*Obra de Cecilia
Aguado.
Villa Gesell. Argentina
FRESNOS*
La tarde,
pacífica y soleada, se permitió el vuelo majestuoso de una gran garza blanca
con un pescado en el pico. Casi sin ruido, con esas alas tan grandes, tan
pesadas contenían la tersura casi acuosa de marzo.
El verano
tardío o el Otoño demasiado prematuro ignoraba esa barrita de niños descalzos y
quemados por el sol que allá abajo inventaba sus juegos y tan indiferentes a
aquello que no fueran sus desaliñados movimientos.
La garza de
buen tamaño vendría de algunos de los tantos espejos de agua que rodeaban el
pequeño pueblo soñoliento y cubierto de polvo. Con las hojas de sus árboles que
la tierra pintaba con la morosidad paciente de un oriental, pero era la brisa
la que depositaba esa opacidad dada vuelta.
Y estaban los
árboles. Muchos árboles. Fresnos en general y de ellos contaré, si me
permite el lector, una pequeña anécdota personal. Una vez tuve una alumna que
me confesó haber plantado uno en su jardín, luego de haber leído un libro mío,
muy antiguo, que se llama precisamente “Sombra de fresnos”. Allí relato que el
amor que tengo por este árbol me fue inculcado por mi padre, que los plantó en
el patio de mi casa paterna y allí están, hamacándose al embate al embate
de todos los vientos y resistiendo tormentas y dando cobijo y soporte para los
nidos de las calandrias y las palomas.
Jamás pensé que
alguien pudiera tomar la idea de un libro para plantar un árbol. Y mucho menos
que yo resultara involuntario inductor de esta decisión y sobre todo que años
después nos conociéramos. Pero dejemos de conjeturar y celebremos de una vez
estos hermosos hechos que puede producir la poesía e influir sobre la realidad.
Aunque a fuer de ser sincero agregaré que ese par de fresnos fueron plantados
por mi padre cuando ya no estaba en esa casa ni en el pueblo, aunque hoy lo
disfrute. Y para ser más honesto agregaré que ninguno de los otros árboles
fueron tocados por mis manos. Porque luego de morir mi padre, mi hermano lo
reemplazó y plantó y cuidó los restantes. Aromitos, siempreverdes, paraísos,
sauce de los pantanos, lapachos y hasta un inmenso ombú que yo recibí de regalo
de un amigo quien me lo hizo pasar por un palo borracho.
Cuando yo era
niño mi padre plantaba obsesivamente árboles frutales, sobre todo amaba los
citrus. Pero también había varios tipos de ciruelas, damascos y duraznos.
No faltaban ni las peras ni los higos, industria de mi madre, como ese inmenso
ceibo que sangra sus flores rojas sobre el patio de gramilla.
Hoy no quedan
árboles frutales. Mi hermano los ha reemplazado por los que dan sombra,
en la casa ya no vive nadie, razona, y entonces esas posibles frutas no son
aprovechadas por nadie. Aunque a mí me gustaría hundir mis dientes en algún
damasco goteando esa miel trasparente y que huele a beso de mujer a verano o
sol tibio de invierno, a juventud radiante velozmente pasajera, diré sin
abundar.
La cantidad y
la disposición de los árboles conforman un toldo minucioso y protector que no
permite ni un rayito de sol siquiera, más travieso que necesario filtrándose
por sus ramas.
De las antiguas
chacras de entonces recuerdo las que ostentaban montes frutales o de sombra, en
general separados. La familia Ciccarelli, de Cañada del Ucle, mis
parientes tenían un monte de frutales muy antiguos y cuando construyeron una
casa nueva a mil metros de la vieja donde tío Domingo nos contaba sus historias
y nos leía Pinocho en italiano, lo primero que hicieron fue plantar muchos
árboles frutales y unos duraznos chatos que les llamaban “japoneses” y que mi
infancia nunca había visto. Entonces ensillábamos caballos y cuando los grandes
dormían la siesta nos escapábamos y raudamente dábamos cuenta de ese manjar y
de muchos otros. Era el sector que llamaban “la chacra nueva” aunque estuviera
en el mismo campo, pero yo no recuerdo haberla visto sino en construcción,
nunca habitada.
Hoy he visto en
el diario la foto d una garza blanca con un pez en el pico y recordé aquellas,
impolutas y lejanas como un sueño hermoso.
Aquellas garzas
que se alzaban de esas cañadas inmensas que en erupción saltaban hacia el aire
como por arte de magia cuando uno se acercaba aunque no hiciera ruido.
Las garzas,
estoy seguro deben tener un oído muy fino o una percepción muy especial para el
peligro.
Y no es raro
que ese salto en el aire lo hagan en una bandada que salta en majestad como
sábanas sacudiendo partículas de polen que las abejas persiguen muy señoronas,
en la quietud ardiente de la tarde.
*De Jorge
Isaías. jisaias46@yahoo.com.ar
Sobre mí
construiré mi Iglesia*
Tenía que
construir mi Iglesia
sobre mi
espalda.
Tenía que
construir mi fe
bajo mis
párpados
La verdad es un
punto de vista
dicen los
sabios
La verdad está
en el corazón
la vida es ese
latido que lo recorre
Mi voz entonces
con el dedo de
enseñar el camino
no era
necesaria
No construiré
mi iglesia
sobre quien me
niega tres veces
No construiré
mi fe
como quien
cierra los ojos
Soy mi propio
pozo de locura:
quien crea en
mí
deberá buscar
la luz
en la
profundidad.
Los reinos de
mi cielo
se cerrarán a
los arrepentidos.
Sólo los
suicidas
tendrán mi perdón
Los santos
Los probos
Los
practicantes de la luz
Construyo mi
Iglesia y mi fe
y bailo en mi
propio infierno
La sangre de mi
verdad es negra
como tu mirada.
El río que trae
los peces,
multiplicados
los fabulosos
elefantes de agua
las sirenas de
cabelleras de oro
es el río que
quedará seco
cuando haya
partido
a mi viaje
infinito
en el desierto
y su absurda
tentación
de flores y
frutas
El diablo dirá
mi nombre
con la exacta
voz conque me nombraste
Mi Iglesia
quedará vacía de mí
saqueada de
palabras
ruinas del
tiempo
pero la luz aún
brillará en su interior
cuando yo haya
partido
a olvidarme.
*De Alejandra Inés. elmomoeditor@gmail.com
*
Él dice
que soy su
amor.
Él dice
que soy
la única mujer
que puede
querer
sobre la
tierra.
A veces
me pregunto
si sabe de qué
habla.
Si no repite un
mantra
que lo mantenga
ausente
de la casa y
mis ojos,
y los años
abriendo la
distancia
entre los
muebles.
A veces
me pregunto
si soy yo la
que lo espera
detrás de las
palabras,
o es esa
que conoció
cuando en el
mundo
sólo éramos
dos.
Muchas veces le
creo,
y me enlazo a
su cuerpo
para dormir en
paz.
*De Mariana
Finochietto. mares.finochietto@gmail.com
Autorretrato*
Aún le queda
tanto que por escribir
al niño indócil
de las tormentas,
el que creía en
las manzanas de Avalón
y hundía su
rostro en las almohadas.
La tarde y el
agobio húmedo de Santa Fe.
El tropiezo
íntimo con las enciclopedias.
El odisea
migratoria de las monarcas.
Esas siestas
interminables, como un río.
Aún tiene
curiosidad y lejanos sueños
el niño amable
y nítido de mis leyendas;
el que creía
ser un capitán de quince años
y dibujaba
endebles triplanos colorados.
El sitio oscuro
bajo el Puente Colgante.
Las barcazas en
los pilotes del Varadero.
Mi pequeño
amigo que se ahogó un día,
su cuerpito
entre camalotes y parda arena.
Aún puede
desgranar inquietos versos
aquel niño de
los escarabajos de oro,
que soñaba con
el 221b de Baker Street
y en la
zoología del Mundo Perdido.
Y la voz de
Gastón Gori en la Alianza,
su terrible
humanidad de pueblo lento.
Y el bigote
inquieto de Horacio Rossi,
y sus poemas
que juntaban tanto sol.
Aún le queda
tanto que por prodigar
al niño que
invocaba las tormentas,
el que creía en
las manzanas de Avalón
y hundía su
rostro en las almohadas.
*De Jorge
Lacuadra. jorgelacuadra@hotmail.com
- 2016 -
*
Quién olvidó
decir
cuidado
con la
resurrección de las palabras.
Quién olvidó
decir
estamos en
alerta
por el fuego
que hicimos
en ese
bosquecito
donde una o dos
palabras
se incendian
todavía.
*De Valeria
Pariso.
Con su voz...*
el alba canta
sin partituras ni instrumentos
se deja llevar
por la luz
por los ciclos.
Sólo calla
cuando las tinieblas están de pie
y las rodillas
de los cipreses
no la dejan
subir.
Está tan bonita
con su solo de luz
tal, que parece
exclusivamente dirigido
a mí...
Descuelgo el
corazón guardado
en los armarios
y lo expongo.
Sin amparo.
Con su
herrumbre.
Vulnerable a su
voz.
*De Miryam
Colombotto de Seia. miryamseia@cablenet.com.ar
*
¿Quién
pronuncia
ahora/ la
palabra esperada? /¿Qué
océano se
ilumina/qué desierto?
¿Qué ha sido/
de los
abandonados/
que sin técnica
ni elementos
suficientes/ tocaron
las estrellas
con las manos?
Hay pequeños
milagros que nos buscan
como a hijos
perdidos en la noche.
*De Valeria
Pariso.
LAS ALAS DEL
SOMBRERO*
A César
Vallejo.
Yo moriré aquí,
como murió César Vallejo,
rendido ante el
olvido.
Vendiéndole
caramelos a la desgracia
y reconfortado
por la muerte,
con el frío
calcinándome las médulas
recorreré, por
última vez,
el boulevard en
donde los bohemios
comparten la
gloria de un café;
en donde las
chicas sonríen
pero no besan
jamás a las mejillas
de un forastero
por temor a
contagiarse con su miseria
de tristeza
como las
lágrimas
que resbalan
por las alas grises
de mi sombrero.
*De Daniel
Montoly. danielmontoly@yahoo.es
*
Bienaventurados
aquellos
que se atreven
a la alegría.
Ésos
con el coraje
de andar
al borde
del abismo
alumbrados
por una
aterradora lucidez.
Ser feliz
no el don.
La tristeza
es el último
escondite del alma.
*De Mariana
Finochietto. mares.finochietto@gmail.com
*
Algunos días
todo el cuerpo se reduce a una desesperación: la urgencia por escribir tres o
cuatro palabras que podrían estallar adentro. La fuerza de esa desesperación me
impide respirar. Lo único que se escucha es la inocencia de un corazón que no
entiende por qué no es posible que esas palabras aparezcan escritas. Se trata
de un circuito feroz que ocurre una y otra vez. Entre episodio y episodio creo
en el olvido.
*De Valeria
Pariso.
*
"( I ) Entonces
tras contar las pausas entre los segundos comprendí. En la tercera noche
resucité a la muerte definitiva. Una verdad que es un muro de luz gris neblinosa.
El corazón era la piedra que até a mi cuello para sumergirme hasta el fondo
arcilloso. El grito un gusano invadiendo la garganta de la lágrima. Todo quieto
en la bisagra. Atónito. Una violación se repite como disco rayado sobre mi
cuerpo abandonado. Un vapor rancio se arremolina en el velo del paladar. Puedo
ver a mi ángel coquetear con la nieve. En la sala de proyección de su cabeza
gotea alquitranada la otra realidad. Nunca sucederá el encuentro. Sus alas son
pesadas como membranas de oscuridad. Y mis manos están atadas a la soledad. Una
lápida de luz líquida cae como una condena a muerte. Siempre espero acurrucada
en el frío. Camatumba. El impulso de correr y desbarrancarse, y a la vez la
parálisis. El nuevo fingimiento. Las lágrimas ardidas, imposibles, rojas y
transparentes. Lágrimas cola de lagartija siempre regenerándose. Estar muerta
no significa dejar de llorar
( II ) Estar muerta
no significa dejar de llorar. Las lágrimas son la renovación de la agonía.
Somos pájaros con el pico atado en púas. Somos pájaros amarrados al cabello
dorado de una amante rubia. Aleteando furiosamente alados. Cuerpo mío//
Necrofílicos sueños bajan y suben alegremente por el ascensor. Temo abrir la
puerta. Esperando como quien respira. Cuando llegues aquietaré el grito. Estaré
en silencio imitando todos los sonidos de la calma. Con la mandíbula
atornillada. El cadáver aún sensible suavizará las convulsiones estentóreas de
su última muerte. Vendrás con tus ojos ciegos. Con el insomniodomado. A roncar
lobo o león. Monstruo ebrio. A balbucir delirantes verdades.
Yo soy mi
cadáver mueble y tu ceguera de alba en la pupila no podrá ver la gama de luces
circulares de toda mi sangre etérea. Mi sangre derramada en la cama con vómitos
de vida como un Pollok postrero. Circuitos de luz y oscuridad.
Pero cuando
llegas las ratas se esconden bajo mi cama.///
Yo hubiera
querido robar un miligramo de tu aliento. La humedad de la lágrima caldea la
sangre sobre la sábana y quema. Un vapor de tristeza hierve como la ausencia.
El aullido esta vez tajea desde el estómago pero vibra en otra dimensión. Sólo
los lobos y los gatos acuden desde otras vidas. La pena y el terror son
hermanos gemelos. Siameses que no separé al nacer. La lengua se incinera en mi
boca. El amanecer cava otra fosa en la nieve y vuelca más frío sobre mi cama.
Mi Ángel está perdido. O quizás ya no puede reconocerme. Pero mi Ángel nunca
existió. Fue el sueño dentro de otro sueño negro. Mi ángel fue el sueño que
inventé para esperarte."
*De Alejandra
Inés. elmomoeditor@gmail.com
-de su libro Conversación
con Insomnia.
*
Como quien pone
una flor carnívora en las manos de un niño, en el poema cada palabra muerde,
con delicado fervor, tu culpa o tu esperanza.
*De Valeria
Pariso.
http://inventren.blogspot.com/
PASAJERA*
- No me gustan
las despedidas - había dicho mi amigo Luis.
Después me
abrazó con impaciente levedad y se alejó hacia la calle, sin volver el rostro,
sin mostrar la menor emoción. Dejando atrás los reflejos de los innumerables
cristales, salió de la estación y se dirigió con prisa hacia el aparcamiento.
Sonreí. Le conocía bien. Las separaciones le resultaban tan dolorosas como a
cualquier otro, pero le molestaba emocionarse. Por ese motivo, siempre que era
capaz de prever algún conato de abrazos prolongados y frases empalagosas,
escapaba a la situación alegando una prisa que no siempre era fingida. Por otra
parte, apenas faltaba un mes para que comenzase la nueva temporada: la rutina
de los entrenamientos, el descubrimiento de las virtudes y de los defectos en
los jugadores nuevos, la épica de los partidos, los problemas con la
directiva... Y ahí íbamos a estar un año más, codo con codo, lidiando con
jugadores, directivos y árbitros, empeñándonos en sacar adelante al equipo,
sufriendo acaso alguna decepción en forma de final perdida, llenándonos de
orgullo cada vez que alguno de nuestros jugadores llegaba a las ligas
superiores. De ahí, del esfuerzo común, provenía nuestra amistad. A través de
la enorme cristalera, vi pasar su auto, lanzado ya hacia la costa.
Consulté el
reloj. Aún faltaban quince minutos para la salida del tren que debía tomar.
(Tomar un tren - pensé - lo mismo que quien toma café o un aperitivo) Volví a
comprobar mi billete; apuré el cortado que se enfriaba sobre la barra de la
cafetería; compré algunos diarios; me dejé mecer por una apacible nostalgia.
Había terminado
mi semana. L´ Estartit quedaba ahora allá atrás, arrinconado en los estantes de
la memoria. Quedaban pequeños detalles, instantáneas fugaces que fui atrapando
y colocando cuidadosa, ordenadamente, en el archivador de recuerdos gratos: Los
paseos en barca, la inefable calma de las mañanas de pesca, los atardeceres
frente al mar, en la terraza del club náutico o al otro lado del puerto, junto
a la playa... Ahora todo era una bonita película en colores cuyas escenas
desfilaban a cámara lenta, fotograma a fotograma, ante mis ojos agradecidos. La
arena, el inequívoco olor del mar, las islas...
Pero en este
lado, los minutos pasaban implacables. Aferré la bolsa de viaje y bajé las escaleras,
al asalto del tren.
Un andén no
difiere en exceso de cualquier otro. Los de esta estación, sin embargo, me
resultaron particularmente hostiles (porque me alejaban del mar, de las
tranquilas calas, de los inquietantes acantilados, del oleaje y las Medas.
Porque me arrojaban de vuelta a la rutina, al trabajo agotador, al rostro
siempre huraño y desconfiado del patrón, a la inacabable monotonía sonora de la
máquina, a la nave oscura, a los hierros y a tantas cosas que aborrezco y de
las que aún no he aprendido a prescindir)
Mi tren estaba
llegando. Puntual como una calamidad. Silencioso como el sueño. Lento y
poderoso, hizo su entrada en la estación, se detuvo, escupió algunos viajeros,
permitió el abordaje de otros, cerró
impasiblemente
sus puertas y partió con el mismo sigilo con que llegara, igual que si
estuviese huyendo del bullicio de las estaciones, buscando acaso el anonimato
de los raíles.
Desde mi
asiento, pude contemplar cómo la ciudad se iba diluyendo entre árboles, cómo
los edificios se transformaban en bosque y las calles dejaban paso a los
senderos. "Esta es - pensé - una ciudad de hermosos contrastes. Hay agua,
hay vegetación, aire. Es cuanto se necesita para vivir. Hay asfalto, hay
civilización. Es cuanto se precisa para ser desdichado".
Tratando de
huir de la tristeza que imperceptiblemente comenzaba a embargarme, indagué con
disimulo los rostros de mis escasos compañeros de viaje. Ninguno de ellos
consiguió llamar mi atención. Me resigné a los diarios.
Bombardeos en
Mostar, corrupción gubernamental, hambre en alguna parte (o en muchas partes)
de África y en otros lugares de difícil pronunciación, violaciones sistemáticas
de los derechos humanos, no menos atroces violaciones de muchachas solitarias
en parques nocturnos o garajes o zaguanes oscuros, nuevos atentados...
Compruebo sin entusiasmo la fecha, sabiendo de antemano que es inútil. Que la
fecha puede ser la de hoy, pero el horror no es nuevo, es el mismo que se
repite sin descanso, día tras día, sin que nadie mueva un dedo por cambiar el
signo de las cosas, sin que podamos aferrarnos ni siquiera al mínimo consuelo
de una remota esperanza.
Agobiado,
guardé el diario y busqué una revista de humor, tratando de huir de la
espantosa realidad. Con disgusto, con desaliento, comprobé que no tenía
ninguna. Se habían quedado atrás, en el hotel o en casa de mis amigos,
encerradas en el tiempo de las vacaciones, ajenas al devenir del ajetreo,
aparentemente inocentes de las malas noticias que me traían de vuelta a lo
cotidiano.
Estábamos
llegando a Barcelona. De nuevo los enormes bloques de viviendas levantándose a
izquierda y derecha, como otros tantos nichos alineados frente al pálpito
cansado de mis ojos, delatando la presencia de la concentración humana,
certificando de alguna manera el fin del verano.
Luego, los
túneles sumiendo al tren en las entrañas de la ciudad, entre vistosas pintadas
distribuidas por los muros. Alegría o decepción coloreando los rostros de los
viajeros que llegaban al final de su viaje y se apiñaban con sus maletas en los
pasillos, prestos al abandono de los vagones, resignados al inaplazable retorno
a la rutina, de algún modo impacientes por terminar con ese incómodo interludio
que separa el verano del resto de los días.
Lo que siguió
fue un barullo de gentes bajando a los andenes, abrazándose, despidiéndose,
estorbándose, subiendo con prisa, casi con precipitación, a los vagones
detenidos, buscando acomodo para sus maletas y para sí mismos, todo como una
película antigua, de ésas en que los personajes se movían a una velocidad
insólita y casi ridícula, pero nada de ello me pareció gracioso. Por el
contrario, las prisas, el cruce de miradas fugaces, la disimulada lucha por un
determinado asiento, los movimientos de cabeza en busca de una ubicación
idónea, los gritos, las carreras por los pasillos, no hicieron sino contribuir
al desánimo que había ido asentándose en mi alma en los últimos minutos.
Entre el
gentío, me llamaron la atención dos mujeres. Ambas viajaban sin compañía. Una
de ellas era rubia, bonita, de ojos inexpresivos.
No supe si
lamentar o celebrar que pasase a mi lado sin mirarme. La otra no era hermosa,
pero su larga melena negra, sus formas poderosas y un algo exótico en su
rostro, en su atuendo, obligaban a mirarla con detenimiento.
En mal español,
preguntó si el asiento contiguo al mío estaba libre. Me apresuré a ofrecérselo.
Cuando el tren
se puso en movimiento, noté con asombro que el bolso de mano que descansaba en
su regazo se movía. Una diminuta cabeza canina asomó por la abertura. Sonreí
con disimulo ante aquella transgresión de las normas. En ese momento, entró el
revisor en nuestro vagón. Ella me miró con sus enormes ojos negros. Puso su
dedo índice sobre los labios carnosos, pidiéndome silencio, convirtiéndome en
su cómplice, llenándome de una extraña ternura.
Alentado por
ese gesto de confianza, me atreví a contemplarla casi con descaro. Su pelo
basto, muy oscuro, la voluptuosidad de las nalgas, los labios llenos, gruesos,
delataban la raza negra en algún recodo de su árbol genealógico. Todo lo demás parecía
claramente occidental. Cuando por fin el revisor hubo contrastado los billetes
y abandonado el vagón, le ofrecí un cigarrillo, que ella rehusó, y charlamos.
Por sus palabras, supe que venía de Lisboa, que su nombre era Andrea, que
regresaba, como todos, de unas cortas vacaciones junto al mar, que siempre
viajaba con su perrito y que vivía en una pensión desde que se separó de su
novio. Su voz destilaba bondad. Nada dijo acerca de su profesión. Sospeché
oscuramente que era prostituta. Tuve ganas de abrazarla. Yo le conté a grandes
rasgos las trivialidades que se suelen confiar a alguien que acabamos de
conocer. (Pero ya intuía que no se trataba de una extraña, que ese gesto
suplicante había tendido un puente entre nosotros, un puente que nos unía y que
nos elevaba sobre el murmullo de las conversaciones a nuestro alrededor,
separándonos de esas otras voces, de esos otros rostros que no formaban parte
de nuestra pequeña isla en medio de las vías) Ella me hablaba de su Lisboa, de
su pasado. Después, la conversación derivó hacia las tópicas generalidades.
Hubo momentos
de cálido silencio, de miradas.
El tren se
deslizaba veloz sobre los raíles acercándonos a la inevitable separación. En
cada pueblecito atravesado, en cada estación, yo le contaba cosas de aquellos
lugares, historias que a menudo inventaba para ver el gesto de maravillada
sorpresa en el rostro de mi amiga, todo en pos de unos minutos más de
conversación, de escuchar una vez más aquella voz con acento portugués que
tanto me relajaba, que conseguía arrullarme llevándome a esa dimensión en la
que todo es aún posible, donde cabe la ilusión de un mañana, de una flor
renaciendo entre los escombros. Otras veces, fue ella quien hizo preguntas, tal
vez por idénticas razones. En un par de ocasiones, pronunció mi nombre,
atándome a su voz, llenándome de felicidad y desazón porque ya Lérida había
quedado atrás y mi ciudad iba acercándose sin compasión. Yo deseaba prolongar
aquel viaje, permanecer allí sentado junto a Andrea que me miraba lánguidamente
y cuyas manos oscuras de larguísimas uñas rojas despertaban mis viejos
instintos primordiales.
Un silencio de
campos vertiginosos corría paralelo allende las ventanillas.
El sol bañaba
los rastrojos y los montes lejanos, pero en el interior del vagón no había más
luz que la que irradiaban los ojos de Andrea, que a ratos parecían estar
buscando algo en el fondo verdoso de los míos. El tren lanzado era una sádica
resta de minutos y yo no encontraba las palabras precisas. Me iba perdiendo
entre explicaciones casi absurdas sobre los cultivos y el clima, disertaciones
inexplicables acerca de la vida en las aldeas de mi tierra y en sus asfixiantes
ciudades y exposiciones sinceras de las maravillas existentes en los tan amados
Pirineos, pero todo ello como un alejamiento a pesar de los cuerpos tan cerca,
de los rostros casi juntos y las manos rozándose en la división de los
asientos. Cada estación era como una siniestra zarpa cayendo sobre mi rostro y
desgarrándome. Uno tras otro, iban pasando los kilómetros, el paisaje se iba
transformando, la angustia crecía hasta límites intolerables. Ya se divisaban,
al fondo, los edificios que marcaban el final de mi viaje, los pétreos
sepulcros verticales que iban a sumirme, de nuevo, en la más insoportable
tristeza. Pensé, deseé, estuve a punto de pedirle que se bajase conmigo, que
renunciase a su Lisboa, que se quedase a mi lado en esta ciudad, que
compartiese mi vida.
En cambio, sólo
atiné a decir: "Estamos llegando a Zaragoza. En medio de aquellos
edificios altos está mi casa" El tren se hundió en las profundidades de la
tierra, bajo el ajetreo de la ciudad; fue reduciendo la velocidad, prolongando
cruelmente los minutos finales, aquellos en los que ya nada es posible. Por
fin, quedó parado entre las luces falsas de la estación. Aun fui capaz de una
última inspiración: No me apearía, seguiría con ella hasta Madrid, o hasta
Lisboa o al fin del mundo. Un beso en la mejilla me separó de Andrea para
siempre. Cuando el tren se puso de nuevo en movimiento, aún pude ver sus ojos
clavados en mi rostro, como formulando una pregunta de imposible respuesta.
Después,
recomenzó el decurso de los días de absoluta normalidad.
Regresé a mis
obligaciones, a la inmovilidad de una vida sedentaria, enmarcada entre las
crudas aristas del trabajo y la soledad.
Sé que nada es
perdurable. Que todo es un tren que viaja incansable entre las innumerables
estaciones, deteniéndose efímeramente en alguna de ellas, atravesando otras sin
ruido y arrebatando miradas de nostalgia, suspiros. Sé que la vida no es sino
un compendio de recuerdos, un asombrado catálogo de estaciones que fuimos
dejando atrás. Pero ahora que el tiempo ha pasado, el recuerdo de aquel viaje,
de Andrea, vuelve a mí con insistencia, tiñendo de melancolía los atardeceres,
y llevándome incomprensiblemente a ese banco del andén, desde el que, cada
tarde, contemplo con atención el tránsito engañoso de los trenes.
*De Sergio
Borao Llop. sbllop@gmail.com
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