jueves, enero 09, 2014

EDICIÓN ENERO 2014



*Obra de Cecilia Aguado.
Villa Gesell. Argentina
 
 
 
 
 
EL ANTIGUO VERANO*
 
 
 
*Por Jorge Isaías. jisaias46@yahoo.com.ar
 
 
 
A veces creo que el tiempo no viene como antes.
Los veranos podrían suspenderse en las alas de las infinitas mariposas, o en una tajada roja de sandía o en las fatigantes siestas en que perseguíamos esas mariposas con las ramas peladas de tamariscos, o el carro de Ugolini con las monedas para comprarle esas jugosas sandías que vendía caladas y probadas.
También la pesca de los bagres furtivos, tanto como lo eran nuestras escapadas sin permiso, por esos callejones que nos llevaban a las cañadas llenas de chuncacos.
Mitigábamos aquellas inolvidables canículas con los chapuzones en esas aguas amargas y barrosas.
Eran menos frecuentes en ese tiempo tan caluroso la persecución de los cuises con veloces boleadoras de alambre que mi padre me construía. Derretía una bola de plomo  y le ponía  una arandela en la punta. Luego le ataba un alambre largo en esa arandela y arrojaba a los cuises o, a las bandadas de pájaros. El modo de usar consistía en hacer girar el alambre sobre la cabeza y luego arrojar. Mi padre era un avezado tirador ya que en la chacra del abuelo él y sus hermanos eran muy buenos tiradores. En la adolescencia la cambiaron por las temibles escopetas. En general eran buenos con cualquier arma, todos.
Lo que quiero decir aquí es que el verano no era para andar detrás de cuises presurosos o liebres aún más esquivas.
Este deporte, diversión o travesura quedaba más bien para cuando los días refrescaran, ya  sea el otoño lento, cobrizo y querendón, o el invierno con su escarcha y su llovizna.
A veces a estos temibles alambres -como las llamaba mi padre- le colocaba tres puntas de plomo y entonces era raro que al tirar con violencia no cobrara una pieza. Si era pato o una liebre, allí estaban los perros, serviciales, que enseguida traían la pieza herida delicadamente entres sus dientes temibles.
El verano era bien distinto, No se podía andar en esos campos de Dios bajo esos solazos pampas y aunque todos llevábamos nuestros humildes sombreritos de plástico, no faltaba “el que andaba en cabeza”, como decía mi madre. Y era raro que uno se pescara una insolación.
De aquella barrita desflecada recuerdo los nombres y los rostros de muchos, pero tal vez en el recuerdo agrego alguno y olvido a otros.
El año pasado presenté un libro en mi pueblo y pedí que se hiciera en lo que había sido mi escuela querida, donde ahora funciona un jardín de infantes.
Allí leí un texto que se llama “Una travesura” y que narra esa imagen confusa de los que  protagonizamos ese hecho, yo dije que no  los recordaba  a todos y pedía disculpas. Mi amigo Roberto Vega que estaba presente comentó su participación en ese robo de duraznos al Turco Alé, con final casi cinematográfico. Pero a mí no me reprochó nada. Aquí le pido disculpas. La memoria suele ser esquiva y engañosa, como sabemos, muchas veces.
Con esto quiero decir que esta barrita de los veranos podía sumar algún chico que estuviera de casualidad, de vacaciones y que fuera de otro lugar. Por lo tanto no diré el nombre  de nadie, aunque casi todos ustedes saben quienes eran mis amigos más cercanos de entonces. Y los que lo siguen siendo hoy.
Estamos contestes entonces que preferíamos evitar el campo traviesa, o los callejones donde los árboles eran una ausencia visible. Pero en ese tiempo había muchos que sí estaban y profusamente festoneados por arboledas frondosas y eran pinos, plátanos u olorosas casuarinas oscuras.
En la noche sí éramos muy felices porque el tiempo era más laxo, ya que no había clases.
Muestras familias cenaban temprano, por lo cual nos íbamos arrimando a esa esquina donde sobraba la gramilla y el polvo reseco había sido aplacado por la acción del regador comunal. Persistía aún ese olor agradable a tierra mojada que calmaba los ánimos como el recuerdo del mar que conocimos después.
Pasábamos varias horas allí, contando cuentos y anécdotas, cantando el que sabía o se animaba algún tango escuchado en la radio.
También corríamos alguna carrera hasta la pequeña placita vecina a mi escuela, y era muy difícil que nos aventuráramos más lejos. Por dos razones: no había permiso de los padres y en otro barrio tal vez nos topáramos con una barrita que cuidaba su lugar y podríamos tener un disgusto.
Al tirarnos esa noche en la cama donde el sueño nos esperaba y caía sobre nosotros  “como una parva sobre un chingolo”. Tal vez sin llegar a pensar en las aventuras que nos esperaban con el primer canto del primer pájaro, cuando el día era tan nuevo como nosotros en la rugosa corteza del mundo.
 
 
 
 
 
 
 
 
Vivir en el silencio*
 
 
 
*De Sergio Borao Llop. sbllop@gmail.com
 
 
 
Quien vive en el silencio
conoce su propia tormenta.
 
Hay un cúmulo de gritos reprimidos,
expresión desatada de sorda rebeldía,
siempre envuelta en harapos,
siempre ahogada en susurros.
 
El corazón ansía vendavales,
huracanes de luz, sombras mortales.
Busca infiernos el alma donde arder,
mares donde nadar y naufragar, espacios
para batir sus alas impotentes.
 
Sólo existe quietud, todo es un vaso
de plomo derretido.
 
¿Quién desnudará tu grito?
¿Quién se amarrará a tu labio?
¿Quién, en las noches insomnes,
se acercará a tu voz y a tu delirio?
 

-Sergio Borao Llop, publicó “El alba sin espejos” por el sello eBooks Literatúrame!
 
 
 
 
 
 
 
 
DETERIORO*
 
 
 
Acabábamos de cenar. Hacía tiempo que lo notaba raro. Lo miré. Veía la televisión con desidia, como si no le interesase pero necesitara esas imágenes ficticias. Bajé los ojos. Me fijé en una miga de pan que había en su plato. Al caer sobre el líquido de la lombarda se había hinchado. Junto a esta había otra; seca, más pequeña. Me pareció estar en un cuarto oscuro; revelaba una fotografía y la imagen iba apareciendo. Éramos nosotros. Él, el trozo pequeño, seco, había perdido esponjosidad y grosor. La hinchada yo, que parecía haberme nutrido con el agua violeta. Éramos dos migas de pan que se iban consumiendo, cada una a su manera.
Tiré las migas a la basura y encima las cáscaras de plátano, pero seguía viéndolas. Saqué restos de comida que puse sobre ellas. Al levantarme, él me miraba desde el marco de la puerta. Se iba a dormir.
Imaginé cómo íbamos transformándonos. Ahora era yo la pequeña, la que había perdido esponjosidad y grosor, y él, el trozo hinchado, nutrido con el agua violeta. Luego, yo volvía a ser la hinchada, y él la reseca. Éramos dos migas de pan que se iban consumiendo, cada una a su manera.
 
 
 
*De Eva María Medina Moreno. relojesmuertos@gmail.com
 
 
 
 
 
 
 
 
Hay que cuidarse*
 
 
 
Después de hacerme un análisis para determinar mi peso ideal y la masa corporal, hace más de dos meses que sigo una dieta controlada en la que he sustituido los azucares por edulcorantes, además de tomar las bebidas, galletas y yogures sin azúcar. No como embutidos ni grasas (tocino, mantequilla, nata, etc) y he eliminado los fritos cocinando hervidos o a la plancha. Ceno únicamente una ensalada con una infusión de té rojo y bebo tres litros de agua al día.
 
Cada mañana hago una tabla de gimnasia de 30 minutos con ejercicios de abdominales, torsiones de cintura y flexiones que complemento con 15 minutos de bicicleta estática. Por las tardes camino 5 kilómetros diarios y tres veces a la semana bailo Batuka.
 
Mi arsenal de cosméticos se compone de: Barra de labios Dragée Luminelle de Yves Rocher, Blushing Daisies The Body Shop, Colorete H&M, Perfume sólido l'Occitaine, Body Butter Fruity Fresh by H&M, Sombras de ojos Summer Collection, Silk Gloss de Max Factor, Hydrance leche corporal Avène, Glam Bronze Minerals de L'Oréal Paris, Desmaquillador Plumkier, "Move your lips" The Body Shop, Signature Lipstick de Estée Lauder, Fluido iluminador de The Body Shop, Crème Nivranesque, Maquillaje Color Adapt de Max Factor, Eau de Toilette Naturelle, Mascara Captiv'eyes, Dior Addict High Shine, Double Wear zero-smudge, Polvos sueltos Blended Face Powder, Joli Rouge de Clarins, Leche de cuerpo Emporio Armani Diamonds, Moisture Surge, Muscle Easing™ Bath Soak, Fresca escarcha de Bambú.
 
He llegado a la conclusión de que todas estas medidas me han convertido en una mujer invisible porque desde que lo hago, tu ni me miras.
 
 
*De Joan Mateu. joan@cimat.es
 
 
 
 
 
 
 
 
 
*
 
 
si algo llamara a esa mujer
a la vida
una piedra
una cortina metálica
una pomada para los hongos del pie
no sé
un nuevo libro de haruki murakami
un tentempié
un canapé
la nieve rosa que cayó sobre rusia
si algo la despertara
si algo fuese capaz de romper en ella
esa lámina invisible
impermeable que la reviste y la deja
como una almendra
una rosa
un número indestructible y muerto
un ladrillo encajado en la arena
recubierto de horas
hecho hangar de cangrejos y de mosquitos
si algo le hiciera abrir los ojos
y sonreír de boca abierta
sonreír cajas llenas de pomelos
sonreír hijos y sahumerios y ciudades por
donde la luna se va quitando de encima las arañas
si supiera nombrarla
tocarle la mandíbula
sacar del fondo de la habitación sus mandalas
pintarlas de lluvia
invitarla a la mesa a jugar que aún estamos
como se dice vulgarmente vivos/
 
*De León Peredo. gustavojlperedo@yahoo.com.ar
 
 
 
 
 
 
 
 
SÓLO TU VOZ*
 
 
 
“Since I haye walk’d with you through shady lanes…”
Keats
 
 
 
 
Sentí el morir
en la garganta
su perfume
abría una fosa
solemne.
 
Era el día
negro y tibio
de soles rotos
balanceando
el vaho en los pliegues.
 
Esperé la danza
blanquísima,
esculpí palacios
de sombras.
 
Abrí el crepúsculo
voluptuoso,
tu música brillaba
frente a mí.
 
Bebí tu voz,
deposité la vigilia
en la hendidura plateada
de tu pecho espectral.
 
 
(Yo empezaba a tiritar
en ese instante*).
 
 
 
(*) Sara Vánegas Coveña
 
 
 
*De Natalia Lara. cpc.larag@hotmail.com
© 2014 TODOS LOS DERECHOS RESERVADOS
 
 
 
 
 
 
 
 
 
MANIFIESTO*
 
 
Déjame que me pronuncie
con las sencillas palabras. Claras
fugaces, dolidas, cálidas....
Déjame que trace este cierto
itinerario de agua
con una mano-verdad
y una caricia salada.
Quiero vestirme de briznas
y arrodillada en rocío
comer lucero y mañanas.
Déjame andar el paisaje
de Exupery. Su tristeza
aún no tiene la respuesta que él aguarda.
El Principito no vuelve
y quiero mandar mi carta.
Sobre las bombas y el ruido,
sobre complejos y angustias
comunico, pido, exijo
no me quiten los silencios
redentores, elocuentes.
En un mundo que pregunta
que formula
que analiza
que pretende
soluciones rotuladas
déjenme el claro silencio
con las velas desplegadas.
 
 
*De Miryam Seia. miryamseia@cablenet.com.ar
-De RAÍZ AL AIRE -1981 -
 
 
 
 
 
 
 
 
 
DE CARNE APASIONADA*
 
 
 
Magia y pasión, mi amor ¿que es? Vivir, simplemente, vivir.
 
 
Apasionada soy y mujer y rebrote. Raíz y fruto. Pulpa.
He vertido libaciones en el retoño nacido de mi tierra.
De leche, aceite y aguamiel.
 
El miedo de la noche devora pájaros dormidos.
He convocado las magas de cuya carne enardecida vengo.
Hemos cerrado las puertas a esa enorme lengua de lagarto.
Y hemos detenido el jadeo, el latigazo, la irredención.
Tiernas nanas cantamos. El fuego arde y la muerte se aleja.
 
Apasionadamente hice mil veces el truco de la cuerda que se corta.
Y reaparece intacta en el cordón umbilical.
He transformado cebollas de hambre en jugosos duraznos.
En naranjas dulcísimas, en frutos del árbol pan.
He cortado cabezas de sandías del mal, con una hoja de parra.
Con una daga he atravesado el cuerpo de mil Lázaros.
Mis manos han sembrado en tus venas memoriosas semillas.
 
Te he lamido como un cachorro triste y susurrado en tu oído:
El amor es apenas una tregua. También lo es la tristeza.
Y has meneado la cola, mi mandril con cabeza de cigüeña (*)
Has libado de mis ubres la magia universal.
Apasionada. De luminosos sortilegios preñada.
Naceres.
Dios de la luna, mago y artista, escriba de los dioses.
Y has sido sabio, ignorante. Hombre y rebrote. Raíz y fruto.
Y humano, sobre todo, humano.
 
 
*De Amelia Arellano. amelia.arellano01@yahoo.com.ar
(*) En referencia al dios egipcio Thot
 
 
 
 
 
 
Geneviève*
 
 
*De Osvaldo Soriano.
 
En medio de la clase de física, cuando llegaba la primavera y el viento se calmaba y todos dejábamos de rechinar los dientes, el Flaco Martínez, que era el profesor más querido del colegio, tiraba la tiza sobre el escritorio descalabrado y decía: "Y ahora, a visitar la materia". Los alumnos sabíamos lo que quería decir. Los primeros aplausos y vivas venían de los bancos de atrás, de los mayores que repetían por tercera vez el año y estaban en edad de conscripción.
Guardábamos carpetas y libros y el Flaco Martínez levantaba las manos pidiendo silencio para que el director y el celador no nos oyeran. El director era un tipo bien trajeado que sabía manejar la sonrisa y el rigor; estaba al tanto, pero toleraba las escapadas porque temía el desgano de los mejores jugadores de fútbol en la gran final intercolegial de noviembre.
Era sabido que cada año apostaba su aguinaldo completo a favor de "sus muchachos". Con la llegada de la primavera florecía también su carácter jovial, tolerante, y la disciplina se relajaba y los exámenes eran menos imperativos y aquellos que nos sabíamos ya integrantes del equipo nos sentíamos con derecho a olvidar las matemáticas y la química para entrenar en la cancha vecina.
Entonces salíamos caminando despacio, casi arrastrando los pies para no darles envidia a los pibes de primer año que tenían matemáticas en el aula del zaguán, la puerta entreabierta porque ya no soplaba el viento del oeste y el silencio calmaba los nervios como un puñado de aspirinas. Por entonces las calles no estaban pavimentadas y un viejo camión regador pasaba dos veces por día para aquietar el polvo. Cuando el viento callaba, como aquella tarde, el pueblo chato y gris parecía cubrirse de ruidos que no conocíamos. El Flaco Martínez caminaba adelante, el pucho entre los labios, su pálida cara de tuberculoso afrontando un sol dañino. Era, creo, tan pobre como nosotros: llevaba siempre el mismo traje azul lustroso que planchaba extendiéndolo bajo el colchón de la pensión y se ponía cualquier corbata cortita a la que nunca le deshacía el nudo. Se decía que era timbero y mujeriego y que por eso lo habían transferido de un respetable colegio de Bahía Blanca a nuestro remoto establecimiento de varones solos, adonde sólo se llegaba por castigo o por aventura.
Éramos más de veinte en el curso, pero la asistencia nunca pasaba de doce o catorce; los mejores alumnos, serios y bien vestidos, y nosotros, los que teníamos el boletín lleno de amonestaciones pero jugábamos bien al fútbol.
No era fácil seguir al Flaco Martínez que tenía las piernas largas como mástiles. Subía la cuesta y encaraba por la ruta asfaltada que separaba a los malos de los buenos ciudadanos del pueblo. Al sol, su pelo largo al estilo de un bohemio pasado de moda se ponía rojo y todos nos dábamos cuenta de que la física le importaba tanto como a nosotros. Pero nadie, nunca, se animó a tutearlo. En los momentos más dramáticos de una partida de billar se le alcanzaba la tiza acompañandola de un "señor" que jamás sonó socarrón.
Aquélla no era su tierra y estaba claro que despreciaba cada grano de arena que respiraba o se le metía en los zapatos. Pero se había resignado a ella como los hombres solos se resignan a las noches interminables.
Bajando la cuesta, al otro lado de la ruta, se veían esparcidas las primeras casas cuadradas y el café con billares y barajas del turco Saúl Asir. A esa hora, las calles del barrio estaban desiertas y sólo los camiones cargados de manzanas pasaban dejando una polvareda que se quedaba flotando hasta que una brisa nos la apartaba del camino y el sol volvía a cocinar las acequias y los espinillos. En el bar, el Flaco Martínez se tomaba una sola ginebra y nos hacía vaciar los bolsillos. Como siempre, el Rengo Mores tenía apenas lo justo para pagarse la vuelta en ómnibus hasta Centenario, que quedaba entre las bardas, a cuarenta kilómetros. Casi todos vivíamos lejos y atravesábamos el río en colectivo, o en bicicleta, o colados en algún camión. Los que faltaban a clase se habían quedado pescando cerca del puente porque todavía no era tiempo de sacarse la ropa y tirarse a nadar.
Juntábamos el primer viernes de cada mes lo que ganábamos al truco, o en trabajos de ocasión. El Flaco Martínez reunía los billetes y hasta alguna moneda, agregaba lo suyo que no era mucho, y se iba a parlamentar con la gorda Zulema que era nuestra virgen protectora. La Zulema era dulce y sabia, paciente y comprensiva, y amaba su profesión como jamás he visto que otra mujer la amara. No conocía el egoísmo ni las pequeñas miserias que otros toman por virtudes. Su orgullo era la heladera eléctrica, la única de ese costado maldecido de la ribera, que había hecho traer en un vagón de encomiendas desde Buenos Aires. No es que alardeara de ella, ni que la mezquinara, pero nadie tenía derecho a abrirla sin su presencia y consentimiento.
Una noche de sopor en la que todos estuvimos de acuerdo en que llovería, la abrió delante de mí y del Negro Orellana. Aparte de una botella de refresco y una pechuga de pollo, había un largo collar de perlas de imitación y un paquete de cartas envueltas en una cinta rosa. Eran fantasmas del pasado y la Gorda Zulema quería que se conservaran frescos e intactos como un postre de chocolate.
Hubo otra noche en que yo estaba triste, un poco borracho e impotente, y ella me pasó la mano por la cabeza y me acarició los párpados y no me dijo las estúpidas palabras que tenían preparadas las otras mujeres del barrio. Me hizo sentar al borde de la cama, que era grande como una pista de baile, apoyó su cabeza contra mi espalda para que no nos viéramos las caras y me contó alguna cosa de su vida que nos hizo llorar a los dos mientras los otros clientes esperaban en el vestíbulo.
Supe esa noche que se llamaba Geneviève, que era francesa de verdad y no como otras, que arrastraban la erre para darse corte. Buscó las cartas en la heladera. Los sobres desteñidos de tinta violeta estaban escritos con una caligrafía varonil e imperativa. Un detalle añadía a la distancia un reproche velado: no conforme con escribir Neuquén, Argentine, el hombre agregaba inútilmente Patagonie, Amérique du Sud. El sobre traía ya una sospecha de selvas o desiertos. De fin del mundo.
Geneviève se había ocultado detrás de Zulema en Buenos Aires, donde había pasado algunos años de gloria mientras Europa se desangraba. Su contribución al esfuerzo de guerra de sus compatriotas había sido firme y decidida: hasta la liberación de París ningún hombre de nacionalidad alemana se tendió sobre sus sábanas.
La decadencia y las arrugas la trajeron a nuestro pueblo y secretamente sabía que su tierra ya estaba tan lejana como su juventud. Barajó los sobres como si fuera a repartir las cartas y en ellas estuviera escrito el destino, el de ella -que soñaba en vano con volver a ver el Mediterráneo- y el mío, que alguna vez me llevaría a su Francia natal.
No habló del hombre que se quedó en el puerto de Marsella: cuando la correspondencia dejó de llegar empaquetó el pasado y lo guardó en la heladera, como otras mujeres lo conservan el el rictus amargo de los labios.
Pero aquella tarde de primavera en que llegamos con el Flaco Martínez, todavía no habíamos mirado la heladera por dentro ni habíamos llorado juntos. Zulema era gorda y opulenta y Federico Fellini hubiera gustado de ella. A su lado, el Flaco Martínez parecía una escoba abandonada junto a un camión cisterna. Hablaron un rato sin manosear dinero ni levantar la voz. Al otro lado de la calle nosotros esperábamos, ansiosos como si el Flaco estuviera por tirar un penal. Un movimiento de cabeza, una risa comprensiva de la Gorda Zulema y empezamos a saltar como si el Flaco hubiera hecho el gol.
Tirábamos los turnos a la suerte, revoleando dos monedas a la vez y el sistema era complicado porque la empresa era seria. Si alguien reclamaba prioridad por su dinero, el Flaco prometía hacerle explicar la fusión de ya no sé qué materia y el egoísta se calmaba. Después, al caer la tarde, con la lengua desatada por la emoción, íbamos a jugar al billar a lo del Turco y teníamos un hambre feroz y ni una moneda para un sándwich.
Cuando recuerdo aquellos años, cuando reviven las imágenes del Flaco Martínez y de la Gorda zulema, imagino que el corresponsal de Marsella escribiría sus cartas temiendo que el corazón de su Geneviève se endureciera en aquel desierto hostil. Pues no. Es hora de que ese hombre obstinado, si vive todavía, lo sepa. Valía la pena esperarla. Aun esperarla en vano. En aquel paisaje en el que éramos extranjeros (es decir, inocentes), todo era irrealidad: no había elefantes que rodearan el valle, ni el avión negro de Perón llegó nunca. Las manzanas y las vidas florecían pero las ilusiones, como los relojes baratos que llevábamos en la muñeca, se entorpecían y luchaban por abrirse paso entre la arenisca que volaba desde el desierto.
Hace unos años, cuando fui por última vez, mis amigos de entonces me habían enterrado: corrió la noticia que me daba como descabezado en un accidente de tránsito. Fue curioso ver las caras azoradas frente a una aparición de ultratumba.
Por fin, cuando hicimos el recuento de vidas y muertes, de hazañas y cobardías, de sueños realizados y matrimonios hechos y deshechos, pregunté por el Flaco Martínez. "El Flaco también se murió -dijo alguien-; se fue al sur, a Santa Cruz, y lo agarró la pulmonía, pobre Flaco."
La zulema era un recuerdo que se nombraba en voz baja. Muchos se habían construido un edificio personal que los abrigaba de un pasado de pobreza y la Gorda Zulema estaba sepultada en los cimientos. ¿Qué importancia podía tener entonces aquel primer viernes de cada mes, cuando era primavera y el viento se calmaba y todos dejábamos de rechinar los dientes?

* Osvaldo Soriano. (6 de enero de 1943 – 29 de enero de 1997)
"Cuentos de los años felices" Editorial Sudamericana, Bs. As. Edición de 1993.
 
 
 
 
 
 
 
 
EL BUSTO DE UN HÉROE ENFERMO*
 
 
 
Obrero de la construcción
poética
con las manos
destazadas
por los limbos
caprichosos
de las ideas,
con las retinas
agujereadas
por la sustancia
semiótica
de las letras,
rechazado
como se rechaza
el abrazo
de la basura.
Buscas, sueñas
una realidad
imposible
donde la belleza
sea como
una autopista
abierta
a los recorridos
de los cojos
o una televisión
para que
los ciegos
se entreguen
a la orgía
del entretenimiento
mediático.
Obrero del poema
terminarás
cansado
observando
tu Torre de Babel
ignorarte,
viejo, ciego
y sordo.
Como busto negro
de un héroe
enfermo
te sentarás
en un extremo
del papel
a hacer un origami
de angustia
para echarlo a volar
pero olvidas
que el viento es zurdo
en su trato
con los poetas
y en lugar de celebrar
sus hazañas
las condena.
 
 
 
*De Daniel Montoly. danielmontoly@yahoo.es
 
 
 
 
 
 
 
 
 
*
 
 
Si mirar es lo contrario de conocer,
"yo miro tu amor"
es maravilla
 
la ciudad quema
como la sorpresa
ya solo abre los ojos.
 
 
 
*De Alejandra Alma.
https://www.facebook.com/alejalma
http://alejandraalmapoesias.blogspot.com.ar/
 
 
 
 
 
 
***
 
 
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