domingo, marzo 13, 2016

EDICIÓN MARZO 2016


*Obra de Cecilia Aguado.
Villa Gesell. Argentina








FRESNOS*



La tarde, pacífica y soleada, se permitió el vuelo majestuoso de una gran garza blanca con un pescado en el pico. Casi sin ruido, con esas alas tan grandes, tan pesadas contenían la tersura casi acuosa de marzo.
El verano tardío o el Otoño demasiado prematuro ignoraba esa barrita de niños descalzos y quemados por el sol que allá abajo inventaba sus juegos y tan indiferentes a aquello que no fueran sus desaliñados movimientos.
La garza de buen tamaño vendría de algunos de los tantos espejos de agua que rodeaban el pequeño pueblo soñoliento y cubierto de polvo. Con las hojas de sus árboles que la tierra pintaba con la morosidad paciente de un oriental, pero era la brisa la que depositaba esa opacidad dada vuelta.
Y estaban los árboles.  Muchos árboles. Fresnos en general y de ellos contaré, si me permite el lector, una pequeña anécdota personal. Una vez tuve una alumna que me confesó haber plantado uno en su jardín, luego de haber leído un libro mío, muy antiguo, que se llama precisamente “Sombra de fresnos”. Allí relato que el amor que tengo por este árbol me fue inculcado por mi padre, que los plantó en el patio de mi casa paterna y allí están, hamacándose al embate  al embate de todos los vientos y resistiendo tormentas y dando cobijo y soporte para los nidos de las calandrias y las palomas.
Jamás pensé que alguien pudiera tomar la idea de un libro para plantar un árbol. Y mucho menos que yo resultara involuntario inductor de esta decisión y sobre todo que años después nos conociéramos. Pero dejemos de conjeturar y celebremos de una vez estos hermosos hechos que puede producir la poesía e influir sobre la realidad. Aunque a fuer de ser sincero agregaré que ese par de fresnos fueron plantados por mi padre cuando ya no estaba en esa casa ni en el pueblo, aunque hoy lo disfrute. Y para ser más honesto agregaré que ninguno de los otros árboles fueron tocados por mis manos. Porque luego de morir mi padre, mi hermano lo reemplazó y plantó y cuidó los restantes. Aromitos, siempreverdes, paraísos, sauce de los pantanos, lapachos y hasta un inmenso ombú que yo recibí de regalo de un amigo quien me lo hizo pasar por un palo borracho.
Cuando yo era niño mi padre plantaba obsesivamente árboles frutales, sobre todo amaba los citrus. Pero  también había varios tipos de ciruelas, damascos y duraznos. No faltaban ni las peras ni los higos, industria de mi madre, como ese inmenso ceibo que sangra sus flores rojas sobre el patio de gramilla.
Hoy no quedan árboles frutales. Mi  hermano los ha reemplazado por los que dan sombra, en la casa ya no vive nadie, razona, y entonces esas posibles frutas no son aprovechadas por nadie. Aunque a mí me gustaría hundir mis dientes en algún damasco goteando esa miel trasparente y que huele a beso de mujer a verano o sol tibio de invierno, a juventud radiante velozmente pasajera, diré sin abundar.
La cantidad y la disposición de los árboles conforman un toldo minucioso y protector que no permite ni un rayito de sol siquiera, más travieso que necesario filtrándose por sus ramas.
De las antiguas chacras de entonces recuerdo las que ostentaban montes frutales o de sombra, en general  separados. La familia Ciccarelli, de Cañada del Ucle, mis parientes tenían un monte de frutales muy antiguos y cuando construyeron una casa nueva a mil metros de la vieja donde tío Domingo nos contaba sus historias y nos leía Pinocho en italiano, lo primero que hicieron fue plantar muchos árboles frutales y unos duraznos chatos que les llamaban “japoneses” y que mi infancia nunca había visto. Entonces ensillábamos caballos y cuando los grandes dormían la siesta nos escapábamos y raudamente dábamos cuenta de ese manjar y de muchos otros. Era el sector que llamaban “la chacra nueva” aunque estuviera en el mismo campo, pero yo no recuerdo haberla visto sino en construcción, nunca habitada.
Hoy he visto en el diario la foto d una garza blanca con un pez en el pico y recordé aquellas, impolutas  y lejanas como un sueño hermoso.
Aquellas garzas que se alzaban de esas cañadas inmensas que en erupción saltaban hacia el aire como por arte de magia cuando uno se acercaba aunque no hiciera ruido.
Las garzas, estoy seguro deben tener un oído muy fino o una percepción muy especial para el peligro.
Y no es raro que ese salto en el aire lo hagan en una bandada que salta en majestad como sábanas sacudiendo partículas de polen que las abejas persiguen muy señoronas, en la quietud ardiente de la tarde.



*De Jorge Isaíasjisaias46@yahoo.com.ar













Sobre mí construiré mi Iglesia*



Tenía que construir mi Iglesia
sobre mi espalda.

Tenía que construir mi fe
bajo mis párpados

La verdad es un punto de vista
dicen los sabios
La verdad está en el corazón
la vida es ese latido que lo recorre

Mi voz entonces
con el dedo de enseñar el camino
no era necesaria

No construiré mi iglesia
sobre quien me niega tres veces

No construiré mi fe
como quien cierra los ojos

Soy mi propio pozo de locura:

quien crea en mí
deberá buscar
la luz
en la profundidad.

Los reinos de mi cielo
se cerrarán a los arrepentidos.
Sólo los suicidas
tendrán mi perdón
Los santos
Los probos
Los practicantes de la luz

Construyo mi Iglesia y mi fe
y bailo en mi propio infierno
La sangre de mi verdad es negra
como tu mirada.

El río que trae
los peces, multiplicados
los fabulosos elefantes de agua
las sirenas de cabelleras de oro
es el río que quedará seco
cuando haya partido
a mi viaje infinito
en el desierto
y su absurda tentación
de flores y frutas

El diablo dirá mi nombre
con la exacta voz conque me nombraste

Mi Iglesia quedará vacía de mí
saqueada de palabras
ruinas del tiempo
pero la luz aún brillará en su interior
cuando yo haya partido
a olvidarme.


*De Alejandra Inés. elmomoeditor@gmail.com











*



Él dice
que soy su amor.
Él dice
que soy
la única mujer
que puede querer
sobre la tierra.


A veces
me pregunto
si sabe de qué habla.
Si no repite un mantra
que lo mantenga ausente
de la casa y mis ojos,
y los años
abriendo la distancia
entre los muebles.


A veces
me pregunto
si soy yo la que lo espera
detrás de las palabras,
o es esa
que conoció
cuando en el mundo
sólo éramos dos.


Muchas veces le creo,
y me enlazo a su cuerpo
para dormir en paz.



*De Mariana Finochietto. mares.finochietto@gmail.com










Autorretrato*


Aún le queda tanto que por escribir
al niño indócil de las tormentas,
el que creía en las manzanas de Avalón
y hundía su rostro en las almohadas.

La tarde y el agobio húmedo de Santa Fe.
El tropiezo íntimo con las enciclopedias.
El odisea migratoria de las monarcas.
Esas siestas interminables, como un río.

Aún tiene curiosidad y lejanos sueños
el niño amable y nítido de mis leyendas;
el que creía ser un capitán de quince años
y dibujaba endebles triplanos colorados.

El sitio oscuro bajo el Puente Colgante.
Las barcazas en los pilotes del Varadero.
Mi pequeño amigo que se ahogó un día,
su cuerpito entre camalotes y parda arena.

Aún puede desgranar inquietos versos
aquel niño de los escarabajos de oro,
que soñaba con el 221b de Baker Street
y en la zoología del Mundo Perdido.

Y la voz de Gastón Gori en la Alianza,
su terrible humanidad de pueblo lento.
Y el bigote inquieto de Horacio Rossi,
y sus poemas que juntaban tanto sol.

Aún le queda tanto que por prodigar
al niño que invocaba las tormentas,
el que creía en las manzanas de Avalón
y hundía su rostro en las almohadas.



*De Jorge Lacuadra. jorgelacuadra@hotmail.com
- 2016 -













*



Quién olvidó decir
cuidado
con la resurrección de las palabras.
Quién olvidó decir
estamos en alerta
por el fuego que hicimos
en ese bosquecito
donde una o dos palabras
se incendian
todavía.



*De Valeria Pariso.











Con su voz...*



el alba canta sin partituras ni instrumentos

se deja llevar por la luz

por los ciclos.

Sólo calla cuando las tinieblas están de pie

y las rodillas de los cipreses

no la dejan subir.

Está tan bonita con su solo de luz

tal, que parece

exclusivamente dirigido a mí...

Descuelgo el corazón guardado

en los armarios

y lo expongo.

Sin amparo.

Con su herrumbre.

Vulnerable a su voz.



*De Miryam Colombotto de Seia. miryamseia@cablenet.com.ar










*


¿Quién pronuncia
ahora/ la palabra esperada? /¿Qué
océano se ilumina/qué desierto?
¿Qué ha sido/ de los
abandonados/ que sin técnica
ni elementos suficientes/ tocaron
las estrellas con las manos?

Hay pequeños milagros que nos buscan
como a hijos perdidos en la noche.



*De Valeria Pariso.












LAS ALAS DEL SOMBRERO*

A César Vallejo.


Yo moriré aquí, como murió César Vallejo,
rendido ante el olvido.
Vendiéndole caramelos a la desgracia
y reconfortado por la muerte,
con el frío calcinándome las médulas
recorreré, por última vez,
el boulevard en donde los bohemios
comparten la gloria de un café;
en donde las chicas sonríen
pero no besan jamás a las mejillas
de un forastero
por temor a contagiarse con su miseria
de tristeza
como las lágrimas
que resbalan por las alas grises
de mi sombrero.


*De Daniel Montoly. danielmontoly@yahoo.es










*



Bienaventurados
aquellos
que se atreven
a la alegría.


Ésos
con el coraje
de andar
al borde
del abismo
alumbrados
por una aterradora lucidez.


Ser feliz
no el don.


La tristeza
es el último escondite del alma.


*De Mariana Finochietto. mares.finochietto@gmail.com













*


Algunos días todo el cuerpo se reduce a una desesperación: la urgencia por escribir tres o cuatro palabras que podrían estallar adentro. La fuerza de esa desesperación me impide respirar. Lo único que se escucha es la inocencia de un corazón que no entiende por qué no es posible que esas palabras aparezcan escritas. Se trata de un circuito feroz que ocurre una y otra vez. Entre episodio y episodio creo en el olvido.


*De Valeria Pariso.










*



"( I ) Entonces tras contar las pausas entre los segundos comprendí. En la tercera noche resucité a la muerte definitiva. Una verdad que es un muro de luz gris neblinosa. El corazón era la piedra que até a mi cuello para sumergirme hasta el fondo arcilloso. El grito un gusano invadiendo la garganta de la lágrima. Todo quieto en la bisagra. Atónito. Una violación se repite como disco rayado sobre mi cuerpo abandonado. Un vapor rancio se arremolina en el velo del paladar. Puedo ver a mi ángel coquetear con la nieve. En la sala de proyección de su cabeza gotea alquitranada la otra realidad. Nunca sucederá el encuentro. Sus alas son pesadas como membranas de oscuridad. Y mis manos están atadas a la soledad. Una lápida de luz líquida cae como una condena a muerte. Siempre espero acurrucada en el frío. Camatumba. El impulso de correr y desbarrancarse, y a la vez la parálisis. El nuevo fingimiento. Las lágrimas ardidas, imposibles, rojas y transparentes. Lágrimas cola de lagartija siempre regenerándose. Estar muerta no significa dejar de llorar


( II ) Estar muerta no significa dejar de llorar. Las lágrimas son la renovación de la agonía. Somos pájaros con el pico atado en púas. Somos pájaros amarrados al cabello dorado de una amante rubia. Aleteando furiosamente alados. Cuerpo mío// Necrofílicos sueños bajan y suben alegremente por el ascensor. Temo abrir la puerta. Esperando como quien respira. Cuando llegues aquietaré el grito. Estaré en silencio imitando todos los sonidos de la calma. Con la mandíbula atornillada. El cadáver aún sensible suavizará las convulsiones estentóreas de su última muerte. Vendrás con tus ojos ciegos. Con el insomniodomado. A roncar lobo o león. Monstruo ebrio. A balbucir delirantes verdades.
Yo soy mi cadáver mueble y tu ceguera de alba en la pupila no podrá ver la gama de luces circulares de toda mi sangre etérea. Mi sangre derramada en la cama con vómitos de vida como un Pollok postrero. Circuitos de luz y oscuridad.
Pero cuando llegas las ratas se esconden bajo mi cama.///
Yo hubiera querido robar un miligramo de tu aliento. La humedad de la lágrima caldea la sangre sobre la sábana y quema. Un vapor de tristeza hierve como la ausencia. El aullido esta vez tajea desde el estómago pero vibra en otra dimensión. Sólo los lobos y los gatos acuden desde otras vidas. La pena y el terror son hermanos gemelos. Siameses que no separé al nacer. La lengua se incinera en mi boca. El amanecer cava otra fosa en la nieve y vuelca más frío sobre mi cama. Mi Ángel está perdido. O quizás ya no puede reconocerme. Pero mi Ángel nunca existió. Fue el sueño dentro de otro sueño negro. Mi ángel fue el sueño que inventé para esperarte."



*De Alejandra Inés. elmomoeditor@gmail.com
-de su libro Conversación con Insomnia.









*


Como quien pone una flor carnívora en las manos de un niño, en el poema cada palabra muerde, con delicado fervor, tu culpa o tu esperanza.


*De Valeria Pariso.






InvenTREN
http://inventren.blogspot.com/



PASAJERA*



- No me gustan las despedidas - había dicho mi amigo Luis.
Después me abrazó con impaciente levedad y se alejó hacia la calle, sin volver el rostro, sin mostrar la menor emoción. Dejando atrás los reflejos de los innumerables cristales, salió de la estación y se dirigió con prisa hacia el aparcamiento. Sonreí. Le conocía bien. Las separaciones le resultaban tan dolorosas como a cualquier otro, pero le molestaba emocionarse. Por ese motivo, siempre que era capaz de prever algún conato de abrazos prolongados y frases empalagosas, escapaba a la situación alegando una prisa que no siempre era fingida. Por otra parte, apenas faltaba un mes para que comenzase la nueva temporada: la rutina de los entrenamientos, el descubrimiento de las virtudes y de los defectos en los jugadores nuevos, la épica de los partidos, los problemas con la directiva... Y ahí íbamos a estar un año más, codo con codo, lidiando con jugadores, directivos y árbitros, empeñándonos en sacar adelante al equipo, sufriendo acaso alguna decepción en forma de final perdida, llenándonos de orgullo cada vez que alguno de nuestros jugadores llegaba a las ligas superiores. De ahí, del esfuerzo común, provenía nuestra amistad. A través de la enorme cristalera, vi pasar su auto, lanzado ya hacia la costa.
Consulté el reloj. Aún faltaban quince minutos para la salida del tren que debía tomar. (Tomar un tren - pensé - lo mismo que quien toma café o un aperitivo) Volví a comprobar mi billete; apuré el cortado que se enfriaba sobre la barra de la cafetería; compré algunos diarios; me dejé mecer por una apacible nostalgia.
Había terminado mi semana. L´ Estartit quedaba ahora allá atrás, arrinconado en los estantes de la memoria. Quedaban pequeños detalles, instantáneas fugaces que fui atrapando y colocando cuidadosa, ordenadamente, en el archivador de recuerdos gratos: Los paseos en barca, la inefable calma de las mañanas de pesca, los atardeceres frente al mar, en la terraza del club náutico o al otro lado del puerto, junto a la playa... Ahora todo era una bonita película en colores cuyas escenas desfilaban a cámara lenta, fotograma a fotograma, ante mis ojos agradecidos. La arena, el inequívoco olor del mar, las islas...
Pero en este lado, los minutos pasaban implacables. Aferré la bolsa de viaje y bajé las escaleras, al asalto del tren.
Un andén no difiere en exceso de cualquier otro. Los de esta estación, sin embargo, me resultaron particularmente hostiles (porque me alejaban del mar, de las tranquilas calas, de los inquietantes acantilados, del oleaje y las Medas. Porque me arrojaban de vuelta a la rutina, al trabajo agotador, al rostro siempre huraño y desconfiado del patrón, a la inacabable monotonía sonora de la máquina, a la nave oscura, a los hierros y a tantas cosas que aborrezco y de las que aún no he aprendido a prescindir)
Mi tren estaba llegando. Puntual como una calamidad. Silencioso como el sueño. Lento y poderoso, hizo su entrada en la estación, se detuvo, escupió algunos viajeros, permitió el abordaje de otros, cerró
impasiblemente sus puertas y partió con el mismo sigilo con que llegara, igual que si estuviese huyendo del bullicio de las estaciones, buscando acaso el anonimato de los raíles.
Desde mi asiento, pude contemplar cómo la ciudad se iba diluyendo entre árboles, cómo los edificios se transformaban en bosque y las calles dejaban paso a los senderos. "Esta es - pensé - una ciudad de hermosos contrastes. Hay agua, hay vegetación, aire. Es cuanto se necesita para vivir. Hay asfalto, hay civilización. Es cuanto se precisa para ser desdichado".
Tratando de huir de la tristeza que imperceptiblemente comenzaba a embargarme, indagué con disimulo los rostros de mis escasos compañeros de viaje. Ninguno de ellos consiguió llamar mi atención. Me resigné a los diarios.
Bombardeos en Mostar, corrupción gubernamental, hambre en alguna parte (o en muchas partes) de África y en otros lugares de difícil pronunciación, violaciones sistemáticas de los derechos humanos, no menos atroces violaciones de muchachas solitarias en parques nocturnos o garajes o zaguanes oscuros, nuevos atentados... Compruebo sin entusiasmo la fecha, sabiendo de antemano que es inútil. Que la fecha puede ser la de hoy, pero el horror no es nuevo, es el mismo que se repite sin descanso, día tras día, sin que nadie mueva un dedo por cambiar el signo de las cosas, sin que podamos aferrarnos ni siquiera al mínimo consuelo de una remota esperanza.
Agobiado, guardé el diario y busqué una revista de humor, tratando de huir de la espantosa realidad. Con disgusto, con desaliento, comprobé que no tenía ninguna. Se habían quedado atrás, en el hotel o en casa de mis amigos, encerradas en el tiempo de las vacaciones, ajenas al devenir del ajetreo, aparentemente inocentes de las malas noticias que me traían de vuelta a lo cotidiano.
Estábamos llegando a Barcelona. De nuevo los enormes bloques de viviendas levantándose a izquierda y derecha, como otros tantos nichos alineados frente al pálpito cansado de mis ojos, delatando la presencia de la concentración humana, certificando de alguna manera el fin del verano.
Luego, los túneles sumiendo al tren en las entrañas de la ciudad, entre vistosas pintadas distribuidas por los muros. Alegría o decepción coloreando los rostros de los viajeros que llegaban al final de su viaje y se apiñaban con sus maletas en los pasillos, prestos al abandono de los vagones, resignados al inaplazable retorno a la rutina, de algún modo impacientes por terminar con ese incómodo interludio que separa el verano del resto de los días.
Lo que siguió fue un barullo de gentes bajando a los andenes, abrazándose, despidiéndose, estorbándose, subiendo con prisa, casi con precipitación, a los vagones detenidos, buscando acomodo para sus maletas y para sí mismos, todo como una película antigua, de ésas en que los personajes se movían a una velocidad insólita y casi ridícula, pero nada de ello me pareció gracioso. Por el contrario, las prisas, el cruce de miradas fugaces, la disimulada lucha por un determinado asiento, los movimientos de cabeza en busca de una ubicación idónea, los gritos, las carreras por los pasillos, no hicieron sino contribuir al desánimo que había ido asentándose en mi alma en los últimos minutos.
Entre el gentío, me llamaron la atención dos mujeres. Ambas viajaban sin compañía. Una de ellas era rubia, bonita, de ojos inexpresivos.
No supe si lamentar o celebrar que pasase a mi lado sin mirarme. La otra no era hermosa, pero su larga melena negra, sus formas poderosas y un algo exótico en su rostro, en su atuendo, obligaban a mirarla con detenimiento.
En mal español, preguntó si el asiento contiguo al mío estaba libre. Me apresuré a ofrecérselo.
Cuando el tren se puso en movimiento, noté con asombro que el bolso de mano que descansaba en su regazo se movía. Una diminuta cabeza canina asomó por la abertura. Sonreí con disimulo ante aquella transgresión de las normas. En ese momento, entró el revisor en nuestro vagón. Ella me miró con sus enormes ojos negros. Puso su dedo índice sobre los labios carnosos, pidiéndome silencio, convirtiéndome en su cómplice, llenándome de una extraña ternura.
Alentado por ese gesto de confianza, me atreví a contemplarla casi con descaro. Su pelo basto, muy oscuro, la voluptuosidad de las nalgas, los labios llenos, gruesos, delataban la raza negra en algún recodo de su árbol genealógico. Todo lo demás parecía claramente occidental. Cuando por fin el revisor hubo contrastado los billetes y abandonado el vagón, le ofrecí un cigarrillo, que ella rehusó, y charlamos. Por sus palabras, supe que venía de Lisboa, que su nombre era Andrea, que regresaba, como todos, de unas cortas vacaciones junto al mar, que siempre viajaba con su perrito y que vivía en una pensión desde que se separó de su novio. Su voz destilaba bondad. Nada dijo acerca de su profesión. Sospeché oscuramente que era prostituta. Tuve ganas de abrazarla. Yo le conté a grandes rasgos las trivialidades que se suelen confiar a alguien que acabamos de conocer. (Pero ya intuía que no se trataba de una extraña, que ese gesto suplicante había tendido un puente entre nosotros, un puente que nos unía y que nos elevaba sobre el murmullo de las conversaciones a nuestro alrededor, separándonos de esas otras voces, de esos otros rostros que no formaban parte de nuestra pequeña isla en medio de las vías) Ella me hablaba de su Lisboa, de su pasado. Después, la conversación derivó hacia las tópicas generalidades.
Hubo momentos de cálido silencio, de miradas.
El tren se deslizaba veloz sobre los raíles acercándonos a la inevitable separación. En cada pueblecito atravesado, en cada estación, yo le contaba cosas de aquellos lugares, historias que a menudo inventaba para ver el gesto de maravillada sorpresa en el rostro de mi amiga, todo en pos de unos minutos más de conversación, de escuchar una vez más aquella voz con acento portugués que tanto me relajaba, que conseguía arrullarme llevándome a esa dimensión en la que todo es aún posible, donde cabe la ilusión de un mañana, de una flor renaciendo entre los escombros. Otras veces, fue ella quien hizo preguntas, tal vez por idénticas razones. En un par de ocasiones, pronunció mi nombre, atándome a su voz, llenándome de felicidad y desazón porque ya Lérida había quedado atrás y mi ciudad iba acercándose sin compasión. Yo deseaba prolongar aquel viaje, permanecer allí sentado junto a Andrea que me miraba lánguidamente y cuyas manos oscuras de larguísimas uñas rojas despertaban mis viejos instintos primordiales.
Un silencio de campos vertiginosos corría paralelo allende las ventanillas.
El sol bañaba los rastrojos y los montes lejanos, pero en el interior del vagón no había más luz que la que irradiaban los ojos de Andrea, que a ratos parecían estar buscando algo en el fondo verdoso de los míos. El tren lanzado era una sádica resta de minutos y yo no encontraba las palabras precisas. Me iba perdiendo entre explicaciones casi absurdas sobre los cultivos y el clima, disertaciones inexplicables acerca de la vida en las aldeas de mi tierra y en sus asfixiantes ciudades y exposiciones sinceras de las maravillas existentes en los tan amados Pirineos, pero todo ello como un alejamiento a pesar de los cuerpos tan cerca, de los rostros casi juntos y las manos rozándose en la división de los asientos. Cada estación era como una siniestra zarpa cayendo sobre mi rostro y desgarrándome. Uno tras otro, iban pasando los kilómetros, el paisaje se iba transformando, la angustia crecía hasta límites intolerables. Ya se divisaban, al fondo, los edificios que marcaban el final de mi viaje, los pétreos sepulcros verticales que iban a sumirme, de nuevo, en la más insoportable tristeza. Pensé, deseé, estuve a punto de pedirle que se bajase conmigo, que renunciase a su Lisboa, que se quedase a mi lado en esta ciudad, que compartiese mi vida.
En cambio, sólo atiné a decir: "Estamos llegando a Zaragoza. En medio de aquellos edificios altos está mi casa" El tren se hundió en las profundidades de la tierra, bajo el ajetreo de la ciudad; fue reduciendo la velocidad, prolongando cruelmente los minutos finales, aquellos en los que ya nada es posible. Por fin, quedó parado entre las luces falsas de la estación. Aun fui capaz de una última inspiración: No me apearía, seguiría con ella hasta Madrid, o hasta Lisboa o al fin del mundo. Un beso en la mejilla me separó de Andrea para siempre. Cuando el tren se puso de nuevo en movimiento, aún pude ver sus ojos clavados en mi rostro, como formulando una pregunta de imposible respuesta.
Después, recomenzó el decurso de los días de absoluta normalidad.
Regresé a mis obligaciones, a la inmovilidad de una vida sedentaria, enmarcada entre las crudas aristas del trabajo y la soledad.
Sé que nada es perdurable. Que todo es un tren que viaja incansable entre las innumerables estaciones, deteniéndose efímeramente en alguna de ellas, atravesando otras sin ruido y arrebatando miradas de nostalgia, suspiros. Sé que la vida no es sino un compendio de recuerdos, un asombrado catálogo de estaciones que fuimos dejando atrás. Pero ahora que el tiempo ha pasado, el recuerdo de aquel viaje, de Andrea, vuelve a mí con insistencia, tiñendo de melancolía los atardeceres, y llevándome incomprensiblemente a ese banco del andén, desde el que, cada tarde, contemplo con atención el tránsito engañoso de los trenes.


*De Sergio Borao Llop. sbllop@gmail.com



***

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ÁLVAREZ DE TOLEDO.    POLVAREDAS.
JUAN ATUCHA.   JUAN TRONCONI.    CARLOS BEGUERIE.
FUNKE.   LOS EUCALIPTOS.     FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN GOYENECHE.    GOBERNADOR UDAONDO.   LOMA VERDE.
 ESTACIÓN SAMBOROMBÓN.   GOBERNADOR DE SAN JUAN RUPERTO GODOY.
GOBERNADOR OBLIGADO.   ESTACIÓN DOYHENARD.   ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA.
 D. SÁEZ.    J. R. MORENO.     EMPALME ETCHEVERRY.
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY.  LISANDRO OLMOS.  INGENIERO VILLANUEVA.
ARANA. GOBERNADOR GARCIA.  LA PLATA.

***

Próxima estación para escribir por Ferrocarril Midland:

PARADA KM 79

ENRIQUE FYNN.  PLOMER.  
KM. 55.   ELÍAS ROMERO.  KM. 38.
MARINOS DEL CRUCERO GENERAL BELGRANO.
LIBERTAD.  MERLO GÓMEZ.   RAFAEL CASTILLO.
ISIDRO CASANOVA.  JUSTO VILLEGAS.  JOSÉ INGENIEROS.
MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE.  ALDO BONZI.
KM 12.  LA SALADA.  INGENIERO BUDGE.
 VILLA FIORITO. VILLA CARAZA.  VILLA DIAMANTE.
 PUENTE ALSINA.  INTERCAMBIO MIDLAND.



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