martes, julio 28, 2020

ESTACIÓN JUAN TRONCONI.


*Foto: Estación típica del Provincial. Circa 1940








Estación Juan Tronconi*



Como consecuencia  de  un desastroso año escolar, a los 14 me enviaron a la casa de mi abuela en las vacaciones de verano. Era el exilio: un paraje desconocido en el centro de la provincia,  cerca de Roque Pérez, en donde lo único que se destacaba era la estación de tren Juan Tronconi.
Yo estaba convencida de que era un castigo, pero en realidad había sido la solución desesperada que se le ocurrió a mi madre: Las peleas con su esposo eran cada vez más frecuentes y violentas y quería alejarme de ese ambiente hasta que encontrase alguna salida.  En esa época la casa de mi abuela era como el desierto. La única posible diversión: televisión con un solo canal, que caprichosamente nos obligaba a mirar lo que la repetidora transmitía.  Por suerte encontré los libros que mi madre había comprado en su adolescencia, lo que me dio un poco de esperanza.
No sabía quién era Juan Tronconi. Pensaba que era un prócer, un militar o algún ingeniero relacionado con trenes, pero después me contaron que había sido el dueño de las tierras en donde estaba la estación, un inmigrante que llegó a fines del 1800 y tenía una fábrica de chacinados. El tren había dejado de pasar ya hacía varios años y con él se había ido también el poco movimiento que tenía el lugar. Un conocido  de mi madre me había dejado en la estación, desierta en medio de altos pastizales y me indicó el camino, al costado, por una calle de tierra.
Mi abuela vivía sola y estaba enferma. No tanto como para internarla, pero sí como para haber suspendido varias de sus labores domésticas y prolongar sus descansos en la cama.
Su casa había enfermado también, Húmeda, oscura, silenciosa. Desde el día en que llegué empecé a abrir las ventanas para que entre el sol. Todas las mañanas, él le daba un poco de vida a los muebles gastados, las  cortinas añejas  y  vetustos retratos familiares.  Si no hubiese tenido 14 años tal vez me hubiera deprimido el imaginar todas las vacaciones en aquel lugar, pero  mi curiosidad siempre me había ayudado  en situaciones y lugares difíciles.
Pocos vecinos tenía mi abuela: dos o tres casas, a más de 50 metros de la suya. Por supuesto, no pasaba nada interesante en ese lugar. Me di cuenta con sólo verlo.  Pero en una de las casas vecinas algo me había llamado la atención. La ventana de la cocina de mi abuela daba a su patio, en donde cuatro o cinco durazneros estaban totalmente florecidos. Los primeros días me maravillaba verlos, mientras tomaba mi café y  corría la cortina para que entre el sol. No había visto nunca, en mi ciudad, algo tan hermoso. Mi abuela notó esa fascinación y al pasar a mi lado dijo susurrando: “Aprovechá a verlos. No durarán mucho”.  Mientras la escuchaba,   pensé cómo podía obtener una ramita, aunque sea, cubierta de flores, para el jarrón de nuestra mesa.
Ese día fui caminando despacio hasta el tejido de alambre que nos separaba del vecino y me quedé mirando los árboles. No había una sola hoja en los durazneros. Sólo el rosa indescriptible de las delicadas flores que cubrían las ramas.
Alguien salió de la casa y se acercó. Era un muchacho un poco mayor que yo, como de 16 años. Alto, delgado, moreno. Le pregunté si podría darme una ramita y cortó varias. Cuando  me alcanzó ese precioso ramo una tímida sonrisa iluminó sus ojos negros.  Le pregunté su nombre y él el mío y nos saludamos estrechándonos las manos. Así empezó todo.
Una tarde, harta del aburrimiento, salí a caminar. Mi abuela se había acostado y yo sabía que hasta las cuatro, hora en que empezaba la novela, no se levantaría. Ella me había hablado de una enorme planta de tunas que estaba al lado de la estación Juan Tronconi y fui a buscarla, para ver si podía conseguir algunas.
El sol ardía. Caminé un buen rato  por ese monótono terreno: pastos secos,  unos pocos arbustos, algún pájaro solitario, hasta que llegué a la desolada estación de tren.  Algunas de las tablas del andén estaban rotas y la pintura de los bancos  ya no brillaba. Pero todo parecía  haber quedado en suspenso. Hasta el viejo pizarrón en la pared donde se anotaban los horarios del tren estaba intacto.
Ahí lo vi. El muchacho de los durazneros apareció por el otro lado del andén, como si estuviese esperándome.  Me contó algunas cosas sobre la estación. Él era muy chico cuando el tren dejó de pasar y sólo recordaba su silbato. Me relató también que poco a poco la estación había ido agonizando, sin gente, sin vida. Un antiguo empleado del ferrocarril iba una vez por semana a controlar que todo estuviera en orden  y que  nadie hubiese violentado  el cuarto de depósito, él único que estaba cerrado  y contenía papeles, muebles y algunas máquinas y herramientas  que esperaban un destino aún incierto, como un museo o su destrucción.
Recorrimos todas las dependencias de la solitaria estación. Algunos lugares ya tenían moho, telarañas y habían sido visitados por  gatos o perros sin dueño, buscando albergue o comida. Matas de gramilla y Dientes de León asomaban entre las baldosas. Aún así, era un hermoso lugar. Yo temía que hubiese ratas, pero Manuel me tranquilizó: Si estuvieran, se esconderían  o o escaparían al oír nuestros pasos.
El último cuarto al que entramos era pequeño y estaba totalmente vacío. Sus paredes habían sido pintadas de color verde oscuro, como las columnas del andén y por lo reducido y apartado pensamos que tal vez  sería la oficina del Jefe de Estación o algo así. Había un ligero aroma dulzón; parecía imposible que hubiese  quedado en las paredes tantos años.
Cerré la puerta y puse el pasador y le tendí la mano. Manuel vino hacia mí.
No habíamos planeado nada, ni siquiera hablamos. Sus manos, su boca, todo su cuerpo era mío. ¿Para qué hablar? La calidez de nuestro aliento decía todo. El abrazo era un discurso, el corazón estaba en la palma de nuestras manos y se deslizaba por la piel, enrojecida por el implacable sol de la siesta.  Nos encontramos allí así, sin saber qué hacíamos ni qué teníamos, sin preguntar ni prometer. ¿Hay amor más honesto que ése?.
Así pasaron varias semanas. Él observaba el movimiento en la estación y el día después de la inspección del encargado ataba una cinta en la más alta rama del más alto de los durazneros, que ya estaban cubiertos de hojas verdes y frutos dorados.
Nadie lo sabía, nadie lo imaginaba. Jamás podría llevarlo a mi casa, presentarlo a mis amigas. No era un “buen candidato”, como decía mi tía. Ni siquiera era un candidato. Sin pasado y sin futuro. ¿Qué importaba?. Entre mis manos, adentro mío, no era lo soñado: era lo real.
A fines de febrero nos descubrieron. Estábamos en el cuarto, casi dormidos. Yo había estirado mi mano para secar el sudor de su cara cuando escuchamos pasos y el ladrido de un perro. Con urgencia nos vestimos, mientras el picaporte subía y bajaba furiosamente y  los golpes en la puerta sacudieron el silencio de la estación.
Manuel abrió y el hombre, empuñando una escopeta, nos miró con asombro. El disgusto en su cara era notable. Manuel lo encaró cortante “No haga nada, don. No volveremos aquí”.  El hombre había descartado ya la posibilidad de que fuésemos ladrones y me miró con enojo. Asustada, recurrí  a su comprensión:
_ Por favor, no diga nada. Mi abuela es una mujer mayor y podría afectarla este disgusto…
Nos salvó que mi abuela era la curandera del lugar. Había aliviado durante años los empachos y mal de ojo de casi todos los habitantes de la zona y muchos le debían favores y gratitud.
Con la promesa de no volver a acercarnos a la estación Juan Tronconi, nos dejó ir.
Nos despedimos unos metros antes de llegar a casa, todavía conmocionados por el suceso. Ví  un lamento en sus ojos oscuros, pero me acercó hacia él  por última vez con ese brazo que tantas veces había envuelto mi espalda, que me había sostenido  vibrante cuando lo amaba.
No lo vi más. A los pocos días volví a mi ciudad, a comenzar un nuevo año de escuela, a las interminables peleas domésticas, y a las pavadas de mis compañeras.
Unos meses después murió mi abuela. Mi madre viajó sola hacia allá y la enterró en el cementerio de  Roque Pérez.
La casa se vendió al poco tiempo, con los muebles y lo poco de valor que había adentro. Mi mamá trajo algunos libros, fotografías y otras cosas que no tuvo la frialdad de regalar o tirar. Ese año se separó finalmente de su marido  y nos fuimos a vivir, las dos solas, a un departamento más chico.

Diez años después volví a Juan Tronconi.
Acababa de comprar mi primer auto. Usado, por supuesto. Recién hacía diez meses que trabajaba y había abandonado la facultad definitivamente. Manejé mucho más de lo que pensaba. Había olvidado lo lejos que quedaba el paraje, la casa, la vida, en Juan Tronconi.
Llegué a la estación, más abandonada que nunca.  Maderas despintadas, tejas salidas, algunos vidrios rotos.  El tiempo y la tristeza me recibían
Apoyé mi cabeza en el volante y suspiré. ¿Qué pretendía?. ¿A qué había ido hasta allí? ¿A buscar qué? ¿Qué intentaba recuperar?
No sabía su apellido, ni si aún vivía en ese lugar, ni si seguiría siendo el mismo. Yo misma había cambiado. Diez años en los que me habían pasado montones de cosas. Era diferente por dentro y por fuera. Sin embargo, algo que no podía explicar seguía agitándose en mi pecho.
Ya estaba allí. Había manejado tanto,  planeado el viaje tanto tiempo antes, no podía volver sin intentarlo.
Bajé del auto y caminé.
El barrio había progresado poco, nuevas casas se asomaban. No muchas, pero ya no era tanta la distancia que separaba un vecino del otro, La casa de mi abuela había sido pintada de amarillo, le habían agregado otra habitación y una cerca. Me estremeció un poco verla así y saber que no podía entrar, que era una extraña para los que vivían allí.
La casa de Manuel…ya no existía.
En su lugar habían construido un galpón bastante grande, que albergaba una pequeña fábrica de cordones y soguines. No estaba la casa, ni la pirca, ni los gallineros. Y lo peor: ni siquiera habían dejado uno solo de los durazneros.
A quienes pregunté no supieron decirme nada de la familia, ni lo que había pasado con ella. Eran gente nueva en el lugar.
Volví al auto y arranqué, en sentido contrario, hacia mi ciudad.
No quería llorar, no quería pensar. “No durarán mucho”, dijo mi abuela. Los durazneros, Manuel, no sufrirían ya el paso del tiempo. Estarían florecidos para siempre.
La estación Tronconi fue quedando cada vez más pequeña en el espejo, hasta convertirse en un punto difuso, lejano, al que no volvería nunca.  Un sitio que ya no pertenecería al paisaje de mi vida, que sólo podría hallarse, sin brújula, sin mapas, sin datos ni palabras, en el lugar más dulce, más cuidado del corazón.




*De Cecilia Zanelli. ceciliaines_zanelli@yahoo.com.ar













3 *


Tan poco quedó de mí,

que con poco vuelvo.

Como una mariposa

hacia la luz de un tren.


*De Paula Novoa. novoapaula8@gmail.com
-Poema incluido en El año que fui homeless.












LA RAZÓN CENTRÍFUGA*



Llegué a Roque Pérez. Desde aquí no me queda otra opción que hacer dedo. Pedir aventón traducen los españoles, pero aquí no aventamos las cosas, las tiramos, las revoleamos como quien dice que se saca algo de encima, lo agarra de una esquina, mueve el brazo en redondo por sobre la cabeza, suelta y la cosa sale disparada hacia una esquina del mundo, y se queda ahí donde ya no hace daño. No aventamos ni arrojamos, en nuestro tirar hay una desesperación de revoleo, y me pongo a discurrir sobre temas tangenciales para evadirme de este presente, de este haber llegado casi, de estar tan cerca aunque falte el último tramo.
No hago dedo entonces. Podría ponerme a la vera de la ruta y con el clásico gesto de los mochileros indicar mi deseo de que algún buen samaritano me recoja, pero en este lugar y en estos tiempos podría pasar días esperando que alguien me levante.
En un barcito pregunto si hay forma de viajar a la Estación Juan Tronconi. El hombre detrás de la barra lo piensa un momento mientras pasa la rejilla borrando las gotitas que ha dejado la bandeja de latón que se ha llevado el mozo. Dieciséis kilómetros, me informa. No me pregunta para qué quiero ir a una estación que ha dejado de recibir trenes desde hace más de cincuenta años, su orgullo masculino lo insta a resolverme el problema. Se nota que es uno de esos hombres acostumbrados a solucionar desperfectos, y lo veo dando vueltas un mapa mental de caminos rurales y alambradas, adornado con vagas referencias de tendidos eléctricos repletos de gigantescos nidos de loros.
La maestra. Me dice que la maestra de la escuela número ocho va hasta ahí cerquita de la estación. Que la escuela está a un tiro de piedra. Después si, ahora que me dijo cómo llegar, me pregunta para qué voy. Quiere seguir demostrando eficacia, intenta adivinar, supone que hago un relevo fotográfico de sitios históricos, pero me advierte que la estación ha quedado en un campo privado, y sólo se ve de lejos, detrás de una alambrada.
Me dice que la maestra vive ahí a unos trescientos metros del bar, que si camino hacia la izquierda voy a encontrar una casa con una reja blanca y un ficus en la vereda. Me dice que no me puedo equivocar, que el árbol es enorme y las raíces están tirando la pared que sostiene la reja.
Tuve suerte, encontré la casa, la mujer se mostró amable y accedió a llevarme hasta la escuela. Eso sí, me dijo, tendría que compartir el automóvil con sus hijos y una enorme cantidad de cachivaches. Pilas de cuadernos, rollos de láminas, cajas de diferentes tamaños, un chico de unos nueve años y una nena de siete que fueron todo el camino disputando un celular con el que uno intentaba escuchar una música mientas la niña lo acusaba a la madre y viceversa.
No podíamos mantener la conversación sin gritar, por lo que tras vanos intentos de preguntar o responder superficialidades, pude mirar lo poco que había para ver mientras el auto traqueteaba en el camino de tierra. Vacas, postes, alambradas, pájaros, sembrados que para mi ignorancia podían ser cualquier cosa entre soja o alfalfa.
La escuela consta de dos edificios celestes, uno más grande y con una enorme puerta con arco de medio punto, de hierro, con grandes cuadrados de vidrio repartido. No pude evitar pensar que en la ciudad los vidrios ya estarían rotos, y por la noche habrían vandalizado la escuela aprovechando esos grandes espacios sin rejas. Pero estamos en el medio del campo, aquí se respetan los objetos construidos con esfuerzo humano.
Todavía no llegan los chicos ni las otras señoritas, la maestra abre la escuela media hora antes del inicio del turno para preparar los salones, abrir las ventanas, regar las plantas de las macetas. Me dice que está reemplazando a la directora, que tiene muchas ocupaciones, desaparece con los hijos ofreciéndose a llevarme de vuelta a la ciudad cuando finalice el horario escolar.
Voy hasta la estación. Camino en un silencio maravilloso. Las retamas rojas salpican el pasto que a esta hora tiene un color precioso, brillante, favorecido por la lluvia de ayer. Claro que me detiene el alambrado. Cerca, a unos cincuenta metros quizás, el edificio de la estación con su techo rojo a dos aguas todavía parece vivo. Veo el andén, con las cenefas de madera, las paredes de ladrillo típicamente inglesas como el verde de las aberturas. Allá el galpón de carga, largo y tan hermoso acostado bajo su cielo perfectamente azul. La hilera de altos plátanos retorcidos, el molino dibujado finamente, haciendo contrapunto con el tanque de agua macizo. Todo igual. Faltan los Sosa en la carnicería, la gente llegando con paquetes en sus verduleras, el guarda y su silbato. Falta, claro, la gente. Pero la ilusión de realidad es tan fuerte que creo escuchar las voces entremezcladas con el grito de los teros y ladridos lejanos.
No pertenezco a este paisaje. Me lo contaron. A pesar de mi edad, que ya me funde con todos los paisajes en sepia, no conocí los acopios de cereales de los planes quinquenales cuando se nacionalizaron los ferrocarriles, ni tampoco vi pasar la última formación en 1961. No estuve cuando levantaron las vías, cuando desapareció el puente que unía Roque Pérez con Carlos Beguerie. No estaba yo sobre este andén borrado, cuando esto dejó de ser una estación de trenes para ser testimonio de fracaso.
Vengo a despedirme. Por qué aquí, bueno, porque en algún lugar se derrumbaron las ilusiones, y éste fue uno de esos lugares. Recóndito, centrado en su telaraña de caminos polvorientos, posesión inglesa primero, argentino luego, propiedad privada ahora, desaparecido, inútil, lugar de fantasmas, mancha de lo que no fue.
Recostada contra uno de los postes del alambrado, llorando sin mucha lágrima pero a corazón desollado. En soledad, pequeña, despeinada, con las piernas cansadas, consciente del polvo en los zapatos y de que empiezo a tener hambre. Con pena de tener hambre, porque las ocasiones solemnes no debiesen opacarse con estas cosas. Triste, triste, muy triste. Sintiendo el planeta esférico bajo mis pies, henchida de amor por esta Argentina que me defrauda hasta el vértigo, a punto de ahogarme por la bronca contra esta Argentina que me defrauda. Sabiendo que estoy haciendo un recuerdo, que estoy plantando una bandera en mi memoria, un momento iluminado por el relámpago, una quemadura desgarradora.
Mañana será Ezeiza, el vuelo, la partida.
Aquí, en el medio del campo, que es el medio de la nada o sea el centro del alma y el centro de mi Patria, mirando de lejos las ruinas de una promesa, viendo el puente que falta, las huellas de vías que se desvanecieron, la caída de un enorme toro que desapareció en su propia polvareda. Aquí, antes de volver a subir al automóvil de la maestra, me despido.
Una figura aparece en el andén. No distingo si es una mujer o un niño, la saludo con un amplio gesto de mi mano por sobre la cabeza. Permanece inmóvil un instante y luego, despacio, me devuelve el saludo con lentitud, dibujando un arco ampliamente con el brazo derecho.
¿Soy yo, de joven? Un escalofrío bajo el sol. Quien se va se deja, me digo. Aquí queda mi juventud. Me marcho.



*De Mónica Russomanno. russomannomonica@hotmail.com














Noche sin nada*



Nada para esta noche, dije,

En esta irrealidad.
Nada para esta noche,
el silencio será poblado por abismos que empezarán a resplandecer,
alguno tendrá el universo herido en su costado, un gato sin forma cruzará una terraza fantasma,
habrá olor a plantas mojadas, desaparecerá el dolor como titular de un diario,
Nada para esta noche: se abrirán las puertas de cada ojo y ya no habrá la carcajada breve y seca del poder.

Nada para esta noche:
la caricia no será forma de la impiedad,
cerrarán las puertas de la iglesia y los curas irán a dormir sobre las ramas de los árboles.

Nada para esta noche
el cuarto
vacío.

Mientras todo se vuelve
inexistente.


*De Liliana Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com













Caja negra*


Pon  tu  cara a la  sombra
Bebe tu luz de aquí
Toma parte del día
Ya tus sueños se han muerto
Uhhhhh...


"Parte del Día"
Aquelarre. 
Álbum Brumas 1974



Ahora puedo saber que íbamos obstinadamente hacia lo que ya no existe.
La bandera plantada hace 124 años es apenas un símbolo que desata ese gran interrogante sobre la necesidad de viajar mientras estamos -cada uno de nosotros-  encapsulados en un tiempo que no nos pertenece del todo.
El tiempo sucede a pasos de acontecimientos impredecibles. Pasa. Todo sucede.

Ver un amanecer desde el aire es de los instantes más bellos que da la vida. Algunos dormían. Yo tenía los ojos bien abiertos pendiente de aquella línea de luz en el horizonte de un sol que todavía no tenía que dejarse ver.
En la costa el sol salía del mar como ese milagro potente de la vida día por día, pero estamos lejos de la costa a 10000 pies sobre la llanura de la provincia.

Uno aprende de las épicas cuando algo falló. Los hielos también se forman en el cielo.
En vez de subir arriba de los 12000 pies había que bajar suavemente.

Hasta los golpes no grite ni tuve miedo. Mi cabeza comenzó a escuchar ese tema antiguo del disco de Aquelarre.
No había pasado la segunda estrofa cuando el pájaro de metal daba sacudidas en una laguna que resulto ser campo inundado. El apuro fue salir aun atontados por si ese artefacto con sus bodegas llenas de combustible se incendiaba.
La estancia en la que caímos tenía el nombre justo "El socorro".  Peones de la estancia y empleados de una estación de tren cercana nos ayudaron a caminar con el agua arriba de las rodillas.
El andén de la estación Juan Tronconi fue el refugio más maravilloso imaginable. No se de donde pero nos trajeron frazadas y hasta café caliente.

“El camino de tierra a Roque perez debe estar intransitable  -nos dijo el jefe de estación-, pero ya estará al llegar el tren a La Plata. En Beguerie la estación siguiente a minutos de Tronconi, hay un pueblo con ruta asfaltada. Médicos para revisar a los golpeados. Teléfonos por si quieren avisar a sus familias que están a salvo.”

Nos miramos con chispas de alegría por la nueva vida que nos espera.
Creo que preferimos regresar sobre la seguridad de los rieles. Arriba del tren decidiremos si nos bajamos en Carlos Beguerie o seguimos hasta La Plata.
Si es por mi, sigo en el tren hasta el final.



*De Eduardo Francisco Coiro.











*


Si vas a caer,
que sea.
Que temas al abismo,
que se abran
las viejas cicatrices
como las amapolas.
Que te entregues al viento,
que te sepas
efímero.
Que nunca seas el mismo
cuando te levantes.



*De Mariana Finochietto. mares.finochietto@gmail.com


- Mariana nació en General Belgrano, Provincia de Buenos Aires. Actualmente vive en City Bell.
Publicó: Cuadernos de la breve ceguera  (La Magdalena 2014). Jardines, en coautoría con Raúl Feroglio (El Mensú, 2015)
La hija del pescador  (La Magdalena, 2016).  Piedras de colores (Proyecto Hybris 2018)
Su último libro publicado es El orden del agua, GPU Ediciones (2019)

-Coordina Microversos, talleres de exploración literaria.









Inventren

-Próxima estación:
ELÍAS ROMERO.
En el recorrido del tren literario por Ferrocarril Midland:

KM. 38.   MARINOS DEL CRUCERO GENERAL BELGRANO.   LIBERTAD.
MERLO GÓMEZ.   RAFAEL CASTILLO.    ISIDRO CASANOVA.  JUSTO VILLEGAS.
JOSÉ INGENIEROS.   MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE.  ALDO BONZI.   KM 12.
LA SALADA.  INGENIERO BUDGE.  VILLA FIORITO.  VILLA CARAZA.
VILLA DIAMANTE.  PUENTE ALSINA.  INTERCAMBIO MIDLAND.


***


CARLOS BEGUERIE.  
En el recorrido del tren literario por Ferrocarril Provincial:

FUNKE.   LOS EUCALIPTOS.     FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN GOYENECHE.    GOBERNADOR UDAONDO.   LOMA VERDE.
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN. GOBERNADOR DE SAN JUAN RUPERTO GODOY. GOBERNADOR OBLIGADO.
ESTACIÓN DOYHENARD.   ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA.    D. SÁEZ.  
 J. R. MORENO.     EMPALME ETCHEVERRY.  ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY.  
LISANDRO OLMOS.  INGENIERO VILLANUEVA.  ARANA.  GOBERNADOR GARCIA.
LA PLATA.




InventivaSocial
Plaza virtual de escritura




domingo, julio 19, 2020

EL COLOR DEL TIEMPO...


*”El color del tiempo” Dibujo de Erika Kuhn. https://obraerikakuhn.blogspot.com/












REGRESO*



El hombre de los ojos insomnes, duerme.
Duerme mecido, en rituales de viejas caracolas.
También duerme el deseo.
Lo despierta la noche y el penetrante olor a vida.
Los espejos. Los retratos vivientes. La estremecida piel.
Ha perdido su pasos, su insolencia.
Ah, si pudiera volver, recordar, regresar.
Pero es de noche y teme. Noche de terciopelo.
Acechan los pájaros del miedo.
Teme. Teme abrir los cerrojos.
Las ventanas pircadas. Las clausuradas puertas.
Teme y desea. El escozor se arrastra como felino en celo.
Es agosto y los almendros brotan.
También germina el fuego.
Se encienden las cenizas.
Las azules grutas tantas veces besadas.
El ritual del puñal que cincela y canta.
Y teme, y desea y excomulga las antiguas muertes.
Y regresa.
Regresa, sabiendo que un viaje es solo eso: un regreso.


*De Amelia Arellano.  amelia.arellano01@gmail.com











1*


Tu voz, padre,

nunca me mintió.

Una vez te pregunté si morirías,

corrí a tu cama después de un sueño.

Sí, voy a morir,

dijiste.

Así supe que los padres mueren.

Desde ese día

hago el duelo.


*De Paula Novoa. novoapaula8@gmail.com

*De “El paso de la babosa” - Cave Librum Editorial - 2018











*

Algunas noches,
los hombres que amé
vienen por mí.
Trepan
por las paredes de mi cuarto
hacia donde no alumbra
la luz de la lámpara.
Me preguntan
¿fuimos tantos?
¿a quién de todos amaste más?
¿éramos poco para vos?
Compiten entre ellos
-son tan obvios-
por quién tiene más roto el corazón.
Los espanto
como a las moscas del verano.
Me he ganado el derecho
de dormir en paz.


*De Mariana Finochietto. mares.finochietto@gmail.com

- Mariana nació en General Belgrano, Provincia de Buenos Aires. Actualmente vive en City Bell.
Publicó: Cuadernos de la breve ceguera  (La Magdalena 2014). Jardines, en coautoría con Raúl Feroglio (El Mensú, 2015)
La hija del pescador  (La Magdalena, 2016).  Piedras de colores (Proyecto Hybris 2018)
Su último libro publicado es El orden del agua, GPU Ediciones (2019)

-Coordina Microversos, talleres de exploración literaria.












Ángeles caídos*


Es el tercer ángel que cae del cielo en una semana. El primero cayó en un parterre de tulipanes, el segundo en el puerto y éste ha caído en el campo de fútbol en la media parte del partido.
El Consistorio está preocupado por estos sucesos y ha constituido un Gabinete de Investigación para esclarecer los motivos de tan extraño fenómeno, pero la investigación se demora y los interrogatorios a los ángeles no aportan nada concluyente.
"Estaba tranquilamente en mi nube y sin darme cuenta me vi rodeado de tulipanes", "Tomaba café sobre un estrato y caí al mar", "No sé decir qué pasó, yo paseaba por un jardín de nubes y me escurrí cayendo al campo de fútbol".
El denominador común de las declaraciones eran las nubes por lo que se incluyó un equipo de meteorólogos en la investigación. Éstos, concluyeron en la teoría de que el fenómeno se había producido por la mala calidad de las mismas. Como había tanta escasez de agua estaban muy mal formadas, débiles y con baja densidad por lo que eran incapaces de mantener a nadie encima.
El Consistorio no comunicó estas conclusiones al pueblo aduciendo que no podía probarse. Por otra parte, tampoco creyó prudente hacerlo ya que los ciudadanos pasaban sed y cada día caían más ángeles sobre la ciudad.
Se ha iniciado un turno de rogativas para la lluvia con romerías a todas las ermitas que hay alrededor de la ciudad y se ha prohibido caminar por espacios abiertos mientras dure la sequía.



*De Joan Mateu.














Jubileo*


El sol se ofrece generoso.
Con esa luz difícil de explicar.
Los árboles gorjean.
Es la mañana un estreno,
un cofre de seda para guardar
miradas rotas, desencuentros, ausencias...
No irán lejos -sólo las guardamos- son nuestras.

Hay que quedarse inmóvil un momento,
se siente la presencia
de la Presencia.
La soledad de pronto,
puede llenarse con el universo entero.


*De Miryam Colombotto Seia. miryamseia@cablenet.com.ar














EN BUSCA DEL TIEMPO PERDIDO*


A Graciela y Roberto Cocco


Ahora “las cosas son como si no hubieran sido”. Ahora las cosas están llenas de tiempo. O, mejor, simplemente son el tiempo.
Ahora es inútil que me acerque al tejido que separaba nuestra quinta de la que pertenecía a don Clemente Gerlo. Inútil que busque esas brevas pulposas, goteando su antigua miel dorada, las peras gualdas que esperaban el hurto o siquiera esas ciruelas suculentas como muslos de mujer amada. Todo se fue.
Inútil que busque el sabor del pan con aceite que me acercaban las manos para siempre maternales de doña Anécdota Spina. A ese sabor –como los dulces que hacía mi madre o la torta de naranjas de doña María Paulini- lo he perdido para siempre.
Antes escribí que las cosas estaban llenas de tiempo. Como el sombrero aludo de don Juan Peralta que arrimaba su bondad a mis años ávidos de historias. De esas hazañas deportivas que se perdieron para siempre y que protagonizara como número once del Club Centenario de San José de la Esquina.
Las cosas se hicieron tiempo.
Como esa mañana con heladas áridas en que enfilaba mi bicicleta hasta la fábrica de galletitas de Titín Yocco, mi patrón de aquel entonces.
Allí probé hasta el hartazgo las delicadas vainillas que hacíamos durante el día. Recuerdo todavía a mis compañeros de ese entonces: Alcides Díaz – maestro cocinero, treintón y silencioso- los mozalbetes de mi edad que compartían conmigo pullas y peleas: El Negro Herrera, el Cholo Aguirre, Pedrito Palmieri, el Gordo Albanessi y el infortunado Pepito Gardella, de muerte atroz y prematura.
Por lo que yo recuerdo, “la masitería de Yocco” –como se la reconocía y se la reconoce aún en el pueblo- tiene todavía el primer horno, intacto, así como esa vieja cuadra hoy remozada, que tiene sus grandes ventanales lindando con los fondos del terreno de Galizio y el jardín que alguna vez cultivó el mismísimo Cholo, con su explosión de malvones y geranios.
Largas horas pasamos entre esas paredes o deambulando por el gran patio de portland o baldosas –ahora no recuerdo- mientras el horno cocinaba lentamente la orgullosa especialidad de la casa: las inefables vainillas “Marbe”, de permanente sabor, ya que siguen fabricando, creo. En el sector empaque había un grupo de señoritas cuyo nombre ya he olvidado. Pero Gentile, Simonovich pueden ser algunos de los apellidos, aunque no estoy muy seguro de ello.
Estas chicas empaquetaban y ponían en lata aquellas para mí exquisiteces que de algún modo -¿de cualquier modo?- fabricaba ese grupo de adolescentes que entraba con lentitud a aquello que se puede definir con cierta provisoriedad como “la vida”, aunque ésta me mostrara aún todos mis dientes. Pero ya había responsabilidad en todos nosotros. Los horarios, las tareas, todo lo que nuestros padres nos enseñaban duramente y la necesidad se encargaba de disciplinar para siempre.
¿El tiempo es algo que puede definirse como un color?. El tiempo era aquello que se aposentaba en nosotros, nos ponía absolutamente indemnes frente a los males, pero ahora noto que fue inútil porque nosotros no sabíamos que luego los vendavales serían peores.
Eran los años en que cruzar un paso a nivel de las vías significaba ver una caseta de madera y allí una guardabarrera pelirroja que leía revistas del corazón mientras vigilaba el paso de los trenes. Nunca supe qué hacía esa mujer allí, que nos miraba pasar con la honda depredadora al cuello sin inmutarse. Tal vez fuera la esposa del guardabarrera y ella lo suplantaba en las horas de la siesta. Nadie ha podido darme fe de la existencia de lo que yo sigo llamando “la guardabarrera pelirroja”, pero digo que yo la he visto muchas veces, con su pelo enrulado, sus pecas, sus grandes pechos ajustados por un pullover rojo.
De todos modos uno no puede confiarse en la memoria, que renga, desgastada, pero obsesiva nos va dictando estas palabras un día lluvioso de setiembre, en que nos encaramábamos en ese dulzor traído sólo en las supuesta pituitarias, porque el dulzor real de las tortas de naranja que me hacía doña María Paulini, allá en su chacra camino a la Estancia de Vollenweider, ese dulzor digo, murió para siempre.
Y no se lo tragó de pronto el alfalfar que crecía en la parte sur de la casa, ni la rueda metálica del molino chirriante, sino una insistente llovizna de las inclemencias que golpea en esta adultez empecinada en reconstruirlo todo.
Una arqueología inútil, como sabemos, porque ninguna flor dentro de una taza nos volverá a aquello que perdimos para siempre.


*De Jorge Isaías. jisaias4646@gmail.com

















*


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pensarlo así:

el amor es

esa luz

que sólo puede mirarse enceguecido.


*De Mariana Finochietto. mares.finochietto@gmail.com



- Mariana nació en General Belgrano, Provincia de Buenos Aires. Actualmente vive en City Bell.
Publicó: Cuadernos de la breve ceguera  (La Magdalena 2014). Jardines, en coautoría con Raúl Feroglio (El Mensú, 2015)
La hija del pescador  (La Magdalena, 2016).  Piedras de colores (Proyecto Hybris 2018)
Su último libro publicado es El orden del agua, GPU Ediciones (2019)

-Coordina Microversos, talleres de exploración literaria.














LA PENUMBRA DEL CUERVO*


Inadvertidamente. Casi. Ha llegado la penumbra del cuervo.
Y no la vi. Juro que no la vi.
Llegó. Desfallecientes manos y agonía.
Para quedarse llegó. Desterrada infancia florecida.
Yo dibujé la sombra del andrajo.
Me acuso de la agonía del canto y de la herida.
Y el hueco. Oh, el hueco. Omnipresente
Universal. Planisferio oscuro. Mi nombre y tus manos dolidas.
Cálidas cruces donde duerme el espanto.
Una niña corriendo con un jarrón robado.
Ay, madre mía. Tuve que dejarlo con las cosas inertes
El precepto y la norma. Hagamos un poca de historia madre mía.
Venías de la trasgresión y el pecado. Absorto corazón sin culpa.
Yo, venía de otro mundo. Páramos y lagartos.
Y aprendí, sola. Y lo hice, y escribí mil veces mi nombre entre tumbas.
Él, adoraba el abismo y trizados espejos.
¿Como esperar que borre las raíces?
Raíces que se prenden en mis muslos y me recorren toda.
Amante. Esposo. Enamorado. Todo vale.
Él, vino de la lluvia y con ella se fue.
¿Como esperar amores sempiternos? ¿Perpetuos?
Todo pasa, madre. Todo. El amor. La infancia. La pollerita breve.
Ha llegado la penumbra del cuervo. Aquí, niña, sentadita, con el jarrón en brazos, con dos niños, espero.


*De Amelia Arellano. amelia.arellano01@gmail.com









*

Ser todos para no ser nadie. Ser nadie para no ser todos. Ambas cosas son la literatura.
Queremos ser únicos para dejar de ser. Queremos ser otros para ser nosotros mismos, por fin.


*De Liliana Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com








Inventren

-Próxima estación:

JUAN TRONCONI.


En el recorrido del tren literario por Ferrocarril Provincial:

CARLOS BEGUERIE.   FUNKE.   LOS EUCALIPTOS.     FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN GOYENECHE.    GOBERNADOR UDAONDO.   LOMA VERDE.
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN. GOBERNADOR DE SAN JUAN RUPERTO GODOY. GOBERNADOR OBLIGADO.
ESTACIÓN DOYHENARD.   ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA.    D. SÁEZ.    J. R. MORENO.     EMPALME ETCHEVERRY.
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY.   LISANDRO OLMOS.  INGENIERO VILLANUEVA.  ARANA.  GOBERNADOR GARCIA.
LA PLATA.



***


En el recorrido del tren literario por Ferrocarril Midland:


ELÍAS ROMERO.

KM. 38.   MARINOS DEL CRUCERO GENERAL BELGRANO.   LIBERTAD.
MERLO GÓMEZ.   RAFAEL CASTILLO.    ISIDRO CASANOVA.  JUSTO VILLEGAS.
JOSÉ INGENIEROS.   MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE.  ALDO BONZI.   KM 12.
LA SALADA.  INGENIERO BUDGE.  VILLA FIORITO.  VILLA CARAZA.
VILLA DIAMANTE.  PUENTE ALSINA.  INTERCAMBIO MIDLAND.





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