*Dibujo de Erika Kuhn.
*
Pongamos que de esa vez a esta hubo una fractura
un decalage, un impasse.
Pongamos que de pronto te despertaste y jamás habías visto
el verde como ese día.
Los pájaros cantaron en ramas impares.
Pongamos que experimentaste el amor
no a una persona
no a un animal:
amor a todo
un estado de reconciliación con el mundo
balada sin música
entendimiento perfecto del silencio.
Sabías que no podía durar
atesoraste el momento porque entonces
no estabas desesperado.
El tiempo se abre en grietas
aquí, ahora, nos miramos en estanques pero al menos después de
aquello
cuando el agua es turbia
lo sabés.
Perdiste y recuperaste la comunión
conquista diaria de lo absoluto
te viste en unos ojos que te reflejaron
(pero otras veces no).
Pongamos que peregrinamos cada día
lejos de nosotros mismos.
Como hijo de tu tiempo, pensás siempre
en lo que no persiste
pensas en lo que termina
cerras los ojos
la soledad invade los poros
soñamos frente a pantallas lumínicas.
No olvides
que siempre está la opción de morir.
-Mercedes Álvarez nació
en Tandil, provincia de Buenos Aires, en 1979. Vivió en Mar del Plata hasta los
diecinueve años. Entre 1998 y 2006 residió en España, donde se licenció en
Sociología por la Universidad Pública de Navarra. Realizó un máster en Gestión
Cultural. Publicó los libros Vecinos
(Baile del Sol, España, 2010), Historia de un ladrón (Caballo de Troya, España,
2010), Imitación de los pájaros
(Zindo & Gafuri, Buenos Aires, 2013), Ficciones
súbitas (comp., Eds De aquí a la vuelta, Buenos Aires, 2013) y Saigón (Zindo & Gafuri, Buenos Aires,
2015). En 2013 ganó el premio Edmundo Valadés de cuento latinoamericano con el
relato Grow a lover.
EN LAS HUELLAS DE LAS LÁGRIMAS…
Invisibles llagas*
Las veo caminar cada mañana
entre la bruma de las calles.
Cansancio y rímel sobre sus pestañas,
maquillaje en sus conversaciones,
en sus bocas heridas, en sus caras
gastadas como la piedra roma
que cada noche lapida
y lapida
una y otra vez
una y otra vez
el ajado lienzo del recuerdo.
Como la pétrea mano que golpea,
noche a noche,
la blanda carne amoratada,
la consciencia que se torna niebla.
Una lágrima escapa.
Sombra de un grito insinuado
que un día escucharemos.
Tal vez
cuando ya sea demasiado tarde.
-De Por si mañana no amanece, Poemas
de @S_Borao_Llop
El último día de
septiembre*
(Parte 2 de 10)
Estamos en la casa de Jonás. Es de madrugada. Roberto mueve las
manos en la mesa, asedia las sucias fichas de dominó. Dice que siempre gana y
que algún día, cuando tengamos algo para apostar, nos dejará sin nada. “Vamos,
Ezequiel, te toca”, me anima. El alcohol nos entume, nos vuelve valientes
aunque el sentimiento dure sólo un par de horas. Afuera, la ciudad bulle, se
escuchan los autos. Un enjambre es esta ciudad: insectos devorando a otros
insectos. La casa de Jonás es, en realidad, un par de cuartos pequeños
conectados por un estrecho pasillo. Estamos en la orilla de un camino en partes
asfaltado y en partes de terracería. El aire se vuelve tibio. Las paredes
ahumadas y grises parecen moverse por la indecisa luz del foco. El último día
de mayo recibí mi liquidación. Los meses siguientes fueron casi infinitos en el
calendario. Jonás da un trago largo a su vaso en el que se mezclan ron y Coca
Cola. Roberto tira una mula de cuatro. Soy Ezequiel Linares, el liquidado, el
que se cansa de decirle a su esposa: “no tengo dinero, no hay para pagar las
deudas, no hay nada”. Mi hogar es una caldera, una superficie con carbones
encendidos lanzando chispas. Los reclamos aparecen en cualquier momento. Nadie
responde a mis solicitudes de empleo. Una mañana, mientras caminaba por el
centro de la ciudad, encontré a Jonás y Roberto, compañeros también despedidos.
Nos saludamos, fraternos en la desgracia, y nos encaminamos para reavivar la
esperanza en un bar. Las reuniones siguieron, a veces sin el pretexto de
entregar solicitudes de empleo. Jonás inclina el cuerpo en la silla, dice que
pasa, que no tiene la ficha adecuada para seguir en el juego. Yo miro mis armas
y digo lo mismo. Roberto se regodea y su risa es una serpentina de humo, una
señal que intenta ser maligna pero que apenas llega a triste destello. La
fábrica nos despojó a todos, de un solo tirón, como un fusilamiento masivo.
Volaron los magros cheques de liquidación que terminaron en nuestras manos
ansiosas y llenas de terror. Entonces nos convertimos en sujetos degradados,
involucionando hasta balbucear justificaciones, excusas, esperanzas. A nadie le
importa. Quizás así está bien. Atrás vienen otros, más jóvenes, dispuestos a
gastar su vida en líneas de montaje, en bodegas inmensas llenas de cajas
vacías, en pequeños cubículos recibiendo llamadas de los confines del mundo.
“Gané”, dice Roberto, “son todos unos pendejos”. Y se levanta de la silla como
un demonio avivado por su efímera victoria. Después va a una esquina del cuarto
y cambia el disco en la grabadora. Mientras una canción ranchera se abre paso
entre el ruido de la calle, comprendo que cada día empeoramos más, nos hundimos
en un pantano en el que es difícil respirar. Es inútil saber que estamos al
final de la línea, en el último proceso antes de ser desechados para siempre.
Por eso empeñamos baratijas, compramos botellas de ron y buscamos no sentir,
anestesiar la capacidad de pensar para buscar la inocencia que teníamos antes,
cuando éramos niños. Pero nuestra inocencia, a veces, revela su peor parte y
buscamos pelea, como los perros callejeros que se enfrentan en la calle
mientras jugamos dominó. El dinero se va, los billetes son de juguete, los
políticos son artificios de la mente cuando se tienen encima muchos tragos y,
entonces, sus decisiones, sus discursos, sus promesas, son coherentes y
contemplamos nuestro destino con dignidad y paciencia. Jonás elabora una
sonrisa estúpida, una sonrisa que se queda entre los dientes porque ya no puede
más, es demasiado alcohol, demasiado ron barato que se funde en el aliento, lo
trastoca y regresa a una edad primitiva, una edad fundada en la fuerza y en el
odio hacia todos y hacia nadie. Las palabras de Roberto se apagan, como si
presintiera, de repente, su ridículo, el diminuto calibre de su festejo. ¿Qué
hacemos aquí? Conjurar contra nosotros mismos. Morir y respirar al mismo
tiempo. La mesa se agita cuando reímos. Por un momento somos felices aunque las
bromas sean hirientes, clavos ardiendo en nuestras gargantas. Nos echamos en
cara nuestro infortunio y tratamos de saber quién ha caído más bajo, quién ha
soportado más ultrajes. Los ojos se desorbitan. Son fugaces los parpadeos. El
ron oficia con libertad en nuestras voces y las eleva en la noche. Ya no
importan los autos afuera. Mi vista se entrampa en la estela que dejan las
cosas: las fichas de dominó, el reloj barato de Jonás cuando empuña su vaso con
avaricia, como si portara una antorcha que iluminara, plena, la borrachera. La
turbia luz de un foco alimenta las sombras de nuestros cuerpos. “Son todos unos
pendejos” resuena en mi mente y no sé si Roberto se refiere a nosotros o a los
insectos que medran en la penumbra, al anuncio de una tienda de ropa que está
en la calle de enfrente o a la basura acumulada en los terrenos baldíos de la
colonia.
***
“La ciudad de México es una de las más contaminadas del mundo. El
Departamento del Distrito Federal regulará el uso de los automóviles
prohibiendo su circulación un día a la semana”. Su padre abandona la lectura
del periódico. El café hierve en una taza. A un lado, una servilleta y unas
migajas. Su madre y su hermana desayunan. R se descubre de nuevo niño. ¿Qué año
es? Abre los ojos. Reconoce la alfombra roja del departamento, las puertas
blancas de las recámaras. El olor del café es penetrante. Los muebles parecen
más grandes. Tiene la extraña certeza de que no puede alcanzar los pedales de
un auto. La luz de la mañana se derrama en los mosaicos del piso. Hace un poco
de frío. Es temprano. El reloj de la cocina marca las 7:13 de la mañana. Su
padre anuncia que cambiará de trabajo y que tendrán que mudarse a una ciudad
más pequeña. Su hermana le pregunta si ya no volverá a ver a sus amigas. R mira
a su madre, aún joven, y trata de olvidar el futuro, el momento en que morirá
devorada por el cáncer. Deja la mesa, camina por la pequeña sala y se asoma por
la ventana. Percibe que algunas cosas se mantuvieron intactas en el recuerdo
durante casi treinta años: el estacionamiento de adoquines rosados, las líneas
amarillas que dividen los cajones para los autos. Más allá está el jardín de
una anciana y una avenida transitada. ¿Qué año es? Él viste el uniforme de la
primaria. Es jueves y los jueves toca deportes así que viste unos pants y una
chamarra blanca con franjas azules en los costados. En unos minutos su padre
bajará con ellos al estacionamiento, abrirá la cajuela del auto, un Rambler
color azul claro, y los llevará a la escuela. Descubre la fecha en un
calendario: 19 de septiembre de 1985. Es cumpleaños de su madre y no sabe qué
va a regalarle. El reloj ahora marca las 7:15 de la mañana. Escucha las voces
de sus padres. Cuando quiere regresar a la cocina el edificio comienza a
moverse. Todos se acercan a la ventana. Tiempo después se preguntará por qué no
bajaron por las escaleras. Los cuatro miran por la ventana mientras las luces
se encienden y apagan, como si tuvieran vida propia. El edificio cruje. Las
fotografías familiares se balancean, algunas caen. Están en un tercer piso. No
hay gente en el estacionamiento y no se escuchan pasos apresurados en la
escalera. Como si la realidad que está viviendo en esos momentos se sujetara a
las reglas del recuerdo. La ciudad se vuelve turbia, parece que el terremoto
deja en libertad el polvo acumulado por los años. Los segundos se extienden, se
hacen pesados. R sabe que el terremoto devastará media ciudad, sin embargo,
cerca de su edificio, no habrá daños. Los siguientes días, sin luz en el
departamento, escucharán las noticias en un viejo radio de pilas. Pasarán las
noches mirando la ciudad a oscuras mientras los muertos siguen esperando entre
los escombros. Mira con ansiedad el rostro de sus padres y el de su hermana. Se
quedarán ahí hasta que termine todo. Meses después saldrán de la ciudad de
México y continuarán con sus vidas. R quiere conservar ese momento para
quedarse ahí, hacer las cosas que no pudo, madurar en esa ciudad y, quizás,
cambiar las cosas, no enfrentar la muerte de su madre en el año 2013. Su madre
devastada por el cáncer, como un edificio sostenido por sus escombros,
perdiendo la vida en un hospital pequeño, de apenas tres pisos y repleto de
habitaciones color amarillo. Pero no puede. El terremoto sigue su curso. Es muy
largo. La vida de mucha gente acaba en esos momentos. Se siente indefenso. Es
alguien mirando una vela votiva, cuyo fuego es asediado por una tenaz corriente
de aire.
***
Comienza a llover. La partida de dominó aún no acaba. Toca un dos o
un seis. Tengo sólo un cuatro y un tres. Jonás me mira con sorna. Roberto se
toca los bigotes, como si le mandara señales secretas a un fantasma. Las
calles, en tiempo de lluvias, se vuelven un lodazal. “Chingaos, al rato
tendremos que llenarnos los pies de lodo, como los cerdos”, dice Roberto con
una furia que, al final, se vuelve tristeza. Yo digo “paso” y Jonás completa la
jugada. Pienso que hay poca estrategia en el dominó, la ventaja es el azar
favorable, tirar la ficha adecuada. Un rayo estremece el cielo. Las calles que
rodean la casa de Jonás son de tierra apisonada por el tránsito de autos y
camiones pesados. A pesar de ello hay partes en que predominan las depresiones
y socavones que los vecinos intentan llenar con piedras. Sin embargo, la acción
del agua erosiona la tierra que bordea esas islas artificiales y, muchas veces,
provoca un deslave mayor. Los camiones, en noches como ésta, van como animales
ciegos y bamboleantes, vadeando un pantano creciente, arenas movedizas que
amenazan con tragárselos enteros. Roberto da un trago largo y dice: “Pinche
lluvia, que caiga en otros lados, donde la necesitan más”. Disfraza su
nostalgia de rebeldía. En la colonia es conocida su historia: su esposa lo
había abandonado por golpearla. Un día llegó de la fábrica y ya no la encontró.
Decía que sólo le dejó una nota en el viejo refrigerador: “También me llevé a
tu hija, pendejo”. Como era previsible, llegó la furia. Platos en el suelo, un
espejo roto, una silla de madera en el jardín después del furioso viaje por una
ventana. Más tarde se desahogó en el bar de la esquina. Quizás –muchos así lo pensamos–
ahí se gastó casi todos sus ahorros. Botellas de distintas graduaciones iban
como en carrusel. La juerga, cuentan, fue de varios días. Lo veíamos andar en
las calles de la colonia, como perro herido, escondiéndose del sol. Pasaron los
meses y, una vez curadas sus heridas, se refugió en su diminuta casa. Algunos
vecinos lo veían, silencioso, regresar de la fábrica. Decían que su mujer
estaba en Tepic y que vivía con otro hombre. Roberto apenas asomaba las narices
desde su ventana. Alguno aventuró que ya no bebía y que estaba en una supuesta
desintoxicación, una iluminación espiritual que lo reconciliaría con el mundo.
Sin embargo, a los pocos meses, volvió a vociferar en los bares, a lanzar
comentarios procaces en el mercado y a quedarse en su silla los domingos, con
la frente lustrosa de sudor y los restos de la resaca en la boca entreabierta.
Parecía un molusco secándose al sol, apenas atendiendo el brillo fugaz de las
moscas que lo asediaban y que quizás lo confundían con un cadáver prematuro. Cada
vez que mencionaban a su mujer fruncía el entrecejo y fingía ignorar el tema.
Acto seguido, tanteaba con la mano el aire hasta encontrar la botella de
cerveza que sorbía con premura y deleite. Por eso no se lamentó demasiado
cuando lo despidieron. De los tres fue el que mejor asimiló la noticia. Para él
era regresar a un orden natural de las cosas, a una somnolencia que le demoraba
el metabolismo y le hacía espaciar, cada vez más, las comidas. Perdió unos
kilos y, desde entonces, se le afiló el rostro tostado. Había algo de joven y
viejo en él. Sus cuarenta años parecían cuarenta batallas. Su vida, en términos
generales, era una larguísima derrota. Por eso su gesto, que traslucía cierto
dolor, era el de un boxeador que ha recibido muchos golpes pero que aún tiene
fuerzas para retar a su oponente antes del impacto definitivo.
El dominó sigue. Las fichas se alinean y se retuercen. La botella
de ron mengua y sus brillos se estancan en la penumbra que se desprende de
nuestras manos. Jonás festeja una nueva victoria. La sombra de la botella es la
de un árbol entre la lluvia, entre la niebla.
***
El segundo encuentro fue en una papelería. Ella usaba una boina
roja y en la mano derecha llevaba una pequeña libreta. Era un sábado de
septiembre. R curioseó un pequeño aparador. Ella encargó copias de un grueso
libro. El dependiente prendió el aparato que rompió el silencio con un zumbido.
R se acercó por atrás y se quedó muy cerca, indeciso de hablarle, apenas
respirando, como anunciando en secreto su presencia. Ella vestía una blusa
color durazno y una falda azul de mezclilla. Sus largas piernas se reflejaban
en el vidrio del mostrador en el que se amontonaban plumas, gomas, libretas de
distintos tipos. La blusa tenía una abertura circular en la espalda. Él pudo ver
unas pecas marrones, perdidas entre el cabello largo y recogido en una coleta.
Se colocó a un lado de ella y la saludó. Las fotocopias salían con rapidez. A
través de los botones superiores se percibía el inicio de los senos, la línea
que los separaba. Después de pagar ambos caminaron hacia el edificio. El libro
tenía en la portada la fotografía de un hombre visto por la espalda; tenía las
manos entrelazadas y la cabeza un poco inclinada. R iba a descubrir el título
pero ella cambió el libro de posición y sólo pudo ver letras aisladas. Subieron
juntos la escalera. Un gato blanco y negro holgazaneaba junto a una maceta. ¿Es
tuyo?, preguntó R. No, anda por ahí. A veces se acerca a mi puerta. Se queda un
rato mirándome y luego se va. Parece que espera que le diga algo. Se quedaron
en el espacio entre los dos departamentos. Un poco indecisos, se mantuvieron en
silencio, como si de repente tomaran conciencia de que, en realidad, seguían
siendo dos desconocidos sin muchos temas para platicar.
Ella sacó las llaves y, después de introducir una con extremo
redondeado, dejó entreabierta la puerta. R giró levemente la cabeza. Pudo ver
el estrecho pasillo y el espacio de la sala ocupado por un par de sillones de
color verde. Todos los departamentos eran iguales a excepción de los ubicados
en el último piso que eran un poco más chicos. Ella percibió el interés de él y
abrió un poco más la puerta para demorar la observación. Sobre la estufa estaba
una tetera plateada y, a un lado, una cafetera vieja. La puerta del refrigerador
estaba adornada con imanes con forma de frutas. R trató de reconstruir los
movimientos de ella en las mañanas, ahora en un escenario más preciso: la mano
delgada sacando un tazón y el vapor del café llegando hasta sus ojos. Casi la
pudo ver en la pequeña mesa de madera, junto a una alacena de metal,
desayunando cereal con leche, cubierta por una bata o por un camisón estampado
con flores. El radio, que estaba arriba del refrigerador, era el que escuchaba
todas las mañanas. Aunque le seguía incomodando no poder comprobar la
existencia de unas pantuflas o unas sandalias. De esta forma quedaría en la
incertidumbre si ella desayunaba con los pies calzados o iba descalza por las
habitaciones, preparando su ropa antes de salir, mirando la ciudad a través de las
ventanas como un testigo atento y, al mismo tiempo, tímido. Ella movió
ligeramente la cabeza y sujetó el libro con la otra mano. Él salió de su
ensoñación, de su espionaje impune. Ella musitó un “nos vemos”. La puerta se
cerró y R se quedó pensando en las distintas posibilidades de esa frase corta.
Quizás era una sutil invitación que no supo descifrar y por eso el ansia
soterrada en el tono de voz, en la duda final en sus manos cuando fueron a la
perilla y empujaron la puerta.
***
Después de mudarse empezaron los problemas. Su padre no pudo
conseguir trabajo y, al cabo de un año, tuvo que regresar a la ciudad de México
para retomar a sus antiguos clientes. Volvía los fines de semana para platicar
con ellos, dejar el gasto y conocer las novedades escolares de R y de su
hermana. Muchas veces se preguntó por la relación que habían tenido sus padres
antes de que él y su hermana nacieran. ¿De qué platicaban en las noches? ¿Qué
aficiones compartían? ¿De qué tenían miedo? Una vez su madre le había contado
los intentos por concebir en los primeros meses del matrimonio. Sin embargo no
hubo suerte. Ella nunca se extendía demasiado en esos temas. Tomó un
tratamiento hormonal, quizás uno de los primeros que se podían recetar en
aquellos años. Al poco tiempo nació R. Fue un bebé prematuro y tuvo que pasar
algunos días en una incubadora. Su madre siempre se conmovía cuando relataba
las visitas que hacía a la sala del hospital en donde lo cuidaban. Lo veía tan
frágil que pensaba que no iba a sobrevivir. Pero R pronto ganó peso y salió del
hospital para llevar una vida normal. Después de tres años nació su hermana.
¿Qué tanto influyeron sus vidas en la progresiva separación de sus padres?
Quizás fue algo imperceptible, interacciones cotidianas que se fueron perdiendo,
como las conexiones de un mecanismo que se deteriora lenta e irrevocablemente.
Ellos no eran conscientes de esa erosión alimentada por la rutina. Quizás por
eso la ruptura de la familia, con su padre en otro lugar cinco días a la
semana, no provocó decisiones fuertes como regresar a vivir a la ciudad de
México. Se acostumbraron demasiado pronto a estar solos y a depender, en todo
momento, de las elecciones de la madre. Sin embargo, para ella la carga extra
fue demasiada. Se volvió aprehensiva y trataba de controlar cada aspecto de la
administración del hogar. Pronto la conversación entre los dos, en aquellos muy
cortos fines de semana, dejó de explorar los sentimientos y se concentró en las
necesidades diarias: el dinero que a veces no alcanzaba o el auto que se había
descompuesto. Su madre aprendió a prescindir de su marido, de su voz en las
mañanas, de su cuerpo en la cama. Con el transcurso de los años, se fue
habituando a la figura ausente, a la voz que le hablaba por teléfono en las
noches para saber qué había pasado, si R o su hermana habían dormido temprano o
si se habían enfermado. En las semanas de septiembre, antes de su muerte, R
atestiguó una frágil reconciliación. Su padre se excusó con sus clientes y
hacía viajes especiales entresemana para llevarla al Seguro Social, comprarle
medicinas, pedir por teléfono la comida. Quizás, en esos momentos, pudieron
recuperar un fragmento de los primeros años, cuando eran una pareja de jóvenes
casados y había esperanzas y planes. Ese fragmento, recuperado a medias,
dirigido a una conclusión dolorosa, sirvió para alcanzar tranquilidad, un punto
fijo al cual asirse mientras se acercaba la muerte. A veces permanecía sentado
en el sillón mientras ella estaba acostada. Parecían dos figuras de un cuadro
lúgubre cuya cercanía anunciaba una probable esperanza. Las peleas de años
atrás se convirtieron en un silencio que moldeó una tregua hecha de pocas
palabras. Él la ayudaba a levantarse, tendía la cama, inclinaba el sillón para
que no estuviera incómoda. Después bajaba a la sala y se preparaba una comida
frugal. El jardín ya tenía el pasto crecido. Algunos bonsáis tenían la tierra
seca. R miraba las buganvilias, rosas, hortensias y recordó que, desde aquel
primer anuncio de la enfermedad, cuando ella llegó a casa y dijo derrotada, con
la voz temblorosa y sorbiéndose las lágrimas, que el diagnóstico era cáncer,
pensó en el jardín y en que algún día iba a quedar abandonado.
***
El tercer encuentro fue el definitivo. Septiembre era un auto moviéndose
con pesadez en las calles. Septiembre era un vaso de whisky acompañado de una
silla vacía y un cigarro intacto. Septiembre era, también, el gato dormitando
en las escaleras, con el cuerpo desmadejado, ajeno a casi todo. Entonces
llegamos al espacio entre nuestros departamentos y ella dejó su puerta
entreabierta, como la última vez. Los dos sillones de color verde parecían
estar en la misma posición. La última luz del sol se distribuía en cada uno de
los objetos de la cocina sumergiéndolos en un vago color amarillo. Tuve la
sensación de recuperar un momento del pasado, echar atrás los segundos,
volverlos lentos, una voz que demora pronunciar una palabra. Ella evitó
cualquier insinuación de despedida. Yo evité ese gesto de indecisión, la
displicencia que disfraza el ansia y echa abajo los planes. Ya no otra
oportunidad desperdiciada. Me tomó de la mano y entramos a su departamento.
Miré un suéter en el respaldo de una silla. Unas medias oscuras en el piso
evidenciaban una acción apresurada. Quizás habían sido dejadas a propósito,
como una escenografía preparada con esmero, cuidada hasta el último detalle
para lograr el efecto adecuado. Esa hipótesis cobró relevancia cuando comprobé
el orden de los cubiertos y la mesa de la cocina cubierta con un mantel blanco,
sin arrugas. Entramos a la recámara. Nos desvestimos con urgencia. El
crepúsculo acabó pronto. Pero no había oscuridad total. Las lámparas de las
calles despertaron. La respiración de la ciudad mezclaba ruidos de autos, voces
y pasos en las aceras, en los cruceros. En las noches las calles despertaban a
otra vida, quizás más lenta y secreta. La besé con lentitud y pensé en las
pocas mujeres que había besado. También pensé, mientras ella iba a mi cuello,
en los días repetitivos que colmaban mi vida. Mañanas calculadas, jornadas cuya
sorpresa era un nuevo programa de televisión o descubrir el olvido de un libro
en la oficina. Aquí había una desviación, una oportunidad para observar de
forma distinta el silencio. Porque ella apenas hacía ruido. Y yo empecé a
recorrerla con más ímpetu, mi cuerpo comenzó a ejercer todo su peso para que
hablara o para que esa expresión en su boca entreabierta se transformara, al
fin, en un grito, una palabra, un suspiro, el punto en el que un sueño se
desbarata y los ojos se abren. Después del sexo mi cuerpo quedó a la orilla de
un abismo. Mi aliento parecía una cuerda recién pulsada. Ella estaba tranquila.
Su torso navegaba entre las sábanas blancas. Su cabello negro, largo, derramado
en la almohada, indicaba un nuevo camino a seguir. Pero me mantuve inmóvil.
Pensé, absurdamente, en mi departamento, a pocos metros de distancia, con el
desorden de libros, papeles y vasos; un desorden que me daba seguridad. En
cambio, en el ámbito de ella cada objeto tenía su lugar, cada espacio parecía
haber sido planificado. Un aliento frío recorrió la habitación. Vi, con placer
y sorpresa, cómo se erizaba la piel de su espalda. Ella percibió ese
descubrimiento como una transgresión, algo fuera de la ruta planeada y se
levantó de la cama. Sus primeros pasos, calculados, fueron un intento por
recuperar su inicial extrañeza. Sin embargo, para mí, cualquier aspecto suyo,
cualquier interacción con su mundo, era algo nuevo. La línea de sus nalgas, las
caderas afiladas, el torso largo y el cuello frágil. Si la ciudad fuera un
puerto ella sería la mujer de un pescador insomne que lanza, todas las noches,
sus redes sabiendo de antemano que sólo obtendrá restos, basura, piedras
grises. Ella, aún desnuda, bebió un vaso de agua. Al dejar el vaso en el buró
una gota descendió de la orilla redonda, corrió como una lágrima y se fundió en
la transparencia del cristal y de la noche.
***
Iniciamos otra partida de dominó. Es el último día de septiembre.
Nuestros ojos se agrandan achispados por el alcohol. En un rato tendremos que
salir en busca de otra botella. No será tan fácil. Necesitaremos juntar
monedas, apilarlas con avaricia en la mesa para contarlas. Un peso, dos pesos,
cincuenta centavos. Cualquier moneda servirá. Las fichas parecen saltar, ansiosas,
entre nuestros dedos; los números avanzan vertiginosamente y el juego crea un
laberinto sobre la mesa, pasillos angostos, filas que se alargan como voraces
insectos. Transcurre una ronda. Jonás gana. Devolvemos las fichas sobrantes.
Apenas festeja, concentrado en la codicia del alcohol, en hacerlo rendir lo
suficiente. Las manos comienzan a entumecerse. Es agradable perder el control,
aumentar progresivamente de velocidad hasta creer que es posible todo. Por eso
los insultos, las risas ardientes que hienden la oscuridad, el odio caldeado en
cada respiración, en cada plan que se nos ocurre para conseguir dinero fácil.
El gobierno nos va desmembrando, nos conduce a la primera edad del mundo, una
edad en la que los desposeídos recorren las calles para medrar comida, algún
beneficio. Nuestras casas son cuevas impregnadas de desesperanza. Hay que
racionar la comida, robar electricidad y lucrar con la lástima de los vecinos.
El ron, al fin, se acaba. Nos queda, como inútil consuelo, un
aliento dulzón al fondo de los vasos. Se enturbia la borrachera. El murciélago
estilizado de la etiqueta parece mirarnos con sorna. El juego se interrumpe al
igual que la última canción en la grabadora. Me quedo en silencio, abstraído,
inmóvil. Jonás mezcla las fichas de dominó, pero no se atreve a repartir su
próximo juego. Roberto congela un gesto y, después, alza la mirada. Me
pregunta: “Ezequiel, ¿cuánto tienes?”. Como respuesta vacío mis bolsillos y
dejo sobre la mesa una pila irregular de monedas. Jonás hace lo mismo. Juntamos
el dinero y lo contamos con torpeza. Jonás dice que tiene una provisión extra
de Coca Cola en casa de una tía. Eso hará rendir del dinero. “Jonás, chingaos,
pues en estas emergencias hasta es prescindible el refresco”, dice Roberto.
Enseña sus dientes amarillos bajo sus ralos bigotes. “Bueno, creo que alcanza,
vamos a la tienda”, digo.
Salimos a la calle. Jonás nos muestra su Datsun modelo 84 color
blanco. Tiene rota una ventanilla y dos llantas están ponchadas. Malas hierbas
anidan en la defensa delantera, entre óxido y pintura resquebrajada. Un rosario
cuelga del espejo retrovisor. Él, entre risas, informa que el auto casi no
tiene frenos. Caminamos entre piedras y excrementos de perros. Las lluvias
recientes humedecen el asfalto que aún no ha desaparecido y lo vuelven un
espejo que refleja la luz de un par de postes. Hace un poco de frío. La
borrachera se apacigua un poco. Roberto, en estos casos, toma el papel de
general y habla para que no disminuya el coraje, el ansia de sentirnos vivos.
“Pinche tienda, queda bien lejos”, dice mientras evade un charco. “A ver cuándo
abren una tienda por acá”. Su regordeta figura se bambolea en la penumbra. La
tienda está cerca de un conjunto de edificios. Abrimos un poco las bocas. El
siseo de los grillos reverbera. Boqueamos como peces en busca de un imaginario
trago de ron. Se escuchan los ladridos que, en estas noches, se convierten en
música de fondo, el último detonante para la adrenalina. Mientras caminamos
fantaseo con descubrirme de pronto cadáver y así saber que, por fin, quedarán
atrás las preocupaciones. Adiós mundo cruel, ya nada importa. En el más allá no
recordaré el rostro de mi mujer y, por lo tanto, no tendré remordimientos.
¿Dónde estaremos en unos años? ¿Hasta cuándo aguantaremos tanta inmundicia?
(Continuará)
*Alejandro Badillo. (Ciudad de
México, 1977) Es autor de los libros de cuento Ella sigue
dormida (Tierra Adentro), La herrumbre y las huellas
(Eeyc), Vidas volátiles (BUAP), Tolvaneras (SC Puebla), El clan de los estetas
(Universidad Veracruzana. Premio Nacional de Narrativa Mariano Azuela) y las
novelas La mujer de los macacos (Libros Magenta)
y Por una cabeza (Premio Nacional de
Novela Breve Amado Nervo). Ha participado en publicaciones como Luvina, GQ,
Letras Libres y el suplemento “Confabulario” de El Universal. Colaborador de la
revista Crítica y exbecario del Fonca. Ha sido antologado en diversas
compilaciones de minificción.
Hay gente que espera a la lluvia*
Al final del excesivo día,
todos bebemos de las sombras,
conspiramos como murciélagos
anhelando el misterio de la noche.
Hay gente que espera a la lluvia,
sin preguntas, sin horizontes,
solo por ver las gotas caer
y sentirlas sobre sus mejillas.
Al final de los orgasmos,
todos cedemos a una pequeña muerte,
sudamos una piel imperceptible
bajo esa otra piel que es anatema.
Hay gente que espera a la lluvia,
sin idolatrías, sin sacrificios,
solo un mito de agua vertical
humedeciendo sus rostros intangibles.
Al final de los caminos,
todos ensayamos una respuesta,
calculamos el tiempo trascurrido
como una clepsidra de sangre vieja.
Hay gente que espera a la lluvia,
sin compromiso, pero con valentía,
solo para sentirse nuevamente viva
y no diluirse, en la huella de las lágrimas.
- 2018 -
MI ABUELA HABLA DE LOS
HOMBRES CASADOS*
La locura le había dado a mi abuela una notable agudeza para
profundizar en las cuestiones de la vida. Ella, que siempre había hablado de la
vida con la jactancia de los que presumían haberla recorrido de cabo a rabo,
pero con la frente bien alta y los ojos
muy abiertos, ahora daba la impresión de estar preparada para husmear en los
vericuetos, nadar en los pliegues ocultos, desafiar los abismos chiquitos y
ruinosos de la vida. Así fue cómo, entre su extravío mental y su agudeza,
empezó a hablar de los hombres casados. Y lo hacía partiendo de la base que los
hombres formaban una raza aparte relacionada con un aspecto del mundo merecedor
de nuestra atención y de nuestro implacable estudio.
Hay hombres casados por todas partes. Van
aquí, allá, se alejan de sus casas incluso muchos kilómetros, parecen
sueltos, pero sin embargo todos están unidos por lazos invisibles que los
reúnen en una cofradía poderosa y secreta. Por la época en la que mi abuela se
dedicó exclusivamente a hablar de los hombres casados hubo que aguantarle sus
delirios y exageraciones. Según ella misma lo aseguraba estaba adiestrándome a mí en el oficio de vivir en el que ni los
accidentes callejeros, ni los traficantes de drogas ni los gérmenes patógenos y
ni siquiera los comunistas constituían un peligro mayor que los hombres
casados. Un hombre casado era algo más que un simple ser humano, al que una
apetencia puramente carnal había conducido a una oficina pública a firmar un
papel que lo autorizaba, e incluso obligaba, a vivir bajo el mismo techo con
una mujer. Un hombre casado constituía una especie aparte, había evolucionado
en línea directa del mono con mayor rapidez y, por lo tanto, ponía en peligro
de extinción a las otras especies. Un hombre casado podía confundirse a simple
vista con otro, podía jugar póquer con sus amigos o ir a pescar o comportarse
correctamente en situaciones inusuales, pero en el fondo bajo la mirada
iniciada de una mujer inteligente tal confusión desaparecía. Mi abuela quiso
volverme experta en este asunto de identificar a simple vista hombres casados y
yo traté de contentarla, admitiendo que al empezar a practicar en esta clase de
reconocimiento, sin querer me estaba entrenando para un futuro poco prometedor.
Con la intención de informarme, la mejor manera que mi abuela halló
fue su típico método de contar historias. Claro que aunque del único hombre
casado del que se encontraba en condiciones de hablar a ciencia cierta era de
mi abuelo, ella consideró que sería mucho más ilustrativo hablar de los casados
con otras mujeres. De esta forma conocí los pormenores, la vida y milagro del
vecindario presente y pasado. La galería de personajes masculinos que una vez
en su existencia habían firmado una libreta en el registro civil, amenazaba con
ser inacabable. Las historias se parecían entre sí por las mentiras, el
ocultamiento y el famoso triángulo. De todas las formas geométricas existentes,
la triangular le hacía a mi pobre abuela brillar los ojos. Una de las historias
más repetidas que, por supuesto, mi abuela contaba una y otra vez fue la del
repartidor de leche. Era un triángulo cuadrangular debido a que la mujer en cuestión también
estaba casada. El repartidor de leche, de tanto andar oliendo las intimidades
hogareñas al entrar en la cocina y dejar su producto, se había vuelto
insaciable. A mi abuela le encantaba repetir la palabra “insaciable”. No llegué
a saber los nombres de las mujeres que ocuparon los dos vértices del
triángulo y no quise averiguarlo, porque
era muy posible que mi abuela, en su avanzado estado de locura, confundiera los
nombres y las circunstancias y, según ella insistía, lo verdaderamente
importante era lo ejemplar del asunto. Por desgracia no en todos los casos el
desenlace de las historias encerraba alguna lección o moraleja. Mi abuela citó
innumerables ejemplos: el casado que se apaña con la vecina, el que hace
gimnasia en el parque y mira mucho, el que dice que se marea y se apoya sobre
el cuerpo descuidado de la mujer ajena, el que ronda las salidas de los
colegios secundarios, el que no disimula su traición, el que la disimula hasta
sus últimas consecuencias, etcétera. En fin, una gama variada y completa que
ella gustaba condimentar con refranes más o menos mal aprendidos, tales como:
“El casado, casa ajena pretende”, “Más vale viuda en casa, que casado en el
bar”, “El buey bien acompañado, mal se lame” y otros por el estilo. En muchas
oportunidades, las historias se interrumpían sin razón, entonces yo me quedaba
confusa y la cabeza no dejaba de buscar un final adecuado. Sucedía lo mismo en el
teleteatro de la tarde que tía Margarita veía de lunes a viernes y que le
dejaba un feo malestar durante el fin de semana. A manera de aprendizaje yo
tomé la precaución de no inquietarme demasiado por el final de esas historias.
La vida no era más prolija que la manera de contar de mi abuela. Y, por lo
supuesto, tampoco lo eran las telenovelas de la televisión.
Hombres casados –murmuraba mi abuela -mascullando y reflexionando
al mismo tiempo- hombres que se marchan amablemente de las casas de mujeres que
viven solas o a las que ellos mismos conducen a la soledad dándoles a entender,
con ese farsante aire metafísico que han aprendido a simular, que su mujer no
los comprende y que aseguran que están a punto de separarse, que se encuentran
en un tris de ver hundirse su hogar en las Tinieblas. Hombres de bigotitos
absurdos que vaya a saber por qué deciden dejarse crecer alguna vez,
bigotitos que llevan con cierta devoción
o resignación, como si estuvieran
cumpliendo una promesa, pero que están allí para ocultar alguna cicatriz, algún
rasgo desagradable o un lunar velludo. Bigotitos que ocultan y que son el
emblema de su carácter, la metáfora de su personalidad. Es imposible imaginar
qué sería de sus caras sin esos bigotitos. Hombres a secas con actitudes dañinas
y uñas con barniz suavecito, fanáticos del deporte, deseosos de que su esposa
haga cursos de manualidades o visite a los parientes lejanos para conseguir sus
escapadas. Viven inquietos, sus vidas están llenas de frunces y dobleces y
hasta hay que creer que se apasionan más por el peligro que por la mujer que
contribuye a hacer desapacibles sus vidas. Eligieron la infidelidad porque ser
agentes de contraespionaje les quedaba grande. Hombres cobardes que sufren
mirando el reloj, con un pie aquí y una bragueta allá, hombres de buena
memoria, amantes de un peligro pichulero en el que no se arriesga el pellejo
sino el statu quo. Añoradores del tiempo del noviazgo eternizado
fraudulentamente. Traidores del hogar, apátridas del fuego de la hornalla,
mentirosos de entre sábanas, desamoríos muertos. ¡Desgraciados!
El tema de los hombres casados obsesionó a mi abuela. Al principio
doña Pepa supuso que no estaba del todo mal, ya que era un modo de reflexión
que le estimulaba el funcionamiento de la sesera y lucía bien ya que mi abuela
hablaba enfervorizadamente, lo que estaba a tono con los tiempos políticos que
corrían, Claro que tanto a mi abuela como a tía Margarita y a mí, semejante
obsesión con un solo tema nos parecía un
poco exagerado, y por demás rencoroso, tratándose de una reflexión bastante
oscura que, al fin de cuentas, rondaba
una cuestión que no la afectaba a ella directamente. Cuando mi abuela
empezó a despotricar y discursear sobre este asunto lo hizo con relativa
discreción. Su voz se apagaba y se irritaba a medida que el rezongo se
prolongaba en el tiempo, aunque
manteniendo siempre un ritmo parejo. Después, cuando su voz se alzaba junto con
su dedo admonitorio para realzar lo que sus palabras indicaban, es decir,
cuando pretendía convencernos de que los hombres casados eran la peor plaga que
azotaba al planeta y la maldición primordial del mundo, nos preocupamos
sinceramente. Doña Pepa descartó sus ilusiones de una mejoría y predijo lo
contrario. Entonces tratamos de explicarle a mi abuela que un hombre casado
también era un ser humano, que había nacido de un vientre de madre, que era
padre de sus hijos, por lo tanto merecía como cualquiera una segunda
oportunidad, algún perdón o una actitud piadosa. No sólo fueron inútiles
nuestros pedidos de clemencia sino que recrudecieron su furia. Quisimos darle a
entender que casarse o descasarse podía ser un percance, un error en la vida de
cualquiera y tanto era así de no tan grave que en muchos países, sin ir más
lejos en el Uruguay, existía el divorcio. A mi abuela, escuchar la palabra
“divorcio” la trastornó del todo. Sin otro remedio, al final optamos por
ignorarla de una buena vez y dejar que anduviera si quería con su tema de
hombres casados a cuestas de un lado a otro del patio. Sí a ella le gustaba, sí
le hacía bien, si...digamos, no la escuchaba ningún vecino con la conciencia
sucia. ¡Allá ella!
-Blogs de Irma Verolín
ESTACIÓN DE LA PASIÓN*
“Y después de hacer todo lo que hacen, se levantan, se bañan, se
entalcan, se perfuman, se peinan,
se visten, y así progresivamente van volviendo a ser lo que no
son”.
Julio Cortázar
Solo es un permanecer. Una caída. Un desprendimiento de enero.
No creen en Dios. Ni en dioses. Solo, adioses.
Sin embargo, todos los días, todos, suben al Gólgota.
Fascinación y rechazo. Amor y odio. Fidelidad y traición.
ESTACIÓN DEL ESTUPOR
Y porque están cerca y es la hora.
Conjugar la ceremonia de la vida. En segunda persona.
Pasión y goce. Dolor en frutal incandescencia. Estupor.
Ah, viejas lagunas embrujadas. Ha llegado el sediento.
ESTACIÓN DEL ESPEJO
Un gemido les llama. Un temblor. Una llaga abierta.
No hay mejor espejo que la piel encrespada, las olas y los vientos.
Vestidos de soledad, se acercan.
Son los mismos de siempre. Diferentes.
ESTACIÓN DEL ENCUENTRO
Todos los días, todos, bajan del Gólgota.
Los cuerpos se adivinan. Torpemente se encuentran.
Desde el lago sublunar de la patria. Vuelven.
Blanca sábana lino. Abren los brazos. Y allí quedan.
*
Cuidar que nuestra vida sea de verdad vida intensa
para que no sea tragada por la gran boca de lo homogéneo.
Inventren
KronoX *
Las generaciones futuras no recordarán mi nombre (y en el fondo,
quizá sea mejor así), pero yo inventé una máquina del tiempo (a esta altura,
utilizar el artículo la sería –probablemente- inexacto. Y algo pedante por mi
parte). Por otra parte, esta denominación –máquina del tiempo- quizá tampoco
sea del todo correcta. El lector juzgará una vez conozca los hechos. Sin más
preámbulos, procedo a relatar la historia.
Mi pretensión, en pocas palabras, era crear un nuevo software,
capaz de recrear el pasado y actuar sobre él. Sólo virtualmente, claro (o eso
me decía a mí mismo, pero la esperanza, esa maldita…). Tardé años en definirlo,
en atreverme a postular una ecuación irresoluble. En el transcurso de mis
investigaciones hubo altibajos. Tan pronto creía haber hecho un descubrimiento
asombroso, como me abandonaba a la desesperación por no sentirme preparado para
llevar a cabo tan magna empresa. Una de esas veces, en medio de la fiebre
nocturna, producto, sin duda, de una indigestión, soñé o imaginé que el viaje
podría ser real y tener lugar en un único sentido –al pasado- y sólo una vez.
Es decir: sin regreso.
Al día siguiente, sin embargo, no me atreví a reírme de tal disparate.
Algo había en mi planteamiento –algo que no era capaz de recordar y, no
obstante, me corroía por dentro. Aun así, no quise pensar más en ello: Tener
una única oportunidad me pareció estadísticamente arriesgado. Ese fue un
inconveniente que no supe solventar en la vigilia. El desánimo de esas horas
posteriores estuvo cerca de hacerme desistir. Luego, pensé que no tenía derecho
a renunciar. Tal vez con base en mi proyecto, me dije, alguien conseguiría
solucionar ese defecto formal. (Entonces era joven e irresponsable. Lo sé
ahora. Sólo descubrimos eso cuando ya es tarde. Un motivo más para implicarse
en la invención de mi máquina).
Pero la amargura no desapareció. Durante unos meses, el vodka y los
antidepresivos fueron mis más cercanos compañeros. Con ayuda de una mujer cuyo
nombre y rostro (me avergüenza confesarlo) se mezclan en mi memoria con otros
muchos nombres y rostros, de otras muchas mujeres, todas ellas memorables sin
duda, conseguí salir de ese vil estado y retomar mi trabajo.
Comento ahora otro punto sobre el que medité mucho: El ser humano
es capaz de darle un mal uso al mejor de los inventos, es sabido. La Historia
lo atestigua sobradamente. ¿Debería eso detenerme? La respuesta lógica,
racional (más aún si lo pienso ahora, cuando ya nada tiene remedio), hubiera
sido: SÍ. Pero el deseo del inventor es impermeable a razones que le alejen de
su objetivo. De nada sirve pensar en Hiroshima.
Así pues, emprendí la tarea. Fueron años de caos, esfuerzo,
dedicación, fiebre, noches en vela, soledad (porque hube de alejarme de todo
cuanto pudiese distraerme de mi meta), multitud de preguntas cuya respuesta
sabía informulable, fracasos, depresión y cansancio. Pero lo logré.
Antes de continuar escribiendo este relato de los hechos –o
cualquier otro, en cualquier otro lugar-, debería hablarles de la máquina,
detallar su funcionamiento, explicar las fases de su construcción… Pero no lo
haré. No sé si esta omisión es una especie de escudo ante mi mala conciencia,
aunque de sobra sé –ahora- que nada me justifica. Esta narración sólo es
informativa. Ni espero ni deseo ser perdonado o comprendido. El perdón o
incluso la tolerancia ante mis actos, lo confieso, me parecería injusta.
Voy pues, a los hechos: El día señalado llegó. El momento
definitivo –eso creía yo en mi ingenuidad. Me coloqué el casco, programé una
fecha y un lugar y presioné el botón Play.
Ese instante se eternizó. Cerré los ojos, asustado, esperanzado,
ansioso. Muchas imágenes pasaron por mi cabeza. Muchas posibilidades
entrecruzándose, como trenes en la estación de una metrópoli. Respiré hondo y
abrí los ojos.
Había funcionado.
Estaba en el lugar y tiempo programados. Con precisión
cronométrica. Para esta primera prueba, es obvio, había buscado una fecha lo
más próxima posible y un lugar conocido: El día de ayer, en mi taller. En la
pared oriental, el reloj marcaba la hora exacta que yo había previsto. Podía
moverme, tocar los objetos (el tacto de la mesa me resultó extraño, como si en
lugar de madera se tratase de plástico o algún material sintético), oír los
sonidos provenientes de afuera. También sentía los diferentes olores. Sopesé
tomar un trago de agua; la botella estaba ahí, sobre la nevera. Pero no me
atreví. El deseo fue más débil que el miedo. No sabía qué podría ocurrir
(Durante la ejecución del programa, uno no es consciente de estar viviendo una
simulación. Esa agua, para mí, era real. Pensé que beber de ella podría
acarrearme algún efecto secundario indeseado). Sólo fue un acto instintivo,
irracional. Seguí moviéndome por la sala. Reconociendo los objetos. Algunos de
ellos estaban marcados (para comprobar si la simulación funcionaba, había
señalado con tiza roja algunas cosas y luego las había cambiado de sitio) y
ocupaban el lugar donde ayer mismo habían estado. Lo maravilloso era la sensación
de realidad. Me asomé a la ventanita y pude contemplar el paisaje ya conocido,
sólo un poco ensombrecido por las nubes (ayer estuvo nublado todo el día,
aunque no llovió), pero tan nítido como en cualquier otro momento. Después de
un rato dando vueltas por toda la habitación, satisfecho y moderadamente feliz,
decidí regresar (por así decirlo).
Me quité el casco, abrí los ojos. Fui a la nevera y descorché la
botella de champán. Es triste beber solo, ya se dijo. Pero me sentía eufórico.
A la embriaguez por el descubrimiento, se unió la otra, más concreta: la
etílica. Terminé tirado en el sofá, en una posición ridícula e incómoda. En
medio de la exaltación y las burbujas, yo tenía un algo removiéndose en mis
entrañas y no sabía qué. Lo achaqué a la emoción del momento y me dormí,
entreviendo con detalle una sala de variedades parisina que jamás había
visitado.
Repetí el experimento varias veces, siempre satisfactoriamente. Al
principio fueron “viajes” (los llamo así porque no se me ocurre otra manera mejor)
cortos: Unos pocos días atrás, lugares cercanos. Como si esa prudencia fuese
necesaria. Como temiendo perderme y previniendo ese azar mediante la proximidad
geográfica y temporal. Poco a poco, previsiblemente, extendí el campo de mi
experimento. Quise ir cada vez más lejos, tanto en el espacio como en el
tiempo. Visité (¿de qué otro modo llamarlo?) Rosario a finales del siglo XX,
cuando el Museo de Arte Contemporáneo todavía no estaba ahí. Cuanto más lejos
iba, más extraña era la sensación que experimentaba dentro de esa realidad
virtual. Cada una de estas recreaciones era como una victoria. ¿Una victoria
sobre el tiempo? Creo que mi vanidad no era tanta. Más bien me sentía un
jugador inmerso en una partida que no terminaba de comprender. Y ganaba siempre.
Embriagado por el éxito, me planteé retos cada vez más difíciles. Fui a Mendoza
meses antes de la construcción del Arco del Desaguadero. Y en efecto, no
estaba. A Buenos Aires hacia finales del siglo XIX, cuando aún no existía la
Avenida de Mayo.
Yo esperaba que al irme alejando en el tiempo, y teniendo en cuenta
que los datos suministrados al programa eran, en muchos casos, fotos en sepia y
documentos sacados de archivos municipales, no del todo bien administrados –es
el caso decirlo-, los objetos, los lugares, irían perdiendo nitidez. Es decir:
Se verían como en esas fotos y esas descripciones. Pero (esto debió alertarme)
no era así en absoluto. Todo era como debió ser en realidad. Algunos edificios,
algunas esculturas, hoy corroídos por la erosión implacable, se veían nuevos,
radiantes, en la recreación. Mi juguete cada vez me emocionaba más.
Una tarde de 1876 me encontré paseando por Barcelona. La Sagrada
Familia aún era un proyecto en la mente del gran Gaudí. También me aventuré en
París, en New York, en Londres, siempre buscando fechas anteriores a la
construcción de edificios o monumentos emblemáticos, sólo por el placer de ver
cómo fue aquello antes de ser como es ahora (si es que aún puedo pronunciar la
palabra ahora sin cometer un terrible anacronismo). Mi ambición me llevó a
Granada en el siglo XII, Pisa en el XI y hasta la China anterior a la Gran
Muralla. Me sentí colmado. Salí del taller y me di cuenta de que llevaba allí
encerrado más de un mes, comiendo mal y durmiendo peor. Pero era feliz.
Decidí dejar de lado mi pasatiempo, al menos durante unas semanas.
Ver a unos pocos amigos, salir con una mujer, distraerme. Fue en vano: Dos días
más tarde estaba de nuevo sentado en el sillón de terciopelo rojo, con el casco
en mi cabeza y viviendo momentos de otro siglo y otro lugar. Me había vuelto un
adicto.
Entonces recordé –cegado por la euforia, había llegado a perder de
vista el objetivo principal- el motivo que me empujó a emprender este proyecto.
Los hechos capitales en la vida de todo ser humano son pocos. El
descubrimiento del amor, la primera visión del mar, la pérdida de un ser
querido, un éxito de tipo deportivo o social… En la mía, el hecho trascendental
fue una despedida. Ocurrió en el año 1960, en la estación José Ramón Sojo,
cerca de Saladillo, en la provincia de Buenos Aires. Era invierno o así lo he
recordado siempre. Ahora ya no sé qué pensar. Ni sé si invierno y verano son
conceptos diferentes. Ella (una mujer, sí; no podía ser de otro modo. Ya lo
dijo Aristóteles) se llamaba Natalia y durante los cuatro años anteriores a ese
momento crucial había ocupado cada minuto de mi vida y también de mis
pensamientos. Por ello, su marcha me resultó inconcebible. Como un mal sueño
del que muy pronto iba a despertar. Desde entonces habían transcurrido más de
cuarenta años y la pesadilla continuaba.
Otro, tal vez, se hubiese abandonado a la locura. Yo, en cambio,
diseñé una máquina para reparar ese instante del pasado. Si se mira bien, quizá
ambas cosas vengan a ser equivalentes, después de todo. Ese fue, es preciso
contarlo –por más que la vergüenza me oprima al confesarlo-, el único objetivo
de mi invención.
Al pensar con espíritu crítico en ese olvido, no me fue difícil
llegar a la conclusión obvia: No es que hubiese olvidado el porqué del experimento.
Simplemente, había ido posponiendo el viaje importante. Por miedo, sin duda.
Tememos enfrentarnos a nuestros más fervientes deseos, casi tanto como desafiar
a nuestras fobias crónicas. Mientras visitaba otras ciudades y otras épocas
remotas, mientras me maravillaba ante la visión de lugares que ningún otro ser
humano vivo había podido contemplar, ese invierno de 1960 y esa estación casi
jubilada (un año después –si la palabra año todavía significa algo para mí-
dejó de utilizarse) estaban siempre ahí, esperándome. Como la musiquilla
pertinaz que siempre retorna y nos acompaña, sin que acertemos a recordar dónde
la oímos o a que hecho va asociada.
La partida de Natalia fue más dolorosa porque me quedó la sensación
de haber podido hacer algo para evitarla. No pensé entonces (lo repito, era
joven, era inexperto) que tal vez se fue solamente porque ya no encontraba
ningún aliciente en nuestra relación. Más bien creí que todo fue culpa mía y,
de haber actuado de otro modo, las cosas se hubieran arreglado y la tan amarga
separación nunca hubiese tenido lugar. Por eso, debía volver. Para saber.
Siempre queremos saber, encontrar una respuesta, aun cuando sepamos que ésta no
va a ser satisfactoria. Me obsesioné con esa idea en el pasado. Después no sé.
Quizá simplemente actuaba por inercia. O por obstinación.
Había llegado, pues, el momento: Con ansiedad, con temor, introduje
la fecha y las coordenadas de la estación. Pulsé el botón. Esperé. Abrí los
ojos. Natalia estaba a pocos pasos, mirándome, como extrañada.
Sentí que estaba de nuevo allí. Reviviendo –en toda su magnitud- el
momento atroz de la despedida. Me acerqué a ella, pronuncié algunas palabras
–imposible recordar cuáles desde este presente borroso, si presente es la
palabra, si recordar es el verbo-. Ella –igual que entonces- meneó la cabeza a
izquierda y derecha un par de veces. En sus ojos se apreciaba el dolor
producido por esa negativa inevitable. Regresé. Abatido, con el peso de los
muchos años transcurridos oprimiendo mi corazón. Desolado. Bebí, dormí. Después
amaneció y volví a intentarlo. El resultado fue idéntico. Aplaqué mi decepción
con otros viajes, pero cada mañana volvía a ese invierno, a esa estación, a
Natalia negando, al tren moviéndose, lento, sobre las vías, iniciando el viaje
sin retorno.
El dolor por esa separación multiplicada, no me dejó ver, al
principio, otro detalle más atroz. En alguna parte había leído que todo acto
conlleva consecuencias que ni alcanzamos a sospechar. Yo había actuado, sin
saberlo, de forma imprudente. Pronto iba a darme cuenta.
El primer indicio me causó perplejidad. Fue en una cafetería, a
media tarde. Estaba leyendo el periódico cuando mis ojos se posaron en una
imagen: Era París y el lugar de la Torre Eiffel estaba ocupado por un edificio
de ladrillo claro. Alrededor todo tenía unos colores mortecinos. Parpadeé un
par de veces, incrédulo. Examiné la foto con atención. No había dudas: Ése era
el sitio de la Torre y no estaba. Supuse que se trataba de una imagen trucada;
ahora todo el mundo maneja programas de retoque fotográfico. Pero ¿en el
diario? No me quedó otra que leer todo el artículo, para averiguar el motivo de
esa usurpación. En vano. No había allí la menor explicación. Me encogí de
hombros. Ni siquiera me dio por pensar que yo tuviese algo que ver con tal
misterio.
Unos días más tarde, escuché una conversación en el metro. Eran dos
hombres y hablaban en voz muy alta; era imposible sustraerse a sus palabras.
Todo el vagón fue testigo de la discusión. Ésta versaba sobre política y en
ella se mencionaba el nombre de algunos dirigentes de países vecinos. No
reconocí ni uno solo. Tampoco esto me pareció relevante, porque no suelo
prestar mucha atención a las noticias relacionadas con asuntos políticos. No
era extraña mi ignorancia acerca de tales nombres. Pero mentiría si afirmase
que ese desconocimiento no me causó cierto desasosiego. Podría ser simple
desidia, pero tal vez otra cosa. En mi estómago se cocía una verdad que no
estaba dispuesto a admitir sin resistencia.
El hecho definitivo, el que me abocó a esta sinrazón que hoy es mi
vida, fue algo en apariencia trivial: Marqué el número de mi amigo Celso, a
quien llevaba tiempo sin ver, y una voz agria me respondió que no había allí
nadie con ese nombre. Revisé mi agenda. Volví a marcar, uno a uno, los números
allí anotados. Con sumo cuidado, para no equivocarme. La misma voz. Esta vez
acompañó la negativa con un insulto. Desistí. Conjeturé un cambio de número,
nada más lógico. Llamé a información telefónica y pregunté: Nadie así llamado
tenía vinculado un número de teléfono en toda la ciudad, ni siquiera en la
provincia. ¿Deseaba consultar la guía nacional?, me preguntaron. En otras
circunstancias, me hubiese mostrado irónico y dudado de la eficiencia del
operador que me suministró la información, tal vez hubiera insistido o vuelto a
llamar, por ver si esta vez daba con un telefonista más eficaz. Pero de pronto,
la verdad me explotó en pleno rostro: En mi ventana, el paisaje no era el de
siempre. No supe precisar qué era, pero no hizo falta: Algo no era igual, algo
había cambiado. Las imágenes, las palabras, se agolparon en mi cabeza. Esta
realidad ¡cómo admitirlo! era otra.
Salí a la calle, poseído por la fiebre. A causa de mi despiste, no
me había dado cuenta antes, pero era cierto. Nada estaba en su lugar. Me
pregunté cómo, cuándo, qué… pero ni siquiera atinaba a formular las preguntas.
Todo era demasiado inverosímil. Un tipo que no reconocí me dio un abrazo en la
entrada a un pasaje que nunca había visto. En un cine daban Terciopelo azul,
pero en los carteles, el director no era David Lynch. Recorrí la ciudad hasta
el cansancio. Quizá era sólo eso lo que buscaba: Agotarme hasta caer rendido,
evitando así el caos reinante en mi mente.
Caminé y bebí. Hice preguntas estúpidas, sólo para comprobar que
las respuestas no eran las ya conocidas por mí. En algún momento quise creer
que todo era un complot de mis conciudadanos para volverme loco. Llegué a casa
-¿De verdad podía aún llamar casa a algún lugar?- y me dejé caer en el sofá.
La frontera entre el mundo virtual y el llamado, tal vez
erróneamente, real, es más fina de lo que jamás hubiésemos sospechado. Sabemos
que son posibles múltiples mundos virtuales, por así llamarlos. Pero nunca
imaginamos que pudiesen combinarse o invadir el mundo real. Yo ¡irresponsable!
lo había hecho. Al despertar lo vi claro. Cada recreación erigía una nueva
realidad -o una nueva ficción, ahora ambos términos vienen a ser sinónimos- y
yo iba saltando de una a otra sin percibirlo. Me pregunté si en verdad estaba
mirando el río desde mi ventana o permanecía sentado en el sillón, con el casco
puesto y buscando una salida.
Desde entonces –y ahora la palabra entonces ha perdido su
significado, lo mismo que la palabra ahora- vivo recreando esa escena ocurrida
en la estación, sin impaciencia, porque la verdad desplegada ante mis ojos –la
coexistencia de múltiples vidas (o reflejos)-, me dice que hay una esperanza. Y
sueño con Natalia cambiando ese gesto de negación. Sueño su sonrisa y su mano
aferrando la mía, sus palabras diciendo que todo es aún posible, sueño ese tren
partiendo sin ella…
Sólo una cosa me inquieta: Si eso llega a suceder, ¿Tendrá esa
Natalia algo que ver con la original? ¿Será la misma de quien tanto tiempo
estuve enamorado? Y yo mismo: ¿Quién soy? ¿De dónde vengo? ¿Soy acaso aquel que
sufrió la decepción y el abandono? ¿El autor de estas líneas? ¿La misma persona
que proyectó la máquina? ¿O sólo el fantasma de alguien, vagando por
dimensiones infinitas y haciéndose preguntas sin respuesta?
-Próximas estaciones de escritura:
JUAN ATUCHA.
–Por Ferrocarril Provincial-
Próximas estaciones en el
Ferrocarril Provincial
JUAN TRONCONI. CARLOS BEGUERIE. FUNKE.
LOS EUCALIPTOS. FRANCISCO A.
BERRA.
ESTACIÓN GOYENECHE. GOBERNADOR UDAONDO. LOMA VERDE.
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN. GOBERNADOR DE SAN JUAN
RUPERTO GODOY. GOBERNADOR OBLIGADO.
ESTACIÓN DOYHENARD. ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA. D. SÁEZ.
J. R. MORENO. EMPALME
ETCHEVERRY.
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY. LISANDRO OLMOS. INGENIERO VILLANUEVA. ARANA.
GOBERNADOR GARCIA.
LA PLATA.
***
Km 55
-Por Ferrocarril Midland
Próximas estaciones en el Ferrocarril Midland:
ELÍAS ROMERO. KM. 38.
MARINOS DEL CRUCERO GENERAL BELGRANO.
LIBERTAD.
MERLO GÓMEZ.
RAFAEL CASTILLO. ISIDRO
CASANOVA. JUSTO VILLEGAS.
JOSÉ INGENIEROS. MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE. ALDO BONZI.
KM 12. LA SALADA.
INGENIERO BUDGE. VILLA FIORITO. VILLA CARAZA. VILLA DIAMANTE.
PUENTE ALSINA. INTERCAMBIO MIDLAND.
InventivaSocial
Plaza virtual de escritura
-Editor responsable: Lic. Eduardo Francisco
Coiro.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.