miércoles, marzo 26, 2008

UN PAR DE DÍAS ANTES...


El último hombre*




Únicamente se escucha el silencio. Desde la Gran Hecatombe no queda nadie. Nadie a sobrevivido a la radioactividad, al hambre, a la contaminación, a las epidemias…

Recluido en este piso, sin salir durante tantos años, sé que soy el último. Que cuando muera se habrá acabado todo. El último hombre sobre la tierra, y sin embargo no me siento el responsable de mantener la vida en curso. ¡Cómo si ello dependiera de mi!.

Hace tanto tiempo que estoy solo que ya no siento ni la necesidad de hablarme en voz alta. Siento que me faltan las fuerzas, que estoy acabándome en este sofá. Moriré sentado -no como los héroes que dices que mueren de pie-... Pero ¿héroes frente a quien? ¿Para que?. Ya no puedo levantarme, esto es el fin de la raza humana. Mi fin… ¡Cómo me gustaría no morir solo! ¡Cómo me gustaría!

Han sonado tres golpes en la puerta. ¡Cómo me gustaría tener fuerzas para levantarme y abrir!
Ahora sé que podría no haber muerto solo.
¡Si los golpes hubieran sido un par de días antes…!




*de Joan. joan@cimat.es







UN PAR DE DÍAS ANTES...






El desierto*




*De Ray Bradbury


Oh, el día feliz al fin ha llegado...
Era la hora del crepúsculo y Janice y Leonora preparaban infatigablemente el equipaje, entonando canciones, comiendo algún bocado, y animándose mutuamente. Pero no miraban la ventana, donde se apretaba la noche, y las estrellas eran brillantes y frías.
-¡Escucha! -dijo Janice.
Parecía un buque de vapor río abajo, pero era un cohete en el cielo. Y más allá... ¿el sonido de unos banjos? No, sólo los grillos de una noche de estío en este año 2008. Diez mil sonidos en la ciudad y la atmósfera.
Janice, cabizbaja, escuchaba. Hacía mucho, mucho tiempo, en 1849, esta misma calle había hablado con voces de ventrílocuos, predicadores, adivinos, doctores, jugadores, reunidos todos en esta misma ciudad de Independence, Missouri, esperando a que se tostase la tierra húmeda y la alta marea de la hierba creciese hasta sostener el peso de carros y carretas, los indiscriminados destinos, y los sueños.
Oh, el día feliz al fin ha llegado,
y a Marte nos vamos, Señor,
cinco mil mujeres en el cielo,
una siembra abrileña, Señor.
-Es una vieja canción de Wyoming -dijo Leonora-. Le cambias las palabras y sirve muy bien para 2003.
Janice alzó la cajita de píldoras alimenticias, imaginando las cargas que habían llevado aquellas carretas, de anchos ejes y elevados asientos. Por cada hombre, cada mujer, ¡increíbles tonelajes! Jamones, tocino, azúcar, sal, harina, fruta, galleta, ácido cítrico, agua, jengibre, pimienta... ¡una lista tan grande como el país!
Y ahora, aquí, unas píldoras que cabían en un reloj pulsera la alimentaban a una no desde el Fuerte Laramie a Hangtown sino a lo largo de todo un desierto de estrellas.
Abrió de par en par las puertas del armario y casi lanzó un grito.
La oscuridad y la noche y el espacio que separaba los astros la miraban desde dentro.
Años atrás su hermana la había encerrado en un armario, y en una fiesta, jugando al escondite, había corrido por una cocina, hacia un vestíbulo largo y sombrío. Pero no era un vestíbulo. Era una escalera a oscuras, una boca de sombra. Había corrido en el aire, agitando los pies, gritando y cayendo.
Cayendo en una negrura de medianoche. Un sótano. Tardó mucho, un latido, en caer. Y había estado ahogándose mucho, mucho tiempo, en aquel armario, sin luz, sin amigos, sin nadie que oyera sus voces. Apartada, encerrada en la oscuridad. Cayendo en la oscuridad. Chillando.
Los dos recuerdos.
Ahora, abiertas de par en par las puertas del armario (la oscuridad como una colgada mortaja de terciopelo que espera el roce de una mano temblorosa; la oscuridad como una pantera negra que respiraba allí dentro, que la miraba con ojos opacos) los dos recuerdos la asaltaron otra vez. El espacio y una caída. El espacio y el encierro. Los chillidos.
Habían trabajado sin descanso, empaquetando, apartando los ojos de la ventana y la terrible Vía Láctea y la inmensidad vacía. Pero el armario tan familiar, con su noche privada, les recordaba al fin su destino.
Así sería, allá fuera, entre los astros, en la noche, en el espantoso armario cerrado, chillando, sin que nadie oyera. Cayendo para siempre entre nubes de meteoros y cometas impíos. Cayendo por la abertura del ascensor.
Cayendo por la boca de pesadilla de la carbonera, hacia la nada...
Janice gritó, y el grito se volvió sobre sí mismo, en su cabeza y su pecho.
Gritó. Cerró de un golpe la puerta del armario. Se apoyó contra ella. Sintió que la oscuridad respiraba y se agolpaba detrás de la puerta, y la sostuvo firmemente, con los ojos húmedos. Se quedó así mucho tiempo, mirando trabajar a Leonora, hasta que terminaron los temblores. Y la histeria, así ignorada, fue escurriéndose poco a poco. En la habitación se oyó el tictac de un reloj pulsera, con un claro sonido de normalidad.
-Noventa millones de kilómetros. -Janice se acercó al fin a la ventana como si fuese un pozo profundo. -No puedo creer que unos hombres, en Marte, esta noche, levanten ciudades, esperándonos.
-Embarcaremos mañana, no hay más que creer. Janice extendió un camisón blanco como un fantasma.
-Raro. Raro... casarse... en otro mundo.
-Acostémonos.
-¡No! La llamada es a medianoche. No dormiría pensando cómo decirle a Will que iré a Marte. Oh, Leonora, piénsalo, mi voz viajando noventa millones de kilómetros por el teléfono luz. Cambio de parecer tan rápidamente... Tengo miedo.
-Nuestra última noche en la Tierra.
Ahora que lo sabían y lo aceptaban, el conocimiento las encontraba afuera.
Se iban, y no volverían jamás. Dejaban la ciudad de Independence, en el Estado de Missouri, en el continente americano, rodeado por un océano, el Atlántico, y por otro, el Pacifico. Y ningún océano aparecería en los marbetes del equipaje. Habían escapado a este último conocimiento. Ahora se
enfrentaban con él. Y se sentían aturdidas..
-Nuestros hijos no serán americanos, ni siquiera terrestres. Seremos todos marcianos, hasta el fin de nuestros días.
-¡No quiero ir! -gritó Janice de pronto.
El pánico la invadió con hielo y fuego.
-¡Tengo miedo! ¡El espacio; la oscuridad, el cohete, los meteoros! ¡Nada alrededor! ¿Por qué he de ir?
Leonora la tomó por los hombros y la apretó contra su cuerpo, acunándola.
-Es un nuevo mundo. Como en los viejos días. Los hombres primero, y luego las mujeres.
-¡Por qué, por qué he de ir, dime!
-Porque -dijo al fin Leonora, serenamente, sentándola en la cama- Will está allá arriba.
Era bueno oír ese nombre. Janice se tranquilizó.
-Los hombres lo hacen todo tan difícil -dijo Leonora-. Antes cuando una mujer corría trescientos kilómetros detrás de un hombre llamaba la atención.
Luego fueron mil kilómetros. Y ahora todo un universo. Pero eso no podrá detenernos, ¿no es verdad?
-Temo parecer una tonta en el cohete.
-Seré una tonta contigo. -Leonora se incorporó. -Bueno, recorramos la ciudad. Veamos todo una última vez.
Janice miró la ciudad.
-Mañana de noche, todo seguirá aquí menos nosotras. La gente despertará, comerá, trabajará, dormirá, despertará otra vez, y nosotras no lo sabremos.
Leonora y Janice se movieron por el cuarto como si no pudiesen encontrar la puerta.
-Vamos.
Abrieron la puerta, apagaron las luces, salieron, y cerraron.
En el cielo había muchas idas y venidas. Vastos movimientos florales, grandes silbidos y chirridos, descendentes tormentas de nieve. Helicópteros, copos blancos, que bajaban en silencio. Del este y el oeste y el norte y el sur llegaban las mujeres con los corazones guardados en las valijas, envueltos cuidadosamente en papel de seda. Chubascos de helicópteros cubrían el cielo nocturno. Los hoteles estaban llenos; se armaban camas en las casas privadas; ciudades de lona se alzaban en jardines y prados como flores raras y feas, y en la ciudad y el campo había una tibieza mayor que la del verano.
La tibieza de los rostros rosados de las mujeres y las caras tostadas de los hombres que miraban el cielo. Más allá de las colinas los cohetes probaban sus fuegos, y el sonido de un órgano gigantesco estremecía los cristales y los huesos escondidos. En las mandíbulas, en los dedos de los pies y las
manos se sentía el mismo temblor.
Leonora y Janice se sentaron en la cafetería entre mujeres extrañas.
-Están muy lindas esta noche, pero parecen tristes -dijo el hombre detrás del mostrador.
-Dos chocolates malteados.
Leonora sonrió por las dos. Janice parecía muda.
Miraron la bebida de chocolate como si fuese la rara pintura de un museo. La malta escasearía durante años, en Marte.
Janice buscó en su cartera, sacó lentamente un sobre, y lo puso en el mostrador de mármol.
-Es una carta de Will. Vino en el cohete-correo hace dos días. Esto me decidió. No te lo dije. Quiero que la veas ahora. Vamos, lee.
Leonora sacudió el sobre, sacó la nota, y la leyó en voz alta.
«Querida Janice. Esta es nuestra casa si decides venir a Marte. Will.»
Leonora golpeó otra vez el sobre y una imagen a colores surgió en el dorso.
Era la fotografía de una casa oscura, musgosa, antigua, de color castaño; una casa cómoda, con flores rojas y un cerco verde y fresco, y una enredadera velluda en el porche.
-¡Pero Janice!
-¿Qué?
-¡Es una fotografía de tu casa, aquí en la Tierra, aquí en la calle Elm!
-No. Mira.
Y miraron otra vez, juntas, y a ambos lados de la oscura y cómoda casa, y detrás de ella, había un escenario qué no era terrestre. El suelo era de un raro color violeta, y la hierba de un rojizo pálido, y el cielo brillaba como un diamante gris, y un extraño árbol torcido crecía a un costado, como una vieja con cristales en la cabeza canosa.
-Es la casa que Will construyó para mí -dijo Janice- en Marte. Ayuda mirarla. Todo el día de ayer, antes de decidirme, y cuando sentía más miedo, sacaba la fotografía y la miraba.
Las dos mujeres contemplaron la casa cómoda y oscura a noventa millones de kilómetros; familiar, pero extraña, vieja, pero nueva, con una, luz amarilla en la ventana del vestíbulo.
-Ese hombre, Will -dijo Leonora, moviendo la cabeza-, sabe lo que hace.
Terminaron las bebidas. Afuera una multitud desconocida iba de un lado a otro, y la «nieve» caía persistentemente en el cielo de verano.
Compraron muchas cosas tontas para llevar: paquetes de caramelos de limón, lustrosas revistas femeninas, perfumes frágiles (que los oficiales del puerto decidieran, luego, lo que era «carga esencial»), y caminaron por la ciudad sin preocuparse por el dinero; alquilaron dos chaquetas ceñidas, dos máquinas que vencían la gravedad e imitaban el vuelo de las mariposas, y tocaron los delicados dispositivos y sintieron que flotaban como los blancos pétalos de un capullo.
-A cualquier parte -dijo Leonora-. A cualquier parte.
Dejaron que el viento las arrastrara, dejaron que el viento las llevara a través de la noche perfumada de manzanos, y la noche de cálidos preparativos, sobre la ciudad encantadora, sobre las casas de la infancia y otros días, sobre escuelas y calles, sobre los arroyos y granjas y prados tan familiares, donde los granos de trigo parecían monedas de oro. Flotaron como deben de flotar las hojas ante la amenaza de un viento incendiado, con murmullos de advertencia, y relámpagos de estío que estallan entre recogidas
colinas. Vieron el polvo lechoso de los caminos por donde habían paseado en helicópteros a la luz de la luna, en grandes espirales de sonido que descendían a las grillas de frescas corrientes nocturnas, con jóvenes que ahora no estaban allí.
Flotaron en un inmenso suspiro sobre una ciudad ya remota, una ciudad que se hundía, detrás de ellas, en un río negro, y subía, ante ellas, en una marea de luces y color, intocable. Un sueño, ahora, ya manchado por la nostalgia, con temibles recuerdos que se alzaban demasiado pronto.
Flotando serenamente, remolineando, miraron en secreto un centenar de queridos amigos que dejaban atrás, gente a la luz de las lámparas y encuadrada por ventanas que parecían moverse con el viento. No hubo árbol en que no buscaran viejas confesiones de amor, grabadas allí y marchitas; no hubo acera que no recorrieran deslizándose como sobre campos de mica. Por primera vez advirtieron que la ciudad era hermosa, y que las luces solitarias y los antiguos ladrillos eran hermosos, y sintieron que los ojos
se les agrandaban, ante aquella fiesta. Todo flotaba en un tiovivo nocturno, con entrecortadas ráfagas de música, y voces que llamaban y murmuraban desde casas hechizadas blancamente por la televisión.
Las dos mujeres pasaron como agujas, tejiendo con su perfume un árbol y el próximo. Tenían los ojos ya colmados, y sin embargo siguieron recogiendo todos los detalles, todas las sombras, todos los robles y álamos, todos los coches que pasaban, y los corazones.
"Siento como si estuviese muerta, pensó Janice, en el cementerio en una noche primaveral y todo viviese menos yo, y todos se movieran, dispuestos a continuar la vida sin mí. En otras primaveras, cuando era muy joven, pasaba por el cementerio y lloraba. Había muertos, y eso me parecía injusto. En noches tan suaves como ésta me sentía viva, y culpable. Y ahora, aquí, esta noche, siento que me han sacado del cementerio y me dejan pasear para que vea una vez más cómo es la vida. Cómo es una ciudad, y la gente, antes, que me cierren la puerta en la cara".
Dulcemente, dulcemente, como dos linternas de papel en el viento de la noche, las mujeres pasaron sobre sus vidas y los prados donde brillaban las ciudades de lona, y los camiones que correrían hasta el alba. Bajaron y subieron sobre todo durante mucho tiempo.
El reloj de los Tribunales daba sonoramente las doce menos cuarto cuando las dos mujeres descendieron de las estrellas, como telas de araña, frente a la casa de Janice. La ciudad dormía, y la casa las esperaba para que buscaran allí su sueño, que no estaba allí.
-¿Somos realmente nosotras? -preguntó Janice. -Janice Smith y Leonora Holmes en el año 2008?
-Sí.
Janice se humedeció los labios, enderezándose.
-Me gustaría que fuese otro año.
-¿1492? ¿1612? -Leonora suspiró y el viento en los árboles suspiró con ella, alejándose. -Siempre es el día de Colón, o el día de la roca de Plymouth, y maldita sea si sé qué deben hacer las mujeres.
-Quedarse solteras.
-O hacer lo que hacemos.
Abrieron la puerta de la casa tibia, mientras los sonidos de la ciudad morían para ellas. Cerraban la puerta, cuando sonó el teléfono.
-¡La llamada! -gritó Janice, corriendo.
Leonora entró en la alcoba detrás de ella, y ya Janice había levantado el receptor y decía:
-¡Hola! ¡Hola!
Y el operador de una lejana ciudad preparó el inmenso aparato que uniría dos mundos, y las dos mujeres esperaron, una sentada y pálida, la otra de pie, pero igualmente pálida, inclinada hacia ella.
Hubo una larga pausa, llena de astros y tiempo, una pausa de espera no muy distinta de los tres últimos años. Y ahora había llegado el momento, y le tocaba a Janice llamar a través de millones y millones de meteoros y cometas, alejándose del sol amarillo que podía disolver o quemar sus palabras, o chamuscar su sentido. La voz de Janice sería como una aguja de plata, a través de todo, en la noche enorme, con puntadas de conversación, reverberando sobre las lunas de Marte, y más allá. Y la voz alcanzaría al
hombre en un cuarto de una ciudad de otro mundo, luego de cinco minutos. Y éste era su mensaje:
-Hola, Will. Janice te habla.
La muchacha tragó saliva.
-Dicen que no tengo mucho tiempo. Un minuto.
Cerró los ojos.
-Quisiera hablarte despacio, pero me indicaron que hablara de prisa, y lo dijese todo de una vez. Así que..., esto quiero decirte: Lo he decidido, iré allá arriba. Saldré en el cohete de mañana. Iré allá arriba contigo al fin y al cabo. Y te quiero, espero que me oigas. Te quiero. Ha pasado tanto tiempo...
"¿Qué me dirá Will? ¿Qué me dirá en su minuto de tiempo?", se preguntó.
Jugueteó con su reloj pulsera y el receptor del teléfono luz crujió en su oído y el espacio le habló con danzas y bailes eléctricos y audibles auroras.
-¿Contestó Will? -susurró Leonora.
-Calla -dijo Janice doblándose sobre sí misma, como si se sintiera enferma.
Y en seguida la voz de Will llegó del espacio..
-¡Lo oigo! -gritó Janice.
-¿Qué dice?
La voz llamó desde Marte y pasó por lugares donde no había amaneceres ni tardes, sino siempre la noche con un sol ardiente en la oscuridad. Y en alguna parte, entre Marte y la Tierra, todo el mensaje se perdió, barrido quizá por la gravedad eléctrica de algún meteoro, o interferido por la lluvia de meteoritos de plata. De cualquier modo, desaparecieron las palabras pequeñas, las palabras poca importantes, y la voz de Will llegó diciendo solamente:.
-...amor...
Luego otra vez la inmensa noche, y el sonido de las estrellas que giraban en el cielo, y los soles que se susurraban a sí mismos, y el sonido del corazón de Janice, como otro mundo en el espacio.
-¿Lo oíste? -preguntó Leonora.
Janice sólo pudo mover afirmativamente la cabeza.
-¿Qué dijo, qué dijo? -gritó Leonora.
Pero Janice no podía decírselo a nadie; era demasiado hermoso para decirlo.
Allí se quedó, escuchando una y otra vez esa única palabra, tal como la devolvía su memoria. Se quedó escuchando mientras Leonora le sacaba el teléfono y lo ponía otra vez en la horquilla.
Luego se fueron a la cama y apagaron las luces y el viento nocturno sopló a través de los cuartos trayendo el aroma de largos viajes por la oscuridad y las estrellas. Y hablaron del día siguiente, y de los días que vendrían, que no serían días, sino días-noches de un tiempo intemporal. Las voces se apagaron al fin, hundiéndose en el sueño o el pensamiento, y Janice quedó sola.
¿Así fue hace un siglo, se preguntó, cuando las mujeres, la noche antes, se preparaban a dormir, o no se preparaban, en los pueblos del Este, y escuchaban el ruido de los caballos en la noche, y el crujido de las carretas, y el rumiar de los bueyes bajo los árboles, y el llanto de los niños acostados antes de hora? ¿Y los ruidos de llegadas y partidas en los bosques profundos y los campos, y los herreros que trabajaban en sus rojos infiernos. en la medianoche? ¿Y el aroma de los jamones y tocinos preparados
para el viaje, y la pesadez de las carretas como barcos repletos de víveres, con agua en los barriles para volcar y derramar en las praderas, y las histéricas gallinas en los canastos, y los perros que corrían adelantándose por el desierto y que volvían asustados con la imagen del espacio vacío en los ojos? ¿Es ahora como antes? A orillas del precipicio, en los bordes del acantilado de estrellas. Antes el olor del búfalo, y ahora el olor del cohete. ¿Es ahora como antes?
Y Janice decidió, mientras el sueño la invadía con sus propias visiones, que sí, de veras, sí irrevocablemente, así había sido siempre y así seguiría siendo.



*Fuente: CIUDAD SEVA
http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/ing/bradbury/desierto.htm








Martes, 25 de Marzo de 2008
Homenaje a Gustavo Cortiñas


Un legajo en el Indec*


*Por Adriana Meyer



“Cuando vi su firmita, los datos escritos de su puño y letra, se me movió todo adentro”, dice Nora Cortiñas sobre el momento en que empleadas del Indec y ex compañeras de su hijo desaparecido le entregaron el legajo laboral que aún estaba guardado en el edificio de Diagonal Sur y Perú. Por primera vez, esta Madre de Plaza de Mayo –que acaba de cumplir 78 años– realizará un acto por Carlos Gustavo Cortiñas, secuestrado el 15 de abril de 1977, cuando trabajaba en ese organismo del Estado, militaba en la villa 31 y le faltaba un mes para festejar sus 25. Será hoy a las 13 cuando los trabajadores del Indec recuerden su labor como encuestador y descubran una placa donada por los obreros de la ex fábrica Zanon.
“Tiene miedo más de uno en la dirección, pero será un acto exclusivamente de recuerdo de Gustavo, para reivindicar su lucha con la placa de Zanon al lado de la de los otros tres desaparecidos. No voy a permitir que nada lo empañe. Soy dura, soy militante pero esto es otra cosa, también de la militancia pero más bien desde la ternura”, se anticipa Cortiñas, en diálogo con Página/12.
A Norita, como la llaman por su pequeña contextura, parecen no pesarle los años. Tras una jornada que incluyó un almuerzo con sus hermanas, y un acto en Luján en el que jóvenes militantes pintaron un mural alusivo al golpe del ’76 y por la aparición de Julio López, conversó con este diario sobre el acto que se hará en el hall del Indec, organizado por la junta interna de delegados ATE-CTA.
–¿Por qué ahora decidió hacer algo específico por su hijo?
–En estos 31 años siempre tuve prudencia, pensaba en los chicos que no tienen madre ni padre, nunca había hecho nada público recordatorio de mi hijo. Y, aunque es la primera vez, no siento culpa, porque ahí en este momento los trabajadores están luchado por un objetivo popular, están amenazados con patotas, en un organismo que no da un índice real, y yo siempre luché por la verdad, en todas sus formas.
–¿Cómo fue que apareció el legajo de Gustavo?
–Las chicas del Indec empezaron a buscar, me decían que tenía que haber algo, y efectivamente una empleada que fue su compañera, junto con otra, lo detectó. El director de esa área conoce a mi marido y a mi otro hijo, Marcelo, que trabaja en el Ministerio de Economía. Y fue muy fuerte... la firmita de Gustavo... toda su historia (hace una pausa, conmovida). Cuando se casó y esperaban a su hijo Damián y pidió el salario familiar, la última etapa en que participó del censo agropecuario, cuando pidió prórroga en los estudios por el servicio militar. Por eso no le quiero decir homenaje a esto, es más bien el recuerdo de una historia de vida. Siempre estuve ahí por los 30 mil, nunca por él, nunca busqué ni un papel, ahora en casa encontré su test vocacional, sus notas del Colegio Inmaculada, en Castelar, donde se recibió de bachiller humanista. Ahí pusieron una baldosa con los desaparecidos que estudiaron allí y está su nombre, pero es lo único que había hasta ahora.
–¿Qué hacía su hijo en el Indec?
–Era encuestador del IPC, el índice de precios al consumidor, y yo no lo sabía hasta ahora. Siempre había puesto a Gustavo con el montón, pero ahora estoy muy emocionada, todo esto es muy reconfortante. Y será un acto sencillo. Voy siempre al Indec a los abrazos simbólicos y esta vez, aunque no sea político, reivindicaré lo que estoy defendiendo, que esos trabajadores no deben ser maltratados y que el Indec vuelva a ser lo que fue. Estoy orgullosa de lo que Gustavo hizo en los seis años que estuvo ahí, y de traerlo a este presente de lucha.
–¿Dónde militaba su hijo?
–En la Juventud Peronista estuvo con Carlos Mugica en la villa 31, lo hacían embolsar azúcar y al principio no entendía por qué eso era parte de la militancia. Después que lo mataron al padre, siguió militando en Morón. Es que en el Colegio Inmaculada había estado en contacto con curas progresistas, los del movimiento del Tercer Mundo. Su caso, como el de miles, ratifica que se llevaron a una generación hermosa.



*FUENTE: Página/12
http://www.pagina12.com.ar/diario/elpais/subnotas/101269-31907-2008-03-25.html








Las víctimas propicias de la fe tecnológica*



*Por Marcelo A. Moreno. mmoreno@clarin.com


El culto al cacharro digital cada día parece extenderse más entre losjóvenes. Esas pequeñas damas y caballeritos que nos consideran, con razón, analfabetos electrónicos a todos aquellos que doblamos algún codo cronológico, consumen como golosinas -aunque de gran valor- cada novedad que les proveen industrias que desean educarlos primorosamente como deglutidores expertos de tecnologías diversas.
Por cierto, en nuestro país -como en todos aquellos en que la injusticia es norma-, siempre resulta pertinente la salvedad: hay grandes porciones de la población que no tienen la mínima chance de acceso a estas sofisticaciones, salvo la desgraciada -y reiterada- vía del delito.
Pero entre las chicas y chicos incluidos en el sistema -que finalmente empieza y termina, circular, en eso: un sistema de consumo- el celular, la playstation, el acceso a internet y el reproductor de MP3 son un pase, la carta de presentación válida para la integración, la pertenencia a un grupo.
Es decir, nada menos que un pasaporte para la sociabilidad.
Esta circunstancia convierte a la moda en obligación. Y a la renovación del cacharro, con más y nuevos chiches y mayor capacidad de almacenamiento de información, en una disciplina que, cumplida con vertiginoso rigor, puede convertir al poseedor en líder de su círculo social.
Desde luego, la mayoría de las funciones del cacharro o son inútiles o se usan muy marginalmente: ¿quien puede tener tiempo para escuchar toda la música que puede almacenar en un MP3 de 50 o 60 gigas? Su función primordial es lúdica. Los jóvenes los usan para compartir videos, música, fotos. Pero también juegan una forma de poder: el que tiene lo último es el portador mágico del mensaje emitido por el panteón tecnológico.
Por cierto, nada hay de malo -y mucho bueno- en tener la opción de escuchar una música celestial corriendo junto al mar o navegar por internet en un celular.
El problema es que la mecánica del consumo consiste en transformar en urgente lo accesorio. Y cuanto más joven se es, más inerme se está - más se adolece- ante esa viejísima trampa.



*Fuente: Clarín
http://www.clarin.com/diario/2008/03/26/sociedad/s-03003.htm








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