*Dibujo de Erika Kuhn.
*
Tal vez
sea verdad
que no hay
lugar
para nosotros
en el mundo.
Llevamos
en la frente
la marca
de quien ha
peleado
ya todas las
batallas.
Y un solo
y hastiado
corazón.
¿Hacia dónde
escapar
con esta
urgencia
de huir de
todas partes?
*De MARIANA
FINOCHIETTO. mares.finochietto@gmail.com
ENTRE LA DISTANCIA Y EL DESEO Y SIEMPRE Y MÁS…
ESPACIADO*
Hay un poema
oculto
entre la
distancia y el deseo
y siempre y
más.
Hay claves en
las palabras.
Bien se sabe:
nadie sigue a
tientas
en ríos
profundos.
No es tan
ingenuo el amor
ni en lo que
pide, ni en lo que da.
Basta luego que
te asomes
detrás del
follaje,
inmaculada.
*De Cecilia
Figueredo. ceciliafigueredo@gmail.com
Los perros de
la luna*
*Por Miriam
Cairo. cairo367@yahoo.com.ar
Ahora vamos por
el otro camino. Dale, vamos; ¿así que vos me soñaste? Sí, te soñé porque no le
tengo miedo a nada. Yo sí tuve un poco de miedo. Yo también. Yo no, y soñé que
vos venías para este lado. ¿Querés que vaya? Sí, vení. ¿Querés ir mi vida? Sí,
tengo ganas. Andá, entonces, que yo miro por el espejo retrovisor.
Ahora se trata
de dejar la cartera y el estado civil en el asiento de adelante y pasar para
atrás las piernas, las manos, la cabeza, la lengua, la cintura y todos los
otros dispositivos humanos, se trata de pasar la conversación apuntillada y el
viento que entra por la ventanilla en esta noche, ¿de agosto? Sí, de agosto.
Pasan también la síntesis, los incidentes ínfimos, los gestos tenues, el
instinto gregario. Quedan en la guantera los chicles de menta y el puñal para
la defensa propia, en caso de que, en el asiento de atrás, el desconocido del
sueño se convierta en pesadilla.
¿Qué dirán los
que nos miran? Nada porque miran pero no ven. A nadie se le ocurre que este
sueño pueda pasearse en auto y rampar la noche como un lobizón comiéndose una
blanca rana desnuda. Pocos entienden el dialecto de los sueños.
Ahora se trata
de la llave de oro que abre la dimensión coral de la ocurrencia. Es natural que
te quites esto, porque después de todo sos mi sueño, y sueño que te sacás esto
para que yo pueda verte y tocarte esa dicha constelada. Estaba pensando en la
agilidad onírica: de no haber sido yo, habría sido otra. Y de no haber sido
vos, yo habría sido otro. Y de no haber sido ustedes, yo habría sido otro. Me
confundís. Porque es mi sueño y no el tuyo. Claro, mi vida, es el sueño de él.
Ese perro
quiere subir. Que suba. Que sube. No es un perro de verdad, no puede subir. Que
es mi sueño y el perro sube. Que suba el perro de su sueño. Que es mi auto y el
perro sube. Dámelo. Este perro que no existe qué hace. Me obedece. ¿Sigo
derecho o doblo? Seguí, seguí, hasta el fondo. ¿Después qué hago? Bajás el
perro y doblás a la izquierda.
Ahora se trata
de que las mantas con alas van desnudando el frío, y las nubes se van tirando
flores, y las estrellas allá arriba no tienen forma, y saco de este sueño el
pie desnudo y lo meto en tu boca. ¿Qué llevás en los pies?, parece un
regimiento de dragones. Parece una flecha rosada. En mi sueño son dragones. En
mi boca, una flecha rosada. Es mi pie una lanza que traspasa las fronteras. Tu
pie es una lanza; preguntame por dónde voy, amor. ¿Por dónde vas, amor? Por las
lindes de la luna.
Ahora se trata
de que la noche se pone a brillar en tus ojos que me miran por el espejo
retrovisor; no sueltes las manos del volante, amor. Por supuesto, ¿estás bien
mi cielo? Sí, mi vida. Ahora te llevo por los montes de Saturno y sigo viaje.
Parece que sí. Yo estoy segura. ¿Es de día? Es de noche. En la luna siempre es
de noche, amor. Y el perro no terminó de comer su comida. Sigo yo. Dale, seguí
vos.
Mi amor, esta
caja que tengo en el pecho respira y me duele todo. ¿Es lindo ese dolor, mi
vida? Lindo como los pliegues de tus ojos que me miran por el espejo
retrovisor. Él me dijo que te iba a hacer eso. Sí, sí, conversábamos de sueño a
sueño y él también me dijo que vos podías hacer esto. Cosas que a una se la han
dado, como la varicela o las cosquillas.
Sí, sí, a mí se
me ha dado por el sueño, el fútbol, la tos convulsa y los ladridos de perro en
la luna; hoy por ejemplo fue un día apoteótico: soñé que ustedes venían en
auto, que vos te pasabas del asiento de adelante al asiento de atrás, y que
metías un pie desnudo en mi sueño y otro pie desnudo en la boca de él, y que la
gente de los otros autos miraba sin entender nada, y que hacíamos subir al
perro de la luna, y que el perro me obedecía, me obedecía hasta más no poder;
después me dio un ataque soberano de tos y escupí lirio tras lirio. Mi lirio.
Tu lirio, amor, tu lirio. Mi lirio de Saturno. Sí, el lirio de ella, que antes
no lo conocía pero ahora es igual a como yo lo escupía; y empecé a gambetear
pelotas inmensas, planetas inmensos, del tamaño de una pelota que era del
tamaño de Saturno por todo el césped del universo.
Ahora se trata
de que este sueño se puede recorrer de punta a punta. Sí, se puede ir y venir,
de punta a punta. Y además hay un jardín. Y una caverna. Y un cerezo de Japón y
lirios de la luna. Y un perro de Saturno. Hay una melodía que plantó John
Coltrane y un océano que abriste con el dedo y un fuego que me enciende desde
tus ojos.
Otra vez tengo
un pie en tu sueño y otro pie en tu boca. Otra vez tiene un pie en mi sueño y
otro pie en tu boca. Otra vez tenés un pie en su sueño y otro pie en mi boca.
Me pregunto hasta qué punto un perro callejero puede ser un perro de la luna.
Qué hermosa pregunta, mi amor. Qué poca atención les prestamos a los perros que
bajan de la luna. Sí, qué poca, siendo tan blanca y tan bella, mi amor.
VII *
Los padres de
Elise Cowen
quemaron sus
poemas. Sólo se salvaron
83
que guardó un
amigo.
Yo no soy beat,
mi amor,
pero quién está
a salvo.
Hay que guardar
un poema
empapado de
lluvia,
por si la
locura,
por si los
padres,
por si el
mundo,
nos queman, mi
amor.
*De Valeria
Pariso.
-Poemas del
libro "Paula levanta la persiana" (Ediciones AqL)
Y SERÍA VERDAD*
Cuatro vientos
han talado los árboles del huerto.
-Donde he de
esconder mis obsesiones-
Deshoja mis
cabellos y las cruces.
Una nebulosa es
la manta de mi niño.
Se han borrado
hasta las manchas del leopardo.
Una fatiga de
años reposa en el granero.
El silencio de
la aguja y de la bala son babas de caracol.
Un relámpago
monta un caballo blanco.
Un trueno o una
granada estallan en las crestas.
Debo inventar
un Dios.
Como inventé el
amor. Como inventé la infancia.
-Toda mi
historia en sus manos de niña-
Una carta
documento a la paloma.
Domicilio
inexistente.
Una carta no
llega. Ni llegará.
Mi padre lava
sus manos en la Fuente de Trejo
Arrojar tres
monedas. Mano derecha por encima del hombro izquierdo.
Matrimonio y
divorcio. Tres menos uno.
-Ya no te
espero, amor-
Sus propias
crías, devora, la cerda en cautiverio.
Yo podría
decirte madre de mi madre, que hoy deseo morir.
Y sería,
verdad.
-Calla niña,
puede caer el ángel-
Vos podrías
decirme desde no se donde, quiero vivir.
Y sería verdad,
en parte.
No quiero
tumbas en la hierba, madre de mi madre.
Quiero que me
devoren las bestias carroñeras.
Ya no habrá
gusanos en mi huerto.
Mi cráneo
lámpara resplandeciente y pura.
Y sería verdad,
sin duda.
*De Amelia
Arellano. amelia.arellano01@yahoo.com.ar
*
Escribir poesía,
una manera de ganarle espacio a lo indecible, a la muerte sin letra de lo mudo.
Una manera de hacerse, de dejar un testimonio de lo que nos tocó vivir para los
que vendrán, de tocar al dolor y a la injusticia para que tengan, al menos, el
consuelo-testigo de lo humano.
*De Cristina
Villanueva. libera@arnet.com.ar
Condena*
Largos caminos
se tienden ante mí.
Olvido la
facultad del hombre de poder elegir.
Y ando. Deseo
no saber el rumbo de mi paso.
Desde el caos
primero a la entraña materna
por un vacío de
estrellas, sin itinerarios,
descendí con la
duda de ser mujer o llanto.
Y ando. Por tu
voz con mi sombra
gritándome, y
negando el camino trazado.
Ebria.
Ciega.
Ardida.
Con el enorme
miedo de anclar frente al abismo
y estar
eternamente mirando su descanso
sin llegar a
alcanzarlo.
*De Miryam
Colombotto de Seia. miryamseia@cablenet.com.ar
Ícaro *
*De Alejandro
Badillo. badillo.alejandro@gmail.com
El hombre mira
su rostro en el espejo. Sus ojos tratan de permanecer inmóviles en la
imagen que tiembla, como estrellada por una gota de agua. La noche es un
fuego fatuo. En la habitación la luna se detiene, da forma a la penumbra
hasta volverla un débil resplandor, una vena de luz que intenta prender los
filamentos de un foco. El hombre sigue mirándose en el espejo, en la mano
derecha sostiene un revólver. Espía el arma a intervalos, siente su peso,
el frío que trepa hasta los brazos. Imagina que entre los dedos, en el
frío de las manos, tiene astillas de su vida, el corazón de un pájaro muerto en
pleno vuelo. El hombre se aleja del espejo, da unos pasos a la
derecha. El cuerpo se le llena de oscuridades repentinas. El
resplandor que lo rodeaba se volatiliza, se convierte en un destello, un filo
de luz sobre su cabeza. En la calle, las lámparas descubren un caldo
compuesto por polución e insectos nocturnos. Un pelotón de autos espera
la señal del semáforo para cruzar: en medio de los segundos resoplan, se agitan
como peces hambrientos. El hombre se dirige al armario en busca de la
caja con balas. En su mirada se refleja el movimiento cansado de la
penumbra, el quicio de la ventana, las sombras que conjuran; vino estancado en
un rincón del cuarto. Sin querer baja la vista, la boca del revólver es
un demonio oscuro, el ojo paciente del cazador en medio de la lluvia. El
hombre coloca una bala en el cilindro del revólver. No puede haber
equivocaciones. La bala se aloja, se queda quieta, silenciosa, como si
tuviera malicia y esperara un principio de violencia, un accidental contagio de
pólvora. Mientras el cilindro regresa a su posición original, el hombre
comprende que no es gratuita su demora, que la manera en que camina, en que
respira; la forma en que dispone los platos sobre la mesa, son parte de un itinerario,
de un plan cuidadosamente ensayado que empieza en algún bar de la ciudad y que
termina con su mirada duplicada en el espejo, el cuerpo endurecido, el revólver
apretado en la mano derecha, como un insecto vibrante, a punto de hacer
chispas. El hombre esboza una media sonrisa, parece gozar en secreto los
placeres de su derrumbe y el ritmo de su pulso ya no cabalga en sus brazos sino
que va lento, como el siseo del fuego, como el avance enemigo en el fango que
le hace percatarse que, justo en ese momento, está a la caza de sí mismo.
Sorprendido, a punto de precipitarse en su propia emboscada, siente necesidad
de calma, de soledad, de un par de palabras. Mira una vez más hacia la
calle: la noche se eleva, el aullido del último perro se derrama sobre el
asfalto. La mirada del hombre pierde fuerza, permanece inmóvil, como
sumergida en el fondo de un acuario. Trata de cerrar los ojos, imitar los rezos
de un hombre ahogado, devorado por las algas; pero su mente, la que minutos
antes estaba desbordada y cuyos pensamientos parecían una obstinada reunión de
peces, se ha transformado en una playa inerme, un hotel de cuartos
vacíos. Envanecido comienza a levantar la mano, muy lentamente; el índice
mantiene en tensión el gatillo y la sombra del brazo, amoldada anteriormente al
movimiento, tiembla y se retuerce, como si estuviera expuesta al fuego, como si
el movimiento entero estuviera dirigido por la torpe mano de un titiritero que,
de pronto, olvida su obligación con la sincronía y deja una sombra abandonada,
una herida en la luz que proyectan las lámparas en el piso. El pulso se
acelera aunque no lo suficiente para ramificarse en los brazos, en las
venas. Encima de la silla permanecen, intactos, un par de calcetines
verdes, el armazón abandonado de unos anteojos. El hombre medita en estos
objetos, piensa en la suerte que correrán, la cadena de manos que especularán
con ellos y cuando desvía la vista de la silla para enfocar la ventana
descubre, casi por accidente, que el cañón está a la altura de su cabeza, que
el ángulo es el apropiado para que un tirón, un reflejo involuntario de los
dedos, active el percutor y la bala atraviese su cerebro dejando a su paso un
camino incandescente, una risa rota y abierta. ¿Cuál debe ser el último
pensamiento antes de morir? Imagina el instante posterior al disparo, el
cráneo desbaratado, la mirada anegada en sangre, el cuerpo que se derrumba, que
permanece indefenso en el piso mientras el frío le llena los labios.
Imagina, también, que un milagro inesperado lo detiene en la orilla de la
muerte; que cada célula de sus manos, de sus piernas, de sus brazos, permanece
incorruptible, dolorosamente consciente. Inmóvil en el piso, vacío de
sangre, esperará la disolución del milagro, registrará con terror, con
implacable lucidez, la fugaz vida de las moscas, las manchas del tiempo en las
vetas de los azulejos, el progresivo deterioro de los muebles. La mirada
asciende del revólver al techo. La noche es una mano cerrándose sobre la
ciudad y el hombre aprovecha el momento para ensayar un tímido conteo, una
cuenta regresiva que parece una oración, un lento deshielo. Sigue
desgranando números mientras recuerda fragmentos de su vida: una olvidable
noche de alcohol, una larga temporada de insomnio provocada por la sensación de
una mujer durmiendo a su lado. Pronto olvida la secuencia, los números
pierden paulatinamente el significado hasta quedar reducidos a trazos; esbozos
de un movimiento que se ha estancado en las manos pero que continúa en los
labios, en el sudor que empieza a bajar entre las cejas. Frente a él, en
las ventanas iluminadas de los demás departamentos, el mundo se hace pequeño,
un juguete olvidado, cubierto de polvo. En el estacionamiento, entre los
autos, un gato araña las hojas de un geranio. En medio de los números sus
recuerdos se impregnan de ceniza. La muerte es una fruta madura. La
cuenta regresiva termina. El dedo jala el gatillo. El estruendo, el
fogonazo de luz que ilumina la boca del cañón, son breves. La bala es
impulsada por un río de humo y chispas. Los ojos del hombre son los de un
pez a punto de ser sacado del agua. Y justo cuando la bala olvida las
turbulencias provocadas por su despegue y empieza a interesarse en la región
donde hará impacto; el tiempo se detiene. Un mosquito, adormilado por una
reciente ingesta de sangre, congela su vuelo cerca de la ventana. El
progreso de la luz en la pared se interrumpe y las grietas y manchas que la
recorren son los accidentes de una tierra milenaria. La mirada del hombre
permanece inmóvil y atenta. El ojo izquierdo está fijo en alguna parte
del cuarto; el derecho permanece congelado, con el párpado un poco caído,
presintiendo el primer brote de sangre, la primera salpicadura. La mano
derecha está alejada de la cabeza. Los dedos se conservan engarrotados,
aún con fuerza suficiente para seguir empuñando el revólver. El humo
expulsado por la boca del cañón, no se dispersa, se mantiene junto, como un
rebaño de ovejas observando la primera nube del mundo. En la garganta un
trago de saliva se aquieta. El corazón ya no palpita, permanece húmedo y
caliente; a la expectativa. El hombre no siente dolor, sólo tiene la
sensación de ser un bicho cogido por las alas, a punto de ser fijado en la
pared, atravesado por el alfiler del tiempo. ¿Cuándo terminará el
jugueteo de Dios con su muerte? El ruido de una incipiente lluvia
tintinea en las ventanas. En las calles los autos se unen en una
procesión dolorosa y lenta. La bala, a escasa distancia de la cabeza,
sigue amenazando desde su pasividad, desde su aparente condena. El hombre
imagina que mueve la mano izquierda, que la levanta hasta alcanzar la
bala. Imagina que la recorre con los dedos, que la desprende del aire
como si apartara una uva del racimo. Asombrado con su nueva habilidad, bosqueja
más movimientos. Después de las manos, comienza a imaginar un débil
temblor en las piernas. Cree que mueve los ojos cuando recuerda la
espalda de una mujer, sus uñas afiladas; las pecas templadas, dispuestas al
azar sobre los hombros. Ante la proximidad de la bala, imagina calor en su
pecho, el golpe de sangre que hincha los pulmones. Un cuerpo pugna por
salir de otro. Del hombre inanimado comienza a brotar un hombre
nuevo. La vista se le nubla. Las manos comienzan a recorrer las
murallas, los edificios de una ciudad de niebla. Pronto está mirándose,
de frente, con cautela, como quien observa de lejos un animal peligroso.
Revisa las piernas separadas, el tronco apenas encorvado, el gesto endurecido y
seco. Tiene la idea de que mientras permanezca alejado de él, mientras no
se toque, tendrá los beneficios del olvido, de su transparencia. Mira sus
ojos congelados, las nervaduras de sangre que los recorren; descubre su piel
demasiado blanca, recorrida por indecisas sombras de árboles. Piensa que
la muerte no es necesaria para ser eterno. Piensa que puede burlarse del
descuido de Dios, que puede esconderse en cualquier grieta, en el silencio del
cuarto. Piensa en todos los libros que podrá leer, en la minuciosidad del
invierno, en la somnolencia de los muebles en el verano. Pero afuera el
engranaje del mundo sigue su marcha: los autos gruñen; los insectos se alejan
del polvo para aparearse bajo el fulgor de las lámparas. La habitación es
la cima de una montaña, recorrida por el último aliento del mundo. La cama,
la silla con los calcetines y los anteojos, no navegan en la luz, sino
permanecen opacos, como animales espantados, adormecidos por el tiempo.
El hombre se asoma por la ventana: descubre con maravilla que los árboles aún
se agitan, que las luces de la ciudad parpadean.
Pasa la noche
acostumbrándose a su nueva condición: camina alrededor de su cuerpo, se atreve
a tocar con sus dedos luminosos la empuñadura del revólver, la bala aún
caliente y suspendida. Trata de dispersar el humo que permanece compacto
sobre su cabeza, que la rodea como una aureola. Pasan las horas. El
hombre olvida su cuerpo, advierte lumbre en un rincón, un poco de azul en el
cuarto. Entre las botellas vacías comienzan a brotar mariposas. En
los estantes rejuvenecen fotografías, aparecen libros extraviados. En la
ventana, en el estampado de las cortinas, se proyectan fragmentos olvidados de
su adolescencia. Pero la noche cede, las calles comienzan a llenarse de
autos, de gente.
A las ocho de
la mañana, como todos los días, el conserje del edificio enciende la bomba de
agua, sube las escaleras para recoger las bolsas de basura. El hombre
escucha los pasos del viejo, la respiración entrecortada por el esfuerzo, el
carraspeo habitual en la garganta. El conserje se acerca a su puerta,
la número seis. Le extraña no encontrar la bolsa. Va a dar media
vuelta cuando algo llama su atención y se acerca lentamente a la
puerta. Olisquea la madera, como si estuviera captando una antigua
esencia que le aguijonea la curiosidad, el asombro. El hombre está al
otro lado, transparente y volátil, una forma suelta y sin nombre.
Recuerda, alarmado, que no cerró bien la puerta. El conserje se anima,
alarga la mano y gira lentamente la perilla. El hombre comienza a caer.
Las manos
vuelven a su tacto, la respiración se traslada a sus pulmones, la memoria se
adhiere a su cerebro. Mientras el conserje completa el giro de la
perilla, la habitación deja de ser una anomalía. La perilla al fin
termina su giro y el picaporte se desliza a la izquierda. El instante,
antes intacto, queda desprotegido. El tiempo comienza a invadir el lugar,
a precipitar un grano de arena en el vacío. El conserje entra. La
bala penetra, impecable, la cabeza del hombre. Un golpe de luz. La
mirada vuelve a cubrirse de vidrio. El cuerpo se derrumba. Las
rodillas se doblan. Un hilo de sangre sigue una ruta invisible sobre los
azulejos. En la habitación hay un fragmento de hueso perdido, como la
pieza faltante de un rompecabezas. El telón cae sobre el escenario aunque
todavía pueden verse algunas luces, estertores en las manos y en las
piernas. Sobre el piso se observa a un hombre con los brazos abiertos y
torturados, fundidos por el tiempo. Las aletas de su nariz, ventanas
donde hubo incendio.
*Texto incluido
en “El caso Max Power y otros cuentos”, publicado por Aurora
Boreal.
-Link
para descarga gratuita: http://www.auroraboreal.net/images/stories/editorial/narrativa/El%20caso%20Max%20Power%20y%20otros%20cuentos.pdf
*
Un tramo de la
piel por toda superficie, una porosidad que mira al sol y entibia algún
misterio.
Como si buscara
en la sorpresa de la luz, apenas un mensaje: una palabra del cielo que no hay.
*De Alejandra
Alma. almaalma3h@gmail.com
http://inventren.blogspot.com/
(De la estación
Casbas – Ferrocarril Midland)
CASBAS*
En una historia
de Ray Bradbury, un hombre de joven no había abordado un tren. Por alguna razón
que no recuerdo o quizás no conste en el relato, este hombre con el pasaje pago
y el ticket en el bolsillo, había dejado pasar ese tren que se descarriló.
Todos murieron.
En la historia
de Ray Bradbury, el hombre vive una vida ordinaria trabajando, forma una
familia, pero siempre está atento a ese tren fantasmal que finalmente vendrá a
buscarlo. La muerte es, para él como para tantos, un expreso de medianoche.
Esto ocurre en
un cuento, por lo tanto ocurre lo esperado y la muerte viene a buscarlo sobre
vías de niebla; se ve el faro delantero iluminando oscuras arboledas, se
escucha el imposible traqueteo, la imagen final es la del tren repleto de
pasajeros que aparece en la noche para que se cumpla el destino aplazado del
protagonista.
Aquí, lejos de
Illinois, en la estación Casbas una mujer espera en el andén. La estación es
ahora un museo, pero la mujer se obstina en ese andén sin trenes.
Me dirán que la
mujer espera el amor que partió, que espera la muerte que ha de venir. No lo
sabemos aun. Todavía hace falta mirarla un poco, descifrar las arrugas en la
frente, descorrer algunos velos.
En un banco de
madera y hierro la mujer se mece, se arrulla, se va desatando de la familia y
la ciudad. Se desvanece de a poco esta mujer que ahora se que no espera un tren
que venga a llevársela. Se desdibuja en tonos sepia, en rosados y mancha de
agua sobre papel.
La mujer no
espera la muerte, ni el amor. Ha venido a la estación sin trenes para saber que
nadie la vendrá a buscar. Sola, solita, la mujer se va despidiendo de sí.
No necesita
transporte para escapar hacia adentro.
*De Mónica
Russomanno. russomannomonica@hotmail.com
***
Próxima estación para escribir por Ferrocarril Midland:
GONZÁLEZ RISOS.
PARADA KM 79. ENRIQUE FYNN. PLOMER.
KM. 55. ELÍAS ROMERO. KM. 38.
MARINOS DEL CRUCERO GENERAL BELGRANO.
LIBERTAD. MERLO GÓMEZ. RAFAEL CASTILLO.
ISIDRO CASANOVA. JUSTO VILLEGAS. JOSÉ INGENIEROS.
MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE. ALDO BONZI.
KM 12. LA SALADA. INGENIERO BUDGE.
VILLA FIORITO. VILLA CARAZA. VILLA DIAMANTE.
PUENTE ALSINA. INTERCAMBIO MIDLAND.
***
Próxima estación para escribir por Ferrocarril Provincial:
JOSE RAMÓN SOJO.
ÁLVAREZ DE TOLEDO. POLVAREDAS.
JUAN ATUCHA. JUAN TRONCONI. CARLOS
BEGUERIE.
FUNKE. LOS EUCALIPTOS.
FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN GOYENECHE. GOBERNADOR
UDAONDO. LOMA VERDE.
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN. GOBERNADOR DE SAN JUAN
RUPERTO GODOY.
GOBERNADOR OBLIGADO. ESTACIÓN DOYHENARD.
ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA.
D. SÁEZ. J. R. MORENO.
EMPALME ETCHEVERRY.
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY. LISANDRO OLMOS. INGENIERO
VILLANUEVA.
ARANA. GOBERNADOR GARCIA. LA PLATA.
InventivaSocial
Plaza virtual de escritura
Para compartir escritos escribir a: inventivasocial@yahoo.com.ar
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