lunes, junio 30, 2025

ESTACIÓN FRANCISCO BERRA

 


*Foto de Jorge Cerigliano.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

EL TREN DE LOS SUEÑOS*

 

Nunca he visto ese tren.

Pero conozco sus bifurcaciones.

Tal como las líneas de mis manos.

Conozco el territorio que lo define.

Sus caballos de fuegos. Sus andenes.

Las líneas de la vida y de la muerte.

Habría que nombrarlo despacio y decirle.

Al oído, decirle, no solo hay líneas, hay triángulos.

Hay cruces donde quedan cruces.

Que las líneas del corazón señalan el norte,

Largas y profundas.

Que lleva y trae amores.

Que su oficio es el de muchos.

Andar y andar.

No elegir el caballo ni el jinete.

No preguntar. No parar. Huir. Ir. Venir

Soñar que es una la línea de la vida.

y es como mis pantalones, cortos.

Reino de líneas paralelas.

Nunca he visto ese tren. Pero lo sueño.

Lo miro, a la distancia, lo miro…y lo sueño.

Y lo sueño.

 

*De Amelia Arellano.

San Luis.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Estación Francisco Berra*

 

Llegar al lugar no fue difícil, uno va por la ruta, está claramente señalizado el camino, y hay hasta un cartel de esos de los que hacen para tomarse una fotografía y subirla a las redes presumiendo que uno es viajado.

El pueblo es apenas una reunión de construcciones modestas. Las casas parece que han migrado desde algún lugar, no llegaron a la ciudad, y quedaron reunidas aquí, esperando alguna cosa que jamás llegó. No se dejan tragar por los montecitos vecinos, resisten al campo infinito que las circunda, sostienen la presencia humana entre vacas, lagartos overos y garzas indiferentes.

Voy a la estación de trenes, y encuentro que hay un edificio típicamente ferroviario; veo que han excavado unos fosos que habrían servido para revisar la parte inferior de los vagones, y que algún poste de señales refuerza la impresión de que por este lugar pasaban formaciones. Hasta han erigido un galpón que le otorga al conjunto un aire netamente ferroviario. Pero no hay vías.

Es increíble cómo se esfuerzan para crear estos escenarios, y no colocan lo fundamental. Pero ya lo hemos visto repetidamente. Me río sola, y sacudo la cabeza sintiendo esa emoción de quien se ha despertado, y encuentra estas fallas que dejan ver el engaño al que quieren someternos.

Intento ingresar al predio pero me lo impiden, por lo que me dirijo al caserío que está desierto, y el ruido de un motor me hace caminar hacia la escuela.

Hablo con el hombre que produce el sonido. Está cortando el pasto, pertrechado con un arnés, botas y anteojos de seguridad. Hago un esfuerzo para no ser condescendiente. No es cosa simple tratar con empatía a quienes se encuentran en un nivel más bajo de crecimiento intelectual, pero intento sostener una charla de igual a igual. El hombre es muy amable, contestando mis preguntas con una adorable inocencia.

Le han hecho creer que por aquí pasaba un ferrocarril, a pesar de que él personalmente nunca vio un tren y tampoco vio nunca las vías. Lo justifica diciendo que su padre sí las habría visto cuando era joven, creyendo ilusamente en testimonios engañosos. Sabemos que la historia se reinicia cada tanto, y se introducen estas ficciones que la gente simple acepta como verdades innegables. El pobre hombre me indica que hay libros sobre la historia del ferrocarril donde se menciona este paraje y se explica cómo se levantaron las vías a fines de los años sesenta. Habría sido durante un gobierno militar. Patrañas. Introducen detalles para otorgar verosimilitud a las ficciones.

Se me escapa una sonrisa, recordando las filmaciones que intentan convencernos de que los norteamericanos llegaron a la luna. Son operaciones burdas con objeto de instalar falsedades evidentes. Las gentes sencillas no se preguntan sobre las imposibilidades, y reciben la información sin desenmascararla. Nosotros revisamos cada filmación fotograma por fotograma, y sólo tenemos fe en nuestra capacidad deductiva y la lógica de las cosas. Las personas ven que el sol sale por el este y se pone por el oeste, y sin embargo y pese a la observación diaria del fenómeno, adscribe a la absurda teoría de que la tierra se mueve.

Este pobre hombre de la moto guadaña cree lo que le han contado, lo que lee en los libros, lo que la nefasta sociedad de científicos nos inculca para mantenernos sometidos. Cree en la medicina tradicional, se envenena con harina de trigo y destruye su cuerpo alegremente creyendo que el agua hidrata. En medio del campo, lejos de todo pero sujeto al orden mundial de reptilianos, ajeno a la realidad, perdido en un sueño irreal donde le han creado un universo. Pobre hombre.

El edificio de la estación está alambrado, y cuando abrí la tranquera habían venido unos muchachos a impedirme el ingreso. No querían que notase la falta de vías férreas, pero el hombre del pasto intentó tejer explicaciones confusas, dando por cierto que uno de los muchachos es hijo del último jefe de la estación, que el joven hace uso del edificio para reunirse con amigos a escuchar música metalera, y añadió en voz baja que probablemente son celosos de su intimidad ya que se comenta en el pueblo la existencia de una pequeña plantación escondida detrás de las cañas que crecen junto al andén. “Una plantación” repite guiñándome el ojo con picardía, y llevándose a la boca un cigarrillo imaginario.

El pensamiento lineal de esta gente les hace justificar de cualquier forma el único hecho indudable: se supone que he llegado a una estación ferroviaria Y NO HAY VÍAS FÉRREAS. Aquí saco provecho de la charla con el hombre del pasto, anotando mentalmente las desviaciones de razonamiento, los subterfugios, los parches lógicos, toda la batería de ardides que se utilizan para no abrir los ojos a la evidencia tangible.

Saco una fotografía con el zoom de la supuesta estación y la subo a las redes, para compartir con mis seguidores una prueba más de la forma en que se instalan relatos engañosos y se manipula la mente de los simples. Nosotros estamos despiertos, somos cientos de miles y crecemos día a día. Pronto conoceremos toda la verdad.

 

*De Mónica Russomanno. russomannomonica@hotmail.com

Santa Fé.

 

 

 

 

 


 

 

 

 

ESTACIÓN DE LAS MADRESELVAS ESCONDIDAS*

 

Un banco de la Estación, sostiene la pausa y la mujer.

La sustenta como el amor sostiene al tiempo.

Una maleta llena de incertidumbres.

Y un hueco de ausencia redondo como el mundo

 

El tren se acerca ¿o se aleja? Es una boa de plata.

La mujer se pregunta si la cola de la boa está roja por el llanto.

Arranca sus raíces y le duelen hasta las huellas de sus pasos.

Levita en una butaca con olor a distancia.

 

El tren desarraiga su sollozo en aceros solitarios.

La mujer se deja mecer suavemente.

En sus sueños, aparece su madre.

Cuando despierta siente en su boca un sabor lejano.

Leche dulce de madreselvas blancas.

 

El tren llega a destino. No sabe si va o viene.

La mujer comprende que partir es llegar.

Y el tren arraiga entre maternos pechos.

Madreselvas de escondidos aceros.

La sustentan como el amor sostiene el tiempo.

 

*De Amelia Arellano.

San Luis.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

EL OJO DE HORUS. *

 

Dicen los que saben utilizar las antiguas palabras que el tiempo y el fuego son casi lo mismo. El tiempo tiene la voracidad del fuego. Avanza dejando cenizas a su paso creador de pasados.

Antes que el Ojo de Horus borre toda su memoria por ser “nostalgias ineficaces” para el presente, puedo tratar de resguardar en un respaldo físico la información que será suprimida.

Es una tarea infinita e imposible, pero al menos guardare algo del origen de la estación experimental Berra.

“Los trenes, como el tiempo y la marea, no se detienen para nadie” Lo escribió Julio Verne, y en esta geografía desolada alguna vez hubo una estación de trenes, tenía vías de acero, vivían pobladores, los trenes llevaban personas de una punta de rieles a otra pasando por este sitio de la pampa argentina de aquel entonces.

Quiero pensar que -como dejo escrito Kalman- uno de los creadores de la precursora estación experimental que aquella era la vida verdadera para el ser humano.

La historia del mundo humano si tiene lógica dialéctica no es de lectura diáfana, va a saltos donde se pierde el hilo donde se tejen acontecimientos y consecuencias.

Voy a la analogía de hechos históricos, veo al lejano emperador chino que ordeno murallas y decidió quemar todo pasado escrito. El ojo de Horus no construirá murallas ya que no son útiles para el dominio territorial. Simplemente borrara toda la información de lo pasado por ser “innecesaria”. Es obvio que con la robotización de los seres ya no son necesarias las murallas. Intento explicar de un modo torpe lo que sucedió lejanamente. Primero de afianzaron los logaritmos, se descubrió que eran más confiables que la publicidad para orientar conductas y emociones de la población. Se delegó un poder impredecible en la llamada IA, la precursora del gran ordenador global. La concentración acumulativa de poder y saber llevo al Ojo de Horus al dominio del mundo terrestre.

La estación situada en Berra es un minúsculo poro del gran Ojo, su misión es comprobar o verificar con experiencias concretas el saber del ordenador central. Los egipcios llamaron al Ojo de Horus o Udyat, “el que está completo”. Aquello que fue conocimiento ancestral de la humanidad fue apropiado por el gran ordenador global.

Sigo intentando explicar lo irreversible con frases de Verne: “todo lo que alguien pueda imaginar, otros lo podrán hacer realidad”

Foucault ya enunciaba al “poder, saber y verdad” como inseparables en sus efectos de dominación.

Salir de los inestables ciclos del capitalismo, intentar regular la devastación de la especie humana sobre el planeta, evitar la autodestrucción del planeta por las guerras de egos de los dictadores, todo el bien imaginable nos fue llevando a este orden monstruoso de un imperio dominado por el Ojo de Horus.

Ustedes, habitantes del remoto pasado cuya memoria se destruirá en breve para siempre, piensen en el devenir y si pueden, traten de cambiarlo.

 

*Por Eduardo Francisco Coiro.

https://www.facebook.com/CansadoDeTriunfar/

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

POEMA DES-ANDADO*

 

En la Estación Central. Un hombre. Solo.

Llega y parte, buscando andenes.

Siempre está de regreso, aún de llegada.

En su mochila verde,

solo una golondrina,

un vértigo y una antigua foto

amarillenta, de un niño

y un caballo.

No, no está solo. Hay una convención de soledades.

Aquelarre.

Están todos.

Nadie falta a la cita.

El hombre ciego,

atenazado a un banco, pide.

Pide porque ha dado.

El niño con mocos escarchados

y ojos que nunca lloran.

¿Para qué hacerlo si no han de consolarlo?

La mujer que vende su fusión en tumbas solitarias

Boca de percal y pechos de magnolias.

Tampoco falta el viejo, alarife de soles

de puentes y andamios que casi no recuerda.

Al lado de una bolsa abandonada,

otra bolsa. Sin sexo.

Con un hálito de vida.

No conoce otra historia que la nada.

Y está la vieja.

Añorando las rejas del hospicio.

Meciéndose en una hamaca de

cantos y de tiempo.

Y el tren que llega,

andando y desandando

condenado a no tener raíz

a partir y a llegar.

El hombre trepa

en trasborde de sueños.

Avanza, siempre avanza

sin mirar hacia atrás.

Antes del viejo puente, al lado de un álamo

talado por un rayo, el tren para.

Y el hombre no lo piensa, solo salta

y vuelve al aquelarre.

Ellos están allí ¿adónde irían?

El hombre se arrodilla.

Les da la golondrina. Un apretón de manos

e inicia su regreso.

Ya no le teme al vértigo.

Desanda soledades.

Penetra lentamente, en la antigua foto amarillenta.

Allí lo esperan. El niño y el caballo.

El silencio y el miedo.

La raíz y la flor.

La vida y la palabra.

 

*De Amelia Arellano.

San Luis.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

CENA DELICIOSA*

 


Zumbido en mi celular: mensaje del amigo Coiro. Parece que finalmente se modernizó e instaló el WhatsApp… Necesita con urgencia un nuevo texto para InvenTren: “Ya estoy un poco cansado de reciclar siempre los mismos. Escribite algo para renovar la lista”, me escribe. Y como me mensajea en sintonía con mis ganas de desoxidar la maquinaria literaria, le pido precisiones.

“La próxima estación es Francisco Berra, en el Partido de Monte”, me aclara. Busco en internet: apenas una antigua parada del ferrocarril, utilizada para transporte de personal y ganado, que funcionó hasta el año 1961, con población rural dispersa.

Releo varias veces estas últimas tres palabras, y mi mente divaga. De pronto aparece un paisaje, unas voces, y la escena prosigue así…


Noche tranquila que cubre los campos. Algunos grillos son el único sonido a la redonda. En casa de la familia Wilson, cuidadores de la estancia, Emma, una niña de seis años, sobre la mesa de la cocina cena un plato de carne adobada con salsa de tomate y especias. Mientras tanto, Alma, su madre, limpia una enorme mancha rojiza en el suelo, cerca del horno de la cocina.

—Mami, ¿a qué hora llega papá?

Alma responde sin mirarla, concentrada en su tarea.

—Tu papá está demorado, mi amor. Salió con el patrón esta tarde, mientras vos estabas en la escuela. Tenían que ir en la camioneta hasta la ciudad, a buscar las bolsas de grano para la siembra. Viste cómo es, a veces demoran mucho… Así que no te preocupes, vos comé tranquila. En algún momento llegarán.

Emma corta la carne, relamiéndose.

-—Hoy te salió muy rico el estofado, mami. Hace mucho que no comíamos carne tan rica.

—Gracias, mi amor. Cuando tenemos, hay que aprovechar. Y disfrutar, sobre todo.

—¿Puedo hacerte una pregunta?

—Si, claro.

—Hoy antes de irme a la escuela, me pareció escuchar gritos cuando me mandaste al galpón a buscar la pala y el hacha. ¡Qué pesadas que estaban! Las tuve que arrastrar para traerlas hasta acá.

—Sí, Emma. Son pesadas. Pero estaba ocupada, y las necesitaba.

—Cuando volvía, arrastrando todo, me pareció escuchar la voz de papá. Gritaba, parecía enojado, pero también…. —Piensa, recordando, tratando de entender: —Creo que estaba… como asustado….

—No puede ser, hijita. Habrá sido alguien más. Creo que salieron con Cosme, el peón nuevo. Debe haber sido su voz la que escuchaste. Es muy extraño ese hombre.

—No sé… —Duda, llevándose otro bocado de carne a la boca, limpiándose con la servilleta. —Me pareció que era él. Decía que la vida era horrible, que nunca íbamos a salir de este agujero, que maldito el día en que se le ocurrió venir hasta acá con vos. ¿Por qué habrá dicho eso?

Por unos segundos, Emma mastica y piensa. Alma permanece en silencio, sin mirarla.

—Y ahí empezó a gritar, a pedir perdón, que no lo decía en serio, que no te enojes, que él iba a cambiar.., Y de pronto se calló.

—¡Hijita, cuánta imaginación! —Alma agita el envase semi vacío de cloro con el que estaba limpiando el piso, hablando consigo misma: —Voy a tener que comprar más de esto. Capaz que me haga falta un poco de ácido muriático, también.

Emma limpia en el plato los últimos restos de salsa con un pedacito de pan.

—¿Por qué me pediste que dejara la pala y el hacha en la puerta de entrada?

—Porque estaba ocupada cuando volviste, ya te expliqué. Tampoco hacía falta que entraras, tenías que irte a la escuela. Por eso te alcancé hasta la puerta los útiles que tenías en tu pieza, para que no perdieras tiempo.

Emma bebe agua y piensa en voz alta, suspendiendo el vaso en el aire.

—Pero no llegué tarde. Era temprano…

—Mejor, hijita. Mejor.

—Mami, ¿vos siempre peleaste con papá?

—¡Pero no, mi amor…! A veces nos enojamos por la plata, pero nada más.

—Alguna vez te pegó.

—Eso fue hace mucho tiempo… ¿Te sirvo otro plato?

—No, mami. Gracias. Me llené.

—Bueno, acostate, entonces. Que mañana, aunque no hay escuela, hay mucho que hacer. Te esperan las gallinas, los chanchos… ¡Mirá la cantidad de huesos que quedaron de la cena para que coman! Aprovechá y dale ahora algo a los perros.

—¿Vas a guardarle algo de carne a papá para cuando vuelva?

—No te preocupes, yo me encargo de eso.

—Hasta mañana, mami.

—Que descanses, mi amor.

Emma levanta la fuente de la mesa y sale al patio. Los perros se acercan inquietos, moviendo sus colas. Ella les arroja los huesos al piso, huesos largos, que no parecen de vaca.

Alma deja el secador de piso en un rincón y enjuaga el trapo en la bacha de la cocina, empapado de líquido rojo oscuro, estrujándolo varias veces bajo el chorro de la canilla, hasta que del trapo sale sólo agua limpia. Su expresión se endurece. Deja a un lado el trapo y levanta el hacha de cabo largo que había dejado oculta detrás del horno. El filo de la hoja y gran parte del cabo también están manchados. Lava todo con mucho detergente y el resto del cloro que le quedara en el envase.

A su espalda, uno de los perros que recién alimentara Emma se acerca a la mesa, siguiendo a la niña, que le da la espalda rumbo a su habitación, y trepa sobre la silla que utilizara su madre un rato antes, asomando el hocico por encima del borde y robando algún otro hueso del plato de Alma. La mujer sonríe de costado.

—Al final serviste para algo, Alfredo Wilson… A pesar de tantos años de sufrimiento.

Aunque no todo parece haber sido aprovechado en la olla. Alma camina unos pasos y levanta el tacho de basura, cubierto por la tapa para que Emma no vea los restos en su interior. Tiene que salir hasta el chiquero, ahora que su hija se encuentra ocupada vistiéndose para dormir junto a su cama. Tiene que llevarles algo de cena a los chanchos, aunque la mayoría ya estén durmiendo. Tiene que hacerlo ahora, acompañada por la oscuridad de la noche, que la ayuda. Tiene que deshacerse pronto de lo que no pudo poner en la olla del estofado.

Los pies, las manos y la cabeza de Alfredo Wilson.

 

 

-Junio de 2025-

 

*De Alberto Di Matteo. licaldima@gmail.com

 

-Alberto Di Matteo. Escritor por vocación, y psicólogo de profesión.

Escribe desde principios de su escuela secundaria. Su papá le contaba cuentos (inventados por él) antes de dormir, y de allí Alberto intuye que le surgieron las ganas de contar. Ha participado en diversos certámenes literarios.

-Ha publicado en Inventiva Social cuentos para la serie InvenTren desde los recorridos literarios iniciados en el año 2002.

Hace suyas las palabras de John Cheever, "escribo para entenderme y entender el mundo".

 

 

 

 

 





 

Renuncia*

 

He renunciado a nombrar los días que no vienen.

He renunciado a sorber la espuma de tus belfos.

He renunciado al obstinado silencio de tu cuerpo.

A ser huésped de los platos vacíos.

A lamer las manos furibundas del hambre.

A no mirar los calendarios tristes de la muerte.

A los retratos, a espejos que han caído.

Al jinete ruidoso del corcel oscuro.

 

No he renunciado, sin embargo a las ruedas de carro.

Al olor de la rosa té de china.

Al agua de las albas cenicientas.

A los desnudos faunos que me nombran.

Al ritual del silencio escondido en la parra.

 

He renunciado a ser mortal. Pedregal. Espectro del oeste.

A ser ritual de duelo de pañuelos.

A la umbría virgen que yace en la espesura.

Y a ser tu sombra. Tu puñal. Tu sombrero.

He renunciado a que me broten violetas de los ojos.

 

 

No he renunciado, sin embargo al grito.

Ni al rumor del aura que contesta, llorando.

Llorando. Que contesta llorando.

 

*De Amelia Arellano.

San Luis.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

AL FINAL DE LA CALLE*

 

 

Cuando cumplí los diez años mis tíos me hicieron un regalo maravilloso: me invitaban a pasar las vacaciones en su casa, en un pequeño pueblo de la provincia.

El lugar no tenía ningún atractivo turístico; creo que no llegaba a los cinco mil habitantes. Pero mis primos y yo nos llevábamos tan bien que era grandioso pensar en un verano juntos.

En el pueblo no existía el pavimento; tampoco era muy necesario: pocos autos transitaban por esos desolados caminos de tierra, todos iguales.

Cada calle no tenía más de diez cuadras de largo y al fondo, el campo.

Los chicos disfrutábamos jugando en ellas, generalmente descalzos, sintiendo deshacerse los terrones secos bajo la planta de nuestros pies. Nos subíamos a las veredas de ladrillos cuando se aproximaba algún auto solitario, avisados por la nube de polvo que se acercaba desde lo lejos.

Una vez a la semana pasaba un tren, que paraba sólo unos minutos y partía rápido, escapando de aquel aburrido lugar. Nos apurábamos a llegar hasta la pequeña estación y lo despedíamos con gritos, aplausos y saludos a inexistentes pasajeros. Después el andén quedaba silencioso y vacío, salvo por la visita de algunos muchachos que buscaban cuises en las interminables siestas de verano.

En la cuadra en que vivían mis tíos había una familia de la cual no conocíamos a nadie, salvo a un viejo paralítico que todas las tardes sacaban a la vereda en una silla de ruedas. Lo dejaban una o dos horas solo, sentado sobre un gran almohadón verde y allí se quedaba, inmóvil, todo el tiempo mirando hacia el final de la calle.

Pensábamos que tal vez no quería vernos saltar, correr o hacer equilibrio sobre alguna rama. Tal vez no le gustaran los niños, o no quisiera recordar cuando podía hacer lo mismo que nosotros.

La verdad es que no nos importaba demasiado y al poco tiempo ya era como parte del paisaje. A veces lo tomábamos como un límite –“Corremos hasta el viejo y volvemos”– y nunca tuvimos un intercambio con él, ni un gesto, ni una palabra. Lo ignorábamos y pienso que también él a nosotros, pero me intrigaba saber que buscaba ver al final de la calle.

En esas horas se adueñaban de la tarde los grillos, las chicharras y las ranas. Imposible encontrar alguno de esos bichos para atraparlo. Se callaban cuando nos acercábamos.

Era su momento en el día. Era su lugar en la Tierra, y gritaban. Tal vez nos gritaban a nosotros, intrusos en su mundo. Quizás se comunicaban entre ellos con algún lenguaje natural y desconocido para los hombres.

En las cunetas, entre las flores de sapo, en los baldíos con aroma a alfalfa y manzanilla, un universo de insectos esperaba la noche.

Pero mientras reíamos y corríamos por la tierra el viejo miraba, insistentemente, al final de la calle.

Yo no me había animado a aventurarme más lejos de dos o tres cuadras. Me daba miedo el campo oscuro. Pero una tarde les propuse a mis primos que vayamos un poco más allá, tratando de descubrir lo que el viejo veía y nosotros no.

Sabíamos que después vendría el reto, pero éramos varios para soportarlo. Y la curiosidad ya no se aguantaba.

Comenzó a bajar el sol y escuchamos a mi tía lejos, ocupada en la cocina.

Cuando empezó el canto del primer grillo, nos dimos la mano y emprendimos la caminata hacia el final de la calle. Las luces de las esquinas comenzaban a prenderse, pero donde íbamos nosotros la oscuridad llenaba todo.

Llegamos adonde terminaba la calle y nos topamos con un alambrado. Más allá, el campo. Los minutos pasaban, la noche se ponía más negra.

De pronto, primero una, luego tres, luego cinco. Luciérnagas. Lucecitas que no podíamos decidir si eran verdes o amarillas. Por todos lados. Apareciendo y desapareciendo. Cientos, tal vez miles, encima del campo. Algunas venían hacia la calle y tratamos de agarrarlas.

Parecían jugar con nosotros. Cada vez que estábamos a punto de atrapar alguna, desaparecía como el sonido de las ranas y los grillos.

Mi primo logró la hazaña. Cazó una y la encerró en el hueco de su mano. Todos nos asomamos para verla: ¡Imposible perderse ese pequeño tesoro que irradiaba una luz que podía verse desde lejos!.

Empezamos a correr volviendo a casa: nos acordamos de la cena.

Pero un presentimiento, o intuición, no sé, hizo que Víctor se parara junto al viejo con el bichito dentro de su mano.

Por primera vez en todo el verano el viejo giró la cabeza y miró las manos de mi primo. La luz de la luciérnaga se escapaba entre los dedos y llegó hasta la cara arrugada, iluminándola.

En eso escuchamos la voz de mi tía, llamándonos a los gritos.

Corrimos hacia la casa y mi primo abrió la mano. La luciérnaga salió volando. Pensábamos que estaría averiada, pero no. Prendió su luz dos o tres veces y se volvió hacia el final de la calle, perdiéndose en la oscuridad.

El viejo la siguió con la mirada y trató de mover su mano. Solamente pudo abrir los dedos.

Mi prima creyó que quería agarrarla.

Yo estoy segura que le dijo adiós.

 

*De Cecilia Zanelli.  ceciliaines_zanelli@yahoo.com.ar

Santo Tomé. Santa Fe.

 

 

 

 

 

 

 

-Próxima estación:

 

ESTACIÓN GOYENECHE.   

 

-Continuidad literaria por el Ferrocarril Provincial:

 

GOBERNADOR UDAONDO. 

 

LOMA VERDE.  

 

ESTACIÓN SAMBOROMBÓN.

 

GOBERNADOR DE SAN JUAN RUPERTO GODOY.

 

GOBERNADOR OBLIGADO.

 

ESTACIÓN DOYHENARD.  

 

ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA. 

 

D. SÁEZ.   

 

J. R. MORENO.   

 

 EMPALME ETCHEVERRY.

 

ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY.  

 

LISANDRO OLMOS.

 

 INGENIERO VILLANUEVA.

 

 ARANA.

 

GOBERNADOR GARCIA.

 

 

LA PLATA.

 

 

 

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