos que es duro, pasarse la vida con ese nombre esperando
estático del fondo del recuerdo y al final enterarme que yo no estaba en lo
cierto, y pensemos que mi vida no es corta ni feliz como la de Francis
Macomber, de Ernest Hemingway.
Debo aclarar a todo esto que
Palmiro o Héctor se mudó antes de comenzar la primaria a Arroyo Seco y no
volvió y si volvió siquiera a pasear, no lo recuerdo. Para todo el que no sabía
que un hombre permanentemente escribía la cartografía de un pueblo y de algunos
de sus habitantes que le fueron cercanos, y que de ese insistir, a veces
de manera digital, uno tiene estas sorpresas.
Entonces uno siente que por fin,
una pieza que había estado inmóvil tanto tiempo, soportando todas las
inclemencias del mundo y de las vidas de los hombres y las mujeres y la propia
vida de uno, encuentra al fin su lugar, en un instante y para siempre y un
chico un año menor que yo, que jugó conmigo no lo recuerda, pero yo sí,
entonces todo es suficiente. Y esto es un milagro más de este maravilloso
oficio de escribir.
Escribir sobre todo en el magma
de los tiempos que pasaron y de los cielos que fueron y de la precariedad
de la memoria humana que es, como sabemos, arisca y selectiva.
En ese lugar tan cálido de mi
primera infancia está muy presente esa familia, don Clemente con sus
trabajos, su quinta generosa en frutales que nosotros intentábamos diezmar
constantemente, las palomas que vanamente quise matar con mi gomera, que
merodeaban los techos y se paseaban orondas y entraban y salían de sus casitas
con que don Clemente había construido un modesto palomar.
Todo esto sucedió mientras la
vida transcurría muy, pero muy lenta entre veranos que partían las sandías, o
inviernos que con su helada paspaban los dedos y las rodillas y los sabañones
que arrasaban las orejas, y las primaveras que brotaban de verde esplendoroso,
con el estallido de los pájaros oscureciendo el aire, llenando la vida con sus
sonidos y sus cantos, alegrando el fin de las mañanas que se recordarían
después, por mucho tiempo.
Y sobre todo después que era,
indefectiblemente el otoño. El de los tonos ocres, el que volteaba las hojas de
los árboles, y pintaba de cobre el corazón de dos niños muy pequeños subidos a
una higuera.
*
a Carlos
Parodiz
Por las
lágrimas navegan ojos
ojos que vuelan
la tristeza como si fuera un río o una lluvia
ojos para
buscar agujeritos de cielo en el dolor
para encontrar
pequeñas luces
en el bordado
oscuro de tu muerte
La isla a
mediodía*
*De Julio
Cortázar.
La primera vez
que vio la isla, Marini estaba cortésmente inclinado sobre los asientos de la
izquierda, ajustando la mesa de plástico antes de instalar la bandeja del
almuerzo. La pasajera lo había mirado varias veces mientras él iba y venía con
revistas o vasos de whisky; Marini se demoraba ajustando la mesa, preguntándose
aburridamente si valdría la pena responder a la mirada insistente de la
pasajera, una americana de las muchas, cuando en el óvalo azul de la ventanilla
entró el litoral de la isla, la franja dorada de la playa, las colinas que
subían hacia la meseta desolada. Corrigiendo la posición defectuosa del vaso de
cerveza, Marini sonrió a la pasajera. «Las islas griegas», dijo. «Oh, yes,
Greece», repuso la americana con un falso interés. Sonaba brevemente un timbre
y el steward se enderezó sin que la sonrisa profesional se borrara de su boca
de labios finos. Empezó a ocuparse de un matrimonio sirio que quería jugo de
tomate, pero en la cola del avión se concedió unos segundos para mirar otra vez
hacia abajo; la isla era pequeña y solitaria, y el Egeo la rodeaba con un
intenso azul que exaltaba la orla de un blanco deslumbrante y como petrificado,
que allá abajo sería espuma rompiendo en los arrecifes y las caletas. Marini
vio que las playas desiertas corrían hacia el norte y el oeste, lo demás era la
montaña entrando a pique en el mar. Una isla rocosa y desierta, aunque la
mancha plomiza cerca de la playa del norte podía ser una casa, quizá un grupo
de casas primitivas. Empezó a abrir la lata de jugo, y al enderezarse la isla
se borró de la ventanilla; no quedó más que el mar, un verde horizonte
interminable. Miró su reloj pulsera sin saber por qué; era exactamente
mediodía.
A Marini le
gustó que lo hubieran destinado a la línea Roma-Teherán, porque el paisaje era
menos lúgubre que en las líneas del norte y las muchachas parecían siempre
felices de ir a Oriente o de conocer Italia. Cuatro días después, mientras
ayudaba a un niño que había perdido la cuchara y mostraba desconsolado el plato
del postre, descubrió otra vez el borde de la isla. Había una diferencia de
ocho minutos pero cuando se inclinó sobre una ventanilla de la cola no le
quedaron dudas; la isla tenía una forma inconfundible, como una tortuga que
sacara apenas las patas del agua. La miró hasta que lo llamaron, esta vez con
la seguridad de que la mancha plomiza era un grupo de casas; alcanzó a
distinguir el dibujo de unos pocos campos cultivados que llegaban hasta la
playa. Durante la escala de Beirut miró el atlas de la stewardess, y se preguntó
si la isla no sería Horos. El radiotelegrafista, un francés indiferente, se
sorprendió de su interés. «Todas esas islas se parecen, hace dos años que hago
la línea y me importan muy poco. Sí, muéstremela la próxima vez.» No era Horos
sino Xiros, una de las muchas islas al margen de los circuitos turísticos. «No
durará ni cinco años», le dijo la stewardess mientras bebían una copa en Roma.
«Apúrate si piensas ir, las hordas estarán allí en cualquier momento, Gengis
Cook vela.» Pero Marini siguió pensando en la isla, mirándola cuando se
acordaba o había una ventanilla cerca, casi siempre encogiéndose de hombros al
final. Nada de eso tenía sentido, volar tres veces por semana a mediodía sobre
Xiros era tan irreal como soñar tres veces por semana que volaba a mediodía
sobre Xiros. Todo estaba falseado en la visión inútil y recurrente; salvo,
quizá, el deseo de repetirla, la consulta al reloj pulsera antes de mediodía,
el breve, punzante contacto con la deslumbradora franja blanca al borde de un
azul casi negro, y las casas donde los pescadores alzarían apenas los ojos para
seguir el paso de esa otra irrealidad.
Ocho o nueve
semanas después, cuando le propusieron la línea de Nueva York con todas sus
ventajas, Marini se dijo que era la oportunidad de acabar con esa manía
inocente y fastidiosa. Tenía en el bolsillo el libro donde un vago geógrafo de
nombre levantino daba sobre Xiros más detalles que los habituales en las guías.
Contestó negativamente, oyéndose como desde lejos, y después de sortear la
sorpresa escandalizada de un jefe y dos secretarias se fue a comer a la cantina
de la compañía donde lo esperaba Carla. La desconcertada decepción de Carla no
lo inquietó; la costa sur de Xiros era inhabitable pero hacia el oeste quedaban
huellas de una colonia lidia o quizá cretomicénica, y el profesor Goldmann
había encontrado dos piedras talladas con jeroglíficos que los pescadores
empleaban como pilotes del pequeño muelle. A Carla le dolía la cabeza y se
marchó casi enseguida; los pulpos eran el recurso principal del puñado de
habitantes, cada cinco días llegaba un barco para cargar la pesca y dejar
algunas provisiones y géneros. En la agencia de viajes le dijeron que habría
que fletar un barco especial desde Rynos, o quizá se pudiera viajar en la falúa
que recogía los pulpos, pero esto último sólo lo sabría Marini en Rynos donde
la agencia no tenía corresponsal. De todas maneras la idea de pasar unos días
en la isla no era más que un plan para las vacaciones de junio; en las semanas
que siguieron hubo que reemplazar a White en la línea de Túnez, y después
empezó una huelga y Carla se volvió a casa de sus hermanas en Palermo. Marini
fue a vivir a un hotel cerca de Piazza Navona, donde había librerías de viejo;
se entretenía sin muchas ganas en buscar libros sobre Grecia, hojeaba de a
ratos un manual de conversación. Le hizo gracia la palabra kalimera y la ensayó
en un cabaret con una chica pelirroja, se acostó con ella, supo de su abuelo en
Odos y de unos dolores de garganta inexplicables. En Roma empezó a llover, en
Beirut lo esperaba siempre Tania, había otras historias, siempre parientes o
dolores; un día fue otra vez a la línea de Teherán, la isla a mediodía. Marini
se quedó tanto tiempo pegado a la ventanilla que la nueva stewardess lo trató
de mal compañero y le hizo la cuenta de las bandejas que llevaba servidas. Esa
noche Marini invitó a la stewardess a comer en el Firouz y no le costó que le
perdonaran la distracción de la mañana. Lucía le aconsejó que se hiciera cortar
el pelo a la americana; él le habló un rato de Xiros, pero después comprendió
que ella prefería el vodka-lime del Hilton. El tiempo se iba en cosas así, en
infinitas bandejas de comida, cada una con la sonrisa a la que tenía derecho el
pasajero. En los viajes de vuelta el avión sobrevolaba Xiros a las ocho de la
mañana; el sol daba contra las ventanillas de babor y dejaba apenas entrever la
tortuga dorada; Marini prefería esperar los mediodías del vuelo de ida,
sabiendo que entonces podía quedarse un largo minuto contra la ventanilla
mientras Lucía (y después Felisa) se ocupaba un poco irónicamente del trabajo.
Una vez sacó una foto de Xiros pero le salió borrosa; ya sabía algunas cosas de
la isla, había subrayado las raras menciones en un par de libros. Felisa le
contó que los pilotos lo llamaban el loco de la isla, y no le molestó. Carla
acababa de escribirle que había decidido no tener el niño, y Marini le envió
dos sueldos y pensó que el resto no le alcanzaría para las vacaciones. Carla
aceptó el dinero y le hizo saber por una amiga que probablemente se casaría con
el dentista de Treviso. Todo tenía tan poca importancia a mediodía, los lunes y
los jueves y los sábados (dos veces por mes, el domingo).
Con el tiempo
fue dándose cuenta de que Felisa era la única que lo comprendía un poco; había
un acuerdo tácito para que ella se ocupara del pasaje a mediodía, apenas él se
instalaba junto a la ventanilla de la cola. La isla era visible unos pocos
minutos, pero el aire estaba siempre tan limpio y el mar la recortaba con una
crueldad tan minuciosa que los más pequeños detalles se iban ajustando
implacables al recuerdo del pasaje anterior: la mancha verde del promontorio
del norte, las casas plomizas, las redes secándose en la arena. Cuando faltaban
las redes Marini lo sentía como un empobrecimiento, casi un insulto. Pensó en
filmar el paso de la isla, para repetir la imagen en el hotel, pero prefirió
ahorrar el dinero de la cámara ya que apenas le faltaba un mes para las
vacaciones. No llevaba demasiado la cuenta de los días; a veces era Tania en
Beirut, a veces Felisa en Teherán, casi siempre su hermano menor en Roma, todo
un poco borroso, amablemente fácil y cordial y como reemplazando otra cosa,
llenando las horas antes o después del vuelo, y en el vuelo todo era también
borroso y fácil y estúpido hasta la hora de ir a inclinarse sobre la ventanilla
de la cola, sentir el frío cristal como un límite del acuario donde lentamente
se movía la tortuga dorada en el espeso azul.
Ese día las
redes se dibujaban precisas en la arena, y Marini hubiera jurado que el punto
negro a la izquierda, al borde del mar, era un pescador que debía estar mirando
el avión. «Kalimera», pensó absurdamente. Ya no tenía sentido esperar más,
Mario Merolis le prestaría el dinero que le faltaba para el viaje, en menos de
tres días estaría en Xiros. Con los labios pegados al vidrio, sonrió pensando
que treparía hasta la mancha verde, que entraría desnudo en el mar de las
caletas del norte, que pescaría pulpos con los hombres, entendiéndose por señas
y por risas. Nada era difícil una vez decidido, un tren nocturno, un primer
barco, otro barco viejo y sucio, la escala en Rynos, la negociación
interminable con el capitán de la falúa, la noche en el puente, pegado a las
estrellas, el sabor del anís y del carnero, el amanecer entre las islas.
Desembarcó con las primeras luces, y el capitán lo presentó a un viejo que
debía ser el patriarca. Klaios le tomó la mano izquierda y habló lentamente,
mirándolo en los ojos. Vinieron dos muchachos y Marini entendió que eran los
hijos de Klaios. El capitán de la falúa agotaba su inglés: veinte habitantes,
pulpos, pesca, cinco casas, italiano visitante pagaría alojamiento Klaios. Los
muchachos rieron cuando Klaios discutió dracmas; también Marini, ya amigo de
los más jóvenes, mirando salir el sol sobre un mar menos oscuro que desde el
aire, una habitación pobre y limpia, un jarro de agua, olor a salvia y a piel
curtida.
Lo dejaron solo
para irse a cargar la falúa, y después de quitarse a manotazos la ropa de viaje
y ponerse un pantalón de baño y unas sandalias, echó a andar por la isla. Aún
no se veía a nadie, el sol cobraba lentamente impulso y de los matorrales
crecía un olor sutil, un poco ácido mezclado con el yodo del viento. Debían ser
las diez cuando llegó al promontorio del norte y reconoció la mayor de las
caletas. Prefería estar solo aunque le hubiera gustado más bañarse en la playa
de arena; la isla lo invadía y lo gozaba con una tal intimidad que no era capaz
de pensar o de elegir. La piel le quemaba de sol y de viento cuando se desnudó
para tirarse al mar desde una roca; el agua estaba fría y le hizo bien; se dejó
llevar por corrientes insidiosas hasta la entrada de una gruta, volvió mar
afuera, se abandonó de espaldas, lo aceptó todo en un solo acto de conciliación
que era también un nombre para el futuro. Supo sin la menor duda que no se iría
de la isla, que de alguna manera iba a quedarse para siempre en la isla.
Alcanzó a imaginar a su hermano, a Felisa, sus caras cuando supieran que se
había quedado a vivir de la pesca en un peñón solitario. Ya los había olvidado
cuando giró sobre sí mismo para nadar hacia la orilla.
El sol lo secó
enseguida, bajó hacia las casas donde dos mujeres lo miraron asombradas antes
de correr a encerrarse. Hizo un saludo en el vacío y bajó hacia las redes. Uno
de los hijos de Klaios lo esperaba en la playa, y Marini le señaló el mar,
invitándolo. El muchacho vaciló, mostrando sus pantalones de tela y su camisa
roja. Después fue corriendo hacia una de las casas, y volvió casi desnudo; se
tiraron juntos a un mar ya tibio, deslumbrante bajo el sol de las once.
Secándose en la
arena, Ionas empezó a nombrar las cosas. «Kalimera», dijo Marini, y el muchacho
rió hasta doblarse en dos. Después Marini repitió las frases nuevas, enseñó
palabras italianas a Ionas. Casi en el horizonte, la falúa se iba
empequeñeciendo; Marini sintió que ahora estaba realmente solo en la isla con
Klaios y los suyos. Dejaría pasar unos días, pagaría su habitación y aprendería
a pescar; alguna tarde, cuando ya lo conocieran bien, les hablaría de quedarse
y de trabajar con ellos. Levantándose, tendió la mano a Ionas y echó a andar
lentamente hacia la colina. La cuesta era escarpada y trepó saboreando cada
alto, volviéndose una y otra vez para mirar las redes en la playa, las siluetas
de las mujeres que hablaban animadamente con Ionas y con Klaios y lo miraban de
reojo, riendo. Cuando llegó a la mancha verde entró en un mundo donde el olor
del tomillo y de la salvia era una misma materia con el fuego del sol y la
brisa del mar. Marini miró su reloj pulsera y después, con un gesto de
impaciencia, lo arrancó de la muñeca y lo guardó en el bolsillo del pantalón de
baño. No sería fácil matar al hombre viejo, pero allí en lo alto, tenso de sol
y de espacio, sintió que la empresa era posible. Estaba en Xiros, estaba allí
donde tantas veces había dudado que pudiera llegar alguna vez. Se dejó caer de
espaldas entre las piedras calientes, resistió sus aristas y sus lomos
encendidos, y miró verticalmente el cielo; lejanamente le llegó el zumbido de
un motor.
Cerrando los
ojos se dijo que no miraría el avión, que no se dejaría contaminar por lo peor
de sí mismo, que una vez más iba a pasar sobre la isla. Pero en la penumbra de
los párpados imaginó a Felisa con las bandejas, en ese mismo instante
distribuyendo las bandejas, y su reemplazante, tal vez Giorgio o alguno nuevo
de otra línea, alguien que también estaría sonriendo mientras alcanzaba las
botellas de vino o el café. Incapaz de luchar contra tanto pasado abrió los
ojos y se enderezó, y en el mismo momento vio el ala derecha del avión, casi
sobre su cabeza, inclinándose inexplicablemente, el cambio de sonido de las
turbinas, la caída casi vertical sobre el mar. Bajó a toda carrera por la
colina, golpeándose en las rocas y desgarrándose un brazo entre las espinas. La
isla le ocultaba el lugar de la caída, pero torció antes de llegar a la playa y
por un atajo previsible franqueó la primera estribación de la colina y salió a
la playa más pequeña. La cola del avión se hundía a unos cien metros, en un
silencio total. Marini tomó impulso y se lanzó al agua, esperando todavía que
el avión volviera a flotar; pero no se veía más que la blanda línea de las
olas, una caja de cartón oscilando absurdamente cerca del lugar de la caída, y
casi al final, cuando ya no tenía sentido seguir nadando, una mano fuera del
agua, apenas un instante, el tiempo para que Marini cambiara de rumbo y se
zambullera hasta atrapar por el pelo al hombre que luchó por aferrarse a él y
tragó roncamente el aire que Marini le dejaba respirar sin acercarse demasiado.
Remolcándolo poco a poco lo trajo hasta la orilla, tomó en brazos el cuerpo
vestido de blanco, y tendiéndolo en la arena miró la cara llena de espuma donde
la muerte estaba ya instalada, sangrando por una enorme herida en la garganta.
De qué podía servir la respiración artificial si con cada convulsión la herida
parecía abrirse un poco más y era como una boca repugnante que llamaba a
Marini, lo arrancaba a su pequeña felicidad de tan pocas horas en la isla, le
gritaba entre borbotones algo que él ya no era capaz de oír. A toda carrera
venían los hijos de Klaios y más atrás las mujeres. Cuando llegó Klaios, los
muchachos rodeaban el cuerpo tendido en la arena, sin comprender cómo había
tenido fuerzas para nadar a la orilla y arrastrarse desangrándose hasta ahí.
«Ciérrale los ojos», pidió llorando una de las mujeres. Klaios miró hacia el
mar, buscando algún otro sobreviviente. Pero como siempre estaban solos en la
isla, y el cadáver de ojos abiertos era lo único nuevo entre ellos y el mar.
*
Nona me llevaba
hasta la esquina de Brandsen
Nona tenía el
cabello blanco como la nieve
el paso corto y
el corazón muy largo
tan largo que a
él se subían todos los pájaros del cielo
Nona era
hermosa por donde se la nombrara
me llevaba a la
esquina de Brandsen a esperar a Pochi
Pochi trabajaba
en la línea 242
el colectivo
tenía los colores de Boca
por eso creo
que Pochi manejaba tan contento
tantas horas
hasta que la
columna vertebral se le dobló para un lado
como la cabeza
sibilante de una margarita
me subía al
colectivo
me sentaba a la
derecha de Pochi
es decir
a la derecha
del padre todo hermoso
creador de los
juegos de mi infancia
desde donde
viene a retomar
las risas y las
broncas
en ese entonces
no existían las máquinas
que regurgitan
boletos
entonces era yo
quien se los cortaba a la gente
mientras Pochi
manejaba la nave
extraespacial
que llevaba a
los alienígenas al cuartel de la resistencia
entonces Pochi
no era un chofer más
Pochi era el
Comandante de la fuerza terrícola
encargada de
interceptar y repatriar extraterrestres
Pochi me miraba
de vez en cuando y hacía muecas
muecas tan
graciosas que yo me golpeaba las rodillas
para reírme
mejor
el colectivo
cruzaba todo Ramos Mejía
Pochi manejaba
con una sonrisa
el sueldo le
alcanzaba para comer y punto
pero Pochi no
se quejaba de nada
nunca se
quejaba de nada
una tarde se
subió a la nave
sin que yo lo
viera
y se fue a
cazar vampiros o extraterrestres
en una misión
secreta
espero que no
se olvide de pasar por la esquina de Brandsen
donde te voy a
estar esperando Pochi
a las 6 de la
tarde
como siempre/
*
Mi abuelo Joel
era de esos tipos que saben arreglar cosas; La pérdida en la canilla de la
cocina, el zócalo del patio, la hamaca de la placita de Mar de Ajó...
Hasta el pino
de la tía Emilita y la higuera de la casa en que nací, supieron de sus manos
reparadoras!
Él pintaba una
pared - por ejemplo la del pasillo- y luego se quedaba ahí, con sus ojos verdes
y pequeñitos puestos en ella por largo rato.
A veces decía:
- Faltaría "una poca" de cal ahí o allá, mientras señalaba con el
pincel algún lugar de su obra.
El abuelo Joel
hablaba raro, yo no siempre entendía sus palabras pero sabía de memoria la
tonalidad calma de su voz, y el momento preciso de cada sonido en sus cuentos,
a la hora de la siesta.
El rostro del
abuelo, la danza lenta de su cuerpo, contaban cómo es disfrutar, incluso sin
decir una palabra.
Él solía decir
que los problemas no existen.
*De Alejandra
Alma.
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