martes, abril 17, 2018

EL CORAZÓN ALADO DE LAS COSAS…


*Foto de Karina Giglio.









*



Quién pudiera
conocer
el corazón alado de las cosas
y comprendiera
la blanda sumisión con que se rinde
a las leyes del tiempo y la materia.

¿Será acaso más feliz?
¿Será más noble
la caída hacia el centro de la tierra
cuando recuerde
el nombre exacto de su nombre
y se sepa aire, barro, piedra?



*De Mariana Finochietto. mares.finochietto@gmail.com










EL CORAZÓN ALADO DE LAS COSAS…









Subida al techo*



Lástima el que sube
y desde el ojo se le baja el dolor en forma de agua
o se congela.
Y  abajo del hielo duermen los antepasados,
las contradicciones adentro de la casa.

Lástima el que sube
y  no sabe qué quieren decir las cosas
y advierte
que le  han mentido.

Un mundo erróneo. Lástima
la confusión del frío y esas palabras
endurecidas
que lo miran.


Lástima el que sube a ese lugar donde lo sagrado
brilla por su ausencia.



*De Liliana Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com
 -Poema del libro Cazadores en la nieve.
Editorial La letra Eme. Buenos Aires, 2014














El último día de septiembre*




*Novela de Alejandro Badillo. badillo.alejandro@gmail.com




(Parte 3 de 10)



Quiero preguntarte algo, le dijo él. ¿Qué? Ella se irguió entre las sábanas e inclinó el cuello hacia atrás. Una gota de luz se derramó en sus labios. ¿A dónde vas en las mañanas? ¿Por qué te interesa? Ella se recargó en la cabecera de la cama. Digamos que he elaborado demasiadas teorías al respecto. ¿Y cuáles son? Creo que vas a la universidad, que eres una alumna aplicada. También trabajas en unas oficinas o eres dueña de un próspero negocio. Podría ser. Pero no veo cuadernos en tu habitación y apenas hay libros. Entonces la primera teoría se desvanece. Bueno, es que no tengo mucho viviendo aquí. Los libros están en casa de mis padres. Además, ahora puedes conseguir mucha bibliografía en línea. Entonces, ¿vas a la universidad? En Navidad iré a visitar a mis padres y traeré libros para impresionarte. ¿Dónde viven? En Mérida. Queda muy lejos. Se mantuvieron en silencio, un poco exhaustos por las palabras y por el deseo. Miraron sus cuerpos desnudos como si calcularan en secreto las horas de viaje hasta la ciudad blanca, sometida a interminables oleadas de calor y humedad. Ella esbozó una sonrisa. R intentó un nuevo acoso moviendo la mano derecha bajo las sábanas. Quería tocar de nuevo su piel. En el buró, a un lado de una revisa de modas, languidecía una taza con restos de café, evidencia de la noche anterior y, quizás, testigo de un persistente insomnio. Él acometió de nuevo: ¿Qué tipo de libros? Libros de historia, algunas novelas, biografías. ¿Qué carrera estudias? Las sábanas y los blancos relieves enmarcaban su cintura. La disposición de las manos sobre sus muslos la había parecer una diosa antigua, protectora de los faltos de amor, de los que miran con tristeza los aparadores en un domingo. Déjame adivinar. R se acercó. ¿Antropología? ¿Sociología? ¿Humanidades? Ella pensó quiero que me preguntes más, que te acerques más para oler tu cuello y jugar de nuevo con tus orejas. No quiero que sea todo tan fácil. Puedo ser una universitaria o alguien que busca trabajo sin conseguirlo. Puedo ser muchas cosas, puedo tener una profesión distinta cada día de la semana. Te contaré que ando sin rumbo por las calles o que soy heredera de una fortuna que aún no recibo y por eso cultivo la ociosidad, la displicencia, gastar el tiempo mirando un candelabro en una tienda de antigüedades, hacer viajes inútiles en el camión hasta que el chofer me reconozca e intente averiguar mi nombre. Todas las mañanas hay un pretexto nuevo para perder el tiempo, para sacar copias a libros que apenas hojearé y que acumularé en este librero recién comprado. R miró una muñeca de porcelana, un juego de té que parecía nuevo. No quiso insistir más: había perdido una batalla pero no la guerra. Prefirió concentrarse en lo sensorial, en la piel de ella que estaba a pocos centímetros de distancia y que, a su manera, remedaba el calor de las calles de Mérida, la leve humedad que envolvía toda la habitación. R desconocía esa ciudad. Por primera vez se arrepintió de su fobia a los viajes. Trató de imaginar Mérida, a paseantes en un malecón lleno de luz, mujeres bajo tejados rojos abanicándose, barcos hundidos en la molicie y rodeados por nubes de mosquitos. Está bien, no me digas si estudias la universidad, mejor cuéntame de Mérida. Ella lo miró con picardía, como si todo lo anterior, como si toda su historia, fuera una mentira. Prefiero contarte de mi vida en Mérida. Cuando era niña me gustaba entrar a las iglesias. También el olor del romero en la cocina y una palmera que podía ver desde mi habitación. Me gustaban los perfumes de mi madre que exploraba en secreto. Era lindo imaginar que algún día escogería mis propias esencias, mis vestidos, mis zapatos. R quiso unir el niño que había sido con el recuerdo apenas esbozado de ella. Había un brillo apagado en sus ojos y su cuerpo, por un momento, pareció ir en retirada, como si de pronto se sintiera demasiado expuesto, en la primera línea de batalla. R quiso encontrar elementos comunes entre la ciudad de México y Mérida. Pronto abandonó la idea y se dedicó a alimentar el coqueteo lento y sostenido. La ruta de septiembre, atemporal y uniforme, se concentró en el cuarto.




***




“…comienza el regreso al pasado. Una flor de cortesía en la almohada. Ignorar los nombres de las calles. Mirar como objetos extraños las revistas en los escaparates. Es tan fácil identificar el color de las paredes, relacionar una moneda con algún recuerdo de la infancia. Nos movemos en estanques, en habitaciones que son preguntas, partituras dejadas en la arena, reliquias en una casa vacía”. R dejó la pluma. Contempló lo escrito. Le disgustaba su letra; era, a su juicio, demasiado seria, como la caligrafía que se usa para llenar formatos legales. Se prometió intentar el caos en su letra: la inercia de una vocal a medio terminar, un jirón de tinta al final de una palabra imitando el agua derramada de un vaso; una frase que invade un renglón ajeno, como alguien que ha perdido la memoria y se interna por un callejón desconocido. ¿Qué haría con los textos escritos? No eran muchos. Estaban en un fólder que guardaba bajo la cama. Le gustaba pensar que nadie se enteraría de su afición a la escritura, ni siquiera ella. Confiaba en reconocer la hora final, el momento de interrumpir los textos y saber que no continuaría. Entonces subiría al techo del edificio y le prendería fuego a todos esos papeles. La lumbre, el diminuto amarillo, sería un punto más en la ciudad, una referencia anónima devorada por el resplandor de las calles, una estrella volátil que pronto se convertiría en ceniza.
Cortó la hoja de la libreta y la guardó en el fólder. Pensó en ella, en que aún no sabía su nombre. Estaba bien así, era mejor permanecer anónimos como los maniquíes de un centro comercial cuya distancia nunca se acortará. Quizás en un par de meses ella se mude de nuevo y el departamento volverá a su silencio habitual. Entonces inventará fantasmas para sentirse acompañado los domingos por las noches cuando se asome por la ventana que da al pasillo y encuentre las luces de enfrente apagadas. ¿Por qué nadie renta los otros departamentos?




***




Después de hacer el amor le gusta permanecer en silencio. R guarda la distancia. Imagina el cuerpo de ella como una gran ciudad en la que confluyen muchos rostros, muchas voces. Hay calor en su aliento, como si fuera una respuesta natural, una salida al fuego en su vientre, el fuego atávico que tuvieron las primeras mujeres del mundo y que permitió la expansión del deseo. Entonces ella mira las cortinas corridas y, por un momento, parece estar bajo la influencia de una luz remota. Su cuerpo es una lámpara iluminando la penumbra. Se vuelve débil, maleable. Sus ojos son materia pasiva, barro esperando un poco de electricidad para adquirir nuevas propiedades. R se acerca y mira sus pechos medio ocultos entre las sábanas, los pezones oscuros que adquieren vida al primer contacto. Siente la piel de su espalda. La recorre con un dedo provocando que ella cierre los ojos. Mientras pasan los minutos ganará peso la somnolencia. Pero él no puede quedarse. Es parte de un pacto sin palabras. Ella lo recibirá plena y ansiosa siempre y cuando abandone el departamento antes del amanecer. Es como si subrayaran, inconscientemente, que cada encuentro forma parte de una memoria efímera. Mañana recuperarán su papel de desconocidos. Reiniciarán las dudas, la selección de las palabras y el gesto de calculada sorpresa cuando ella abra su puerta y lo invite a pasar. Él entrará al departamento y empezará a recordar. Pasará una mano por la colcha de líneas blancas y azules como si intentara alertar a un animal dormido. Ella se mirará un instante en el espejo. Más tarde, erecto, sobre ella, recobrará una fuerza que creía perdida. La penetrará lentamente, como si tratara de descifrar un mapa, un lenguaje suntuoso y olvidado. Pero la lascivia hará inútil cualquier significado. Todo pertenecerá al ámbito de la imagen, de la piel que pulsa y se estremece cuando ella lo obliga a apresurase. R se dará cuenta que sólo puede estar ahí, testigo de un rito primitivo y sabio. Ella lo controla todo. Él sólo aumentará la frecuencia de las embestidas. Ella gemirá, se morderá los labios. Una pátina de sudor en su frente. Entonces, en el momento del clímax, curvará su espalda como un pez sacado del agua, siguiendo la inercia del último impulso vital.
La habitación se sumerge en el silencio. El mundo exterior parece haber desaparecido. No hay autos, no hay perros, tampoco ese murmullo eléctrico que parece venir de las luces de la calle. Los dos hablan poco, desnudos entre las sábanas. R mira las hojas carcomidas de un calendario. Septiembre parece demasiado largo, como si hubiera días extras en el calendario. En unas semanas el clima será más frío y en las calles se podrán sentir los primeros anticipos del invierno. Cada año el termómetro desciende un poco más. R le dice que le gusta pensar en la ciudad presa de la nieve, recorrida por insólitas ventiscas que escarchan los escaparates de las tiendas. Cambio climático, cosechas perdidas, accidentes en las autopistas. Tal vez decida faltar algún día al trabajo. Las calles de la ciudad, las banquetas, las plazas, se transformarán en un paisaje agreste, primigenio, invadido de un resplandor desconcertante.




***




“Tiene que llenar estos formatos para completar el acta de defunción de su madre. Aquí va la fecha de nacimiento. En este otro lugar la dirección. También necesitamos una identificación para cotejar otros datos. Lo esperamos para finalizar el trámite y pueda llevársela”. Miro la hoja y los casilleros casi infinitos. Trato de pensar que estoy en otro lugar. Sin embargo, hace unos momentos, en una habitación de paredes amarillas, muy cerca de aquí, apenas unos metros, moriste. Casi no recuerdo la llegada de la ambulancia y la prisa de los paramédicos por acabar el servicio y regresar a su base. Te cobijaron con una manta plateada para que conservaras el calor. Aún vivías. Eran tus últimas respiraciones. Cada latido costaba más trabajo. Te bajaron en una camilla y en el proceso una de tus pantuflas acabó en el asfalto mojado. La recogí mientras enfilaban a la recepción del hospital y después al elevador. Es septiembre. Unos días después de tu cumpleaños. No supe qué regalarte cuando te visité en tu casa y, mientras te escuchaba hablar del frío que sentías en las madrugadas, miraba tus piernas demasiado delgadas, las rodillas huesudas y sobresalientes, signos de la devastación que dejaba la enfermedad y que marcaban una condena en tu rostro, profundizaban el gesto de dolor que aparecía cuando te acostabas. Pero eso no importa o importará tiempo después, cuando se cumpla el primer aniversario y empiecen a cobrar relevancia los detalles: tu mirada perdida que busca una referencia antes de entrar en el elevador rodeada por gente extraña; tu desesperación por no poder articular una palabra, quizás mi nombre, el de mi padre o el de mi hermana. ¿Qué te puedo dedicar en estos segundos? No puedo decir nada, ya no importa. No sé en dónde estás. No sé si sigas ocupando tu memoria, si aún eres tú misma. Tu cuerpo está en la habitación amarilla, solo, aún tibio, como si estuviera bajo el influjo de un sueño profundo. Y no me atrevo a acercarme porque me da miedo tu expresión vacía, tu quijada ya sin fuerzas, exhausta por tratar de pronunciar una última palabra que pueda resumir los años que pasamos juntos. Pero la muerte te rodea de silencio. Por eso, a pesar de que la enfermera me da indicaciones para llenar tu acta de defunción, apenas la escucho. Hay un dolor sordo que me mantiene inmóvil. No recuerdo las fechas que me piden, tampoco la dirección de tu casa y apenas puedo copiar el número de tu tarjeta de identificación. Quiero que alguien venga a ayudarme pero los demás están ocupados. Hay un infierno en cada baldosa del piso, en cada gota de lluvia que resbala por las ventanas de la habitación en la que estás y que abandonaremos en unas horas para ir a un velatorio. Al fin alguien me ayuda y me dirijo al pasillo, hago guardia en tu puerta como inútil vigía. Me siento en el piso y junto mis manos. Parezco alguien que pide limosna a los pasillos vacíos, a las lámparas cuya luz sucia despierta mosquitos. Hace unos meses vi cómo una mancha, una opacidad, iba creciendo en tu pulmón derecho. Las radiografías eran coqueteos con la muerte, testamentos apresurados y confusos. La palabra cáncer aparecía en los diagnósticos como un susurro insistente. Varias dosis de quimioterapia combatieron en tu cuerpo pero la enfermedad se filtró, célula por célula, en tus venas. La maldad se multiplicó en una marea que comenzó a erosionarte. ¿Cómo saberlo? ¿Cómo medir con precisión el tiempo que te quedaba? Todo permanecía oculto bajo tu piel aunque cada día que pasaba era más evidente tu derrota. Entonces supiste, de alguna forma, que el tiempo se te acababa. No sé cuántas noches pensaste en tu pasado, si tuviste esperanza, si creíste que todo era un sueño y que te levantarías sana, sin mácula. Ahora estoy en este hospital, sin saber qué hacer, deseando que siga lloviendo o que deje de llover, que pase septiembre y que al salir del hospital me encuentre en un escenario futuro. Pero es septiembre, siempre es septiembre…




***




El gato curiosea por el quicio de una ventana. Sus ojos reflejan luz extraviada de un auto. Cada uno de sus movimientos forma parte de una coreografía antigua, precisa. Maúlla y sube por una barda. El gato, blanco y negro, de mirada ámbar, se inclina, mueve la cabeza como si estuviera vigilando a un enemigo invisible. R lo mira desde su departamento. Es el mismo gato que se pasea por el pasillo en busca de la comida que ella le deja. Aparece casi siempre en las mañanas, unos minutos antes de que ella salga. Después de examinar las paredes y olfatear una planta de sombra, de hojas grandes y lustrosas, se sienta sobre sus patas traseras. Entonces se abre la puerta y ella le deja un pequeño plato repleto de croquetas. El gato mantiene su distancia y espera, paciente, a que la puerta se cierre para comer con avidez. R mira al animal y envidia su vida simple y, al mismo tiempo, llena de peligros. Envidia su sabiduría escondida bajo el disfraz de la indiferencia y el sueño. ¿Algún día adoptarás al gato? El café hierve. Después del amor, mientras gana presencia la noche, acostumbran beber una taza de café, quizás para conservarse lúcidos, no ceder a la somnolencia. Ella va a la estufa y apaga la cafetera. Lo mira, abandonado en la cama, aún desnudo, inmóvil, como los heridos después del combate, bajo los cuidados de la soledad y el tiempo. Saca un par de tazas. Ya lo adopté, pero él no quiere entrar al departamento. Quizás es porque aún no tiene nombre. R sonríe. Ella celebra su idea. Piensa en nombres pero ninguno parece apropiado. ¿Cómo podría saberlo si nunca ha tenido gatos? Ella acerca las tazas y las deja en el buró. Le da un beso en la frente. Más tarde, en su departamento, R recordará un gato similar, visto en las calles del centro de la ciudad, muchos años antes, cuando iba con sus compañeros de universidad a buscar prostitutas. Se internaban en calles sucias, rincones alejados de los turistas a pesar de la cercanía con la catedral y los museos más visitados. Había que parecer solvente, con confianza, para no llamar la atención de los ladrones que aprovechaban cualquier descuido para asaltar a los incautos. Entraban a casas viejas, medio derruidas, con nichos abandonados y musgo nutrido por la humedad de las paredes. Después de cruzar una puerta angosta veían a las mujeres sentadas en sillas de plástico blanco, distribuidas casi simétricamente en vestíbulos impregnados de olores penetrantes, con focos que destilaban una luz verdosa, lenta. A veces R entraba a una habitación de la casa con una mujer triste, oscura, de vientre flácido y pubis marchito. La penetraba como quien gesta sin mucho convencimiento un acto mecánico. La mujer rara vez hablaba. Sólo veía el techo. A veces acercaba sus manos a su cintura, como queriendo apresurarlo. Después de eyacular en el preservativo, R se sentaba en la cama y se vestía. La calle seguía inmersa en su vida cotidiana: gritos de vendedores ambulantes, cláxones como gruñidos de animales, música ensordecedora intentando atraer compradores. En una ocasión, antes de bajar las escaleras de una de aquellas casas, mientras la prostituta se volvía a poner el vestido entallado y dejaba listo el cuarto para otra, encontró un gato blanco con negro, un poco gordo y de ojos amarillos. El gato lo miró desde la altura de un barandal y lo siguió mientras llegaba al primer piso. Después desapareció con la misma rapidez con la que se había presentado.




***



¿Cuánto tiempo viven los gatos? Ella sorbe su café y se sienta en la cama. Si viven en la calle no pasan de diez años. ¿Por qué te interesan los gatos? R intenta contarle la historia completa pero comprende que también tiene que guardar algo de misterio, como ella lo hace y así equilibrar las fuerzas. Además, no quiere confesar algo que podría avergonzarlo. Quiere pensar en las suposiciones que hará ella una vez que regrese a su departamento. Lo primero que vendrá a su mente es la observación meticulosa que R hace en las mañanas y la espera que comparte con el gato antes de que ella salga. Quizás no supone eso y sólo percibe una curiosidad natural, inofensiva. Sin embargo R sabe que, tarde o temprano, ella alzará la mirada mientras saca el tazón con las croquetas y buscará su silueta en la ventana.




***




Seguimos caminando. La única referencia a la distancia son los edificios. Parecen un conjunto montañoso que vigila un valle lleno de luces. Mañana estaremos en nuestras casas para iniciar un nuevo día, una jornada sin esperanza. Jonás estuvo en la cárcel y de aquel tiempo le queda una cicatriz en la pierna. A veces, como ahora, cuando el alcohol y los sentidos perduran hasta el amanecer, nos cuenta de la cárcel, nos describe celdas malolientes, hombres amontonados como peces después de la red, calentándose en la cubierta, boqueando para seguir viviendo, incluso bocarriba, luchando por un espacio vital pero imaginario, que acaba cuando llega el último golpe y los ojos quedan vacíos, fijos en el techo, en el piso de la cárcel recorrido por cucarachas, rastros de sangre, cemento erosionado. “Mi tío tenía asma. Se cansaba mucho y por eso me dejó el negocio de refacciones. Después ya no apareció la gente. No sé si tomé malas decisiones o si fue mala suerte. Yo me empeñé en continuar pero las pérdidas eran demasiadas. Comencé a pedir préstamos que nunca iba a pagar. Todo era una fórmula para el desastre. Intereses sobre intereses. Préstamos sobre préstamos. Llamadas a mi teléfono a medianoche amenazando con embargarme. ¿Qué podía hacer? ¿Pedirle algo a este gobierno de sinvergüenzas, de ladrones? A veces pensé en salir a la calle y contar mi historia a la gente. Ir de auto en auto, mientras el semáforo se mantiene en rojo, para relatar fragmentos de mi vida, decirles que no tengo la seguridad que tienen ellos, que no podré comprar un auto, ni dibujar ese gesto de extrañeza ante los malabaristas de la calle, los limosneros, las piltrafas humanas que duermen en las esquinas. Por eso comencé a robar. Acechaba a las personas en los cajeros automáticos. Esperaba que estuvieran concentradas en la pantalla, poniendo su contraseña o pensando en el dinero que iban a retirar. Pronto aparecían los billetes y, de un solo movimiento, me acercaba simulando que tenía una pistola en el bolsillo derecho del pantalón. Les gritaba que me dieran el efectivo, que no intentaran gritar o hacer cosas raras. Sus ojos parecían congelarse. Había algunos que dudaban. Hubo uno que me aventó su cartera y salió corriendo. Varias veces temí que descubrieran que no tenía nada y se arriesgaran a enfrentarme. Tiempo después, en la cárcel, aprendí a defenderme de tipos más grandes. Pero en aquel entonces casi cualquiera podía acabar conmigo en tres segundos. En fin. Hay de todo. El grande se come al chico pero, de repente, puede ser lo contrario. ¿No es así? Alguien descubre que puede poner de rodillas a su agresor. Algún día, quizás, nos uniremos y no sólo recuperaremos nuestros trabajos sino que estaremos arriba de nuestros antiguos jefes”. Jonás pone los ojos a volar. Hay un brillo macabro en su sonrisa que hiende la penumbra. Roberto permanece silencioso, como si la historia de Jonás le avivara un recuerdo remoto y terrible. Parecemos peregrinos en busca del sitio sagrado. A veces resbalamos en el lodo o chapoteamos en algún charco. El efecto del ron aún perdura. Empezamos a beber desde muy jóvenes. El cuerpo doma el alcohol pero, al mismo tiempo, cede ante sus embates. Cualquier cosa es posible.






(Continuará)


*Alejandro Badillo. (Ciudad de México, 1977) Es autor de los libros de cuento Ella sigue dormida (Tierra Adentro), La herrumbre y las huellas (Eeyc), Vidas volátiles (BUAP), Tolvaneras (SC Puebla), El clan de los estetas (Universidad Veracruzana. Premio Nacional de Narrativa Mariano Azuela) y las novelas La mujer de los macacos (Libros Magenta) y Por una cabeza (Premio Nacional de Novela Breve Amado Nervo). Ha participado en publicaciones como Luvina, GQ, Letras Libres y el suplemento “Confabulario” de El Universal. Colaborador de la revista Crítica y exbecario del Fonca. Ha sido antologado en diversas compilaciones de minificción.












*



Me caigo desde las cosas,
me despeño,
desde el cuerpo me rompo como un vidrio,
tengo el peso
de las piedras que caen sobre los ríos
vencidas por las leyes que no entienden.
Me quiebro
mansamente cada día,
me rompo contra los mismos muros tantas veces.
Me astillo, vegetal, mi sangre en savia de algún árbol
que fue mío y no recuerdo.
Me fracturo.
Me disuelvo.
Me desgasto.

Rota de mí,
ejerzo la osadía
de levantarme siempre.



*De Mariana Finochietto. mares.finochietto@gmail.com
















Suaves entredichos entre el ojo y la voz*




Eran muchos los dioses y las diosas enlazados en las danzas de la creación. Esa palabra en la boca, a punto, caía en gotas. Al principio, no hubo oscuridad, hubo rojo y sus matices. Las diosas desvariaban en telas con forma de almohadones de algún palacio árabe inexistente aún, incrustaciones de espejos pequeños o brillos o sueños con resplandor. Los dioses al besarlas con su poder centrado, daban lugar al movimiento.  Ellas y ellos se fusionaron en todos los matices de lo femenino y lo masculino. Surgieron  las gotas, los círculos, los huevos con sus frágiles cáscaras pintadas, suavidad del círculo dónde la boca se abrocha a la vida.
Todo  se nada y saltan las gemas, los rojos, los relieves,  ellos y ellas, dioses efímeros,  se dejaban  hacer por el amor.
Saltan las gemas como burbujas de champagne, sonrisas, plumas en el interior del cuerpo.
Las gemas saltan, se deslizan, abren.
Los botones del cuerpo  desabrochados.
Uvas,  pezones, ojos
¿Puede la creación no ser colectiva? ¿No ser amante?
¿Pueden tantas gemas a punto de expandirse ser fruto de una sola cabeza, mano, alma?
En los  encuentros se fecunda lo por nacer.
Gemas de vida



*De Cristina Villanueva. libera@arnet.com.ar













*



"Los inquisidores decidirán que es doxa y qué es episteme. Lo correcto y lo incorrecto. Lo ortodoxo y lo hereje. Lo que sigue el mandato social y lo que lo quiebra. El bien y el mal. Lo cierto y lo erróneo. Lo mesurado y la locura. Detrás de eso el lenguaje traiciona. En algún momento tiembla el piso."


*De Liliana Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com
(De “La Maldición de la Literatura”, Huso, Madrid, 2016)







Inventren








LA REPARACIÓN*




He soñado una y otra vez en tantos años con el tren que debía tomar y no tome a mediados de 1978.

No tenía un buen minuto. Hacía una semana que me habían liberado de un campo de concentración de la dictadura. Caminaba aterrado de que me volvieran a meter adentro.
Sabía de memoria que tenía que tomar el tren en La Plata y el nombre de la estación en la que debía bajar. En un bollo de papel tenía la dirección de la casa de los viejos de Eleonora. No tenía un buen minuto, si me paraban en la estación los milicos solo por la cara de miedo o preguntaban porque iba a ir a un lugar en medio del campo llamado Álvarez de Toledo no sabía ni que decirles. Mi casi novia esta secuestrada y voy a avisarles a los padres que sigue adentro en tal campo no era muy acorde a la época.

Sólo tenía decidido tirar el bollo de papel si veía tipos de uniformes pidiendo documentos, el resto era la mente en blanco o peor aún: llevar las imágenes y el olor de la mazmorra que seguía impregnado en mi cuerpo.

Pero no fui. Apenas vi el edificio de la terminal del Provincial con un Falcón verde estacionado pegue la vuelta. Me quede en casa encerrado durante meses. Como un buen niño de casi 18 años obedecí el ruego de mis padres de estar bajo su mirada protectora.

Después vinieron la universidad, la beca para irme a Estados Unidos. Allá estoy. Establecido en Bonita un pequeño pueblo de California y con un buen trabajo.

Supe años más adelante que Eleonora estaba viva, que había egresado de su carrera. También se había ido del país. Trabajaba para un organismo internacional en un programa para el rescate y la protección del orangután en Tailandia.

Pero es como si el tiempo no hubiera pasado. Es Eleonora y su rostro de niña riéndose de cualquier pavada incluso de mis chistes malos.

Un día, -de la nada- me dijo: -vos sos pasto para las histéricas.
No hubo otra explicación de ella ni preguntas de mi parte -solo un pequeño silencio- luego seguimos leyendo el texto de Pitirim Sorokin cuyo nombre y apellido nos generaba risueños malentendidos.

Pero lo de "pasto para las histéricas" quedo inamovible, tantas otras cosas fueron a parar al abismo o al olvido, pero aquella frase no. Como un gran enigma sin solución o una profecía que se corroboro con los años en mi propia vida.

Una vez, ya instalado en el centro de investigación y desarrollo genético, propuse la idea de modificar el pasto para lograr una leche vacuna con propiedades para cambiar o suavizar la histeria tanto de hombres como de mujeres.

Mis colegas se rieron largamente, estaban acostumbrados a mis chistes, ni consideraron la posibilidad de que sea un delirio.

-No hay conexión entre perfiles genéticos e histeria.
Además con tantos desafíos por delante quien iba a respaldar que se incluyera un tema como la histeria que parece bien claro de la psicología.

Sin embargo cada tanto y contra casi toda la evidencia disponible vuelvo a insistir con trabajar esa línea. Por esa fe que me quedo en Eleonora a quien le otorgo una lucidez maravillosa o porque creo en las ocurrencias imaginativas y delirantes como fuente de inspiración del conocimiento científico.

Ahora voy a intentar reparar esa parte de mi historia que sigue clavada como una astilla de dolorosa culpa en mi cuerpo. Y verla a Eleonora, dando una charla sobre su experiencia en la preservación del orangután. Es en la ciudad cabecera cercana a su pueblo natal.
Tengo una disculpa para darle y -si puedo- le preguntare por lo de "pasto para las histéricas".

Ya saque el ticket, el tren sale de la terminal del Provincial en la ciudad de La Plata con el curioso nombre de "El amante ingenuo y sentimental"




*De Eduardo Francisco Coiro.






-Próximas estaciones de escritura:


JUAN ATUCHA.

–Por Ferrocarril Provincial-





JUAN TRONCONI.    CARLOS BEGUERIE.   FUNKE.   LOS EUCALIPTOS.     FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN GOYENECHE.    GOBERNADOR UDAONDO.   LOMA VERDE.
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN. GOBERNADOR DE SAN JUAN RUPERTO GODOY. GOBERNADOR OBLIGADO.
ESTACIÓN DOYHENARD.   ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA.    D. SÁEZ.    J. R. MORENO.     EMPALME ETCHEVERRY.
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY.   LISANDRO OLMOS.  INGENIERO VILLANUEVA.  ARANA.  GOBERNADOR GARCIA.
LA PLATA.






***


Km 55


-Por Ferrocarril Midland




ELÍAS ROMERO.    KM. 38.   MARINOS DEL CRUCERO GENERAL BELGRANO.   LIBERTAD.
MERLO GÓMEZ.   RAFAEL CASTILLO.    ISIDRO CASANOVA.  JUSTO VILLEGAS.
JOSÉ INGENIEROS.   MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE.  ALDO BONZI.   KM 12.   LA SALADA.
INGENIERO BUDGE.  VILLA FIORITO.  VILLA CARAZA.   VILLA DIAMANTE.
PUENTE ALSINA.  INTERCAMBIO MIDLAND.






InventivaSocial
Plaza virtual de escritura
-Para compartir escritos escribir a: inventivasocial@yahoo.com.ar

-Editor responsable: Lic. Eduardo Francisco Coiro.




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