domingo, octubre 31, 2021

LOS MUROS Y LA MEMORIA...

 


*Obra de Walkala. Dr. Luis Alfredo Duarte Herrera (1958-2010).

 

-En Aurora Boreal. Walkala: un homenaje in memoriam

http://www.auroraboreal.net/index.php?option=com_content&view=article&id=1367%3Awalkala&catid=94%3Apintura&Itemid=160

 

 

 

 




 

*

 

 

Pienso en el mundo

que dejé afuera al cerrar las ventanas.

En el pájaro de sombra

que teje la red cuando empieza la noche.

Puedo escuchar.

Escucho

el aleteo inaugural sobre mi frente.

He sido bendecida por dioses extraños.

¿Cuánto queda de mí,

cuánto roto me acompaña todavía

en esta casa blanca donde todos duermen?

Busco,

entre las migas de pan sobre el mantel,

el signo que descifre el acertijo.

 

 

*De Mariana Finochietto. mares.finochietto@gmail.com

 

- Mariana nació en General Belgrano, Provincia de Buenos Aires. Actualmente vive en City Bell. Publicó: Cuadernos de la breve ceguera (La Magdalena 2014). Jardines, en coautoría con Raúl Feroglio (El Mensú, 2015) La hija del pescador (La Magdalena, 2016).  Piedras de colores (Proyecto Hybris 2018). El orden del agua, GPU Ediciones (2019)

 

-Su último libro MADURA, fue recién editado por Editorial Sudestada (2021)

-Coordina Microversos, talleres de exploración literaria.

 

 

 

 

 



 

 

 

Fantasmas del futuro*

 

 

*Por Esther Cross

 

Íbamos por la ruta 33, del pueblo al campo. Manejaba mi abuelo, que había ido a vernos para recobrarse de la muerte de mi abuela. Llegó en el Chevallier de la tarde y fuimos a buscarlo a la terminal con mi padre. Mi abuelo lo saludó con una palmada, levantó a mi hermano más chico, abrazó a mi hermano mayor y a mí me concedió una atención especial porque era la única chica y me dio un beso. Hacía años, comentó, que no venía al campo, y mi padre asintió, pero la paz entre esos dos duraba poco. Esa vez discutieron porque mi abuelo quería manejar y mi padre dijo “ya empezamos”. Era cierto. Algo empezaba cada vez que aparecía el viejo. Ese día en la ruta fue distinto. Mi abuelo perdió la memoria en el camino. Dejó parte de ese viaje con nosotros hundido en el olvido.

Fue una sorpresa; la amnesia siempre lo es, según dicen. Nadie la hubiera predicho al verlo bajar del Chevallier. El viejo estaba saludable, excitado y bien vestido como siempre. Dijo que le dolía la cabeza porque el chofer del micro había roncado todo el camino y que viajar al interior le daba un poco de jet lag. Miraba una vez y otra el espejo retrovisor, como si nos estuvieran siguiendo, como si estuviésemos escapando, como si se estuviera dejando algo que después le haría falta. Pasamos una jaula de hacienda y se abalanzó sobre el volante. Vimos los novillos hacinados en el remolque y, sobre la patente, el cartel fileteado que decía Ulises, el Capo. “¿No usabas anteojos para ver de lejos?”, le preguntó mi padre a mi abuelo, que respondió “es cierto pero no los necesito porque el campo no queda lejos” y se rió con su risa contagiosa. Después, cuando pasó todo, mis hermanos y yo nos acordamos de su broma y pensamos que había sido una ironía presentida. Si hubiera sabido lo que estaba por pasarle, lo que a lo mejor ya le pasaba, habría actuado de otra forma.

Mi abuelo no creía en Dios pero cuando mi abuela agonizaba salió a buscar un cura que le diera la extremaunción alegando que ella hubiera querido eso. Mi abuela estaba en coma y respiraba como una esponja, pero mi abuelo le confería poderes e intenciones y se designó su embajador. Pedía cosas de su parte y fue en su nombre que solicitó un sacerdote para el entierro. Después mi abuelo entró en la etapa desafiante. “¿Por qué, con todos los malos bichos que hay en esta vida?”, decía, en la mesa, cuando menos te lo esperabas, seguro de que podías completar la pregunta –y de que eso le daba la razón– con un resentimiento que lo llenaba de fuerza. Entonces volvía a su buen humor de siempre y seguía comiendo, como si nada. Podía arruinar almuerzos y reuniones. Mi padre decía que su padre no tenía límites. Pero esa tarde en la ruta tuvo un límite. Se lo puso su propia cabeza.

Habíamos salido del pueblo hacía unos minutos. Mi padre y mi abuelo hablaban sin mirarse. En el auto no parecía raro; podías pensar que estaban atentos al camino, pero ellos siempre hablaban así. Mi madre decía que estaba bien porque un cruce de miradas era suficiente para que se trenzaran. También explicaba la costumbre diciendo que mi abuelo y mi padre se habían pasado la infancia de mi padre en el cine, mirando la pantalla, y había quedado el hábito. Cuando fueron al entierro de mi abuela en el remise de la casa funeraria también habían hablado así, mirando el cementerio al final de la avenida.

Al bajar del Chevallier esa tarde, mi abuelo se había empeñado en manejar. La idea se le ocurrió en cuanto vio el auto nuevo de mi padre. “Hace años que no manejo”, dijo, para que mi padre lo entendiera. “Justamente por eso”, le retrucó mi padre.

Pero mis hermanos y yo abogamos por mi abuelo. Desde que había enviudado, sus manías nos parecían más graciosas, y a veces atendibles. No había nada que él pidiese que mi madre no le diera. “Tampoco tiene que abrazarte así”, decía mi padre, enojado con mi madre. El viejo aprovechaba para hacer lo que quería. “Toda la vida toleré que me marcaran por ser hijo único –decía mi padre–, pero ¿alguien se puso a pensar en lo que es ser el único hijo de este malcriado?”, preguntaba, con una sonrisa que borraba con el humo mientras fumaba, porque siempre fumaba. “¿Acaso me gusta ser el padre de mi padre, que es como ser mi propio abuelo?”, seguía. Después había llegado el verano y nos habíamos ido al campo y mi padre parecía un hombre nuevo. Pero ahora mi abuelo había venido a visitarnos, estaba al volante y nos llevaba directamente, sin escalas, a su olvido: una laguna de horas que iba a tragarse ese viaje, con nosotros incluso, en su profundidad.

La pulseada fue breve. De un lado estaba mi padre. Del otro, mi abuelo y nosotros tres. Ganamos. Mi padre nos dejó ganar. Hizo una reverencia exagerada para cederle su lugar a mi abuelo y se sentó al lado. Mi abuelo nos agradeció el apoyo con la promesa de “castigar esa ruta”. Mi padre cerró la boca. Aunque no dijera nada, te dabas cuenta. Su silencio latía, cargado.

El viejo tocó todos los botones y palancas. A mi padre la nuca se le ponía colorada, y eso era una señal inequívoca de enojo. Mi abuelo pisó un pedal, saltó un chorro de agua y tuvo que prender el limpiaparabrisas. Aunque sabía que la radio sólo captaba la emisora zonal, paseó el dial por todos los canales. Tiró de la manija que abría el capó y mi hermano mayor tuvo que bajar para cerrarlo de nuevo. Acomodó el espejo. Tanteó los bordes del asiento para empujarlo hacia atrás. Con la mano en la palanca del piso, hizo todos los cambios. Probó la baliza y las luces. Abrió y cerró la guantera. Le preguntó a mi padre para qué tenía una linterna si no tenía pilas.

Desde donde estábamos, se veía el cartel de la estación de Isaura, a la salida del pueblo. Mi abuelo pisó el acelerador, dijo “ahí vamos”, dimos un par de corcovos y avanzamos por el Boulevard Roca a una velocidad lenta, directamente fúnebre, que ni siquiera merecía el nombre de velocidad. Aceleró un poco cuando dejamos atrás la Antigua Casa Galver. Tomamos la ruta 33, aunque tuvo que corregir la dirección cuando mi padre le avisó que íbamos para el otro lado. “Arre”, decía el viejo. El viento caliente te golpeaba los oídos. Levantaba humaredas de polvo a lo lejos.

Cuando nos acercamos a las vías, aminoró la marcha. Mi padre le dijo que podía seguir porque el tren estaba fuera de circulación hacía años. “A las armas las carga el diablo y a las vías también”, le explicó mi abuelo y nos contó que había trenes que aparecían desde la nada, como fantasmas del futuro. Entonces se quedó mirando, con los ojos entornados, como si viniera algo que solamente él podía ver. En ese momento nos dimos cuenta de lo raro que estaba, nos quedamos con una parte de él que no era él estrictamente hablando.

Mi abuelo apagó el auto. Nos miró como si estuviera bajando del Chevallier, y quiso saber dónde estábamos. Así empezó la serenata de preguntas. Dónde estamos, a dónde vamos, qué hacemos. Momentito, qué hacemos, a dónde vamos, dónde estamos, de dónde venimos, de qué se ríen, por qué me miran así. Hay preguntas que trascienden todas las respuestas. Es una de las cosas que aprendimos esa tarde.

Esa noche, cuando pasó todo, volvimos al campo, lejos de la ruta y de la clínica García Salinas. Estábamos en el jardín, eran las 9 de la noche pero había luz. El auto estaba en el galpón, mi padre estaba más tranquilo y mi abuelo había vuelto a ser mi abuelo. Ya estábamos lejos de la sala de emergencias, de la puerta vaivén, del llanto de un bebé. Mi abuelo no se acordaba de que había manejado, de la jaula de hacienda que decía Ulises, el Capo, de la enfermera que tuvo que repetirle diez veces que se llamaba Irma. El médico nos había dicho que el electroencefalograma de mi abuelo era normal y las radiografías eran normales. Era un médico joven que se llamaba Omeya. Tenía el nombre bordado en un bolsillo y zapatos gastados, de hombre mayor. En esa época no existían las tomografías computadas pero en el pueblo no hubiera habido tomógrafos aunque hubiesen existido y el cerebro de mi abuelo, visto en rebanadas, tampoco hubiera registrado nada anormal.

Sentado en el jardín, el viejo nos preguntó qué había pasado. “Estuve en otro mundo”, nos dijo, levantando la mano, “lo malo es que no sé en cuál”.

Algo podíamos adivinar de ese mundo desde el que nos hablaba mientras estaba perdido. Desde ahí preguntaba con esa voz cansada, y nos miraba estirando las manos para aferrarse a la orilla de lo real. En ese mundo gobernaba nuestro mismo presidente –recordaba también el nombre del vicepresidente cuando el médico de guardia lo interrogó–. Las caras y las cosas se deshacían en cuanto dejaba de mirarlas porque cuando no las veía ya no sabía que estaban. El doctor Omeya había hecho preguntas y mi abuelo había contestado bien. Había levantado los brazos con las palmas de las manos hacia arriba. Había caminado con un pie delante de otro, como un equilibrista. Se había tocado la punta de la nariz con los ojos cerrados; había hecho cada cosa. El viejo había hecho todo lo que le decían porque se había transformado en un hombre dócil –para resistir, hay que recordar–.

Cuando paró el motor, cuando hizo esas preguntas terribles –preguntas filosóficas, dijo mi madre después– mi abuelo se había dado cuenta, de pronto, de que le faltaba algo. “¿Dónde está Elsa?”, dijo. “¿Y su abuela?”, nos preguntó. “¿Cuándo viene Elsa?”, le dijo a mi padre. “¿Dónde está tu madre?”, le gritó. Mi padre se bajó del auto, ayudó a bajar a mi abuelo, y se lo llevó a un lado. Vimos que hablaban. Después mi abuelo abrazó a mi padre. Por la ruta pasaba un carromato de cosecheros. Mi abuelo lloraba como una criatura. Durante todo el viaje a la clínica nos preguntó por la muerte de mi abuela. Tuvimos que contarle la larga enfermedad y la internación varias veces.

Cuando llegamos a la clínica García Salinas nos sentamos en los bancos de la Sala de Guardia a esperar que llegara el doctor Omeya. Mi padre le preguntó a mi abuelo qué le pasaba, yendo y viniendo, y el viejo repetía “no sé, no sé, no sé”. Podían colgarlo de un gancho cabeza abajo, arrancarle las muelas, romperle el elástico del cuerpo que sólo podría decir que no sabía, sólo podría decir la verdad. “Me preocupa”, nos dijo mi padre, para justificar el enojo. “Sólo sé que no sé nada”, dijo mi abuelo y ese chiste le hizo pensar a mi padre que su padre podría regresar.

Cuando volvió a ser el mismo de siempre, lo matamos a preguntas. Lo último que recordaba era la cantidad “impresionante” de gente que había en Constitución, cuando fue a tomar el micro. De Constitución saltaba a esa noche, en el jardín, con nosotros. En el trayecto, no había llegado, no habíamos ido a buscarlo, no le había echado el ojo al auto de mi padre, no se había dado el gusto de manejar, ni siquiera había perdido la memoria y no había recibido por segunda vez la noticia de la muerte de mi abuela. Dicen que el presente está grávido del porvenir, pero ese día el presente de mi abuelo había estado, en cambio, grávido del pasado.

El médico de la Clínica García Salinas nos acompañó hasta el auto. Mi padre acomodó su asiento, enderezó el espejo y nos fuimos. Pasamos por la Casa Galver y la estación de Isaura, pasamos por el cruce de las rutas 5 y la 33, por el altar donde había chocado, hacía unos años, Buby Forte –el cantante regional que había dejado varias viudas– y tomamos la ruta. Habíamos pasado tantas veces ese día por esos lugares que nos estábamos volviendo profesionales.

Después mi abuelo se sentó en el jardín, mirando el campo. Se oían los sapos de la laguna. Fue entonces cuando dijo que había estado en otro mundo pero no sabía en cuál. Esos episodios les pasan a pocas personas y nuestro abuelo fue uno de los elegidos. ¿Dónde estuvo mientras estaba con nosotros? Había sobrevivido a eso que ni siquiera puede imaginarse. ¿No era una especie de viajero de la dimensión desconocida? Todavía había luz y brillaba el lucero. Mi padre salió de la casa, fumando. Largaba hilos de humo blanco que se deshacían en el aire. Le dijo que tenían que entrar. Fueron a la casa y al rato los vimos sentados en la sala, mirando por la ventana, las lámparas prendidas.

 

*Fuente:

https://www.pagina12.com.ar/diario/verano12/subnotas/239003-66711-2014-02-02.html

 

 

 

 

 

 

 

 

*

 

 

Será que creo

que aún me queda tiempo,

que lo ando perdiendo por ahí,

como si hubiera

una extensión de mí que aún no conozco

escondida

debajo de las piedras.

Solos, sin rumbo,

mi tiempo y yo

nos demoramos en los patios

esperando como siempre a las luciérnagas.

Había, yo lo sé,

tantas en los jardines de la infancia:

tintineos de luz,

esparcidos en la noche como faros minúsculos.

Me gustaba

imaginarlas en un frasco

con los debidos agujeritos de rigor

iluminando la sombra clara de mi cuarto.

Nada sabía de la muerte.

Sorprendida,

encontraba al despertar 

sus cuerpitos sobre el vidrio

en un último estertor solo y radiante,

brillando para mí

como si no conocieran la crueldad

ni la venganza.

 

 

*De Mariana Finochietto. mares.finochietto@gmail.com

 

- Mariana nació en General Belgrano, Provincia de Buenos Aires. Actualmente vive en City Bell. Publicó: Cuadernos de la breve ceguera (La Magdalena 2014). Jardines, en coautoría con Raúl Feroglio (El Mensú, 2015) La hija del pescador (La Magdalena, 2016).  Piedras de colores (Proyecto Hybris 2018). El orden del agua, GPU Ediciones (2019)

 

-Su último libro MADURA, fue recién editado por Editorial Sudestada (2021)

-Coordina Microversos, talleres de exploración literaria.

 

 

 

 

 

 


 

 

 

 

EL PESO DE LAS COSAS*

 

 

*Por Alejandro Badillo. badillo.alejandro@gmail.com

 

 

Los frascos de conservas apuntalan la tarde en la cocina. Están repartidos en las repisas, alineados entre reflejos, esperando algo. El gato, un poco más abajo, junto a los últimos cajones. El silencio en sus ojos. En su mirada todo destaca: el alboroto de las servilletas, un salero, la sombra de la mujer que desciende. El gato se mantiene inmóvil, a pesar del acercamiento, de la sombra que ahoga, de los dedos indecisos, con leve temblor, al encuentro del humo que brota, del café que bulle en el recipiente de peltre.

—¿Cómo estás?

La mujer mueve la cabeza. Los cabellos en una coleta, pero quedan algunos, en caída sobre las mejillas, incluso rizos. Orienta el cuerpo. El movimiento a la voz, toda lenta, incluso los labios.

Un viejo entra a la cocina, arrima una silla, extiende las piernas. Una tentativa de brinco en el gato, pero sólo los músculos en tensión, el ámbar de los ojos en el viejo mientras se acomoda en la silla, mientras se quita el sombrero y lo deja sobre la mesa, como cosa perdida, abandonada.

La mujer llena dos tazas. El viejo, sus canas al sol, voraces sobre las orejas, en desparpajo. Su sombra aletarga a unas moscas que minutos antes, caldeadas por el resplandor, hervían verdes en el cuarto.

—¿Qué piensas?

—Está a punto de oscurecer.

—Sí.

El viejo se la queda mirando. La mujer le lleva una taza.

—Está caliente —le dice y se sienta en la mesa, en idéntica posición, como si no hubiera pasado el tiempo, como si el viejo nunca se hubiera quitado el sombrero y permaneciera ahí, en la silla, acomodando los huesos, esperando con soberbia a la muerte. La mujer se adelanta:

—¿Vamos?

—¿A dónde?

El gato merodea entre los dos. Las entumidas moscas, a media altura, danzantes en su cabeza. La mujer mira al animal, sus afiladas orejas. El secreto andar, también cuando araña, cuando apacigua los ojos, cuando la tarde.

—Deja acabo mi café.

La mujer asiente en silencio. Muñeco de trapo por la sombra, al viejo apenas le resta la voz, un poco destemplada por la soledad, por el peso de las cosas. Apresura un sorbo. La mujer sonríe:

—Olvidé que te gusta tibio.

El viejo intenta corresponder a la sonrisa pero el gesto le sale agrio. Entonces las arrugas, el gesto largo. El semblante oscuro, como el último durazno en el frutero. Se quedan en silencio. El calor disminuye en la estancia. El gato, un bostezo, los bigotes que miden el tiempo. La noche está cerca. El cielo nuboso y desordenado. Del racimo una nube. Se traslada en el desorden. También su sombra en la casa. Primero en los muebles cercanos a la ventana. La penumbra, como en el viejo, una segunda piel en el gato. Y están ahí, mientras el aire se enfría. Mientras el cielo se oscurece y se vacía. Como un cuerpo que se queda sin sangre.

 

***

 

Despierta y mira por la ventana. Las ramas del único árbol. El paisaje sin relieves. El sol derramado en los arbustos espinosos. A lo lejos la osamenta de una vaca, medio comida por el tiempo. La había visto deambular, días atrás, como un bote de remos vacío. Después el cuerpo en la tierra, de un solo movimiento, nubes de polvo alrededor. La encallada impregnó, desde entonces, el momento de abrir los ojos, de levantarse, de apartar las cortinas.

La mujer abandona la ventana y se dirige al comedor. El gato en el trayecto, entre sus piernas, la cola en alto. Ella ríe y camina más lento. Sus pies abrevan en la luz del corredor. El resplandor en la espalda, por la posición; luego en el torso, como el sol en la arena.

 

 

***

 

El café sigue ahí, en la hornilla, humeando. También las dos tazas, con abundantes pozos. Imagina la porcelana caliente, los labios en el borde, sus huellas. Mira el lugar donde estuvo el viejo. La sombra leve del sombrero. Intenta recordar las palabras dichas, los pensamientos apenas esbozados. Pero sólo queda la derrota del viejo en la silla, los remanentes del gato. La quietud de todos, como ovejas que pacen. Y por hacer algo acude, nerviosa, a la fiebre del café. El sudor en la ventana por la humareda. Y sus pechos apuntalan la mañana —como el día anterior los frascos de conservas— y le dan forma. Pasa una mano para sentir el calor, sube la intensidad de las flamas y la hornilla, abundante, se corona.

 

***

 

—¿Cómo estás?

La mujer mueve la cabeza por instinto. No responde. Pero habla la mirada, todo el cuerpo, la tensión que los une. Los cabellos en la misma caída. Algunos en desorden, por el despertar apresurado. Y los dedos, por el calor, son brasas que restan. Mira al viejo que se detiene en el quicio de la puerta. Mira sus zapatones. El movimiento latente en sus miembros. Recuerda: “el viejo llegó ayer, se sentó en la silla y dejó su sombrero”. Y fresca en la memoria, la mano en el sombrero, los dedos en el ala, aferrados, como si la figura entera estuviera expuesta a un fuerte viento. Pero la perturbación en el ámbito es mínima. Quizás la puerta entreabierta, las moscas que medran en el frutero. Y el viejo repite el movimiento. La mano derecha y el sombrero pronto en la mesa. Y de nuevo la sensación de levedad, de no estar ahí, de no estar sucediendo. Inmóviles todos, incluso el gato. Ella quiere estar sentada, como el viejo, para estar ahí unos minutos, para mirarlo y abandonarse un poco. Pero el café sigue su curso. Y la humareda, con sus figuras en ascenso; el vaho en los cristales. La observación de la mujer se extiende por la cocina, como si recobrara lentamente la esencia de las cosas.

—¿Qué piensas?

La mujer se mantiene en silencio. Busca nuevas tazas en la alacena. Los pies en puntas, por la altura. Y en el movimiento el afán del viejo por las piernas, por los senos que en el instante —por la mirada— se alumbran. El cuerpo de la mujer, reflejado en la ventana, es el de un pájaro. Y el viejo trata de retenerla así, un poco volátil y oscura. Sin embargo la mujer apresura la labor y rompe la imagen. Mete las manos en la neblina, los dedos a un trapo para cubrir la palma del asa que quema. La rutina del gato, la diligente limpieza. Está en los lengüetazos, en el fútil zumbar de las moscas. La mujer comienza a llenar las tazas. El hervor desciende. El humo en el descenso. El café pronto en el borde. Y ella se asoma, mira su rostro en el espejo, la calma que lo dibuja, incluso los cabellos.

 

***

 

La mesa absorbe el resplandor de la mañana. También el salero, las servilletas. La mujer al fin se decide, arrima una silla y se sienta. Las manos de los dos, separadas por un círculo de luz. El viejo sorbe con lentitud, amparado por la soledad y el silencio. La mujer cruza las piernas. Y el viejo percibe el movimiento, la leve perturbación bajo la mesa, como la de un cielo apenas revuelto, la de un cuerpo entrando en el agua. La mujer se percata del efecto e intenta prolongarlo. Pero el viejo, oscurecido por un gesto de dolor, desentume el cuerpo. Cruje la madera de la silla. Afuera, una racha de viento. Las ramas del árbol se mueven, arañan con su sombra los rostros. El viejo aprieta los párpados, trata de guardarse el dolor. Después toma el sombrero y se lo cala hasta las orejas. Lo sujeta un momento, como si presintiera el viento afuera, la violencia del descampado. Abre los ojos poco a poco. La mujer lo imagina frente a una fogata, la espalda encorvada, las infinitas chispas. Y con la imagen presiente algo inminente. También el gato que se arquea, se tensa como una cuerda. Y el denso maullido apenas llega, apenas toca a las moscas avivadas por la lumbre del día.

— ¿Vamos? —dice, al fin, el viejo.

Espera la respuesta con las manos juntas. La quijada apretada y el amarillo de los dientes le forman un semblante de muerto. El filo blanco de las uñas, el movimiento que las lleva a las canas que escapan del sombrero. Y dedica unos instantes a hurgar, a entretener la nueva espera. La mujer medita sus palabras. La taza ya no pulsa. Ya no hay calor en ella. Sólo la porcelana fría, su calma en los dedos. No hay restos de café en las tazas. Los pozos desvanecidos. Leves sedimentos juegan en el fondo.

 

 

***

 

La mujer recoge las tazas y las deja en el fregadero. Presiente los ojos del otro, de animal carroñero, en su espalda. Pero no le incomoda el fuego del viejo. Porque sabe que su calor no dura, que se consume rápido en lo que toca. Quizás, años antes, devoraba todo. Ahora planea, sin fuerza, en las cosas. En el horizonte de la mesa, bajo la penumbra de las sillas, donde transcurre el silencio del gato. Y la mujer está un rato así, caldeada por la mirada, frente al cielo que aún conserva el desorden. Busca nubes desprendidas, como la solitaria, la que llamó su atención en la tarde. Después gira el cuerpo, un poco harta, y pone la mirada en todas partes. En el andar del gato, en el recuerdo donde el animal repite la misma ruta sobre las baldosas. El viejo la espera paciente, le merodea el cuerpo con su paciencia. De cera sus manos. La expresión entera, inmóvil, de ciego.

—¿Vamos? —dice de nuevo.

La mujer lo mira como a un niño pequeño. Y entonces, como cantaleta, su respuesta:

—¿A dónde?

La voz sale muy débil, como el reflejo de luz que toca los frascos.

Las manos tiesas del viejo, un poco desesperadas, casi danzantes sobre las piernas. Van y vienen. Pero ya no está dispuesto a esperar. Porque su caudal se agota. Porque siente de cerca a la muerte. Entreabre la boca, como si paladeara de antemano la palabra. La mujer percibe la intención y se acerca a la mesa. El gato mengua en el cuarto. Como el viejo que empieza a desbaratarse en la silla. Las abiertas alas del sombrero. Y un destello empieza a emerger, primero en los ojos, luego el incendio por completo en el rostro. Crispa las manos.

—Necesitamos salir.

—¿Para qué?

—Para que te enseñe.

El viejo se apoya en la mesa y se pone en pie con dificultad. Más alto por el sombrero. La mujer se acerca. Las pecas en los hombros, en el traslado resaltan. Son estrellas, luces dispersas. El viejo la toma del brazo. Ella siente su tacto nervioso, de insectos que la recorren, que la invitan. Caminan a la entrada. Las bocanadas de sol entonces. Abren la puerta. Avistan los restos de la vaca, barco hundido, a pocos metros. Encallados los huesos en el polvo, cundidos todos de moscas. El zumbido casi murmullo. Como la conjura de muchos hombres. Entonces de nuevo la inminencia de la palabra. El nombre del lugar al que nunca van. La respiración del viejo tiene el peso de una hoja. Acerca el rostro a la mujer y murmura cerca de los cabellos, de su llamarada por el viento. Ella escucha la palabra. El tacto del viejo que estremece. Mira a la vaca y sonríe.

 

 

-Del libro de cuentos "La herrumbre y las huellas".

 

 

-Alejandro Badillo. (Ciudad de México, 1977)

Es autor de los libros de cuento Ella sigue dormida  (Tierra Adentro), La herrumbre y las huellas (Eeyc), Vidas volátiles (BUAP), Tolvaneras (SC Puebla),  El clan de los estetas (Universidad Veracruzana. Premio Nacional de Narrativa Mariano Azuela) y las novelas La mujer de los macacos (Libros Magenta) y Por una cabeza (Premio Nacional de Novela Breve Amado Nervo).

Ha participado en publicaciones como Luvina, GQ, Letras Libres y el suplemento “Confabulario” de El Universal. Colaborador de la revista Crítica y exbecario del Fonca. Ha sido antologado en diversas compilaciones de minificción.

-Recientemente ha publicado:

 “La Habitación Amarilla” (cuentos) por Editorial BUAP. -2021-

“Reconstrucción” (novela) Ediciones EyC. -2021-

 

 

 



 

 

 

*

 

 

Aquello

destinado a arder:

la luz, el fuego,

eso

que limitado por la sustancia

tiene un final.

 

¿Hay cenizas de la luz?

 

En mis ojos

tiembla la sombra siempre

como una premonición.

 

 

*De Mariana Finochietto. mares.finochietto@gmail.com

 

- Mariana nació en General Belgrano, Provincia de Buenos Aires. Actualmente vive en City Bell. Publicó: Cuadernos de la breve ceguera (La Magdalena 2014). Jardines, en coautoría con Raúl Feroglio (El Mensú, 2015) La hija del pescador (La Magdalena, 2016).  Piedras de colores (Proyecto Hybris 2018). El orden del agua, GPU Ediciones (2019)

 

-Su último libro MADURA, fue recién editado por Editorial Sudestada (2021)

-Coordina Microversos, talleres de exploración literaria.

 

 

 

 

 



 

 

 

LOS MUROS Y LA MEMORIA*

 

El sueño era en la casa, en ese lugar donde ocurre lo nocturno.

Siempre el escenario de la cocina rectangular, el patio de baldosas rojas, la puerta despintada de hierro con esos vidrios traslúcidos que prefiguran la inmanencia de lo informe. Y la mesa que ya no existe pero que perdura allí donde las cosas perduran, entremezclándose la infancia con las nebulosas impresiones superpuestas. Las sillas pesadas, la banderola que no llega a ser ojo abierto hacia el cielo de afuera sino cárcel. Y por qué lo atroz y no los gorriones sobre los cables. Por qué cada vez lo maligno.

Quizás el lugar no pueda desprenderse del frío constante de las habitaciones, de la pintura gris de las paredes, de los zócalos negros, de las baldosas graníticas fijadas en su dura geometría de aristas. Es que la casa es la casa de los velatorios, de las muertes, la casa de largo pasillo sin aberturas, tan propenso a la pervivencia de los espectros. No puede pensarse un pasillo como ese sin saber que es invitación al fantasma. Es la casa de la Nita que se consumió de a poco, cuando el cáncer era una enfermedad vergonzante, la casa de las locuras y las alucinaciones. La casa de los placares con monstruos y las cajas de cartón llenas de plumas.

Cuando la sacaron a la Nita hubo que parar el cajón para que saliera por el pasillo, dicen. Y la imagen se fijó a los cielorrasos, a los marcos de madera que conservan las muescas de uñas y marcas de dientes. La casa del suicidio, la casa donde hubo aljibe con espectro silbador, un espectro que dejaba oír su agudo silbido cuando había que pasar patios y traspatios para llegar al excusado. Ya entonces, cuando la casa primera, ya entonces la nube y el ocaso, las zarzas sofocando a los malvones.

El sueño era en la casa. Claro. Cada vez que la ansiedad ataca por la madrugada, el sueño es en la casa.

Algo debe de haber. Quizás sea que los aborígenes también dejaron la muerte bajo los cimientos. Hay un antiguo cementerio muy cercano. Quizás la infelicidad de una familia que se deslía en horizontes de gentes que perdieron la razón, quizás la ciudad misma, acechada por el río que reclama su territorio, quién sabe. Pero algo debe de haber para que la casa funcione de escenario para las pesadillas, y aparezca de vez en vez, igual a sí misma, nítida y agónica.

Imagen bella la de las yeguas de la noche, las nightmares de los ingleses que llegan cabalgando desenfrenadas por los cielos obscuros. Crines al viento, bellas como lo es toda belleza amenazante y temible. Será de una de estas criaturas fabulosas la herradura que hallaron en el terreno. La casa es lugar de cabalgatas en lo negro, en el abismo de lo profundo. Por las noches se pueden escuchar los belfos exhalando vapores perniciosos, se huele el sudor de las bestias, y los cascos mueven los cuadros en los muros. Allí, las yeguas de la noche cabalgan al través de la casa inmóvil de permanente ocaso tormentoso.

Y esta vez, en este sueño, eran unos monstruos de rostro grotesco y vasto cuerpo. Pesados y brutales. Indestructibles. Sólo sabía, ella, que la única forma de matarlos era decapitándolos.

Puso los cuchillos sobre la mesada de mármol, los cubrió con una servilleta. Esperó con el pecho oprimido la llegada de los espantos, rodeada por la casa muda. La casa hostil. La casa de los sonidos pequeños.

Cuando cruzó el umbral de la cocina la primera figura enorme (los otros estaban allá en el comedor, venían por el pasillo), se acercó de espaldas a los cuchillos y despertó.

Sintió la frustración de que del otro lado la casa y sus monstruos siguen intactos, acechando a otros durmientes y otros sueños. No pudo matarlos, imposible destruir tan fácilmente el abismo de lo innombrable. Supo que volverá a estar en esa cocina, que los espectros no fueron exorcizados, que la casa espera pacientemente la cabalgata y el horror. Paciente, seriamente, la casa la espera. Con sus monstruos.

 

*De Mónica Russomanno. russomannomonica@hotmail.com

 

 

 

 

 

 

 

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Todavía guardo los patios de la infancia y sus misterios, la voz clara de los vecinos, sus gritos, el perfume de algunos muebles con copas adentro. Morirán cuando yo muera y ya no existirán nunca, pero siento absurdamente que espero que resuciten al tercer día o que exista de algún modo el Mito del Eterno Retorno. No hay otro paraíso.

 

*De Liliana Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com

 

 

 

 

Inventren

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EL ESPERADOR*

 

 

La habitación es pobre, por la ventana entra una luz tamizada por una cortina con agujeros, que producen manchitas irregulares de sol sobre el muro encalado. Una araña de patas largas y cuerpecito minúsculo hace filigrana en el techo. Hay una cama, un escritorio sencillo de madera, una lámpara con el pie curvo, despintada como todo, apagada a pesar de que el sol allá afuera está bien alto pero adentro es penumbra y tristeza.

Revistas viejas apiladas, un ventilador de metal sobre una silla, un ropero al que las puertas no le cierran del todo.

Adivinamos un baño del otro lado de la pared por el goteo lento pero continuo. Suponemos sin verlo que la tapa del botón falta, y para realizar la descarga del inodoro habrá que tirar del fierrito dentro del pozo rectangular abierto como una boca que ni llora ni ríe, abierto el rectángulo como una boca asombrada, suspendida en un grito o quizás inmóvil simplemente, esperando algún tipo de reparación.

Un hombre en camiseta sin mangas está acodado en la mesa de la habitación. No hay relojes allí, sólo las manchitas de luz que imperceptiblemente recorren las paredes y hacen de reloj de sol indicando que el mundo transcurre allá afuera. El sol se mueve, las manchas pasean lerdas por la pieza como constelaciones nocturnas de inmensidad y lejanía, aquí nunca es de día ni de noche, nos decimos, no es un buen lugar para cultivar vida.

Canta un pájaro, algún perro ha ladrado confusamente en algún lugar. Les contestan. Otros pájaros se desgañitan en respuesta, otros perros emiten sus voces destempladas comentando lo que dijo el congénere.

El hombre no se ha movido. Vemos que hay una pavita abollada, un calentador, un mate de madera recubierto en aluminio, una lata de yerba ennegrecida. Otra lata suponemos que contiene galletas, pero no la ha abierto.

El hombre está encorvado, los brazos sobre la mesa y la cabeza con pocos cabellos obstinadamente fijada hacia adelante. Le corre una gota de sudor temblorosa desde la axila. Anacrónicamente, una pantalla de ordenador le ilumina los ojos. Habríamos creído que un lápiz de madera y una hoja rayada serían más convenientes, pero la notebook delante de su rostro está tan deslucida como el resto de las cosas, polvo entre las teclas, la pantalla sucia y en una esquina del aparato una cinta aisladora remendando una quebradura.

Escribe con dedos pálidos "resido en Baudrix", y en el ordenador que desmaterializa el ser y lo transforma en unos cuantos caracteres viajando por el globo, se transforma en una frase maravillosa, él se transforma en un hombre misterioso y fascinante. Baudrix. Una mujer se imagina un caballero hermoso y distinguido en una casa de tejas negras en medio de un jardín con una fuente. Otra mujer se dice "Baudrix" y aparece un muchacho lánguido de nariz recta sentado en el pretil de un puente de piedra sombreado por altos pinos. "Baudrix" se dice otra, y evoca prados verdes y quizás robles, y quizás a lo lejos la aguja del campanario de una capilla medieval.

"Baudrix" ha dicho ella. Y sonríe, y piensa en el hombre en camiseta, en la cama de hierro, en la uña del dedo gordo del píe derecho que le rompe las zapatillas de lona. Piensa en los cabellos ralos, las mejillas mal afeitadas. Recuerda la mujer la cortina con agujeritos, el comedor con los muebles de la abuela, el patio de baldosas desparejas.

"Escribe él, aquí, en Baudrix", se dice la mujer. "Y está solo, y espera" se dice. Espera aunque en la estación ya no arribarán más trenes. Lanza sus botellas, él, y todavía. Espera. Se dice la mujer.

El timbre no funciona. Unos nudillos golpean la puerta.

 

El hombre se pone una camisa de mangas cortas sobre la camiseta, se calza las chinelas y gira el picaporte de su puerta.

*De Mónica Russomanno. russomannomonica@hotmail.com

 

 

 

 

 

 

 

 

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**

 

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LA PLATA.

 

 

 

 

 

 

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