jueves, septiembre 07, 2017

EDICIÓN SEPTIEMBRE 2017.


*Foto: En la fiesta por la edición del libro 45 días y 30 marineros de Norah Lange. (1933)
















FUISTE UN NIÑO PERDIDO EN LA PLAYA*



*De Irma Verolín. irmaverolin@hotmail.com



Fuiste un niño perdido en la playa.
El verano recién comenzaba
sin lluvias  y con mucho viento
aquel año.  Meses antes
Marilyn Monroe se había suicidado
entre las paredes despojadas  de su casa.
Te perdimos
te perdiste
en aquella playa atestada de gente:
una extensión de cabezas y detrás, el mar
-  majestuosa visión
luz intensa crispándose en el aire-.
Te buscamos
y no aparecías por ninguna parte.
Un chico rubio, repetía mi abuela
y con un brazo ella señalaba su  propio ombligo,
de esta altura
con los ojos claros.
Te seguimos buscando
entre el estallido intermitente de aplausos
y esos rostros de fotografía
que estiraban muy hacia allá la mirada.
Te llamamos hasta cansarnos
con nuestras voces afónicas
que hicieron estremecer el viento de la playa,
a los gritos te llamamos.
En el fondo
el mar efervescía
apabullante
traslúcido. Al final
te encontramos, venías  riéndote
montado sobre los hombros
de un muchacho  alto.
Hermano,  te encontramos por fin: el sol
enfocaba tus ojos
después del mediodía en la playa
aquel año
cuando el mundo era tan nuevo
tan nuevo
que  todo
todo alrededor
hacía ruidos de envolturas rasgadas.
Lejos
un  barco se deslizó con su  inflamada vela amarilla
sobre el translúcido mar.





-Irma Verolín nació en Buenos Aires en 1953.  Se formó en la escritura poética  pero comenzó publicando narrativa. A partir del 2013 retomó la poesía y publicó dos libros, el segundo gracias al premio de la fundación Victoria Ocampo.  Novelas: “El puño del tiempo” y “El camino de los viajeros”. Cuentos: “Hay una nena que gira”, “La escalera en el patio gris”, “Una luz que encandila” y “Una foto de Einstein tocando el violín”. Poesía: “De madrugada” y “Los días”. La editorial Palabrava editará su próximo libro de poemas: “Árbol de mis ancestros”. Es autora de algunos libros de literatura infantil publicados en distintas editoriales. Ha recibido numerosos premios: Emecé, Internacional de Novela Mercosur, Internacional de Puerto Rico, Fondo Nacional de las Artes,  Primer Premio Municipal de C. de Buenos Aires “Eduardo Mallea” entre otros.
Algunas de sus novelas fueron finalistas de los premios Clarín,  Planeta, Fortabat y La Nación. Fue becaria del Fondo Nacional de las Artes en 1999.















La Criatura de los puentes*



Siralí se olvida, a veces, de esa capacidad nómade que la caracteriza. Y aquello de los mundos le parece más un invento que una realidad. Se olvida de todo y vuelve a las tardes de urgencia, a las noches de apatía.
La alarma que más alerta sus sentidos es el mareo angustioso del agobio. Porque sus estados de ánimo son cambiantes, inasibles. Pero hay una punzante sensación que le recuerda a Siralí que hay otro mundo, deshabitado ahora, un mundo que espera por sus flores ahora, por sus perfumes, por sus personajes de bruja, de reina y exploradora, de animal.
Será preciso que delimite, que abra surcos en la tierra con su arado. Que cobije bajo ciertos árboles las especies más raras y desprotegidas. Será preciso que construya un puente, entre un mundo y otro, de un lado y otro del sembradío. Con un vigilante ruiseñor que le avise si el agobio llega con las tormentas después
de semanas cargadas de nubes. Que le avise antes que a nadie, que pronto dolerá si no atiende al otro lado, solitario, en el que ella, es dueña hasta del sol.




*De Lorena Suez. lorenarsuez@gmail.com
-De su libro Intemperie. Viajera Editorial 2017
















Muerte del Caballo*




“A veces Susana y yo nos preguntábamos:
-¿Qué será lo mas triste? ¿Algo que no tenga nada que ver con la familia, ni con alguien que se vaya o que se muera? ¿Qué sea lo más triste para todos, sin tener ninguna relación con personas?
Susana se quedaba pensativa y luego hacía desfilar un ejército de animales muertos, inundaciones, un rayo adherido a un árbol. Pensábamos en muchas cosas. Las mías eran más simples. Yo me imaginaba los pichones en el suelo, las vacas muertas y olvidadas en el camino, un águila llevándose un cordero, una serpiente enroscada a un caballo, apretando el abrazo hasta asfixiarlo.
Siempre relacionaba la tristeza con los caballos. Me parecían tan decentes, tan resignados, tan silenciosos. Cuando quería imaginar un dolor grande en algún animal, no pensaba en los perros ni en los gatos, en las vacas ni en los conejos. Siempre veía un caballo.
Una noche en que habíamos hablado mucho, me fui a acostar pensando en el tordillo de mi padre que se agachaba hasta el suelo para que él montara sin ningún esfuerzo. Alguien había comentado un libro cuya protagonista se hunde en un pantano, sin que nadie consiga salvarla, y donde lo último que se ve es la mano agitándose, como una hoja, sobre el barro. Pensé enseguida en un caballo, en un caballo blanco que fuese sumergiéndose, poco a poco, en esa región movible y pegajosa, hasta que sólo quedara afuera la cabeza, la boca desesperada, la nariz y los ojos desmesurados y tristes porque se van llenando de tierra insistente, elástica y mojada.
Cuando Susana volvió a preguntarme “¿qué será lo más triste?”, le dije mirándola como si le comunicara una noticia muy penosa:

-Un caballo blanco, hundiéndose en un pantano.”



*De Norah Lange.
-Fragmento de Cuadernos de Infancia  – 1937 -














La señal*





*Por Alejandro Badillo. badillo.alejandro@gmail.com




Después de una prolongada ingesta de pastillas Matías Blumfeld, recién jubilado, se sentó en el sillón de piel y miró la luz de la tarde en los edificios. Siempre tenía hormigueantes las manos después del vaso con agua, del temblor en la boca. La cura, una tras otra, bajaba en el torrente. La migraña lo acosaba desde la infancia. Las pastillas, antes de la garganta, las guardaba en diminutos frascos multicolores, apilados en el baño. Pero a pesar de los intentos la punzada en la cabeza persistía. Corto circuito. Zumbido casi imperceptible, mosquito que no se posa y sobrevuela. Y alrededor de Blumfeld, a pesar del zumbido, más nítidas las voces, la llave deteriorada y su goteo en la cocina amplificado, inmenso. Escuchaba los leves pasos del gato en el departamento de arriba. Las sigilosas huellas. Desde hacía tiempo desarrollaba una teoría de sus dolencias, íntimamente ligada a eventos en apariencia lejanos: la puesta del sol, la reciente humedad en los cristales, el camión de la basura en la mañana. Todo era motivo de análisis, hipótesis fundadas en la rigurosa cuenta de los hechos. Al final de la jornada, en la mesa de la cocina, Blumfeld llenaba una libreta con números y frases. Encontraba consuelo en el continuo garrapateo, en el movimiento del lápiz, en los detalles y en la memoria. Quizás era bueno saber que el 23 de junio de ese año el dolor había sido particularmente agudo, que treinta días antes había pasado inadvertido. Dispersos chispazos en el cerebro. Y la lengua sobre los labios, la goma borroneando un dato indeciso o equivocado. Con el tiempo estaba más convencido: aumentar la conciencia de su mal lo acercaba, de alguna forma, a la cura.
Blumfeld, en el sillón de piel, esa tarde, era el único espectador, en primera fila, de la luz en los edificios de enfrente. En los techos antenas de televisión, algunas desvalidas, otras esqueletos. Miraba el amarillo que declinaba y evocó, casi sin querer, al gerente anunciando la liquidación que precedió su despido. “Muchos años de trabajo en la empresa.” “Ha cumplido con la edad.” “Es un proceso obligado por la ley.” Blumfeld tenía clara su edad, también la fatiga en las escaleras, el dolor de espalda escalón tras escalón y después, en la oficina, el jadeo, el temblor en las manos y las manchas de sudor en la camisa. Pero le disgustaba la imagen del gerente, sus maneras afectadas, la mano sosteniendo el cheque, tendida breves instantes, sin temblor, con suficiencia, como si fuera un anzuelo. El recién jubilado no supo encausar su odio. Es cierto que estaba harto de revisar papeles en la oficina. Custodiado por archiveros, parvadas enteras le llegaban. Y a veces, en el papelerío, se acrecentaba el odio a los formatos, a las casillas, a los infinitos sellos. La tinta sobre sus pulgares, casi indeleble en los puños de sus camisas. Huellas en la oficina, al final de la jornada, en la copiadora, en el piso. Pero ahora Blumfeld, en vez de papeles, tras el cristal, era solitario testigo en la ventana. Imaginaba su vida al otro lado de la calle. Su atención se concentró en las plantas del departamento, en el polvo sobre la mesita de luz. Porque el hábito del oficinista perduraba en la correspondencia. Rasgar el sobre y mirar las cifras, cotejarlas, compararlas con anteriores. Luego, agotado el descifre, poner el trofeo en un corcho. Uno más. Y otro y otro. Incluso, por el hastío, sobres ajenos, caducos en el buzón, revisados como propios.
Blumfeld se levantó del sillón. Según los minuciosos registros había pocas probabilidades de jaqueca. Como garantía la reciente ingestión de pastillas y un historial que registraba, a esa hora, escasa incidencia. Más cómodo en el crepúsculo. Ligeras y libres las manos. Para revolver la oscuridad, para agitar las cortinas o verter agua en una jarra. Le gustaba llenar hasta el borde jarras, vasos y tazas. Una peculiaridad: esperar hasta el último momento, antes del derrame. En las tardes, como las pastillas, innumerables tazas de té. La perturbación después de una bolsita que gana peso, que se hunde poco a poco. El rostro hundido en el vapor, desvanecido, las agudas órbitas, demacrado el cuadro completo.
Blumfeld caminó alrededor del sillón. Estuvo a punto de ir al cajón por la libreta y reseñar la primera incidencia del día. “El cartero pasó a primera hora de la mañana. Bajó de su bicicleta y un perro comenzó a ladrar motivado, quizás, por la campanilla que reverberaba en el manubrio.” Le pareció bien la frase, la última palabra. Pero se guardó la idea. Tiempo habría para escribir, para enfrascarse en largas disquisiciones, para ir al baño y hacer inventario de cajas. Revolverlas, mirar la fecha de caducidad, los colores. Se acercó a la ventana. Ahora, desde su posición, podía mirar a plenitud el inicio de la calle, el óxido acumulado en el techo de los buzones, las escasas nubes. Se sintió bien. Incluso era agradable el temblor de las hojas, recientes y desprendidas, en la orilla de la banqueta. El viento les daba vida, las agitaba. Blumfeld remiraba la tarde. Las lámparas de los postes, ante el inminente crepúsculo, empezaron —animales vivos— a parpadear.
Blumfeld, paciente en la ventana, miraba y miraba. Los ojos a veces fijos, a veces en vuelo, indagando. A pesar de la monotonía, de la luz similar en color y el previsible instante de nubes, tenía esperanza de que algo sucediera. Entonces, al inicio de la calle, junto al semáforo, una lenta figura nació diminuta pero avanzaba y ganaba presencia. Similar a un buzón, pronto alcanzó un auto estacionado, no varió la dirección y aumentó de tamaño junto a un ciprés. Era un muchacho.
Blumfeld miró: en la calle desierta el muchacho era una anomalía. Minutos antes, en el mismo lugar, se había escenificado la diaria migración de oficinistas después de la jornada, con los zapatos negros y los trajes arrugados. El muchacho caminaba lentamente. Husmeaba entre las casas, entre los autos. Con su mochila a cuestas, el andar lento. Al fin se detuvo y cruzó un jardín sin reja, una casa cercana al edificio donde era observado. Tocó la puerta. Esperó y esperó. También Blumfled. Pero nada.
Imaginó la decepción del muchacho. Tocar el timbre y la tensa espera, casi siempre sin esperanza. El muchacho intentó en la casa adjunta. Tal vez en ese momento, después del timbre, alguna ilusión en los ojos y por eso pendiente de cualquier ruido: una volátil respiración, el acto de encender la luz, pasos sobre el piso de madera. De mujer, más evidentes, por los tacones. La suposición fue correcta. Y un foco se encendió en el portal y su bocanada de luz, blanca, amarilla, sobre una mujer ataviada con una bata roja, con vivos detalles. En el estampado, además del entramado de flores, destacaban unos animalillos dorados que Blumfeld —aguzando la vista— identificó como macacos japoneses, de la nieve. Sus cabezas de oro, los enrojecidos rostros, en una postal años antes. Entre las páginas de una novela, en su librero, según recordaba. La novela era muy mala, incluso la había dejado a la mitad, abandonada en el buró, en un caluroso verano. Blumfeld quiso seguir con la digresión pero la mujer reclamó su interés cuando dedicó unas palabras al muchacho. Desde la altura la escena era amplia, la mujer recargó la mano en la cintura y el movimiento de labios terminó. Muy similares los dos, en la estatura y en la complexión, incluso en los cabellos. Blumfeld pensó en una silueta, un cuerpo intacto en el espejo. Pero el muchacho rompió la imagen cuando se acercó y sacó un folleto de su mochila. Entonces la mano tendida, como la del gerente, días antes, ante Blumfeld. A la defensiva la mujer, la respiración, la rigidez en el cuerpo. Un paso atrás, precautorio. Sin embargo alargó la mano al papel y le dedicó una mirada. A la distancia se percibió un destello en la parte inferior del brazo. Tal vez un reloj o una pulsera. El brillo perduró hasta que la mano cambió de posición. El muchacho conservaba la figura erguida, los hombros un poco vencidos aunque dispuestos. Blumfeld lo miraba de espaldas pero imaginaba el ansia del semblante, los labios y la lengua que los recorría. Y todo en él precavido, esperando.
La mujer empezó a leer el folleto. A la distancia era difícil saber su primera reacción, pero Blumfeld suponía que encontraba interés en el escrito, tal vez una promoción, una atractiva imagen en el papel, un anzuelo. El muchacho relajó el cuerpo. Blumfeld sintió pena por él, tendría toda la tarde tocando puertas, diligente con su mochila, caminando. Los rayos del sol, el sudor, la procesión casa por casa. Su sombra al principio corta, después alargada, ahora inerte junto a sus pies por la luz escasa. La misma tensión antes de abrir la puerta. La esperanza de una venta, entonces, en cualquier señal: una sonrisa, una acentuada respiración, los ojos avispados y abiertos. El muchacho dio un paso a la derecha. La mujer acabó de leer el folleto.
Entonces ocurrió.
Blumfeld observó el inicio del movimiento. Primero la mano alzada, del extremo el folleto con los dedos. Quedó ahí, suspendido en la luz, como pez acabado de sacar, con las letras, con los llamativos dibujos, con todo. Después el folleto regresó a la mano abierta y ésta, ayudada por el pulgar e índice de la opuesta, empezó a desmenuzar al cautivo. Rápidos movimientos, limpios, casi tijeretazos. La mujer, con la bata roja, con los inmóviles macacos, dedicó algunos segundos a la labor. Los fragmentos se conservaron un instante en la mano. La palma retomó su antigua posición y, abierta, dejó en escape, al viento, los infinitos papelitos. Blumfeld recorrió un poco más la cortina. Los papelitos siguieron varios rumbos. Y temblor en las manos, impotencia por no ver el rostro del muchacho. Sólo su espalda y la camisa a cuadros. Lo demás, como antes, en continuo anonimato.
El muchacho inclinó la cabeza. La fiesta de papelitos terminó, apenas restos en el piso. Vagando. No se advertían desde la altura indicios de voz, aunque Blumfeld supuso algún murmullo, una palabra de decepción en el muchacho. La mujer cambió su postura. Intacto el rostro, adelantó un poco el cuerpo y la bata, entreabierta por la variación, mostró la luz de las piernas. Blumfeld, tentado por el deslumbre, inclinó la cabeza y dio un paso al frente, muy cerca el cristal. Partícipe de la escena, a su modo. Disfrutó la contemplación. Impaciente estaba por otro atisbo, ya olvidado del muchacho, cuando la mujer alzó la mirada y la dirigió a la ventana donde la espiaban, con suficiencia, como si siempre lo hubiera sabido. Después, con parco gesto, señaló a Blumfeld. La mano apuntó muy blanca, abierta, casi ala. Y perceptibles, incluso, por la intensidad, las uñas. Blumfeld se retiró de la ventana. Cerró las cortinas. No supo si el muchacho había volteado. La penumbra ocupó el ámbito. Una noche interior en el reloj, en el vaso, en todos lados. Blumfeld sintió el primer anuncio del dolor. Lo había aprendido a identificar. Primero los vivos ojos, las pupilas incandescentes, los objetos coronados por resplandores. Un paisaje alcalino en cualquier cuarto. Como cualquier atisbo de sol, en el horizonte. El doctor le había dicho que debía manejar la tensión. Su cabeza, insistió, era frágil registro del mundo, caja de resonancia, vulnerable a casi todo. Y entonces el ritual, el agua rebosante en el vaso y las pastillas, una por una, en la invitación de la mano abierta y en el rostro. Se sentó en el sillón, miró las cortinas cerradas. Las manos fueron a la mesita de luz, destaparon el frasco y las pastillas. El vaso en lo alto, no rebosante y sin reflejos. La inclinación de la mano y las pastillas de nuevo.
Blumfed cerró los ojos, intactas las manos blancas de la mujer, la bata roja, las piernas. El asedio en la cabeza por la intensa luz. Sin embargo el dolor cedía con el tiempo, una onda apenas, como una piedra al fondo, su reminiscencia en un lago. Se levantó y rodeó el sillón. Encontró una rendija en la cortina. Segundos estuvo, indeciso de husmear, de un lado a otro. Al fin se decidió. Poco a poco se metió en la cortina, primero la nariz, luego los ojos. En la casa de enfrente no estaba la mujer. Tampoco el muchacho. Los papelitos desaparecidos. Blumfeld suspiró. Iba a terminar su exploración cuando la inclinación de la cabeza, suficiente por el ángulo, lo llevó a la reja del edificio. A los barrotes blancos, a la maceta de escasos geranios, al buzón que volvía y que obsesionaba. Entonces el muchacho. Estaba ahí, con su mochila, haciendo guardia, junto a la puerta. Blumfeld respingó. Obra de casualidad el muchacho, no. Era la mano blanca, los macacos, los papelitos dispersos. “Que se quede ahí, que toque las veces que quiera, no me importa”, pensó. Paseó caviloso, una vuelta al sillón, otra más. La noche casi completa en el exterior, sólo alegres las sombras, las ramas de los árboles. Temeroso pasó los siguientes minutos, en la cocina, esperando el sonido del timbre. Estaba sentado, con los brazos extendidos. Apenas parpadeaba. La mente inmóvil aunque no pasó mucho tiempo para que imaginara al muchacho abriendo la puerta, el rechinido del gozne, su sombra en la maceta de escasos geranios.
Blumfled dio una vuelta a la cocina, orbitó una vez más el escenario. No había ruidos. Pensó en las pastillas, en que debía tener a la mano un vaso con agua. Guerra de nervios mientras abría el garrafón pero aun así pudo completar el vaso. Después, en el baño, el frasco mudó de los entrepaños a la bolsa de su camisa. Muy rápido, en un solo movimiento. Luego, incapaz de regresar al sillón, caminó por la sala, por el comedor, por el largo pasillo. Después del recorrido, más tranquilo, abandonó el vaso en la mesa y miró las cortinas. Tras ellas, una sola luz, el resplandor de las lámparas. Iba al sillón de piel cuando se dio cuenta que la ventana estaba abierta. Una anomalía era el espacio libre pues recordó que la había cerrado, incluso había puesto el seguro. Entonces se acercó y, antes de cerrar, bajó la vista a la reja. El muchacho en la misma posición. Blumfeld interrumpió su mirada. Increíble su perseverancia, su necedad, su locura. Iba a repetir su perorata mental, que no iba a abrir, que hiciera lo que gustara, cuando escuchó los pasos de un vecino en la escalera. Una mujer, con más precisión, pues eran nítidos los tacones. Podía seguir con claridad la trayectoria, descendiente en la escalera. Y escalón tras escalón el ordenado taconeo, primero la punta, luego el peso completo. Los pasos llegaron al primer piso y, retomando Blumfeld la visión, entró a escena la vecina, en la planta baja, a escasos metros del otro. El muchacho seguía inmóvil aunque había algo vivo en su semblante. En las cejas, bajo los ojos, quizá un temblor. Blumfeld apartó por completo la cortina. Recordó el vaso en la mesita de luz y en la camisa las pastillas. La vecina sacó de su bolsa las llaves. La pereza de la mano, el cuidadoso movimiento a la cerradura. Y así, después del leve giro, del rechinido del gozne, dirigió una sonrisa al muchacho. Mala señal, interpretó Blumfeld. Y todo se agravó cuando vinieron palabras que acabaron pronto. Tal vez una pregunta, un saludo. Los labios —a pesar de la brevedad— conservaban intacta la inercia y buscaron nuevo intercambio. El muchacho volvió a hablar. La vecina respondió. Un par de veces más. Blumfeld, desesperado en la ventana, el rostro cerca del viento, buscó alguna palabra. A pesar del silencio sólo murmullo como humo, indescifrable. Al fin la vecina se despidió y tomó su rumbo en la calle, pero dejó la puerta abierta y el muchacho quedó a mansalva, a pocos pasos de la escalera. Blumfeld cerró los ojos con el primer paso, cuando la puerta se cerró y la sombra sobre la maceta y los geranios. “¿Por qué no le dio un folleto a la vecina?”, pensó para distraerse, mientras se alejaba. Miró la puerta de entrada, la cerradura, la pequeña mirilla donde espiaba a los vecinos. Una onda en la superficie del vaso, apenas visible. Pero el movimiento no pasó inadvertido para Blumfeld que lo achacó a los pasos del muchacho en la escalera. Escalón tras escalón, como antes la mujer, ahora en sentido contrario. La misma perturbación en el vaso. Un poco de fosforescencias, casi flotando, anuncio de una nueva punzada en la cabeza. Diminutos insectos en el ardor de los ojos, en el cerebro. Sacó el frasco de la camisa. Con movimientos rápidos las pastillas de nuevo en su lengua y la inclinación veloz para apresurar el trago. El efecto fue rápido. ¿Qué le diría al muchacho? ¿Abriría la puerta? Esta última opción le pareció imposible. También la impune observación del extraño, por la mirilla. Durante algunos segundos se convenció de que el muchacho no llamaría a su puerta, que iría con otro vecino, que desistiría de su empresa. Sin embargo las esperanzas se vinieron abajo por los pasos ligeros, como ejército avanzando, pacientes y cercanos. La aproximación directa, tal vez en el piso inferior, lo puso en guardia. Volvió a meditar: una vez ofrecido el folleto no podría negarse, no podría decir “no” y tuvo miedo. Se dirigió al sillón, luego al comedor. De nuevo, como antes, orbitando. Pero ir de un lado a otro no era la solución. Necesitaba algo más, entre tanta nube en la mente una certeza. Aún cavilaba cuando los pasos llegaron a la puerta. Detenidos un instante, delatados por la sombra artificial de las lámparas. Blumfeld miró la puerta, la cerradura, la mirilla. Intuyó el cuerpo al otro lado, la mochila, el gesto. La atareada respiración por el cansancio. Incluso, formados en su mente, los latidos. Blumfeld fue a la sala, recogió una arrugada gabardina. No quiso esperar el toque. Supo que, al no haber timbre, la mano se convertiría en puño acercándose a la madera. Dos tímidos toques, luego la insistencia, más fuerte, la repetición. Blumfeld abrió la puerta de la cocina y cruzó el pequeño cuarto de lavado. Otra puerta ahí, que daba a una escalera y ésta a la azotea. Estableció la ruta, se puso la gabardina, aferró las manos al metal y comenzó la ascensión. En el trayecto tuvo miedo de un resbalón, la vacilación por una endeble soldadura, una caída. Una última imagen: su cabeza rota en el suelo y el silencio. Sin embargo siguió, peldaño tras peldaño, porque seguía el muchacho tras la puerta, inminentes los nudillos en la madera, quizás el contacto en ese momento.
Blumfeld llegó a la azotea, relajó los brazos. Más libre, el escenario sin fronteras visibles, inabarcable con los ojos. Sintió el viento en las manos, en la cara, en los cabellos. Regresó el hormigueo. En medio del triunfo sintió pena por el muchacho, paciente junto a la puerta, tocando. La noche era plena en la ciudad. Por la altura los edificios parecían más cercanos, también las calles, las luces, los anuncios. Desde ahí podía ver el centro comercial, una clínica, escasos coches en fila. El ámbar del semáforo, a lo lejos, una estrella. Paciente como los autos miró y miró. Las antenas de televisión eran despojos. A unos metros distinguió la azotea de la casa de enfrente, donde había aparecido la mujer ataviada con la bata roja. Recordó la escena anterior, quiso imaginarla en la sala, despreocupada, quizás mirando la televisión, inmune al encuentro con el muchacho. Entonces observó el blanco inicio de su cuerpo, las manos aferradas a la escalera. La mujer llegó a la azotea. La bata roja parecía, por el leve viento, una bandera. Dedicó unos segundos a curiosear. Hubo un momento en que fijó la mirada en la zona más lejana de la calle, como si tuviera miedo al encuentro con otro muchacho. Blumfeld miró en la misma dirección. Cuando volvió a la mujer, ésta lo observaba tranquilamente, después extendió el brazo y lo señaló.






-Del libro de cuentos "La herrumbre y las huellas".



-Alejandro Badillo. (Ciudad de México, 1977) Es autor de los libros de cuento Ella sigue dormida (Tierra Adentro), La herrumbre y las huellas (Eeyc), Vidas volátiles (BUAP), Tolvaneras (SC Puebla), El clan de los estetas (Universidad Veracruzana. Premio Nacional de Narrativa Mariano Azuela) y las novelas La mujer de los macacos (Libros Magenta) y Por una cabeza (Premio Nacional de Novela Breve Amado Nervo). Ha participado en publicaciones como Luvina, GQ, Letras Libres y el suplemento “Confabulario” de El Universal. Colaborador de la revista Crítica y exbecario del Fonca. Ha sido antologado en diversas compilaciones de minificción.













MIRO LA TARDE IRSE*



Me gusta el atardecer. Se está bien así
frente a la tarde cuando se va…
Las alas de las garcetas
van absorbiéndolo todo
con una lentitud compasiva y rosada.
.
A veces desearía quedarme así horas
y horas, días enteros,
sin pesar, sin preocupaciones. Paciente
y calma. Mirando la tarde irse
con los reflejos de su última luz
en el oleaje breve de la vida
esperando
que detrás de ella
hacia el fondo maduro de la noche
ocurra algo.
.
Un pájaro cruza el cielo
desde el este hasta el oeste.
.
Es un gesto amplio su vuelo
llevándose el atardecer.



*De Miryam Colombotto Seia. miryamseia@cablenet.com.ar















El viento trae un olor a terneros mojados*




El título alude a un verso del poeta chileno Jorge Teillier, que lo acuñó para siempre y su poesía, que él llamó lárica, seguirá imantada en el cielo de los hombres y en sus recuerdos más hondos y queridos cuando el mundo estalle como una burbuja o una pompa de jabón sobre el esplendor inútil que no supimos cuidar ni conseguir.
El poeta lárico vagabundeaba como yo por las calles de su pueblo natal como suelo hacerlo de vez en cuando y los chicos en la calle me saludan sin yo conocerlos y cada tanto converso con algunos, y entonces pregunto por sus apellidos que reconozco siempre y cuando aparece alguno que salta ante mí como un animalito extraño, recuerdo a mi tío Juan Isaías, parado en la puerta de calle, esa puerta de tejido que mi padre no le abría, diciéndole que era un borracho.
"engo a invitarte a un asado", decía él, como implorándole a su hermano mayor. --Para qué somos parientes entonces.
Y mi padre lo dejaba sobre esa vereda de tierra seca como a un náufrago, en el lugar más duro de la tierra, como metido en su hondo desamparo para siempre.
Y yo sufría junto a él, con ese tejido que nos separaba, sin comprender que a mi padre lo avergonzaba mucho tener un hermano borracho.
De todos modos, Juan Isaías era un hombre dulce cuando no tomaba, un gran trabajador, que hacía el tambo bajo las estrellas ayudado por su familia, cuando había que apartar los terneros para que no le tomaran la leche de las ubres a sus madres y producían un gemido lastimero cuando los encerraban en ese corralito mezquino para que durmieran toda la noche allí y si llovía, el aire llenaba el campo con ese olor a llanto de niño que se escondía en los pastizales donde dormían a veces los perros y las perdices, cuando todavía podían andar por el campo libre de los pesticidas que vendrían con los años.
Qué extraño, sin embargo. No deja de ser una sorpresa que el verso de Teillier me sugiriera estas cosas, estos recuerdos tristes que yo -no sé por qué- tenía escondidos bajo un manto oscuro de cenizas, justo hoy que mi nieta Pilar me acaba de decir que cuando sea grande será escritora sin saber o imaginar que yo la observaba emocionado, "qué más da -diremos con César Vallejo-, emocionado", bajo el sol blando de este mediodía.



*De  Jorge Isaías. jisaias46@yahoo.com.ar















*



Habíamos fabricado grandes sombreros de papel, y de pie, las cinco delante de un espejo, cada una detenida frente a su rostro, contemplábamos el efecto de la sombra sobre los ojos, el resplandor distinto que la luz de la ventana adquiría en nuestros cabellos, contra el papel de diario.
La puerta se abrió, de pronto, y una corriente de aire los hizo vacilar sobre nuestras cabezas.
Una de mis hermanas dijo:
- “La primera que pierda su sombrero, se morirá antes que las otras…”
Inmóviles frente al espejo, los brazos entrelazados para no cometer ninguna trampa, jugamos a quién sería la primera en morir.
Un miedo horrible me fue invadiendo, lentamente. La puerta abierta dejaba entrar un aire rápido y peligroso que de un momento a otro, podría despojarme de mi sombrero. Pensé en Irene, en Marta, en Georgina, en Susana, en mí misma, y mientras las miraba de reojo, sonriéndome con ellas, una muerta de veinte años se acostaba sobre el rostro de cada una de mis hermanas; una muerta joven y perfecta, con una sola flor sobre la almohada.
El viento agitaba los grandes triángulos de papel, sin llegar a derribarlos.
Georgina, con los ojos absortos en alguna visión terrible, parecida a la mía, exclamó bruscamente:
- “No me gustan estos juegos”- y, apartándose del espejo, se sacó el sombrero y lo arrojó, apelotonado, contra el suelo.
Durante un tiempo, la hilera de cabezas frente al espejo me entregaba imágenes probables y tristes, rostros velados para siempre, y me pareció que hubiese sido mejor aguardar a que el viento señalara la muerte más próxima, para ser más dulces, más tiernas, con la hermana que debía morir primero.
Era la segunda noche que, desde mi cama, oía abrir la puerta que daba al jardín y los mismos pasos cautelosos que se alejaban de mi ventana. Como si esa salida misteriosa, por la puerta más cercana a la calle, entrañase un peligro, un mundo nuevo e ignorado en la vida de alguna de mis hermanas, yo permanecía despierta esperando que regresaran.
Incapaz de adivinar quién era, esa noche me propuse comprobarlo, y después de aguardar a que los pasos se perdieran en el fondo del jardín, me levanté con la mayor cautela, y envuelta en una manta oscura, salí al patio iluminado por la luna llena.
Los grandes paraísos de la calle Tronador trazaban enormes senderos de penumbra sobre los muros de la casa. Avancé agazapada, procurando que mi sombra no se alargara demasiado, hasta guarecerme detrás de una palmera desde donde se dominaba el fondo y ambos lados de la casa.
A pesar de que la luna me permitía seguir los menores recodos del camino, no vislumbré a nadie en ninguna parte. Supuse que los pasos se hubieran encaminado hacia la calle, pero comprobé que el candado del portón se hallaba en su sitio habitual.
De pronto descubrí que una forma se movía en la parte más clara del jardín. Apoyaba contra un árbol, envuelta en un amplio poncho que había pertenecido a mi padre, después de mirar el cielo unos instantes, abrió los brazos para desembarazarse de él.
Desnuda, silenciosa, inmóvil, su cuerpo se destacó contra la porción oscura del grueso tronco. Sin un estremecimiento, como si esperase algo, permaneció en esa actitud minutos. Cuando se inclinó para recoger el poncho, regresé apresuradamente a mi cuarto, y ya en la cama oí su pasos sigilosos, la puerta que se cerraba suavemente.
A la noche siguiente, oculta tras la palmera, la vi, de nuevo, reclinaba contra un árbol, desnuda por completo, resplandeciente de luna. Pero no había transcurrido un minuto cuando percibí que un hombre se acercaba, silbando, por la calle Tronador. Al llegar al límite de nuestra verja, el silbido se detuvo. Amedrentada, estuve a punto de gritarle que se cubriese, por más que era imposible verla desde la calle. Pero ella también había oído, y, apresuradamente, recogió su poncho para regresar a la casa.
Aunque demoré el sueño muchas veces, la escena no volvió a reiterarse.
Un día que buscaba un libro en el dormitorio de Marta, descubrí, entre sus cosas, un método para adquirir belleza. Algunas hojas dobladas señalaban una receta que consistía en salir, desnuda, en una noche de luna llena. Bastaba hallarse algunos minutos en contacto completo con su luz fría, para lograr una seducción irresistible. Era evidente que, al sumergirse tres veces consecutivas en ese baño de luna, ella esperaba intensificar su efecto.



*De Norah Lange.
-Fragmento de Cuadernos de Infancia. – 1937 -














Sueño sobre sueño*



*Por Miriam Cairo. cairo367@yahoo.com.ar



Todo comenzó justo en el momento en el que se abría la ancha envergadura del tiempo, cuando la luna se animaba a nacer y morir entre dos sueños. Hubiera podido ser cualquier distancia, unos milímetros, por ejemplo, para no estar tan lejos, para que la luna no tuviera que estar terminando y recomenzando cada vez como si la noche nunca cesara.
Aquella vez soplaba un viento tremendo entre los dos sueños. Era una cosa confusa el viento. Los escuadrones de alucinados avanzaban triunfalmente a un lado y a otro, contaminándolo todo con un furor perpetuo. Uno allá, otro acá. Uno acá, otro allá. Todo comenzó a unos milímetros del silencio.
Pues bien, uno de los sueños andaba por todas partes: en la calle, en el automóvil, en el tren, en la oficina, en la escuela, en la fábrica, en el fondo de los órganos y del alma. Fue casi lo mismo. El otro sueño subió a un atestado autobús de una ciudad igual pero distinta a última hora de la tarde y rozó accidentalmente el hombro de alguien que lanzó un suspiro. Después, uno de los sueños llegó a su casa. Deambuló como una sombra por las habitaciones, madurando una idea. Sólo le crecían los ojos. El otro sueño también llegó a su casa, y al mismo tiempo, no a la misma hora pero al mismo tiempo, el otro sueño jugó despreocupado, así. Uno aquí, el otro allá. Uno allá, el otro aquí.
Primero, la imagen de la noche entera cabía en una cabeza de alfiler. Luego, la cabeza del alfiler cupo en la noche entera. Sé que es extraño pero es verdad. Puedo jurarlo. Como es extraño todo el resto del mundo. Vistos desde afuera, estos sueños eran fantasmas envueltos en una niebla de fábulas. Vistos desde adentro eran dos valvas cítricas, regadas por el rocío fresco de la tarde. Vistos a trasluz eran dos haciendo de las tormentas su morada.
La desnudez se iba haciendo limpia de referencias. El espacio cabía en una pecera llena de pájaros amotinados contra el tiempo. Todo comenzó fuera de la pecera, en Nueva York. En un hotel no, en una casa. No. Todo comenzó en el aeropuerto, en las horas de espera, como aquella novela de Juan Martini. Un sueño iba por los aires, atravesando mares, empujando nubes altísimas. Esto era cosa de los sueños, no de la novela de Martini. El otro sueño viajaba dentro del artefacto de hierro, hormigón y cristal. Un sueño tenía pasaje, el otro no. El sueño con pasaje perdió por completo las coordenadas de la realidad con la cara pegada a la ventanilla viendo al otro sueño atravesar una por una todas las nubes. Ambos sueños, el del avión y el del aire, entraron en el aeropuerto por el lado sudoeste, "cosa inusual" dijo el sueño con pasaje.
En Nueva York eran las diez de la mañana cuando todo comenzó después de los primeros comienzos. El sueño de los aires estuvo con los poemas de Carver y con los diarios de Cheever durante todo el vuelo, hasta que, ya en tierra, el sueño del avión dijo: "Esto es Brooklyn, esta zona se llama Williamsburg. Luego pasearemos por las librerías, beberemos café". No llovía. El sueño del aire entró y salió por el hueco de un anillo de luz difuminado en la memoria.
Después todo se fue encadenando. A un comienzo le sobrevino otro comienzo. Nueva York se inmovilizaba sobre los escalones de una escalera progresiva de ensueños mientras un sueño llevaba a otro sueño a recorrer los pequeños bares llenos de periodistas, escritores, músicos, estudiantes. Una flor encendida navegaba sola por las calles y les hizo un gesto con su mano de flor, un saludo semejante a un presagio.
Todo comenzó después de uno y otro y otro comienzo. Era una forma natural para los sueños comenzar. Esta y otras cuestiones se explican por su condición delgada, inadvertible, o por amor al silencio, o por amor al lenguaje, o por amor, o no se explican porque no pueden explicarse.
Las palabras siempre han sido silenciosas. Sobre todo a la hora de explicar los sueños. Quien elija los soñadores en detrimento de los soñados, a los soñados en detrimento de los soñadores, cae en la verborragia de la verdad y de la mentira, de lo posible y de lo imposible. Cae en la verborragia.
Ajenos a todo esto, los sueños siguieron paseando por Nueva York y llegaron a Brooklyn. El sueño que apoyaba los pies en el suelo llevaba al otro sueño enredado en el cuello como bufanda. Garuaba y no encontraron un lugar disponible donde comer. Decidieron ir caminando hasta Union Square a tomar el tren para volver a casa. Bajo la lluvia, los sueños se iban humedeciendo con alegría. Reían por el camino de tanto en tanto. El hecho era que un sueño contaba historias, relacionaba mundos, demostraba que la razón estaba de su parte, de parte de los sueños.
Todo en voz baja. Todo con paso breve y aliento corto. Sueños cayendo sobre la ciudad primero, luego sobre las sombras. Sueños que se extrañaban, se recobraban, calmaban sus lenguas, se cruzaban de vereda, se entrecruzaban, ascendían con pasos breves, pegados a un cráter de las nubes.
Si alguien, que todavía no es sueño, quiere llegar a serlo, debe saber que los sueños pegados al cráter de las nubes hacen lo siguiente:
1) Vaciar la luz del propio cuerpo arrancado a la unidad sonora de una canción.
2) Descalzarse, meterse en la boca del sueño (cada sueño en la boca de otro sueño).
3) Salir de su boca, palpar el astro de vuelo en vuelo.
4) Hacerse.
5) Deshacerse.
6) Volver a comenzar.
Todo completamente azul. Sonata azul, astro azul, cabellos azules, poema azul. Palabras dichas en inglés como si fueran palabras dichas en otro idioma. En el idioma del amor o del deseo. En Nueva York brillaba la ausencia de la luna con un plateado tan intenso que encandilaba. Se podía decir que desde un comienzo ningún sueño había visto un sueño igual. Ningún caballo había visto jinetes iguales.
Podría decirse que de todos los rayos de luz el más luminoso era el que se había escondido tras su propio brillo. Podría decirse que dentro y fuera de las nubes los sueños volvían a soñarse sin siquiera saber que se soñaban. Lo cual es cierto.

















En Honor de Norah Lange* 



*Macedonio Fernández



No siempre nos sentimos preparados para improvisar - esto no sería nada, pero tengo otra dificultad que luego diré, más lo haré, aunqué tuve aviso con poca anticipación, sí me toleran una manía que me domina en momentos así: nunca se me ha visto improvisar de otra manera. Todos los artistas has mostrado rarezas en sus horas literarias. Víctor Hugo que escribía un libro cada año, no se sentía fuerte para comenzarlo hasta que había conseguido pasar todo ese año sin pensar en nada; Núñez de Arce no tomaba la pluma sin ponerse...opa al instante; Balzac no escribía sin tener cerca de si la ausencia en viaje a Europa de su madrastra. Colón no descubría continentes, ó lo hacía enteramente de mal humor, si no se los ponían por delante impidiéndole seguir la redondez hacia el Así; para Baudelaire el vacío de la cabeza era la sensación que más lo estimulaba a llenar la primer página; y el ocioso Byron al empezar a trabajar no hacía nada, pasaba tantos años sin reflexionar en cosa alguna que cuando quería retratarse no acertaba con la postura de pensar. Yo, con la modestia de quien ha nombrado a Núñez de Arce, no puedo improvisar sin ponerme los anteojos de leer y un papel delante, así la seguridad que siento de no decir nada imprevisto, de compromiso, me dá inspiración.
Sí yo dijera todo lo que tiene de encantador Norah, si os hiciese conocer qué elegante es su línea alzándose del diminuto pié a esconderse en el nido de la cabellera metálica, el vuelo expresivo de su querida fisonomía, lo que hay de leal en su amistad, lo que hay de medido y de sin freno en sus andares, conductas, sus prudencias de hacendosa y ahorrativa, su mansedumbre ante una existencia de labor odiosa de oficina, su alegría tan merecida del sábado y domingo libres, sus desprendimientos de dinero, de un dinero tan contado en su carterita ante la colecta para algún artista, sus despreocupados ímpetus y alegrías en la bohemia; cómo la quieren todos, Evar Mendez más que nadie, Scalabrini, Bernardez, Borges, Marechal, Hidalgo, Xul Solar, y...y...no es este el momento con tanto rival, de una “declaración mía, y además, ya Norah me dijo hace años “vuelva Ud. cuando tenga 20 años menos”. Cómo me conoció el defecto! Porqué me quedé tanto tiempo habiendo tanta luz, hoy que se abusa tanto de la iluminación? Y además, donde no estará iluminado si está Norah? No fue exigente, sin embargo, sólo 20 años menos, cuánto tiempo más necesitaré para esto! Si yo revelara toda la grandeza sumisa que hay en su vivir de hogar y práctico y de afectos, y todo el arrebato sin prudencias en el arte y en la bohemia, quién no me pediría aquí mismo su mano, creyéndome su papá, por lo mucho que intento conocerla? Sería una mala chanza pedir que la dé a otros, sí la quiero para mi, y tengo una promesa de ella tan positiva.
Querida Norah: discúlpeme, me han invitado de un tiempo a dos banquetes como si creyeran que estoy sin cocinera y ando sin aliento. Pero con vehemencia le digo que comprendo hondo su suave ser, y lo deseo, con tantos que la quieren, visiones de arte y de pasión, siempre cerca de su existencia. Y paciencia conmigo, que hago progresos; ya he empezado a atrasar años y sin falsear la cuenta, sin saltear ninguno; pronto volveré por su promesa, y me faltan muy pocos para que me falten todos los veinte.















*


"Lo trascendental se reparte y se le encuentra, de repente, en los gestos y en las cosas más triviales, menos sospechosas: una carcajada, una bicicleta, una tela de araña."


*Norah Lange (1905-1972)
-Papeles dispersos-








Inventren







Esa melancolía era una feroz compañía*



La foto de los galpones sin techo, donde se guardaban las locomotoras.
Fotografía de la remota época donde el humo, las neblinas y los tonos de gris en las películas se llevaban de la mano.  Como su padre que lo llevaba de la mano con el cigarrillo colgando de la boca, mientras se tomaba un descanso de su mundo de trabajo donde casi todo era un “hacer” concreto.

Entonces el hombre volvió a ver otras fotos de su padre, el cigarrillo colgante, esa fuerza de lucha que parecía imposible de doblegar aún por el tiempo, ese gigante. En ese día que era el del cumpleaños de su padre siguió pensando en esa época de la sociedad del humo, donde en las fábricas se trabajaba. Donde el trabajo era tan visible como el hollín en la ropa de los trabajadores. Usando esa vaga excusa para seguir con su mente apresada por la feroz melancolía, el hombre se subió al tren con destino a José Ramón Sojo. Sentía la vocación del paleontólogo que quiere reconstruir al dinosaurio a partir de unos huesos enterrados. Quiso entonces imaginar al ferrocarril y quizás al mundo de su padre y de muchos hombres como su padre, desde ese edificio que en la foto son paredes sin techo, con cardos y pastos crecidos en su interior donde antes descansaban las bestias negras de panza de fuego que vio pasar en su infancia.
Como cualquier otro, el hombre teme a la frustración y más aún al desencanto. Teme que ni siquiera eso exista, que la ceremonia inconsciente que lo motiva ni siquiera pueda concretarse. Arrastra demasiados caminos equivocados, y una edad en que la ilusión ya no lo lleva, como acaso antes ocurrió, todos los días a deseos posibles.

Él sabe que los días de lluvia son sus días libres, para viajar o para intentar alguna aventura como la de aquel día, visitar un galpón abandonado en un lugar donde años antes de la vuelta del tren sólo había campos, "población rural dispersa" según leyó en el último censo.

Al menos, aunque no lograse realizar su trabajo de resucitador de pasados fabriles, si la tormenta no amainaba, el hombre esperaba al menos encontrar un bar en la estación para hacer notas en su cuaderno de andanzas.
El tren y el viaje son un modo de suspender algo y entregarse al azar del destino.

Hay cosas muy locas, piensa, mientras anota en su cuaderno la pintada que ve al bajar del tren con mirada de recién llegado:

"No dejes que tu vida la maneje un robot: Karel Čapek"

Decidió bajar del tren, a pesar de la decepción de hallar un andén devastado por una vejez que no distorsionaba ni la cortina de lluvia de esa tarde de abril. Con lentitud el hombre siguió caminando bajo la lluvia en un sendero asediado por el barro y el pastizal.

“Estos tipos al menos podrían haber construido una vereda desde la estación”, pensó, “o quizás es a propósito, no les interesa”


Pensó que si hubiera sabido que estaría caminando bajo la lluvia, solo, en un sendero donde iba embarrando los zapatos, si lo hubiese sabido de antemano, quizás hubiera seguido arriba del tren hasta un pueblo amable, que al menos tuviera un bar para tomar un café protegido de la lluvia, y donde pudiese intentar escribir algún título (al hombre sólo le salen títulos, los escritos nunca los logra)


Al final del sendero hay una edificación. Hay un portal de entrada con grandes carteles, y una garita donde una especie de portero o vigilante le hace señas de que pase, que vaya hacia el interior, que las visitas son bienvenidas.

Ojalá fuera un museo ferroviario, se dice el hombre, pero es un templo de alguna forma de esas modernas religiones que intentan reemplazar a las antiguas.
Hay una consigna que se lee a poco de entrar, en un cartel que se prende y apaga en múltiples lucecitas de colores como las de los bingos:


"NUESTRO DIOS NO CASTIGA, SÓLO LIBERA"
Y más abajo, en letras luminosas algo más pequeñas: "Todos son bienvenidos"


En la gran nave silenciosa  ve un pastor electrónico parado detrás de un atril, con un dispositivo para comenzar en el momento justo en que ingresen fieles. El buen robot de aspecto humanoide comenzó a darle palabras de bienvenida al percibir su presencia. El hombre no quiso oírlo y se hubiese ido en ese momento, si no fuera por la curiosidad de observar que hay filas de bancos provistos con anteojos de realidad virtual para cada fiel que se siente allí. Frente a la línea de bancos también se despliegan tableros verticales con botones que dan opciones para elegir diferentes tipos de sermón del robot pastor:

La misión universal del señor.

Sanación angelical.

Oraciones a los 7 arcángeles.

(Y otros a los que el hombre elige negarles el acento de una mirada)

En un lateral, por encima de ornamentos e imágenes sagradas hay un cartel que advierte: absolutamente prohibido fumar en el interior del templo.
Ahora si siente, sin tener claro un por qué,  cómo se derrumba en su interior la edad del humo. Siente de súbito cómo caen las chimeneas, desaparece el hollín, se precipita el cigarrillo colgado de la comisura de la boca de su padre mientras no para de trabajar. Es el fin de este lugar que nunca más tendrá vaporeras. El símbolo que anuncia la muerte de la época en que el hombre nació y creció.


**


Lo único humano era el portero de la entrada grande que saludaba en su garita, y ese hombre está tan solo, que por hablar un poco y sin que le pregunte, le dice que el pastor emprendedor que construyó el templo con un dinero llegado desde otro país vive en Saladillo. Los fieles vienen de todas partes, dice, pero hay horarios de reuniones que usted puede ver en la tablet.
Sin que el visitante lo pida, el portero despliega en su ordenador portátil una grilla de horarios y descripción de eventos, entre los que el hombre pude leer:

-Reunión de causas imposibles: Todos los sábados a las 18 horas.

Ahora el hombre puede levantar la mirada y terminar de aceptar lo que leyó en el gran cartel del pórtico de entrada a la nave del antiguo galpón de locomotoras devenido en iglesia robótica: "Pare de sufrir en José Ramón Sojo"



*De Eduardo Francisco Coiro.






-Próximas estaciones de escritura:

PLOMER    
-Por Ferrocarril Midland-

JUAN ATUCHA.  
–Por Ferrocarril Provincial-


***
El recorrido por venir del tren literario en el Ferrocarril Provincial:

JUAN TRONCONI.    CARLOS BEGUERIE.   FUNKE.   LOS EUCALIPTOS.     FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN GOYENECHE.    GOBERNADOR UDAONDO.   LOMA VERDE.  
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN. GOBERNADOR DE SAN JUAN RUPERTO GODOY. GOBERNADOR OBLIGADO.  
ESTACIÓN DOYHENARD.   ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA.    D. SÁEZ.    J. R. MORENO.     EMPALME ETCHEVERRY.   
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY.   LISANDRO OLMOS.  INGENIERO VILLANUEVA.  ARANA.  GOBERNADOR GARCIA. 
LA PLATA.

***

El recorrido por venir del tren literario en el Ferrocarril Midland:

KM. 55.    ELÍAS ROMERO.    KM. 38.   MARINOS DEL CRUCERO GENERAL BELGRANO.   LIBERTAD.  
MERLO GÓMEZ.   RAFAEL CASTILLO.    ISIDRO CASANOVA.  JUSTO VILLEGAS. 
JOSÉ INGENIEROS.   MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE.  ALDO BONZI.   KM 12.   LA SALADA.   
INGENIERO BUDGE.  VILLA FIORITO.  VILLA CARAZA.   VILLA DIAMANTE.
 PUENTE ALSINA.  INTERCAMBIO MIDLAND.



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