viernes, febrero 17, 2023

EL VAIVÉN DEL DESASOSIEGO

 


*Obra de Walkala.

Dr. Luis Alfredo Duarte Herrera (1958-2010).

-En Aurora Boreal. Walkala: un homenaje in memoriam

http://www.auroraboreal.net/index.php?option=com_content&view=article&id=1367%3Awalkala&catid=94%3Apintura&Itemid=160

 

 

 

 

 

 

 

 

 

*

 

 

De una herida a la otra

vamos saltando como canguros

que huyen de la ferocidad del fuego.

Pequeños animales temerosos somos,

animales que desconocen

que más allá también hay fuego

Y que ese fuego,

también nos quema.

 

*De Marcela Lokdos.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Método del fuego*

 

 

Por momentos encandila y es a la vez insuficiente

esta luz que me precede.

A veces cerrada e intensa como una linterna

o ambiciosa y frágil como un candil.

En todo caso la he seguido con cautela

desconfiando de lo que muestra.

Interesado en las sombras.

En lo que es ajeno al conocimiento

a la costumbre y a la forma.

La subjetividad de los hechos y las cosas

nunca se proyecta en el afuera.

Queda del lado de adentro de la mirada

en la confusa oquedad de la tormenta.

Donde el instinto, sin ninguna certeza,

frota dos maderos y persiste

hasta que, por fin, algo

enciende y quema.

 

*De Horacio Rodio. horaciorodio@hotmail.com

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

*

 

 

No hubiese que guardar

del todo

la decadencia

la penumbra

los amigos que el tiempo

detuvo una tarde bajo una ochava

tampoco el hastío y el deseo.

 El vaivén del desasosiego

El vaivén de cierta dulce placidez.

No hubiese que guardar no

del todo

todo

desacreditarlo archivarlo

porque aquello puede emerger

no se sabe qué tan afuera

no se sabe qué tan a la intemperie

 se halla

lo que el viento silba

sobre todos estos pálidos rostros

que parecen no ver el mío.

 

*De Adriana Sáliche.

Chivilcoy

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Al descubierto*

 

 

Me dijiste:

debemos cerrar los pórticos y mirar al sol.

Dejar atrás las migajas de pan

en las cuevas del tiempo.

 

Afuera la luz es una hechura en la piel

un tiempo circular de frutos recién cortados.

 

Y nosotras no somos ficticias.

 

*De Karina Lerman. karyler@hotmail.com

-De su libro “Las hijas de Lot”, Griselda García Editora, 2018

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

MUJER DEL FRIO FRENTE AL FUEGO*

 

 

Hay una mujer del frío que mira el fuego,

una mujer del cuadro de Brueghel que se imagina real

mientras los pájaros del invierno salen disparados

como proyectiles.  Nadie duda existencias.

El ansia le deja huellas: el ansia del calor como si eso fuera real

y el frío, un sueño rígido y sin vida, una blancura de fantasmas.

Algo cae en el fondo del fuego para quemarse

mientras el viento le tuerce los sueños a la mujer. Ya no sabe que ansía.

 si es el calor,

si es ese fondo que recibe lo arrojado

como si el fondo,

como si lo que toca el fondo

fuera lo real.

 

*De Liliana Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com

-Poema del libro Cazadores en la nieve.

Editorial La letra Eme. Buenos Aires, 2014

 

 

 

 

 



 

 

 

 

 

El grito de la mandrágora*

 

 

Nosotros jugábamos en el campito, a veces era a la pelota, a veces cavábamos trincheras y las naranjas eran granadas que volaban sobre yuyos crecidos. Había árboles achaparrados, una alambrada vencida que nos permitía un ingreso con amenaza de invasión al lugar prohibido.

Cada tanto era el hallazgo de un sapo, la persecución desde lejos y temerosa de una iguana prehistórica. Y las nenas que hacíamos tortitas de barro y poníamos la mesa de latas oxidadas sobre el redondo tocón de un árbol talado hacía décadas.

El lugar no era por completo tranquilizador, pero en eso estaba parte del encanto. Solos no íbamos. Cruzábamos el hueco del perímetro en bandada parloteante, de a tres o de a cinco, a veces más; cuando el sol legalizaba con sombras definidas esa amenaza que se manifestaba en los atardeceres y se afianzaba por las noches. Nunca de noche al campito. Alguna que otra vez nos quedamos en el crepúsculo, pero el avance de la oscuridad ponía rostros en las cortezas, sonidos en los matorrales, y ni siquiera la bulla era tranquilizadora, sonaba falsa, y terminaban provocándonos más miedo esas nuestras voces forzadas que el silencio que se adivinaba por debajo. Entonces cada carancho a su rancho, desbandada y retorno a las casas iluminadas, a mamá y la mesa puesta y los deberes todavía pendientes. Calcar un mapa, resolver un problema esquivo. Y el campito oscuro dejaba de existir porque ya no era el lugar de juegos sino el lugar donde la muerte se pasea bajo la luz fría de la luna.

Y una tarde encontramos al ahorcado.

Nosotros lo encontramos pendiendo del árbol. Ya no era un ser humano sino una cosa como un maniquí, algo parecido a una bolsa o un muñeco de trapos.

Vino la policía, desde la vereda asistimos al enjambre de vecinos y escuchamos al nivel de las cinturas las historias encontradas que iban formando la historia final del suicidio, la que se repetiría para siempre; y en la que figuraba una novia y un abandono, y esa cosa dramática de la juventud.

A los pocos días estábamos de vuelta. Era nuestro lugar, y aunque vigilábamos el árbol por el rabillo del ojo en medio del juego de la mancha, nada nos atemorizó, ningún bulto fantasmagórico se materializó bajo la rama.

Fui yo la que descubrió la plantita.

Justo en el lugar, debajo del espacio vacío ahora donde había pendido el hombre. Justo allí asomaba una ramita vertical, verde y erecta.

Uno de los chicos nos habló de la mandrágora. Quién se había ocupado de contarle semejantes historias, no lo recuerdo; pero él nos dijo que antes, cuando ahorcar a los ladrones o asesinos era una costumbre bastante usual, ocurría que en el momento terrible de la asfixia el hombre eyaculaba, y tal condenado riego sobre la tierra producía una planta infernal. La mandrágora.

El sonido de ese nombre mágico nos enturbió los paladares. Comenzamos a imaginar el bulbo monstruoso que se gestaba debajo de la superficie, tubérculo con forma humana, raíz maravillosa y llena de secretos poderes.

Veíamos crecer nuestra mandrágora, y por esos raros aconteceres ninguno dio en ir con el cuento a sus padres. Era nuestro secreto.

La ramita solitaria se abrió en hojas afiladas; oculto por debajo percibíamos con el estómago el ser enterrado, maligno, hecho de muerte y luna.

Tampoco recuerdo quién habló por vez primera de la cosecha. Se fue instalando la idea como aparecen las primeras nubes antes de la tormenta, inadvertidamente, en forma difusa, hasta que el cielo está cubierto y uno no sabe cuándo desapareció el último manchón celeste.

Las discusiones tenían la ingenuidad de nuestros pocos años. Entre los argumentos y las estrategias aparecían disputas por una figurita, o de pronto se armaba un picadito con la pelota y la cosecha quedaba momentáneamente olvidada.

Había un grave problema, y era que al arrancar la mandrágora la planta produce un fuerte grito, y quien la desentierra muere instantáneamente. Eso decía nuestro amigo, y para nosotros él era el hechicero y no se cuestionaba la verdad de su sabiduría. Tampoco dudábamos de que, si un hombre le pasaba el dedo medio por la palma a una mujer, ésta se le entregaría "mansita mansita"; recuerdo especialmente la expresión porque me hacía ver una mujer como un perrito panza arriba, la cara borrada, el cuerpo exánime, igual al de las monjas en éxtasis retratadas en las vidas de santos. Y un mago sostenía su mano, y le pasaba una y otra vez el dedo obsceno por el hueco ofrecido de la mano. Entonces decidimos traer a un chico de afuera, un extraño, que sin noticia del peligro nos proporcionase la raíz maravillosa.

Para qué propósito deseábamos la mandrágora, no lo sé. La aventura estaba en la acción y en la muerte, que justificaban los desvelos.

Confusamente algunos tejieron aspiraciones fabulosas, diciendo que podríamos vender por cifras millonarias el prodigio a los gitanos, otros hablaron de la NASA, y alguno mezcló la historia con los cuentos de hadas, y proponía pedir deseos como si en vez de una mandrágora hubiésemos hallado la lámpara de Aladino.

Por qué tentar al destino, la finalidad de lo que haríamos no importaba. Queríamos que sucediese algo. No sabíamos qué, pero algo.

Uno de los chicos era de esas familias numerosas y extendidas. En su casa habitualmente salían colchones de la piecita del fondo, y parientes del campo brotaban de la nada estacionando un automóvil o una camioneta embarrada y rellenando los espacios de las habitaciones con voces que hablaban con tonadas raras.

Hubo un primito, primo segundo creo, una de esas relaciones por parte del abuelo o la abuela, vaya a saber qué grado de parentesco, pero a ellos les bastaba con descender de Adán para ser de la familia. El chico era un gringuito de dientes enormes, todo sonrisa y pies descalzos, que andaría por los seis o siete años y tenía la ingenuidad intacta, la confianza sincera y esa fidelidad canina hacia los chicos más grandes.

Nos citamos al atardecer debajo del árbol.

Podría describir con notas lúgubres el campito, pero en realidad y llegado el momento fue como si no se jugase nada. En su lugar seguían las piedras que marcaban el arco para los partidos de pelota, no había espíritus tenebrosos escondidos detrás de los arbustos.

Alguien le dijo que arrancase la plantita, así, sin ceremonia ni preparación, y con solicitud el gringuito aferró el tallo y las hojas, dio el tirón exacto con el que desmalezaba la quinta de su madre. Todos gritamos. No puedo asegurar que el aullido aterrador proviniese de la mata arrancada o fuese la unión de nuestros agudos chillidos infantiles. Después aseguramos haber escuchado el grito, pero quién sabe. En la mano sostenía limpiamente un tubérculo gordo y con ramificaciones que se asemejaba vagamente a un ser humano.

El nene murió, pero después. Vuelto al campo supimos que lo tomó una fiebre y apenas duró unos días. A la raíz la cortamos en pedazos y cada uno se llevó su parte. La porción que me pertenecía se secó, quedó como una pasa resumida, y fue olvidada en el cajón de la mesita de luz hasta que se perdió en alguna limpieza. Después vinieron cocineros televisivos y supe del jengibre.

No hablamos más del asunto. La magia se niega a acontecer con claridad, y nos permite darla al olvido y la duda. Afortunadamente.

 

*De Mónica Russomanno. russomannomonica@hotmail.com

 

 

 

 

 

 

 

 

*

 

 

Arder

no es destino para todos.

Vos,

yo,

apenas

árboles solitarios en la orilla,

corteza

arrancada por el tiempo

de otro árbol,

acaso leña

para un fuego más alto.

Arder

no es destino para todos.

La sangre,

la brevísima corriente por la vena,

río que se apaga

y se ceniza.

Polvo de otros polvos,

el corazón insiste:

no es ofrenda

lo que no ha de perdurar.

Por eso

las palabras,

acaso

el poema.

 

 

*De Mariana Finochietto. mares.finochietto@gmail.com

 

- Mariana nació en General Belgrano, Provincia de Buenos Aires. Actualmente vive en City Bell.

Publicó: Cuadernos de la breve ceguera (La Magdalena 2014).

Jardines, en coautoría con Raúl Feroglio (El Mensú, 2015)

La hija del pescador (La Magdalena, 2016).

Piedras de colores (Proyecto Hybris 2018).

El orden del agua, GPU Ediciones (2019).

MADURA, Editorial Sudestada (2021)-

-Quiero sacar la cabeza por la ventanilla de tu coche.

Halley ediciones (2022)

-Coordina Microversos, talleres de exploración literaria

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Araucaria*

 

-Para Eduardo Coiro, querido amigo

 

Una vieja amiga de la familia vino a saludarnos, un mes después de la muerte de mi padre. Nos daba un poco de vergüenza hacerla pasar: los sillones del living estaban desteñidos y tenían vencidos los resortes. Los muebles estaban cubiertos de polvo y los pisos necesitaban desde hacía mucho tiempo, una buena fregada. De todos modos, le servimos una taza de té y recordamos algunas anécdotas de muchos años atrás. Ella nos contó algo que me dejó pensativo: en la familia se contaba que mi abuela había recibido, no se sabe cómo, algunas libras esterlinas y luego había podido comprar algunas más. Las había escondido, para preservarlas de su esposo, que quemaba todo lo que encontraba para apostar a los caballos.

Mi abuela tenía una voz prodigiosa. Si hubiese sido otra la época, tal vez hubiera triunfado en el canto lírico. Pero sus padres no la dejaron ir a estudiar a Buenos Aires y sólo hasta la capital provincial había llegado, en celebradas presentaciones. Mi madre contaba que su esposo, el abuelo, había malvendido todos los trajes y zapatos de actuación de mi abuela para apostar. Ella ni siquiera se refería a ellos y, muchos menos, a su talento o al abuelo.

Acompañamos a nuestra vieja amiga a tomar su tren. Cuando ya partía, le pregunté algo que súbitamente me vino a la cabeza: ¿cómo había hecho para llegar a nuestra casa sin la dirección? Entre los gritos y la sirena del tren que partía, ella contestó sonriendo: tu papá dijo que el árbol de su patio era el único que se veía, en este pueblo chato, desde la estación del tren.

Yo no recordaba haber vivido en otra casa más que ésa. La había construido mi abuelo cuando era joven, antes de perderse por la bebida y el juego. Mi mamá y mi papá se habían instalado ahí cuando mi abuela estaba a punto de morir. Siempre había sido nuestra casa. Ahora nos habían llegado noticias de un tío que andaba por la provincia de San Juan y nos sobrecogió el temor de que viniera a reclamar algo. ¿Qué pasaría si esa casa se vendía? ¿Qué sería de nosotros? Pensé en la biblioteca, en todos esos libros que yo conocía desde chico. ¡Los había leído tantas veces! Todos tenían las hojas amarillas, algunas de las tapas dobladas…Pero siempre habían estado ahí, seguros. Algunos escritos en hebreo, otros en francés, otros en latín. Los libros de mi infancia. No eran relucientes como los que yo traía de la biblioteca municipal todas las semanas. Esos iban y volvían, pulcros, bien armados. Los nuestros no. Pero ¿qué iba a ser de ellos si vendíamos la casa?

La preocupación por mi tío dio paso a un pensamiento más urgente: ¿dónde estarían escondidas las libras esterlinas? Yo apenas si conseguía algunos trabajos de marquetería. Era prolijo y detallista, pero a la gente no le gustaba venir hasta nuestra casa y cada vez eran más escasos los encargues. Mi hermano tenía una pensión por discapacidad, y no había otra entrada. Mi padre había muerto y con él, su jubilación.

Buscamos en todos los posibles lugares. Arriba de los roperos, detrás de los cajones. No encontramos nada. Lo único que nos quedaba era revisar la temida piecita del fondo.

Ese día todo había salido bastante bien. Eran como señales.  Me habían hecho un descuento en la panadería, me sonrió mi vecina cuando salí a caminar… Lo tomé como un buen augurio. No era un día maldito.

Entonces cuando mi hermano se despertó, de su larga noche de sueño, le propuse que juntos fuésemos a la piecita y buscásemos en algún mueble, las libras esterlinas. Me miró con extrañeza y preocupación. ¡Pero necesitábamos tanto el dinero que hubiésemos levantando las tablas del piso si yo se lo proponía!

Con decisión cruzamos el patio y rodeamos la araucaria para llegar hasta la solitaria piecita de los trastos, en el fondo de la casa. Siempre me había parecido insólito que un árbol como ese estuviera en nuestro patio. ¿Qué hacía una araucaria en una zona como ésta? Vivíamos en el centro del país. Llanura. Humedad. Jamás había nevado ni nevaría en mi ciudad. ¿Por qué una araucaria en ese lugar? Después averigüé, que muchos años atrás, siglos, en esta región había araucarias. Este árbol era un sobreviviente. Hacía casi mil años que estaba ahí. Y mi abuelo había construido su casa alrededor de él. Cuando éramos niños la considerábamos un árbol inútil. No nos podíamos trepar, no daba buena sombra, no tenía flores ni perfume e ignorábamos el altísimo valor proteico de sus frutos. No tenía ninguna razón de ser ese árbol en ese lugar. Recuerdo que una vez un amigo de la familia trató de convencer a mi padre para que lo cortara.  Había empezado a llenarle la cabeza de ideas trágicas: que el árbol podía caer sobre la casa, hundir el techo y ocasionar una catástrofe, humana o material. Pero después mi padre se informó que las araucarias tienen grandes y profundas raíces, algunas de hasta una extensión de 20 metros y como era un árbol sagrado para los pueblos originarios, decidió conservarla. Era casi imposible que un viento fuerte la derribara.

Ahí quedó, firme, derecha, elevándose, destacándose de entre todos los árboles de la cuadra. Alta, inútil. Un símbolo, vaya a saber de qué. De un pasado que ya no estaba. De una época en la que no existían ni siquiera los primeros habitantes de esta región.

Era el mediodía, el sol estaba bien alto, cuando llegamos hasta la piecita. Primero nos fijamos a través de los vidrios de su puerta verde y luego, con muchísimo cuidado, bajamos el picaporte. Desde afuera no se veía nada raro. Era una habitación muy pequeña… Igual dejamos la puerta abierta, bien abierta, para poder correr si algo raro aparecía. El olor a humedad era intenso. Todo estaba tan quieto, tan inmóvil…

Empecé a pensar que tal vez era desmedido el temor que había paralizado durante días la decisión de entrar allí. La razón me decía; ¿Qué era lo que podía encontrar dentro de la piecita que me diera miedo? ¿Ratas? Casi imposible. No había rastro de comida alguna. ¿Alacranes, tal vez, o arañas? Eso no me daba miedo. Podía pisarlos. Pero siempre me aterrorizaba, en lugares como ése, que abriera una puerta o un cajón y algo extraño, algo negro, peludo, con brillantes ojos rojos y afilados dientes, saltara y me mordiera la mano.  Es gracioso. Sé que es un pensamiento infantil, un miedo irracional, pero no podía evitarlo. No había nada dentro de mi mente que me respondiera que estaba en lo correcto, que el miedo que tenía no era infundado. Sin embargo, era imposible no sentirlo. Era la piecita el lugar al que amenazaban con encerrarnos cuando nos portábamos mal.  Y en realidad no había nada adentro, salvo dos o tres muebles. Pero el silencio, el encierro, el aislamiento era tanto más temeroso que cualquier monstruo que podría haber habitado esa pequeña pieza.

El único mueble que podía contener algo era una cómoda grande.

Uno a uno fui abriendo los cajones. Mi hermano me cubría las espaldas. Miraba sobre mi hombro, pero tenía un pie afuera de la puerta. Yo no metía la mano: había llevado un palo y con él revolvía toscamente las cosas que estaban dentro del cajón. Nada interesante. Viejas cartas, ropa manchada por invisibles cucarachas, trajecitos de bautismo, collares, rosarios, hasta un misal con hojas doradas. Pero nada de lo que nosotros buscábamos. Ningún papel importante, nada de oro. Nada.

Hasta que llegamos a las dos puertas que estaban en la parte inferior del mueble. No me iba a arriesgar a abrirlas con mi mano. Si saltaba el monstruo estaba demasiado cerca mi brazo de sus dientes.  Así que busqué un alambre, bastante grueso, y enganché con él una de las manijas de las puertitas. Una vez que estuvo bien agarrado, le avisé a mi hermano y los dos, expectantes, en silencio, contuvimos la respiración y tiramos del alambre hacia afuera. Yo noté que algo empujaba desde adentro, lo que me atemorizó bastante, pero no le dije nada a mi hermano. Tiré un poco más fuerte y la abrí. Un manojo de ropa brillante saltó afuera del mueble una vez cedida la presión de la puerta y detrás de él una vieja pelota de cuero.  Mi hermano la reconoció enseguida. Habíamos jugado un partido en el patio con los chicos de la cuadra y la fuerte patada del Aníbal había tenido un efecto funesto: atravesó el vidrio de la ventana y rompió una estatuita de un monje chino que mi madre tenía sobre la mesita de luz.  Se acabaron los partidos en el patio, nos fuimos a la cama sin cenar y a la pelota no la volvimos a ver nunca.

Pero yo me concentré en la ropa. Eran varios vestidos de una hermosa tela. Seguramente sería seda, o algo así. Daba gusto tocarlos y uno de ellos, el azul, tenía en el escote algo que brillaba.

¡Si señor!¡ Era una especie de gargantilla de oro, que adornaba el vestido! Imposible confundirme. Conocía muy bien el color del oro.

Mi hermano seguía detrás mío cuando volvimos a la cocina. Llevaba apretado contra su pecho el vestido con la cadena de oro. Ya no había tanto sol. Se había nublado y un suave viento del sur empezaba a soplar.

Atravesamos el patio. Mientras caminábamos hacia la cocina, mi hermano comentó que le iba a pedir el diario al vecino para fijarse en la cotización del oro. Lanzó una risita nerviosa y después se calló. Ni siquiera miramos la araucaria. Cuando llegamos a la puerta me pareció escuchar un sollozo. Me di vuelta y lo miré: se estaba limpiando su aniñada cara, cubierta de arrugas, con la brillante tela del vestido de seda.

El pago por la gargantilla nos dio un respiro, pero seguíamos pensando en las liras esterlinas ocultas por mi abuela. ¿Sabría mi madre dónde estaban? Ese pensamiento me llevó al recuerdo de sus últimas semanas de vida. El Alzheimer le había arruinado sus músculos, su memoria, su claridad mental. Era como una niña. Volvió a hablar con su padre, ya muerto y enterrado hacía mucho tiempo, y no nos reconocía. Poco a poco se fue apagando, encerrándose en sí misma y en un tiempo pasado en el que había sido feliz. Si conocía el paradero de esos billetes, se había ido con ella.

Mi hermano se había vuelto cada vez más sombrío. No le preocupaba lo económico, eso era más una intranquilidad mía, pero el no tener la presencia de mi padre en casa lo hacía sentir indefenso. Siempre mis padres lo protegieron, debido a su discapacidad. Su desarrollo mental se había detenido cuando era un niño y todos estábamos acostumbrados a ello. Mi padre era la figura segura que lo acompañaba cuando salían a caminar y evitaba las burlas o las miradas de quienes se cruzaban en su paseo. No era violento sino todo lo contrario. Nos llevamos bien siempre, pero yo sabía que en esta ocasión, él no podría ayudarme.

El único talento de mi hermano era el dibujo. Mi madre no se había animado a llevarlo a alguna escuela de artes, o a contratar un profesor. Pero mi hermano se entretenía, a veces durante horas, dibujando en las hojas blancas que le conseguíamos, y sus dibujos eran realmente impresionantes: dibujaba lo que veía con una exactitud increíble. Eran casi fotos, sombreadas, con una perspectiva y profundidad que no sabíamos de dónde había aprendido. Hasta las caras de las personas y las miradas eran asombrosamente reales. Su limitación era que no podía dibujar algo que nunca hubiese visto, o que no estuviese frente a sus ojos. La imaginación, el recuerdo de algún lugar, no tenían cabida en la incomprensible mente de mi hermano.

Cuando estaba en segundo grado, su maestra llamó una tarde a mamá y estuvieron hablando las dos, a la salida de la escuela. Mi hermano y yo esperábamos en la vereda, tirando a la zanja bolitas de paraíso. Yo espiaba a las dos mujeres mientras hablaban y no olvido la mirada de angustia de mi madre. Las puertas de la escuela ya habían cerrado. Luego, mi madre vino hacia nosotros y volvimos caminando muy lentamente a casa.

Fue el último día que mi hermano asistió a la escuela.  La maestra le había dado como tarea describir algún ambiente de la casa y mi hermano no pudo hacerlo. Pero, en lugar de eso dibujó lo que más le gustaba: el patio. Y en su centro la araucaria, sin pájaros y con algunos, escasos frutos.  El dibujo nunca llegó a la escuela, pero mi madre, que adoraba a mi hermano, lo consoló enmarcándolo y colgándolo en el comedor de la casa. El único trofeo que mi hermano tuvo en su vida, su efímero paso por la educación formal.

En pocos días llegaría el otoño y esta vez, sin los quejidos de mi padre y el perfume de su tabaco, los árboles parecerían más desnudos, los días más tristes.  Mi hermano y yo seguíamos solos, príncipes de un ruinoso castillo poblado de libros deshojados y muchos recuerdos.

Mis pensamientos siempre estaban corriendo: iban y venían, tratando de encontrar algo, una solución para nuestra precaria economía. Ya no podría comprarle chocolates a mi hermano como todos los fríos sábados de invierno, la única golosina que lo ponía feliz. 

Abril comenzó con lluvia y con la lluvia las goteras de siempre. Ahora había una penosa novedad: una nueva gotera en nuestro dormitorio.  Esa noche pusimos una olla bajo de ella y nos fuimos a dormir. El viento era fuerte, pero habíamos asegurado bien las persianas y los dos nos dormimos profundamente, como cuando éramos niños y la tibia cama alojaba nuestros sueños.

De pronto tuve un sueño providencial: mi padre, joven, golpeaba con furia las raíces de la araucaria. Veinte metros, murmuraba. Yo podía ver el esfuerzo en su cara, en sus manos y su cuello. Los golpes eran acompasados, uniformes…como los de la gotera. Me desperté y me senté en la cama. Mi hermano dormía. En la olla enlozada, las gotas caían rítmicamente, como los golpes del pico de mi padre en el sueño. De un salto me levanté y me fui hasta la ventana que daba al patio. La araucaria, lustrosa por la lluvia, no se movía con el viento. ¿Estaría ahí el tesoro?

Me senté mientras mi cabeza galopaba. ¿Estarían enterradas bajo la araucaria las libras esterlinas? ¿Mi padre las habría ocultado allí? Yo era el único lúcido de la familia. Me esforcé por tener sentido común, por pensar algo lógico…

No, no podía haber sido mi padre quien las escondiera. Recordé muchos momentos de nuestra vida (incluso después de la muerte de mi madre) en los que necesitamos dinero y de tenerlo, él lo hubiese sacado de allí. Lo más probable era que ni siquiera supiera que esos billetes existían. Fue un secreto, no había duda, entre mi abuela y mi madre Entonces… ¿mi madre lo habría escondido entre las raíces del árbol? Me pareció imposible que lo haya hecho sin que alguno de nosotros la hubiese sorprendido en tal extraña tarea. No tenía herramientas ni fuerza; mi madre sólo apelaba a su sagacidad, para cualquier acción de su vida.

Traté de pensar como ella ¿Qué era lo que más le preocupaba a mi madre? Como lanzado por una invisible mano me dirigí al comedor. Con sumo cuidado descolgué el dibujo de mi hermano y con mayor esmero aún, despegué el papel posterior del marco. Allí, envueltos en un fino papel barrilete blanco, estaban las libras esterlinas.

Mucho más de lo que yo había imaginado. Cuando parara la lluvia iría hasta la ciudad a cambiar el dinero.

Con delicadeza, conmovido hasta las lágrimas volví a recomponer el cuadro. Todo lo que yo consideraba inútil, nos había salvado.  Mi hermano dormía tranquilamente y la gotera seguía, con su melodía, golpeando el fondo de la olla.

 

*De Cecilia Zanelli. ceciliaines_zanelli@yahoo.com.ar

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

La cajita de música*

 

Tirada entre cosas sin uso, en una bolsa arrojada por azar

en un tacho de basura de la plaza

encuentro una vieja cajita musical.

La tomo, le doy cuerda con la pequeña llave

que cuelga de ella

debo haberme excedido o tal vez haya roto algo.

Sale la bailarina de su interior

pero su cuerpo no es porcelana sino humano

pequeña como las hadas de los cuentos

me agradece haberle puesto fin al sufrimiento

y encierro de tantos años.

 

*De Andrés Bohoslavsky. vladimirbeat@yahoo.com.ar

-De "Medianoche en la plaza de los sueños" Editorial Leviatán 2021

 

 

 

 

 

 

 

 

 

*

 

Cualquier buen relato o poema necesita un punto de densidad que es el agujero de sentido. Una especie de abismo donde el lector sienta el vértigo de caer.

 

*De Liliana Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com

 

 

 

 

Inventren

https://inventren.blogspot.com.ar/

 

 

 

 

 

ORTIZ DE ROZAS*

 

 

La mujer ya no era joven. Últimamente le parecía que ya nadie era joven, que los amigos, los vecinos, los parientes, todos habían ido deslizándose junto con ella por una cinta que los había dejado así, arrugados, desplanchados, desteñidos, como esos pantalones de trabajo que se van gastando irremediablemente, salpicados y con alguna que otra recosida para remendar lo que ya no da más de si.

La ventanilla no deparaba sorpresas. Tras los campos y los postes alguna casita, alguien trabajando el campo, el cielo. A veces miraba el paisaje, a veces se miraba a sí misma etérea en el vidrio sucio, un reflejo de alguien con la mano sosteniendo la cara, el cabello claro, los ojos mirando sus propios ojos sobre el sinfín de la llanura.

Otra parada. El tren se detuvo y leyó el cartel "Ortiz de Rozas". Le molestó la zeta. Y la repetición de la zeta en los dos apellidos le sugirió la posibilidad de que la segunda fuese un error, pero no, no creo, se dijo. El cartel era antiguo, alguien lo hubiese corregido. Es raro, se dijo, es raro pero es así.

La próxima estación era la suya. Bueno, falta poco. Pero después de diez minutos y de que no observase pasajeros subiendo o descendiendo, se preparó para la noticia de que algún desperfecto había detenido el tren.

Esperó un rato. Miró por la ventanilla. Allá cerca de la locomotora se veía gente en el andén. Bueno, la ocasión de estirar las piernas, la posibilidad de enterarse de lo sucedido. Comenzó a pasar de vagón en vagón hacia el frente, pero luego decidió hacer el camino por afuera, para recibir un poco del último sol de la tarde. El último sol pone pelirrojos a los árboles, estira las sombras, hace que el cielo se transforme en una escenografía.

Algunos hombres estaban reunidos a la altura de la locomotora. Hablaban entre ellos y uno había encendido un cigarrillo. Cuando ya estaba cerca, un muchacho de campera negra escupió en el suelo. Estuvo a punto de regresar, pero se dijo que toda la vida había escapado ante los gestos desagradables y hoy no. Eso, hoy no. Con los brazos cruzados siguió caminando despacio hasta que pudo ver que en el suelo, en el centro del círculo de hombres, había una vieja motoneta caída de lado, y un hombre con gorra sentado con las piernas abiertas que miraba fijamente sus propias manos. No decía nada.

La mujer se acercó al grupo y preguntó que qué es lo que había pasado, pero los hombres la ignoraron. Su voz era suave, era vieja, era mujer. Los hombres ignoran a las mujeres viejas de voces débiles. Con las mejillas encendidas volvió a preguntar, "Qué pasó". Uno de los hombres giró un poco el cuerpo y la miró desde arriba pero no se molestó en contestarle. El joven de campera negra volvió a escupir.

La mujer sintió que se arrebolaba y a la vez una ira avasallante y una avasallante vergüenza.

"Me caí" dijo el hombre de la motocicleta. Después la miró.

"No vi el tren, me asusté cuando noté que lo tenía cerca, y me caí"

Dijo el hombre que era viejo, que tenía ojos puros y que la miraba. Hacía mucho que nadie la miraba. Ella pensó que este hombre en el suelo la estaba mirando, pensó que le había contestado, notó que él la miraba con la cara abierta como la de un niño que despierta en medio de la noche y vuelve el rostro hallando el de su madre.

"Sana sana colita de rana" pensó ella. Increíblemente, dijo "sana sana colita de rana" y los dos rieron.

El grupo de hombres no se dio cuenta de que se había partido una montaña, no notó que el cielo se rasgaba, no escuchó caer las piedras de la torre que se derretía en estrépito. El grupo de hombres no hizo ningún comentario, simplemente levantaron la motocicleta y lo ayudaron a ponerse de pie.

Era alto, desgarbado, los pantalones le quedaban un centímetro más cortos de lo que debiesen. Ella le arregló un poco el gabán, y mientras se subía a la motocicleta le preguntó que por qué las dos zetas en el nombre de la estación.

 

Él no sabía.

 

*De Mónica Russomanno. russomannomonica@hotmail.com

 

 

 

 

-Continuidad literaria por el Ferrocarril Provincial.

-Próxima estación:

 

 

FUNKE.

 

 

LOS EUCALIPTOS.     FRANCISCO A. BERRA.

ESTACIÓN GOYENECHE.    GOBERNADOR UDAONDO. 

LOMA VERDE.    ESTACIÓN SAMBOROMBÓN.

GOBERNADOR DE SAN JUAN RUPERTO GODOY.

GOBERNADOR OBLIGADO.

ESTACIÓN DOYHENARD.   ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA. 

D. SÁEZ.    J. R. MORENO.     EMPALME ETCHEVERRY.

ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY.   LISANDRO OLMOS.

 INGENIERO VILLANUEVA.  ARANA. GOBERNADOR GARCIA.

 

LA PLATA.

 

 

 

 

 

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