lunes, julio 05, 2021

EDICIÓN JULIO 2021.

 


*Dibujo de Erika Kuhn. https://obraerikakuhn.blogspot.com/

 

 

 



 

 

 

*

 

Salgo al patio

y es de noche.

Puedo presentir

la lluvia en el aire

aunque todavía no ha caído

ninguna gota.

Su presencia es más fuerte

que el olor del romero

que acabo de cortar

para traer a la casa.

Recibimos del mundo exterior

aquello que impacta

en nuestros sentidos,

con la misma fuerza

de una tormenta

que se avecina.

Sólo de ese modo

logra conmovernos

el mundo.


*De Cecilia Figueredo. ceciliafigueredo@gmail.com

 

-Cecilia nació y vive en Concordia, Entre Ríos. Es Diseñadora en Comunicación Visual. En 2017 publicó su libro de poemas: De ahora en más.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Historia de Epidemiópolis, la ciudad del contagio perenne*

 

 

*Por Alejandro Badillo. badillo.alejandro@gmail.com

 

 

Me hallaba errando como un extranjero en la Tierra, abrumada mi paciencia por la tiranía, la sofística y la hipocresía, cuando llegué a las costas de un país desconocido. Descendí de la nave que había sido mi hogar durante innumerables jornadas. Un ave miró mis pasos vacilantes en la playa. El calor inundaba con su fiebre las cosas: mi alforja, un catalejo medio oxidado y un montón de hojas amarillas, olorosas a humedad, pero que aún servían para anotar las incidencias de mi viaje. Caminé guiándome mientras el clima cambiaba, se hacía más frío, se enturbiaba. Estaba atento a cualquier estímulo: el lento fantasma de una nube o el primer bosquejo de una ciudad. Atrás quedaba la voz del mar, su vida blanca que me había llevado hasta esa zona.

Después de dos jornadas de viaje, a punto de agotar mis provisiones, llegué a una casa solitaria. Llamé a la puerta de madera. Escuché una voz de mujer murmurando algo ininteligible. Después hubo pasos que se acercaron a la puerta. Le dije que era un viajero fatigado, harto de los espejismos del mundo, y que necesitaba un poco de comida y descanso. Entonces, desde el otro lado, la voz de mujer se aclaró y, liberada de su peso, me dijo que había llegado a Epidemiópolis, la ciudad del contagio perenne. Añadió que, a partir de su hogar, había otros más, separados convenientemente para evitar contagios entre sus habitantes. No podía dejarme entrar, pero me ofrecería un poco de comida y agua para que pudiera seguir mi camino. Le agradecí extrañado y con vivos deseos por saber más de su historia.

Se abrió la puerta y una mano temblorosa empujó un par de frascos con conservas y una botella de vidrio con agua. Esperé a que la figura, embozada por la penumbra que proyectaba la casa, desapareciera. Imaginé que la mujer pasaba largas jornadas en soledad y que mi compañía, aunque lejana, la aliviaba. Al acabar un par de tragos que calmaron mi sed, la voz volvió: me dijo que en una edad antigua una feroz epidemia asoló todos los rincones de ese mundo. Los sobrevivientes de esa región, ancestros lejanos de ella, después de enterrar a sus muertos, trataron de seguir adelante con sus vidas. La enfermedad que había originado todo, siguió la voz, se había salido de control, como una bestia que embosca después de haber estado presa por muchos años. Quizás fue la soberbia de los hombres que subestimaron los contagios. Quizás fue que la humanidad de ese tiempo había llegado a un límite. Los que quedaron tuvieron periodos breves de prosperidad. Sin embargo, cuando creían que la maldición había terminado, la enfermedad regresaba para diezmarlos. No había medicinas ni estrategias para derrotarla. Cada vez que los últimos náufragos de la fiebre –unos puñados de dolientes– pensaban que había llegado su fin, el contagio se interrumpía y recobraban la salud. Varias generaciones vivieron para sufrir un exterminio que solamente se detenía cuando ya no había esperanzas.

La voz pareció menguar. Imaginé a la mujer recolectando, en silencio, los restos dolorosos de su pasado. Continuó su historia desde el otro lado de la puerta: sin más conocimientos que las leyendas orales dejadas por sus ancestros, confiaron en el destino y, acaso, en la frugal interpretación del clima y de los fenómenos celestes. Sin necesidad de acumular bienes pues la muerte podía llegar en cualquier momento, los avariciosos comenzaron a repartir los excedentes de su comercio. La única constante, para toda la población, fue la terrible certeza de que la pesadilla los seguiría. A pesar de eso, habitaron la ciudad sin interrupciones y reconstruyeron algunos edificios esperando que la labor les hiciera olvidar, aunque fuera por un momento, la amenaza que pendía sobre sus cabezas. Para entonces ya habían olvidado el primer nombre de la urbe y comenzaron a referirse a ella como Epidemiópolis, la ciudad del contagio perenne. Algún habitante escrupuloso grabó, en una de las calles centrales, que la enfermedad repetida una y mil veces era, en realidad, un mecanismo regulador, una cosecha de muerte necesaria para evitar que los habitantes de Epidemiópolis se fortalecieran, pensaran que Dios estaba con ellos, y salieran a conquistar el mundo. Era un equilibrio autoritario, es cierto, pero aceptado paulatinamente por todos.

La voz de la mujer se desvanecía e imaginé a una viajera luchando contra violentas rachas de viento. Antes de extinguirse, contaminada por una tranquila locura, alcanzó a decirme que la epidemia era la vuelta matemática de los astros, el eco monstruoso de una gota, la línea del mar que siempre vuelve, que erosiona la memoria y que desbasta las piedras hasta darles formas prodigiosas y continuas. La gloria sea con Aquél que no se nombra.

 

 

*Alejandro Badillo. (Ciudad de México, 1977)

Es autor de los libros de cuento Ella sigue dormida (Tierra Adentro), La herrumbre y las huellas (Eeyc), Vidas volátiles (BUAP), Tolvaneras (SC Puebla), El clan de los estetas (Universidad Veracruzana. Premio Nacional de Narrativa Mariano Azuela) y las novelas La mujer de los macacos (Libros Magenta) y Por una cabeza (Premio Nacional de Novela Breve Amado Nervo).

Ha participado en publicaciones como Luvina, GQ, Letras Libres y el suplemento “Confabulario” de El Universal. Colaborador de la revista Crítica y exbecario del Fonca. Ha sido antologado en diversas compilaciones de minificción.

 

 

 

 


 

 

*

 

 

Hay gente que construyó su casa en un pueblo

una gran mansión

rodeada de decadencia y perros.

Se trata de cerrar la puerta e ignorar

lo que hay del otro lado:

una casa es un refugio

un lugar donde asentarse y prender el fuego

un muro que contiene

el hambre del exterior.

Otros eligieron austeridad

casas mínimas

rodeadas de lagos y playas.

"Amo la naturaleza", dicen sus poseedores

luego ven un barco en lontananza

y sueñan con alfombras y sofás.

Unos y otros envejecen, trabajan

tienen hijos.

Los hijos de los de las mansiones van a la playa en verano

conocen gente

se hacen amigos

de los amantes de la naturaleza.

Cada uno

añora la vida del otro

los padres hacen

intercambio de casas.

La naturaleza es un equivoco

-concluyen-

como el dinero

como el confort.

 

 

*De Mercedes Álvarez. alvamercedes@gmail.com

 

-Mercedes nació en Tandil, provincia de Buenos Aires, en 1979. Vivió en Mar del Plata hasta los diecinueve años. Entre 1998 y 2006 residió en España, donde se licenció en Sociología por la Universidad Pública de Navarra. Realizó un máster en Gestión Cultural.

-En 2013 con el relato Grow a lover ganó el premio Edmundo Valadés de cuento latinoamericano.

-Publicó los libros Vecinos (Baile del Sol, España, 2010), Historia de un ladrón (Caballo de Troya, España, 2010), Imitación de los pájaros (Zindo & Gafuri, Buenos Aires, 2013), Ficciones súbitas (comp., Eds De aquí a la vuelta, Buenos Aires, 2013), Saigón (Zindo & Gafuri, Buenos Aires, 2015), El cuerpo intacto (2017, Penn Press), Grow a lover (2018, Pensamientos literarios)

 

En este año ha publicado La gota en la piedra (novela, Mardulce, Buenos Aires) 2021

 

 

 

 

 

 

 

 

 

VISITA A LOS DIOSES*

 

 

El río es marrón, pero si habría que usar los colores para retratarlo en una tela, entonces viene el problema de ponerle blanco a veces, otras un increíble tono malva, y otras ese celeste engañoso con el que suele espejar el cielo. No se deja apresar este río, no se deja definir, fluye, cambia, se desprende de la piel y muta para confirmar a Borges que confirmó a Heráclito que dijo lo que todos sentimos alguna vez mirando el agua, que el río es el mismo, que el agua pasa, que la ilusión de bañarse en las mismas aguas es la mentira de creer que se puede detener el tiempo, que se lo puede volver atrás; la mentira de pretender que la forma mantenga el contenido en este colador que es el tiempo, que es la historia, que es este río que se precipita por la llanura, sobre el continente, a través de la inasible Historia.

Verlo desde la costa no es transitarlo en bote de madera. No es para nada, contemplarlo desde la orilla, sentir el ruido del motor Villa explotando en un escándalo continuo, recibir con eco los sonidos de los chicos morenos pescando en la barranca, los pájaros que gritan sus cosas allá arriba, las olitas que se enmudecen pero persistentemente agregan un sordo tamborileo que trepa por las tablas despintadas.

Hay que hacer el viaje en bote de pescador, bote hecho a mano para que las curvas tablas encajen y formen la silueta primordial del pez. En una lancha rápida, en un barco, en un velero, se puede llegar a creer que se entiende algo. En el bote de pescador la lentitud, la vista a ras del agua aquieta la soberbia, uno se conforma con formular apenas alguna pregunta cuya respuesta conocerán los dioses.

La borda fue amarilla, fue roja, ahora es las dos cosas y tiempo y viajes. La pintura descascarada corresponde con los remos macizos en el fondo, con las tablas un poco carcomidas, con este río que tiene agua nueva y es viejo como los mares océanos.

El bote avanza por la orilla que se derrumba. Barranca entrerriana a dos colores, arriba una tierra blanca que supongo calcárea, y abajo la arcilla que cede y forma cuevas y se termina tirando al río con la melena de pasto y algún árbol que se inclina y moja la copa y al fin acaba en el agua que todo lo devora.

Brazo ancho que cruzan los caranchos en planeo extático de depredador.

Brazo ancho el de este río navegado por camalotes.

Y basta hallar una boca, y meterse en el arroyo serpenteante. Las orillas ya con una dimensión humana, las riberas con camalotes floridos, un sendero de agua declaradamente marrón en el medio, estrecho, marcando los sinuosos visajes con la senda justa para el bote. Las flores flotantes agrupadas en varas violáceas, bellas, perfectas, ofrecidas al amor de los insectos y a la admiración de los hombres.

En los lados, el verde perfecto.

Los árboles se rizan en enredaderas que forman tiendas, que crean la sombra y el escondite. Entre el verde compacto se encienden unas hojas que al secarse se colorean de un naranja de fuego. Otras son llamas rojas imposibles. Otras hojas son amarillas. Pero el verde ejerce su dominio heterogéneo. Hay muchos verdes; cada planta contribuye con su hebra para formar un dibujo incognoscible.

La canoa entre los camalotes en la orilla. El asado que humea blanco y sabroso. Las libélulas, las mariposas, los hongos de sombrero blanco, de sombrero marrón. El sapito en la grieta de la arcilla con sus ojos desorbitados. Las pisadas del carpincho que subió del agua. Los cardenales de rojas cabezas persiguiéndose entre las vertiginosas ramas de un árbol. Mi presencia insignificante.

El día que gira con truenos lejanos.

Hay que empujar el bote para sacarlo del barro, hay que bogar con el remo que se hunde en el cieno flojo para que la hélice no se enrede en los camalotes.

El glorioso cielo de la tarde que cae cuando es la vuelta.

En el reflejo de las nubes sobre el agua veo las torres y cimas de la ciudad de los inmortales. Había intentado ser puerilmente feliz. Mancillada de civilización, viciada de literatura, me resigno a llevar mi mundo sobre los hombros. Cómo verá al mundo, cómo me verá a mí el Martín Pescador sobre la inmóvil rama del poniente.

No me hago el propósito de regresar. Cualquier propósito de la voluntad humana es ridículamente infantil frente a la inmensidad de los elementos.

Los hombres azules dicen en el Sahara "el desierto es más grande" para marcar la omnipotencia de ese vasto ser que dispone de las míseras suertes de hombres y de camellos. Miro en derredor y pido clemencia a este otro Dios que se recuesta sobre la América.

Yo me digo que el Paraná, el arroyo, los pájaros y los insectos son ahora sólo imágenes en mi memoria endeble. Yo, condenada a la desaparición, acabo diciendo, diciéndome, "el río es más grande".

 

*De Mónica Russomanno. russomannomonica@hotmail.com

 

 

 

 

 

 

 

 

*

 

 

Hay una casa

en la altura un ángel

agua

ves el agua de noche aunque no veas

estás en la casa

escuchás el sonido

agua de montaña

abriéndose paso entre las piedras

percibís

la caricia de las plumas sobre las plumas

frotándose el ángel las alas

abrís los ojos

ves ahora aunque no veas

una luz

el hilo de su presencia

resplandor

ves ahora aunque no veas

la luna

y el río

ese fulgor en lo oscuro

lo sagrado

sagrados

sagrados los ojos que ven sin miedo

la casa el ángel la luna el río la noche

sagrados

ese infinito estar

el paraíso

sagrada ves ahora aunque no veas

el viento estremecido

las alas agitadas

ves ahora aunque no veas

sagrada

sagrado aquél que viendo

no destruya su rostro

no destruya sus alas.

Hay una casa

en la altura cielo

agua

ves ahora

la casa la luna el río la noche

ves las plumas.

 

 

*De Lorena Suez. suezlorena@gmail.com

-Inédito-

 

- Lorena nació en 1975 en la Ciudad de Buenos Aires, es Licenciada en Ciencias de la Comunicación y Psicóloga Social.

En 2016 publicó Intemperie, su primer libro de poemas, por Viajera Editorial. Participó en 2015 con su relato “Desde el Mandarino” de la Antología Tetas. Historias de Pecho, por Textos Intrusos. Hace varios años es convocada para leer en la Feria del Libro, en ciclos de poesía, programas de radio y eventos artísticos. En 2018 publicó Mis Vendavales, su primer libro infantil por la editorial Peces de Ciudad. Con Mis Vendavales viajó a España y presentó el libro en diversos espacios como bibliotecas, radios y librerías, alcanzando a un gran público infantil.

-Concluyó una novela inédita para adultos.

-Propone acompañar la creación literaria en modo individual y grupal.

 

 

 

 


 


 

 

 

Etimología*

 

 

Mucha gente opina que no es importante conocer la etimología de las palabras. Saber porque al huevo se le llama "huevo", a la tortilla, "tortilla" y a Don José "Don Pepe", es imprescindible en estos tiempos. Stefen Plumkier que dedicó toda su vida al estudio del origen de las palabras, la razón de su existencia, su significado y su gramática, ejemplarizaba con su léxico, depurado y generoso, al público que asistía a una de sus innumerables conferencias.

En la lección magistral que impartió en el Colegio de Astrónomos, cautivó al público con las aclaraciones que aportaba a un sin fin de preguntas relacionadas con la jerga científica del espacio. La mayoría tenían origen en las leyendas basadas en deidades, por eso sorprendió tanto que les hablara del Ogro.

Su voz resonaba en el claustro: "En Çatalhöyük, una ciudad que data del período neolítico, fue encontrado lo que se considera el comienzo de la historia de Anatolia. Se trataba de un fresco mural del año 6200 ADC, que presentaba en primer plano, las casas de la localidad, y al fondo, un volcán humeante en erupción; se cree que el volcán era el Hasanda. Otro fresco, actualmente expuesto en Ankara, representa pictográficamente el mismo pueblo con sus ciudadanos atemorizados por la visita de un ser tan grande, que les tapaba la luz del sol."

"El estudio conjunto de ambos frescos nos identifica el pueblo, nos da el censo de sus habitantes y nos descubre el nombre del Ogro" - Siguió Plumkier

- "Este Ogro, que sumía al pueblo en la oscuridad, se llamaba Eclipse y es quien ha dado nombre al fenómeno que se produce al interponerse un objeto sólido entre un punto y un foco de luz"

La Comunidad de Astronomía, desde aquel momento, incluyó un Ogro en su el escudo como principal símbolo heráldico.

El escudo se oscureció automáticamente.

 

*De Joan Mateu.

 

 

 

 


 


 

 

 

el carpintero*

a mi abuelo Genaro

 

Al compás de algunas canzonetas

le daba ritmo a la verdulera

hasta agotar los escorpiones

quién sabe si volvió a visitar un barco

o si coleccionaba botellitas en secreto

la unión de la madera

con los clavos y el martillo

eran su música cotidiana

la dualidad entre el plato de comida

y los rezongos

a veces ejercía la melancolía

mientras acariciaba un perro

sentado en sus faldas

y hablaba en silencio con las sombras

los espejos fueron sus discípulos

sus cartas de la ausencia

el legado no escrito en los cuadernos…

yo conservo de sus pertenencias

una boina color borravino

y un antiguo reloj de bolsillo

-con una aguja sola-

que cuelga de manera cómplice

en la pared opuesta a la biblioteca.

 

 

*De Hernán Alberto Melfi. impresentable14@yahoo.com.ar

 

-Hernán Alberto Melfi: CABA 1970. Escribió los libros Juguetes Malditos (2013) y Los Titeres Punk (2014) ambos por El Encuentro Editorial. En estos momentos se presta a editar su tercer trabajo. Reside en EEUU

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

EL BOSQUE DE LOS CEREZOS HA PARTIDO*

 

 

Me desperté asustada por el estruendo leve del silencio.

El bosque de los cerezos ha partido.

Ha partido. Ay sin despedirse.

También se ha ido el hombre del sombrero roto.

Se lleva, Ay se lleva la huella de la última nevada.

Los viñedos, inútilmente extendieron sus brazos.

Ay no pudieron, no.

Reclusos crepitan en la pasión dorada del otoño.

El sol, indeciso muerde una manzana de oro.

Ay una manzana de oro.

La esclavitud sonríe en la pausa fresca.

 

El bosque de los cerezos ha partido.

Ha partido. Ay sin despedirse.

El amor y el olvido, mustios

Caminan aferrados al hombre del sombrero roto

Y se llevan, Ay se llevan la huella de la última nevada.

 

 

*De Amelia Arellano. amelia.arellano01@gmail.com

 

 

 

 

 




 

 

 

INOCENCIA*


Él siempre ha habitado el bosque. Este bosque. Este bosque que es, precisamente, lo que la palabra bosque nombra. Le mot juste, la palabra precisa.

Ha deambulado largamente por la foresta frondosa de gacelas de patas temblorosas y de almendrados ojos titilantes; ha transitado los senderos de pájaros de plumaje fantástico. Ha visto virar las hojas desde el espléndido verde al rojo ígneo, en atardeceres que fueron ocasos y también otoños de ardiente puesta del día.

Solo es. La dulzura del aire se ofrece a sus pulmones limpios, la soledad no es una jaula estrecha. La soledad es este bosque interminable que se ofrece en sonidos y en imágenes de sólida belleza, intacta belleza. Cada día es el primer día. La lluvia limpia el universo cada vez.

No conoce la pérdida del acostumbramiento. Cada erguido árbol, cada arbusto retorcido le brinda nuevos deleites en insectos que danzan el aire, en frutos de esférica alegría, en tiernas raicillas que dibujan evanescentes formas fundidas a la perfecta simetría de las telas de araña.

Ah la alegría de las gotas de rocío capturando la primera luz, la última luz.

Solo es. La soledad no le aferra el pecho, no estrecha sus costillas. La soledad no lo abraza con su estrangulamiento de enredadera. No sabe que está solo, y ello lo mantiene salvo de su oscuro veneno.

Siente el gozo de la tierra debajo y del firmamento curvo que dibujan su mundo de capullo cóncavo.

Solo es. Nada lo requiere con premura. Puede demorarse y fluir, puede transcurrir mansamente. Nada lo inquieta.

El ojo de agua en la espesura espeja el mundo. Mira la superficie y se ve a sí mismo como si no se viera. La presencia del otro no lo inquieta. Ve su imagen y es su imagen. No existe la obligación de hallar compañía en el espejo, no lo aferra la bíblica promesa, la bíblica maldición del apareamiento. Solo es.

Único y completo, solo es.

En su universo habita hasta ahora. Este ahora que le ofrece una muchacha casi niña entredormida, entrevista, entresoñada en su lecho de trébol húmedo.

Súbitamente una muchacha casi niña, ingenuidad de melodía sin semitonos en la súbita muchacha entrevista, entredormida, entresoñada.

Súbita muchacha en el lecho de trébol húmedo.

Jóvenes brazos de luna nueva, blancas curvas, tierna postura sedente.

El bosque expone el secreto de la niña clara, aliento de helecho matutino, escultura blanda. De pronto el bosque expone su secreto.

Es la doncella florida, la arcilla dócil, la forma exacta. De pronto el bosque halla su expresión en una criatura que lo resume.

Se acerca con pasos breves.

La recorre tocándola con la mirada, y allí están los anocheceres oscuros, las promesas de la fronda susurrante, la convergencia de los caminos y las aves aleteantes. Todo en ella está. Cada gesto suave de los largos tallos ondulados, cada aroma de fruta madura. Todo en ella se manifiesta.

El bosque es esta figura extendida, y lo contiene como un minúsculo camafeo.

Se acerca con pasos breves. Descansa la cabeza en el regazo de miel y nido. Siente por primera vez que ha estado solo, siente que esta niña le falta, que la añora desde ahora, cuando su cabeza reposa en un estrecho contacto que ya es separación y lejanía.

Ha recibido la amarga revelación de que él es un ser entre los seres, la demorada maldición de saber su individualidad. La condenación lo alcanza en este instante en que ya no es el bosque sino que increíble, atrozmente está en el bosque.

Decir que los hombres mataron al unicornio es acaso un agregado innecesario.

 

*De Mónica Russomanno. russomannomonica@hotmail.com

 

 

 

 

 




 

 

A la mujer a veces se le encabritaba la mirada. *

 

Era como si un río de caballos negros y sedosos la traspasara en la

búsqueda del mar.

Un día se dejó ir desnuda, con pequeños adornos de corales

 rojos y negros.

Llegó hasta la orilla.

No sabía si seguir o volver a la blandura del sueño.

El cazador de gestos sabe el final.

Sea como sea que termine la historia, a la mujer nadie le quitará de los

ojos el brillo de los caballos galopando su noche.

 

*De Cristina Villanueva.

In memoriam

 

 

 

 

 

Inventren

https://inventren.blogspot.com.ar/

 

 

 


 

LA RAZÓN CENTRÍFUGA*

 

Llegué a Roque Pérez. Desde aquí no me queda otra opción que hacer dedo. Pedir aventón traducen los españoles, pero aquí no aventamos las cosas, las tiramos, las revoleamos como quien dice que se saca algo de encima, lo agarra de una esquina, mueve el brazo en redondo por sobre la cabeza, suelta y la cosa sale disparada hacia una esquina del mundo, y se queda ahí donde ya no hace daño. No aventamos ni arrojamos, en nuestro tirar hay una desesperación de revoleo, y me pongo a discurrir sobre temas tangenciales para evadirme de este presente, de este haber llegado casi, de estar tan cerca aunque falte el último tramo.

No hago dedo entonces. Podría ponerme a la vera de la ruta y con el clásico gesto de los mochileros indicar mi deseo de que algún buen samaritano me recoja, pero en este lugar y en estos tiempos podría pasar días esperando que alguien me levante.

En un barcito pregunto si hay forma de viajar a la Estación Juan Tronconi. El hombre detrás de la barra lo piensa un momento mientras pasa la rejilla borrando las gotitas que ha dejado la bandeja de latón que se ha llevado el mozo. Dieciséis kilómetros, me informa. No me pregunta para qué quiero ir a una estación que ha dejado de recibir trenes desde hace más de cincuenta años, su orgullo masculino lo insta a resolverme el problema. Se nota que es uno de esos hombres acostumbrados a solucionar desperfectos, y lo veo dando vueltas un mapa mental de caminos rurales y alambradas, adornado con vagas referencias de tendidos eléctricos repletos de gigantescos nidos de loros.

La maestra. Me dice que la maestra de la escuela número ocho va hasta ahí cerquita de la estación. Que la escuela está a un tiro de piedra. Después si, ahora que me dijo cómo llegar, me pregunta para qué voy. Quiere seguir demostrando eficacia, intenta adivinar, supone que hago un relevo fotográfico de sitios históricos, pero me advierte que la estación ha quedado en un campo privado, y sólo se ve de lejos, detrás de una alambrada.

Me dice que la maestra vive ahí a unos trescientos metros del bar, que si camino hacia la izquierda voy a encontrar una casa con una reja blanca y un ficus en la vereda. Me dice que no me puedo equivocar, que el árbol es enorme y las raíces están tirando la pared que sostiene la reja.

Tuve suerte, encontré la casa, la mujer se mostró amable y accedió a llevarme hasta la escuela. Eso sí, me dijo, tendría que compartir el automóvil con sus hijos y una enorme cantidad de cachivaches. Pilas de cuadernos, rollos de láminas, cajas de diferentes tamaños, un chico de unos nueve años y una nena de siete que fueron todo el camino disputando un celular con el que uno intentaba escuchar una música mientas la niña lo acusaba a la madre y viceversa.

No podíamos mantener la conversación sin gritar, por lo que tras vanos intentos de preguntar o responder superficialidades, pude mirar lo poco que había para ver mientras el auto traqueteaba en el camino de tierra. Vacas, postes, alambradas, pájaros, sembrados que para mi ignorancia podían ser cualquier cosa entre soja o alfalfa.

La escuela consta de dos edificios celestes, uno más grande y con una enorme puerta con arco de medio punto, de hierro, con grandes cuadrados de vidrio repartido. No pude evitar pensar que en la ciudad los vidrios ya estarían rotos, y por la noche habrían vandalizado la escuela aprovechando esos grandes espacios sin rejas. Pero estamos en el medio del campo, aquí se respetan los objetos construidos con esfuerzo humano.

Todavía no llegan los chicos ni las otras señoritas, la maestra abre la escuela media hora antes del inicio del turno para preparar los salones, abrir las ventanas, regar las plantas de las macetas. Me dice que está reemplazando a la directora, que tiene muchas ocupaciones, desaparece con los hijos ofreciéndose a llevarme de vuelta a la ciudad cuando finalice el horario escolar.

Voy hasta la estación. Camino en un silencio maravilloso. Las retamas rojas salpican el pasto que a esta hora tiene un color precioso, brillante, favorecido por la lluvia de ayer. Claro que me detiene el alambrado. Cerca, a unos cincuenta metros quizás, el edificio de la estación con su techo rojo a dos aguas todavía parece vivo. Veo el andén, con las cenefas de madera, las paredes de ladrillo típicamente inglesas como el verde de las aberturas. Allá el galpón de carga, largo y tan hermoso acostado bajo su cielo perfectamente azul. La hilera de altos plátanos retorcidos, el molino dibujado finamente, haciendo contrapunto con el tanque de agua macizo. Todo igual. Faltan los Sosa en la carnicería, la gente llegando con paquetes en sus verduleras, el guarda y su silbato. Falta, claro, la gente. Pero la ilusión de realidad es tan fuerte que creo escuchar las voces entremezcladas con el grito de los teros y ladridos lejanos.

No pertenezco a este paisaje. Me lo contaron. A pesar de mi edad, que ya me funde con todos los paisajes en sepia, no conocí los acopios de cereales de los planes quinquenales cuando se nacionalizaron los ferrocarriles, ni tampoco vi pasar la última formación en 1961. No estuve cuando levantaron las vías, cuando desapareció el puente que unía Roque Pérez con Carlos Beguerie. No estaba yo sobre este andén borrado, cuando esto dejó de ser una estación de trenes para ser testimonio de fracaso.

Vengo a despedirme. Por qué aquí, bueno, porque en algún lugar se derrumbaron las ilusiones, y éste fue uno de esos lugares. Recóndito, centrado en su telaraña de caminos polvorientos, posesión inglesa primero, argentino luego, propiedad privada ahora, desaparecido, inútil, lugar de fantasmas, mancha de lo que no fue.

Recostada contra uno de los postes del alambrado, llorando sin mucha lágrima pero a corazón desollado. En soledad, pequeña, despeinada, con las piernas cansadas, consciente del polvo en los zapatos y de que empiezo a tener hambre. Con pena de tener hambre, porque las ocasiones solemnes no debiesen opacarse con estas cosas. Triste, triste, muy triste. Sintiendo el planeta esférico bajo mis pies, henchida de amor por esta Argentina que me defrauda hasta el vértigo, a punto de ahogarme por la bronca contra esta Argentina que me defrauda. Sabiendo que estoy haciendo un recuerdo, que estoy plantando una bandera en mi memoria, un momento iluminado por el relámpago, una quemadura desgarradora.

Mañana será Ezeiza, el vuelo, la partida.

Aquí, en el medio del campo, que es el medio de la nada o sea el centro del alma y el centro de mi Patria, mirando de lejos las ruinas de una promesa, viendo el puente que falta, las huellas de vías que se desvanecieron, la caída de un enorme toro que desapareció en su propia polvareda. Aquí, antes de volver a subir al automóvil de la maestra, me despido.

Una figura aparece en el andén. No distingo si es una mujer o un niño, la saludo con un amplio gesto de mi mano por sobre la cabeza. Permanece inmóvil un instante y luego, despacio, me devuelve el saludo con lentitud, dibujando un arco ampliamente con el brazo derecho.

¿Soy yo, de joven? Un escalofrío bajo el sol. Quien se va se deja, me digo. Aquí queda mi juventud. Me marcho.

 

*De Mónica Russomanno. russomannomonica@hotmail.com

 

 

 

 

-Próxima estación.

 

En el recorrido del tren literario por el Ferrocarril Provincial:

 

 

CARLOS BEGUERIE. 

 

 

FUNKE.   LOS EUCALIPTOS.     FRANCISCO A. BERRA.

 

ESTACIÓN GOYENECHE.    GOBERNADOR UDAONDO.  

 

LOMA VERDE.    ESTACIÓN SAMBOROMBÓN.

 

GOBERNADOR DE SAN JUAN RUPERTO GODOY.

 

GOBERNADOR OBLIGADO.

 

ESTACIÓN DOYHENARD.   ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA.  

 

 D. SÁEZ.    J. R. MORENO.     EMPALME ETCHEVERRY.

 

ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY.   LISANDRO OLMOS.

 

 INGENIERO VILLANUEVA.  ARANA. 

 

GOBERNADOR GARCIA.

 

LA PLATA.

 

 

 

 

*

 

-Siguiente estación

En el recorrido del tren literario por el Ferrocarril Midland:

 

 

KM. 38.  

 

 

MARINOS DEL CRUCERO GENERAL BELGRANO.   LIBERTAD.

 

MERLO GÓMEZ.   RAFAEL CASTILLO.    ISIDRO CASANOVA. 

 

JUSTO VILLEGAS.    JOSÉ INGENIEROS.  

 

MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE.   ALDO BONZI.   KM 12.

 

LA SALADA.  INGENIERO BUDGE.  VILLA FIORITO.

 

 VILLA CARAZA.    VILLA DIAMANTE.  PUENTE ALSINA. 

 

INTERCAMBIO MIDLAND.

 

 

 

InventivaSocial

Plaza virtual de escritura

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