viernes, enero 07, 2022

HAY UNA HERIDA Y UN RAYO DE SOL EN CADA VIDA...

 


*Dibujo de Erika Kuhn.

https://obraerikakuhn.blogspot.com/

 

 

 

 

 

 

 

 

Ajena*

 

 

A veces vivís una vida ajena.

Un minuto quizás

o diez años, qué más da.

 

Sentís un escozor, un relámpago,

pero te sumergís igual.

 

Lentamente vas perdiendo peso,

de un modo tenue

te vas entregando

te vas pareciendo.

 

Hace falta un duro golpe,

la cercanía del abismo.

 

Cuando ya somos una fruta marchita

se nos da una oportunidad.

 

Hace mucho frío,

es la última oportunidad.

 

 

*De Jorge Santkovsky. jsantkovsky@go.org.ar

-De su libro "Revelaciones".

Huesos de jibia. 2010

 

 

 

 

 

 

 

 

Hastío*

 

 

 Caminarás diez cuadras

de madrugada.

Treparás colectivos.

Bajarás, en andas,

la escalera del subte.

El molinete será 

una espiral sin límite.

Luego, un tifón

mitad ahogado, mitad, desnudo

te dejará a cien pasos

de la oficina.

Alzarás la mirada

verás el rostro

de un compañero

entornados los ojos.

Copiarás la pila

de borradores

en hojas con el nombre

de su firma al pie.

Imprimirás la tanda.

La llevarás al jefe.

Aguardarás que corrija

lo que no corrigió.

Volverás al escribir

lo mismo que escribiste

cambiado el párrafo uno

por el párrafo tres.

Sentirás el deseo

de componer poemas,

y arrojarlos por la ventana

de vidrios sellados

 para que los recoja

un transeúnte.

Almorzarás la vianda

que llevaste en un bolso.

Volverás al despacho

las hojas corregidas

que cambiará el tres

por el párrafo uno

y teclearás de nuevo

porque borraste el viejo.

Ya en el atardecer

percibido en neón

recordará que falta

aquel trabajo urgente.

Te tomará rehacerlo

quince minutos.

Saldrás del edificio

prendido el cigarrillo que deseaste

durante nueve horas.

Antes de terminarlo

te atrapará el gentío hacia el infierno

y luego, un huracán,

al frío de la esquina

donde para tu línea.

Bajarás a diez cuadras

de la puerta de casa.

 

 

*De Alicia Susana Gómez.

https://alicia-susana-gomez-bruzzone.blogspot.com/2021/12/hastio-alicia-susana-gomez.html

 

 

 

 

 

 

 

 

*

 

 

Hay una herida

y un rayo de sol

en cada vida.

 

*

 

Sale otro sol

y el día es solamente

un arrebol.

 

*

 

El tiempo pasa

como si cada paso

fuera su casa.

 

*

 

Llamas de frío

cuando en mi mente nieva

gélido estío.

 

 

*

 

Brisa en el cielo.

El árbol como un cielo.

Aves de cielo.

 

*

 

Alba, te anhelo

para vaciar la nada

quemando el velo.

 

 

*De Gabriel Francini

 

 

-Gabriel Francini nació en 1982 en Buenos Aires. Es bibliotecario. Publicó Canciones (Tantalia, 2005), Nadir de Ardora (Huesos de Jibia, 2014), Deshacer (El Mono Armado, 2017), El sueño de la nada (Huesos de Jibia, 2017), La plenitud de la ausencia (Cave Librum, 2017), Rayar (La Yunta, 2018), Ser con el fuego (Cave Librum, 2019), Humo en el humo (Qeja, 2019), Entropía (La Yunta, 2019), Entrevisiones y vislumbres (El Mono Armado, 2020), orbe /sima (Cave Librum, 2021), orbe/vaivén (Cave Librum, 2021) y En el río y en el puente (o donde arriba es abajo) (La Yunta, 2021).

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

RECONSTRUCCION*

 

*Novela de Alejandro Badillo.

badillo.alejandro@gmail.com

 

 

 

CUARTA PARTE

 

 

Una tarde, mientras transcurría la acostumbrada sesión de Chopin, tocaron la puerta. El hombre apagó el radio y comenzó a bajar las escaleras. El sonido de la aldaba contra la puerta se repitió. Me asomé por la ventana de mi cuarto que daba al frente del hotel y abarcaba gran parte de la calle. Desde la altura pude ver a una joven, con un gorro azul de lana y sosteniendo por el manubrio una bicicleta amarilla. La bicicleta tenía una canasta al frente y, en ella, unas abultadas bolsas de papel. Aparté la cortina para tener una mejor observación, pero el posadero ya había abierto y ella entró. Regresé a mi cama pero de inmediato fui a mi puerta. No era necesario salir pues podía escuchar con claridad que se saludaban y la voz de él preguntándole por su salud. Salí de mi habitación, bajé las escaleras y me dirigí al pasillo principal para aparentar que iba a la cocina. La chica me vio. Sus ojos oscuros se agrandaron y el posadero, un poco a regañadientes, me la presentó.

–Lucrecia.

La luz de la mañana le daba en la espalda y creaba un claroscuro en su silueta. Por esa razón no pude fijarme en los detalles de su rostro, sumergidos a medias en la penumbra. Era menuda de cuerpo y sus brazos, tiesos, transmitían una vaga sensación de vulnerabilidad. La bicicleta amarilla estaba recargada en el alto escritorio de la recepción. Tenía una canastilla al frente. En el escritorio había un par de bolsas con algunas legumbres y otros productos que no pude identificar. Ella alargó la mano para saludarme. Tenía los dedos fríos. Por un momento pensé que me preguntaría qué hacía ahí, como si yo fuera un lejano pariente que se aparece de improviso y trastoca la armonía familiar. Sin embargo, pronto sentí que establecía un lazo de confianza cuando me deseó una feliz estancia y una sonrisa se asomó entre sus labios.

Salí para caminar por las calles cercanas al hotel. Traté de reconstruir su rostro mientras miraba el cielo nublado. Me pregunté si, los pájaros que sobrevolaban los techos de las casas, unos pájaros de plumaje negro y lustroso, eran los únicos que habían sobrevivido a la extinción. Lucrecia se instaló en la habitación que estaba al otro extremo del pasillo, justo frente a la mía. Ese día llevaba pantalones de mezclilla y un suéter blanco con rosas bordadas en la parte inferior. Por alguna razón parecía distinta a los otros. Quizás era cierto carácter impredecible, un temperamento volátil y, al mismo tiempo, afable. Era una persona con la que no podías pelearte porque, al cabo de pocos minutos, habría dejado en un segundo plano el motivo de la discusión.

Seguí apuntando en papeles y transcribiendo, con velocidad en la computadora, mis impresiones. Cada rostro parecía repetirse en la esquina siguiente. Casi nadie reparaba en mí. No había una sensación de peligro y, sin embargo, tenía la necesidad de pasar desapercibido. Imaginaba que, en medio de la calle, los escasos transeúntes se detenían y me apuntaban con los dedos índices, como si estuviera en una secreta obra de teatro cuyos significados, abstractos, mutaban a cada segundo. Pero se rompía esa imagen y, entonces, los rostros de los hombres y mujeres parecían inofensivos, como si yo me estuviera inventando cada uno de sus rasgos. Pasó muy poco tiempo, quizás un par de días, cuando volví a encontrar a Lucrecia. Los dos estábamos en las escaleras. Llegó hasta mi rostro un sutil aroma a lavanda.

–¿Te cuento algo interesante?

Asentí con un movimiento de cabeza.

–Sígueme –y me tomó del brazo.

Bajamos y nos acercamos a la ventana que estaba del lado derecho de la recepción. Había un sillón alargado y una mesa de centro. Me pidió, con una seña, que me acercara.

Nos colocamos en dirección a la ventana y ella, con un gesto de picardía, me señaló el reloj de pulsera que llevaba. Era un reloj plateado con manecillas amarillas.

–Me lo regalaron en mi cumpleaños. No hay muchos como éste por aquí.

El reloj brillaba en su muñeca izquierda.

–Ya casi son las once –me dijo con una expresión de triunfo.

Del otro lado de la ventana, en la calle, se realizaba el habitual desfile de transeúntes. Era, casi podía afirmarlo, una coreografía secreta y calculada. Acaso, también, una migración en círculos. Lucrecia pareció adivinar mis pensamientos y me dijo:

–Mira…

Un hombre, de traje impecable y corbata de rayas diagonales, se acercó al edificio que estaba enfrente de la posada. Me había dado cuenta de esa construcción y, suponía, que era un edificio de oficinas. El hombre, con el aspecto clásico de un burócrata, desapareció por la puerta. El cubo de las escaleras, recorrido por una ventana larga y rectangular, dejó entrever cómo el hombre llegó al último piso, sacó unas llaves y abrió una puerta.

Lucrecia me explicó:

–Desde hace tiempo muchas labores son irrelevantes. Sin embargo, la gente sigue asistiendo a sus lugares de trabajo. Llegan, apuntan su nombre en la libreta de registro y buscan sus oficinas. Ahí, repasan sus planes para el día. Por ejemplo, los oficinistas de la dependencia de tránsito buscan viejas multas y comprueban que, en realidad, se hayan pagado. Si encuentran un error o, incluso, se dan cuenta de algún acto de corrupción, toman nota del asunto y lo registran en gruesas carpetas que guardan en archiveros. Nadie consultará esos documentos, pero ellos tienen la necesidad de hacerlo más allá de las responsabilidades que asumimos cada uno de los habitantes de aquí.

Lucrecia terminó su pequeña historia. Iba a reír aguijoneada por un pensamiento posterior pero su pecho se estremeció y comenzó a toser. Pensé que era el polvo que flotaba en las calles y que parecía lo único vivo en las mañanas desiertas, cuando el aire frío recorría la ciudad, entumía árboles y silenciaba el canto de los pájaros negros. Recordé que el viajero se refería a ellos como unos animales torvos, taimados, de plumaje cenizo, que se refugiaban bajo los tejados de las casas.

–Es para que lo anotes en tu crónica –dijo, mostrando en su rostro un asomo de triunfo.

Me sentí descubierto. Supuse que, en algún momento, ella habría espiado en mi cuarto o que su padre le habría contado nuestras anteriores pláticas.

–¿Quieres algo de comer? –me preguntó.

Asentí en silencio.

En la cocina había una tabla de madera para picar y un cuchillo de filo opaco. El viejo refrigerador se estremecía y daba la impresión de que dejaría de funcionar en cualquier momento. Ella percibió mi incomodidad y sacó de un cajón un par de papas de tamaño mediano. Las sopesó entre sus manos, como si fueran un juguete recuperado de la infancia, y me dijo:

–Las papas son muy fáciles de dar aquí. Incluso, se pueden cosechar en invierno. Hay casi todo el año.

Miré sus ojos y la expresión de triunfo en su rostro. Después fue al fregadero y las empezó a lavar con cuidado. Una vez terminado el desayuno habitual nos quedamos en silencio. Éramos dos adolescentes que no sabían qué hacer con un día libre.

–¿Salimos a caminar? –propuse.

Caminamos por la calle principal de la ciudad. Lucrecia miraba a la gente, se detenía en alguna tienda. Poco a poco, sin planearlo de antemano, nos fuimos alejando del centro de la ciudad. Pensé en leves corrientes de aire que influían en el trayecto de los paseantes como nosotros, personas que, al contrario que el resto, no tenían una ruta definida. Era dejarse ir, guiado por los pasos de Lucrecia. Me sentí bien.

–Dicen que antes las calles tenían nombres de personajes importantes o fechas. Ahora la gente prefiere ponerles números. Esta es la calle “1”. Aumenta gradualmente hasta las últimas casas.

Al acabar de decirlo alzó su brazo y señaló con el dedo índice la calle en la que estábamos y que, de tan vacía, parecía inmensamente profunda, como una línea recta que se extiende hasta tocar el horizonte. Traté de recordar las veces que, en ese escaso tiempo, ella había señalado con su mano derecha, con sus dedos fríos y pálidos. Recordé al grupo de personas que señalaban a la mujer caída en la calle, naufragando en un charco de sangre. Había un par de autos estacionados. Eran modelos antiguos y era evidente que no habían sido movidos durante mucho tiempo. Objetos de museo, se limitaban a interrogar el paisaje con sus cofres sucios y sus ventanas cubiertas de hojas secas y polvo. La parte posterior de algunas camionetas había recolectado capas de tierra y, sobre ese fermento, en apariencia frágil, crecían plantas enredaderas que recorrían los costados y las portezuelas. Lucrecia miró con curiosidad mi interés cada vez más palpable. Yo trataba de tomar nota mentalmente para después escribir mis descubrimientos y suposiciones. Ella, de pronto, deshizo el gesto y nos detuvimos, indecisos del rumbo. Miré las casas y los techos, algunos de ellos de dos aguas. No había basura en las banquetas y un par de transeúntes recorrían su ruta cotidiana. En esa ciudad había espacios huecos. En donde hubo alguna vez aglomeraciones, puestos callejeros de comida, vendedores ambulantes, ahora había corrientes de aire invernal que arreciaban por algunos segundos y que nos obligaban a juntar los brazos al cuerpo y refugiarnos en nuestros abrigos. El cielo, pesado de nubes, parecía estar al alcance la mano.

–¿A dónde se fue la gente? –le dije, de pronto, esperando que la sorpresa me condujera a una respuesta valiosa.

Ella se encogió de hombros y respondió, quizás evasiva:

–Los fines de semana hay más personas. No somos muchos, de todas formas.

El laconismo de su respuesta me dejó sin palabras para poder continuar la charla. Tiempo después me enteraría, por un nuevo documento, esta vez en un papel periódico abandonado en el quicio de una puerta, que en el pasado se había registrado una gran migración. No se tenían datos, pero en la memoria colectiva de esa parte del país, quedaban ecos de los que se habían marchado. No había razones, información detallada, sólo la vaga percepción, como se ven las cosas en un sueño, de espacios cada vez más amplios, parques más silenciosos, bancas sin ocupar, autos dejados en la orilla de la carretera y empleados que, de un día a otro, no se presentaban a trabajar. El viajero no informaba de algo parecido. Pensé que, tal vez, esa historia formaba parte de las hojas perdidas de la libreta roja o de los párrafos incompletos, las letras diluidas por el tiempo o por la lluvia. Quizás, una teoría que no se le había ocurrido al viajero, era que la muralla tenía como objetivo impedir que la gente huyera del país. Sin embargo, al menos hasta ese momento, esa posibilidad era extraña. La edificación de esa alta pared debió haber consumido a varias generaciones y la migración, al parecer, no era tan remota. Por eso preferí anotar que la desolación de la ciudad se explicaba, de inicio, por los suicidios constantes. Las muertes eran como gotas desbastando una piedra, la marea que erosiona una bahía. Pensé que, quizás, durante algún paseo podría entrar a algunas casas e investigar en armarios vacíos, cocinas desoladas, huellas oscuras que indicaban el recuerdo de un mueble. Si el abandono del hogar había sido demasiado repentino encontraría restos cuyas voces fueran más claras: platos amontonados en un fregadero, anotaciones en un pizarrón de corcho, calendarios y relojes detenidos en un día lejano. La comida, por supuesto, habría sido aprovechada por los vecinos, pero confiaba en que la desidia los hubiera alejado de esas ruinas interiores, vestigios que, de alguna forma, contarían una historia para mí o para cualquiera que pudiera desentrañarla.

Ese día, de regreso al hotel, Lucrecia me dijo que tenía 25 años y que muchos le decían que aparentaba más edad. En efecto, cuando inclinaba el cuerpo, cuando su voz iba lenta a explicarme cosas, parecía una mujer mayor. Usualmente vestía pantalones de mezclilla y blusas coloridas de manga larga. En esa época del año el frío le hacía abrigarse con un grueso suéter rojo, con un cierre en la mitad, que le quedaba un poco grande. Iba y venía por el hotel. La veía por la ventana y trataba de distinguir su ruta hasta que se perdía de vista. En esos días ocurrieron dos suicidios más. La gente compartía esa información de boca en boca. Sin embargo, no había miedo en las palabras compartidas, sólo el breve asombro, la curiosidad que pronto daba paso a un mutismo acendrado, a la observación del cielo como una forma de consuelo inconsciente.

Las tardes las usaba para explorar las partes más altas de la ciudad. Quizás, desde esos lugares, podría observar pequeños pueblos o aldeas de unas cuantas casas. Sin embargo, apenas podía distinguir los relieves del paisaje: cerros desapareciendo en la lejanía, el horizonte como una línea de luz que contribuía a desvanecer esa región del mundo. En los límites habitados de la ciudad había chozas rodeadas de reducidos campos de cultivo. El dinero, a pesar de la reticencia de mucha gente, no era aceptado en algunas zonas que preferían el trueque para solventar sus necesidades. Esto era lógico ya que los bienes de consumo eran cada vez menos variados y no existía el comercio con otras ciudades.

 

 

 

(CONTINUARA)

 

 

**

 

-Alejandro Badillo. (Ciudad de México, 1977)

 

Es autor de los libros de cuento Ella sigue dormida (Tierra Adentro), La herrumbre y las huellas (Eeyc), Vidas volátiles (BUAP), Tolvaneras (SC Puebla), El clan de los estetas (Universidad Veracruzana. Premio Nacional de Narrativa Mariano Azuela) y las novelas La mujer de los macacos (Libros Magenta) y Por una cabeza (Premio Nacional de Novela Breve Amado Nervo). Ha participado en publicaciones como Luvina, GQ, Letras Libres y el suplemento “Confabulario” de El Universal. Colaborador de la revista Crítica y exbecario del Fonca. Ha sido antologado en diversas compilaciones de minificción.

Recientemente ha publicado:

 “La Habitación Amarilla” (cuentos) por Editorial BUAP. -2021-

“Reconstrucción” (novela) Ediciones EyC. -2021-

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Adansonia (Baobabs)*

 

 

Si por la savia de la rama se pudiera en un impulso,

en un prodigio o en un simple descuido del destino,

si por la savia de la rama se pudiera llegar al fruto y la semilla,

y crear un árbol humano que lograra crecer solo en la estepa,

como esos árboles africanos solitarios en la sabana,

altos como torres, copa minúscula, que nunca hacen bosque,

que a lo sumo se juntan de a tres o cuatro en la llanura,

o quizás siete u ocho si la superficie alcanza para todos,

para ser individuos solitarios, pero sin exagerar el tema,

reconocerse en las mañanas, ser una amigable referencia.

Si por la savia de la rama se pudiera llegar al fruto y la semilla,

y lograr un árbol humano inmune al odio y la avaricia,

en un impulso libre de deseo, en una polución involuntaria,

como quien espera el pico de un colibrí o una mariposa

que nos reemplace en un devenir ajeno al énfasis y las deudas.

Si por la savia de la rama se pudiera llegar al fruto y la semilla,

y ser uno frente a otro a una distancia de rescate,

para verse y sentirse sin anularse ni invadirse,

respetándose el sol, el aire, y el pedazo de planeta,

pudiendo ser a la vez uno y especie,

todo esto de vivir valdría la pena.

 

 

*De Horacio Rodio. horaciorodio@hotmail.com

 

 

 

 

 

 

 

 

 

CON LA SANDÍA EN LA CABEZA*

 

 

Hay gente a la que no le hace mella lo que se piense o diga en presencia o por los detrases, gente que no responde a un código de vestimenta, gente que tiene la libertad de usar boinas o sombreros, chalecos extemporáneos, colores fuera de catálogo, botines de la tatarabuela o pulóveres con cuatrocientas noventa y nueve lavadas y remiendos.

Hay quienes se dan la libertad de saludar con grandes abrazos que dejan a sus víctimas con sonrisas confusas y los bracitos pegados al cuerpo. Gentes que se pasean contraviniendo los códigos del ridículo de su generación, verdaderos subversivos del buen gusto, personas raras.

Hay quien estaría perfecto en una fotografía del siglo pasado, en una filmación de la época del mayo francés o un video que se capture de aquí a cinco años, que para la moda es la eternidad y un día.

Son personas molestas para presentaciones de familia, y las sonrisas burlonas acompañan o suceden su presencia. Se hacen irreflexivamente o con toda intención juzgamientos de carácter, creencias políticas y sanidad mental a partir del atuendo más o menos correspondiente con lo que la época, edad y condición social indican como correcto y necesario.

Ahora bien, por qué entregarse al escarnio. Alguno lo hará conscientemente por mantener una postura, vistiendo en el cuerpo su no pertenencia a lo establecido; otros por esnobismo, otros porque simplemente no se dan cuenta y se ponen lo que les resulta más cómodo o simpático.

Molestan. Causan un malestar pues rompen la perfecta monotonía que asegura que todos estamos en la sintonía de lo aceptable. El rojo combina con los neutros, las rayas jamás jamás con los lunares, y aros largos nunca para los cuellos cortos.

Y lo que refiere a la indumentaria se traslada por declinación a las actitudes y las palabras. Como por necesidad, como si fuese natural y el orden universal indicase el largo de las faldas.

No es algo simple escamotearse al juego de lo aceptable, el más estrambótico de los seres verá en alguien más lo ridículo, señalará desdeñosamente un moñito tonto, un collar ostentoso. El más libre de los sujetos despreciará gazmoñerías ajenas, comportamientos objetables.

 

Hay una línea entre lo excéntrico y la afrenta voluntaria. Vivimos en sociedad, lo que hacemos públicamente puede escandalizar o ser realmente desagradable. Hay situaciones, lugares, momentos en los que alguna cosa puede ser una falta de respeto. Pero quién y con qué manual en la mano puede marcarla con aerosol en la cancha.

 

Como esa línea inexistente no se ve pero se siente, muchos decidimos sacarnos la sandía de la cabeza con la que gozosamente paseábamos resguardándonos del sol, nos pusimos los zapatitos que están en las vidrieras y nos fuimos resignando a componernos en el espejo que nos coloca el resto de la humanidad al salir de casa. Lo hicimos con el deseo de no ser una molestia para los amigos y familiares, para que no nos miren mucho los transeúntes, es decir, para volvernos invisibles.

 

Y desde el momento en que vestimos la ropa adecuada, empezamos a emitir por declive ciertas opiniones, nos permeabilizamos a ciertas creencias, por urbanidad enrollamos alguna bandera y quemamos unos cuantos libros. Es la vida ¿o no? Uno envejece, una se adapta, uno se convierte en ese que antes le causaba risa o pena.

Claro que me dirás, querido amigo, que tus lentes para leer y tu camisa blanca no te quitan fervor por la utopía. Me asegurarás que la sandía no es el mejor sombrero, que tu libertad no depende de la tela de bambula que se perdió en el pasado. Y posiblemente sea cierto.

Los nietos no desean una abuela fantoche, los hijos se horrorizan de un padre que llama la atención. El adolescente lleno de piercings y tatuajes detesta a la ridícula profesora de falda acampanada.

A nosotros (a nosotros, sólo a nosotros) la libertad.

 

 

 *De Mónica Russomanno. russomannomonica@hotmail.com

 

 

 

 

 

 

 

 

 

*

 

El deseo es muchas veces la delicadeza de una taza por romperse, o un cristal demasiado frágil.

 

*De Liliana Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com

 

 

 

 

 

Inventren

https://inventren.blogspot.com.ar/

 

 

 

 

Próximas estaciones por antiguo ferrocarril Midland:

 

 

Apeadero KM. 38. 

 

MARINOS DEL CRUCERO GENERAL BELGRANO.  

 

 

LIBERTAD.

 

-Final del recorrido literario por el Ferrocarril Midland-

 

En Libertad, la antigua sede de los talleres ferroviarios estará terminada la aventura literaria del antiguo Midland. Desde Marinos –una estación relativamente joven- hay un tren real –el Belgrano Sur- que puede recorrerse hasta Aldo Bonzi en el tramo original del Midland para continuar por las vías que fueron alguna vez del Compañía General Buenos Aires para hasta la estación Sáenz con promesa de futura extensión hasta Plaza Constitución.

Desde km 12 hasta Puente Alsina el recorrido está suspendido y por tramos la vía ocupada.

 

Queda renovada la invitación a participar en las tres últimas estaciones del Midland. Que la utopía del tren literario no se detenga y haya fuerza demencial literaria para seguir adelante con el extenso recorrido del Provincial. En este cierre del Midland acompañare en sucesivas ediciones con escritos de los amigos que han participado en esta hermosa aventura.

 

 

 

 

 

InventivaSocial

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