martes, mayo 27, 2008

LA REALIDAD NUNCA SE AJUSTA A NUESTROS SUEÑOS...


Por un salto en el Renglón*




Siento ganas de verte:
Sonriente,
Deprisa,
Con todo y tus pies subiendo y bajando:
Verde en tus praderas,
Libre en tu andar.

Y me encomiendo a la Virgen de los Remedios,
Porque necesito uno para saber cómo buscarte.

Tengo ganas de verte,
Porque el recuerdo me ha llegado:
Jugando,
Corriendo,
De aquí para allá:
Mirarte de lejos y saludarte sin más que eso;
Amaneciendo de arriba abajo,
Soñando de adentro hacia fuera.

Y para eso hago espera
En la lista de milagros de cada uno de los Santos,
Porque creo necesario uno de ellos para encontrarte.

Sé que te preguntarás
¿Por qué tengo ganas de verte?
Bien: porque me cansé de no hacerlo.

Por eso te busco,
Y cuando te veo
Lo disimulo:
Como el vidrio que enfría,
Como las luces que me iluminan:
Con tu mirada de tarde nublada,
Acabado el trabajo.

Por eso hasta le he rezado
A mi madre Coatlicue,
Porque ya para esto
Me he vuelto politeísta,
Con tal de encontrarte…



*de hugo ivan cruz-rosas. quetzal.hi@gmail.com






LA REALIDAD NUNCA SE AJUSTA A NUESTROS SUEÑOS...






Marcha atrás*


Sabía que estaba en un estado de shock. Acabada de tener un accidente de coche. Miró al lugar del acompañante y vio a su mujer en una extraña postura, sangrando y con los ojos muy abiertos. Estaba muerta.

- ¿Qué había pasado? - se preguntó.

Caminó por la carretera hasta que encontró un bar. Pidió una copa para recuperar fuerzas, luego otras más. Sin darse cuenta estaba tomando una tras otra con la sensación de estar emborrachándose. Sin duda era culpable de la muerte de su mujer. No debía haber bebido tanto. Seguro que estaba conduciendo borracho.

Le preguntó al barman cuanto tiempo llevaba allí y cuantas copas había tomado.
- No se preocupe señor- le respondió el barman- Si hubiera muerto mi mujer en un accidente de coche la semana pasada, como le ha pasó a usted, yo también estaría bebiendo.



*de Joan Mateu. joan@cimat.es






LA OCTAVA MARAVILLA*



*De Vlady Kociancich.

22.



En tardes como ésta, cuando la reverberación del calor de febrero se oye como el sonido de finísimas cuerdas pulsadas en una sola nota interminable y todo lo que se toca es tibio y pegajoso, me resulta más fácil aceptar la inconcebible descripción que del mundo físico hacen los físicos.
Un día de verano en Buenos Aires me demuestra claramente que la solidez de las cosas no existe en la medida que la veo. Este cuarto, estas paredes y estos muebles, esta máquina de escribir, bajo la presión de un cielo nublado que empuja furiosamente el sol como el cocinero la tapa de la olla que se desborda, comparten conmigo una extraña vulnerabilidad. Salvando las distancias, la mesa y yo, conjuntos ordenados de electrones y de protones, sufrimos el mismo verano. Y no es consuelo para ningún hombre sospechar que este mundo que le parece tan compacto es como él, una criatura de vacío atravesada y sostenida por invisibles fuerzas en carrera, expuesta a todo, encerrada en su propia caja de tiempo.
Casi drogado por el calor, no me asombra que el edificio donde estaba la revista de turismo cuando fui a buscar a Paco Stein, aparezca en mi memoria ligeramente distinto al lugar donde trabajo hoy, aunque se encuentre se encuentre en la misma dirección, San Martín al 600, aunque tenga la misma decrépita fachada, el vestíbulo sin techo, abierto como un patio de casa de familia, y en el medio del patio la escalera ancha pero de empinadura peligrosa, por la que se sube al primer piso y al pasillo circular horadado de puertas, el mismo reloj gigantesco, de hierro, detenido en la hora de viente años atrás, que cuelga de una viga a pocos metros de la entrada, como un tosco agujero negro en la sombría luz natural del patio.
Aquel día, trepé la escalera hacia el centro de una enorme ruleta de puertas numeradas. Media circunferencia del primer piso exhibía, junto a los números de bronce, la calcomanía azul y amarilla de la ALAT -Asociación Latinoamericana de Turismo-, una estrella de seis puntas que edita, para los socios dispersos en comarcas remotas, la revista de nuestros paisajes.
En contraste con la grisura del viejo edificio, las oficinas eran luminosas, estaban pintadas de colores alegres, decoradas con carteles de publicidad. Indios de toda tribu sobreviviente protagonizaban diversos actos de persuación turística en un marco de jungla, volcán, desierto y puna. Algunos de aspecto miserable, otros con máscaras de diablos, plumas, ponchos, tatuajes, asidos a un tambor, a una flauta de caña, a una lanza, encorvados sobre un telar, abrazados a la última vicuña, entronados en la ruina de un monumento precolombino, amasando barro, vendiendo yuyos y amuletos, maniobrando canoas, competían esforzadamente con el desnudo primer plano de la voluptuosa carne africana de playa y cocotero, las huríes del trópico que, a puro cuerpo, sin necesidad de tanta arqueología ni de tanto folklore, decoran unos metros de costa. Un mustio poster de la Argentina, con un gaucho a caballo y una vista aérea de Buenos Aires, la París sudamericana, se asomaba entre las olas de ese océano multicolor como la cara del nadador que jadea, falto de aire, en el último puesto de una carrera transatlántica.
La empleada que me atendió era la rubia clásica contratada como recepcionista en tiempos de prosperidad editorial. Pregunté por Paco Stein.
-Me parece que está en La Cueva. Espere que le averigüe.
Me averiguó.
-Está -susurró confidencialmente.
Hablaba en susurros.
-Yo lo llevo -susurró-, porque encontrar La Cueva es muy difícil. Uno se pierde entre tantas puertas.
-¿No es en este piso? -susurré.
Lo contagiosa que es una voz muy baja. Como dos moscas zumbando en pleno vuelo, atravesamos lo que llamó las Areas -Arte, Publicidad, Distribución, Administración- sobre una elegante alfombra pared a pared, entre un moblaje de línea moderna, metálico, plástico, ostentoso.
El susurro de mi guía sonaba como papel de seda estrujado por manos nerviosas.
La verdad, Redacción no está ubicada todavía a nivel de empresa. ¿Ve esa escalera? Para romperse el cuello. Diga que nadie sube.
La escalera era de madera, tenía forma de espiral y carecía de baranda.
-Sé que arriesgo la vida -me susurró la rubia en la cara-, pero mejor subo primero y lo anuncio o el señor Stein me mata. Tiene un carácter, sabe.
La seguí apoyándome en la pared, apartando los ojos del vacío. La rubia me esperaba delante de una puerta.
-Esta es La Cueva -susurró-. El fin del mundo.
Cerró los ojos, se persignó rápidamente, golpeó la puerta y pegando la nariz al picaporte, susurró:
-Señor Stein, aquí lo buscan.
Silencio. La rubia me miró, sacudió la cabeza, entristecida.
-No oye bien. Cuando se concentra mucho, no oye a nadie.
Se persignó otra vez.
-Señor Stein, señor Stein, señor Stein -susurró en el agujero de la cerradura.
Creí oportuno intervenir.
-Paco, soy yo, Alberto.
Después de los susurros, el grito de Paco me ensordeció.
-¡No interrumpa! Y vos pasá.
-¿Vio? ¿Qué le dije? Tiene un caracter -susurró la chica y se arrojó por la escalera.
Miré hacia abajo. No, no había muerto. Agil como un gato, mi susurrante Virgilio taconeaba de regreso a su círculo de la comedia turística. Entré en La Cueva.
Era un cuarto de minúsculas dimensiones, con un tragaluz por ventana, al que no había alcanzado la mano modernista del arquitecto. Con Secretario General de Redacción y todo, la pieza seguía el plano original: un baño.
Lo primero que vi fue una pileta con espejo, un inodoro, un bidet. Sobre la tapa del inodoro había una pila de revistas. En la tabla que cubría el bidet se amontonaban galeras frescas, en espera de corrección. A un costado de los sanitarios, había un enorme escritorio de tapa corrediza y la roja cabeza de Paco Stein. Un olor espeso a papel viejo y nuevo, a tinta y a tabaco, a desodorante de ambientes y polvo, a medias velaba el inconfundible olor a ginebra.
Paco Bizqueó unas cuantas veces.
-Una:¿qué hacés aquí? Dos: cerrá la boca que te van a entrar moscas. Se nota que nunca viste una oficina de redacción. "Usted no se preocupa por la comodidad", te dicen. "Usted es un intelectual", te dicen. Sentate, que te vas a caer.
En aquella oscuridad vagamente siniestra, Paco pareció desdoblarse en dos personas diferentes. Una hablaba con la serena volubilidad de toda la vida, divertido y pedante. La otra mostraba en los ojos enrojecidos y la palidez de esa cara exhausta, una inquietud que encrespaba con ondas breves y nerviosas la superficie de su buen humor.
Obedeciendo a uno de esos impulsos de los que luego me arrepiento, había ido a buscarlo, a recuperar nuestra amistad de Villa del Parque. A justificarme, si era posible, por mis últimos actos de insensatez. Y también, ¿a qué negarlo?, porque necesitaba apoyo. Paco era mi único, verdadero amigo, y tenía lo que los porteños llamamos "calle" en cantidad suficiente para asesorar a un idiota sentimental que no se resignaba a perder a su esposa.
Como suele ocurrir, cuando uno más desesperado está, peor se expresa. No sé bien qué le dije. No me animaba a hablar de Victoria y tenía pavor de retirarme con las manos vacías. Me quejé, eso sí, de la gente que hace cosas. Me quejé de no ser capaz de hacer algo. me quejé de mi empleo en la oficina jurídica. Me quejé de la falta de aventura en mi respetable, mediocre vida. Y por fin, no muy coherentemente, exploté:
-Te juro que un día de estos mando todo al diablo. Vendo el departamento, me mudo a Villa del Parque, me la llevo a Victoria de vuelta al barrio, me pongo un kiosco de cigarrillos en la esquina de Jonte y se acabó. Qué tanto abogado ni tanta novela. Una casa con patio, una parrilla para el asado, un perro para sacarlo a pasear, yo en piyama todo el domingo, tirado en una reposera, con Victoria cebándome mate.
-Lo que vos necesitás, Alberto -dijo, mirando pensativo la hoja de papel pautado colocada en la
máquina-, es hacer algo.
Ese algo, agregó en seguida, acallando con un ademán enérgico mi protesta, era periodismo turístico.
Estaba tapado de trabajo, los redactores escaseaban y a los pocos que sabían escribir había que correrlos como perro de caza para que entregaran en fecha de cierre unas miserables gacetillas. La editorial pagaba bien. Por supuesto, yo no lo haría por plata. Debía conservar mi empleo en la oficina jurídica.
Una vez más, mi impulso original, como la bocha que arroja el jugador atropellado, me llevaba fuera de la marca. Yo había ido a buscar un amigo que me ayudara a defenderme del abandono de Victoria, no a pedirle trabajo. Maldiciéndome por esa incapacidad de decir lo que quiero decir, de hacer lo que quiero hacer, no contesté.
Paco encendió un cigarrillo y aspiró largamente el humo.
-Este mundo es muy raro, Paradella.
-Ya lo sé -suspiré.
-Sí, este mundo es muy raro. Pero por más raro que sea, no se puede volver al pasado, no se puede corregir lo sucedido. Mirá esta página. Si quiero, tacho. Si no me gusta, la abollo y al canasto. Saco una hoja limpia, la pongo en la máquina y empiezo de cero.
La vieja sonrisa se insinuó débilmente en su cara fatigada.
-Pero la vida no. A veces, de noche, me despierto horrorizado, porque dormido me acordé y soñé algo que pasó, algo que hice peor que tantas otras cosas mal hechas y es el único momento en que me gustaría creer en la existencia de un Dios que escuche. Le rogaría que me saque del tiempo, que me deje volver a ese episodio, que me dé una página limpia para reescribirlo.
La sonrisa era tan triste ahora que me acongojó.
-Paco, yo te conozco. Sos un buen tipo. Sos incapaz de acciones tan canallas que exijan un pedido de gracia.
Se encogió de hombros.
-Puede que tengas razón. Porque ¿sabés con qué me consuelo? Con la conciencia de que toda memoria humana es una memoria vergonzosa.
Más ductil que yo para cambiar de bando, dudo que exista otro.
-Ah, no, a mí no me parece que esa memoria sea completamente vergonzosa. También tiene buenos recuerdos. Momnetos de belleza, de heroísmo, de generosidad, de inteligencia.
Me miró con doble conmiseración: pena por mí y por él.
-Te enloquecieron tus lecturas, Alonso Quijano: Literatura de viejos y de chicos. Las huestes liberales galopando en un caballo flaco, derecho a las aspas del molino. Oíme bien, abombado. No hay más Villa del Parque. No hay vuelta. Y si volvés, vas a encontrar que ni siquiera existió. No tenés más remedio que estar con tu tiempo.
-Y ¿dónde creés que estoy?
-En Babia, para no perder la costumbre. Haceme caso. Tomá el trabajo. Despertate. Mirá la fecha. Te guste o no te guste, marca la época en que te toca vivir.
-¿Qué tiene que ver que prefiera el kiosquito en Jonte con la época en que vivo?
Categóricamente respondió:
-Participación y compromiso.
Casi me largo areír a carcajadas de esa superstición tan antigua y persistente como mis anacrónicas lecturas. Pero lo decía en serio. Nunca en realidad lo había visto tan serio como en ese momento, aunque la famosa sonrisa colgara delante de su ansiedad a modo de un pobre trasto de utilería, descartado de pasadas obras. Vi que esperaba mi consentimiento, con mal disimulado temor. Iba a decirle que estaba loco, que a gatas me alcanzaba el tiempo para trabajar en la oficina, conectarme con la Linda Gente y perseguir a Victoria, cuando comprendí.
Paco quería recuperar la memoria inocente de los días de Villa del parque. Tímido Alonso Quijano, me ofrecía la oportunidad de distrernos del probable naufragio de nuestras vidas, que tenían una sola cosa en común: el afecto sin sensiblería de dos hombres que una vez fueron dos chicos, que se criaron juntos, que cuidaron después, lejos del barrio y de la infancia, la casa propia que es una amistad.
-Muy bien -dije-. De acuerdo. Participación y Compromiso.
Y el abogado, el falso novelista, el marido desconsolado, el amigo tenaz, que habían entrado en tropel por la puerta de ALAT, salían acompañados por el periodista de turismo.
Si no hay otra salida, un hombre más o menos empecinado es capaz de aprender cualquier cosa.
Aprendí a hacer gacetillas, notas cortas, notas largas, reportajes, avisos de publicidad, descripciones de países nunca visitados. Aprendí a corregir, a recortar, a alrgar, a traducir y a copiar inescrupulosamente de revistas extranjeras, a omitir con astucia las trampas de nuestros avisadores, a "cubrir" reuniones, convenciones, seminarios y conferencias, a oír a los expertos, los intendentes, los subsecretarios, los agentes de viajes, los hoteleros, los directores de turismo, a ponerles alguna frase inteligente o por lo menos sensata en esas bocas de cuya palabra amiga dependía la revista y el sueldo del personal y que, como la Flora de Boticelli, soltaban eternamente una trenza de flores retóricas en favor del desarrollo de la industria sin chimeneas.
Descubrí que tenía un vigor de monomaníaco. Tal vez he heredado de tantas generaciones de campesinos y de obreros la espalda doblegada del trabajo sin oportunidad de cuestionamiento, la oscura religión del esfuerzo a largo plazo y la paciencia de la artesanía.
Con la absurda satisfacción del labrador que mira los trigales maduros de los que el caballero feudal le arrojará unas espigas para que no se muera de hambre, yo miraba la obra anónima en papel pautado, una emocionante realidad mensual de ciento veinte páginas y tres mil ejemplares. Ahí, en ese objeto de colores brillantes, fabricado para la vanidad de borrosos funcionarios, para la publicidad de hoteles, compañias aéreas y agencias de viajes, estaba secretamente la mano de Alberto Paradella.
Si la finalidad de mi nuevo empleo era distraerme, me distraje. Apenas me di cuenta de que aflojaba mi rendimiento en el estudio de abogados, casi no vi que paco, dedicado ahora a escribir su novela, raras veces aparecía en La Cueva. Me pasaba ya toda su parte del trabajo y nuestras conversaciones sólo tenían lugar en los congresos de turismo.
Alguna vez me detuve para preguntarme si todo andaba bien. En el fondo de aquella rutina había una cierta incomodidad. Hice mi lista de pros y de contras. Me abochornaba no sentirme feliz. ¿Tenía razón?
Había algo de llegada a puerto en mi nueva vida. Aunque la Linda Gente continuaba instalada en la casa, el cansancio y la obligación de escribir tantas notas me impedía compartir la fiesta y por lo tanto deprimirme. En medio del ruido, muy concentrado, tecleaba y tecleaba. Victoria, creo, me trataba mejor. Los horribles angelitos de cerámica, panzones y rubicundos, colmaban cada centímetro cuadrado disponible en los muebles de mi estudio. Con Besos de agradecimiento, borraba hasta el recuerdo de mis celos.
Paco se había sumado a la fiesta, uno más entre la Linda Gente y participaba de ella con una furia que me asombraba. Muy raramente estaba sobrio. Pero escribía. Hablaba sin cesar de esa novela como quien cuenta una pesadilla que lo obsesiona. NO quería mostrarme lo que escribía. "Escribo, no hago otra cosa que escribir. Todo va a la novela", decía enigmáticamente.
No me gustaba mucho ese puerto. Pero ¿deseaba otro destino? Porque ahí estaba lo que yo quería. Victoria, mi amigo y una especie de taller de carpintero donde contaba viajes por países desconocidos, viajes mucho más verosímiles que los que luego me sucederían.
-La realidad nunca se ajusta a nuestros sueños -suspiraba cuando estaba muy cansado o demasiado triste-. Pero la realidad no tiene la culpa. Tengo que ser un hombre de mi tiempo. Un hombre que toma lo que hay y lo disfruta como puede.
De bueno no había tanto que digamos. Pero era todo lo que yo tenía.




*Fragmento de La Octava Maravilla. Seix Barral. Biblioteca Breve-









Rescátese*




Que lo último sea apaciguar una clave

Rescátese del contubernio celestial
nuevo suscriptor
infiera nuestro tapete

Entre amasados ladrillos
(como la fortuna se amasa)
la carrera de los ángeles
cronometrados por un funebrero

Pase a la mortalidad
(acopio de mortalidad)
nuevo suscriptor
o adherente
ofrézcase

Hay lo que busca
en el cuerpo

Promesas
mortales
en su mazo.



*De Rolando Revagliatti. revadans@yahoo.com.ar







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