viernes, mayo 23, 2014

ESTACIÓN LA RICA

 
 
 
*Foto: archivo Ferroclub Chivilcoy.
 
 
 
 
 
 
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El tren no tardó, no hubo tiempo a pensar nada más y subí haciéndome paso. No sé por qué los trenes siempre aliviaron mi soledad, como si la gente reunida en el viaje formara una comunidad secreta de la que yo formo parte. A veces ruidosa, a veces atravesada por tramos de silencio. Pareciera que en cada vagón los pasajeros se unen para algo sublime, desde la más miserable de las escenas hasta el acto más solidario y humano. La vida se recorta allí y el hábitat se vuelve primitivo, seguro, continente. Mientras el tren marcha, todo es posible que suceda en el mundo. Es más, siempre creí que los milagros eran concebidos y otorgados en un viaje en tren.
Me pregunté: ¿Cómo habrá sido un mundo sin trenes? Y la respuesta tardó en aparecer, solo volvió muchos años después cuando creí que no podía volver a subirme jamás a uno de ellos.
Qué curioso ¿no? Yo siempre había ensayado la escena del viaje, desde pequeña me escapaba sola o con las amigas que me seguían para ensayar la aventura. Era fascinante hacerlo, porque adentro del ombligo me daban cosquillas. Miedo y placer eran uno. Sentir que podía perderme pero que no, finalmente, me hacía fuerte.
 
 
*De Graciela Vega. cielavega@yahoo.com.ar
 (De la novela "La última línea").
 
 
 
 
 
 
 
 
Estación La Rica
 
 
 
 
 
 
 
De las conversaciones en los trenes*
 
 
 
*Sergio Borao Llop. sbllop@gmail.com
 
 
 
"Todo lo que ocurre, ocurre en un tren", dijo alguna vez un poeta menor. Uno de esos poetas que el tiempo olvida como se olvida todo.
Probablemente se refería a que en el fondo la vida es un tren, con su eterno ambular, sus breves paradas, su rutina de vías y estaciones y rostros que nunca son el mismo rostro pero que interminablemente se parecen. Aunque eso –lo que quiso insinuar- nunca lo sabremos, porque como poeta menor ni siquiera el nombre conocemos, y así sería francamente difícil preguntarle, al menos hasta que las sombras del tiempo nos igualen a todos, momento en que ya no serán necesarias las respuestas. Y no nos engañemos: Como poeta, se  expresaría con palabras enigmáticas y evasivas y nos remitiría al texto citado. “Una frase significa lo que dice esa frase”, esto lo dijo otro, pero es aplicable en cualquier caso cuando no queda más remedio. El encogimiento de hombros es una técnica alternativa y, con frecuencia, más eficaz.
Pero, como siempre, me voy por las ramas. Esto sucedió en un tren. Decir que ese tren se dirigía hacia La Rica tal vez sería aventurarse demasiado, porque no me paré a considerar el destino. Sólo precisaba movimiento. Irme de allí (allí, otra inconsecuencia), alejarme lo antes posible, hacia cualquier parte… Huir, en definitiva. ¿De qué huía? Esto tampoco lo sabremos. Para la historia que narro carece de relevancia.
Así pues, viajaba en tren, tal vez hacia La Rica, tal vez hacia otro lugar, pero el traqueteo era la prueba contundente del viaje y la única realidad que me importaba. En el vagón no había más de cuatro o cinco personas, cuyos rostros me eran desconocidos. Desde que leí la novela “Extraños en un tren” de Patricia Highsmith, siempre me da por pensar en esas insólitas conversaciones que tienen lugar en los trenes. Uno se sienta junto a un desconocido, saluda, hace alguna tópica observación sobre el clima y de repente la cosa empieza a complicarse y sobreviene la hora de las confidencias inverosímiles… Porque no me negarán que ponerse a hablar de cosas íntimas con un desconocido y, a veces, en un viaje nocturno, resulta algo extravagante. Pero sucede. Y con más frecuencia de lo que piensan quienes rara vez viajan en trenes de largo recorrido.
Dos filas más adelante, yacía un hombre despatarrado en su asiento. Seguramente dormía, pero lo cierto es que parecía muerto. “¿No lo estamos todos?”, me pareció escuchar. Me sobresalté. Miré alrededor pero nadie más parecía haber oído esas palabras, así que las juzgué producto de mi amodorramiento. ¿No estamos qué? -me pregunté- ¿Dormidos o muertos? Una mujer, un poco más allá, apoyaba el lado izquierdo de su cara en el asiento mirando hacia afuera. Quizá dormitaba, quizá contemplaba el paisaje, si es que podemos llamar paisaje a aquello que sólo dura un instante en nuestro campo visual.
No me era posible ver a los otros viajeros. Sólo una pierna estirada en el pasillo, un sombrero asomando, una mano apoyada en un reposabrazos…  vagas señales de la presencia de alguien, pero al mismo tiempo, indicios de su invisibilidad. Como de costumbre, me puse a divagar. El objeto, claro, no podía ser otro que la mujer presuntamente adormecida. En otra vida, tal vez, me hubiese levantado del asiento, hubiese caminado esos pocos pasos que nos separaban y le hubiera pedido permiso para sentarme frente a ella, iniciando poco más tarde una conversación trivial que nos condujese hacia otra cosa. Pero no hice nada de eso. Sencillamente imaginé cómo podría haber sido esa conversación.
Me parece innecesario señalar que no era la primera vez que hacía esto. Quienes vivimos en permanente movimiento, padecemos cierta timidez y no confiamos en exceso en el género humano, tendemos a practicar este tipo de juegos, u otros menos inocuos. Normalmente, todo empieza con las presentaciones, unos pocos detalles personales (lugar de nacimiento, profesión, estado civil… esas cosas) y después se elige un tema al azar, que invariablemente conduce a otros hasta llegar el momento que antes mencioné: el de la confidencia. Exactamente igual que si todo fuese real. Sólo que no lo es. Y por lo tanto, en estas conversaciones simuladas pueden deslizarse detalles cursis o atroces. Nadie nos juzgará por ello.
En esta ocasión, sin embargo, el asunto se descontroló desde el primer momento. Su nombre no quedó claro, fue imposible averiguar a qué se dedicaba y su acento me resultó del todo indescifrable. No parecía extranjera, pero su forma de pronunciar delataba el aprendizaje tardío del idioma. Puesto que todo esto formaba parte de mi fantasía, decidí modificarla. No pude. Una fuerza que me era imposible controlar guiaba los acontecimientos imaginarios. Me sentí perplejo ante lo inexplicable. Pero lejos de abandonar el juego, mi naturaleza lúdica me impulsó a adentrarme en él, dispuesto a comprender y asimilar las nuevas normas.
Así, traté de llevar la conversación hacia el terreno que me convenía, pero cada uno de mis intentos fracasaba y terminábamos hablando de lo que ella quería. Busqué la calidez de la charla a media voz, esperando que me hiciese confidencias; vano empeño: fui yo quien desnudó por completo su alma ante la desconocida. No importaba, sabía que no importaba porque en el fondo todo sucedía solamente dentro de mi cabeza, mas una sensación de derrota se fue asentando en mi ánimo. Sí, eso era lo que parecía estar sucediendo dentro de mí: una batalla que nunca podría ganar. Insistí, una y otra vez me propuse cambiar el signo de la ilusoria confrontación. Sin embargo, nada cambió. Era como si yo transitase un camino entre montañas (ésa fue la imagen que evoqué) y en cada bifurcación escogiese ir hacia la derecha pero en cambio tomase siempre el camino de la izquierda. Frustrante y excitante a la vez. Al menos si se es jugador. Cuando el tren se detuvo, no sé ya si en la estación La Rica o en cualquier otro lugar, me sentía exhausto y avergonzado, aunque no hubiera sabido explicar el motivo de tal estado.
Al detenernos, la desconocida pareció regresar de un viaje muy largo; otro viaje, no el que había hecho en tren, sino uno mucho más vasto y complejo. Levantó el rostro y paseó la vista lentamente alrededor, como buscando por el vagón. Hasta que sus ojos toparon con los míos. Entonces me miró fijamente y una sonrisa irónica surgió en sus labios. Después, como si nada hubiera pasado, se dirigió a la puerta y bajó del tren. Aún pude verla alejándose por el andén. Yo me quedé allí sentado, como vacío. No sé cuánto tiempo. En cierto modo, creo que podría decirse que aún estoy allí, en ese vagón de tren, detenido en el tiempo y encerrado en algo que no sabría definir y que en el fondo, ahora, ya no importa.
 
 
-Sergio Borao Llop, publicó “El alba sin espejos” por el sello eBooks Literatúrame!
 
 
 
 
 
 
 
 
Qué feliz...*
 
 
 
debe ser sentirse así... reconocida por una mirada que nos mira.
Danzar en un sueño, en alas sabedoras de lo etéreo.
En algún lugar estás, cuando soñé lo supe...
Ven a buscarme en el giro del insomnio, revélame el color índigo
como debió ser desde el principio de los siglos.
 
Encuéntrame luego en la luz del día, por sobre las miserias de la vida.
¿Escuchas como yo los pájaros de la mañana?  Se llaman
se responden, mezclan su canto junto al otro silbo; el del tren
que va quién sabe adónde. Siempre sigue. Sin regreso. Trae ausencias.
 
¡Basta ya de grises en jirones de cemento!
Búscame aunque sea en el insomnio... y llévame por campo abierto,
detengamos el tren... dame la mano y hazme saber qué feliz
debe ser sentirse así... reconocida por esa mirada que nos mira.
 
 
*De Miryam Seia. miryamseia@cablenet.com.ar
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
TREN ROBADO*
 
 
*Especial para Inventiva Social y sus sueños de trenes.
 
 
 
Escondidamente, lleva el nombre de María Serrano.
Eso reza su acta de bautismo.
Acta de nacimiento, no hay
Quizás, porque María no nació María.
O nació de una calabaza. Involuntariamente.
O de París la trajeron los Reyes, en un largo caminos de trenes.
Y fue la Maruja, Maruja niña.
Ahora, Maruja a secas. Seco destino de carbón molido.
Y como el tren, Maruja va y viene por las vías férreas.
Huecas suelas caminantes de rieles.
Fatigados caminos, trasladando desconsolados huesos.
 
 
Cuando el tren se anunciaba, Maruja florecía.
Se trepaba a un podio de piedra y saludaba.
Alguna vez alguien, contestó su saludo.
Y la Maruja, partía... partía con el tren.
Recorría desiertos y praderas.
Escuchaba el tropel de caballos bebiendo lejanías.
Se ponía zapatos de cristal, y sombrero, y una flor en el pelo.
Y leía, ah, leía. Embelesadamente, leía la Maruja.
Y era hermosa, pelo de algas y boca de azucena
Y enfrentaba tormentas, aguaceros, granizos...
Y desafiaba esta vida coja, volando,
Y era pez, ángel, mariposa.
Y renacía, y el miedo huía como un ciervo asustado.
Y se acunaba, y se abrazaba, en lunas incansables.
 
 
A María Serrano, o la Maruja.
No solo le han robado los sueños, también el tren.
 
 
 
*De Amelia Arellano. amelia.arellano01@yahoo.com.ar
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
La Rica*
 
 
 
A Antonio Dal Masetto.
 
 
El hombre lee en su asiento una carta escrita sobre papel verde. Se inclina un poco tratando que el sol que ingresa por la ventanilla ilumine de lleno en esas letras de birome azul. Tiene sus ojos cansados y la presbicia lo obliga a distanciar bastante la carta, a punto de temer con incomodar con la extensión de su brazo a la señora sentada enfrente en la que puede ver una mirada curiosa detrás de esos anteojos redondos con bastante aumento.
En realidad, no le importa que esa señora de mediana edad y pelo rubio enmarañado se interese por su carta. Ella solo podría haber leído la fecha y el lugar que están en letra visible e imprenta, arriba a la derecha de la primera hoja. Luego viene la letra manuscrita, pequeña y encriptada de Gabriela que se hace imposible de descifrar si la persona no esta familiarizada con ella.
Y además, que importancia tiene que esa señora sepa de su felicidad, de su ir y venir con el amor y la distancia.
Ella iba y venía, en su trabajo por los aires, en sus ensueños o en amores fugaces de cada aeropuerto que no lograban desplazarlo a él. Su hombre. Él, que iba y venia todos los fines de semana para compartir su lecho, sus labios. Para caminar con ella de la manito o en el abrazo de hombro de ella a cadera de él que tanto les gustaba, como a los eternos amantes, novios o compañeros de vida, aunque nunca supieron definirse, no les interesaba otra cosa más que llevarse de la mano o del abrazo por la vida que era una sucesión de instantes o una eternidad bajo una misma luz, pisándose a veces con mutua torpeza los pies en aquellas estrechas veredas del centro antiguo de la ciudad, para luego retornar al departamento de ella y fundirse en un solo cuerpo a luz de luna o estrellas, a sol que entibia la piel o a cielos de acero sin grietas. Aun parece sentir el ruido de la lluvia cayendo a gotones de sonido persistente por los techos, mientras adentro los cuerpos se encendían bajo cobijas del frío invierno.
Sentados en la cama, los domingos a la tarde él le leía cuentos de Dal Masetto y ella a él a Borges o Cortázar. Una vez, le leyó "Romance" y él sabía, que era apenas un pretexto para llegar a la frase final que tanto lo oprimía como presagio, como una anticipación acechante a la vuelta de la esquina, o en cada ir y venir a la estación de trenes, para llegar o partir de los brazos de ella, su amor, su compañera.
Recuerda haberle leído esa frase final del cuento de Antonio Dal Masetto que ahora ronda en su cabeza: “el destino es insondable y no existe felicidad que no este amenazada”.
Su piel lo enloquecía. Su blanca piel casi transparente en la que podía ver rutas celestes que no parecían venas sino mapas de cielo como los que ella surcaba primero en Aerolíneas Argentinas y más tarde en Lufthansa.
Él sentía cada encuentro y cada despedida como si fueran una misma imagen superpuesta de ese intento imperfecto de volver una y otra vez al placer, o al contacto de la piel, la fusión de los cuerpos, el orgasmo de cada cual a su tiempo y modo, la sonrisa del después y el dormir abrazados para entrar en la noche del sueño bien juntitos. Gabriela y su parecido a  Bette Davis. Sobre todo la expresión de su mirada. Fue un descubrimiento mientras en una madrugada vieron “La extraña pasajera”. Como les pego esa frase que adoptaron casi como un lema propio: "tenemos las estrellas, no pidamos la luna".
 
 
*
 
Vuelve a doblar en dos las tres o cuatro hojas de la carta sin dejar de echar una última mirada con los ojos húmedos sobre el encabezado, que seguramente la señora que esta allí enfrente ya ha leído, aun fingiendo desinterés y con la mirada perdida en algún punto de la estación que de una vez están por dejar cuando la fuerza de la máquina logre romper la inercia y el viaje se desate sin atenuantes.
No importa que esa señora sentada enfrente haya leído la fecha: Hamburgo, 15 de abril de 1992.
Y más abajo el Querido Javier: y luego el texto que conoce de memoria y ha leído una y otra vez durante estos años a bordo del tren.
“A los tristes no los quiere nadie” se dice a modo de explicación.
Entonces el tren arranca y el hombre rompe la carta en cuatro con expresión de angustia marcada en el rostro, aunque ya maldice su impulso, su inútil esfuerzo por doblegar ese pequeño hilo de ilusión que lo mantiene ahí, no queriendo preguntarse sin respuesta, y entonces guarda esos grandes pedazos en el bolsillo derecho de su campera, quizá ya mismo piensa en pegarlos con cinta transparente al llegar a su casa.
Intenta disimular su rostro desencajado. Se levanta y se va al otro vagón, no quiere testigos, que nadie sospeche ni se pregunte por que él sigue yendo y viniendo en ese tren. Como si el tiempo no hubiera pasado.
 
*De Eduardo Francisco Coiro. inventivasocial@hotmail.com
 
 
 
 
 
 
 
SOLEDAD *
 
 
“...Solamente si has perdido tu pérdida,
Cortaremos el hilo para empezar de nuevo...”
ROBERTO JUARROZ
 
 
 
Musgo sobre mi piedra.
Piel de lagarto sobre mi piel de víbora con dos cabezas
Una para esconder…
¿Detener con la mano el río de Heráclito…?
Otra para enterrar los ojos en un charco.
El mismo charco, otro charco.
Incógnita y álgebra. Otra vez intentan resolver
Ecuaciones de ayeres insondables.
Enigmas de puertas tapiadas
El tiempo es un lazo de luz o un puñal falaz.
Clavado en el engaño que llamamos infancia.
Allí está. Nunca me abandona.
Mirada ausente. Sabor a Lastre Y piedra.
Por las pendientes cenagosas del destierro.
Resbala el cansancio. No hay piedad.
La tregua se aleja lentamente. La marca candente aún humea.
El desamparo galopa, montado en Rocinante.
Aldonza no ha encontrado a Dulcinea.
Nuevamente ha vencido el “Caballero de la Blanca Luna.”
 
He abandonado todos los caminos.
Todos los caminos me han abandonado.
Todos, menos uno: El laberinto triangular que une vida y muerte.
Raza de ausentes.
Estertor de vinagre sobre llaga abierta.
Ceniza .Polvo sobre mi polvo.
Huéspedes fugaces. Intentan regresar aquellos secretos.
Enterrados en la boca sellada de la tierra.
Palabras nunca dichas.
Vino y sangre inútilmente derramados.
Sombra bandeada de pájaros ciegos
Oscurece, apaga la palabra sepultada en ruinas.
Ruina entre ruinas. En el aire un olor a nostalgia.
Lastima
Hasta morir.
(Hasta Lázaro, ha llorado consternado, en la tumba del olvido)
Ah, qué deseo absurdo,
Que inútil esperanza de cielos imposibles.
Tatuada hasta los huesos de visitantes que creí mortales.
Unas manos, una mirada, un ojo acuoso.
Mendigo.
Ah, paradojal recuerdo.
El país donde estuvimos nunca estuvo.
Incompletud. No queda nadie para hospedar
Este despojo de rosas ortigas.
Un túnel solitario entre Escila y Caribdis
Ah ¡Qué tormentoso absurdo!
(La niña, en su bolsillo esconde, un puñado de piedras,
Un espejo y al otro)
Tres silencios. Socavón de un enero sonoro
Tres silencios y un grito. Aun lacera el implacable médano.
Los fantasmas que he amado son los mismos que he odiado.
Tanto, pero tanto, que aun me duelen los brotes y las siembras.
Cicatriz de piedra cosmogónica
Unidad de soles fragmentados. Una mitad es grito, otra, silencio.
Es la primera pena. El último olvido.
Mucho antes que el espejo reflejara la agonía del tiempo,
Ya estaba allí. Acechando,
Semen de una semilla de algún ángel caído.
Más sola que los muertos, en su primer lecho.
Adormidera y noche.
Noche de conjuros y rituales.
Circe ha perdido el zapatito a media noche
Laberinto de voces. Babel.
El espejo bifronte refleja La más terrible soledad.
La soledad de a dos.
Soledad.
Duramadre nacida de torcaza… o basilisco.
Hija de la propia noche que engendro
Y me ha engendrado.
 
 
*De Amelia Arellano. amelia.arellano01@yahoo.com.ar
-De “LA PIEL DE LA MEMORIA”
 
 
 
 
 
Desde el vagón cineclub*
 
 
 
     Pensé que en la estación anterior quizás habrían desenganchado el vagón, pero supuse que no y me limité a recorrer el tren de compartimiento en compartimiento, como si fuese a algún lugar preciso y no estuviese buscando algo ignoto.
     Cuando encontré la carga de bicicletas, todas colgando en la penumbra de ganchos del techo, casi doy media vuelta y me resigno a finalizar la aventura, pero me atreví a cruzar ese espacio oscuro para encontrar en el vagón siguiente una oscuridad mayor: el vagón de cineclub donde, como la vez anterior, ya estaba la película en plena proyección.
     En esta oportunidad de inmediato reconocí el film. Era "El tercer hombre".
     Llegué antes, pero no pasó mucho tiempo para que Orson Welles llevase al protagonista hasta el parque de diversiones. Era de noche allí, y tal circunstancia casaba perfectamente con la negrura espesa del vagón donde, como la otra vez, apenas se adivinaban cinco o seis figuras silentes.
     El parque de diversiones de la pantalla tenía una reminiscencia de los parques de Bradbury; como si algo maligno se asociase, se pegase pringosamente a lo relativo a la niñez. Esa cosa de la inocencia que no se sostiene frente a la nocturnidad que la desnuda. Y Welles, ominoso y encantador, hizo entrar a su acompañante a la cabina de una gigantesca vuelta al mundo.
     Mientras la enorme rueda giraba en la pantalla, el movimiento del tren me hacía subir a mí también, transformándose el traqueteo horizontal en el lento escalar hacia la cima.
     Desde allí Welles le mostró -nos mostró- la gente desde arriba. Meros puntos móviles. Dijo con terrible certeza que si uno de esos puntos dejase de moverse, tal cosa no sería significativa. Expuso con simpleza la visión desde la cima del poder, las gentes comunes meras hormigas, acaso números ínfimos, partículas elementales.  Recuerdo haber experimentado el vértigo de sentirme arriba y de saberme abajo. Atroz desdoblamiento del comprender sin justificar. De temerse a una misma si las circunstancias fuesen otras. ¿Quién sería, yo, en la cima?
     De la primera fila me llegaba el olor del whisky, y el hombre corpulento que había estado bebiendo comenzó a roncar con fuerza.
     Cuando me retiré en la oscuridad pensé que le habrá gustado ver una película de su tío, Sir Carol Reed.
 
 
*De Mónica Russomannorussomannomonica@hotmail.com
 
 
 
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ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY.  LISANDRO OLMOS.  INGENIERO VILLANUEVA.
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