*Obra de Luis Alfredo Duarte
Herrera (1958-2010)
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Aurora Boreal. Walkala: un homenaje in memoriam
Objetos perdidos*
*Por Alejandro
Badillo. badillo.alejandro@gmail.com
Uno
Había una silla junto a la ventana. El calor se extendía en la pequeña
estación de autobuses. Los pájaros eran infinitas figuras antes del vuelo. Un
vaso sudaba su fiebre en la penumbra. La humedad del vidrio dejaba su huella en
la mesa. Inútil esperanza porque era puro despojo, cosa inútil e inacabada. Las
moscas formaron una nube inestable. Volátiles se movían en la escena. “Ayer
dejaron algo”, dijo el viejo. Su compañero de trabajo —un muchacho— se acercó.
El primero se balanceó en la mecedora. De gimnasta su vaivén por la precisión y
el tino: los pies al aire y luego al suelo. Una secuencia donde destacaban la
espalda, la camisa a cuadros y los pies alumbrados. Los pájaros, contraste
entero del viejo, estaban prendidos al esqueleto de un árbol y desde ahí, al
unísono, medraban. Los dos presentían nubes pero, por una absurda superstición,
no lo decían. Las palabras del viejo, inacabadas todas, aún perduraban como la
estela de humedad en el vaso. “¿Qué dejaron?”, preguntó el muchacho. La mano
fue al vaso, pero no para beber, sólo era distracción del tacto mientras llegaba
la respuesta. El viejo se levantó: imagínese su lento andar, su respiración que
apenas rompía el silencio. La silla conservó la inercia del movimiento y su
sombra anegó una parte del suelo. El viejo abrió un cajón y señaló con
solemnidad un sobre amarillo. La mirada quedó ahí, en todo el cuerpo, vibrante
y estancada. El muchacho abrió el sobre. El contenido era una hoja y una
leyenda: “Vendrán más cosas”. Remiró la frase. Las palabras eran tres pájaros
en la escena. En una delgada rama los imaginaba, listos para volar una vez seca
la tinta de sus alas.
La labor del muchacho era vender los boletos de
la única corrida del día. También, desde hacía meses, cuidaba al viejo. Alguna
vez pensó que no llegaría el camión: un derrumbe en la carretera, una avería en
las llantas, una jauría de asaltantes despachando a los pasajeros. Entonces,
como es natural, pasarían el día aturdidos, sin nada qué hacer, como estancados
peces. “¿Quién dejó el sobre?”, preguntó el muchacho. “Cuando llegué ya estaba
aquí”, respondió el otro. Imaginaron una broma fruto, quizá, de la ociosidad:
un adolescente de los alrededores, con pluma en mano, garabateando en la noche
una hoja en blanco. Después, oculto en la penumbra, oscuro gato en la ventana.
Habría caminado, leve, al escritorio. La luna alumbraba el sobre y,
seguramente, el intruso, en un solo acto, se habría dirigido al cajón repleto
de lápices y sellos para dejar su anzuelo.
Al siguiente día llegaron a la estación muy temprano. El viejo
estuvo un rato en la calle, ensimismado en el horizonte. Una conjura eran las
nubes. Apenas empezaba la trampa del calor. Como endebles sustitutos el
humeante café, los sorbos que avivaban y se repetían. El vaso, en el mismo
lugar, ahora libre de humedad por la acción del tiempo. Los dedos del muchacho
se acercaron a los cabellos para distraer el nervio. Los pájaros como
parroquianos, como en una cantina sus trinos. Acomodaron las sillas. Barrieron
la entrada. Verificaron la hora en el reloj. En una hora llegaría el camión. El
sobre seguía en el mismo lugar como animal en silencio, interrogante.
Evitaron acercarse al escritorio. Los dos eran nerviosas moscas
alrededor. Imagínese una mezcla confusa de aprensión, duda y silencio. El sobre
era un estorbo, pero no lo podían quitar del escritorio. Su lugar en el mundo,
para ambos, era estar ahí, confusos, revoloteando. “¿Qué pasa?”, dijo el
muchacho. “El sobre”, murmuró el viejo, molesto.
Transcurrieron varios minutos. Las calles encendieron sus piedras,
los pájaros se volatilizaron en el resplandor de la mañana.
Más tarde llegó el camión. Imagínese un barco salitroso, lleno de
agujeros, haciendo agua por todas partes. Una cordillera de nubes dejaba a su
paso: polvo flotando sobre polvo. El camión detuvo su marcha entre resoplidos.
El chofer bajó y estiró las piernas. De juguete, la estación, por la lejanía.
El chofer se acercó al viejo:
–Algo raro ocurre en estos días –dijo oteando el horizonte.
–¿Qué pasa? –preguntó el viejo.
–La niebla baja más. Casi todo el tiempo tengo las luces prendidas.
–Será la época del año.
El chofer suspiró. Los disparejos bigotes eran leve huella sobre
los labios.
El viejo miró el esqueleto de un árbol. Las descubiertas manos
temblaban. Sus ojos, quizá por inercia, enfocaron al suelo. Y los escasos pelos
de su cabeza, encendidos por el sudor, coronados por el mediodía. Sin saber por
qué sintió lástima por el chofer, por la corbata azul, por los zapatos llenos
de polvo. Los pasajeros, medrosos como los peces, permanecían en silencio tras
las ventanillas. Un par más se unió a los aglomerados. Casi inmóvil el ámbito
allá adentro. El chofer abrió con dificultad la compuerta para las maletas. El
reloj indicó la partida. El camión reanudó su camino impulsado por su lluvia de
polvo. Un lago en reposo era la sombra de la silla y lo vadeaban, indecisas,
las moscas.
El muchacho tomó la libreta, abrió el cajón con las monedas y
verificó la cuenta del día. El viejo dio unos pasos en dirección a la calle.
Contempló, dios devastado, sus dominios: no había nadie. Y entonces prendió un cigarro.
Las volutas, en un primer impulso, flotaron desvalidas, buscando agotar el
tiempo. Pero su deshilache fue severo y sólo quedó la respiración del viejo,
entrecortada, como agobiada por un largo esfuerzo. En aquel paraje, pensó el
muchacho, la gente entretenía los ojos en lo nimio, en lo absurdo, en lo
descompuesto. Las escasas personas que compraban boletos se sentaban en una
banca de metal blanco y miraban la carretera, resignadas. Imagínese un hato de
bestias que esperan la muerte; un montón de peces boqueando, asfixiándose
lentamente en el aire. Ensimismado en sus meditaciones estaba cuando escuchó la
voz del viejo: “Mira, encontré algo”. El muchacho regresó a galope. Los dos se
acercaron, de nuevo merodeadores. A una prudente distancia encontraron una
chamarra de color verde.
Dos
Esa noche el viejo soñó que abría la puerta del local. Con
luminosas nubes la mañana, blanquísimas por el sueño. Encontró una caja de
cartón, de color amarillo, sin identificación. Se acercó con tiento, midiendo
los pasos, la respiración y los latidos. La miró un buen rato bajo la luz
muerta de una lámpara, sin atreverse a ejecutar un movimiento definitivo.
Enfiló el temblor de los dedos a las llaves, sopesó el filo y, una vez seguro,
cortó la cinta adhesiva. La caja, a punto de develar su secreto, emitió un
crujido. Era lenta puerta que se abre, demorada quizá por goznes demasiado
espesos. Entonces los ojos se hundieron en la caja, en el sueño profundo que la
contenía y cuyo abismo repetido recordaba el juego de las muñecas rusas.
Imagínese la habitación del viejo, la figura naufragando en el desorden de la
cama; los párpados cerrados, su revuelta. En el sueño miraba el fondo de la
caja y hubo vértigo y náuseas. Una luz empezó a surgir. El viejo despertó entre
sudores, tosiendo, como si humo imaginario enredara los hilos de su
respiración, su pensamiento.
Tres
El viejo y el muchacho llegaron a la estación con la sospecha
afianzada. Los segundos quitaban vitalidad, aire. Sentían maligno el despunte
de la mañana. Presagios en todas partes. “¿Qué pasará hoy?”, dijo el muchacho,
pero no eran interrogantes sus palabras, sólo eran un pensamiento a la deriva,
pronunciado por accidente. Abrieron la cortina y, casi inmediatamente,
encontraron sobre el escritorio varias camisas. En una esquina destacaba la
silueta de un sillón de terciopelo rojo y, junto al bote de basura, una
guitarra. Volvió el rito del café mientras inventariaban. En los cajones
descubrieron un reloj-despertador, un manojo de llaves, una boina de color negro.
Revisaron los candados de la puerta trasera pero no había nada anormal. ¿Qué
harían con los nuevos objetos? El silencio de los sorprendidos acompañaba las
suposiciones. “Tendremos que preguntar en el pueblo”, dijo el viejo mientras
consultaba el reloj. “Después de que pase el camión”, completó el muchacho.
Reanudaron sus escasas labores. La guitarra era lamida por el sol.
El rojo sillón semejaba una fruta madura. Las sombras morían en la escena.
Mientras llegaba el camión miraban los nuevos objetos. El pasajero que esperaba
no hacía preguntas pero de cuando en cuando curioseaba. El muchacho se abanicó
el rostro con una revista, imaginó probables lugares para preguntar: la
cantina, la única peluquería, el casi deshabitado palacio municipal. El viejo,
por su parte, se enfocaba en la razón por la cual las pertenencias eran
abandonadas. Ya no era una broma, la manía de un adolescente urgido de
notoriedad, ni siquiera una provocación ingeniosa. Era algo que trascendía lo
superficial, que buscaba una explicación profunda. Imagínese a los dos
desconcertados, azuzando sus escasos pensamientos: avivaban con teorías sus
imaginaciones que vagaban en despoblado, sin nada a qué asirse, como malabares
en el aire. El viejo bosquejó una fila conformada por todos los habitantes del
pueblo. La fila, muy recta, ocuparía varias calles. Todos cargarían algún
objeto. Algunos, por el tamaño de sus pertenencias, utilizaban diablitos. Tal
vez no hablaban entre sí, como si el evento fuera algo cotidiano, ordinario,
incluso tedioso. La clave, quizás, era la relación de las personas con lo que
abandonaban: un mal recuerdo, una memoria dolorosa, por ejemplo: muertes,
divorcios, alejamientos. Entonces quiso encontrar los vínculos del sillón, de
la guitarra, de la chamarra verde, de todo lo restante. Pero la mente se
enfangaba en decenas de suposiciones. Como abrir una caja y encontrar una caja
más pequeña que contiene, a su vez, otra.
Pasaron los minutos. Tan entretenidos estaban que apenas atendían
el calor y al único y paciente pasajero. Los pájaros trinaban en un inútil
llamado a la lluvia. Las cosas, una vez más, eran derrotadas por el sopor y por
el tiempo. Con el retraso habitual llegó la única corrida de la jornada.
El chofer bajó del autobús. Se acercó trabajoso a la oficina.
Saludó al muchacho y firmó su hoja de llegada. El viejo apenas atendía la
operación, ensimismado como estaba. El chofer le dijo:
–Casi no hay pasajeros
–Disminuyen todos los días.
–Si no mejora esto cancelarán la ruta.
Las palabras del chofer eran serenas, probablemente lo reubicarían
en otra línea de autobuses, algo habitual la región. Ya no más aquella parada,
ya no más orillarse en la carretera, intercambiar palabras, recoger a uno, dos
pasajeros. Una breve sonrisa alumbró su rostro.
El viejo remiró las cosas abandonadas. La mano derecha, los
huesudos dedos, rascaron la barbilla. Después, sin pensarlo mucho, aliviado,
como si se estuviera confesando, dijo:
–Han estado dejando cosas.
–¿Quiénes?
–La gente.
–¿Objetos perdidos?
–Así parece.
El chofer se encogió de hombros. Mordisqueó las puntas de sus
bigotes. El tedio ganaba a la curiosidad, mejor irse para evitar la creciente
niebla en la carretera. Se despidió.
El camión reanudó su camino.
El viejo y el muchacho observaron las huellas de las llantas.
Imagínese un par de pajarillos contemplando el infinito desde una rama. Después
volvieron a la oficina, acomodaron cosas, calcularon la cuenta del día. El
muchacho fue a la puerta y, por no dejar, verificó la cerradura y el candado.
Incluso trató de vislumbrar huellas en la mesa y en las sillas. Miraba todo de
cerca esperando un golpe de suerte, una aproximación novedosa, para encontrar
alguna señal. El viejo, cansado, le dijo:
–No vale la pena.
–Vamos a investigar –dijo el muchacho.
Se dirigieron al centro del pueblo. Imagínese al viejo renqueante,
farfullando en su mente el interrogatorio. ¿Quién fue? ¿Es un movimiento
organizado? ¿Quién o quiénes podrían ser los sospechosos? El joven, por su
parte, pensaba en el fracaso, en no descubrir ningún entramado, ninguna
conjura. Su rutina sería alterada por más objetos. A lo mejor los podrían
vender. A lo mejor podrían abrir una nueva oficina, más grande, para las cosas
perdidas. No quisieron comentar la probable cancelación de la ruta. El joven
podría emplearse en otros trabajos, quizá viajar a una ciudad grande.
Apenas encontraron gente en las calles. Había más perros que
humanos. Los perros eran casi iguales, negros, de orejas afiladas, costillas
expuestas en los tristes esqueletos. Algunos, belicosos, se disputaban los
restos de la basura. La cantina, antes encendida por sus vivos oficiantes,
estaba abandonada. Sólo oscuras moscas en el reflejo de los vasos. Ceniceros
extrañando su humo, botellas añejando sus fondos cenagosos. Los autos
estacionados parecían detenidos en el tiempo. La ropa tendida en las azoteas se
agitaba con el viento. Fino polvo rodeaba todo.
Después de varios minutos de marcha llegaron a la plaza principal.
La tienda de abarrotes tenía algunos clientes. Una viejilla sobaba las cuentas
de su rosario. No tuvieron que buscar mucho para dar con el alcalde. Estaba
sentado en una de las bancas de la plaza. A un lado una paloma picoteaba el
suelo. Su traje, arrugado, apenas contenía su figura. Sus zapatos eran grises
de tanto polvo. El muchacho y el viejo saludaron.
– ¿En qué los puedo ayudar? –dijo el alcalde.
– Verá…–dijo el muchacho pero no encontró palabras para seguir.
El viejo intervino:
–Han estado dejando cosas en la oficina.
–¿Quiénes?
–No sabemos, cuando abrimos en las mañanas las cosas ya están ahí.
Hay de todo, muebles, ropa, hasta una guitarra.
El alcalde miró fijamente al viejo. Suspiró y se abanicó torpemente
el rostro. La paloma voló a un árbol.
El alcalde dijo que no había que hacer mucho caso. Dijo que era una
broma quizá llevada a más. Dijo que los suicidios habían aumentado, también la
migración, los desplazados por la violencia creciente en los pueblos cercanos.
En resumen: el pueblo se estaba despoblando. El viejo y el muchacho
percibieron, sin embargo, algo impostado en su voz, como si el alcalde hubiera
estado al tanto de su visita. Las generalidades de sus respuestas parecían, más
bien, mentiras rudimentarias, gestos que buscaban despachar lo más pronto
posible las preguntas. Se sintieron ridículos. Imagínese al alcalde, esforzado
actor, ensayando sus respuestas en la noche, frente a un espejo. Y a pesar de
todo el esfuerzo, de la obstinada memorización, no había logrado engañar por
completo a su público. Y como no había nada más que hacer, una palabra para
convencer, al menos para agradar, el alcalde se sumergió en el silencio apenas
roto por algún auto, por el aleteo de la paloma. El muchacho y el viejo se
despidieron.
De regreso hicieron más preguntas. Entraron a tiendas, preguntaron
a dispersos peatones. Pero sólo encontraban rostros incrédulos, miradas que se
regodeaban en su vacío. Parecía que todos se habían puesto de acuerdo. Parecía
que, tras sus palabras, latía una verdad pura, incorruptible, secreta. ¿Por qué
era vedada sólo a ellos? El nerviosismo reemplazó la incertidumbre. “Vendrán
más cosas”, pensaron y recordaron la hoja de papel y su misterio.
Cuatro
El viejo no había podido dormir bien y, varado en su cama, remiraba
el techo. El insomnio pesaba aún en sus párpados. Se vistió, desayunó
frugalmente y enfiló a la carretera. El sol aún no encendía las piedras. No
encontró a nadie en su camino y supuso que la gente, por alguna razón, se había
quedado dormida en sus camas. Quizá el cambio de horario. El muchacho, por su
parte, había soñado con los que abandonaban los objetos. Pero el sueño había
sido desmenuzado por el tiempo. Imagínese tinta derramada en una carta, letras
naufragando, diluidas por la humedad. En eso se había convertido, por el
desgaste, su sueño. Caminó embebido en sus imaginaciones.
El viejo cruzó las últimas calles, aguzó la vista y percibió, a lo
lejos, la silueta del muchacho. Algo llamó su atención: la oficina estaba
oculta por una montaña. Una inmensa figura ocupaba todo el horizonte. Cuando se
acercó percibió que la montaña estaba conformada por diminutas partes de
distintas texturas y colores. Apresuró el paso. A medida que avanzaba las cosas
se hacían más nítidas: no era una montaña, era una acumulación que ocultaba,
además de la oficina, las casas cercanas. Incluso sus restos llegaban a la
carretera.
El muchacho estaba en la calle, la entera expresión aturdida, las
manos en la cabeza, como si un dolor creciente lo menguara. El viejo se detuvo
a escasos metros de la acumulación. Había de todo: muebles, electrodomésticos,
ropa, fotografías, envases de cerveza, tapetes. Todo guardaba perfecto
equilibrio. Parecía, en su diversidad, organismo vivo. Miraron incrédulos las
casas en la lejanía. En el espacio libre de la carretera había una desbandada
de perros. Los pájaros siguieron la misma ruta migratoria. Entonces, cuando el
último aleteo, cuando los sorprendidos empezaban a tocar los objetos, la luz
del sol comenzó a desaparecer. Parte del paisaje quedó en anonimato. No había
nada que sustituyera la oscuridad: quizás una estrella, las redondas bocanadas
de la luna. El muchacho y el viejo retrocedieron. Imagínese un espacio vacío,
una superficie oscura que se acercaba y que quitaba sustancia a todo: al aire,
a las inquietas respiraciones de los que atestiguaban. El espacio oscuro,
después de engullir casi todo, se detuvo a unos metros de ellos. Y esperaron.
-Texto publicado en la edición
152 de Crítica.
*Objetos Perdidos integra
el libro "El clan de los estetas" y será publicado por la
Universidad Veracruzana
-Alejandro Badillo
(México DF-1977) es narrador y reseñista, ha publicado los libros de cuentos Ella
sigue dormida (Tierra adentro), La herrumbre y las huellas (Eeyc), Vidas
volátiles (BUAP), Tolvaneras (Cuadrivio) y la novela La mujer de
los macacos (Libros Magenta). Compiló para el Instituto Municipal de Arte y
Cultura de Puebla Ficciones en fuga. Narrativa breve desde Puebla.
Coordinador de talleres literarios. Ha participado en varias antologías y en
publicaciones nacionales como Playboy y el suplemento Confabulario de El
Universal. Colaborador de la revista Crítica y exbecario del Fonca
en la disciplina de cuento. Ganó en 2015 el Premio
Nacional de Narrativa Mariano Azuela 2015 por su libro El clan de los
estetas.
Artume*
Intuir su
presencia en una esquina,
percibir la
cadencia de su paso,
caminar a su
lado sin sorpresa,
reanudar
conversaciones inconclusas
y despedirse
luego en un semáforo
o junto al
cauce virgen de un torrente
o en el andén
de una estación sin nadie.
Escuchar, sin
comprender, su vuelo leve,
acostumbrarse
al blues de sus pisadas,
someterse al
dictado de su verbo,
aclimatarse al
frío de su risa.
Una noche
vendrá; lo ha prometido.
No sé si a
liberarme de este yugo
o a imponerme
otro yugo diferente,
pero ¿acaso
importan ya
las condiciones?
*De Sergio
Borao Llop. sbllop@gmail.com
- Publicó “El
alba sin espejos”
La distancia que
hay entre la miel de una flor
y el primer
vuelo en el canto de tus mañanas*
Se refleja en
tus ojos mi cuerpo
animal
nocturno,
constelación
deforme:
es la primera
vida que estoy aquí.
Con tu calma de
espuma me miras
esperando mi
pregunta,
aguardando a
que haga ofrenda de mí,
a que sea
devorada la carne que me da nombre.
Desde entonces
no he podido
liberarme de tus ojos
lluvia extraña,
ala grande,
espacio entre
las costillas…
Las estrellas
se dibujan en el espejo
a varios pies
de altura,
donde un astro
cansado esos pasos atiende:
comprende que
la antesis existirá
mientras en mi
sendero
sus flores se
conserven.
Diluidos en
lenguajes
con oníricas
notas palpando,
forjé mi choza
en tus brazos.
Así conozco el
aroma de luces
que las sombras
se beben
mientras me
respiran
tus pulmones de
agua.
Hilamos
capullos
con la
esperanza
de que la
espiral del mundo
sea ese
encuentro,
porque las
palabras se hicieron
para destruirse
mientras la
ilusión
se rehúsa a ser
polvo nómada
bajo pragmáticos
mandamientos.
Nací del viento
verde,
contaminación
en la mente
y en la piel
avidez.
La energía en
decremento
y la razón sin
abastecer.
Dibujé mis
miedos
en el palpitar
de las nubes,
donde los
luceros resbalan del lienzo
que es cobija,
que no tapa los pies.
Allí, donde no
hay preguntas
tan sólo una
noche que me mira:
ojos inmensos,
tegumentos de
mi ser.
* De Alejandra
Ramírez Padrón. alejandra_padron@ciencias.unam.mx
y hugo ivan
cruz-rosas. quetzal.hi@gmail.com
Juanele y las alondras de Alfredo Veiravé*
*Por Jorge Isaías. jisaias46@yahoo.com.ar
¿De qué conmoción cósmica le
hablaba Juanele Ortiz a mi amigo Miguel? Digo, al poeta entrerriano Miguel
Angel Federik, mi compañero del alma, como me gusta llamarlo.
Nunca podré transmitir ese
estado de gracia que siempre sentí en presencia de Juanele. Eramos muy jóvenes,
pero aun así intuíamos que ese hombre humilde de una simpatía y una atención
muy criollas era un ser excepcional. Hecho al duro oficio de la soledad en que
hizo su obra monumental y atravesó "la prueba del paisaje", como
gustaba repetir.
Gerarda, su esposa, siempre
comentaba el asombro de su amigo, el poeta Carlos Mastronardi, al comprobar el
ascendiente que tenía entre los jóvenes. Lo visitamos los últimos años de su
vida hasta el golpe militar del '76, donde una consigna que nunca sabré quién
inventó proponía que no lo visitáramos más para no comprometerlo. Como si ese
hombre pacífico, extraordinariamente dotado para comprender el alma humana,
pudiera provocar algún peligro. Y tal vez fuera cierto porque alguna vez fue
detenido. Y pensando mejor, ese hombre que había escrito me atravesaba un
río/me atravesaba un río era el ser más libre de la tierra y tal vez eso era lo
que no convenía que se lo transmitiera a los jóvenes.
Jorge Aulicino me dedicó un
bello poema con que Miguel Federik termina su discurso de apertura en la Feria
del Libro de Paraná de este año. Cierta vez, a Isaías o a otro poeta, pero lo
recuerda Jorge Isaías, dice. Y la verdad es que la anécdota la tomé prestada
del poeta Alfredo Veiravé, que era -junto a Edgar Bayley- los únicos mayores
que nos tuteaban y nos dejaban hacerlo a nosotros.
Esto pasó en los años gualeyos,
es decir, cuando ambos vivían en la ciudad de Gualeguay. Alfredo acompañaba
todas las tardes a Juanele en sus caminatas por los parques de las afueras. Era
adolescente y arremetía con sus primeros sonetos y poemas cuarentistas. Una
tarde llena de sol y de pájaros y del "aire distinto que es propio de
Entre Ríos", como solía repetir Juanele, éste invitó a su joven amigo y
aprendiz de poeta.
"Te propongo que nos sentemos
en la gramilla", le dijo, a lo que Alfredo obedeció. El viejo poeta
entonces lo invitó a que se recostaran en el suelo, que iban a jugar a un juego
y hacer un ejercicio.
--¿Podrías, Alfredito? -le
preguntó-, con los ojos cerrados reconocer el canto de los pájaros?
--Yo creería que sí, don Juan.
--Bueno, empecemos -dijo
Juanele.
Y Veiravé a cada pregunta, luego
de pensarlo, respondía: zorzal, calandria, benteveo, pirincha, federal.
--Y decime, Alfredo -lo
interrumpió Juanele- ¿cuál es el canto de la alondra?
Y Alfredo, amoscado, contestó:
--Es que en esta zona no hay
alondras, don Juan.
--No, yo te pregunto porque vos
las prodigás en tus poemas.
Y allí Alfredo Veiravé le dice
que él leía furiosamente a Rilke donde sí sobraban las alondras. Y entonces
concluyó: me había hecho caer en una trampa como un verdadero maestro que era.
Este es el hombre que escribió
para siempre No es tu luz, octubre/ ni son los pájaros y las flores/ ni tampoco
es el verde nuevo, no.
ANTÍFONA*
Hay un orden
subvertido en el sueño,
bajo la luna
abierta lo persigo.
Él fuga por
cornisas temerarias.
-la madrugada
es la noche de perfil
cuando huye
para salvarse
de mí-
Me abismo en el
amanecer
que llega como
animal herido
sangrando en el
horizonte.
Mil veces
inocente y mártir
pone en
vigencia la luz
en este orden
subvertido.
El día
es fresca voz
que entona iluminada
antífona de
canto llano...
Es hora de no
perseguir nada
ni siquiera el
sueño.
Doy gracias
mientras en el
vidrio de mis ojos
se refleje la
luz de la mañana.
*De Miryam
Colombotto Seia. miryamseia@cablenet.com.ar
*
Cuántas veces,
la voz del
hombre
separó el bien
del mal,
estalló
entre la
belleza y la crueldad
vibrando
como un látigo
vivo.
Una voz
también es
el tajo
que divide las
aguas.
*De Mariana Finochietto. mares.finochietto@gmail.com
CADA PINCELADA
DEJA LA HUELLA DE SU ERROR*
Le explicaba a
Juan Manuel la dificultad de la acuarela como técnica, una técnica que utiliza
esa materia liviana y transparente, ese pigmento apenas perdurable, esa nada de
color difuso, esa mancha sutil. Y le dije; comparando el óleo que puede
repintarse, taparse, corregirse; que en la acuarela cada pincelada deja la
huella de su error. Una de esas frases maravillosas que venidas de otros lados
hallan una aplicación a la forma en que se da el mundo.
Decía en broma
Juan Manuel que para resultar interesante diría, para explicar los fallos y la
propia historia, para justificar un poco el propio rostro, que en él cada
pincelada ha dejado la huella de su propio error.
Y es así,
estamos surcados de antiguas pinceladas que se ven tenuamente debajo de las
nuevas, y por mucho que acumulemos capa tras capa de materia evanescente, no
podemos hacer desaparecer las huellas que el tiempo, las decisiones, los
aconteceres fueron dejando siempre fijas y siempre adivinables como soporte de
lo que tratamos de dibujar por sobre ellas.
Somos el
resultado de esa materia liviana y transparente, somos una acumulación de
felicidades y malas horas, y no las podremos negar aún si accedemos a la
senectud que va vaciando los frascos y despeja los estantes. Seguirán
percibiéndose las viejas pinceladas, y no serán quizás menos dolorosas. Ni
acaso menos gozosas.
Nos miramos en
los reflejos fríos. Y el primer amor, y aquella íntima vergüenza, y ese día que
no podemos recordar sin que algo se mueva en las profundidades, todo está allí,
capa sobre capa sobre capa. Y eso somos al fin.
*De Mónica
Russomanno. russomannomonica@hotmail.com
*
Lo temible es
eso que uno guarda sin saber en los cuartos vacíos del cerebro. Eso temible es
lo único que vale la pena escribir.
*De Liliana
Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com
http://inventren.blogspot.com/
Destiempos*
Hace tiempo que
perdí la cuenta de las veces que alguien me acusó de soberbia, sin más motivo
que unas palabras leídas o escuchadas en alguna parte. Las más de las veces —no
deja de ser curioso— fue por tratar de desenmascarar a cerdos con piel de
cordero (en contra del dicho popular, no son los lobos quienes se disfrazan de
cordero, sino los cerdos. Miles de mujeres de todos los lugares del mundo
podrán corroborar esta afirmación). Nunca me defendí de esas acusaciones:
probablemente no sean del todo infundadas. No obstante, siempre me he
preguntado si esta soberbia que me achacan —y de la que soy culpable— es
realmente un defecto más terrible que la falsa modestia de quienes lanzan
dichas acusaciones. Cuestión de poca importancia es ésta, tienen ustedes razón.
Si lo mencioné es porque de algún modo está relacionado con lo que vine a hacer
a esta parte del mundo.
He viajado
algo. No demasiado, pero lo suficiente para comprender que un viaje es algo que
sucede dentro de uno, no fuera. Por eso, ahora, cuando me dispongo a bajar del
tren que me ha traído hasta aquí, sé que el tren, el pueblo, los páramos
atravesados, la tierra amarillenta, los viajeros sonrientes y los viajeros
huraños, son algo que está dentro de mí, que forma parte de mí. Por eso, a
pesar de todo, no tengo miedo.
¿Por qué habría
de tener miedo?, se preguntará quien hasta aquí haya llegado. Pronto iremos con
eso. Pero antes deberé explicar los sucesos que se encadenaron para traerme
hasta Indacochea. Y ahí es donde entra la soberbia.
Sucedió que un
desconocido me envió un mail. Se confesaba argentino y detallaba la ubicación
exacta del lugar donde habitaba, así como algunas particularidades del mismo.
Tras estas formalidades, a las que presté poca o ninguna atención, de forma
amable pero inequívoca me acusaba de haberle plagiado. Según su parecer, mi
relato La transición del hielo se asemejaba sospechosamente a uno que él había
escrito años atrás y cuyo título era Labio mudo. Añadía una serie de datos
complementarios, tales como fecha de publicación, editor, etc. Y como colofón
adjuntaba ambos relatos, el suyo y el mío, en archivos de texto separados.
De entrada me
indigné porque la acusación era falsa. Después pensé que no merecía la pena
hacerse mala sangre y borré el mensaje sin la menor intención de responder a
él. No obstante, tras una ducha, un buen paseo y el posterior descanso a la
sombra contemplando los patos, me pareció que al menos debería leer su relato
para saber en qué se basaba la ridícula infamia.
Y así lo hice
nada más regresar. Recuperé el mensaje (por suerte siempre me demoro un tiempo
en vaciar la papelera de reciclaje), descargué los adjuntos y leí. Ciertamente,
existían un par de similitudes superficiales, pero nada más. Me pareció tan
absurdo como si el tipo hubiese argumentado que la acción de ambas historias
transcurría en una misma ciudad no inventada. Justamente así —con cierto grado
de ironía— se lo hice saber en mi respuesta (que, después de todo, no podía
dejar de producirse) añadiendo que ni lo conocía a él ni conocía su obra, por
lo que sus acusaciones no solo carecían de fundamento, sino que eran
completamente descabelladas. También le rogaba que antes de calumniar a otra
persona, en especial si esa persona era yo, leyese con atención y cautela para,
de ese modo, no caer en el error de confundir una cosa con otra. Creí que mi mensaje
era lo bastante severo para que el asunto quedase zanjado ahí.
Me equivoqué.
Unos días más tarde, llegó su respuesta. En esta ocasión se trataba de otro
relato: Los días del perro, que según su versión yo habría convertido en mi
Ópera con lluvia. El tono del mensaje era seco y pretendía ser hiriente. Al
principio me hizo gracia, la verdad. Pero en cuanto empecé a leer, me invadió
una sensación de desasosiego que en algunos momentos se teñía de incredulidad.
En efecto, ambos relatos se parecían. No se trataba ya de dos o tres detalles
nimios como en el caso anterior. El lenguaje y el estilo eran diferentes, los
lugares no eran los mismos, los nombres de los protagonistas eran distintos,
pero lo que se contaba en uno y otro difería muy poco. Yo estaba seguro de no
haber leído jamás aquel cuento. ¿O tal vez lo leyese mucho tiempo atrás y lo
olvidase luego, como confiesa Borges en relación a un cuento de Papini? Eso me
hizo pensar en la fecha, que me apresuré a comprobar.
Mi confusión no
disminuyó al averiguar que en este caso su cuento era más reciente que el mío.
Lógicamente (¿lógicamente?) sospeché que era él quien me estaba plagiando a mí.
Pero entonces —era inevitable preguntárselo— ¿por qué me acusaba? Pospuse esta
duda para más adelante y contesté al mensaje en un tono todavía más arrogante
que el empleado por mi interlocutor. Le hice notar el detalle de las fechas y
le acusé de ser él quien plagiaba. También manifesté mi estupor ante sus
injustificables acusaciones y hasta insinué la posibilidad de presentar una
denuncia contra él.
Su posterior
respuesta (que apenas tardó un par de días) rebosaba incredulidad. Jamás
—afirmaba— se le había pasado por la cabeza la idea de plagiar a nadie. Y menos
—añadía— a alguien a quien estaba seguro de no haber leído nunca antes.
Obviamente, había algún error en las fechas —el obviamente quedaba atenuado por
el tono inseguro de algunas otras afirmaciones— pero lo que era seguro
—insistía— era que si había un plagiador —no dejé de notar ese condicional que
significaba una nueva vía de comunicación, ajena tal vez a la disputa que cabía
prever teniendo en cuenta el curso que estaba tomando todo el asunto— no era
él.
Porque la
historia empezaba a cansarme, mi respuesta fue escueta. «Lo que vale para usted
—escribí— vale para mí. Yo no plagio. Tal vez sí me haya leído antes y no lo
recuerde» —brevemente introduje la anécdota de Borges y Papini—. «En cualquier
caso, le rogaría que retirase ese cuento que tanto se parece a mi Ópera con
lluvia de la web donde se publicó. Atentamente».
Pasó una semana
y creí que todo se normalizaba. Además, otros asuntos más agradables habían
ocupado mis horas en esos días y tenía el tema bastante olvidado. Hasta que
llegó el siguiente correo. En él se hacía referencia a otros seis cuentos (tres
suyos y tres míos). Su Endiablado fagot era calcado a mi Musa abandonada, salvo
por el estilo, naturalmente. En los otros dos casos, los cuentos eran
aparentemente distintos, pero poniendo atención a sus símbolos y al significado
oculto, no quedaban dudas: Unos eran clones de los otros. Pensé que el tipo
trataba de tomarme el pelo; pensé que lo hacía simplemente por aburrimiento;
luego pensé que estaba loco y que mejor sería olvidarse de todo ese embrollo.
Tomé un analgésico y me puse a navegar por Internet, tratando de borrar acaso
la desagradable sensación que me había dejado la lectura de aquellos cuentos.
Después de un
rato leyendo noticias increíblemente parecidas a las noticias del día anterior
y del mes anterior (crisis económica, corrupción, tornados, USA planeando
bombardear algún país, mucho deporte —eficaz antídoto contra el nocivo vicio de
pensar— y más corrupción), sin darme cuenta puse el nombre del tipo en el
buscador y comencé a adentrarme en su mundo. Comprobé que muchos de sus relatos
habían sido publicados en revistas electrónicas o en páginas de contenido
literario. Leí uno al azar, por puro aburrimiento (o eso me hice creer
entonces). Ya sin sorpresa, fui redescubriendo mis propios relatos en los de
aquel desconocido. Leí durante horas. Creo que ya solo me movía la curiosidad
de saber si ese reflejo era infinito, el anhelo de hallar un relato que
rompiese ese patrón. No sucedió. Pensé (quise pensar) que alguien dijo —o
escribió— en una ocasión que todo ya había sido escrito y ahora solo
reescribíamos; que tal vez, después de todo, la originalidad no existe. Pero
todo fue en vano. Se apoderó de mí una intensa tristeza, y melancólicamente me
dije que también eso era un reflejo.
Rescaté
entonces el mensaje original del desconocido y lo leí con atención. En él narra
que vive en un lugar llamado Indacochea, en la provincia de Buenos Aires. Lo
llama lugar, —aclara— porque «tal vez pueblo sea un término exagerado para
definir esos escasos edificios bajos y esa estación abandonada». Dice que
habita una casa de dos plantas que no comparte con nadie. Que las pocas
personas que hay por allí se dedican a pescar. Pero él no pesca ni hace nada.
Salvo escribir. A veces. O sentarse a la orilla del Río Salado y pensar. O
simplemente contemplar las aguas y las riberas mientras transcurre el tiempo
que se lo va llevando, igual que la corriente se lleva las ramitas que en él
flotan río abajo. De su explicación se desprende la idea de que habita un
desierto que es más grande que el nombre que lo define.
Yo vivo en una
gran ciudad que se asemeja pavorosamente a un desierto. Escribo o me siento a
la orilla del río Ebro a contemplar las aguas y los patos. Mientras el tiempo
fluye. Al leer me doy cuenta: No somos dos personas diferentes, sino una misma
persona viviendo dos vidas paralelas en lugares distintos. ¡Cómo no íbamos a
escribir lo mismo, aunque de otro modo!
Mandé un mail
expresando estas ideas un tanto confusas. Fui tajante. Había que solucionar
esto de un modo u otro. «Sería conveniente (eufemismo que muy bien podría
cambiarse por imprescindible) —aclaré— que nos viésemos. Allá o acá. Donde
sea». El habló de la completa imposibilidad de emprender un viaje. Imposible
para él conseguir la plata necesaria para el pasaje de avión. Demasiados
kilómetros…
Mi dificultad
no era menor; la única diferencia era mi resolución para zanjar el asunto
definitivamente. Conté el poco dinero que tenía; vendí las dos o tres cosas de
valor que me restaban; pedí prestado. Con todo, pude juntar la plata necesaria.
Sabía que nunca podría devolver los favores ni el dinero, pero ¿qué importancia
podía tener todo eso? Si alguna vez regresaba…
Escribir no es
gratis —pensé mientras hacía el escueto equipaje—. Entraña un riesgo. Uno puede
encontrarse de repente o perderse para siempre entre esas encrucijadas. Los
pensamientos son trenes que se niegan a seguir el itinerario de las vías.
¿Puede haber algo más peligroso en estos tiempos?
Y ahora estoy
acá. En Indacochea. La estación quedó atrás. Una vereda de tierra me conduce
hacia donde debo ir. Es como si mi voluntad, ahora, no contase. Mientras camino
no puedo evadirme al sentimiento de familiaridad que me despierta todo esto.
Los árboles son como los árboles bajo los que alguna vez he paseado; el rumor
del río resuena igual que el río que pervive en mi memoria y que acaso es la
suma o la yuxtaposición de todos los ríos que en mi vida atravesé o bordeé; los
pájaros entonan las mismas melodías que en otro tiempo escuché…
—El lector
atento no habrá pasado por alto un detalle: Lo que estoy contando, según las
evidencias, sucede hacia los años finales de la primera década del siglo XXI o
los iniciales de la segunda. Pero el último tren a Indacochea vino en 1977.
Dejaré que sea ese mismo lector quien aclare este modesto entuerto, porque el
tiempo ya no me da para más: Estoy llegando ante la casa a la que me dirijo—.
Me detengo a
unos metros. Respiro profundamente mientras contemplo la fachada. Una inmensa
quietud me rodea. Dejo la maleta en el suelo, junto al umbral, y golpeo la
puerta.
Lentamente,
como las campanas de las iglesias en el toque de difuntos, los golpes resuenan
en la hoja de madera vieja.
Lentamente, con
esa lentitud que solo es posible en el Sur, la puerta se abre.
*De Sergio
Borao Llop. sbllop@gmail.com
- Publicó “El
alba sin espejos”
***
Próxima estación para escribir por Ferrocarril Provincial:
ÁLVAREZ DE TOLEDO
POLVAREDAS. JUAN ATUCHA. JUAN TRONCONI.
CARLOS BEGUERIE.
FUNKE. LOS EUCALIPTOS. FRANCISCO
A. BERRA.
ESTACIÓN GOYENECHE. GOBERNADOR
UDAONDO. LOMA VERDE.
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN. GOBERNADOR DE SAN JUAN
RUPERTO GODOY.
GOBERNADOR OBLIGADO. ESTACIÓN DOYHENARD.
ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA.
D. SÁEZ. J. R. MORENO.
EMPALME ETCHEVERRY.
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY. LISANDRO OLMOS. INGENIERO
VILLANUEVA.
ARANA. GOBERNADOR GARCIA. LA PLATA.
***
Próxima estación para escribir por Ferrocarril Midland:
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PLOMER. KM. 55. ELÍAS ROMERO. KM. 38.
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LIBERTAD. MERLO GÓMEZ. RAFAEL CASTILLO.
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MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE. ALDO BONZI.
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