sábado, junio 21, 2025

NO HABRÁ MÁS MUNDOS QUE ÉSTE.

 


*Obra de Noelia Ceballos. @noe_ce_arte

 

 

 

 

 

 

 

FIN DE SEMANA EN SOLARIS*

 

No habrá más mundos que éste

que para ti convoco;

materia otra que la que aquí conjuro.

Atravieso espejismos,

me hundo en alucinaciones

que con tu rostro se disfrazan.

Incorpóreos engaños que simulan tu aroma.

Y contra mí conspiran odiosas estadísticas,

antagónicas leyes prohíben nuestro

encuentro.

¿Cuántas vidas debería vivir

hasta que esta pompa de jabón

asuma nuestras formas?

Nada guardo de ti sino tu ausencia

 

*De Gerardo Lewin.  gerardo.lewin@gmail.com

 

 

 

 

 

 

 

 

 

REGRESO*

 

 

El hombre de los ojos insomnes, duerme.

Duerme mecido, en rituales de viejas caracolas.

También duerme el deseo.

Lo despierta la noche y el penetrante olor a vida.

Los espejos. Los retratos vivientes. La estremecida piel.

Ha perdido sus pasos, su insolencia.

Ah, si pudiera volver, recordar, regresar.

Pero es de noche y teme. Noche de terciopelo.

Acechan los pájaros del miedo.

Teme. Teme abrir los cerrojos.

Las ventanas pircadas. Las clausuradas puertas.

Teme y desea. El escozor se arrastra como felino en celo.

Es agosto y los almendros brotan. 

También germina el fuego.

Se encienden las cenizas.

Las azules grutas tantas veces besadas.

El ritual del puñal que cincela y canta.

Y teme, y desea y excomulga las antiguas muertes.

Y regresa.

Regresa, sabiendo que un viaje es solo eso: un regreso.

 

  *De Amelia Arellano.

San Luis.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Karhnak*

 

 *Por Sergio Borao Llop. sbllop@gmail.com

 

Mi sobrina dice que soy yo, que hay algo en mí, que su perro nunca se comporta de ese modo con ninguna otra persona, ni ladra ni enseña los dientes como hace conmigo. Esas palabras me han hecho pensar. Y lo que se me ha pasado por la cabeza es algo en verdad preocupante: en efecto, soy yo, pero soy yo ahora, no siempre fue así.

Para que conste, hago notar un hecho incuestionable: en mi niñez, había en la casa (casa de campo con un enorme corral) dos perros —Gruñón y Loby—, y no exagero al confesar que lloré amargamente la muerte del primero de ellos, por quien sentía un cariño tan intenso como sólo puede sentir un niño. Cuando nos trasladamos del pueblo a la ciudad, ya no volvimos a tener perro. Mis padres debieron de pensar que un piso de tamaño reducido no era el lugar más adecuado para ello.

Por otra parte, en abundantes ocasiones he acariciado las cabezas de todos los perros que han pasado, de un modo u otro, por mi vida: de familiares, de conocidos, de amantes… nunca antes había recibido de ellos nada que no fueran muestras de cariño, sumisión o alegría al recibir mis caricias.

Ahora bien, los acontecimientos de estas últimas semanas (y principalmente la declaración de mi sobrina) me han llevado al convencimiento de que, parafraseando a David Lynch, los sabuesos no son lo que parecen.

 

*

 

Las conclusiones de mi reflexión se basan en una serie de hechos sin relación aparente:

La lectura de la novela El terror, de Arthur Machen.

El hallazgo, en los apartados estantes de la biblioteca pública del barrio, de cierto manuscrito antiquísimo (o eso parecía) donde se detallan algunos ritos que parecen fruto de una mente alucinada. Se infiere la existencia de un dios (Karhnak) con forma animal, adorado por “individuos que se postraban a cuatro patas ante él”, poseedor de un gran poder que “debe permanecer, por el momento, en la sombra”.

Diferentes agresiones inexplicables a humanos por parte de perros, todas ellas acaecidas en esta misma ciudad y en un lapso breve de tiempo.

Todo esto, unido, me llevó a imaginar algo abominable y, a la vez, increíble: motivado por tales pensamientos, fui reuniendo bibliografía.

En Los viajes de Gulliver, Jonathan Swift insinúa que, bajo otras circunstancias, podría ser otra la raza que hubiese evolucionado. ¿Y si en este caso se tratase de una evolución encubierta, por así decirlo?

El revisionado de Los pájaros, de Hitchcock, consiguió perturbarme como nunca antes lo había hecho.

Volví a leer Moby Dick, de Melville.

En El libro de la selva, cuatrocientos furiosos perros persiguen a Mowgli.

El mito del can Cerbero.

Ambrose Bierce, en El diccionario del diablo, define al perro como “una especie de deidad adicional o subsidiaria, diseñada para captar el exceso y el excedente de la adoración del mundo”.

Algunos dioses egipcios, principalmente Anubis, tienen forma humana pero cabeza de chacal.

Otro dato, este obtenido de una forma totalmente casual: un conocido veterinario de mi ciudad afirma que el número de perros aumenta día a día. Según la estadística oficial son unos veinte mil, pero la cifra real vendría a ser unas seis o siete veces mayor. Teniendo en cuenta que los perros se reproducen con suma facilidad y que el número de seres humanos se está estabilizando, no es difícil concluir que en un plazo relativamente corto la población canina igualará, y posteriormente duplicará, la humana.

Todo esto, objetarán ustedes, no demuestra nada. Y tienen razón. Siempre se me ha acusado de estar demasiado influido por la literatura y es posible que así sea. Por esa razón traté de desechar los fantasmas que ya me andaban rondando por la cabeza y metí mis notas en un cajón del escritorio, junto a los poemas de mi adolescencia que ya nunca serán publicados.

Entonces tuvo lugar el incidente del hombre de los perros. Se trata de un vagabundo que deambula sin rumbo fijo por la ciudad. Lleva consigo un carrito de supermercado con sus pertenencias y le acompañan siete u ocho perritos de razas inidentificables y escaso tamaño. Yo caminaba por la Gran Vía cuando me crucé con él. Unos segundos después oí un alboroto a mis espaldas y me giré para ver de qué se trataba. Al parecer, un hombre había tropezado con uno de los perros y, en un gesto sin duda reprobable, le había propinado una patada. Ante mi estupor, los perros rodearon al agresor sin proferir un solo ladrido, sólo mirándole con una expresión indefinible. Fue el vagabundo quien rompió el tenso silencio. En voz baja pero inequívocamente firme, dijo: “Arrepiéntete, bastardo, porque está próximo el día en que tu raza rinda sumisión a estos pobres animales que ahora maltratas”. Obviamente, tales palabras eran fruto de su incipiente borrachera, pero un escalofrío recorrió mi espalda al escucharlas. Nadie más pareció prestar atención al suceso. En la gran ciudad ocurren demasiadas cosas como para detenerse en una de ellas. En cuanto a mí, lo presenciado ese día me impulsó a continuar con mi investigación.

 

*

 

La sensación de irrealidad se acentuó durante las semanas que pasé viviendo en casa de mi hermana. Ella y su novio se marchaban de vacaciones y me encargaron cuidar de sus perros. Ya en esos días pude observar extraños comportamientos por parte de los dos canes. A veces, cuando yo no miraba, intercambiaban gestos, miradas. Aparte de eso, se mostraban dóciles y obedientes. No le di importancia. No puedo negar que, en ocasiones, creo ver más de lo que realmente hay.

No obstante, mientras llevaba a cabo mis pesquisas, visitando bibliotecas, consultando ediciones antiguas de diferentes diarios, revisando revistas especializadas en animales, pude observar un fenómeno que, aunque inesperado, no me sorprendió en absoluto: hubo un cambio de actitud de los perros (y también, preocupantemente, de sus amos) hacia mi persona. Si antes siempre me habían ignorado o, en muy contadas ocasiones, se habían acercado a mí en busca de una caricia o algo comestible, ahora me miraban con hostilidad, enseñaban los dientes gruñendo, ladraban y hasta daban fuertes tirones a sus correas en un intento de venir contra mí. Por si alguien todavía duda, puedo mostrar las cicatrices de las mordeduras que dos de ellos me causaron. Por fortuna, se trató de ejemplares pequeños. De haber sido de otra raza más grande y fuerte, tal vez yo no estaría ahora contando esta historia.

 

*

 

Y llegamos al momento que desearía con todas mis fuerzas no haber vivido jamás y que, aún hoy, quisiera convencerme de que sólo fue un sueño, la pesadilla de un borracho. Pero no había bebido ni una gota. El hecho tuvo lugar el pasado sábado. A media mañana me encontraba en el parque, sentado en un banco, leyendo la prensa y arrepintiéndome de haber gastado dinero en un periódico que no venía a contar nada nuevo. Me llamó la atención un pequeño grupo de perros aparentemente sin amo. Sin embargo, no tenían aspecto de callejeros. Todos llevaban collar y algunos también una chapita colgada al cuello. Parecían estar debatiendo algo. Si así fue, debieron de ponerse de acuerdo. Juntos, tomaron el sendero que conduce hacia las afueras, flanqueado por árboles y matorrales que le proporcionan un aspecto salvajemente atractivo. Esa vegetación fue la que me permitió seguirles a distancia, arrastrado por una fuerza nacida de la intuición. Algo estaba sucediendo.

El cortejo se adentró en el bosque y, por un momento, creí, inocentemente, haberles perdido la pista. No tardé en entreverlos de nuevo y continué mi (creía yo) sigilosa asechanza. Llegados a un punto, desaparecieron de mi vista. Dudé un buen rato, pero al final me acerqué con cautela y descubrí una abertura entre las plantas y, más allá, la entrada de una cueva. Deduje que era allí donde probablemente estarían ahora los animales. ¿Haciendo qué? Me pregunté. ¿Sería seguro introducirse en aquella oscuridad?

Puesto que había llegado hasta allí y teniendo en cuenta mi carácter curioso, no tardé en decidirme. Me costó un poco acostumbrarme a la penumbra del lugar. Cuando lo hice, descubrí que había una claridad cuyo origen no supe encontrar. La cueva era muy espaciosa. Me recordó (paradojas de la mente) al auditorio de mi ciudad. Tal vez porque como tal se estaba utilizando. Ocupaban la parte más amplia un centenar de perros de diferentes razas, tamaños y colores. Todos ellos tenían el cuerpo orientado hacia el fondo de la cueva, donde un animal enorme, poderoso, parecía estar dando un discurso. Se trataba, desde luego, de un perro, pero uno como nunca antes había visto. Medía más de dos metros y se mantenía erguido sobre sus patas traseras. Su aspecto podría definirse como majestuoso. En un idioma incomprensible para mí, se dirigía a su público con énfasis, haciendo gestos con una de las patas delanteras, como un político cualquiera. Al terminar su perorata, todos los canes allí reunidos prorrumpieron en una algarabía de ladridos que me aterrorizó. Pero lo peor estaba por llegar.

Con un gesto, detuvo el alboroto. Luego miró en diferentes direcciones, dio con mi escondite (poco eficaz, por cierto), clavó sus ojos en los míos y juro que jamás había sentido tanto miedo. Me señaló y todos los allí reunidos se volvieron hacia mí. Gruñeron al unísono, mostrando sus fauces y amagando con atacarme. Creí llegada mi hora. Sabiendo que era sólo cuestión de tiempo que me despedazaran, no me apresuré. Volví sobre mis pasos, salí de la cueva y agarré una piedra grande con intención de morir peleando. Pero, para mi sorpresa, no me siguieron. Debieron de pensar que no merecía la pena, que ya llegaría el momento. Salí del bosque casi sin respiración, me tendí en la hierba tratando de digerir todo aquello. Debí de quedarme dormido. Cuando desperté era de noche y una gran agitación me carcomía por dentro. Tenía que contarle a alguien lo que había visto. Fui a la policía. Se rieron de mí. Al otro día probé suerte en los dos diarios más importantes de la ciudad. Conseguí que dos redactores me escucharan pacientemente. Ambos me despidieron con palabras amables y la promesa de investigar el asunto. Me resultó obvio que me habían tomado por un perturbado y que nada iban a hacer con la información proporcionada.

Y aquí estoy desde entonces, encerrado en mi casa, esperando lo inevitable. El tic tac del reloj se me hace insoportable. Me pregunto si habrá un sitio para nosotros, los humanos, en el mundo que se avecina, si ese dios (cada vez tengo menos dudas de que era él en efecto) dejará que vivamos, que perduremos siquiera como meros esclavos, como mascotas o animales exóticos encerrados en jaulas en espera de una oportunidad para recuperar lo que ya está dejando de ser nuestro.

 

 

-Fuente: https://letralia.com/editorialletralia/especiales/diosesymonstruos/2025/05/22/karhnak/

 

 

 

 

 

 

 

 

 

VIAJE POR EL ESPACIO*

 

No sé si a ustedes les ha pasado lo que a mí, que he salido a buscarme y en medio de la odisea cósmica me he tropezado con otros asteroides. Y me he puesto a conversar con uno de ellos hasta llegar a identificarnos uno con el otro, diciendo cuánto nos amamos, que no podemos vivir sin estar juntos. Pero luego de un tiempo ambos nos convertimos en la personificación del rechazo. Sentimos que nuestro recorrido se bifurca. Que la Vía Láctea resulta ya muy pequeña para el ego de dos asteroides. Por tanto, en algún rincón distante del universo existe ése otro asteroide, que quizás, dubitativo, estará pensando en hacer lo mismo.

 

*De Daniel Montoly. danielmontoly@yahoo.es

Columbus. Ohio

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Jean Ferry y el regreso del surrealismo*

 

 

*Por Alejandro Badillo. badillo.alejandro@gmail.com

 

El surrealismo nació como respuesta a un mundo mecanizado que había usado la tecnología para el exterminio y el dominio del débil. La razón fue puesta al servicio de la violencia y la opresión. Los ideales igualitarios de la Ilustración fueron puestos en duda cuando las potencias coloniales se enfrascaron en la primera guerra global del siglo XX, una lucha que, entre otras cosas, olvidó las antiguas convenciones para atacar a la población civil. La segunda década del mismo siglo –los llamados “locos años veinte”– fue campo fértil para el arte, la rebeldía y la imaginación. Si la civilización había despertado los demonios de la guerra, habría que descreer del progreso, al menos como una utopía a la cual llegaría la humanidad casi por inercia. De esta manera se apostó por la sinrazón, la locura, el quiebre de la lógica y la exploración de los sueños.

Sin la fama de sus compañeros surrealistas (André Breton, Louis Aragón, Philippe Soupault, entre otros), Jean Ferry (1906-1974) participó en el movimiento por medio de guiones de películas –en particular de Luis Buñuel y Louis Malle–, exégesis de otros miembros de esa vanguardia como Raymond Roussel y la bohemia de la época. Su obra narrativa –sucinta y escasamente difundida en castellano– se conforma de cuentos que no sólo representan el espíritu surrealista en cuanto a la exploración temática sino también en la experimentación formal. La vieja consigna que afirma que un cuento debe ser inteligible, leerse de una sentada, ofrecer información que capte de inmediato la atención del lector y, por supuesto, ofrezca una resolución que ate todos los cabos, ya se había roto en escritores de épocas anteriores, en particular durante el romanticismo, cuando también se apostaba por la imaginación como vía para contrarrestar el evangelio de la razón. Los cuentos de Ferry son, de alguna manera, una caja de herramientas que se usó por la vanguardia surrealista en la literatura y que se extendió a otras artes.

Hay una primera sensación en los textos reunidos en El maquinista y otros cuentos (1953; Perla Ediciones): el desasosiego y cierto pesimismo un tanto ajeno al espíritu de otros colegas de Ferry que buscaban, casi inercialmente, el humor, lo carnavalesco, la transgresión lúdica o la sexualidad como provocación. En los cuentos del autor podemos encontrar diferentes maneras de quebrar la realidad sustituyéndola por un escenario que recuerda, en muchos ejemplos, el existencialismo, el vacío, o atmósferas que reflejan la desesperación del hombre en un mundo que se muestra ininteligible y ajeno. “Inconvenientes de los recuerdos de infancia”, por ejemplo, parte de un automatismo verbal, una frase –“Lentejas, comida de viejas, si quieres las tomas y si no, las dejas”– que dice un personaje llamado K cuando le sirven un platillo hecho de ese ingrediente. A partir de ahí, K se perderá en una larga serie de justificaciones para su dicho en una suerte de locura que se reinicia constantemente.

La repetición o la idea de que las palabras no son suficientes para enfrentar la realidad recuerdan experimentos que vendrían años después como los de Samuel Beckett o Thomas Bernhard. El cuento que da nombre al libro, “El maquinista”, juega con la idea de un tren cuyo destino es incierto y que no puede detenerse en el camino. No hay, como sucede en el “El guardagujas” de Juan José Arreola (publicado en 1952), una ironía sobre el funcionamiento de los trenes, las estaciones y la burocracia propia de este medio de transporte. En Ferry hay un tono espectral representado por los pasajeros sometidos a un viaje absurdo y sin fin. Hay otros cuentos que pudieron haberse adaptado a guiones de cine: en “La casa de Bourgenew” un alpinista, enfrentado a un ascenso imposible, cierra los ojos y, cuando los abre, descubre que está en la cocina de una familia. Los habitantes del lugar asumen como algo normal encontrar a un alpinista en la pared e intentan convencerlo de que “baje”, aunque sus esfuerzos son en vano. La transformación de la realidad para enfrentarnos a escenarios alucinados que, por supuesto, escapan a cualquier explicación racional, semeja la técnica de edición de cortometrajes surrealistas en los que, como en el famoso Un perro andaluz de Buñuel, el montaje carece de lógica y busca crear ensoñaciones que sirven como escape de la realidad o una aproximación a ella a partir de lo desconocido.

La serie de cuentos quizá más interesante del volumen es la que aborda la estampa, el divertimento, el diario de viaje o la viñeta. Es inevitable asociar estas aproximaciones a las ficciones de Jorge Luis Borges, aunque el autor argentino se decantaba por el divertimento filosófico. En el caso de Jean Ferry la descripción de una cartografía imaginaria, como sucede en las narraciones “Rapa Nui” o “Carta a un desconocido”, es un inventario sobre el vacío y la soledad de los viajeros. No hay más referencias que las paranoias que encuentran los marinos en un barco o los exploradores que deambulan en un pueblo habitado y desierto simultáneamente. Es curioso, para finalizar, que la literatura fantástica –la que se escribe ahora o los valiosos rescates que se hacen de autores como Ferry– comience a encontrar lectores en el siglo XXI, una época sometida a una hiperrealidad casi obsesiva. Los ejercicios imaginativos han explorado cualquier cantidad de distopías que, de alguna manera, nos enseñan a leer nuestra época con el riesgo, por supuesto, de normalizar un colapso largamente anunciado. Las ficciones surrealistas de Ferry se apartan un poco de ese camino, pues se empeñan en romper los viejos paradigmas, descreer de la utilidad como profecía y las moralejas cada vez más explícitas en la literatura contemporánea. El arte siempre debe ser un estímulo para el pensamiento y no un simple acompañante de ideas que se han agotado desde hace mucho.

 

-Jean Ferry, El maquinista y otros cuentos, prólogo de Edward Gauvin, introducción de Raphaël Sorin, ilustraciones de Claude Ballaré, traducción del francés de Gabriel Hormaechea, Perla Ediciones, México, 2025.

 

*Fuente: https://www.latempestad.mx/tornavoz-jean-ferry-el-maquinista-y-otros-cuentos-perla-ediciones/?

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Viajero*

 

 

Vengo de un lugar en el cual hubo cada cosa

y nada estaba. Ocurrió el deja vu del nacimiento

y fue volver a nombrar las evidencias:

ese el pájaro, esa la flor, esos los otros.

Esto la brisa, aquello el miedo,

y después el fuego del deseo

y el estropicio que dejan los incendios.

La rotación, los equinoccios, los ciclos

de las muertes y las resurrecciones.

Para la sed el agua de los ríos, y la sal y

la bravura de los mares para templarse,

aburrirse en los oasis siempre parecidos,

y la pena de no congeniar las soledades,

y el exilio atemporal de los desiertos

para las decepciones y el cansancio.

Este es el lugar en que se encuentra sin buscar

y las catástrofes acuden sin llamarlas,

y se pierde cada guerra y la memoria,

para volver al lugar donde estará todo

y no habrá nada. No llevaré ni el nombre

que me fue impuesto ni las palabras

de este breve tiempo hipotecado.

 

*De Horacio Martín Rodio. horaciorodio@hotmail.com

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

CABEZA Y TIEMPO*

 

 

 El busto estuvo siempre sobre la mesita del living, una de esas cosas invisibles por exceso de permanencia, por desaparición de los sentidos a fuerza de repetición. Como el olor de la propia casa, única confluencia de rastros olfativos que nos está negada porque se halla ya incorporada de tal modo que desaparece, así el pequeño busto de mármol era un objeto transparente.

Años de pasar por la habitación sin reparar en la esculturita, blanquecina presencia cotidiana dentro del paisaje visual.

Justo ahora se le ocurre mirarla. Extiende la mano y la sensación del peso, la frescura de la piedra calza guante y zapato, dedo por dedo talón arco justo en las palmas. Hecho para ser observado de cerca, se revela a su mirada como una foto polaroid que corporiza una presencia de espíritu y mediúmnicamente invoca un fantasma.

Es una cabeza masculina y esa es la primera sorpresa, porque los bustos suelen ser retratos de mujeres más o menos lánguidas, con esa belleza anodina de las muchachas que parecen abstraídas en sus pensamientos, pero en las que se adivina un definitivo no pensar, se adivina la pose tentadora de la reflexión imitada rasgo por rasgo frente silenciosa ojos perdidos en una lejanía romántica labios quietos casi serios casi a punto de sonreír, una más bien nada, como conviene a una jovencita.

Pero es una cabeza masculina. Un hombre que la mira a los ojos con atención, minuciosamente cincelado cada pequeño detalle, con los rasgos firmes de quien no condesciende al engaño y se atreve a sostener con solvencia el puente sólido y perturbador de los ojos en los ojos.

Por un rato no puede hacer otra cosa que mirar los ojos que la miran.

Siente que hay en dejar vagar la atención por el resto del rostro como una claudicación, un apartarse perturbado. Siente que cortar el puente es un reconocimiento de vergüenza, una especie de demostración de debilidad. El hombre la mira a los ojos, ella no puede apartar la mirada. Se dice que es gracioso, pero no tiene ganas de sonreír.

Con aceptación de derrota aparta entonces la vista y descubre las finas líneas de arrugas en la frente, las cejas de arco perfecto recorriendo con firmeza el contorno de las órbitas, los labios cerrados. Hay en la expresión del hombre callado y quieto una seguridad sin fisuras. Atento y cerrado en sí mismo, bloque de material pero de conciencia, único e indiviso apariencia peso color rasgos unívocos. Exceso de yo en ese hombre que confortablemente es él y no aparenta ni finge, que es él y no otro, tal como debe ser tal como fue creado desde siempre desde toda la eternidad, que si un vago escultor no lo hubiese tallado cincelado extraído de la piedra, otro lo hubiese hecho, pues se demuestra en la forma el grado de necesariedad. Y en la palma de su mano, en la palma de su mano.

¿Quién eres tú?, pregunta sin mover los labios ella que lo sostiene en la palma de la mano, ella que es sostenida desde la palma por esa pieza monolítica de maravilla. ¿Quién eres tú?, sabiendo que es solamente una escultura en su mano, una cabeza de mármol negada al habla negada a la palabra negada a la vida, esta vida que transcurre y modifica y hace crecer pero las más de las veces descompone, derrota, finalmente destruye y acaba y despedaza y desperdiga y finaliza.

Esos ojos esa boca que no puede responder la contemplan desde la eternidad. Desde la inmovilidad del tiempo quieto fija el hombre la mirada en sus ojos. Desde siempre, pero en este instante la mira. Y ella sabe ahora, siempre lo supo pero ahora sabe que va a morir, que habrá mañanas y tardes y noches acumuladas pero que va a morir, que su rostro y su cuerpo se derretirán en torno a los huesos, que su carne está construida con la fragilidad de lo perecedero y no de piedra inmutable. Este hombre que la observa se lo dice con tranquilidad, sin dramatismo sin exceso de desesperación. Con tranquilidad se lo comunica silenciosamente. Y la mira.

Deposita suavemente el busto en la mesita.

Se sienta en una silla.

Volverá a tomarlo en sus manos una que otra vez, cada tanto. Rehuirá los ojos cincelados y olvidará la cabeza tiempo y quietud y espacio estanco durante largas temporadas. Pero estará ahí, segura como segura es la propia muerte, algunas veces como amenaza, otras como promesa, las más como simple clausura si es que existe alguna clausura que pueda relacionarse de alguna forma con la simplicidad.

¿Quién eres tú?, dirá silenciosamente. ¿Quién eres tú?

 

*De Mónica Russomanno. russomannomonica@hotmail.com

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Pájaro Negro*

 

Cuando moví el peón, inmediatamente me di cuenta del error.

La plaza de los sueños estaba desolada, sin niños ni ancianos.

Miré hacia el cielo, como implorando un milagro, mientras pasaba por arriba nuestro un pájaro negro.

Mí adversario me miró y me pareció ver una sonrisa en su rostro.

El final de la partida se avecinaba, junto con el mío.

Cuando tomó la torre con su mano izquierda y mientras iba a dar jaque, el pájaro se desplomó sobre el tablero.

Las piezas cayeron al césped y el cielo se oscureció.

 

*De Andrés Bohoslavsky. vladimirbeat@yahoo.com.ar

- junio de 2025

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

INSTRUCCIONES PARA ÁNGELES *

 

Poned los acontecimientos útiles

En vuestra cuenta.

             Boca roja

             Tiempo azul.

Al diablo con poder y odio y guerra.

La boca de una chica hermosa...

El tiempo en el alma más elevada.

Poned las yemas de vuestros dedos

En un hombre niño;

Enseñadle a ser bueno.

Al diablo con poder y odio y guerra.

Contadle a Dios que nosotros amamos

La lluvia y la nieve y las flores

Y los árboles y todas las cosas amables

Que crecen en la tierra.

            Vientos blancos

            Verdes campos.

Y al diablo con poder y odio y guerra.

 

 

*Kenneth Patchen

(Ohio, 1911 - Palo Alto, California, 1972)

 

-Escribió una veintena de libros de poesía y de narrativa y fue celebrado por los poetas beatniks. "The Love Poems" fue publicado en City Light por el poeta Ferlinghetti en 1960.

-De "Nueva poesía U.S.A", selección y traducción de Marcelo Covián; Ediciones de la Flor, Buenos Aires, 1970.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Recuerdo*

 

Atardecía. Se asomó por la ventana y observó a un niño cruzar el parque y dirigirse a la fuente. Recordó una tarde muy parecida, muchos años atrás, en ese mismo parque, cuando era niño y jugaba hasta el anochecer. Siguió observando al niño y encontró algo familiar en él: quizás la gorra, la playera roja, los tenis. El niño se volvió y dirigió la mirada a la ventana desde donde era observado. En ese instante ambos desaparecieron.

         

*De Alejandro Badillo. badillo.alejandro@gmail.com

 

-Texto incluido en “El caso Max Power y otros cuentos”

 

 

 

 

Inventren

https://inventren.blogspot.com.ar/

 

 

 

 

KronoX*

 

 

Las generaciones futuras no recordarán mi nombre (y en el fondo, quizá sea mejor así), pero yo inventé una máquina del tiempo (a esta altura, utilizar el artículo la sería –probablemente- inexacto. Y algo pedante por mi parte). Por otra parte, esta denominación –máquina del tiempo- quizá tampoco sea del todo correcta. El lector juzgará una vez conozca los hechos. Sin más preámbulos, procedo a relatar la historia.

Mi pretensión, en pocas palabras, era crear un nuevo software, capaz de recrear el pasado y actuar sobre él. Sólo virtualmente, claro (o eso me decía a mí mismo, pero la esperanza, esa maldita…). Tardé años en definirlo, en atreverme a postular una ecuación irresoluble. En el transcurso de mis investigaciones hubo altibajos. Tan pronto creía haber hecho un descubrimiento asombroso, como me abandonaba a la desesperación por no sentirme preparado para llevar a cabo tan magna empresa. Una de esas veces, en medio de la fiebre nocturna, producto, sin duda, de una indigestión, soñé o imaginé que el viaje podría ser real y tener lugar en un único sentido –al pasado- y sólo una vez. Es decir: sin regreso.

Al día siguiente, sin embargo, no me atreví a reírme de tal disparate. Algo había en mi planteamiento –algo que no era capaz de recordar y, no obstante, me corroía por dentro. Aun así, no quise pensar más en ello: Tener una única oportunidad me pareció estadísticamente arriesgado. Ese fue un inconveniente que no supe solventar en la vigilia. El desánimo de esas horas posteriores estuvo cerca de hacerme desistir. Luego, pensé que no tenía derecho a renunciar. Tal vez con base en mi proyecto, me dije, alguien conseguiría solucionar ese defecto formal. (Entonces era joven e irresponsable. Lo sé ahora. Sólo descubrimos eso cuando ya es tarde. Un motivo más para implicarse en la invención de mi máquina).

 

Pero la amargura no desapareció. Durante unos meses, el vodka y los antidepresivos fueron mis más cercanos compañeros. Con ayuda de una mujer cuyo nombre y rostro (me avergüenza confesarlo) se mezclan en mi memoria con otros muchos nombres y rostros, de otras muchas mujeres, todas ellas memorables sin duda, conseguí salir de ese vil estado y retomar mi trabajo.

Comento ahora otro punto sobre el que medité mucho: El ser humano es capaz de darle un mal uso al mejor de los inventos, es sabido. La Historia lo atestigua sobradamente. ¿Debería eso detenerme? La respuesta lógica, racional (más aún si lo pienso ahora, cuando ya nada tiene remedio), hubiera sido: SÍ. Pero el deseo del inventor es impermeable a razones que le alejen de su objetivo. De nada sirve pensar en Hiroshima.

Así pues, emprendí la tarea. Fueron años de caos, esfuerzo, dedicación, fiebre, noches en vela, soledad (porque hube de alejarme de todo cuanto pudiese distraerme de mi meta), multitud de preguntas cuya respuesta sabía informulable, fracasos, depresión y cansancio. Pero lo logré.

Antes de continuar escribiendo este relato de los hechos –o cualquier otro, en cualquier otro lugar-, debería hablarles de la máquina, detallar su funcionamiento, explicar las fases de su construcción… Pero no lo haré. No sé si esta omisión es una especie de escudo ante mi mala conciencia, aunque de sobra sé –ahora- que nada me justifica. Esta narración sólo es informativa. Ni espero ni deseo ser perdonado o comprendido. El perdón o incluso la tolerancia ante mis actos, lo confieso, me parecería injusta.

Voy pues, a los hechos: El día señalado llegó. El momento definitivo –eso creía yo en mi ingenuidad. Me coloqué el casco, programé una fecha y un lugar y presioné el botón Play.

Ese instante se eternizó. Cerré los ojos, asustado, esperanzado, ansioso. Muchas imágenes pasaron por mi cabeza. Muchas posibilidades entrecruzándose, como trenes en la estación de una metrópoli. Respiré hondo y abrí los ojos.

Había funcionado.

Estaba en el lugar y tiempo programados. Con precisión cronométrica. Para esta primera prueba, es obvio, había buscado una fecha lo más próxima posible y un lugar conocido: El día de ayer, en mi taller. En la pared oriental, el reloj marcaba la hora exacta que yo había previsto. Podía moverme, tocar los objetos (el tacto de la mesa me resultó extraño, como si en lugar de madera se tratase de plástico o algún material sintético), oír los sonidos provenientes de afuera. También sentía los diferentes olores. Sopesé tomar un trago de agua; la botella estaba ahí, sobre la nevera. Pero no me atreví. El deseo fue más débil que el miedo. No sabía qué podría ocurrir (Durante la ejecución del programa, uno no es consciente de estar viviendo una simulación. Esa agua, para mí, era real. Pensé que beber de ella podría acarrearme algún efecto secundario indeseado). Sólo fue un acto instintivo, irracional. Seguí moviéndome por la sala. Reconociendo los objetos. Algunos de ellos estaban marcados (para comprobar si la simulación funcionaba, había señalado con tiza roja algunas cosas y luego las había cambiado de sitio) y ocupaban el lugar donde ayer mismo habían estado. Lo maravilloso era la sensación de realidad. Me asomé a la ventanita y pude contemplar el paisaje ya conocido, sólo un poco ensombrecido por las nubes (ayer estuvo nublado todo el día, aunque no llovió), pero tan nítido como en cualquier otro momento. Después de un rato dando vueltas por toda la habitación, satisfecho y moderadamente feliz, decidí regresar (por así decirlo).

Me quité el casco, abrí los ojos. Fui a la nevera y descorché la botella de champán. Es triste beber solo, ya se dijo. Pero me sentía eufórico. A la embriaguez por el descubrimiento, se unió la otra, más concreta: la etílica. Terminé tirado en el sofá, en una posición ridícula e incómoda. En medio de la exaltación y las burbujas, yo tenía un algo removiéndose en mis entrañas y no sabía qué. Lo achaqué a la emoción del momento y me dormí, entreviendo con detalle una sala de variedades parisina que jamás había visitado.

Repetí el experimento varias veces, siempre satisfactoriamente. Al principio fueron “viajes” (los llamo así porque no se me ocurre otra manera mejor) cortos: Unos pocos días atrás, lugares cercanos. Como si esa prudencia fuese necesaria. Como temiendo perderme y previniendo ese azar mediante la proximidad geográfica y temporal. Poco a poco, previsiblemente, extendí el campo de mi experimento. Quise ir cada vez más lejos, tanto en el espacio como en el tiempo. Visité (¿de qué otro modo llamarlo?) Rosario a finales del siglo XX, cuando el Museo de Arte Contemporáneo todavía no estaba ahí. Cuanto más lejos iba, más extraña era la sensación que experimentaba dentro de esa realidad virtual. Cada una de estas recreaciones era como una victoria. ¿Una victoria sobre el tiempo? Creo que mi vanidad no era tanta. Más bien me sentía un jugador inmerso en una partida que no terminaba de comprender. Y ganaba siempre. Embriagado por el éxito, me planteé retos cada vez más difíciles. Fui a Mendoza meses antes de la construcción del Arco del Desaguadero. Y en efecto, no estaba. A Buenos Aires hacia finales del siglo XIX, cuando aún no existía la Avenida de Mayo.

Yo esperaba que, al irme alejando en el tiempo, y teniendo en cuenta que los datos suministrados al programa eran, en muchos casos, fotos en sepia y documentos sacados de archivos municipales, no del todo bien administrados –es el caso decirlo-, los objetos, los lugares, irían perdiendo nitidez. Es decir: Se verían como en esas fotos y esas descripciones. Pero (esto debió alertarme) no era así en absoluto. Todo era como debió ser en realidad. Algunos edificios, algunas esculturas, hoy corroídos por la erosión implacable, se veían nuevos, radiantes, en la recreación. Mi juguete cada vez me emocionaba más.

Una tarde de 1876 me encontré paseando por Barcelona. La Sagrada Familia aún era un proyecto en la mente del gran Gaudí. También me aventuré en París, en New York, en Londres, siempre buscando fechas anteriores a la construcción de edificios o monumentos emblemáticos, sólo por el placer de ver cómo fue aquello antes de ser como es ahora (si es que aún puedo pronunciar la palabra ahora sin cometer un terrible anacronismo). Mi ambición me llevó a Granada en el siglo XII, Pisa en el XI y hasta la China anterior a la Gran Muralla. Me sentí colmado. Salí del taller y me di cuenta de que llevaba allí encerrado más de un mes, comiendo mal y durmiendo peor. Pero era feliz.

Decidí dejar de lado mi pasatiempo, al menos durante unas semanas. Ver a unos pocos amigos, salir con una mujer, distraerme. Fue en vano: Dos días más tarde estaba de nuevo sentado en el sillón de terciopelo rojo, con el casco en mi cabeza y viviendo momentos de otro siglo y otro lugar. Me había vuelto un adicto.

Entonces recordé –cegado por la euforia, había llegado a perder de vista el objetivo principal- el motivo que me empujó a emprender este proyecto.

Los hechos capitales en la vida de todo ser humano son pocos. El descubrimiento del amor, la primera visión del mar, la pérdida de un ser querido, un éxito de tipo deportivo o social… En la mía, el hecho trascendental fue una despedida. Ocurrió en el año 1960, en la estación José Ramón Sojo, cerca de Saladillo, en la provincia de Buenos Aires. Era invierno o así lo he recordado siempre. Ahora ya no sé qué pensar. Ni sé si invierno y verano son conceptos diferentes. Ella (una mujer, sí; no podía ser de otro modo. Ya lo dijo Aristóteles) se llamaba Natalia y durante los cuatro años anteriores a ese momento crucial había ocupado cada minuto de mi vida y también de mis pensamientos. Por ello, su marcha me resultó inconcebible. Como un mal sueño del que muy pronto iba a despertar. Desde entonces habían transcurrido más de cuarenta años y la pesadilla continuaba.

Otro, tal vez, se hubiese abandonado a la locura. Yo, en cambio, diseñé una máquina para reparar ese instante del pasado. Si se mira bien, quizá ambas cosas vengan a ser equivalentes, después de todo. Ese fue, es preciso contarlo –por más que la vergüenza me oprima al confesarlo-, el único objetivo de mi invención.

Al pensar con espíritu crítico en ese olvido, no me fue difícil llegar a la conclusión obvia: No es que hubiese olvidado el porqué del experimento. Simplemente, había ido posponiendo el viaje importante. Por miedo, sin duda. Tememos enfrentarnos a nuestros más fervientes deseos, casi tanto como desafiar a nuestras fobias crónicas. Mientras visitaba otras ciudades y otras épocas remotas, mientras me maravillaba ante la visión de lugares que ningún otro ser humano vivo había podido contemplar, ese invierno de 1960 y esa estación casi jubilada (un año después –si la palabra año todavía significa algo para mí- dejó de utilizarse) estaban siempre ahí, esperándome. Como la musiquilla pertinaz que siempre retorna y nos acompaña, sin que acertemos a recordar dónde la oímos o a que hecho va asociada.

La partida de Natalia fue más dolorosa porque me quedó la sensación de haber podido hacer algo para evitarla. No pensé entonces (lo repito, era joven, era inexperto) que tal vez se fue solamente porque ya no encontraba ningún aliciente en nuestra relación. Más bien creí que todo fue culpa mía y, de haber actuado de otro modo, las cosas se hubieran arreglado y la tan amarga separación nunca hubiese tenido lugar. Por eso, debía volver. Para saber. Siempre queremos saber, encontrar una respuesta, aun cuando sepamos que ésta no va a ser satisfactoria. Me obsesioné con esa idea en el pasado. Después no sé. Quizá simplemente actuaba por inercia. O por obstinación.

Había llegado, pues, el momento: Con ansiedad, con temor, introduje la fecha y las coordenadas de la estación. Pulsé el botón. Esperé. Abrí los ojos. Natalia estaba a pocos pasos, mirándome, como extrañada.

Sentí que estaba de nuevo allí. Reviviendo –en toda su magnitud- el momento atroz de la despedida. Me acerqué a ella, pronuncié algunas palabras –imposible recordar cuáles desde este presente borroso, si presente es la palabra, si recordar es el verbo-. Ella –igual que entonces- meneó la cabeza a izquierda y derecha un par de veces. En sus ojos se apreciaba el dolor producido por esa negativa inevitable. Regresé. Abatido, con el peso de los muchos años transcurridos oprimiendo mi corazón. Desolado. Bebí, dormí. Después amaneció y volví a intentarlo. El resultado fue idéntico. Aplaqué mi decepción con otros viajes, pero cada mañana volvía a ese invierno, a esa estación, a Natalia negando, al tren moviéndose, lento, sobre las vías, iniciando el viaje sin retorno.

El dolor por esa separación multiplicada, no me dejó ver, al principio, otro detalle más atroz. En alguna parte había leído que todo acto conlleva consecuencias que ni alcanzamos a sospechar. Yo había actuado, sin saberlo, de forma imprudente. Pronto iba a darme cuenta.

El primer indicio me causó perplejidad. Fue en una cafetería, a media tarde. Estaba leyendo el periódico cuando mis ojos se posaron en una imagen: Era París y el lugar de la Torre Eiffel estaba ocupado por un edificio de ladrillo claro. Alrededor todo tenía unos colores mortecinos. Parpadeé un par de veces, incrédulo. Examiné la foto con atención. No había dudas: Ése era el sitio de la Torre y no estaba. Supuse que se trataba de una imagen trucada; ahora todo el mundo maneja programas de retoque fotográfico. Pero ¿en el diario? No me quedó otra que leer todo el artículo, para averiguar el motivo de esa usurpación. En vano. No había allí la menor explicación. Me encogí de hombros. Ni siquiera me dio por pensar que yo tuviese algo que ver con tal misterio.

Unos días más tarde, escuché una conversación en el metro. Eran dos hombres y hablaban en voz muy alta; era imposible sustraerse a sus palabras. Todo el vagón fue testigo de la discusión. Ésta versaba sobre política y en ella se mencionaba el nombre de algunos dirigentes de países vecinos. No reconocí ni uno solo. Tampoco esto me pareció relevante, porque no suelo prestar mucha atención a las noticias relacionadas con asuntos políticos. No era extraña mi ignorancia acerca de tales nombres. Pero mentiría si afirmase que ese desconocimiento no me causó cierto desasosiego. Podría ser simple desidia, pero tal vez otra cosa. En mi estómago se cocía una verdad que no estaba dispuesto a admitir sin resistencia.

El hecho definitivo, el que me abocó a esta sinrazón que hoy es mi vida, fue algo en apariencia trivial: Marqué el número de mi amigo Celso, a quien llevaba tiempo sin ver, y una voz agria me respondió que no había allí nadie con ese nombre. Revisé mi agenda. Volví a marcar, uno a uno, los números allí anotados. Con sumo cuidado, para no equivocarme. La misma voz. Esta vez acompañó la negativa con un insulto. Desistí. Conjeturé un cambio de número, nada más lógico. Llamé a información telefónica y pregunté: Nadie así llamado tenía vinculado un número de teléfono en toda la ciudad, ni siquiera en la provincia. ¿Deseaba consultar la guía nacional?, me preguntaron. En otras circunstancias, me hubiese mostrado irónico y dudado de la eficiencia del operador que me suministró la información, tal vez hubiera insistido o vuelto a llamar, por ver si esta vez daba con un telefonista más eficaz. Pero de pronto, la verdad me explotó en pleno rostro: En mi ventana, el paisaje no era el de siempre. No supe precisar qué era, pero no hizo falta: Algo no era igual, algo había cambiado. Las imágenes, las palabras, se agolparon en mi cabeza. Esta realidad ¡cómo admitirlo! era otra.

Salí a la calle, poseído por la fiebre. A causa de mi despiste, no me había dado cuenta antes, pero era cierto. Nada estaba en su lugar. Me pregunté cómo, cuándo, qué… pero ni siquiera atinaba a formular las preguntas. Todo era demasiado inverosímil. Un tipo que no reconocí me dio un abrazo en la entrada a un pasaje que nunca había visto. En un cine daban Terciopelo azul, pero en los carteles, el director no era David Lynch. Recorrí la ciudad hasta el cansancio. Quizá era sólo eso lo que buscaba: Agotarme hasta caer rendido, evitando así el caos reinante en mi mente.

Caminé y bebí. Hice preguntas estúpidas, sólo para comprobar que las respuestas no eran las ya conocidas por mí. En algún momento quise creer que todo era un complot de mis conciudadanos para volverme loco. Llegué a casa - ¿De verdad podía aún llamar casa a algún lugar? - y me dejé caer en el sofá.

La frontera entre el mundo virtual y el llamado, tal vez erróneamente, real, es más fina de lo que jamás hubiésemos sospechado. Sabemos que son posibles múltiples mundos virtuales, por así llamarlos. Pero nunca imaginamos que pudiesen combinarse o invadir el mundo real. Yo ¡irresponsable! lo había hecho. Al despertar lo vi claro. Cada recreación erigía una nueva realidad -o una nueva ficción, ahora ambos términos vienen a ser sinónimos- y yo iba saltando de una a otra sin percibirlo. Me pregunté si en verdad estaba mirando el río desde mi ventana o permanecía sentado en el sillón, con el casco puesto y buscando una salida.

 

Desde entonces –y ahora la palabra entonces ha perdido su significado, lo mismo que la palabra ahora- vivo recreando esa escena ocurrida en la estación, sin impaciencia, porque la verdad desplegada ante mis ojos –la coexistencia de múltiples vidas (o reflejos)-, me dice que hay una esperanza. Y sueño con Natalia cambiando ese gesto de negación. Sueño su sonrisa y su mano aferrando la mía, sus palabras diciendo que todo es aún posible, sueño ese tren partiendo sin ella…

Sólo una cosa me inquieta: Si eso llega a suceder, ¿Tendrá esa Natalia algo que ver con la original? ¿Será la misma de quien tanto tiempo estuve enamorado? Y yo mismo: ¿Quién soy? ¿De dónde vengo? ¿Soy acaso aquel que sufrió la decepción y el abandono? ¿El autor de estas líneas? ¿La misma persona que proyectó la máquina? ¿O sólo el fantasma de alguien, vagando por dimensiones infinitas y haciéndose preguntas sin respuesta?

 

*De Sergio Borao Llop. sbllop@gmail.com

 

 

 

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