viernes, junio 05, 2015

EDICIÓN JUNIO 2015


*Dibujo de Erika Kuhn.









EL ÁRBOL Y LA CRUZ*






El patrón la llevó hasta el río en una jardinera. Ella se dejó llevar sin preguntas, sin protestas, de la misma manera que se dejó violar treinta años atrás, cuando don Felipe se hizo hombre, montándola como a un animal. Tampoco entonces ella preguntó nada ni se quejó ni emitió protesta. Se limpió su sangre de virgen de entre los muslos y continuó con sus tareas de sirvienta, aceptando que eso era lo que demandaba el orden natural de las cosas.
Entonces don Felipe padre le había dado una palmada en la nuca a su varoncito con satisfacción, y María había limpiado su sangre, y después de terminar de fregar el piso lavó su vestido con esmero. Silenciosamente, sin nada que contar sin nada que decir al respecto.
Cuando se cruzaba con el patroncito María bajaba los ojos y sonreía, limpiando el piso mientras él le miraba las nalgas firmes de niña. Cinco o seis veces más Felipe la llevó para los yuyos, pero el padre le dijo que ya estaba bien de andar cogiendo indias, y lo llevó a la ciudad, y en una cama de bronce una prostituta francesa lo introdujo en los primeros goces más refinados.
Hubo un tiempo cuando a Felipe se le arremolinaba el corazón cuando María pasaba cerca, con ese olor a limpio y a hembra joven. Era menuda, toda color canela con una trenza negra que le llegaba a las corvas. Felipe trató de dibujarla, y María sonreía con los ojos bajos.
Después el hijo del patrón se fue a estudiar, hizo amigos, conoció más placeres, perdió un poco de tiempo y mucho dinero en Europa, se casó con una chica de buena familia, sentó cabeza, se estableció en una casona de Adrogué.
Los capataces, medieros, el administrador se encargaron de la estancia.
Y ahora Felipe retornó como don Felipe, la barbita cuidada ya canosa, un carretón con libros, cuatro hijos y algún problema político que hizo le aconsejasen alejarse de la Capital hasta que se aquietasen las aguas.
Cuando volvió, primero fue la emoción de volver a ver los lugares de la infancia y la alegría de mostrar a sus niños la inmensidad del cielo en el campo, la negritud de la noche, el terrible bramido de los toros en lo obscuro, la maravilla de los ocasos rojizos, el griterío de los pájaros.
En esos días retornó el olor olvidado de la cocina, la variedad de matices de naranja y rojo en las tejas, el chirriar de la puerta del frente, la sensación del cuerpo del caballo entre las piernas, todas esas cosas que habían seguido existiendo mientras que él las había depositado en el fondo de su mente. Ahora de pronto todo ese pasado le tironeaba de la ropa con manos pegajosas, real y tangible.
A María la recordaba, pero no a esta india de vientre chato y caderas anchas, el pelo gris y la cara arrugada, de fríos y calores y fuegos y años. Sus manos eran las de una anciana, y la sonrisa sumisa dejaba ver una cavidad casi sin dientes.
Don Felipe se había interesado, en Buenos Aires, por la historia de algunos grupos aborígenes. Era hombre de su época. Un caballero discutía sobre todos los aspectos de la ciencia y la incipiente técnica, exquisita e inteligentemente, fumando en el club o en los entreactos del teatro. También en las sobremesas, claro está, en la que algunos descastados lograban introducirse si contaban con conocimientos de interés o hacían escandalizar a las señoras para diversión de los maridos.
Justamente un antropólogo había charlado sobre las creencias de los indios, entre los que abundaba un politeísmo curioso y un animismo enternecedor. Esa noche había un cura entre los invitados, y los hizo reír contando anécdotas de sus días de misionero, y aludiendo a las disparatadas creencias de los pobres salvajes.
Ahora, don Felipe llevó a María hasta el río en la jardinera. Le ordenó que baje, la mujer acostumbrada a obedecer aguardó con rostro impasible lo que vendría.
El patrón le preguntó si en su tribu, allá donde ella había nacido, adoraban a los árboles. María soltó una risita cortés. Don Felipe volvió a preguntarle, y María otra vez rió con su boca desdentada.
Fastidiado, el hombre volvió a preguntarle si allá donde nació adoraban a los árboles, ya con la voz dura y un ceño de enojo, lo que motivó que María siguiese sonriendo pero silenciosamente. Aguardaba sonriente pero sin dar muestras de haber comprendido la pregunta.
Armándose de paciencia, don Felipe inquiría si los árboles eran dioses para los mayores de su sirvienta, quien asentía con aspecto de no comprender y la sonrisa invariable. ¿Es que era tonta acaso? ¿No entendía lo que se le preguntaba, no deseaba responder?
Finalmente el patrón le indicó un árbol –era un ceibo- y le ordenó que le mostrase los ritos de su tribu.
El árbol al que la madre de María le dedicaba sus plegarias y agradecimientos era, justamente, un árbol retorcido de flores rojas con forma de pájaro. Pero no era este árbol. El árbol al que le cantaba la madre de María era el que tenía una cicatriz en la segunda rama, herida hecha por su abuela, era el árbol que estaba al lado de un espinillo y cerca de un bosquecito de totoras, era el árbol sagrado en suelo sagrado que se veía desde el sagrado río en el que pescaban. El árbol de María no era un ceibo. Era ese el su ceibo, en otro lugar, en otro tiempo, en otra vida.
Ahora María llevaba, como todos, un crucifijo al cuello. Un símbolo. No llevaba la cruz de Jesús sino una reproducción manejable del símbolo del Dios que anda por todos lados y sirve para todo el mundo, como una moneda que pasa de un bolsillo a otro. Una cruz igual a otra y sin embargo diferentes, oro, plata, madera, dos trazos perpendiculares y cada iglesia con su campana.
Pero el árbol de la madre de María era ese árbol individual en ese sólo recodo de ese único río en ese mundo sagrado que se les volvió ajeno.
¿Qué hacer cuando el patrón le ordena que cante, que baile, que haga algo para mostrar la religión de la tribu de sus ancestros? La tribu no existe, la religión estaba unida a la unicidad de cada hombre en su paisaje. No se puede exportar.
María sonríe y sonríe mirando el suelo. Espera que ese hombre se calle para volver a fregar los azulejos del patio andaluz.




*De Mónica Russomanno. russomannomonica@hotmail.com












DESTINO DE LABRANZA*



El nuestro es un destino de labranza,
de rústicas liturgias,
de simientes,
calendarios de luna,
rebeldías
y esperanzas de sal en los sudores.
El nuestro es un destino de conjuros.
Porque salimos a encender los soles,
a buscar el enigma en las raíces,
a descubrir,
de pronto,
entre terrones,
la altura enharinada de la espiga y su esencia de panes absolutos.
Hubo tiempo de andar,
camino adentro,
con el alma oxidada, hambrienta, herida,
vendimiando sollozos eventuales,
temblando ante el silencio de la infamia maniatada por miedos y verdugos.
Pero siempre,
sin tregua ni armisticio,
desmalezamos muerte,
paso a paso,
y paso a paso levantamos sueños
para fundar feraces primaveras, horizontes, rocíos vagabundos.
Y ahora podemos compartir la hogaza en la mesa redonda,
sin sitiales,
donde nadie amordaza a los gorriones,
los cántaros escancian agua fresca,
la risa es franca,
los manteles pulcros,
y los hijos son alas turbulentas que a veces suelen encender el vuelo
calzando,
en la cintura adolescente,
ideales de breves desarraigos,
una intención de cielos en capullo,
pero siempre regresan,
a querernos,
a compartir las dichas y las penas.
Porque no somos sino labradores,
dualidades de luces y penumbras,
sonrisa y llanto,
gritos y susurros
ungidos a un amor encallecido que resiste,
obstinado,
frente al odio,
porque la vida es esto que sucede bajo edredón de agobios,
al crepúsculo.



*De NORMA SEGADES-MANIAS.
-Del libro A espaldas del silencio.










DESTIERROS*


“Los que solo soñaron con heridas y golpes, se despertaron decapitados”
JACQUES PREVERT



Escarba con sus dientes su vientre.
¿Tiene piedad de sus feroces fieras? ¿Tiene piedad del Otro?
Él ya no vendrá. Ella no irá. No unirán sus destierros.
¿La huida fue fugarse de él ¿ ¿ De si misma, quizás?
Solo queda el deseo. Irremediable: Vivir dentro de su sazón.
Ya no cabalgará sus colinas, oscuras, lejanas.
Es huida de hiena. Del misterio ignorado. De sus pedregales.
Siente como las serpientes le caminan la boca.
Apagar el cirio, la candela y el hacha.
Sin embargo, por él, daría toda la luz de las tinieblas.
Enredar en su tallo las hiedras de todos los aromas.
Para que abra las puertas del milagro. Él.
Uno. Tantos. Caminaron sobre su esqueleto yerto.
Su perfil de hembra yace en epitafios.
Tantas muertes. Cruces. Puñales. Boca de payaso.
Ella siempre supo su fiebre de vinagres.
Ha sido araña tela de oro. Viuda negra.
- Los machos eran cómplices, claro-
Miedo. Miedo. Postulado de Darwin. Matar o morir.

Yo bendigo tus besos en mi médula. Ángel de greda.
Déjame así, como al descuido. Sin memoria ni olvidos.
Ah, eso si, mañana, antes que se dispersen mis cenizas.
Ven a mi vera, amor.


*De Amelia Arellano. amelia.arellano01@yahoo.com.ar








*


Es tan honda
la soledad
en la noche
inmensa.

Huyen
todos los pájaros.
Quedamos
el silencio
y yo en la tierra.

Tal vez,
sea noche
de milagros
y alumbrada
por las estrellas
pueda dejar
en la sombra
la vieja piel
de la tristeza.



*De MARIANA FINOCHIETTO. mares.finochietto@gmail.com











Frontal*



Si alguna vez decidieras amarme
debes saber que no soy sólo yo,
me habitan los pájaros
de pecho rojo de Khalil
las flores del mal de Baudelaire
los heraldos negros de Vallejo
y una muchedumbre
de personajes
que ya vienen, ya van.
Y vuelven...

Si alguna vez decidieras amarme
ten en cuenta que no soy sólo yo.

(Aunque no conozco tu destino
fuerza era sincerarme)



*De Miryam Colombotto de Seia. miryamseia@cablenet.com.ar










Artículo 58*



El viejo Karolek tiene una vaca. La vaca se llama Luba. Un pálido sol de invierno cae sobre su pequeña granja y lame las tablas del viejo corral. En los últimos días Luba ha entregado muy poca leche y Karolek piensa si deberá hacer el largo camino hasta el río Lena en un intento de aparear a Luba y negociar por la cría, seguramente si es un macho se lo podrá quedar y si es hembra pertenecerá al viejo Iván. El viejo Karolek abre la puerta del corral y alcanza a ver una figura parduzca, la abuela Akulina, escapando rápidamente por entre las tablas precarias del fondo. Entiende ahora porque las ubres de la vaca están rindiendo menos y con enojo mira los entornados parpados de la lechera. Un viejo rencor anida en su pecho.
La abuela Akulina perteneció a los kulaks, granjeros ricos poseedores de la tierra, de esta tierra, y después de la Guerra Civil, todo le fue quitado, pasando a manos del Estado. Vivía ella en un rincón alejado del koljós, en una pequeña isba, menos que una cabaña, de la granja colectiva que agrupaba lo que antes fuera su propiedad. Nadie quería a la anciana, su pasado burgués se disolvía en el papeleo del gobierno bolchevique, pero los campesinos rusos si tienen memoria.
En la reunión de distrito, el viejo Iván había leído el Código Penal sobre actividades contrarrevolucionarias, todos habían prestado atención, sabían que significaba el inicio del estado de la sospecha. Se requería que todos espiaran a todos y denunciaran las actividades ilegales. Las requisas eran la moneda del Estado. En esa situación de pobreza colectiva, la posesión de un conejo de más o del acopio de una bolsa de grano, llevaba a la visita de un funcionario, a la declaración ser de enemigo de los trabajadores y a seis meses en un gulag en Siberia. La muerte siempre llegaba puntual antes de ese plazo.
La abuela Akulina solloza detrás de la puerta endeble de su isba, todavía tiene en los labios el sabor de la leche de la vaca del viejo Karolek. Ha estado visitando el corral durante los últimos dos meses y ha logrado subsistir. Tiene también, una huerta diminuta y estéril, solo unos nabos y algunas coles agrias. Camina todas las mañana hasta el centro del koljós acarreando un agujereado balde de chapa para conseguir un poco de agua humilde y sucia. No confía en nadie, todos la han traicionado. Ya en el ’17 Lenin la había declarado enemiga del pueblo y al año siguiente le habían apropiado todas sus posesiones. Ahora quince años después nuevamente volvía a ser enemiga de los trabajadores, podía ser denunciada y enviada a un gulag, donde seguramente moriría. Sabe que el dueño de la vaca puede inventar cualquier pretexto y sentenciarla.
La abuela Akulina escucha unos golpes secos en la puerta. Unos golpes no muy fuertes, discretos tal vez. La abuela Akulina tiembla, sabe que la hora ha llegado. Lentamente se da vuelta y levanta la precaria traba de madera, abriendo la puerta al frío atardecer. Alza la vista para enfrentar con su última ira al rostro del Estado. En la entrada encuentra al viejo Karolek, temblando también, que la mira y en silencio, como escondiendo un secreto, extrae un tazón de leche de debajo de su abrigo y se lo alcanza, ya en las sombras de la entrada. La mirada de Karolek no es ya la misma de antes, pero su corazón aún es fuerte y su pulso es firme, no ha derramado una sola gota en el largo trayecto. La abuela Akulina llora en un mutismo de gratitud y cautela, mientras el viejo enemigo camina por el sendero de nieve sucia hasta su granja.



*De Jorge Lacuadra. jorgelacuadra@hotmail.com









*


Estoy leyendo en la librería en un diván. Casi sin darme cuenta me voy quedando sola. Sé que se acerca el momento del cierre, cuento las hojas que faltan para terminar el cuento de la Gorodischer. No sé si llego y el alma se acelera. Es una hermosa sensación de suspenso, disfrutar antes que den las doce o antes de la muerte, disfrutar el placer clandestino del libro. Ahora se ha dado vuelta todo, se revuelve la narración y el personaje sometido triunfa. La justicia poética llega cuando me avisan que se termina el tiempo, pago la cuenta, junto los libros y me voy. El poder, las mujeres, los oprimidos, la justicia, el deseo de saber, de saltar los encierros, revivido en esa lectura.
Vuelvo al patio de mi infancia cuando, con los ojos brillantes del voyeur, penetraba esa colección, todos los libros iguales vestidos de verde, todos me llevaban lejos de lo permitido, todos me hacían pensar, imaginar, rebelar de la sujeción a tantas fórmulas no compartidas. Cómo triunfar en la vida era el nombre del cuento de Angélica. Ahora lo sé, triunfar en la vida es escaparse por una rendija del destino prometido.



*De Cristina Villanueva. libera@arnet.com.ar









EL COLLAR DE ESMERALDAS*



Y te pones el vestido ceñido
de seda azul marina
con pendientes y
collar de esmeraldas
y salimos a jugar
a las zonas oscuras
a las más tranquilas
o quizás a las olvidadas

hacemos el amor
como locos enamorados
aferrados a los muros
en las posiciones
más difíciles y extrañas
que te hayan amado

me miras y me dices
que ya es hora
para volver a la casa
a los niños, a la inhibición
de las sabanas, y yo
te observo meterte
en el automóvil
con tu vestido de seda
azul marina, un pendiente
y tu collar de esmeraldas
con su verde desgastado
por mi saliva.



*De Daniel Montoly. danielmontoly@yahoo.es








*


Toco el brazo de una muñeca que ya no existe
y si existe
no es aquí ni ahora su existencia

en otro tiempo quizá

en la vidriera de una juguetería
despertó suspiros
abrió párpados
empañó palabras que rogaban a la madre
"comprámela la quiero
será el mejor regalo que puedas hacerme"

y la abnegada madre
que el piso de la señora friega y lustra
sacaba de su agujereada cartera
el dinero suficiente
para el sueño suficiente

o tal vez me equivoque
y piense más de la cuenta
y esa muñeca no sea sino el regalo
cotidiano y fatigoso
del empeño materno
o paterno, porqué no

de todos modos la muñeca ya no existe
o si lo hace es en otro tiempo
en otro espacio,

digo
pienso
que algo parecido
nos debe ocurrir
con la memoria/


*De León Peredo. gustavojlperedo@yahoo.com.ar






***



CERTAMEN LITERARIO PARA ADOLESCENTES
EL PUENTE 2015



BASES



1- Podrán participar todos los adolescentes radicados en la provincia de Santa Fe que, a la fecha de cierre del certamen (4 de julio) tengan entre 13 y 18 años

2- Se podrá participar en dos géneros literarios:
-Cuento (extensión máxima: tres páginas tamaño A4)
-Poesía (extensión máxima: cincuenta versos)
Los participantes podrán, si así lo desean, concursar en ambos géneros.

3- El tema de las obras enviadas será de libre elección de sus autores. Los trabajos deberán estar redactados en idioma castellano.

4- El envío de las obras deberá realizarse de la siguiente forma:

Se deberá enviar un mail con asunto "Certamen Literario El Puente 2014" a la dirección asociacionculturalelpuente@gmail.com con dos archivos adjuntos redactados en Word. El primero de ellos contendrá la obra, que deberá estar configurada en páginas tamaño A4, con interlineado doble, letra Times New Roman tamaño 12, y firmada con seudónimo. El nombre de este archivo adjunto deberá coincidir con el título de la obra presentada. El segundo archivo adjunto deberá tener por nombre el seudónimo elegido, e incluirá los siguientes datos: nombre y apellido del participante, domicilio, teléfono, fecha de nacimiento, dirección de correo electrónico y establecimiento educativo al que concurre.
En caso de que se participe con más de un trabajo, deberá utilizarse el mismo seudónimo en todos ellos, pero deberá adjuntarse un archivo distinto por cada uno de los textos presentados.

5- La recepción de trabajos vencerá el 4 de julio de 2015.

6- El cuento y la poesía que obtengan Primer premio serán publicados: a) en forma de folletos, en una cantidad de ejemplares a determinar, y b) en la revista virtual “Inventiva Social”, que se distribuye mediante correo electrónico y llega a lectores de distintos países de habla hispana.
Se otorgarán, asimismo, todas las menciones que los respectivos jurados consideren convenientes.

7- El jurado para cada género estará integrado por tres escritores santafesinos designados por la Asociación Cultural El Puente. El fallo de los mismos será dado a conocer el 31 de agosto de 2015, y será inapelable. Los jurados se reservan la facultad de declarar desiertos los premios, si así lo consideran oportuno.

8- La sola participación en el certamen implica la aceptación de las presentes Bases.



***



INVENTREN
http://inventren.blogspot.com/




LA ESTACION*


(De la estación Santos Unzué – Ferrocarril Midland)



*De Sergio Borao Llop. sbllop@gmail.com


Salí al aire frío de las calles, abandonando la oscuridad del almacén. Alguien que no reconocí me despidió con un extraño ademán. Recordé confusamente que debía tomar un tren.
Pocos días antes me había sido enviada una carta en la que se me recomendaba un viaje. Adjunto venía un billete de ferrocarril, que ahora descansaba sobre la mesilla de la solitaria habitación en la que cada noche me entrego a los despóticos juegos del sueño. No me tomé siquiera la elemental molestia de averiguar quién era el remitente de tan curioso envío, ni busqué en una guía cualquiera el lugar de destino. Pero ¿Quién hubiese vacilado ante un reto semejante? ¿Quién se hubiese resistido a ese instinto que siempre nos lanza hacia lo inesperado con tanta decisión como desprecio ante los posibles peligros? Conjeturé que sólo la cobardía hubiera podido impedir que recogiese el guante que el destino había tenido a bien lanzar contra mi rostro. Y nunca fui cobarde.
Así, poco después de las cinco de la tarde, tras una corta pero intensa siesta, me puse mi único traje (que apenas había utilizado una vez) metí en una maleta adquirida dos días antes mis escasas pertenencias y partí hacia la estación, dejándome azotar por las continuas ráfagas de un viento helado que hería inclemente las esquinas, los árboles, y el tránsito fugaz de los peatones que surcaban con rapidez las avenidas.
A causa de la menuda e impertinente lluvia que había comenzado a desgranarse sobre la ciudad, me vi obligado a tomar un taxi. Muy pronto, el automóvil se detuvo frente a un moderno edificio de dos plantas, ante el que otros autos vomitaban su carga humana, partiendo raudos en busca de otros pasajeros, de otras historias.
Antes de entrar en la estación, me detuve un instante, con la viva sensación de haber pasado algo por alto, de no haber prestado la debida atención a algún ínfimo detalle, de ésos que luego resultan ser trascendentales, pero, no siendo capaz de concretar en que pudiera consistir ese olvido, me encogí de hombros y penetré en el edificio entre una muchedumbre de rostros desconocidos y bonitas muchachas uniformadas y empleados siempre dispuestos a la oportuna indicación, al breve diálogo.
Ya en el interior, me sentí invadido por un reconfortante calorcillo, más agradable, si cabe, teniendo en cuenta el frío que la llovizna había traído consigo allá afuera. Al fondo, al otro lado de las ventanillas ante las que el gentío formaba largas colas esperando su turno, pude ver una gran sala en la que multitud de personas charlaban, gesticulando. Un poderoso rumor se extendía a lo largo de toda la nave. Era la suma de las conversaciones de los presuntos viajeros, el eco de las despedidas, de las tópicas recomendaciones y las frases cariñosas. A la izquierda, un enorme mural representaba el mapa del país, cruzado por innumerables líneas rojas, como tantas otras arterias surcando el espacio, entrecruzándose, uniéndose, mezclándose y formando un complejo entramado que llegaba hasta los más recónditos rincones de la patria. Al lado, un cartel electrónico indicaba las próximas entradas y salidas, el horario previsto y el número del andén correspondiente. De cuando en cuando, se oía por los altavoces repartidos por todo el recinto una muy bien modulada voz femenina, anunciando la inminente partida de algún tren. Podían verse entonces algunas personas corriendo en todas direcciones, abalanzándose hacia las escaleras mecánicas que llevaban a los andenes. Otros paseaban con impaciencia frente a las ventanillas, lanzando insistentes miradas al electrónico, y escuchando con desmesurada atención cada uno de los mensajes que los altavoces vertían sobre el aire cálido de la sala espaciosa.
No dejó de llamar mi atención la aparente ausencia de escaleras ascendentes, ya que había, en efecto, un piso superior, que se veía a través de grandes cristales, y en el cual podían distinguirse varios grupos de personas, saboreando sus bebidas y riendo despreocupadamente. Otros, por el contrario, contemplaban con aire apesadumbrado el piso en el que yo me encontraba y callaban; sólo callaban ignorantes de las alegres risas que brotaban a su alrededor. (¿Habré de decir que en este lugar toda risa es forzada; toda alegría, aparente?) Enajenándome a esas tristes miradas, supuse que habría alguna escalera en el interior de la cafetería, pero esto aún no me preocupaba, puesto que mi intención no era subir a aquella atalaya acristalada, sino tomar un tren.
Sí, subir a ese vagón que el destino había puesto en mi camino y que ya no podía tardar mucho en hacer su entrada. Volví a consultar la lista de horarios sin hallar referencia alguna al tren que debía tomar, al itinerario que muy pronto había de emprender. Caminando con tranquilidad, me aproximé a uno de los numerosos bancos que ocupaban el centro de la enorme nave y me senté en él, situándome frente al letrero en el que, de un momento a otro, surgirían las mágicas palabras anunciando la llegada de mi tren, anunciando el comienzo de algo quizá maravilloso y excitante.
A mi lado, una mujer gorda dormitaba apaciblemente, y un poco más allá, un anciano miraba como hipnotizado, con expresión de ciego incapaz de admitir la ceguera, hacia el gigantesco mural. Niños ruidosos correteaban entre los bancos, pero, no sé por qué, en sus juegos se adivinaba como una falta: No denotaban la natural alegría que suelen atesorar la mayoría de los niños. Me dio la impresión de que ni siquiera estaban jugando sus propios juegos, sino cumpliendo un ritual insoportable y absurdo. No eran risas infantiles lo que llenaba el ámbito, no eran reales; y además, en sus rostros podía percibirse un deje de rutina y melancolía, como si tales carreras, tales saltos y gritos, no hiciesen sino aburrirles y fastidiarles. (¡Cómo no lo vi entonces! ¡Cómo no salí corriendo de aquel lugar, de este lugar en el que ahora estoy sentado y escribiendo estas agónicas frases que se han venido repitiendo una y otra vez en mi atormentada mente!)
Sonó la campanilla. De inmediato, oyóse la dulce y acariciante voz de mujer, recitando la aprendida lección de entradas y salidas. Escuché con atención, sólo para comprobar que tampoco era éste el tren que esperaba. Volví a mirar el billete, para prevenir cualquier posible error por mi parte. Tomar un tren equivocado solía acarrear, según había oído decir, tremendas molestias e incontables transbordos posteriores, e incluso existía un rumor que aseguraba que, en caso de confusión, se hacía prácticamente imposible regresar a la estación de origen, descartando así toda probabilidad de emprender algún día el viaje proyectado, dada la gran complejidad de la red ferroviaria. (En algún momento, en el pasado, tuve la sensación de haber tomado un tren erróneo, pero eso ahora no es más que un vago recuerdo y las certezas no existen) Sin embargo, no es menos cierto que si procedemos con atención es en verdad difícil equivocarse, debido en gran medida a la asombrosa exactitud de las informaciones proporcionadas por los altavoces y por el cartel de horarios.
La mujer gorda respingó, miró en todas direcciones, se incorporó de un salto, se frotó los ojos con el dorso de la mano y leyó frenéticamente las ocho líneas electrónicas que resplandecían frente a ella. Después respiró con fuerza y volvió a sentarse, tal vez algo desalentada. Fue entonces cuando se percató de mi presencia. Me contempló con curiosidad durante un segundo. Luego preguntó sin protocolo alguno:
- ¿Ha salido ya el tren hacia D.?
- No puedo estar seguro - contesté con amabilidad - Lo único que puedo asegurar que no lo ha hecho desde que estoy aquí - no dije nada más, tratando de rehuir el diálogo. Pero ella, ya más despierta, ensanchó un punto su sonrisa y dijo:
- Entonces ¿Llegó usted hace poco?
Iba a responderle con una escueta afirmación, demostrativa de mi escasa predisposición a entablar una conversación intranscendente, cuando me vi bruscamente interrumpido por el anciano que, con gran descortesía, increpó a la mujer:
- ¡Estás loca! - Gritó. Después se dirigió a mí en otro tono - Se lo he repetido cientos de veces. Su tren partió hace mucho. Pero ella se empeña en seguir esperando, aun cuando sabe de sobra que soy yo quien está en lo cierto - se volvió de nuevo hacia ella y con voz chillona agregó: - Nunca volverá ese tren ¡Nunca!
- Calla, viejo idiota - dijo ella entre sollozos - Tratas de confundirme.
Este amable caballero acaba de decir que aún no ha pasado. Yo sé que llegará y me marcharé en él, mientras tú te quedas ahí sentado, refunfuñando y soñando con un destino que jamás estuvo a tu alcance. A mí me queda la esperanza. A ti, nada más que la resignación o la locura.
- Yo nada espero. Eso es cierto - aceptó él con un tono más calmado - Hace tiempo que comprendí mi derrota. Pero tu esperanza ha de transformarse, ya lo verás, en una larga espera baldía, en sufrimiento y agonía, pues no quedan trenes que tu puedas coger, no hay destino que te reclame, ni andén que pueda llevarte hacia la luz.
- ¡Cállate! - Gritó la mujer en dirección al viejo. Luego, mirándome con los ojos arrasados en lágrimas, dijo: - Es insoportable. Siempre está gritando lo mismo. Siempre ahí sentado, malhumorado e insultante, como si su único fin fuese destrozar mis esperanzas. Siempre descargando sobre mí su odio de viejo egoísta, su desesperación de hombre abandonado. Pero no vaya a pensar que puedo huir de sus reconvenciones. No importa dónde vaya, allí está él para seguir machacándome. No deja de perseguirme, todo el santo día, de acá para allá. No sé si tendré fuerzas para seguir esperando mucho más.
Algo en las palabras de la mujer, en la actitud del anciano, hizo que, por un momento, me sintiera descolocado, como viviendo una situación irreal, un sueño absurdo del que no había escapatoria. Tratando de serenarme un poco, de superar con rapidez la confusión, miré al anciano a los ojos y, sin acritud, le espeté:
- ¿No le avergüenza tratar así a la señora? ¿Acaso carece del menor escrúpulo? ¿Es insensible al dolor que le causa con sus palabras?
Tras unos segundos de silencio, bajó los ojos, incapaz de soportar la hostilidad que se reflejaba en los míos. En voz baja, respondió:
- Tú también lo serás, cuando llegues a mi edad. Si hubieses estado aquí tanto tiempo como yo, quizá fueses más cruel - su tono fue subiendo poco a poco - ¿Qué derecho tienes tú a reprocharme nada? Te queda una larga vida, y se nota que no te falta ilusión. Tu tren llegará muy pronto y te marcharás, como tantos otros, sin recordar nunca más esta escena, ni a ninguno de nosotros. No, muchacho, no tienes ningún derecho a juzgarme ¿Con qué propósito, pues, te inmiscuyes en asuntos que son completamente ajenos a ti?
Acabas de llegar y ya crees saberlo todo - su voz adquirió un tonillo irónico - pero no tienes la menor idea... Está bien, quédate ahí con esa chiflada. Así aprenderás. Yo me voy a otro lado.
Presa de una gran excitación, fingida al menos en parte, sacó de debajo del asiento unas muletas y se alejó con dificultad hacia otro banco próximo, desde el que también podía ver el luminoso. De nuevo esa sensación de irrealidad me fue subiendo por dentro, mezclada con un poco de frío, procedente de los andenes. En el exterior estaba anocheciendo y el viento castigaba con dureza las copas de los árboles y también a los pocos viandantes que circulaban a esa hora por las calles. Dentro se notaban, de cuando en cuando, pequeñas bocanadas de aire fresco que hacían bajar, lenta pero inevitablemente, la temperatura. Anochecía y mi tren no llegaba, y una sorda preocupación se iba abriendo paso en mi interior.
La mujer gorda, que había cesado en sus sollozos y secado las lágrimas, se apretó un poco contra mí, musitando en mi oído:
- Tal vez el tren que estamos esperando va a llegar pronto.
Por algún motivo que entonces no supe precisar, esas palabras me produjeron una intensa desazón, pero el calor de su cuerpo a mi lado, y el suave aroma que de él se desprendía, consiguieron adormecerme.
En el sueño, vi miles de trenes entrecruzándose, entrando, saliendo, cambiando de vía.
Vi trenes lanzados a toda velocidad, galopando por extensas llanuras desiertas; vi trenes que descendían interminablemente, máquinas que arrastraban un número infinito de vagones vacíos y silenciosos; vi vagones repletos de gente y detenidos en medio de la vía, abandonados a su suerte entre los páramos. También pude ver, al fondo, allá en lo más profundo de mi sueño, un trenecito muy pequeño, antiguo, uno de esos que hace tiempo cayeron en desuso, algo desvaído por el paso de los años, aparentemente fuera de servicio. Pero una suave dulzura emanaba de sus gastadas maderas, de sus oxidados remaches, de sus cansadas ruedas. Y supe que ése era mi tren y que no debía perderlo. Y entonces recordé que estaba soñando; desperté sobresaltado, con la vista fija en el cartel, releyendo con precipitación cada una de sus líneas, sólo para comprobar con desaliento que mi tren seguía sin haber llegado a la estación.
Sentí un frío intenso. La mujer había desaparecido. En su lugar, aunque algo más alejado, estaba el anciano, contemplándome con curiosidad. Aturdido aún por el violento despertar, pregunté:
- ¿Qué ha sido de ella? ¿Llegó por fin su tren?
- De ningún modo - respondió él, sonriendo con amargura - Ese tren ya pasó y nunca regresan - hizo una breve pausa - Yo traté de avisarla cuando sucedió, pero se burló de mí, me insultó y desoyó mis consejos. No sé dónde habrá ido ahora. Lo más probable es que esté en la cafetería, tratando de subir al piso de arriba. Por la noche, cuando llega el frío, todo el mundo trata de resguardarse.
Algo se debatía en mis entrañas, como una inconcebible certeza de estar viviendo una situación que desafiaba toda razón. La increíble sospecha que se había ido asentando en mi mente desde el momento en que llegué, comenzaba a tomar forma; las palabras del viejo delineaban los contornos precisos de la pesadilla:
- Se dice que allá arriba no hace frío y que la gente es más amable, y la vida, más confortable. Pero nadie sabe cómo subir. A mí ha dejado de importarme. Apenas sería capaz de subir dos peldaños - al decir esto, remangó sus pantalones, dejando al descubierto dos piernecillas algo deformes y, sin duda, enfermas -Es por la humedad que viene cada noche desde los andenes y quizá también por las caminatas.
- ¿Caminatas? - Pregunté. Cada nueva revelación me iba arrastrando más y más hacia las desoladas regiones del pánico.
- Sí. Es preciso caminar mucho, para combatir el entumecimiento. De lo contrario, se corre el peligro de morir congelado. No ponga esa cara. Yo sé que todos se burlan de mis consejos, pero hágame caso: camine, camine todo lo que pueda. Todas las mañanas, los empleados tienen que retirar los cuerpos congelados de quienes no tomaron las debidas precauciones. Lo hacen con sigilo, fingiendo que nada ocurre, pero yo llevo demasiado tiempo en este lugar y nada se me escapa.
- ¿Sugiere usted que hay personas que pasan aquí la noche? - Dije. Algo en mi interior se resistía a creer en lo que estaba oyendo. No era posible.
Nada era verdad. Pronto despertaría en mi habitación, entre mis libros. Todo habría sido un sueño, desayunaría, me asearía y saldría hacia el trabajo, como cada mañana...
- Muchos días y muchas noches - respondió él con cierto desaliento - Hace años que espero, obstinado, la llegada de ese tren en el que ya no creo.
Pero no conozco otro camino.
- Sin embargo, yo no puedo esperar. Debo...
- Nadie puede, en realidad. Pero no me haga demasiado caso. No desespere. No es imposible que su tren llegue, en efecto, esta misma noche. En muchos casos sucede así. Permanezca atento a los altavoces. Trate de no dormirse.
Sea amable con los funcionarios, y ellos le corresponderán gestionando con rapidez los trámites de su partida. Pero, ante todo, deseche la prisa, reprima la ansiedad. Nada sucede antes de tiempo.
- Pero es que debería regresar antes del lunes...
- ¿Regresar? ¿Cómo ha de regresar?
- Tengo que acudir al trabajo, o seré despedido. Son muy estrictos.
- ¡Vamos! ¡No sea hipócrita! Usted conoce perfectamente su situación. Sabe de sobra que no hay sitio al que regresar. ¿Acaso no lleva en su maleta todo aquello que considera imprescindible? ¿No arrojó la llave de su casa en una sucia alcantarilla? ¡Pues claro que lo hizo! Igual que lo hicimos todos, sabedores de que no hay regreso. Porque regresar equivale a fracasar ¿Y quién tiene el valor de reconocer el fracaso, de admitir el error? Antes la muerte, antes el sufrimiento más horroroso, que la confesión de la derrota.
¿No es, en rigor, la más completa verdad cuanto estoy diciendo? ¿Sería capaz de negarlo, de negármelo a mí?
Me sentí derrotado, desenmascarado. Con algo de vergüenza, admití:
- Sí... Es cierto. Eso es exactamente lo que hice... Pero en el fondo, yo esperaba regresar... ¿Cómo hubiese tenido, de lo contrario, el valor de partir? Es verdad. Sabía que el regreso no es posible, pero todo hombre necesita algo a lo que aferrarse, una referencia, un punto de apoyo para superar la terrible realidad... De modo que no me resta sino la espera. La espera que, según sus palabras, puede llegar a ser insoportable. Mas... siempre puedo bajar al andén y tomar el primer tren que llegue, aunque no sea el indicado...
- ¡De ningún modo! No hay dos trenes que puedan conducirle al mismo lugar.
Hay que atenerse al billete. Es imposible sospechar siquiera dónde podría terminar quien hubiese tomado un tren equivocado. Además, sepa que si baja al andén es muy posible que no pueda volver a subir, del mismo modo que resulta prácticamente imposible acceder desde aquí al piso de arriba.
Pensé en un número ilimitado de pisos, desconocidos entre sí. Un infinito edificio de incontables pisos desde cada uno de los cuales no fuese posible ver sino el superior y el inferior. Y en cada una de esas plantas, hombres idénticos a nosotros, hablando con nuestras palabras, compartiendo
nuestros pensamientos, hasta los más íntimos; siendo, en suma, perfectas imitaciones nuestras (o lo que es peor: nosotros imitándoles, siendo meras caricaturas, marionetas cuyos hilos...) Preferí no pensar más, escuchar en todo caso al anciano, que seguía hablando, pero la idea infernal de la multiplicación infinita de los pisos me había conmocionado de tal modo, que ya no me sentía con ánimos para seguir oyéndole. Sólo una voz interior que me repetía una y otra vez la completa imposibilidad de tan absurdo pensamiento: No puede haber más que tres plantas, tres únicos niveles. Pero mi mente dudaba, y acaso...
La mujer gorda se aproximaba a nosotros, con la sombra de una aguda decepción oscureciendo su rostro. Sin una palabra, tomó asiento a mi lado y recostó su cabeza en mi hombro, disponiéndose, sin duda, a dormir un rato.
Yo, sin esperanza, hice lo mismo, pero mis oídos permanecieron atentos a los altavoces, mis ojos se abrían de cuando en cuando, vigilantes incansables del cartel electrónico. Esa noche no vino mi tren. Tampoco las siguientes.
El tiempo ha ido desgranándose y mi tren no ha llegado. Hay momentos de desesperación en los que pienso que no es imposible que haya descuidado la vigilancia durante unos minutos, quizá los necesarios para que ese tren hiciese, raudo, su entrada, reclamándome y partiendo sin respuesta, vacío de mí, corriendo inútilmente por una vía muerta.
Como todos he intentado en vano el ascenso al piso superior. Como todos, he pensado en bajar a los andenes y tomar un tren cualquiera, para terminar de una vez por todas con esta exasperante espera, pero siempre me fallan las fuerzas, y permanezco aquí, sentado en este viejo banco, con los ojos cansados de tanto mirar en la misma dirección, con el corazón atormentado y apagándose.
Miles de trenes han partido y ninguno era el que yo esperaba. La mujer y el anciano, simples sombras en mi memoria, desaparecieron hace tiempo. Tal vez llegó su tren; tal vez hayan muerto sin haber llegado a tomarlo, anónimos figurantes en una siniestra farsa que se nos va llevando sin concedernos una segunda oportunidad.
Pero también los demás han ido diluyéndose hasta dejar vacía la estación.
Los niños y sus fingidos juegos son ahora pasto del olvido y hasta los mendigos que solían estacionarse en la entrada han abandonado su antigua costumbre y han emigrado a otros lugares donde quizá haga menos frío, donde quizá haya limosnas.
La cafetería fue cerrada, y con ella se perdió mi última esperanza de ascender al piso de arriba, que ya ni siquiera puedo ver, y que tampoco me importa, si es que alguna vez me importó. Este nivel se ha quedado desierto por completo, a excepción de uno de los empleados, que permanece ahí, parapetado tras la rejilla y el cristal, que no habla ni responde a mis preguntas, que parece condenado a la eternidad sin fondo de las ventanillas.
Y la voz. La voz interminable, intolerable, anunciando trenes para nadie, melódicas burlas del destino, incongruentes frases sin destinatario. Es como si toda la estación estuviese aún abierta sólo por mí, únicamente para que yo pueda tomar mi tren y alejarme hacia otra quimera respirable. Y a veces aun creo que acaso sea posible, como si todo este tiempo no hubiese transcurrido, como si aún se pudiesen construir nuevas ciudades, edificar otras realidades menos lamentables, calles habitables, nítidas, parques de sol, fuentes de esperanza sincera y real, monasterios...
Y sin embargo, sé que todo es mentira, ¿por qué no confesarlo de una vez? Sé que mi tren no ha de pasar, que mi espera ha de ser forzosamente estéril.
Pienso que un viento frío, una de estas noches, apagará para siempre mis esperanzas, congelándome, y así el ciclo se habrá completado y la estación perderá definitivamente su razón de ser y desaparecerá, como todo lo que un día hubo en ella. Porque ese tren que espero es algo que nunca existió, una sórdida invención de mi cansado corazón urbano; porque fui yo mismo quien envió aquella carta, buscando un pretexto para escapar a la insufrible rutina de las tardes sin nadie y sin nada en el monótono horizonte de la casa vacía. Hay otras estaciones desiertas, otros hombres iguales a mí, igualmente abandonados por la suerte, idénticamente solos, esperando a un tren que saben no ha de llegar, aguardando sin fe un destino que no existe, sabiendo con implacable certeza que todo es inútil, que ya nada va a ocurrir...
Pero he aquí que la campanilla suena de nuevo, y aunque conozco de antemano la inutilidad de mi acción, escucho atento, y lo que oigo me llena de desconcierto y de alegría, porque esta vez, desafiando todas las leyes de la razón, es mi tren el que está entrando con poderosa lentitud en la estación abandonada. El letrero luminoso así lo atestigua, y acaso también la leve sonrisa que me ha parecido sorprender en el pétreo semblante del empleado.

Asombrado aún, con las piernas temblando de emoción, cojo mi maleta y corro hacia la escalera descendente para hundirme en las profundidades del andén, sabiendo ahora que hay, en efecto, una escalera que sube y sube hasta perderse en el infinito, sabiendo que es esta misma escalera por la que voy bajando hacia el andén desierto. Pero eso ha dejado de importar, y corro sin descanso hacia ese tren que viene a buscarme exclusivamente a mí, corro incansable hacia ese destino que viene a reclamarme.



-Sergio Borao Llop publicó “El alba sin espejos” por el sello eBooks Literatúrame!




***

Próxima estación para escribir por Ferrocarril Midland:

GONZÁLEZ RISOS. 

PARADA KM 79.  ENRIQUE FYNN.  PLOMER.  
KM. 55.   ELÍAS ROMERO.  KM. 38.
MARINOS DEL CRUCERO GENERAL BELGRANO.
LIBERTAD.  MERLO GÓMEZ.   RAFAEL CASTILLO.
ISIDRO CASANOVA.  JUSTO VILLEGAS.  JOSÉ INGENIEROS.
MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE.  ALDO BONZI.
KM 12.  LA SALADA.  INGENIERO BUDGE.
 VILLA FIORITO. VILLA CARAZA.  VILLA DIAMANTE.
 PUENTE ALSINA.  INTERCAMBIO MIDLAND.


***

Próxima estación para escribir por Ferrocarril Provincial:

 JOSE RAMÓN SOJO. 

ÁLVAREZ DE TOLEDO.    POLVAREDAS.
JUAN ATUCHA.   JUAN TRONCONI.    CARLOS BEGUERIE.
FUNKE.   LOS EUCALIPTOS.     FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN GOYENECHE.    GOBERNADOR UDAONDO.   LOMA VERDE.
 ESTACIÓN SAMBOROMBÓN.   GOBERNADOR DE SAN JUAN RUPERTO GODOY.
GOBERNADOR OBLIGADO.   ESTACIÓN DOYHENARD.   ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA.
 D. SÁEZ.    J. R. MORENO.     EMPALME ETCHEVERRY.
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY.  LISANDRO OLMOS.  INGENIERO VILLANUEVA.
ARANA. GOBERNADOR GARCIA.  LA PLATA.



InventivaSocial
Plaza virtual de escritura
Para compartir escritos escribir a: inventivasocial@yahoo.com.ar

No hay comentarios: