*Dibujo de Celso Agretti.
celsoagr@trcnet.com.ar
EL BARBA MIN*
– Recuerdos de
mi infancia-
El tío Min.
Había venido, como mi padre, junto al grueso de la familia desde allende los
mares. Era robusto, de piel rojiza, pelo crespo, curtido y rudo; vestía
chaqueta de brin azul y una infaltable gorra de cuero marrón, así como su
eterna pipa, que revivía cada tanto; que era más de su ser que de su vestir.
Tenía eso sí, alegría para tirar, con su risa de niño a flor de labios.
Era pocero.
Tenía una herrería, y un viejo pero muy efectivo Ford T de 1925 con el
que llevaba sus herramientas, caños y filtros que preparaba él mismo en su
taller. Decía filosóficamente, entre su contagioso reír: que el pocero es el
único que empieza desde arriba.
Su autito
negro, de altas ruedas, y guardabarros levantados, todo flaco, espartano,
esquelético; con su corneta de aire, una pera de goma que todos nos tentábamos
en tocar, cuando veíamos el auto estacionado: “Honck. Honck”… y los chicos
salían disparando… Se había convertido en el primer taxi del pueblo. Si estaba
por llegar un nuevo niño al mundo, corriendo a llamar a Min Goi para “buscar a
la señora”, la que habría de asistir a la madre; o algún hueso magullado que
requería arrimarlo al huesero, o por otros tantos motivos de entonces.
Mi madrina me
llevó una temporada, a mis cuatro años, a la “lejana” ciudad de Vera. No
recuerdo la ida, pero sí del regreso en tren. Al bajar en la estación “Ewald”
subimos al forcito del tío Min para volver felices a casa.
El y la tía, su
mujer, vivían en una casa antigua, techo de cinc a dos aguas, galería al
frente, que era un verdadero hito en aquel naciente pueblo rural. En toda una
media cuadra en parte quinta de frutales, rodeada por una alta fila de gruesos
eucaliptos, y en parte patio. Tenía tres grandes cuartos y el galponcito donde
guardaban el Ford T, y como casi vivían solos, siempre había algún pariente que
venía a “parar” allí. Habían hecho algunas mejoras últimamente: un baño, como
una pequeña torre al borde de la huerta junto al molino, con su tanque de agua
encima; y un sótano para estacionar jamones, chorizos y otros productos
cárnicos.
Como el tío,
era en sí un hombre rudo y curtido, pero sumamente tierno y cariñoso con los
niños, al menos con nosotros sus sobrinitos, que siempre que podía nos llevaba
a pasear en su pintoresco automóvil, y el mismo muy feliz, hacía sonar la
“corneta” una y otra vez durante todo el viaje.-
Un día,
chochísimo con el sótano recién terminado, yo tendría unos tres años
apenas, insistió en llevarme abajo para que lo viera; me puso en la
ancha y llana escalera incitándome a que bajara y él un paso detrás de mí; pero
yo me confundí y pensando quien sabe qué, me “salí” de la escalera y caí
rotundamente al suelo de cabeza. Recuerdo el olor a revoque fresco, el tremendo
golpe y el llanto desesperado. Mi tío me alzaba, trataba de calmarme y al fin
me acercó a una ventanuca donde entraba luz y aire. Reviví poco a poco y
recuerdo haber entrevisto por un instante, entre sollozos, los malvones de la
galería.
Hace poco
tiempo un amigo llegado de Italia, después de la guerra, que fue pensionista de
mi tía, y que hace muchos años vive en Canadá; me mandó una foto que guardaba,
donde están la tía y él bajo la galería, y se ve casi toda la casa; tal como la
recuerdo.
Después la casa
quedó años desocupada, y más tarde ocupada por quienes la adquirieron en tiempos
recientes, decían que había fantasmas que no los dejaban en paz, que rondaban
de noche y de día…
Malvendieron la
propiedad y finalmente la casa fue demolida.
Yo guardo los
recuerdos y esa foto.
Avellaneda,
Santa Fe; 23 Octubre 2013
AUNQUE NO QUEDEN OJOS…
POEMA
DES-ANDADO*
En la Estación
Central. Un hombre. Solo.
Llega y parte,
buscando andenes.
Siempre está de
regreso, aún de llegada.
En su mochila
verde,
solo una
golondrina,
un vértigo y
una antigua foto
amarillenta, de
un niño
y un caballo.
No, no está
solo. Hay una convención de soledades.
Aquelarre.
Están todos.
Nadie falta a
la cita.
El hombre
ciego,
atenazado a un
banco, pide.
Pide porque ha
dado.
El niño con
mocos escarchados
y ojos que
nunca lloran.
¿Para qué
hacerlo si no han de consolarlo?
La mujer que
vende su fusión en tumbas solitarias
Boca de percal
y pechos de magnolias.
Tampoco falta
el viejo, alarife de soles
de puentes y
andamios que casi no recuerda.
Al lado de una
bolsa abandonada,
otra bolsa. Sin
sexo.
Con un hálito
de vida.
No conoce otra
historia que la nada.
Y está la
vieja.
Añorando las
rejas del hospicio.
Meciéndose en
una hamaca de
cantos y de
tiempo.
Y el tren que
llega,
andando y
desandando
condenado a no
tener raíz
a partir y a
llegar.
El hombre trepa
en trasborde de
sueños.
Avanza, siempre
avanza
sin mirar hacia
atrás.
Antes del viejo
puente, al lado de un álamo
talado por un
rayo, el tren para.
Y el hombre no
lo piensa, solo salta
y vuelve al
aquelarre.
Ellos están
allí ¿adónde irían?
El hombre se
arrodilla.
Les da la
golondrina. Un apretón de manos
e inicia su
regreso.
Ya no le teme
al vértigo.
Desanda
soledades.
Penetra
lentamente, en la antigua foto amarillenta.
Allí lo
esperan. El niño y el caballo.
El silencio y
el miedo.
La raíz y la
flor.
La vida y la
palabra.
*De Amelia
Arellano. arellano.amelia@yahoo.com.ar
Meditaciones
matinales*
XI
Sentado aquí,
ante el portal de esta mañana de otoño; esta mañana que va levando sus banderas
de luz para ser cruzadas por vuelos de pájaros, hierbas, voces, motores,
andantes, ladridos…
Una vez más me
pregunto ¿Qué sostiene a mi barca ósea que navega esta mar de sueños? Es en
este momento cuando aparecen, entre las velas de la barca, los agarramanos
y sus claridades:
Mi primera
pedaleada, sin caerme, en ese pueblo.
Las
conversaciones, desde niño, con mi abuelo Homobono y las que tuve, caminando
las sierras de Río Ceballos, con mi abuela Elvira juntando menta peperina.
La barra de
chicos con idas a la matinée, correrías en bicicleta, picados de fútbol.
Las amistades
que fueron eslabonándose con el paso de los años. Y que perduran.
La buena gente
y su inteligencia que supo y saben dar luz a mis oscuridades.
Las flores de
los árboles que apacientan la mirada y, luego, las dejan caer lloviznalmente en
colores.
Esa llamada
telefónica, en ese momento apropiado.
Leer un buen
libro para mi gusto.
La sonrisa de
cualquier niño.
Una hermosa
mujer que pasa.
Tu amor, con
los altibajos de la vida, que aún perdura.
Mi barca sigue
navegando en esta mar sin fin y de gratuidad que es la vida; persiste pese a
los peros, lo que me hace decir, citando al poeta: “amanece, que no es poco”…
*De Cacho Agú. oscarcachoagu@yahoo.com.ar
La extraña*
DESPUÉS DE
TANTOS MESES, el paseo vespertino era una rutina más, un invariable deambular
por las calles del barrio y los parques cercanos.
La costumbre
traza itinerarios. Así, aunque uno se dejase ir al azar, los propios pasos se
amoldaban a la monotonía grisácea de las aceras y conducían siempre a los
mismos destinos, a idénticos regresos.
Salvo
esporádicos encuentros con algún vecino o intrascendentes conversaciones
accidentales, nunca sucedía nada.
Pero esa tarde
de martes —lo mismo podría haber sido viernes o domingo; así de plano era mi
horizonte por esa época— hubo un cambio.
Como tantos
otros días a lo largo del tedioso e inacabable periodo de convalecencia, yo
había salido a caminar por el barrio. Ya de vuelta, intentaba introducir la
llave en la puerta para entrar en el viejo edificio donde vivía, cuando vi a la
chica. Algo en ella me llamó la atención, y por eso me quedé mirándola, con
cierta curiosidad.
Cuando llegó a
mi lado, se quedó allí parada, como esperando que terminase de abrir de una vez
la puerta para poder entrar en el patio. Así lo hice, invitándola con un gesto
a franquear el umbral, cosa que hizo con bastante celeridad y sin el mínimo
sonido, como si estuviese formada de brumas o de la intangible esencia de los
sueños. Luego, se demoró un poco junto a los buzones, aunque sin abrir ninguno
de ellos. Por un momento, pensé que tal vez fuese una repartidora de
publicidad, aunque deseché tal idea al observar que no llevaba un solo papel en
las manos.
Pasé junto a
ella, musitando un sordo «hasta luego» que no recibió respuesta (cosa harto
común en este inicio del XXI) y comencé a subir los cuarenta y ocho escalones
que me separaban de mi casa, de la temible e inquebrantable soledad tan
arduamente edificada a lo largo de los últimos diez años.
No tardé en
percibir sus pasos leves, indecisos, a mi espalda. Cada vez más convencido de
que ella no pertenecía al edificio, temí que me hubiese venido siguiendo, que
tratase de robarme (unos días atrás le había sucedido algo así a una vecina del
segundo) pero ese pensamiento me resultó absurdo. La chica era delgada y no muy
alta. Calculé que no pesaría más de cincuenta o cincuenta y cinco kilos.
Resultaba difícil pensar en ella empuñando una navaja o una jeringuilla.
Deseché tal
visión y seguí subiendo con lentitud, con esa lentitud que da el cansancio, ese
cansancio nacido de la repetición infinita de los actos cotidianos. Cuando por
fin llegué junto a la puerta de mi casa, ella también se detuvo, detrás de mí,
a menos de un metro de distancia, mirando al suelo y en silencio.
Me sentí
incómodo. No sabía si meter la llave en la cerradura o dar media vuelta y bajar
de nuevo los cuarenta y ocho escalones; o quizá encararme con ella y
preguntarle por el significado de su persecución o de su estancia allí. Ninguna
opción me satisfizo. Tenía la certeza de errar, independientemente de lo que
finalmente decidiese hacer.
Muy despacio,
esperando que fuese ella quien se viese obligada a tomar una u otra decisión,
metí la mano en el bolsillo del pantalón y demoré unos segundos infinitos en
encontrar el llavero. Luego, con una casi ceremoniosa parsimonia, seleccioné la
llave indicada y la introduje en la cerradura, girándola dos veces y abriendo
finalmente la puerta, sin prisa, con aparente calma (pero mis entrañas eran un
campo de batalla, un entrechocar de sensaciones contrapuestas sin solución
posible).
Cuando ya
estaba en el interior de mi vivienda, me giré un poco para comprobar su
reacción. Seguía allí, al otro lado del umbral, inmóvil, mirándome con esos
ojos verdes, profundos, como esperando una invitación (me recordó, no sé por
qué, esas historias de vampiros, en las que el vampiro no puede entrar en una
casa sin el correspondiente permiso del que la habita).
Mas su mirada
no albergaba un ruego, ni una pregunta. Nada. Sus ojos eran un remanso de aguas
tranquilas. Como si su presencia allí afuera, justo al otro lado de la puerta,
fuese lo más natural del mundo.
Imposible
precisar el tiempo que duró esa escena. Yo la miraba, interrogándola con los
ojos, sin cesar de hacer difíciles conjeturas acerca de sus motivos, esperando
que dijese algo, tratando de convencerme de la conveniencia de cerrar la puerta
y dejarla allí con su insoportable silencio y su corta melena rubia y el
misterio abisal de sus pupilas que no cesaban de mirarme. Ella sólo aguardaba
un gesto.
Lo malo de
tomar decisiones es que siempre hay que elegir un camino y desechar todos los
demás. Uno nunca sabe qué hubiera pasado de haber hecho otra cosa. Resulta
frustrante la sospecha de haber elegido la peor opción. Por eso, no cerré la
puerta, pero tampoco la invité a pasar. Di media vuelta, me adentré en el
recibidor y dejé que fuese ella quien se viese obligada a decidir.
No dudó ni un
instante. De reojo, comprobé que, desde el interior, cerraba tras de sí con
mucha delicadeza, como tratando de evitar el mínimo ruido. Sonreí.
-SERGIO
BORAO LLOP nació en Mallén (Zaragoza, España) en 1960 y reside en la
capital zaragozana. Es encuadernador, periodista, poeta y cuentista.
Ha publicado
los siguientes cuentos: Las carreteras (Revista Nitecuento, nº 23, también en
Margen Cero); Antología Relatos - Zaragoza, 1990; Feria (Revista Nitecuento,
nº 13); Paisaje sin batalla (Revista Nitecuento nº 16); Espíritu de la Plaza
(Antología Callejón de palabras - Mizar) y en cuanto a poesía publicada: La
estrecha senda inexcusable (poemas) (Poemas Zaragoza, 1990) y Poemas (Antología
Poemas quietos - Mizar).
*
Encontré el vagón de cineclub
por casualidad. No sabía que existía, no hay cartel que lo anuncie. En la
obscuridad la pantalla mostraba una película ya comenzada, y me ubiqué en uno
de los últimos asientos con la sospecha de que quizás era una función privada y
no me correspondía el estar ahí.
Éramos apenas unos cinco o seis espectadores silentes. Ni olor de pochoclo ni el sorber molesto de gaseosa distraían de la historia que se estaba desarrollando allá adelante. Eso, y que la película fuese antigua atestiguaban que era, evidentemente, un cineclub. Había soldados de la primera guerra en la pantalla. Se le encomendaba a uno de ellos que fuese al pueblo francés como adelantado, para descubrir las acciones de los alemanes. Descubrí que el observador escocés designado era Alan Bates, joven y un poco torpe, así que me dije que la filmación sería de los '70. Cuando llegó al pueblo, el soldadito halló unas gentes extrañas, felices y joviales, que parecían nada saber de la guerra ni de las batallas cercanas. Despreocupados y alegres, se daban a vivir con entusiasmo y portando coloridos y originales ropajes. Todo era bello y grácil en el pueblito. Como un paréntesis fantástico en medio del horror, allí se cantaba y se festejaba, y las gentes reían sin ocultar la boca detrás de una mano prudente.
El movimiento del tren le
agregaba maravilla a las imágenes, y que una bailarina delicada transcurriese
haciendo equilibrio por un cable, con el incendiado y glorioso cielo de
atardecer como telón, y entrase por la ventana para encontrarse con su amado me
nubló la vista con la doble emoción de la pantalla y la emoción física de estar
en un tren equilibrista sobre la cinta de hierro que, quizás, me llevaría a mí
también hacia los brazos deseados de algún hombre sin rostro todavía, tendido
lánguido al final de las vías, en una cama de hotel ignota.
La bailarina con su tutú y su sombrillita entonces cruzó el pueblo etérea y bella, directa como el amor que encuentra inclinación para rodar hacia su objeto. Por la ventana entró a reunirse con un Alan Bates desconcertado y que no deseaba más que seguir gozando el sueño. Pero finalmente la realidad pone su muro infranqueable, y comprendemos que la gente del pueblo ha huido, y son los locos del hospicio los que han poblado las calles y las casas. Los ejércitos confluyen en el pueblo para destruir la maravilla. Traen el odio. Son los desquiciados. No vienen a vivir sino a matar o morir. Hay una batalla observada con interés e incomprensión por los dementes, que desde los balcones aplauden o reprueban las vicisitudes de la lucha. Los alemanes son derrotados, y los que habían partido regresaron con sus carros llenos de objetos, sus niños aterrados, su infinita tristeza de ropajes oscuros. Vuelven con la normalidad a cuestas, con el desencanto de la realidad increíble de la destrucción y la aceptación de las razones para la muerte. Ellos comprenden y aceptan la muerte y la tristeza. Son los fabricantes, son los cómplices de los verdugos. Los locos, uno a uno, se van despojando de sus disfraces y entran al manicomio desnudos. Vuelven a su lugar pacífica, mansamente. Se retiran a sus sueños. Al final hubo un desfile, las tropas atraviesan el pueblo, y lo vimos dudar a Alan Bates, lo vimos desertar de su batallón, y conmovidos los cinco o seis espectadores lo acompañamos mientras se quitaba el uniforme y, desnudo, golpeaba la puerta del hospicio. Las lágrimas me impidieron ver los títulos. En la primera fila un hombre corpulento se echó a reír y dijo "I drink for everybody" mientras a la contraluz de la pantalla pude ver que bebía de una botella casi vacía. Era Oliver Reed brindando por el mundo en general.
Esperé que se encendiese
la luz pero la absoluta obscuridad continuó luego de que el último nombre desvaneciese
su luz de vela. Continué aguardando en vano, hasta que me levanté y salí del
vagón.
Me pregunto si Oliver Reed sabe que está muerto.
PÁJAROS ROTOS*
Ya será mañana
aunque no
queden ojos
que
testimonien...
su origen
ciego.
No sólo a los
pájaros rotos
se les caen las
alas
cuando la bruma
como una hacha
metafísica las
remoja
con lágrimas
con el mismo
rocío, que
en lugar de
humedecer
las hiere con
repiques
de campanas
negras
liberadas por
el infierno.
Aunque los
grillos canten
y la mañana
disfracen
como verde
damisela
la tristeza nos
hiere
como daga de
sacrificio
que penetra el
cuerpo dócil
de las últimas
noches.
Ya será mañana
nuevamente
aunque no
queden ojos
conversando con
pájaros rotos
bajo las nubes.
EL VIEJO “B”*
El viejo “B” vivía
en diagonal a nuestra casa. Ésta era de ladrillos sin revocar y pertenecía al
Club Atlético Ceres. Al este, unos doscientos metros, la ruta 34 sin asfalto;
asfalto que llegaba, en ese entonces, hasta Sunchales.
Su casa era un
rancho de adobe con un parral enfrente. Miraba, también, al este. Usaba,
recuerdo, un sombrero de fieltro en ocasiones y, en otras, un sombrero de paja.
Su mujer solía recibir a los chiquilines del barrio. Alguna torta frita
ligábamos. Pero él tenía una adición: el vino, sobre todo el tinto. Otra, su
adhesión permanente al Gral. Perón.
Los fines de
semana con unos tintillos de más, costumbre en él, salía a cubierta del parral
y gritaba a los cuatro vientos: ¡Viva Perón! Carajo. La Revolución Libertadora
intentaba gobernar el país en ese entonces. Los que adherían al Gral. no la
pasaban muy bien pero poco le importaba.
Más bien hosco,
de pocas palabras, andaba en cueros, si era verano. Y cuando el calor apretaba,
todo él, en bolas, se paseaba gritando a los cuatro vientos: ¡Viva Perón!
Carajo. Todos sabían de esto. Pero, vecinos de pueblo, hacían oídos sordos a
sus adhesiones y nada veían de sus manifestaciones nudistas.
Esa noche de
sábado, recuerdo, se llovió todo. El domingo a media mañana los primeros mates
estaban humeando sobre la mesa de la cocina. Mi padre sale a mirar el después
del agua y lo ve: en cueros, arremangado sus pantalones hasta las rodillas,
pegando un gran cartel con una foto de Balbín, caudillo radical y enfrentado
abiertamente a Perón, en la pared lateral del rancho que daba al norte.
Mi padre,
asombrado, creía que se había hecho radical por la prolijidad y esmero que
ponía en su tarea de pegar el cartel.
Terminada la
pegatina, sus pasos se dirigieron a la mitad de la calle, de tierra por
supuesto. Se agachó, tomó un poco de barro en sus manos, hizo una bola y se la
arrojó al cartel. Hizo otra y otra y otra hasta taparlo sin dejar de gritar:
¡Viva Perón! Carajo.
*De Cacho Agú. oscarcachoagu@yahoo.com.ar
*
como un acorde
dado
al pasar
o una visita
que se queda
como un abrazo
inesperado,
el hombre ciego
acaba de
ayudarme
a cruzar la
calle.
*De Alejandra
Alma.
https://www.facebook.com/alejalma
***
INVENTREN
Próximas estaciones:
LA RICA
-Por Ferrocarril Midland-
SALADILLO NORTE
-Por Ferrocarril Provincial-
-Colaboraciones a inventivasocial@yahoo.com.ar
Al salir de la Estación de empalme Ingeniero de Madrid, el
Inventren sigue un doble recorrido por vías del ferrocarril Midland
con destino a Puente Alsina, y por vías del ferrocarril provincial con
destino a La Plata.
-las estaciones por venir en el ferrocarril Midland:
SAN SEBASTIÁN. J.J. ALMEYRA. INGENIERO WILLIAMS.
GONZÁLEZ RISOS. PARADA KM 79. ENRIQUE FYNN.
PLOMER. KM. 55. ELÍAS ROMERO.
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LIBERTAD. MERLO GÓMEZ. RAFAEL CASTILLO.
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VILLA FIORITO. VILLA CARAZA. VILLA DIAMANTE.
PUENTE ALSINA. INTERCAMBIO MIDLAND.
-las estaciones por venir en el ferrocarril Provincial:
GOBERNADOR ORTIZ DE ROZAS.
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JUAN ATUCHA. JUAN TRONCONI. CARLOS
BEGUERIE.
FUNKE. LOS EUCALIPTOS.
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ESTACIÓN GOYENECHE. GOBERNADOR
UDAONDO. LOMA VERDE.
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN. GOBERNADOR DE SAN JUAN
RUPERTO GODOY.
GOBERNADOR OBLIGADO. ESTACIÓN DOYHENARD.
ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA.
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EMPALME ETCHEVERRY.
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY. LISANDRO OLMOS. INGENIERO
VILLANUEVA.
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