*Obra de Cecilia Aguado.
Villa Gesell.
Argentina
EL ANTIGUO
VERANO*
A veces creo que el tiempo no
viene como antes.
Los veranos podrían suspenderse
en las alas de las infinitas mariposas, o en una tajada roja de sandía o en las
fatigantes siestas en que perseguíamos esas mariposas con las ramas peladas de
tamariscos, o el carro de Ugolini con las monedas para comprarle esas jugosas
sandías que vendía caladas y probadas.
También la pesca de los bagres
furtivos, tanto como lo eran nuestras escapadas sin permiso, por esos
callejones que nos llevaban a las cañadas llenas de chuncacos.
Mitigábamos aquellas
inolvidables canículas con los chapuzones en esas aguas amargas y barrosas.
Eran menos frecuentes en ese
tiempo tan caluroso la persecución de los cuises con veloces boleadoras de
alambre que mi padre me construía. Derretía una bola de plomo y le
ponía una arandela en la punta. Luego le ataba un alambre largo en esa
arandela y arrojaba a los cuises o, a las bandadas de pájaros. El modo de usar
consistía en hacer girar el alambre sobre la cabeza y luego arrojar. Mi padre
era un avezado tirador ya que en la chacra del abuelo él y sus hermanos eran
muy buenos tiradores. En la adolescencia la cambiaron por las temibles
escopetas. En general eran buenos con cualquier arma, todos.
Lo que quiero decir aquí es que
el verano no era para andar detrás de cuises presurosos o liebres aún más
esquivas.
Este deporte, diversión o
travesura quedaba más bien para cuando los días refrescaran, ya sea el
otoño lento, cobrizo y querendón, o el invierno con su escarcha y su llovizna.
A veces a estos temibles alambres
-como las llamaba mi padre- le colocaba tres puntas de plomo y entonces era
raro que al tirar con violencia no cobrara una pieza. Si era pato o una liebre,
allí estaban los perros, serviciales, que enseguida traían la pieza herida
delicadamente entres sus dientes temibles.
El verano era bien distinto, No
se podía andar en esos campos de Dios bajo esos solazos pampas y aunque todos
llevábamos nuestros humildes sombreritos de plástico, no faltaba “el que andaba
en cabeza”, como decía mi madre. Y era raro que uno se pescara una insolación.
De aquella barrita desflecada
recuerdo los nombres y los rostros de muchos, pero tal vez en el recuerdo
agrego alguno y olvido a otros.
El año pasado presenté un libro
en mi pueblo y pedí que se hiciera en lo que había sido mi escuela querida,
donde ahora funciona un jardín de infantes.
Allí leí un texto que se llama
“Una travesura” y que narra esa imagen confusa de los que protagonizamos
ese hecho, yo dije que no los recordaba a todos y pedía disculpas.
Mi amigo Roberto Vega que estaba presente comentó su participación en ese robo
de duraznos al Turco Alé, con final casi cinematográfico. Pero a mí no me
reprochó nada. Aquí le pido disculpas. La memoria suele ser esquiva y engañosa,
como sabemos, muchas veces.
Con esto quiero decir que esta
barrita de los veranos podía sumar algún chico que estuviera de casualidad, de
vacaciones y que fuera de otro lugar. Por lo tanto no diré el nombre de
nadie, aunque casi todos ustedes saben quienes eran mis amigos más cercanos de
entonces. Y los que lo siguen siendo hoy.
Estamos contestes entonces que
preferíamos evitar el campo traviesa, o los callejones donde los árboles eran
una ausencia visible. Pero en ese tiempo había muchos que sí estaban y
profusamente festoneados por arboledas frondosas y eran pinos, plátanos u
olorosas casuarinas oscuras.
En la noche sí éramos muy
felices porque el tiempo era más laxo, ya que no había clases.
Muestras familias cenaban
temprano, por lo cual nos íbamos arrimando a esa esquina donde sobraba la
gramilla y el polvo reseco había sido aplacado por la acción del regador
comunal. Persistía aún ese olor agradable a tierra mojada que calmaba los
ánimos como el recuerdo del mar que conocimos después.
Pasábamos varias horas allí,
contando cuentos y anécdotas, cantando el que sabía o se animaba algún tango
escuchado en la radio.
También corríamos alguna carrera
hasta la pequeña placita vecina a mi escuela, y era muy difícil que nos
aventuráramos más lejos. Por dos razones: no había permiso de los padres y en
otro barrio tal vez nos topáramos con una barrita que cuidaba su lugar y
podríamos tener un disgusto.
Al tirarnos esa noche en la cama
donde el sueño nos esperaba y caía sobre nosotros “como una parva sobre
un chingolo”. Tal vez sin llegar a pensar en las aventuras que nos esperaban
con el primer canto del primer pájaro, cuando el día era tan nuevo como
nosotros en la rugosa corteza del mundo.
Vivir en el
silencio*
Quien vive en
el silencio
conoce su
propia tormenta.
Hay un cúmulo
de gritos reprimidos,
expresión
desatada de sorda rebeldía,
siempre envuelta
en harapos,
siempre ahogada
en susurros.
El corazón
ansía vendavales,
huracanes de
luz, sombras mortales.
Busca infiernos
el alma donde arder,
mares donde
nadar y naufragar, espacios
para batir sus
alas impotentes.
Sólo existe
quietud, todo es un vaso
de plomo
derretido.
¿Quién
desnudará tu grito?
¿Quién se
amarrará a tu labio?
¿Quién, en las
noches insomnes,
se acercará a
tu voz y a tu delirio?
-Sergio Borao Llop, publicó “El alba sin espejos” por el sello eBooks Literatúrame!
DETERIORO*
Acabábamos de
cenar. Hacía tiempo que lo notaba raro. Lo miré. Veía la televisión con
desidia, como si no le interesase pero necesitara esas imágenes ficticias. Bajé
los ojos. Me fijé en una miga de pan que había en su plato. Al caer sobre el
líquido de la lombarda se había hinchado. Junto a esta había otra; seca, más
pequeña. Me pareció estar en un cuarto oscuro; revelaba una fotografía y la
imagen iba apareciendo. Éramos nosotros. Él, el trozo pequeño, seco, había perdido
esponjosidad y grosor. La hinchada yo, que parecía haberme nutrido con el agua
violeta. Éramos dos migas de pan que se iban consumiendo, cada una a su manera.
Tiré las migas
a la basura y encima las cáscaras de plátano, pero seguía viéndolas. Saqué restos
de comida que puse sobre ellas. Al levantarme, él me miraba desde el marco de
la puerta. Se iba a dormir.
Imaginé cómo
íbamos transformándonos. Ahora era yo la pequeña, la que había perdido
esponjosidad y grosor, y él, el trozo hinchado, nutrido con el agua violeta.
Luego, yo volvía a ser la hinchada, y él la reseca. Éramos dos migas de pan que
se iban consumiendo, cada una a su manera.
Hay que
cuidarse*
Después de
hacerme un análisis para determinar mi peso ideal y la masa corporal, hace más
de dos meses que sigo una dieta controlada en la que he sustituido los azucares
por edulcorantes, además de tomar las bebidas, galletas y yogures sin azúcar.
No como embutidos ni grasas (tocino, mantequilla, nata, etc) y he eliminado los
fritos cocinando hervidos o a la plancha. Ceno únicamente una ensalada con una
infusión de té rojo y bebo tres litros de agua al día.
Cada mañana
hago una tabla de gimnasia de 30 minutos con ejercicios de abdominales,
torsiones de cintura y flexiones que complemento con 15 minutos de bicicleta
estática. Por las tardes camino 5 kilómetros diarios y tres veces a la semana
bailo Batuka.
Mi arsenal de
cosméticos se compone de: Barra de labios Dragée Luminelle de Yves Rocher,
Blushing Daisies The Body Shop, Colorete H&M, Perfume sólido l'Occitaine,
Body Butter Fruity Fresh by H&M, Sombras de ojos Summer Collection, Silk
Gloss de Max Factor, Hydrance leche corporal Avène, Glam Bronze Minerals de
L'Oréal Paris, Desmaquillador Plumkier, "Move your lips" The Body
Shop, Signature Lipstick de Estée Lauder, Fluido iluminador de The Body Shop,
Crème Nivranesque, Maquillaje Color Adapt de Max Factor, Eau de Toilette Naturelle,
Mascara Captiv'eyes, Dior Addict High Shine, Double Wear zero-smudge, Polvos
sueltos Blended Face Powder, Joli Rouge de Clarins, Leche de cuerpo Emporio
Armani Diamonds, Moisture Surge, Muscle Easing™ Bath Soak, Fresca escarcha de
Bambú.
He llegado a la
conclusión de que todas estas medidas me han convertido en una mujer invisible
porque desde que lo hago, tu ni me miras.
*
si algo llamara
a esa mujer
a la vida
una piedra
una cortina
metálica
una pomada para
los hongos del pie
no sé
un nuevo libro
de haruki murakami
un tentempié
un canapé
la nieve rosa
que cayó sobre rusia
si algo la
despertara
si algo fuese
capaz de romper en ella
esa lámina
invisible
impermeable que
la reviste y la deja
como una
almendra
una rosa
un número
indestructible y muerto
un ladrillo
encajado en la arena
recubierto de
horas
hecho hangar de
cangrejos y de mosquitos
si algo le
hiciera abrir los ojos
y sonreír de
boca abierta
sonreír cajas
llenas de pomelos
sonreír hijos y
sahumerios y ciudades por
donde la luna
se va quitando de encima las arañas
si supiera
nombrarla
tocarle la
mandíbula
sacar del fondo
de la habitación sus mandalas
pintarlas de
lluvia
invitarla a la
mesa a jugar que aún estamos
como se dice
vulgarmente vivos/
SÓLO TU VOZ*
“Since I haye walk’d with you through shady lanes…”
Keats
Sentí el morir
en la garganta
su perfume
abría una fosa
solemne.
Era el día
negro y tibio
de soles rotos
balanceando
el vaho en los
pliegues.
Esperé la danza
blanquísima,
esculpí
palacios
de sombras.
Abrí el
crepúsculo
voluptuoso,
tu música
brillaba
frente a mí.
Bebí tu voz,
deposité la
vigilia
en la hendidura
plateada
de tu pecho
espectral.
(Yo empezaba a
tiritar
en ese
instante*).
(*) Sara
Vánegas Coveña
*De Natalia
Lara. cpc.larag@hotmail.com
© 2014 TODOS
LOS DERECHOS RESERVADOS
MANIFIESTO*
Déjame que me
pronuncie
con las
sencillas palabras. Claras
fugaces,
dolidas, cálidas....
Déjame que
trace este cierto
itinerario de
agua
con una
mano-verdad
y una caricia
salada.
Quiero vestirme
de briznas
y arrodillada
en rocío
comer lucero y
mañanas.
Déjame andar el
paisaje
de Exupery. Su
tristeza
aún no tiene la
respuesta que él aguarda.
El Principito
no vuelve
y quiero mandar
mi carta.
Sobre las
bombas y el ruido,
sobre complejos
y angustias
comunico, pido,
exijo
no me quiten
los silencios
redentores, elocuentes.
En un mundo que
pregunta
que formula
que analiza
que pretende
soluciones
rotuladas
déjenme el
claro silencio
con las velas
desplegadas.
*De Miryam
Seia. miryamseia@cablenet.com.ar
-De RAÍZ AL
AIRE -1981 -
DE CARNE
APASIONADA*
Magia y pasión,
mi amor ¿que es? Vivir, simplemente, vivir.
Apasionada soy
y mujer y rebrote. Raíz y fruto. Pulpa.
He vertido
libaciones en el retoño nacido de mi tierra.
De leche,
aceite y aguamiel.
El miedo de la
noche devora pájaros dormidos.
He convocado
las magas de cuya carne enardecida vengo.
Hemos cerrado
las puertas a esa enorme lengua de lagarto.
Y hemos
detenido el jadeo, el latigazo, la irredención.
Tiernas nanas
cantamos. El fuego arde y la muerte se aleja.
Apasionadamente
hice mil veces el truco de la cuerda que se corta.
Y reaparece intacta
en el cordón umbilical.
He transformado
cebollas de hambre en jugosos duraznos.
En naranjas
dulcísimas, en frutos del árbol pan.
He cortado
cabezas de sandías del mal, con una hoja de parra.
Con una daga he
atravesado el cuerpo de mil Lázaros.
Mis manos han
sembrado en tus venas memoriosas semillas.
Te he lamido
como un cachorro triste y susurrado en tu oído:
El amor es
apenas una tregua. También lo es la tristeza.
Y has meneado
la cola, mi mandril con cabeza de cigüeña (*)
Has libado de
mis ubres la magia universal.
Apasionada. De
luminosos sortilegios preñada.
Naceres.
Dios de la
luna, mago y artista, escriba de los dioses.
Y has sido
sabio, ignorante. Hombre y rebrote. Raíz y fruto.
Y humano, sobre
todo, humano.
*De Amelia Arellano. amelia.arellano01@yahoo.com.ar
(*) En
referencia al dios egipcio Thot
Geneviève*
*De Osvaldo
Soriano.
En medio de la clase de física, cuando llegaba la primavera y el viento
se calmaba y todos dejábamos de rechinar los dientes, el Flaco Martínez, que
era el profesor más querido del colegio, tiraba la tiza sobre el escritorio
descalabrado y decía: "Y ahora, a visitar la materia". Los alumnos
sabíamos lo que quería decir. Los primeros aplausos y vivas venían de los
bancos de atrás, de los mayores que repetían por tercera vez el año y estaban
en edad de conscripción.
Guardábamos carpetas y libros y el Flaco Martínez levantaba las manos pidiendo silencio para que el director y el celador no nos oyeran. El director era un tipo bien trajeado que sabía manejar la sonrisa y el rigor; estaba al tanto, pero toleraba las escapadas porque temía el desgano de los mejores jugadores de fútbol en la gran final intercolegial de noviembre.
Era sabido que cada año apostaba su aguinaldo completo a favor de "sus muchachos". Con la llegada de la primavera florecía también su carácter jovial, tolerante, y la disciplina se relajaba y los exámenes eran menos imperativos y aquellos que nos sabíamos ya integrantes del equipo nos sentíamos con derecho a olvidar las matemáticas y la química para entrenar en la cancha vecina.
Entonces salíamos caminando despacio, casi arrastrando los pies para no darles envidia a los pibes de primer año que tenían matemáticas en el aula del zaguán, la puerta entreabierta porque ya no soplaba el viento del oeste y el silencio calmaba los nervios como un puñado de aspirinas. Por entonces las calles no estaban pavimentadas y un viejo camión regador pasaba dos veces por día para aquietar el polvo. Cuando el viento callaba, como aquella tarde, el pueblo chato y gris parecía cubrirse de ruidos que no conocíamos. El Flaco Martínez caminaba adelante, el pucho entre los labios, su pálida cara de tuberculoso afrontando un sol dañino. Era, creo, tan pobre como nosotros: llevaba siempre el mismo traje azul lustroso que planchaba extendiéndolo bajo el colchón de la pensión y se ponía cualquier corbata cortita a la que nunca le deshacía el nudo. Se decía que era timbero y mujeriego y que por eso lo habían transferido de un respetable colegio de Bahía Blanca a nuestro remoto establecimiento de varones solos, adonde sólo se llegaba por castigo o por aventura.
Éramos más de veinte en el curso, pero la asistencia nunca pasaba de doce o catorce; los mejores alumnos, serios y bien vestidos, y nosotros, los que teníamos el boletín lleno de amonestaciones pero jugábamos bien al fútbol.
No era fácil seguir al Flaco Martínez que tenía las piernas largas como mástiles. Subía la cuesta y encaraba por la ruta asfaltada que separaba a los malos de los buenos ciudadanos del pueblo. Al sol, su pelo largo al estilo de un bohemio pasado de moda se ponía rojo y todos nos dábamos cuenta de que la física le importaba tanto como a nosotros. Pero nadie, nunca, se animó a tutearlo. En los momentos más dramáticos de una partida de billar se le alcanzaba la tiza acompañandola de un "señor" que jamás sonó socarrón.
Aquélla no era su tierra y estaba claro que despreciaba cada grano de arena que respiraba o se le metía en los zapatos. Pero se había resignado a ella como los hombres solos se resignan a las noches interminables.
Bajando la cuesta, al otro lado de la ruta, se veían esparcidas las primeras casas cuadradas y el café con billares y barajas del turco Saúl Asir. A esa hora, las calles del barrio estaban desiertas y sólo los camiones cargados de manzanas pasaban dejando una polvareda que se quedaba flotando hasta que una brisa nos la apartaba del camino y el sol volvía a cocinar las acequias y los espinillos. En el bar, el Flaco Martínez se tomaba una sola ginebra y nos hacía vaciar los bolsillos. Como siempre, el Rengo Mores tenía apenas lo justo para pagarse la vuelta en ómnibus hasta Centenario, que quedaba entre las bardas, a cuarenta kilómetros. Casi todos vivíamos lejos y atravesábamos el río en colectivo, o en bicicleta, o colados en algún camión. Los que faltaban a clase se habían quedado pescando cerca del puente porque todavía no era tiempo de sacarse la ropa y tirarse a nadar.
Juntábamos el primer viernes de cada mes lo que ganábamos al truco, o en trabajos de ocasión. El Flaco Martínez reunía los billetes y hasta alguna moneda, agregaba lo suyo que no era mucho, y se iba a parlamentar con la gorda Zulema que era nuestra virgen protectora. La Zulema era dulce y sabia, paciente y comprensiva, y amaba su profesión como jamás he visto que otra mujer la amara. No conocía el egoísmo ni las pequeñas miserias que otros toman por virtudes. Su orgullo era la heladera eléctrica, la única de ese costado maldecido de la ribera, que había hecho traer en un vagón de encomiendas desde Buenos Aires. No es que alardeara de ella, ni que la mezquinara, pero nadie tenía derecho a abrirla sin su presencia y consentimiento.
Una noche de sopor en la que todos estuvimos de acuerdo en que llovería, la abrió delante de mí y del Negro Orellana. Aparte de una botella de refresco y una pechuga de pollo, había un largo collar de perlas de imitación y un paquete de cartas envueltas en una cinta rosa. Eran fantasmas del pasado y la Gorda Zulema quería que se conservaran frescos e intactos como un postre de chocolate.
Hubo otra noche en que yo estaba triste, un poco borracho e impotente, y ella me pasó la mano por la cabeza y me acarició los párpados y no me dijo las estúpidas palabras que tenían preparadas las otras mujeres del barrio. Me hizo sentar al borde de la cama, que era grande como una pista de baile, apoyó su cabeza contra mi espalda para que no nos viéramos las caras y me contó alguna cosa de su vida que nos hizo llorar a los dos mientras los otros clientes esperaban en el vestíbulo.
Supe esa noche que se llamaba Geneviève, que era francesa de verdad y no como otras, que arrastraban la erre para darse corte. Buscó las cartas en la heladera. Los sobres desteñidos de tinta violeta estaban escritos con una caligrafía varonil e imperativa. Un detalle añadía a la distancia un reproche velado: no conforme con escribir Neuquén, Argentine, el hombre agregaba inútilmente Patagonie, Amérique du Sud. El sobre traía ya una sospecha de selvas o desiertos. De fin del mundo.
Geneviève se había ocultado detrás de Zulema en Buenos Aires, donde había pasado algunos años de gloria mientras Europa se desangraba. Su contribución al esfuerzo de guerra de sus compatriotas había sido firme y decidida: hasta la liberación de París ningún hombre de nacionalidad alemana se tendió sobre sus sábanas.
La decadencia y las arrugas la trajeron a nuestro pueblo y secretamente sabía que su tierra ya estaba tan lejana como su juventud. Barajó los sobres como si fuera a repartir las cartas y en ellas estuviera escrito el destino, el de ella -que soñaba en vano con volver a ver el Mediterráneo- y el mío, que alguna vez me llevaría a su Francia natal.
No habló del hombre que se quedó en el puerto de Marsella: cuando la correspondencia dejó de llegar empaquetó el pasado y lo guardó en la heladera, como otras mujeres lo conservan el el rictus amargo de los labios.
Pero aquella tarde de primavera en que llegamos con el Flaco Martínez, todavía no habíamos mirado la heladera por dentro ni habíamos llorado juntos. Zulema era gorda y opulenta y Federico Fellini hubiera gustado de ella. A su lado, el Flaco Martínez parecía una escoba abandonada junto a un camión cisterna. Hablaron un rato sin manosear dinero ni levantar la voz. Al otro lado de la calle nosotros esperábamos, ansiosos como si el Flaco estuviera por tirar un penal. Un movimiento de cabeza, una risa comprensiva de la Gorda Zulema y empezamos a saltar como si el Flaco hubiera hecho el gol.
Tirábamos los turnos a la suerte, revoleando dos monedas a la vez y el sistema era complicado porque la empresa era seria. Si alguien reclamaba prioridad por su dinero, el Flaco prometía hacerle explicar la fusión de ya no sé qué materia y el egoísta se calmaba. Después, al caer la tarde, con la lengua desatada por la emoción, íbamos a jugar al billar a lo del Turco y teníamos un hambre feroz y ni una moneda para un sándwich.
Cuando recuerdo aquellos años, cuando reviven las imágenes del Flaco Martínez y de la Gorda zulema, imagino que el corresponsal de Marsella escribiría sus cartas temiendo que el corazón de su Geneviève se endureciera en aquel desierto hostil. Pues no. Es hora de que ese hombre obstinado, si vive todavía, lo sepa. Valía la pena esperarla. Aun esperarla en vano. En aquel paisaje en el que éramos extranjeros (es decir, inocentes), todo era irrealidad: no había elefantes que rodearan el valle, ni el avión negro de Perón llegó nunca. Las manzanas y las vidas florecían pero las ilusiones, como los relojes baratos que llevábamos en la muñeca, se entorpecían y luchaban por abrirse paso entre la arenisca que volaba desde el desierto.
Hace unos años, cuando fui por última vez, mis amigos de entonces me habían enterrado: corrió la noticia que me daba como descabezado en un accidente de tránsito. Fue curioso ver las caras azoradas frente a una aparición de ultratumba.
Por fin, cuando hicimos el recuento de vidas y muertes, de hazañas y cobardías, de sueños realizados y matrimonios hechos y deshechos, pregunté por el Flaco Martínez. "El Flaco también se murió -dijo alguien-; se fue al sur, a Santa Cruz, y lo agarró la pulmonía, pobre Flaco."
La zulema era un recuerdo que se nombraba en voz baja. Muchos se habían construido un edificio personal que los abrigaba de un pasado de pobreza y la Gorda Zulema estaba sepultada en los cimientos. ¿Qué importancia podía tener entonces aquel primer viernes de cada mes, cuando era primavera y el viento se calmaba y todos dejábamos de rechinar los dientes?
Guardábamos carpetas y libros y el Flaco Martínez levantaba las manos pidiendo silencio para que el director y el celador no nos oyeran. El director era un tipo bien trajeado que sabía manejar la sonrisa y el rigor; estaba al tanto, pero toleraba las escapadas porque temía el desgano de los mejores jugadores de fútbol en la gran final intercolegial de noviembre.
Era sabido que cada año apostaba su aguinaldo completo a favor de "sus muchachos". Con la llegada de la primavera florecía también su carácter jovial, tolerante, y la disciplina se relajaba y los exámenes eran menos imperativos y aquellos que nos sabíamos ya integrantes del equipo nos sentíamos con derecho a olvidar las matemáticas y la química para entrenar en la cancha vecina.
Entonces salíamos caminando despacio, casi arrastrando los pies para no darles envidia a los pibes de primer año que tenían matemáticas en el aula del zaguán, la puerta entreabierta porque ya no soplaba el viento del oeste y el silencio calmaba los nervios como un puñado de aspirinas. Por entonces las calles no estaban pavimentadas y un viejo camión regador pasaba dos veces por día para aquietar el polvo. Cuando el viento callaba, como aquella tarde, el pueblo chato y gris parecía cubrirse de ruidos que no conocíamos. El Flaco Martínez caminaba adelante, el pucho entre los labios, su pálida cara de tuberculoso afrontando un sol dañino. Era, creo, tan pobre como nosotros: llevaba siempre el mismo traje azul lustroso que planchaba extendiéndolo bajo el colchón de la pensión y se ponía cualquier corbata cortita a la que nunca le deshacía el nudo. Se decía que era timbero y mujeriego y que por eso lo habían transferido de un respetable colegio de Bahía Blanca a nuestro remoto establecimiento de varones solos, adonde sólo se llegaba por castigo o por aventura.
Éramos más de veinte en el curso, pero la asistencia nunca pasaba de doce o catorce; los mejores alumnos, serios y bien vestidos, y nosotros, los que teníamos el boletín lleno de amonestaciones pero jugábamos bien al fútbol.
No era fácil seguir al Flaco Martínez que tenía las piernas largas como mástiles. Subía la cuesta y encaraba por la ruta asfaltada que separaba a los malos de los buenos ciudadanos del pueblo. Al sol, su pelo largo al estilo de un bohemio pasado de moda se ponía rojo y todos nos dábamos cuenta de que la física le importaba tanto como a nosotros. Pero nadie, nunca, se animó a tutearlo. En los momentos más dramáticos de una partida de billar se le alcanzaba la tiza acompañandola de un "señor" que jamás sonó socarrón.
Aquélla no era su tierra y estaba claro que despreciaba cada grano de arena que respiraba o se le metía en los zapatos. Pero se había resignado a ella como los hombres solos se resignan a las noches interminables.
Bajando la cuesta, al otro lado de la ruta, se veían esparcidas las primeras casas cuadradas y el café con billares y barajas del turco Saúl Asir. A esa hora, las calles del barrio estaban desiertas y sólo los camiones cargados de manzanas pasaban dejando una polvareda que se quedaba flotando hasta que una brisa nos la apartaba del camino y el sol volvía a cocinar las acequias y los espinillos. En el bar, el Flaco Martínez se tomaba una sola ginebra y nos hacía vaciar los bolsillos. Como siempre, el Rengo Mores tenía apenas lo justo para pagarse la vuelta en ómnibus hasta Centenario, que quedaba entre las bardas, a cuarenta kilómetros. Casi todos vivíamos lejos y atravesábamos el río en colectivo, o en bicicleta, o colados en algún camión. Los que faltaban a clase se habían quedado pescando cerca del puente porque todavía no era tiempo de sacarse la ropa y tirarse a nadar.
Juntábamos el primer viernes de cada mes lo que ganábamos al truco, o en trabajos de ocasión. El Flaco Martínez reunía los billetes y hasta alguna moneda, agregaba lo suyo que no era mucho, y se iba a parlamentar con la gorda Zulema que era nuestra virgen protectora. La Zulema era dulce y sabia, paciente y comprensiva, y amaba su profesión como jamás he visto que otra mujer la amara. No conocía el egoísmo ni las pequeñas miserias que otros toman por virtudes. Su orgullo era la heladera eléctrica, la única de ese costado maldecido de la ribera, que había hecho traer en un vagón de encomiendas desde Buenos Aires. No es que alardeara de ella, ni que la mezquinara, pero nadie tenía derecho a abrirla sin su presencia y consentimiento.
Una noche de sopor en la que todos estuvimos de acuerdo en que llovería, la abrió delante de mí y del Negro Orellana. Aparte de una botella de refresco y una pechuga de pollo, había un largo collar de perlas de imitación y un paquete de cartas envueltas en una cinta rosa. Eran fantasmas del pasado y la Gorda Zulema quería que se conservaran frescos e intactos como un postre de chocolate.
Hubo otra noche en que yo estaba triste, un poco borracho e impotente, y ella me pasó la mano por la cabeza y me acarició los párpados y no me dijo las estúpidas palabras que tenían preparadas las otras mujeres del barrio. Me hizo sentar al borde de la cama, que era grande como una pista de baile, apoyó su cabeza contra mi espalda para que no nos viéramos las caras y me contó alguna cosa de su vida que nos hizo llorar a los dos mientras los otros clientes esperaban en el vestíbulo.
Supe esa noche que se llamaba Geneviève, que era francesa de verdad y no como otras, que arrastraban la erre para darse corte. Buscó las cartas en la heladera. Los sobres desteñidos de tinta violeta estaban escritos con una caligrafía varonil e imperativa. Un detalle añadía a la distancia un reproche velado: no conforme con escribir Neuquén, Argentine, el hombre agregaba inútilmente Patagonie, Amérique du Sud. El sobre traía ya una sospecha de selvas o desiertos. De fin del mundo.
Geneviève se había ocultado detrás de Zulema en Buenos Aires, donde había pasado algunos años de gloria mientras Europa se desangraba. Su contribución al esfuerzo de guerra de sus compatriotas había sido firme y decidida: hasta la liberación de París ningún hombre de nacionalidad alemana se tendió sobre sus sábanas.
La decadencia y las arrugas la trajeron a nuestro pueblo y secretamente sabía que su tierra ya estaba tan lejana como su juventud. Barajó los sobres como si fuera a repartir las cartas y en ellas estuviera escrito el destino, el de ella -que soñaba en vano con volver a ver el Mediterráneo- y el mío, que alguna vez me llevaría a su Francia natal.
No habló del hombre que se quedó en el puerto de Marsella: cuando la correspondencia dejó de llegar empaquetó el pasado y lo guardó en la heladera, como otras mujeres lo conservan el el rictus amargo de los labios.
Pero aquella tarde de primavera en que llegamos con el Flaco Martínez, todavía no habíamos mirado la heladera por dentro ni habíamos llorado juntos. Zulema era gorda y opulenta y Federico Fellini hubiera gustado de ella. A su lado, el Flaco Martínez parecía una escoba abandonada junto a un camión cisterna. Hablaron un rato sin manosear dinero ni levantar la voz. Al otro lado de la calle nosotros esperábamos, ansiosos como si el Flaco estuviera por tirar un penal. Un movimiento de cabeza, una risa comprensiva de la Gorda Zulema y empezamos a saltar como si el Flaco hubiera hecho el gol.
Tirábamos los turnos a la suerte, revoleando dos monedas a la vez y el sistema era complicado porque la empresa era seria. Si alguien reclamaba prioridad por su dinero, el Flaco prometía hacerle explicar la fusión de ya no sé qué materia y el egoísta se calmaba. Después, al caer la tarde, con la lengua desatada por la emoción, íbamos a jugar al billar a lo del Turco y teníamos un hambre feroz y ni una moneda para un sándwich.
Cuando recuerdo aquellos años, cuando reviven las imágenes del Flaco Martínez y de la Gorda zulema, imagino que el corresponsal de Marsella escribiría sus cartas temiendo que el corazón de su Geneviève se endureciera en aquel desierto hostil. Pues no. Es hora de que ese hombre obstinado, si vive todavía, lo sepa. Valía la pena esperarla. Aun esperarla en vano. En aquel paisaje en el que éramos extranjeros (es decir, inocentes), todo era irrealidad: no había elefantes que rodearan el valle, ni el avión negro de Perón llegó nunca. Las manzanas y las vidas florecían pero las ilusiones, como los relojes baratos que llevábamos en la muñeca, se entorpecían y luchaban por abrirse paso entre la arenisca que volaba desde el desierto.
Hace unos años, cuando fui por última vez, mis amigos de entonces me habían enterrado: corrió la noticia que me daba como descabezado en un accidente de tránsito. Fue curioso ver las caras azoradas frente a una aparición de ultratumba.
Por fin, cuando hicimos el recuento de vidas y muertes, de hazañas y cobardías, de sueños realizados y matrimonios hechos y deshechos, pregunté por el Flaco Martínez. "El Flaco también se murió -dijo alguien-; se fue al sur, a Santa Cruz, y lo agarró la pulmonía, pobre Flaco."
La zulema era un recuerdo que se nombraba en voz baja. Muchos se habían construido un edificio personal que los abrigaba de un pasado de pobreza y la Gorda Zulema estaba sepultada en los cimientos. ¿Qué importancia podía tener entonces aquel primer viernes de cada mes, cuando era primavera y el viento se calmaba y todos dejábamos de rechinar los dientes?
* Osvaldo Soriano.
(6
de enero de 1943 – 29 de enero de 1997)
"Cuentos de los años
felices" Editorial Sudamericana, Bs. As. Edición de 1993.
EL BUSTO DE UN
HÉROE ENFERMO*
Obrero de la
construcción
poética
con las manos
destazadas
por los limbos
caprichosos
de las ideas,
con las retinas
agujereadas
por la
sustancia
semiótica
de las letras,
rechazado
como se rechaza
el abrazo
de la basura.
Buscas, sueñas
una realidad
imposible
donde la
belleza
sea como
una autopista
abierta
a los
recorridos
de los cojos
o una
televisión
para que
los ciegos
se entreguen
a la orgía
del
entretenimiento
mediático.
Obrero del
poema
terminarás
cansado
observando
tu Torre de
Babel
ignorarte,
viejo, ciego
y sordo.
Como busto
negro
de un héroe
enfermo
te sentarás
en un extremo
del papel
a hacer un
origami
de angustia
para echarlo a
volar
pero olvidas
que el viento
es zurdo
en su trato
con los poetas
y en lugar de
celebrar
sus hazañas
las condena.
*
Si mirar es lo
contrario de conocer,
"yo miro
tu amor"
es maravilla
la ciudad quema
como la
sorpresa
ya solo abre
los ojos.
*De Alejandra
Alma.
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