*Obra de Noelia Ceballos. @noe_ce_arte
FIN DE
SEMANA EN SOLARIS*
No habrá más mundos que éste
que para ti convoco;
materia otra que la que aquí conjuro.
Atravieso espejismos,
me hundo en alucinaciones
que con tu rostro se disfrazan.
Incorpóreos engaños que simulan tu aroma.
Y contra mí conspiran odiosas estadísticas,
antagónicas leyes prohíben nuestro
encuentro.
¿Cuántas vidas debería vivir
hasta que esta pompa de jabón
asuma nuestras formas?
Nada guardo de ti sino tu ausencia
*De Gerardo
Lewin. gerardo.lewin@gmail.com
REGRESO*
El hombre de los ojos
insomnes, duerme.
Duerme mecido, en
rituales de viejas caracolas.
También duerme el
deseo.
Lo despierta la noche
y el penetrante olor a vida.
Los espejos. Los
retratos vivientes. La estremecida piel.
Ha perdido sus pasos,
su insolencia.
Ah, si pudiera volver,
recordar, regresar.
Pero es de noche y
teme. Noche de terciopelo.
Acechan los pájaros
del miedo.
Teme. Teme abrir los
cerrojos.
Las ventanas pircadas.
Las clausuradas puertas.
Teme y desea. El
escozor se arrastra como felino en celo.
Es agosto y los almendros brotan.
También germina el
fuego.
Se encienden las
cenizas.
Las azules grutas
tantas veces besadas.
El ritual del puñal
que cincela y canta.
Y teme, y desea y
excomulga las antiguas muertes.
Y regresa.
Regresa, sabiendo que
un viaje es solo eso: un regreso.
*De Amelia
Arellano.
San Luis.
Karhnak*
*Por
Sergio Borao Llop. sbllop@gmail.com
Mi sobrina dice que soy yo, que hay algo en
mí, que su perro nunca se comporta de ese modo con ninguna otra persona, ni
ladra ni enseña los dientes como hace conmigo. Esas palabras me han hecho
pensar. Y lo que se me ha pasado por la cabeza es algo en verdad preocupante:
en efecto, soy yo, pero soy yo ahora,
no siempre fue así.
Para que conste, hago notar un hecho
incuestionable: en mi niñez, había en la casa (casa de campo con un enorme
corral) dos perros —Gruñón y Loby—, y no exagero al confesar que lloré
amargamente la muerte del primero de ellos, por quien sentía un cariño tan
intenso como sólo puede sentir un niño. Cuando nos trasladamos del pueblo a la
ciudad, ya no volvimos a tener perro. Mis padres debieron de pensar que un piso
de tamaño reducido no era el lugar más adecuado para ello.
Por otra parte, en abundantes ocasiones he
acariciado las cabezas de todos los perros que han pasado, de un modo u otro,
por mi vida: de familiares, de conocidos, de amantes… nunca antes había
recibido de ellos nada que no fueran muestras de cariño, sumisión o alegría al
recibir mis caricias.
Ahora bien, los acontecimientos de estas
últimas semanas (y principalmente la declaración de mi sobrina) me han llevado
al convencimiento de que, parafraseando a David Lynch, los sabuesos no son lo que parecen.
*
Las conclusiones de mi reflexión se basan
en una serie de hechos sin relación aparente:
La lectura de la novela El terror, de Arthur Machen.
El hallazgo, en los apartados estantes de
la biblioteca pública del barrio, de cierto manuscrito antiquísimo (o eso
parecía) donde se detallan algunos ritos que parecen fruto de una mente
alucinada. Se infiere la existencia de un dios (Karhnak) con forma animal,
adorado por “individuos que se postraban a cuatro patas ante él”, poseedor de
un gran poder que “debe permanecer, por el momento, en la sombra”.
Diferentes agresiones inexplicables a
humanos por parte de perros, todas ellas acaecidas en esta misma ciudad y en un
lapso breve de tiempo.
Todo esto, unido, me llevó a imaginar algo
abominable y, a la vez, increíble: motivado por tales pensamientos, fui
reuniendo bibliografía.
En Los
viajes de Gulliver, Jonathan Swift insinúa que, bajo otras circunstancias,
podría ser otra la raza que hubiese evolucionado. ¿Y si en este caso se tratase
de una evolución encubierta, por así decirlo?
El revisionado de Los pájaros, de Hitchcock, consiguió perturbarme como nunca antes
lo había hecho.
Volví a leer Moby Dick, de Melville.
En El
libro de la selva, cuatrocientos furiosos perros persiguen a Mowgli.
El mito del can Cerbero.
Ambrose Bierce, en El diccionario del diablo, define al perro como “una especie de
deidad adicional o subsidiaria, diseñada para captar el exceso y el excedente
de la adoración del mundo”.
Algunos dioses egipcios, principalmente
Anubis, tienen forma humana pero cabeza de chacal.
Otro dato, este obtenido de una forma
totalmente casual: un conocido veterinario de mi ciudad afirma que el número de
perros aumenta día a día. Según la estadística oficial son unos veinte mil,
pero la cifra real vendría a ser unas seis o siete veces mayor. Teniendo en
cuenta que los perros se reproducen con suma facilidad y que el número de seres
humanos se está estabilizando, no es difícil concluir que en un plazo
relativamente corto la población canina igualará, y posteriormente duplicará,
la humana.
Todo esto, objetarán ustedes, no demuestra
nada. Y tienen razón. Siempre se me ha acusado de estar demasiado influido por
la literatura y es posible que así sea. Por esa razón traté de desechar los
fantasmas que ya me andaban rondando por la cabeza y metí mis notas en un cajón
del escritorio, junto a los poemas de mi adolescencia que ya nunca serán publicados.
Entonces tuvo lugar el incidente del hombre de los perros. Se trata de un
vagabundo que deambula sin rumbo fijo por la ciudad. Lleva consigo un carrito
de supermercado con sus pertenencias y le acompañan siete u ocho perritos de
razas inidentificables y escaso tamaño. Yo caminaba por la Gran Vía cuando me
crucé con él. Unos segundos después oí un alboroto a mis espaldas y me giré
para ver de qué se trataba. Al parecer, un hombre había tropezado con uno de
los perros y, en un gesto sin duda reprobable, le había propinado una patada.
Ante mi estupor, los perros rodearon al agresor sin proferir un solo ladrido,
sólo mirándole con una expresión indefinible. Fue el vagabundo quien rompió el
tenso silencio. En voz baja pero inequívocamente firme, dijo: “Arrepiéntete,
bastardo, porque está próximo el día en que tu raza rinda sumisión a estos
pobres animales que ahora maltratas”. Obviamente, tales palabras eran fruto de
su incipiente borrachera, pero un escalofrío recorrió mi espalda al
escucharlas. Nadie más pareció prestar atención al suceso. En la gran ciudad
ocurren demasiadas cosas como para detenerse en una de ellas. En cuanto a mí,
lo presenciado ese día me impulsó a continuar con mi investigación.
*
La sensación de irrealidad se acentuó
durante las semanas que pasé viviendo en casa de mi hermana. Ella y su novio se
marchaban de vacaciones y me encargaron cuidar de sus perros. Ya en esos días
pude observar extraños comportamientos por parte de los dos canes. A veces,
cuando yo no miraba, intercambiaban gestos, miradas. Aparte de eso, se
mostraban dóciles y obedientes. No le di importancia. No puedo negar que, en
ocasiones, creo ver más de lo que realmente hay.
No obstante, mientras llevaba a cabo mis
pesquisas, visitando bibliotecas, consultando ediciones antiguas de diferentes
diarios, revisando revistas especializadas en animales, pude observar un
fenómeno que, aunque inesperado, no me sorprendió en absoluto: hubo un cambio
de actitud de los perros (y también, preocupantemente, de sus amos) hacia mi persona.
Si antes siempre me habían ignorado o, en muy contadas ocasiones, se habían
acercado a mí en busca de una caricia o algo comestible, ahora me miraban con
hostilidad, enseñaban los dientes gruñendo, ladraban y hasta daban fuertes
tirones a sus correas en un intento de venir contra mí. Por si alguien todavía
duda, puedo mostrar las cicatrices de las mordeduras que dos de ellos me
causaron. Por fortuna, se trató de ejemplares pequeños. De haber sido de otra
raza más grande y fuerte, tal vez yo no estaría ahora contando esta historia.
*
Y llegamos al momento que desearía con
todas mis fuerzas no haber vivido jamás y que, aún hoy, quisiera convencerme de
que sólo fue un sueño, la pesadilla de un borracho. Pero no había bebido ni una
gota. El hecho tuvo lugar el pasado sábado. A media mañana me encontraba en el
parque, sentado en un banco, leyendo la prensa y arrepintiéndome de haber
gastado dinero en un periódico que no venía a contar nada nuevo. Me llamó la
atención un pequeño grupo de perros aparentemente sin amo. Sin embargo, no
tenían aspecto de callejeros. Todos llevaban collar y algunos también una
chapita colgada al cuello. Parecían estar debatiendo algo. Si así fue, debieron
de ponerse de acuerdo. Juntos, tomaron el sendero que conduce hacia las
afueras, flanqueado por árboles y matorrales que le proporcionan un aspecto
salvajemente atractivo. Esa vegetación fue la que me permitió seguirles a distancia,
arrastrado por una fuerza nacida de la intuición. Algo estaba sucediendo.
El cortejo se adentró en el bosque y, por
un momento, creí, inocentemente, haberles perdido la pista. No tardé en
entreverlos de nuevo y continué mi (creía yo) sigilosa asechanza. Llegados a un
punto, desaparecieron de mi vista. Dudé un buen rato, pero al final me acerqué
con cautela y descubrí una abertura entre las plantas y, más allá, la entrada
de una cueva. Deduje que era allí donde probablemente estarían ahora los animales.
¿Haciendo qué? Me pregunté. ¿Sería seguro introducirse en aquella oscuridad?
Puesto que había llegado hasta allí y
teniendo en cuenta mi carácter curioso, no tardé en decidirme. Me costó un poco
acostumbrarme a la penumbra del lugar. Cuando lo hice, descubrí que había una
claridad cuyo origen no supe encontrar. La cueva era muy espaciosa. Me recordó
(paradojas de la mente) al auditorio de mi ciudad. Tal vez porque como tal se
estaba utilizando. Ocupaban la parte más amplia un centenar de perros de diferentes
razas, tamaños y colores. Todos ellos tenían el cuerpo orientado hacia el fondo
de la cueva, donde un animal enorme, poderoso, parecía estar dando un discurso.
Se trataba, desde luego, de un perro, pero uno como nunca antes había visto.
Medía más de dos metros y se mantenía erguido sobre sus patas traseras. Su
aspecto podría definirse como majestuoso. En un idioma incomprensible para mí,
se dirigía a su público con énfasis, haciendo gestos con una de las patas
delanteras, como un político cualquiera. Al terminar su perorata, todos los
canes allí reunidos prorrumpieron en una algarabía de ladridos que me
aterrorizó. Pero lo peor estaba por llegar.
Con un gesto, detuvo el alboroto. Luego
miró en diferentes direcciones, dio con mi escondite (poco eficaz, por cierto),
clavó sus ojos en los míos y juro que jamás había sentido tanto miedo. Me
señaló y todos los allí reunidos se volvieron hacia mí. Gruñeron al unísono,
mostrando sus fauces y amagando con atacarme. Creí llegada mi hora. Sabiendo
que era sólo cuestión de tiempo que me despedazaran, no me apresuré. Volví
sobre mis pasos, salí de la cueva y agarré una piedra grande con intención de
morir peleando. Pero, para mi sorpresa, no me siguieron. Debieron de pensar que
no merecía la pena, que ya llegaría el momento. Salí del bosque casi sin
respiración, me tendí en la hierba tratando de digerir todo aquello. Debí de
quedarme dormido. Cuando desperté era de noche y una gran agitación me carcomía
por dentro. Tenía que contarle a alguien lo que había visto. Fui a la policía.
Se rieron de mí. Al otro día probé suerte en los dos diarios más importantes de
la ciudad. Conseguí que dos redactores me escucharan pacientemente. Ambos me
despidieron con palabras amables y la promesa de investigar el asunto. Me
resultó obvio que me habían tomado por un perturbado y que nada iban a hacer con
la información proporcionada.
Y aquí estoy desde entonces, encerrado en
mi casa, esperando lo inevitable. El tic tac del reloj se me hace insoportable.
Me pregunto si habrá un sitio para nosotros, los humanos, en el mundo que se
avecina, si ese dios (cada vez tengo menos dudas de que era él en efecto)
dejará que vivamos, que perduremos siquiera como meros esclavos, como mascotas
o animales exóticos encerrados en jaulas en espera de una oportunidad para
recuperar lo que ya está dejando de ser nuestro.
-Fuente: https://letralia.com/editorialletralia/especiales/diosesymonstruos/2025/05/22/karhnak/
VIAJE POR EL ESPACIO*
No sé si a ustedes les
ha pasado lo que a mí, que he salido a buscarme y en medio de la odisea cósmica
me he tropezado con otros asteroides. Y me he puesto a conversar con uno de
ellos hasta llegar a identificarnos uno con el otro, diciendo cuánto nos
amamos, que no podemos vivir sin estar juntos. Pero luego de un tiempo ambos
nos convertimos en la personificación del rechazo. Sentimos que nuestro
recorrido se bifurca. Que la Vía Láctea resulta ya muy pequeña para el ego de
dos asteroides. Por tanto, en algún rincón distante del universo existe ése
otro asteroide, que quizás, dubitativo, estará pensando en hacer lo mismo.
*De Daniel
Montoly. danielmontoly@yahoo.es
Columbus. Ohio
Jean
Ferry y el regreso del surrealismo*
*Por Alejandro
Badillo. badillo.alejandro@gmail.com
El surrealismo nació como respuesta a un
mundo mecanizado que había usado la tecnología para el exterminio y el dominio
del débil. La razón fue puesta al servicio de la violencia y la opresión. Los
ideales igualitarios de la Ilustración fueron puestos en duda cuando las
potencias coloniales se enfrascaron en la primera guerra global del siglo XX,
una lucha que, entre otras cosas, olvidó las antiguas convenciones para atacar a
la población civil. La segunda década del mismo siglo –los llamados “locos años
veinte”– fue campo fértil para el arte, la rebeldía y la imaginación. Si la
civilización había despertado los demonios de la guerra, habría que descreer
del progreso, al menos como una utopía a la cual llegaría la humanidad casi por
inercia. De esta manera se apostó por la sinrazón, la locura, el quiebre de la
lógica y la exploración de los sueños.
Sin la fama de sus compañeros surrealistas
(André Breton, Louis Aragón, Philippe Soupault, entre otros), Jean Ferry
(1906-1974) participó en el movimiento por medio de guiones de películas –en
particular de Luis Buñuel y Louis Malle–, exégesis de otros miembros de esa
vanguardia como Raymond Roussel y la bohemia de la época. Su obra narrativa
–sucinta y escasamente difundida en castellano– se conforma de cuentos que no
sólo representan el espíritu surrealista en cuanto a la exploración temática
sino también en la experimentación formal. La vieja consigna que afirma que un
cuento debe ser inteligible, leerse de una sentada, ofrecer información que
capte de inmediato la atención del lector y, por supuesto, ofrezca una
resolución que ate todos los cabos, ya se había roto en escritores de épocas
anteriores, en particular durante el romanticismo, cuando también se apostaba
por la imaginación como vía para contrarrestar el evangelio de la razón. Los
cuentos de Ferry son, de alguna manera, una caja de herramientas que se usó por
la vanguardia surrealista en la literatura y que se extendió a otras artes.
Hay una primera sensación en los textos
reunidos en El maquinista y otros cuentos
(1953; Perla Ediciones): el desasosiego y cierto pesimismo un tanto ajeno al
espíritu de otros colegas de Ferry que buscaban, casi inercialmente, el humor,
lo carnavalesco, la transgresión lúdica o la sexualidad como provocación. En
los cuentos del autor podemos encontrar diferentes maneras de quebrar la
realidad sustituyéndola por un escenario que recuerda, en muchos ejemplos, el
existencialismo, el vacío, o atmósferas que reflejan la desesperación del
hombre en un mundo que se muestra ininteligible y ajeno. “Inconvenientes de los
recuerdos de infancia”, por ejemplo, parte de un automatismo verbal, una frase
–“Lentejas, comida de viejas, si quieres las tomas y si no, las dejas”– que
dice un personaje llamado K cuando le sirven un platillo hecho de ese
ingrediente. A partir de ahí, K se perderá en una larga serie de
justificaciones para su dicho en una suerte de locura que se reinicia
constantemente.
La repetición o la idea de que las palabras
no son suficientes para enfrentar la realidad recuerdan experimentos que
vendrían años después como los de Samuel Beckett o Thomas Bernhard. El cuento
que da nombre al libro, “El maquinista”, juega con la idea de un tren cuyo destino
es incierto y que no puede detenerse en el camino. No hay, como sucede en el
“El guardagujas” de Juan José Arreola (publicado en 1952), una ironía sobre el
funcionamiento de los trenes, las estaciones y la burocracia propia de este
medio de transporte. En Ferry hay un tono espectral representado por los
pasajeros sometidos a un viaje absurdo y sin fin. Hay otros cuentos que
pudieron haberse adaptado a guiones de cine: en “La casa de Bourgenew” un
alpinista, enfrentado a un ascenso imposible, cierra los ojos y, cuando los
abre, descubre que está en la cocina de una familia. Los habitantes del lugar
asumen como algo normal encontrar a un alpinista en la pared e intentan
convencerlo de que “baje”, aunque sus esfuerzos son en vano. La transformación
de la realidad para enfrentarnos a escenarios alucinados que, por supuesto,
escapan a cualquier explicación racional, semeja la técnica de edición de
cortometrajes surrealistas en los que, como en el famoso Un perro andaluz de Buñuel, el montaje carece de lógica y busca
crear ensoñaciones que sirven como escape de la realidad o una aproximación a
ella a partir de lo desconocido.
La serie de cuentos quizá más interesante
del volumen es la que aborda la estampa, el divertimento, el diario de viaje o
la viñeta. Es inevitable asociar estas aproximaciones a las ficciones de Jorge
Luis Borges, aunque el autor argentino se decantaba por el divertimento
filosófico. En el caso de Jean Ferry la descripción de una cartografía
imaginaria, como sucede en las narraciones “Rapa Nui” o “Carta a un
desconocido”, es un inventario sobre el vacío y la soledad de los viajeros. No
hay más referencias que las paranoias que encuentran los marinos en un barco o
los exploradores que deambulan en un pueblo habitado y desierto simultáneamente.
Es curioso, para finalizar, que la literatura fantástica –la que se escribe
ahora o los valiosos rescates que se hacen de autores como Ferry– comience a
encontrar lectores en el siglo XXI, una época sometida a una hiperrealidad casi
obsesiva. Los ejercicios imaginativos han explorado cualquier cantidad de
distopías que, de alguna manera, nos enseñan a leer nuestra época con el
riesgo, por supuesto, de normalizar un colapso largamente anunciado. Las
ficciones surrealistas de Ferry se apartan un poco de ese camino, pues se
empeñan en romper los viejos paradigmas, descreer de la utilidad como profecía
y las moralejas cada vez más explícitas en la literatura contemporánea. El arte
siempre debe ser un estímulo para el pensamiento y no un simple acompañante de ideas
que se han agotado desde hace mucho.
-Jean Ferry, El maquinista y otros cuentos, prólogo
de Edward Gauvin, introducción de Raphaël Sorin, ilustraciones de Claude
Ballaré, traducción del francés de Gabriel Hormaechea, Perla Ediciones, México,
2025.
*Fuente: https://www.latempestad.mx/tornavoz-jean-ferry-el-maquinista-y-otros-cuentos-perla-ediciones/?
Viajero*
Vengo de un lugar en el cual hubo cada cosa
y nada estaba. Ocurrió el deja vu del nacimiento
y fue volver a nombrar las evidencias:
ese el pájaro, esa la flor, esos los otros.
Esto la brisa, aquello el miedo,
y después el fuego del deseo
y el estropicio que dejan los incendios.
La rotación, los equinoccios, los ciclos
de las muertes y las resurrecciones.
Para la sed el agua de los ríos, y la sal y
la bravura de los mares para templarse,
aburrirse en los oasis siempre parecidos,
y la pena de no congeniar las soledades,
y el exilio atemporal de los desiertos
para las decepciones y el cansancio.
Este es el lugar en que se encuentra sin
buscar
y las catástrofes acuden sin llamarlas,
y se pierde cada guerra y la memoria,
para volver al lugar donde estará todo
y no habrá nada. No llevaré ni el nombre
que me fue impuesto ni las palabras
de este breve tiempo hipotecado.
*De Horacio
Martín Rodio. horaciorodio@hotmail.com
CABEZA
Y TIEMPO*
El
busto estuvo siempre sobre la mesita del living, una de esas cosas invisibles
por exceso de permanencia, por desaparición de los sentidos a fuerza de
repetición. Como el olor de la propia casa, única confluencia de rastros
olfativos que nos está negada porque se halla ya incorporada de tal modo que
desaparece, así el pequeño busto de mármol era un objeto transparente.
Años de pasar por la habitación sin reparar
en la esculturita, blanquecina presencia cotidiana dentro del paisaje visual.
Justo ahora se le ocurre mirarla. Extiende
la mano y la sensación del peso, la frescura de la piedra calza guante y
zapato, dedo por dedo talón arco justo en las palmas. Hecho para ser observado
de cerca, se revela a su mirada como una foto polaroid que corporiza una
presencia de espíritu y mediúmnicamente invoca un fantasma.
Es una cabeza masculina y esa es la primera
sorpresa, porque los bustos suelen ser retratos de mujeres más o menos
lánguidas, con esa belleza anodina de las muchachas que parecen abstraídas en
sus pensamientos, pero en las que se adivina un definitivo no pensar, se
adivina la pose tentadora de la reflexión imitada rasgo por rasgo frente
silenciosa ojos perdidos en una lejanía romántica labios quietos casi serios
casi a punto de sonreír, una más bien nada, como conviene a una jovencita.
Pero es una cabeza masculina. Un hombre que
la mira a los ojos con atención, minuciosamente cincelado cada pequeño detalle,
con los rasgos firmes de quien no condesciende al engaño y se atreve a sostener
con solvencia el puente sólido y perturbador de los ojos en los ojos.
Por un rato no puede hacer otra cosa que
mirar los ojos que la miran.
Siente que hay en dejar vagar la atención
por el resto del rostro como una claudicación, un apartarse perturbado. Siente
que cortar el puente es un reconocimiento de vergüenza, una especie de
demostración de debilidad. El hombre la mira a los ojos, ella no puede apartar
la mirada. Se dice que es gracioso, pero no tiene ganas de sonreír.
Con aceptación de derrota aparta entonces
la vista y descubre las finas líneas de arrugas en la frente, las cejas de arco
perfecto recorriendo con firmeza el contorno de las órbitas, los labios
cerrados. Hay en la expresión del hombre callado y quieto una seguridad sin
fisuras. Atento y cerrado en sí mismo, bloque de material pero de conciencia,
único e indiviso apariencia peso color rasgos unívocos. Exceso de yo en ese
hombre que confortablemente es él y no aparenta ni finge, que es él y no otro,
tal como debe ser tal como fue creado desde siempre desde toda la eternidad,
que si un vago escultor no lo hubiese tallado cincelado extraído de la piedra,
otro lo hubiese hecho, pues se demuestra en la forma el grado de necesariedad.
Y en la palma de su mano, en la palma de su mano.
¿Quién eres tú?, pregunta sin mover los
labios ella que lo sostiene en la palma de la mano, ella que es sostenida desde
la palma por esa pieza monolítica de maravilla. ¿Quién eres tú?, sabiendo que
es solamente una escultura en su mano, una cabeza de mármol negada al habla
negada a la palabra negada a la vida, esta vida que transcurre y modifica y
hace crecer pero las más de las veces descompone, derrota, finalmente destruye
y acaba y despedaza y desperdiga y finaliza.
Esos ojos esa boca que no puede responder
la contemplan desde la eternidad. Desde la inmovilidad del tiempo quieto fija
el hombre la mirada en sus ojos. Desde siempre, pero en este instante la mira.
Y ella sabe ahora, siempre lo supo pero ahora sabe que va a morir, que habrá
mañanas y tardes y noches acumuladas pero que va a morir, que su rostro y su
cuerpo se derretirán en torno a los huesos, que su carne está construida con la
fragilidad de lo perecedero y no de piedra inmutable. Este hombre que la
observa se lo dice con tranquilidad, sin dramatismo sin exceso de
desesperación. Con tranquilidad se lo comunica silenciosamente. Y la mira.
Deposita suavemente el busto en la mesita.
Se sienta en una silla.
Volverá a tomarlo en sus manos una que otra
vez, cada tanto. Rehuirá los ojos cincelados y olvidará la cabeza tiempo y
quietud y espacio estanco durante largas temporadas. Pero estará ahí, segura
como segura es la propia muerte, algunas veces como amenaza, otras como
promesa, las más como simple clausura si es que existe alguna clausura que
pueda relacionarse de alguna forma con la simplicidad.
¿Quién eres tú?, dirá silenciosamente.
¿Quién eres tú?
*De Mónica
Russomanno. russomannomonica@hotmail.com
Pájaro Negro*
Cuando moví el peón,
inmediatamente me di cuenta del error.
La plaza de los sueños
estaba desolada, sin niños ni ancianos.
Miré hacia el cielo,
como implorando un milagro, mientras pasaba por arriba nuestro un pájaro negro.
Mí adversario me miró
y me pareció ver una sonrisa en su rostro.
El final de la partida
se avecinaba, junto con el mío.
Cuando tomó la torre
con su mano izquierda y mientras iba a dar jaque, el pájaro se desplomó sobre
el tablero.
Las piezas cayeron al
césped y el cielo se oscureció.
*De Andrés
Bohoslavsky. vladimirbeat@yahoo.com.ar
- junio de 2025
INSTRUCCIONES
PARA ÁNGELES *
Poned los acontecimientos útiles
En vuestra cuenta.
Boca roja
Tiempo azul.
Al diablo con poder y odio y guerra.
La boca de una chica hermosa...
El tiempo en el alma más elevada.
Poned las yemas de vuestros dedos
En un hombre niño;
Enseñadle a ser bueno.
Al diablo con poder y odio y guerra.
Contadle a Dios que nosotros amamos
La lluvia y la nieve y las flores
Y los árboles y todas las cosas amables
Que crecen en la tierra.
Vientos blancos
Verdes campos.
Y al diablo con poder y odio y guerra.
*Kenneth Patchen
(Ohio, 1911 - Palo Alto, California, 1972)
-Escribió una veintena de libros de poesía
y de narrativa y fue celebrado por los poetas beatniks. "The Love
Poems" fue publicado en City Light por el poeta Ferlinghetti en 1960.
-De "Nueva
poesía U.S.A", selección y traducción de Marcelo Covián; Ediciones de
la Flor, Buenos Aires, 1970.
Recuerdo*
Atardecía. Se asomó
por la ventana y observó a un niño cruzar el parque y dirigirse a la fuente.
Recordó una tarde muy parecida, muchos años atrás, en ese mismo parque, cuando
era niño y jugaba hasta el anochecer. Siguió observando al niño y encontró algo
familiar en él: quizás la gorra, la playera roja, los tenis. El niño se volvió
y dirigió la mirada a la ventana desde donde era observado. En ese instante
ambos desaparecieron.
*De Alejandro
Badillo. badillo.alejandro@gmail.com
-Texto incluido en “El caso Max Power y otros cuentos”
Inventren
https://inventren.blogspot.com.ar/
KronoX*
Las generaciones futuras no recordarán mi
nombre (y en el fondo, quizá sea mejor así), pero yo inventé una máquina del
tiempo (a esta altura, utilizar el artículo la sería –probablemente- inexacto.
Y algo pedante por mi parte). Por otra parte, esta denominación –máquina del
tiempo- quizá tampoco sea del todo correcta. El lector juzgará una vez conozca
los hechos. Sin más preámbulos, procedo a relatar la historia.
Mi pretensión, en pocas palabras, era crear
un nuevo software, capaz de recrear el pasado y actuar sobre él. Sólo
virtualmente, claro (o eso me decía a mí mismo, pero la esperanza, esa
maldita…). Tardé años en definirlo, en atreverme a postular una ecuación
irresoluble. En el transcurso de mis investigaciones hubo altibajos. Tan pronto
creía haber hecho un descubrimiento asombroso, como me abandonaba a la
desesperación por no sentirme preparado para llevar a cabo tan magna empresa.
Una de esas veces, en medio de la fiebre nocturna, producto, sin duda, de una
indigestión, soñé o imaginé que el viaje podría ser real y tener lugar en un
único sentido –al pasado- y sólo una vez. Es decir: sin regreso.
Al día siguiente, sin embargo, no me atreví
a reírme de tal disparate. Algo había en mi planteamiento –algo que no era
capaz de recordar y, no obstante, me corroía por dentro. Aun así, no quise
pensar más en ello: Tener una única oportunidad me pareció estadísticamente
arriesgado. Ese fue un inconveniente que no supe solventar en la vigilia. El
desánimo de esas horas posteriores estuvo cerca de hacerme desistir. Luego,
pensé que no tenía derecho a renunciar. Tal vez con base en mi proyecto, me
dije, alguien conseguiría solucionar ese defecto formal. (Entonces era joven e
irresponsable. Lo sé ahora. Sólo descubrimos eso cuando ya es tarde. Un motivo
más para implicarse en la invención de mi máquina).
Pero la amargura no desapareció. Durante
unos meses, el vodka y los antidepresivos fueron mis más cercanos compañeros.
Con ayuda de una mujer cuyo nombre y rostro (me avergüenza confesarlo) se
mezclan en mi memoria con otros muchos nombres y rostros, de otras muchas
mujeres, todas ellas memorables sin duda, conseguí salir de ese vil estado y
retomar mi trabajo.
Comento ahora otro punto sobre el que
medité mucho: El ser humano es capaz de darle un mal uso al mejor de los
inventos, es sabido. La Historia lo atestigua sobradamente. ¿Debería eso
detenerme? La respuesta lógica, racional (más aún si lo pienso ahora, cuando ya
nada tiene remedio), hubiera sido: SÍ. Pero el deseo del inventor es
impermeable a razones que le alejen de su objetivo. De nada sirve pensar en
Hiroshima.
Así pues, emprendí la tarea. Fueron años de
caos, esfuerzo, dedicación, fiebre, noches en vela, soledad (porque hube de
alejarme de todo cuanto pudiese distraerme de mi meta), multitud de preguntas
cuya respuesta sabía informulable, fracasos, depresión y cansancio. Pero lo
logré.
Antes de continuar escribiendo este relato
de los hechos –o cualquier otro, en cualquier otro lugar-, debería hablarles de
la máquina, detallar su funcionamiento, explicar las fases de su construcción…
Pero no lo haré. No sé si esta omisión es una especie de escudo ante mi mala
conciencia, aunque de sobra sé –ahora- que nada me justifica. Esta narración
sólo es informativa. Ni espero ni deseo ser perdonado o comprendido. El perdón
o incluso la tolerancia ante mis actos, lo confieso, me parecería injusta.
Voy pues, a los hechos: El día señalado
llegó. El momento definitivo –eso creía yo en mi ingenuidad. Me coloqué el
casco, programé una fecha y un lugar y presioné el botón Play.
Ese instante se eternizó. Cerré los ojos,
asustado, esperanzado, ansioso. Muchas imágenes pasaron por mi cabeza. Muchas
posibilidades entrecruzándose, como trenes en la estación de una metrópoli.
Respiré hondo y abrí los ojos.
Había funcionado.
Estaba en el lugar y tiempo programados.
Con precisión cronométrica. Para esta primera prueba, es obvio, había buscado
una fecha lo más próxima posible y un lugar conocido: El día de ayer, en mi
taller. En la pared oriental, el reloj marcaba la hora exacta que yo había
previsto. Podía moverme, tocar los objetos (el tacto de la mesa me resultó
extraño, como si en lugar de madera se tratase de plástico o algún material
sintético), oír los sonidos provenientes de afuera. También sentía los
diferentes olores. Sopesé tomar un trago de agua; la botella estaba ahí, sobre
la nevera. Pero no me atreví. El deseo fue más débil que el miedo. No sabía qué
podría ocurrir (Durante la ejecución del programa, uno no es consciente de
estar viviendo una simulación. Esa agua, para mí, era real. Pensé que beber de
ella podría acarrearme algún efecto secundario indeseado). Sólo fue un acto
instintivo, irracional. Seguí moviéndome por la sala. Reconociendo los objetos.
Algunos de ellos estaban marcados (para comprobar si la simulación funcionaba,
había señalado con tiza roja algunas cosas y luego las había cambiado de sitio)
y ocupaban el lugar donde ayer mismo habían estado. Lo maravilloso era la
sensación de realidad. Me asomé a la ventanita y pude contemplar el paisaje ya
conocido, sólo un poco ensombrecido por las nubes (ayer estuvo nublado todo el
día, aunque no llovió), pero tan nítido como en cualquier otro momento. Después
de un rato dando vueltas por toda la habitación, satisfecho y moderadamente
feliz, decidí regresar (por así decirlo).
Me quité el casco, abrí los ojos. Fui a la
nevera y descorché la botella de champán. Es triste beber solo, ya se dijo.
Pero me sentía eufórico. A la embriaguez por el descubrimiento, se unió la
otra, más concreta: la etílica. Terminé tirado en el sofá, en una posición
ridícula e incómoda. En medio de la exaltación y las burbujas, yo tenía un algo
removiéndose en mis entrañas y no sabía qué. Lo achaqué a la emoción del
momento y me dormí, entreviendo con detalle una sala de variedades parisina que
jamás había visitado.
Repetí el experimento varias veces, siempre
satisfactoriamente. Al principio fueron “viajes” (los llamo así porque no se me
ocurre otra manera mejor) cortos: Unos pocos días atrás, lugares cercanos. Como
si esa prudencia fuese necesaria. Como temiendo perderme y previniendo ese azar
mediante la proximidad geográfica y temporal. Poco a poco, previsiblemente,
extendí el campo de mi experimento. Quise ir cada vez más lejos, tanto en el
espacio como en el tiempo. Visité (¿de qué otro modo llamarlo?) Rosario a
finales del siglo XX, cuando el Museo de Arte Contemporáneo todavía no estaba
ahí. Cuanto más lejos iba, más extraña era la sensación que experimentaba
dentro de esa realidad virtual. Cada una de estas recreaciones era como una victoria.
¿Una victoria sobre el tiempo? Creo que mi vanidad no era tanta. Más bien me
sentía un jugador inmerso en una partida que no terminaba de comprender. Y
ganaba siempre. Embriagado por el éxito, me planteé retos cada vez más
difíciles. Fui a Mendoza meses antes de la construcción del Arco del
Desaguadero. Y en efecto, no estaba. A Buenos Aires hacia finales del siglo
XIX, cuando aún no existía la Avenida de Mayo.
Yo esperaba que, al irme alejando en el
tiempo, y teniendo en cuenta que los datos suministrados al programa eran, en
muchos casos, fotos en sepia y documentos sacados de archivos municipales, no
del todo bien administrados –es el caso decirlo-, los objetos, los lugares,
irían perdiendo nitidez. Es decir: Se verían como en esas fotos y esas
descripciones. Pero (esto debió alertarme) no era así en absoluto. Todo era
como debió ser en realidad. Algunos edificios, algunas esculturas, hoy
corroídos por la erosión implacable, se veían nuevos, radiantes, en la
recreación. Mi juguete cada vez me emocionaba más.
Una tarde de 1876 me encontré paseando por
Barcelona. La Sagrada Familia aún era un proyecto en la mente del gran Gaudí.
También me aventuré en París, en New York, en Londres, siempre buscando fechas
anteriores a la construcción de edificios o monumentos emblemáticos, sólo por
el placer de ver cómo fue aquello antes de ser como es ahora (si es que aún
puedo pronunciar la palabra ahora sin cometer un terrible anacronismo). Mi
ambición me llevó a Granada en el siglo XII, Pisa en el XI y hasta la China
anterior a la Gran Muralla. Me sentí colmado. Salí del taller y me di cuenta de
que llevaba allí encerrado más de un mes, comiendo mal y durmiendo peor. Pero
era feliz.
Decidí dejar de lado mi pasatiempo, al
menos durante unas semanas. Ver a unos pocos amigos, salir con una mujer,
distraerme. Fue en vano: Dos días más tarde estaba de nuevo sentado en el
sillón de terciopelo rojo, con el casco en mi cabeza y viviendo momentos de
otro siglo y otro lugar. Me había vuelto un adicto.
Entonces recordé –cegado por la euforia,
había llegado a perder de vista el objetivo principal- el motivo que me empujó
a emprender este proyecto.
Los hechos capitales en la vida de todo ser
humano son pocos. El descubrimiento del amor, la primera visión del mar, la
pérdida de un ser querido, un éxito de tipo deportivo o social… En la mía, el
hecho trascendental fue una despedida. Ocurrió en el año 1960, en la estación
José Ramón Sojo, cerca de Saladillo, en la provincia de Buenos Aires. Era
invierno o así lo he recordado siempre. Ahora ya no sé qué pensar. Ni sé si
invierno y verano son conceptos diferentes. Ella (una mujer, sí; no podía ser
de otro modo. Ya lo dijo Aristóteles) se llamaba Natalia y durante los cuatro
años anteriores a ese momento crucial había ocupado cada minuto de mi vida y
también de mis pensamientos. Por ello, su marcha me resultó inconcebible. Como
un mal sueño del que muy pronto iba a despertar. Desde entonces habían
transcurrido más de cuarenta años y la pesadilla continuaba.
Otro, tal vez, se hubiese abandonado a la
locura. Yo, en cambio, diseñé una máquina para reparar ese instante del pasado.
Si se mira bien, quizá ambas cosas vengan a ser equivalentes, después de todo.
Ese fue, es preciso contarlo –por más que la vergüenza me oprima al
confesarlo-, el único objetivo de mi invención.
Al pensar con espíritu crítico en ese
olvido, no me fue difícil llegar a la conclusión obvia: No es que hubiese
olvidado el porqué del experimento. Simplemente, había ido posponiendo el viaje
importante. Por miedo, sin duda. Tememos enfrentarnos a nuestros más fervientes
deseos, casi tanto como desafiar a nuestras fobias crónicas. Mientras visitaba
otras ciudades y otras épocas remotas, mientras me maravillaba ante la visión
de lugares que ningún otro ser humano vivo había podido contemplar, ese
invierno de 1960 y esa estación casi jubilada (un año después –si la palabra
año todavía significa algo para mí- dejó de utilizarse) estaban siempre ahí,
esperándome. Como la musiquilla pertinaz que siempre retorna y nos acompaña,
sin que acertemos a recordar dónde la oímos o a que hecho va asociada.
La partida de Natalia fue más dolorosa
porque me quedó la sensación de haber podido hacer algo para evitarla. No pensé
entonces (lo repito, era joven, era inexperto) que tal vez se fue solamente
porque ya no encontraba ningún aliciente en nuestra relación. Más bien creí que
todo fue culpa mía y, de haber actuado de otro modo, las cosas se hubieran arreglado
y la tan amarga separación nunca hubiese tenido lugar. Por eso, debía volver.
Para saber. Siempre queremos saber, encontrar una respuesta, aun cuando sepamos
que ésta no va a ser satisfactoria. Me obsesioné con esa idea en el pasado.
Después no sé. Quizá simplemente actuaba por inercia. O por obstinación.
Había llegado, pues, el momento: Con
ansiedad, con temor, introduje la fecha y las coordenadas de la estación. Pulsé
el botón. Esperé. Abrí los ojos. Natalia estaba a pocos pasos, mirándome, como
extrañada.
Sentí que estaba de nuevo allí. Reviviendo
–en toda su magnitud- el momento atroz de la despedida. Me acerqué a ella,
pronuncié algunas palabras –imposible recordar cuáles desde este presente
borroso, si presente es la palabra, si recordar es el verbo-. Ella –igual que
entonces- meneó la cabeza a izquierda y derecha un par de veces. En sus ojos se
apreciaba el dolor producido por esa negativa inevitable. Regresé. Abatido, con
el peso de los muchos años transcurridos oprimiendo mi corazón. Desolado. Bebí,
dormí. Después amaneció y volví a intentarlo. El resultado fue idéntico.
Aplaqué mi decepción con otros viajes, pero cada mañana volvía a ese invierno,
a esa estación, a Natalia negando, al tren moviéndose, lento, sobre las vías,
iniciando el viaje sin retorno.
El dolor por esa separación multiplicada,
no me dejó ver, al principio, otro detalle más atroz. En alguna parte había
leído que todo acto conlleva consecuencias que ni alcanzamos a sospechar. Yo
había actuado, sin saberlo, de forma imprudente. Pronto iba a darme cuenta.
El primer indicio me causó perplejidad. Fue
en una cafetería, a media tarde. Estaba leyendo el periódico cuando mis ojos se
posaron en una imagen: Era París y el lugar de la Torre Eiffel estaba ocupado
por un edificio de ladrillo claro. Alrededor todo tenía unos colores
mortecinos. Parpadeé un par de veces, incrédulo. Examiné la foto con atención.
No había dudas: Ése era el sitio de la Torre y no estaba. Supuse que se trataba
de una imagen trucada; ahora todo el mundo maneja programas de retoque
fotográfico. Pero ¿en el diario? No me quedó otra que leer todo el artículo,
para averiguar el motivo de esa usurpación. En vano. No había allí la menor
explicación. Me encogí de hombros. Ni siquiera me dio por pensar que yo tuviese
algo que ver con tal misterio.
Unos días más tarde, escuché una
conversación en el metro. Eran dos hombres y hablaban en voz muy alta; era
imposible sustraerse a sus palabras. Todo el vagón fue testigo de la discusión.
Ésta versaba sobre política y en ella se mencionaba el nombre de algunos
dirigentes de países vecinos. No reconocí ni uno solo. Tampoco esto me pareció
relevante, porque no suelo prestar mucha atención a las noticias relacionadas
con asuntos políticos. No era extraña mi ignorancia acerca de tales nombres.
Pero mentiría si afirmase que ese desconocimiento no me causó cierto
desasosiego. Podría ser simple desidia, pero tal vez otra cosa. En mi estómago
se cocía una verdad que no estaba dispuesto a admitir sin resistencia.
El hecho definitivo, el que me abocó a esta
sinrazón que hoy es mi vida, fue algo en apariencia trivial: Marqué el número
de mi amigo Celso, a quien llevaba tiempo sin ver, y una voz agria me respondió
que no había allí nadie con ese nombre. Revisé mi agenda. Volví a marcar, uno a
uno, los números allí anotados. Con sumo cuidado, para no equivocarme. La misma
voz. Esta vez acompañó la negativa con un insulto. Desistí. Conjeturé un cambio
de número, nada más lógico. Llamé a información telefónica y pregunté: Nadie
así llamado tenía vinculado un número de teléfono en toda la ciudad, ni
siquiera en la provincia. ¿Deseaba consultar la guía nacional?, me preguntaron.
En otras circunstancias, me hubiese mostrado irónico y dudado de la eficiencia
del operador que me suministró la información, tal vez hubiera insistido o
vuelto a llamar, por ver si esta vez daba con un telefonista más eficaz. Pero
de pronto, la verdad me explotó en pleno rostro: En mi ventana, el paisaje no
era el de siempre. No supe precisar qué era, pero no hizo falta: Algo no era
igual, algo había cambiado. Las imágenes, las palabras, se agolparon en mi
cabeza. Esta realidad ¡cómo admitirlo! era otra.
Salí a la calle, poseído por la fiebre. A
causa de mi despiste, no me había dado cuenta antes, pero era cierto. Nada
estaba en su lugar. Me pregunté cómo, cuándo, qué… pero ni siquiera atinaba a
formular las preguntas. Todo era demasiado inverosímil. Un tipo que no reconocí
me dio un abrazo en la entrada a un pasaje que nunca había visto. En un cine
daban Terciopelo azul, pero en los carteles, el director no era David Lynch.
Recorrí la ciudad hasta el cansancio. Quizá era sólo eso lo que buscaba:
Agotarme hasta caer rendido, evitando así el caos reinante en mi mente.
Caminé y bebí. Hice preguntas estúpidas,
sólo para comprobar que las respuestas no eran las ya conocidas por mí. En
algún momento quise creer que todo era un complot de mis conciudadanos para volverme
loco. Llegué a casa - ¿De verdad podía aún llamar casa a algún lugar? - y me
dejé caer en el sofá.
La frontera entre el mundo virtual y el
llamado, tal vez erróneamente, real, es más fina de lo que jamás hubiésemos
sospechado. Sabemos que son posibles múltiples mundos virtuales, por así
llamarlos. Pero nunca imaginamos que pudiesen combinarse o invadir el mundo
real. Yo ¡irresponsable! lo había hecho. Al despertar lo vi claro. Cada
recreación erigía una nueva realidad -o una nueva ficción, ahora ambos términos
vienen a ser sinónimos- y yo iba saltando de una a otra sin percibirlo. Me
pregunté si en verdad estaba mirando el río desde mi ventana o permanecía
sentado en el sillón, con el casco puesto y buscando una salida.
Desde entonces –y ahora la palabra entonces
ha perdido su significado, lo mismo que la palabra ahora- vivo recreando esa
escena ocurrida en la estación, sin impaciencia, porque la verdad desplegada
ante mis ojos –la coexistencia de múltiples vidas (o reflejos)-, me dice que
hay una esperanza. Y sueño con Natalia cambiando ese gesto de negación. Sueño
su sonrisa y su mano aferrando la mía, sus palabras diciendo que todo es aún
posible, sueño ese tren partiendo sin ella…
Sólo una cosa me inquieta: Si eso llega a
suceder, ¿Tendrá esa Natalia algo que ver con la original? ¿Será la misma de
quien tanto tiempo estuve enamorado? Y yo mismo: ¿Quién soy? ¿De dónde vengo?
¿Soy acaso aquel que sufrió la decepción y el abandono? ¿El autor de estas
líneas? ¿La misma persona que proyectó la máquina? ¿O sólo el fantasma de
alguien, vagando por dimensiones infinitas y haciéndose preguntas sin
respuesta?
*De Sergio
Borao Llop. sbllop@gmail.com
-Próxima estación:
FRANCISCO A. BERRA.
-Continuidad literaria
por el Ferrocarril Provincial:
ESTACIÓN
GOYENECHE.
GOBERNADOR
UDAONDO.
LOMA VERDE.
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN.
GOBERNADOR DE SAN JUAN
RUPERTO GODOY.
GOBERNADOR OBLIGADO.
ESTACIÓN
DOYHENARD.
ESTACIÓN GÓMEZ DE LA
VEGA.
D. SÁEZ.
J. R. MORENO.
EMPALME ETCHEVERRY.
ESTACIÓN ÁNGEL
ETCHEVERRY.
LISANDRO OLMOS.
INGENIERO VILLANUEVA.
ARANA.
GOBERNADOR GARCIA.
LA PLATA.
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responsable: Lic. Eduardo Francisco
Coiro.
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