*Foto de Karina Giglio.
*
Quién pudiera
conocer
el corazón alado de las cosas
y comprendiera
la blanda sumisión con que se rinde
a las leyes del tiempo y la materia.
¿Será acaso más feliz?
¿Será más noble
la caída hacia el centro de la tierra
cuando recuerde
el nombre exacto de su nombre
y se sepa aire, barro, piedra?
EL CORAZÓN ALADO DE LAS COSAS…
Subida al techo*
Lástima el que sube
y desde el ojo se le baja el dolor en forma de agua
o se congela.
Y abajo del hielo duermen
los antepasados,
las contradicciones adentro de la casa.
Lástima el que sube
y no sabe qué quieren decir
las cosas
y advierte
que le han mentido.
Un mundo erróneo. Lástima
la confusión del frío y esas palabras
endurecidas
que lo miran.
Lástima el que sube a ese lugar donde lo sagrado
brilla por su ausencia.
-Poema del libro Cazadores en la nieve.
Editorial La letra Eme.
Buenos Aires, 2014
El último día de
septiembre*
(Parte 3 de 10)
Quiero preguntarte algo, le dijo él. ¿Qué? Ella se irguió entre las
sábanas e inclinó el cuello hacia atrás. Una gota de luz se derramó en sus
labios. ¿A dónde vas en las mañanas? ¿Por qué te interesa? Ella se recargó en
la cabecera de la cama. Digamos que he elaborado demasiadas teorías al
respecto. ¿Y cuáles son? Creo que vas a la universidad, que eres una alumna
aplicada. También trabajas en unas oficinas o eres dueña de un próspero
negocio. Podría ser. Pero no veo cuadernos en tu habitación y apenas hay
libros. Entonces la primera teoría se desvanece. Bueno, es que no tengo mucho
viviendo aquí. Los libros están en casa de mis padres. Además, ahora puedes
conseguir mucha bibliografía en línea. Entonces, ¿vas a la universidad? En
Navidad iré a visitar a mis padres y traeré libros para impresionarte. ¿Dónde
viven? En Mérida. Queda muy lejos. Se mantuvieron en silencio, un poco
exhaustos por las palabras y por el deseo. Miraron sus cuerpos desnudos como si
calcularan en secreto las horas de viaje hasta la ciudad blanca, sometida a
interminables oleadas de calor y humedad. Ella esbozó una sonrisa. R intentó un
nuevo acoso moviendo la mano derecha bajo las sábanas. Quería tocar de nuevo su
piel. En el buró, a un lado de una revisa de modas, languidecía una taza con
restos de café, evidencia de la noche anterior y, quizás, testigo de un
persistente insomnio. Él acometió de nuevo: ¿Qué tipo de libros? Libros de historia,
algunas novelas, biografías. ¿Qué carrera estudias? Las sábanas y los blancos
relieves enmarcaban su cintura. La disposición de las manos sobre sus muslos la
había parecer una diosa antigua, protectora de los faltos de amor, de los que
miran con tristeza los aparadores en un domingo. Déjame adivinar. R se acercó.
¿Antropología? ¿Sociología? ¿Humanidades? Ella pensó quiero que me preguntes
más, que te acerques más para oler tu cuello y jugar de nuevo con tus orejas.
No quiero que sea todo tan fácil. Puedo ser una universitaria o alguien que
busca trabajo sin conseguirlo. Puedo ser muchas cosas, puedo tener una
profesión distinta cada día de la semana. Te contaré que ando sin rumbo por las
calles o que soy heredera de una fortuna que aún no recibo y por eso cultivo la
ociosidad, la displicencia, gastar el tiempo mirando un candelabro en una
tienda de antigüedades, hacer viajes inútiles en el camión hasta que el chofer
me reconozca e intente averiguar mi nombre. Todas las mañanas hay un pretexto
nuevo para perder el tiempo, para sacar copias a libros que apenas hojearé y
que acumularé en este librero recién comprado. R miró una muñeca de porcelana,
un juego de té que parecía nuevo. No quiso insistir más: había perdido una
batalla pero no la guerra. Prefirió concentrarse en lo sensorial, en la piel de
ella que estaba a pocos centímetros de distancia y que, a su manera, remedaba
el calor de las calles de Mérida, la leve humedad que envolvía toda la
habitación. R desconocía esa ciudad. Por primera vez se arrepintió de su fobia
a los viajes. Trató de imaginar Mérida, a paseantes en un malecón lleno de luz,
mujeres bajo tejados rojos abanicándose, barcos hundidos en la molicie y
rodeados por nubes de mosquitos. Está bien, no me digas si estudias la
universidad, mejor cuéntame de Mérida. Ella lo miró con picardía, como si todo
lo anterior, como si toda su historia, fuera una mentira. Prefiero contarte de
mi vida en Mérida. Cuando era niña me gustaba entrar a las iglesias. También el
olor del romero en la cocina y una palmera que podía ver desde mi habitación.
Me gustaban los perfumes de mi madre que exploraba en secreto. Era lindo
imaginar que algún día escogería mis propias esencias, mis vestidos, mis
zapatos. R quiso unir el niño que había sido con el recuerdo apenas esbozado de
ella. Había un brillo apagado en sus ojos y su cuerpo, por un momento, pareció
ir en retirada, como si de pronto se sintiera demasiado expuesto, en la primera
línea de batalla. R quiso encontrar elementos comunes entre la ciudad de México
y Mérida. Pronto abandonó la idea y se dedicó a alimentar el coqueteo lento y
sostenido. La ruta de septiembre, atemporal y uniforme, se concentró en el
cuarto.
***
“…comienza el regreso al pasado. Una flor de cortesía en la
almohada. Ignorar los nombres de las calles. Mirar como objetos extraños las
revistas en los escaparates. Es tan fácil identificar el color de las paredes,
relacionar una moneda con algún recuerdo de la infancia. Nos movemos en
estanques, en habitaciones que son preguntas, partituras dejadas en la arena,
reliquias en una casa vacía”. R dejó la pluma. Contempló lo escrito. Le
disgustaba su letra; era, a su juicio, demasiado seria, como la caligrafía que
se usa para llenar formatos legales. Se prometió intentar el caos en su letra:
la inercia de una vocal a medio terminar, un jirón de tinta al final de una
palabra imitando el agua derramada de un vaso; una frase que invade un renglón
ajeno, como alguien que ha perdido la memoria y se interna por un callejón
desconocido. ¿Qué haría con los textos escritos? No eran muchos. Estaban en un
fólder que guardaba bajo la cama. Le gustaba pensar que nadie se enteraría de
su afición a la escritura, ni siquiera ella. Confiaba en reconocer la hora
final, el momento de interrumpir los textos y saber que no continuaría.
Entonces subiría al techo del edificio y le prendería fuego a todos esos
papeles. La lumbre, el diminuto amarillo, sería un punto más en la ciudad, una
referencia anónima devorada por el resplandor de las calles, una estrella
volátil que pronto se convertiría en ceniza.
Cortó la hoja de la libreta y la guardó en el fólder. Pensó en
ella, en que aún no sabía su nombre. Estaba bien así, era mejor permanecer
anónimos como los maniquíes de un centro comercial cuya distancia nunca se
acortará. Quizás en un par de meses ella se mude de nuevo y el departamento
volverá a su silencio habitual. Entonces inventará fantasmas para sentirse
acompañado los domingos por las noches cuando se asome por la ventana que da al
pasillo y encuentre las luces de enfrente apagadas. ¿Por qué nadie renta los
otros departamentos?
***
Después de hacer el amor le gusta permanecer en silencio. R guarda
la distancia. Imagina el cuerpo de ella como una gran ciudad en la que
confluyen muchos rostros, muchas voces. Hay calor en su aliento, como si fuera
una respuesta natural, una salida al fuego en su vientre, el fuego atávico que
tuvieron las primeras mujeres del mundo y que permitió la expansión del deseo.
Entonces ella mira las cortinas corridas y, por un momento, parece estar bajo
la influencia de una luz remota. Su cuerpo es una lámpara iluminando la
penumbra. Se vuelve débil, maleable. Sus ojos son materia pasiva, barro
esperando un poco de electricidad para adquirir nuevas propiedades. R se acerca
y mira sus pechos medio ocultos entre las sábanas, los pezones oscuros que
adquieren vida al primer contacto. Siente la piel de su espalda. La recorre con
un dedo provocando que ella cierre los ojos. Mientras pasan los minutos ganará
peso la somnolencia. Pero él no puede quedarse. Es parte de un pacto sin
palabras. Ella lo recibirá plena y ansiosa siempre y cuando abandone el
departamento antes del amanecer. Es como si subrayaran, inconscientemente, que
cada encuentro forma parte de una memoria efímera. Mañana recuperarán su papel
de desconocidos. Reiniciarán las dudas, la selección de las palabras y el gesto
de calculada sorpresa cuando ella abra su puerta y lo invite a pasar. Él
entrará al departamento y empezará a recordar. Pasará una mano por la colcha de
líneas blancas y azules como si intentara alertar a un animal dormido. Ella se
mirará un instante en el espejo. Más tarde, erecto, sobre ella, recobrará una
fuerza que creía perdida. La penetrará lentamente, como si tratara de descifrar
un mapa, un lenguaje suntuoso y olvidado. Pero la lascivia hará inútil
cualquier significado. Todo pertenecerá al ámbito de la imagen, de la piel que
pulsa y se estremece cuando ella lo obliga a apresurase. R se dará cuenta que
sólo puede estar ahí, testigo de un rito primitivo y sabio. Ella lo controla
todo. Él sólo aumentará la frecuencia de las embestidas. Ella gemirá, se
morderá los labios. Una pátina de sudor en su frente. Entonces, en el momento
del clímax, curvará su espalda como un pez sacado del agua, siguiendo la
inercia del último impulso vital.
La habitación se sumerge en el silencio. El mundo exterior parece
haber desaparecido. No hay autos, no hay perros, tampoco ese murmullo eléctrico
que parece venir de las luces de la calle. Los dos hablan poco, desnudos entre
las sábanas. R mira las hojas carcomidas de un calendario. Septiembre parece
demasiado largo, como si hubiera días extras en el calendario. En unas semanas
el clima será más frío y en las calles se podrán sentir los primeros anticipos del
invierno. Cada año el termómetro desciende un poco más. R le dice que le gusta
pensar en la ciudad presa de la nieve, recorrida por insólitas ventiscas que
escarchan los escaparates de las tiendas. Cambio climático, cosechas perdidas,
accidentes en las autopistas. Tal vez decida faltar algún día al trabajo. Las
calles de la ciudad, las banquetas, las plazas, se transformarán en un paisaje
agreste, primigenio, invadido de un resplandor desconcertante.
***
“Tiene que llenar estos formatos para completar el acta de
defunción de su madre. Aquí va la fecha de nacimiento. En este otro lugar la
dirección. También necesitamos una identificación para cotejar otros datos. Lo
esperamos para finalizar el trámite y pueda llevársela”. Miro la hoja y los
casilleros casi infinitos. Trato de pensar que estoy en otro lugar. Sin
embargo, hace unos momentos, en una habitación de paredes amarillas, muy cerca
de aquí, apenas unos metros, moriste. Casi no recuerdo la llegada de la
ambulancia y la prisa de los paramédicos por acabar el servicio y regresar a su
base. Te cobijaron con una manta plateada para que conservaras el calor. Aún
vivías. Eran tus últimas respiraciones. Cada latido costaba más trabajo. Te
bajaron en una camilla y en el proceso una de tus pantuflas acabó en el asfalto
mojado. La recogí mientras enfilaban a la recepción del hospital y después al
elevador. Es septiembre. Unos días después de tu cumpleaños. No supe qué
regalarte cuando te visité en tu casa y, mientras te escuchaba hablar del frío
que sentías en las madrugadas, miraba tus piernas demasiado delgadas, las
rodillas huesudas y sobresalientes, signos de la devastación que dejaba la
enfermedad y que marcaban una condena en tu rostro, profundizaban el gesto de
dolor que aparecía cuando te acostabas. Pero eso no importa o importará tiempo
después, cuando se cumpla el primer aniversario y empiecen a cobrar relevancia
los detalles: tu mirada perdida que busca una referencia antes de entrar en el
elevador rodeada por gente extraña; tu desesperación por no poder articular una
palabra, quizás mi nombre, el de mi padre o el de mi hermana. ¿Qué te puedo
dedicar en estos segundos? No puedo decir nada, ya no importa. No sé en dónde
estás. No sé si sigas ocupando tu memoria, si aún eres tú misma. Tu cuerpo está
en la habitación amarilla, solo, aún tibio, como si estuviera bajo el influjo
de un sueño profundo. Y no me atrevo a acercarme porque me da miedo tu
expresión vacía, tu quijada ya sin fuerzas, exhausta por tratar de pronunciar
una última palabra que pueda resumir los años que pasamos juntos. Pero la
muerte te rodea de silencio. Por eso, a pesar de que la enfermera me da
indicaciones para llenar tu acta de defunción, apenas la escucho. Hay un dolor
sordo que me mantiene inmóvil. No recuerdo las fechas que me piden, tampoco la
dirección de tu casa y apenas puedo copiar el número de tu tarjeta de
identificación. Quiero que alguien venga a ayudarme pero los demás están
ocupados. Hay un infierno en cada baldosa del piso, en cada gota de lluvia que
resbala por las ventanas de la habitación en la que estás y que abandonaremos
en unas horas para ir a un velatorio. Al fin alguien me ayuda y me dirijo al
pasillo, hago guardia en tu puerta como inútil vigía. Me siento en el piso y
junto mis manos. Parezco alguien que pide limosna a los pasillos vacíos, a las
lámparas cuya luz sucia despierta mosquitos. Hace unos meses vi cómo una
mancha, una opacidad, iba creciendo en tu pulmón derecho. Las radiografías eran
coqueteos con la muerte, testamentos apresurados y confusos. La palabra cáncer
aparecía en los diagnósticos como un susurro insistente. Varias dosis de
quimioterapia combatieron en tu cuerpo pero la enfermedad se filtró, célula por
célula, en tus venas. La maldad se multiplicó en una marea que comenzó a
erosionarte. ¿Cómo saberlo? ¿Cómo medir con precisión el tiempo que te quedaba?
Todo permanecía oculto bajo tu piel aunque cada día que pasaba era más evidente
tu derrota. Entonces supiste, de alguna forma, que el tiempo se te acababa. No
sé cuántas noches pensaste en tu pasado, si tuviste esperanza, si creíste que
todo era un sueño y que te levantarías sana, sin mácula. Ahora estoy en este
hospital, sin saber qué hacer, deseando que siga lloviendo o que deje de
llover, que pase septiembre y que al salir del hospital me encuentre en un
escenario futuro. Pero es septiembre, siempre es septiembre…
***
El gato curiosea por el quicio de una ventana. Sus ojos reflejan
luz extraviada de un auto. Cada uno de sus movimientos forma parte de una
coreografía antigua, precisa. Maúlla y sube por una barda. El gato, blanco y
negro, de mirada ámbar, se inclina, mueve la cabeza como si estuviera vigilando
a un enemigo invisible. R lo mira desde su departamento. Es el mismo gato que
se pasea por el pasillo en busca de la comida que ella le deja. Aparece casi
siempre en las mañanas, unos minutos antes de que ella salga. Después de
examinar las paredes y olfatear una planta de sombra, de hojas grandes y
lustrosas, se sienta sobre sus patas traseras. Entonces se abre la puerta y
ella le deja un pequeño plato repleto de croquetas. El gato mantiene su
distancia y espera, paciente, a que la puerta se cierre para comer con avidez.
R mira al animal y envidia su vida simple y, al mismo tiempo, llena de
peligros. Envidia su sabiduría escondida bajo el disfraz de la indiferencia y
el sueño. ¿Algún día adoptarás al gato? El café hierve. Después del amor,
mientras gana presencia la noche, acostumbran beber una taza de café, quizás
para conservarse lúcidos, no ceder a la somnolencia. Ella va a la estufa y
apaga la cafetera. Lo mira, abandonado en la cama, aún desnudo, inmóvil, como
los heridos después del combate, bajo los cuidados de la soledad y el tiempo.
Saca un par de tazas. Ya lo adopté, pero él no quiere entrar al departamento.
Quizás es porque aún no tiene nombre. R sonríe. Ella celebra su idea. Piensa en
nombres pero ninguno parece apropiado. ¿Cómo podría saberlo si nunca ha tenido
gatos? Ella acerca las tazas y las deja en el buró. Le da un beso en la frente.
Más tarde, en su departamento, R recordará un gato similar, visto en las calles
del centro de la ciudad, muchos años antes, cuando iba con sus compañeros de
universidad a buscar prostitutas. Se internaban en calles sucias, rincones
alejados de los turistas a pesar de la cercanía con la catedral y los museos
más visitados. Había que parecer solvente, con confianza, para no llamar la
atención de los ladrones que aprovechaban cualquier descuido para asaltar a los
incautos. Entraban a casas viejas, medio derruidas, con nichos abandonados y
musgo nutrido por la humedad de las paredes. Después de cruzar una puerta
angosta veían a las mujeres sentadas en sillas de plástico blanco, distribuidas
casi simétricamente en vestíbulos impregnados de olores penetrantes, con focos
que destilaban una luz verdosa, lenta. A veces R entraba a una habitación de la
casa con una mujer triste, oscura, de vientre flácido y pubis marchito. La
penetraba como quien gesta sin mucho convencimiento un acto mecánico. La mujer
rara vez hablaba. Sólo veía el techo. A veces acercaba sus manos a su cintura,
como queriendo apresurarlo. Después de eyacular en el preservativo, R se
sentaba en la cama y se vestía. La calle seguía inmersa en su vida cotidiana:
gritos de vendedores ambulantes, cláxones como gruñidos de animales, música
ensordecedora intentando atraer compradores. En una ocasión, antes de bajar las
escaleras de una de aquellas casas, mientras la prostituta se volvía a poner el
vestido entallado y dejaba listo el cuarto para otra, encontró un gato blanco
con negro, un poco gordo y de ojos amarillos. El gato lo miró desde la altura
de un barandal y lo siguió mientras llegaba al primer piso. Después desapareció
con la misma rapidez con la que se había presentado.
***
¿Cuánto tiempo viven los gatos? Ella sorbe su café y se sienta en
la cama. Si viven en la calle no pasan de diez años. ¿Por qué te interesan los
gatos? R intenta contarle la historia completa pero comprende que también tiene
que guardar algo de misterio, como ella lo hace y así equilibrar las fuerzas.
Además, no quiere confesar algo que podría avergonzarlo. Quiere pensar en las
suposiciones que hará ella una vez que regrese a su departamento. Lo primero
que vendrá a su mente es la observación meticulosa que R hace en las mañanas y
la espera que comparte con el gato antes de que ella salga. Quizás no supone
eso y sólo percibe una curiosidad natural, inofensiva. Sin embargo R sabe que,
tarde o temprano, ella alzará la mirada mientras saca el tazón con las croquetas
y buscará su silueta en la ventana.
***
Seguimos caminando. La única referencia a la distancia son los
edificios. Parecen un conjunto montañoso que vigila un valle lleno de luces. Mañana
estaremos en nuestras casas para iniciar un nuevo día, una jornada sin
esperanza. Jonás estuvo en la cárcel y de aquel tiempo le queda una cicatriz en
la pierna. A veces, como ahora, cuando el alcohol y los sentidos perduran hasta
el amanecer, nos cuenta de la cárcel, nos describe celdas malolientes, hombres
amontonados como peces después de la red, calentándose en la cubierta,
boqueando para seguir viviendo, incluso bocarriba, luchando por un espacio
vital pero imaginario, que acaba cuando llega el último golpe y los ojos quedan
vacíos, fijos en el techo, en el piso de la cárcel recorrido por cucarachas,
rastros de sangre, cemento erosionado. “Mi tío tenía asma. Se cansaba mucho y
por eso me dejó el negocio de refacciones. Después ya no apareció la gente. No
sé si tomé malas decisiones o si fue mala suerte. Yo me empeñé en continuar
pero las pérdidas eran demasiadas. Comencé a pedir préstamos que nunca iba a
pagar. Todo era una fórmula para el desastre. Intereses sobre intereses.
Préstamos sobre préstamos. Llamadas a mi teléfono a medianoche amenazando con
embargarme. ¿Qué podía hacer? ¿Pedirle algo a este gobierno de sinvergüenzas,
de ladrones? A veces pensé en salir a la calle y contar mi historia a la gente.
Ir de auto en auto, mientras el semáforo se mantiene en rojo, para relatar
fragmentos de mi vida, decirles que no tengo la seguridad que tienen ellos, que
no podré comprar un auto, ni dibujar ese gesto de extrañeza ante los
malabaristas de la calle, los limosneros, las piltrafas humanas que duermen en
las esquinas. Por eso comencé a robar. Acechaba a las personas en los cajeros
automáticos. Esperaba que estuvieran concentradas en la pantalla, poniendo su
contraseña o pensando en el dinero que iban a retirar. Pronto aparecían los
billetes y, de un solo movimiento, me acercaba simulando que tenía una pistola
en el bolsillo derecho del pantalón. Les gritaba que me dieran el efectivo, que
no intentaran gritar o hacer cosas raras. Sus ojos parecían congelarse. Había
algunos que dudaban. Hubo uno que me aventó su cartera y salió corriendo.
Varias veces temí que descubrieran que no tenía nada y se arriesgaran a
enfrentarme. Tiempo después, en la cárcel, aprendí a defenderme de tipos más
grandes. Pero en aquel entonces casi cualquiera podía acabar conmigo en tres
segundos. En fin. Hay de todo. El grande se come al chico pero, de repente,
puede ser lo contrario. ¿No es así? Alguien descubre que puede poner de
rodillas a su agresor. Algún día, quizás, nos uniremos y no sólo recuperaremos
nuestros trabajos sino que estaremos arriba de nuestros antiguos jefes”. Jonás
pone los ojos a volar. Hay un brillo macabro en su sonrisa que hiende la
penumbra. Roberto permanece silencioso, como si la historia de Jonás le avivara
un recuerdo remoto y terrible. Parecemos peregrinos en busca del sitio sagrado.
A veces resbalamos en el lodo o chapoteamos en algún charco. El efecto del ron
aún perdura. Empezamos a beber desde muy jóvenes. El cuerpo doma el alcohol
pero, al mismo tiempo, cede ante sus embates. Cualquier cosa es posible.
(Continuará)
*Alejandro Badillo. (Ciudad de
México, 1977) Es autor de los libros de cuento Ella sigue
dormida (Tierra Adentro), La herrumbre y las huellas
(Eeyc), Vidas volátiles (BUAP), Tolvaneras (SC Puebla), El clan de los estetas
(Universidad Veracruzana. Premio Nacional de Narrativa Mariano Azuela) y las
novelas La mujer de los macacos (Libros Magenta)
y Por una cabeza (Premio Nacional de
Novela Breve Amado Nervo). Ha participado en publicaciones como Luvina, GQ,
Letras Libres y el suplemento “Confabulario” de El Universal. Colaborador de la
revista Crítica y exbecario del Fonca. Ha sido antologado en diversas
compilaciones de minificción.
*
Me caigo desde las cosas,
me despeño,
desde el cuerpo me rompo como un vidrio,
tengo el peso
de las piedras que caen sobre los ríos
vencidas por las leyes que no entienden.
Me quiebro
mansamente cada día,
me rompo contra los mismos muros tantas veces.
Me astillo, vegetal, mi sangre en savia de algún árbol
que fue mío y no recuerdo.
Me fracturo.
Me disuelvo.
Me desgasto.
Rota de mí,
ejerzo la osadía
de levantarme siempre.
Suaves entredichos entre
el ojo y la voz*
Eran muchos los dioses y las diosas enlazados en las danzas de la
creación. Esa palabra en la boca, a punto, caía en gotas. Al principio, no hubo
oscuridad, hubo rojo y sus matices. Las diosas desvariaban en telas con forma
de almohadones de algún palacio árabe inexistente aún, incrustaciones de
espejos pequeños o brillos o sueños con resplandor. Los dioses al besarlas con
su poder centrado, daban lugar al movimiento.
Ellas y ellos se fusionaron en todos los matices de lo femenino y lo
masculino. Surgieron las gotas, los
círculos, los huevos con sus frágiles cáscaras pintadas, suavidad del círculo
dónde la boca se abrocha a la vida.
Todo se nada y saltan las
gemas, los rojos, los relieves, ellos y
ellas, dioses efímeros, se dejaban hacer por el amor.
Saltan las gemas como burbujas de champagne, sonrisas, plumas en el
interior del cuerpo.
Las gemas saltan, se deslizan, abren.
Los botones del cuerpo
desabrochados.
Uvas, pezones, ojos
¿Puede la creación no ser colectiva? ¿No ser amante?
¿Pueden tantas gemas a punto de expandirse ser fruto de una sola
cabeza, mano, alma?
En los encuentros se fecunda
lo por nacer.
Gemas de vida
*De Cristina Villanueva.
libera@arnet.com.ar
*
"Los inquisidores decidirán que es doxa y qué
es episteme. Lo correcto y lo incorrecto. Lo ortodoxo y lo hereje. Lo que sigue
el mandato social y lo que lo quiebra. El bien y el mal. Lo cierto y lo
erróneo. Lo mesurado y la locura. Detrás de eso el lenguaje traiciona. En algún
momento tiembla el piso."
(De “La Maldición de la Literatura”,
Huso, Madrid, 2016)
Inventren
LA REPARACIÓN*
He soñado una y otra vez en tantos años con el tren que debía tomar
y no tome a mediados de 1978.
No tenía un buen minuto. Hacía
una semana que me habían liberado de un campo de concentración de la dictadura.
Caminaba aterrado de que me volvieran a meter adentro.
Sabía de memoria que tenía que tomar el tren en La Plata y el
nombre de la estación en la que debía bajar. En un bollo de papel tenía la
dirección de la casa de los viejos de Eleonora. No tenía un buen minuto, si me
paraban en la estación los milicos solo por la cara de miedo o preguntaban
porque iba a ir a un lugar en medio del campo llamado Álvarez de Toledo no
sabía ni que decirles. Mi casi novia esta secuestrada y voy a avisarles a los
padres que sigue adentro en tal campo no era muy acorde a la época.
Sólo tenía decidido tirar el bollo de papel si veía tipos de
uniformes pidiendo documentos, el resto era la mente en blanco o peor aún:
llevar las imágenes y el olor de la mazmorra que seguía impregnado en mi
cuerpo.
Pero no fui. Apenas vi el edificio de la terminal del Provincial
con un Falcón verde estacionado pegue la vuelta. Me quede en casa encerrado
durante meses. Como un buen niño de casi 18 años obedecí el ruego de mis padres
de estar bajo su mirada protectora.
Después vinieron la universidad, la beca para irme a Estados
Unidos. Allá estoy. Establecido en Bonita un pequeño pueblo de California y con
un buen trabajo.
Supe años más adelante que Eleonora estaba viva, que había egresado
de su carrera. También se había ido del país. Trabajaba para un organismo
internacional en un programa para el rescate y la protección del orangután en
Tailandia.
Pero es como si el tiempo no hubiera pasado. Es Eleonora y su
rostro de niña riéndose de cualquier pavada incluso de mis chistes malos.
Un día, -de la nada- me dijo: -vos sos pasto para las histéricas.
No hubo otra explicación de ella ni preguntas de mi parte -solo un
pequeño silencio- luego seguimos leyendo el texto de Pitirim Sorokin cuyo
nombre y apellido nos generaba risueños malentendidos.
Pero lo de "pasto para las histéricas" quedo inamovible,
tantas otras cosas fueron a parar al abismo o al olvido, pero aquella frase no.
Como un gran enigma sin solución o una profecía que se corroboro con los años
en mi propia vida.
Una vez, ya instalado en el centro de investigación y desarrollo
genético, propuse la idea de modificar el pasto para lograr una leche vacuna
con propiedades para cambiar o suavizar la histeria tanto de hombres como de
mujeres.
Mis colegas se rieron largamente, estaban acostumbrados a mis
chistes, ni consideraron la posibilidad de que sea un delirio.
-No hay conexión entre perfiles genéticos e histeria.
Además con tantos desafíos por delante quien iba a respaldar que se
incluyera un tema como la histeria que parece bien claro de la psicología.
Sin embargo cada tanto y contra casi toda la evidencia disponible
vuelvo a insistir con trabajar esa línea. Por esa fe que me quedo en Eleonora a
quien le otorgo una lucidez maravillosa o porque creo en las ocurrencias
imaginativas y delirantes como fuente de inspiración del conocimiento
científico.
Ahora voy a intentar reparar esa parte de mi historia que sigue
clavada como una astilla de dolorosa culpa en mi cuerpo. Y verla a Eleonora,
dando una charla sobre su experiencia en la preservación del orangután. Es en
la ciudad cabecera cercana a su pueblo natal.
Tengo una disculpa para darle y -si puedo- le preguntare por lo de
"pasto para las histéricas".
Ya saque el ticket, el tren sale de la terminal del Provincial en
la ciudad de La Plata con el curioso nombre de "El amante ingenuo y
sentimental"
*De Eduardo Francisco Coiro.
-Próximas estaciones de escritura:
JUAN ATUCHA.
–Por Ferrocarril Provincial-
JUAN TRONCONI. CARLOS BEGUERIE. FUNKE.
LOS EUCALIPTOS. FRANCISCO A.
BERRA.
ESTACIÓN GOYENECHE. GOBERNADOR UDAONDO. LOMA VERDE.
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN. GOBERNADOR DE SAN JUAN
RUPERTO GODOY. GOBERNADOR OBLIGADO.
ESTACIÓN DOYHENARD. ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA. D. SÁEZ.
J. R. MORENO. EMPALME
ETCHEVERRY.
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY. LISANDRO OLMOS. INGENIERO VILLANUEVA. ARANA.
GOBERNADOR GARCIA.
LA PLATA.
***
Km 55
-Por Ferrocarril Midland
ELÍAS ROMERO. KM. 38.
MARINOS DEL CRUCERO GENERAL BELGRANO.
LIBERTAD.
MERLO GÓMEZ.
RAFAEL CASTILLO. ISIDRO CASANOVA. JUSTO VILLEGAS.
JOSÉ INGENIEROS. MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE. ALDO BONZI.
KM 12. LA SALADA.
INGENIERO BUDGE. VILLA FIORITO. VILLA CARAZA. VILLA DIAMANTE.
PUENTE ALSINA. INTERCAMBIO MIDLAND.
InventivaSocial
Plaza virtual de escritura
-Editor responsable: Lic. Eduardo Francisco
Coiro.
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